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Jim Sharman: The Rocky Horror Picture Show (1975)

En el que removemos la causa mas no el síntoma.

El buen novelista e imbatible cronista Javier Cercas plantea una interesante afirmación discursiva en El impostor, su última obra, la cual data de noviembre de 2014 y recomiendo abiertamente. En la segunda parte de esta obra Cercas introduce lo que dará a conocer como el chantaje del testigo. Este sencillo y práctico concepto señala que hay individuos que se creen poseedores de la verdad de un acontecimiento por haberlo vivido. El investigador cacereño sostiene que esto, si bien puede ser fuente de credibilidad, suele obligar a estos “testigos” a tomar posturas irreconciliables porque asumen que de dicho evento específico sólo pueden hablar sus participantes bajo el pretexto de que todos los demás están viciados por fuentes de segunda mano. Esta polémica atemporal, aunque inasible, recuerda uno de los problemas más graves de nuestra sociedad: la inquietud humana por poseer experiencias.

Ahora, ¿qué tiene que ver lo anterior con la Semana del horror de Filmigrana, espacio para la diversión visceral (en cuanto a vísceras)? Simplemente es mi excusa para expresar mi entusiasmo por mi leve pero satisfactoria presencia en uno de los rituales cinematográficos más populares de los últimos cuarenta años. Con más años encima que Star Wars, The Rocky Horror Picture Show (TRHPS) impuso un nuevo hito en el cine de culto que indiscutiblemente es un punto cardinal de referencia para el cine B. Su subrepticio impacto cultural se comprueba, como señalaré a continuación, en el catártico éxtasis que padecen la gran mayoría de sus espectadores-súbditos.

Por cuestiones obtusas de la vida me encuentro en un remoto pueblo norteamericano que, al igual que toda la región, vive por estos días la fiebre octubrina de consumir desaforadamente productos derivados de calabazas y decorar sus casas de negro y naranja. Como es tradición, en esta temporada algunos individuos aprovechan el pretexto del disfraz para manifestar públicamente facetas de su personalidad que en otros momentos del año son inapropiadas[1]. Las fiestas de disfraces son frecuentes y en varias oportunidades esto confluye con proyecciones fílmicas. Tal fue el caso del teatro local de mi pueblo, el cual convocó a los fanáticos de TRHPS para celebrar el tetragésimo aniversario del filme con una proyección nocturna en su lata y formato original de 35 milímetros y subastar un afiche conmemorativo firmado por Jim Sharman, su director. Decidí asistir no sólo porque es un musical que me encanta en stricto sensu sino porque he leído lo suficiente sobre dicho espectáculo para no pasarlo por alto. Las recompensas son dignas de relatar pero antes es menester recordar la premisa narrativa de este distinto juego de mandíbulas[2].

TRHPS es el resultado de los delirios libertinos del británico Richard “Riff Raff” O’Brien, dramaturgo y actor educado bajo la influencia del teatro reaccionario de los sesenta derivado de la cultura hippie, tal vez la subcultura más explotada de dicha década. En dicha época la dramática inglesa buscaba hermanarse con los hallazgos de su contraparte norteamericana: por un lado Hair contaminó al globo terráqueo de la era de Acuario e impactó decisivamente a O’Brien (quien participó en su montaje inglés como un actor de reparto); por otro, Andrew Lloyd Weber, Tim Rice y el mismo Sharman masificaron dichos ideales con sus Jesus Christ Superstar y Joseph and the Amazing Technicolor Dreamcoat para desacralizar los musicales europeos de una vez por todas. Esta emancipación permitió que O’Brien trabajara junto con sus ídolos y en 1973, sin tapujo alguno, les presentó su primer libreto: The Rocky Horror Show. Este pastiche de historietas cómicas, transexuales y gore fue un deleitoso riesgo tomado y premiado con un inesperado éxito en taquilla. Tan sólo un año después O’Brien y Sharman filmaron su versión cinematográfica para difundir el nuevo testamento del terror a mayor escala. Esta fue estrenada en 1975 y, aunque algunas restricciones emplomaron su propagación, el daño ya estaba hecho.

El argumento de la obra es tan ridículo como el de las obras que la influenciaron: un criminólogo relata el curioso caso de Brad (ASSHOLE!) y Janet (SLUT!), una joven pareja próxima a casarse que debe pasar la noche en un misterioso castillo después de un aprieto automovilístico. Esta premisa, tan típica en las películas de terror, es tergiversada por los residentes e invitados al castillo: seres transexuales y/o promiscuos que celebran la venida de Rocky, la creación más perfecta del doctor Frank N. Furter (un extraterrestre transexual del planeta Transylvania) en cuanto a placeres eróticos se refiere. Brad y Janet son testigos del nacimiento de Rocky, de la masacre de Eddie (un rebelde cautivo) y, sobre todo, de la tensión sexual de los transilvanos. La película rápidamente se degenera en una pertinente recuperación de varios filmes clásicos de terror (en especial King Kong) y, entre canción y canción, el palacio de Furter es capturado por otros extraterrestres y la pareja pierde toda promesa de castidad.

Argumentar por qué TRHPS es una película de terror es una tarea difícil pero posible. Hay escenas de este filme que son grotescas a su manera: el asesinato y banquete de Eddie, la toma alienígena y las imágenes esclavizantes de Riff Raff, Magenta y Columbia (los secuaces de Furter) son muestra de ello pero no lo suficiente para perdurar en el tiempo. Además, para el público de los setenta la propuesta del filme debió condenarse; en dicha época no era aceptado que los hombres vistieran como mujeres y viceversa y no muchos filmes explotaban la sexualidad de sus protagonistas tan agresivamente[3]. En esa línea son graciosas y espeluznantes las estrategias que Furter utiliza para seducir a Janet y a Brad y así despojarlos de sus ropas y de su pureza; sumado a eso, la inconfundible “Touch-a, Touch-a, Touch-a, Touch Me” de Janet hacia Rocky no deja nada a la imaginación. Por último, los multitudinarios números musicales (muy atrayentes, por cierto) empañan el horripilante contenido de los planes de Furter (¿crear Übermenschen que hagan a los hombres más hombres?[4]) y el caos libertino con el que finalizará la película.

Es más propicio deliberar por qué TRHPS es tan vigente en la actualidad a partir de su monumental contribución al cine B: su sugestión del escándalo. Este filme permitió, permite y permitirá que una horda de individuos expresen con ligereza sus más oscuras fantasías. TRHPS es el equilibrio perfecto entre lo perverso, lo horripilante y lo endulzante. Sin recurrir a la pornografía (como lo hizo Pink Flamingos tres años atrás) y sin recurrir a cuerpos inalcanzables como los de Catherine Deneuve o Jane Fonda, O’Brien y Sharman demostraron el encanto de lo grotesco al endulzarlo lo suficiente para gustar a todo tipo de público. En unos sencillos pasos (y una degeneración temporal) el reparto actoral hace que Rocky, un perfecto semental a-la-Playboy, sea relegado para que Furter (interpretado por el brillante Tim Curry) sea la estrella. La sugestiva y onírica orgía acuática al son de “Don’t Dream It, Be It” encapsula este sentimiento: sé quien quieras ser, incluso si esto requiere escarcha y labial. No hay mejor efecto de una película de terror (de hecho, de cualquier tipo de película) que desatar una reacción en cadena que haga temblar los cimientos de la sociedad. TRHPS lo sigue haciendo incluso cuarenta años después.

De regreso a un pasado más cercano, entré al teatro desprevenidamente. Al entrar, la primera gran sorpresa corrió por cuenta del número de asistentes; cien individuos es un número considerable de espectadores para un reproyección, en especial si se trata de de la proyección de un filme tan antiguo en un pueblo, de nuevo, tan apartado. La segunda sorpresa es que absolutamente todos llevaban props (abordaré esto en contadas líneas) y un 75% del público estaba disfrazado de algunos de los personajes. Aunque algunos eran sencillos (la gran mayoría eran Magentas, es decir, empleadas), por el teatro rondaban transilvanos y bailarinas de tap. Al escuchar a los asistentes, algunos afirmaron que compraron hasta cuatro tiquetes sólo por la alegría de apoyar tan conmemorativa visita (es decir, el préstamo de la cinta de 35 mm). Después de una ronda de advertencias (el dueño del teatro previó la catástrofe) y de aplausos, el filme comenzó y simultáneamente estos espectadores procedieron a destapar sus kits de supervivencia.

Los props, en argot de cine de culto, son utensilios que el público utiliza para interactuar con diferentes momentos de un filme. TRHPS cuenta con una distinguida lista de props y, por fortuna, pude verlos todos en acción. Para retomar el chantaje del testigo, reconozco que es emocionante ver de primera mano cómo el público simpatiza con el filme con tanta devoción, admiración y, sobre todo, (i)respeto. Nunca antes he visto a espectadores tan eufóricos como los que vi aquel día; en cada escena demarcada arrojaron arroz, cartas o confeti, dispararon agua o silbaron como si murieran en el acto. Prácticamente todo el filme, además, fue comentado en voz alta por el público en un acto colectivo de one-liners relacionados con las emociones despertadas. Las escenas de baile, en particular la disparatada “The Time Warp”, fueron coreografiadas sincrónicamente. Para resumir mi experiencia, el teatro fue un fiel reflejo de lo que yo solía entender por los Dos minutos de odio en 1984.

Termino mi artículo con una imagen del teatro posterior a la proyección. Hoy fui al mismo teatro a ver Plan 9 from Outer Space, tres días después, y muchas de los residuos aún no han desaparecido. Como diría el Criminólogo que narra el filme, las emociones son maestros poderosos e irracionales. Qué bueno que esto provenga de un filme.

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[1] Evidentemente no todos lo hacen y es estúpido psicologizar estas conductas; a la gran mayoría sólo nos gusta hacer el ridículo masivamente.

[2] Uno de los taglines originales del filme es “A different set of jaws”; cabe mencionar que el estreno de TRHPS coincidió con el éxito en taquilla de (tambores resonantes) Jaws.

[3] Si bien lo recordarán por otros artículos de esta página, la virginidad es uno de los tropos más alegorizados en este tipo de filmes de terror.

[4] Otro tagline pertinente: “Another kind of Rocky” en alusión a un críptico boxeador con dificultades verbales.

Paul Thomas Anderson: Boogie Nights (1997)

En el que obtenemos un par de patines nuevos.

***Aviso legal: hace más de un año –diciembre de 2013, para ser más precisos- me propuse escribir quincenalmente un artículo sobre cada filme de P.T. Anderson a partir de La América de una planta de Ilf y Petrov. Si bien aquella antología de crónicas fue la ignición literaria para este pequeño proyecto, la gasolina escaseó y una cantidad de borradores destellaron en mi Escritorio durante varios meses, guiñándome constantemente sus párpados digitales para que continuara mi labor.

Durante los últimos meses –enero y febrero de 2015- he redimido mi acidia y, aunque dejé de lado a los reporteros ucranianos, continué mi labor para prepararme inteligiblemente para dos acontecimientos: el cercano estreno de Inherent Vice (séptimo filme de Anderson) y el primer aniversario de la inesperada muerte de Philip Seymour Hoffman (02 de febrero). Espero que estos cortos escritos no sólo tracen unos predecibles patrones temáticos sino que hagan justicia al que probablemente es el guionista más talentoso de nuestra era. ***

¿Qué aspiraciones puede llegar a tener un hombre una vez alcanza los diecisiete años de edad? Seguramente todas ellas están relacionadas con la búsqueda de un futuro que asegure el estilo de vida de una adultez añorada. Esto -de acuerdo con nuestras inquebrantables políticas educativas- es garantizado mediante la elección de una profesión que acoja aquellos ideales de vida. Sin embargo, toda esta desapacible presión es barajada por la inclemente Fortuna, quien ocasionalmente bendice a sus jóvenes y errados adolescentes con vidas exitosas si éstos le rezan adecuadamente a su monumental cornucopia. Nuestra única salvedad consiste en que durante esa etapa de la vida dichos rituales pueden (o pudieron, más bien) ser controlados por nosotros mismos. Desde cualquier ángulo que se les mire, se alimentan de las entrañas de la ambición humana: bien sea mediante el ejercicio de la razón o de la experiencia, nuestra existencia conserva su eje al explotar nuestro propio reflejo para nosotros mismos. Por supuesto, el choque de este espejismo con nuestras imágenes proyectadas en otros individuos producen colisiones más que interesantes; la negación de la conciencia siempre entretendrá al bacanal Olimpo, dueños del risible adolecer denominado “maduración”.

Lo anterior, a grandes rasgos, son los vulgares principios de la instrumentalización. En el caso de P.T. Anderson -a.k.a. Eddie Adams, a.k.a. Dirk Diggler, a.k.a. Brock Landers-, Boogie Nights es el épico resultado de una magnífica terapia en la que el joven director y guionista de 27 años enfrenta su juventud, su ideal de adultez y su adultez.

Todo comienza con un adolescente Paul Thomas, quien a los 17 años intoxicaba su cabeza con filmes camp repletos de pornografía, karate, pornografía, comedia barata y aún más pornografía. Durante esos años -como lo describe con agrado a lo largo de la versión comentada de Boogie Nights-, el joven californiano aspiraba a vivir como John Holmes o alguno de los personajes de sus filmes favoritos, es decir, como una estrella porno, rodeado de mujeres y sintetizadores. Al comprender la imposibilidad de ese estilo de vida, decidió canalizar su libido como sólo lo hacen los austeros: a través de un barato cortometraje en el que su ambición pretendía crear un híbrido entre Zelig y This Is Spinal Tap que a su vez fuera dirigido por Martin Scorsese y Jonathan Demme. De allí nace The Dirk Diggler Story, su primer cortometraje en el que en que en media hora narra el ascenso y la caída de una prometedora estrella porno. Esta obra no-canónica fue archivada durante varios años, ligeramente avergonzado por sus limitaciones financieras. No obstante, el doppelgänger sexual del idealista P.T. no habría de escapar de su mente hasta que pudiera contar su ficticia historia tal como quisiera.

Nueve años más tarde, Anderson pudo revisitar estos sueños rotos a través de un lente azaroso. Después del moderado éxito crítico de Hard Eight, tuvo la oportunidad de presentarle a Michael De Luca (presidente de New Line Cinema, productora insignia de Time Warner) su guión –finalizado en 1995 y acertadamente subtitulado como Funny Games Until Someone Gets Hurt– con la idea para una innovadora reinterpretación del arquetipo de héroe épico. Para ello, tomó sus añoranzas juveniles y las reescribió para un público adulto como él mismo, lo suficientemente paciente para develar a lo largo de casi tres horas de diálogos y plano secuencias la terquedad de un estropeado infante en los corazones de varias estrellas de la industria para adultos.

Contra todo pronóstico, la productora le dio libertad artística para que desarrollara su mórbido sueño. Todas las razones fueron, por supuesto, favorables: la exitosa apuesta por L.A. Confidential apenas unos meses atrás había demostrado que era rentable financiar filmes que no fueran Men in Black; además, al ser un filme de época, contó con el respaldo para utilizar canciones icónicas de la era disco tales como “You Sexy Thing” de Hot Chocolate, “Got to Give It Up (Part 1)” de Marvin Gaye, “Sunny” de Boney M. o “Jungle Fever” de The Chakachas; por último, los planetas legales se alinearon para que al mismo tiempo pudieran contar con un póquer de actores principales, estrellas fijas de nuestro cosmos fílmico contemporáneo: Mark Walhberg, Burt Reynolds, Julianne Moore, Heather Graham y John C. Reilly. En ese entonces, todos ellos –aunque buscaban protagonismo o relevancia mediática- decidieron participar en este proyecto sin expectativa alguna: la carrera de Reynolds había tocado fondo varios años antes (en la década de los ochenta fue nominado cuatro veces a los premios Razzie), Moore había ganado popularidad crítica mas no comercial, el joven dúo Walhberg-Graham apenas se abría paso en Hollywood (de hecho, Walhberg obtuvo el papel sólo porque Leonard Di Caprio lo rechazó para dedicarse a Titanic) y Reilly (más allá de su limitado talento) sólo pretendía estrechar su ferviente amistad con Anderson, amistad que se había cementando desde Hard Eight. Sin embargo, cada uno de ellos agració la filmación con lo mejor de sus interpretaciones; en últimas, a nadie lo obligan a participar en un filme sobre un clan de pornógrafos.

Sumado a esto, Anderson logró ensanchar su presupuesto para lograr una menospreciada victoria: ensamblar un reparto secundario repleto de sus ídolos histriónicos. ¿Por dónde comenzar? Iniciemos por nuestro profeta aristotélico: Philip Seymour Hoffman. ¿Continuamos? Philip Baker Hall –el actor favorito de Anderson y con quien ya había trabajado en Hard Eight-, William H. Macy (gracias por Fargo), Don Cheadle, Ricky Jay, Melora Walters, Robert Downey, Sr., Alfred Molina… ¿No es suficiente? Michael Jace, Joanna Gleason, Michael Penn, Jon Brion, Luis Guzmán… está bien, estos nombres son mucho más crípticos. No obstante, es una lista que llama la atención tanto por su amplitud como por la extrañeza de reunir tantos egos bajo una misma mansión de gigolós. Sin embargo, Anderson tuvo la templanza para agruparlos y, aparentemente, la convivencia en el set fue más que cálida. Este dominante talento hace parte de otros grandes directores tales como Francis Ford Coppola, Martin Scorsese, Robert Altman y Quentin Tarantino. La diferencia es que Anderson lo dominó a los 27 años de edad.

Una vez todos estos factores se juntaron, el libidinoso adolescente dentro de Anderson retomó el control y exprimió esta oportunidad de oro para crear una obra elíptica sin límites dialógicos. Además, a medida que empalmaba su guión con sus actores se reencontró con la razón por la cual decidió ser director de cine en primera instancia: para crear obras de las cuales su Yo de diecisiete años se sentiría orgulloso. Éste es el azaroso inicio de Boogie Nights, filme que bautizaría una de las obras fílmicas más completas, complejas y exitosas de nuestra era. Deberíamos agradecer que Anderson no desaprovechara ni un segundo, ni un centavo de esta materializada fantasía sexual.

Anderson retrata la dramática vida de Eddie Adams (Walhberg) a partir de todos sus altibajos poéticos. Adams, como todo héroe clásico, es poseedor de un areté: un extenso miembro viril de colosales proporciones. Durante toda su adolescencia en San Fernando Valley (California) ha aguardado a que el mundo se sorprenda con su inigualable virtud y, como era de esperarse, los rumores sobre su entrepierna se disipan por todo el estado. Esta leyenda llega a los oídos del oráculo Jack Horner (Reynolds), aclamado director de deleites tales como Inside Amber y Amanda’s Ride, quien en 1977 le vaticina a Adams un rotundo éxito si ambos unen sus fuerzas en pro del ars amatoria. Después de huir de casa y de superar con facilidad sus dos entrevistas de trabajo –una repentina intromisión en los atributos de la novata Rollergirl (Graham) y el visto bueno de la diva Amber Wave (Moore)-, Adams se une a la productora de Colonel James –pedófilo mecenas de la industria porno- y los frutos de la creatividad artística no se hacen esperar. De la mano de un excéntrico equipo de trabajo, Adams explota su atributo a favor de un grupo de desadaptados a quienes les puede llamar “familia”.

Una vez Adams se adhiere a su nicho social, el filme destella sus mejores momentos y virtudes tanto argumentales como temáticas. La cámara, aunque se centra en el ascenso de Adams -ahora conocido bajo el sugestivo pseudónimo Dirk Diggler-, sin previo aviso sigue a cada uno de sus asociados y se centra durante varios minutos en cada uno de sus microuniversos. Anderson sabía que para manejar un estilo indirecto libre verosímil debía contar con un reparto secundario tan profesional como el principal; de ahí su puja para apresar a todos los actores mencionados hace unos renglones. A partir de los plano-secuencias, el filme dilata el hilo argumental para amparar al equipo de producción. Cada uno de sus miembros tiene una pequeña historia por contar: Horner lucha por pertenecer al Palatino del cine, Amber lidia con su drogadicción y con la custodia de su hijo, Rollergirl desea terminar sus estudios secundarios, el actor Reed (O’Reilly) estudia magia para dedicarse a otro tipo de industria de entretenimiento, los compañeros de set Buck y Jessie (Cheadle y Walters, respectivamente) pretenden formar una familia a costa de los tabúes sociales, el encargado de luces Little Bill (Macy) padece el escarnio de tener por esposa a una estrella porno, el asistente de sonido Scotty (Hoffman) no sabe cómo canalizar su homosexualidad… incluso el barista Maurice (Guzmán) quiere abrirse camino como novato. Éstas son apenas unas cuantas de las historias que se abren a medida que la cámara captura todos los ángulos posibles de una discoteca o la mansión de Horner. Esta técnica, adquirida vía Goodfellas y la monumental Short Cuts, cobra una relevancia inigualable en Boogie Nights. Tal fue la satisfacción que Anderson habría de repetir su modesto tributo a sus directores favoritos unos meses más adelante en Magnolia.

Pero volvamos a nuestro lujurioso Ulises, alma máter de este colectivo. Al saborear el éxito de su saga Brock Landers –un spoof de James Bond con un poco menos ropa-, Diggler gana la admiración y el respeto de esta emergente industria, incluso hasta el punto de ganar varios reconocimientos en los clandestinos Adult Film Awards. Su intento por erotizar torpemente a través de sus infantiles charadas (diálogos insípidos, movimientos de karate bruscos y exagerados) es ovacionado por sus espectadores, quienes no estaban acostumbrados a encontrar pretextos argumentales cuando asistían a sus cines XXX predilectos. Cuando se presentan los pequeños retazos de algunas de estos experimentos -tal como ocurre con Spanish Pantalones– el espectador tiene el privilegio de internarse en una sala voyeur setentera. Aunque dichas imágenes lleguen a parecer cómicas y absurdas, las palabras de Diggler (en el documental editado por Amber) justifican su relevancia e impacto cultural: él, al ser una joven promesa, sabe qué quieren ver sus coetáneos. Sus seguidores no sólo buscan un fin, también buscan un medio en el que se mezcle la acción a-la-Bruce-Lee y la recompensa de la consumación. El sueño de Diggler, al igual que el de sus compañeros, es que se les reconozca como actores, no como estrellas porno. Es lo más cerca que podremos llegar a compartir el despertar sexual de la generación de nuestros padres.

Después de este reconocimiento popular, Diggler empieza a comportarse, naturalmente, como un niño al que le dan una tarjeta de crédito. Al fin y al cabo no puede luchar contra su juventud. Su hibris comienza por su desaforada compra de objetos orientales, un costoso ´77 Corvette y toda la cocaína que pudiera obtener. Con la llegada de la década de los ochenta, sus adicciones lo someten al delirio de persecución que desata su fulminante despido; después de un altercado con su vigor y su subsecuente desahogo equívocamente canalizado en el pacífico Horner, es expulsado por combatir contra fuerzas superiores a él. Su megalomanía le hace creer que puede subsistir sin patrocinios, error del cual se percatará al probar las riendas de la prostitución, del tráfico de estupefacientes y de la persecuciones anti-SIDA. Sin productora o contrato discográfico (¿olvidé mencionar que también quería ser el siguiente Kenny Loggins?), lo pierde todo hasta el punto de identificar que no es más que un huérfano al que se le imposibilita soñar sin el apoyo de sus padres.

La inminente catarsis es, por lo tanto, el regreso a las entrañas de su felicidad. Una vez regresa al amparo de Horner, el filme pasa a sus minutos más emotivos: al ritmo de “God Only Knows” de The Beach Boys se presenta el desenlace heroico de cada uno de los miembros de su familia adoptiva –sin duda alguna el mejor montaje que han hecho a partir de este impecable himno-. Para quienes ya la han visto, recordarán la poderosa imagen final de un toro salvaje preparándose para salir al ruedo. Diggler, limpio de todo pecado, ha garantizado su recompensa: su entrada al Estigia.

P.T. Anderson lo alcanzó todo con Boogie Nights. Su rentabilidad económica fue considerablemente buena (alrededor de US$30M) y la aclamación crítica le permitió ganar prácticamente todos los premios de gremios californianos a mejor guión y ensamble; incluso le permitió a Burt Reynolds -quien nunca estuvo de acuerdo con el resultado final de la película- obtener el reconocimiento más significativo de su carrera (Mejor actor de reparto en los Globo de oro). Sin embargo, la prismatización de Diggler es el triunfo personal más satisfactorio para nuestro idolatrado director. Gracias a la interpretación de Walhberg –la cual, sin duda alguna, es la interpretación más significativa de toda su carrera-, el guionista cerró un capítulo crucial para su vida: la necesidad de narrarse a sí mismo mediante el trabajo de otros. Sus obras posteriores, evidentemente, tienen su sello personal pero nunca alcanzarán el estatus de gratificación que alcanzó con Boogie Nights. Su modelo de héroe contemporáneo será difícil de repetir, sobre todo porque las caricaturas más deseadas son aquellas que deben estar fuera del alcance de los niños.

Gerardo Herrero: Crimen con Vista al Mar (2013)

Lo intenté de muy buena fe, después de todo quise ver una película colombiana sin ningún prejuicio construido. No funcionó. Y eso es lo que pasa cuando uno no tiene una idea sobre lo que puede esperar de ciertos equipos de trabajadores audiovisuales, en especial si Jorge Enrique Abello es parte del reparto, porque de ahí para abajo las cosas se pueden poner bien lodosas.

Hay que dejar ciertas cosas en claro, porque al ponerme esta corbata que me confiere la abogacía del Diablo -y otros estudios invisibles de la jurisprudencia de los insultos- debo admitir las certezas al inicio. Como lo dije, no tenía idea de qué trataba esta película o quiénes eran sus responsables, más allá de que en ella sucedería un “crimen con vista al mar”, algo muy simple y concreto, tal vez una muerte o un robo en una playa, la generalidad es permisiva y amable como una abuela excéntrica que morirá antes de que seamos lo suficientemente viejos como para rechazar deliberadamente sus platos. Lo otro que me dice el título y el póster, con esa fuente toda en mayúsculas, es que NO voy a ver una comedia donde se explota la chabacanería de los estereotipos locales y se apela a una identificación facilista que supla el trabajo de una construcción de personajes; no señores, se trataría de un trabajo de género, y eso es algo a lo que le apostamos acá. Hora de proseguir.

A solo una semana de estreno las salas ya están vacías y es posible conjeturar que la promoción del voz a voz no ha surtido mucho efecto. El lugar que ocupamos los que anoche vimos el Crimen en Cinemark podía haber sido cualquiera en la sala, y de los 10 presentes estoy seguro que sólo yo tenía la completa voluntad de entrar ahí, sin pensar en que las otras funciones ya hubiesen empezado o se hallaran llenas. Y puedo (intentar) entender la confusión que le vendría a esas personas, porque la idea de ir a cine es ser entretenido tras pagar una boleta, sin importar su precio, y que esas expectativas sean maleadas hasta que al final uno se pueda considerar satisfecho, y es algo que no logra en ningún momento Gerardo Herrero, ni siquiera desde la concepción del guión a cargo de Nicolás Saad. La película no es mediocre, es realmente odiosa y frustrante, lastima por la cantidad de nudos que crea en la garganta y las extremidades, se amarra ella sola también (no dejando a nadie presente libre para que desenmarañe el asunto) y al final… Dios, el final. Hablemos primero del principio, y permítanse el enredo que viene a continuación porque desenmadejar esto va a ser bien complicado. Suena como un juicio crudo, pero quiero que seamos honestos, no planeo robar a nadie para quedarme durante días con el peso del crimen.

En un aspecto puramente técnico, el flashforward inicial es un recurso muy volátil con gran peso en el  drama, permite engancharse a ciertos personajes y empezar a preguntarse por qué sucederán ciertos eventos en el curso de la historia. Funciona en Breaking Bad, ¿Cómo no puede darle el pasabordo al público? No me iría de cabeza criticando la cantidad de información que se ofrece en las primeras escenas, posiblemente porque mi retentiva no es tan buena como la de otros espectadores, pero fue abrumador el llegar a pensar que alguien esperaba que recordara todo lo que había sucedido y de lo que hablaron en esas escenas clave, en la que se evidencia una entropía nada intencional. La primera secuencia vuelve a suceder después, a mitad de película, y ofrece exactamente la misma cantidad de información, ni más, ni menos, con el único beneficio de que ya conocemos en un mínimo a los personajes involucrados.

¿Quiénes son? Dos puntos y respire profundo. Enrique Zabaleta (El mencionado Jorge Enrique Abello) es un amanerado e inexpresivo administrador/dueño de hotel de Cartagena en el que trabajan sujetos oriundos de partes indeterminadas de Colombia, entre los que se destacan el botones costeño/cachaco Juan (Juan Pablo Barragán), el Recepcionista Tartamudo boyacense (Carlos Camacho) y la Mucama caleña (María del Mar Quintero). A su hotel llega de repente José Cabrales (Carmelo Gómez), un lunático émulo español de Hercules Poirot que debe resolver un caso concerniente a la desaparición de Maité (Silma Gómez), coterránea suya en plan indeterminado de turismo sexual quien venía en compañía de su prima (Úrsula Corberó), siendo la desaparición un suceso desencadenado por haber conocido a Román Pedraza (Luis Fernando Hoyos), un ex-convicto semi-valluno que llega al hotel para resolver una deuda/tensión de pareja con Enrique. Todo esto lo sabe Mercedes Miranda (Katherine Vélez), una mujer que posiblemente está escribiendo una sátira insufrible a partir de lo que acontece en el hotel.

¿Tuvieron problemas para leer ese último párrafo? Así son los primeros 20 minutos de Crimen, dilatados en el tiempo pero en condiciones semejantes de constricción. He excluido la aparición de Diego Giraldo (Carlos Torres) como una suerte de fisicoculturista bogotano y su novia madura y botulínica, Celia (Ana Bolena Meza) que por alguna razón inexplicable admira a Mercedes y le plantea conversación sin mayor éxito, destacable también por su increíble acento neutro. Mucho más tarde nos presentan a conveniencia al Barman (Julián Díaz, a quien recordarán de El Arriero), quien juega un papel casi relevante durante parte de la investigación de Cabrales y después no se vuelve a saber de él. En este arrume de personajes las buenas intenciones del guión empiezan a caerse por sí solas, y el suspenso desfallece en su encanto debido a que estos móviles son tan abundantes y maníacos que no llegan a atraer. Ni siquiera estando desnudos.

“A nosotras, que nos gusta la lectura…”

Ana Bolena Meza, en una entrevista que toca tangencialmente la película, tiene para ofrecernos lo siguiente, que infortunadamente no llega a cumplirse en todos sus términos.

(…) es una película de suspenso con tintes de conflicto y algo de humor. Es sutil, muy inteligente. Se aleja de la temática de la guerrilla y el paramilitarismo. No es de grandes efectos como las películas gringas, ni es la comedia típica colombiana. Como público hay que estar muy atento a los detalles desde el inicio.

Con el problema que esa sutileza y atención a los detalles es simulada, no menos incómoda que la confabulación de los amigos del colegio que juegan fútbol deliberadamente mal para hacerlo quedar a uno como una estrella*. Bravo, felitaciones por ser una comedia, se puede triunfar en otros medios y eso es loable y sano para la naciente industria, pero, dentro de las reglas de la película, no es posible tener esa atención al detalle porque muchas de las cosas importantes suceden fuera de cuadro, quedando relegadas al conocimiento exclusivo de los personajes, y éstos las dan a conocer más tarde en aburridos bloques de exposición. No hay ninguna apuesta de peligro o satisfacción al saber la resolución del crimen, más allá de que cierren el hotel y le den fin a ese asunto (y de paso a la película), pero la verdad se torna más incómoda y prolongada.

Siento que debo insistir en la importancia de los personajes, que estos valgan de algo y tengan sistemas de valores creíbles. No culpo a Enrique, es un ojete completo y su misión puede ser esa de principio a fin, pero todos los demás pertenecen a un universo amoral y cínico que no es negativo en sí mismo, pero está manejado con un entusiasmo tan bajo que su agencia no parece algo que vaya más allá de seguir las necesidades del guión. Guión que Cabrera (el personaje, quede claro) conoce a la perfección y emplea este conocimiento para elaborar conjeturas muy puntuales a partir de una investigación muy vaga; y todo con este mismo guión omnisciente que al final se descalabra y cierra la acción de una manera inverosímil, con el McGuffin de Cabrera hundiéndose en las profundidades del absurdo. Honestamente Dustnation, una amiga y yo esperábamos que al final todo fuera parte de una ficción irresoluble escrita por Mercedes, y que ella se viera obligada a preguntarle a sus personajes (o mejor aún, a la audiencia, al más puro estilo Spice World) cómo llevarla a término.

Escuchar los diálogos es otro trozo de la experiencia fallida. Escuchar, en un sentido sensible que apuesto a que las personas de otras nacionalidades podrían identificar sus fallos, viendo cómo los personajes cambian su acento sin anuncio previo y se dirigen entre ellos con una distancia permanente de recién conocidos, siendo demasiado bruscas las pinceladas que los definen como individuos. Que todos pasen la mayoría de la película hablando no arregla el asunto, y más cuando están esas cosas que uno tiene que escuchar para saber a dónde va todo. Es una película mala, pero le abono la sinceridad y lo bienintencionada, y que no sea mala y además pretenciosa. Eso sí es hundirse en lo profundo.

¡Hey, qué bien!: La música es decente y cumple con su cometido.

Emhhh: El sexo es gratuito y demasiado largo, hasta el punto de bloquear erecciones futuras.

Qué parche tan asqueroso: Muchos, destaco lo anticlimático y eficaz en las muertes. ¿Es acaso un comentario acerca de lo fútil y pasajera que es la vida?

Esa mierda no me la esperaba: Carmelo Gómez cruzando una piscina como un completo psicópata, ese fue un momento genuinamente divertido.

No es una película para ver en cines. Esperen a que salga en DVD, la compran y hacen drinking games con sus amigos, para reemplazar el treeman y demás porquerías. Elija una de las siguientes opciones y tómese un trago cuando:

– Cabrera le pida a alguien sus huellas en el iPad.

– Juan hable como costeño.

– Mercedes aparezca escribiendo algo.

– Enrique se comporte como un imbécil sin provocación.

– Haya tensión sexual entre Enrique y Román.

– Enrique aparezca contando billetes.

– Hayan transcurrido 10 segundos de personas teniendo sexo desentendido.

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*Me pasó una vez, porque yo era muy tronco y ya hasta la defensa había anotado tantos. También es el motivo de un comercial colombiano de alguna golosina, pero no recuerdo bien cuál era. En fin, no importa.

Mitchell Lichtenstein: Teeth (2007)

My goodness, you’re tight.

El primer plano de “Teeth” nos muestra la verde arboleda de un tradicional suburbio americano, las hojas mecidas por el viento e iluminadas por el sol, tejados blancos se asoman entre las ramas, calma, paz y tranquilidad hasta que el desarrollo asoma su fea cabeza, interrumpiendo el cielo azul y las nubes: lentamente, un paneo hacia la izquierda nos descubre dos torres humeantes de una planta nuclear y, a sus pies, un hogar de cuatro con dos adultos (Madre, Padre) tomando el sol y dos infantes (Hermano, Hermana) bañándose en una pequeña piscina inflable. Es allí, en ese círculo de plástico, que vemos por vez primera el monstruo proverbial del que habla el título del filme: el chico, tras mostrar su parte íntima a su compañera, pide a cambio un despliegue similar de voyerismo. Segundos después, los padres, temerosos por sus gritos de dolor, acuden con velocidad a ver que ha ocurrido y encuentran que el joven tiene cercenada la punta de su dedo índice. La niña mira el dedo con calma, sangre y solución acuosa corriendo río abajo.

Esta es la estupenda escena inicial de la fenomenal e irregular “Teeth”, una injustamente ignorada película de terror independiente dirigida por el antes actor Mitchell Lichtenstein (hijo del reconocido artista pop Roy Lichtenstein), quien da a su opera prima el justo balance entre chocante horror artístico y descarnada sátira feminista. El filme evoca desde las novelas gráficas de Charles Burns hasta “Splendor in the Grass” de Elia Kazan (del cual Lichtenstein toma más que inspiración e incluso homenajea sus paisajes rurales) donde una joven Natalie Wood es recluida en un sanatorio mental tras caer locamente enamorada del hijo de la familia más rica del pueblo, Warren Beatty. La joven de la presente, no obstante, evoca cuadro a cuadro la imponente y seductiva presencia de Wood pero sobre un lienzo más moderno y salpicado de sangre: Dawn (interpretada en su joven adultez por la fantástica Jess Weixler, en un papel que le significó el premio especial del jurado en el festival de Sundance), ya crecida, se ha convertido en una acérrima defensora de la abstinencia sexual en adolescentes mientras su medio-hermano Brad (John Hensley de “Nip/Tuck) se ha refugiado en una espiral de drogas, sexo anal y screamcore. Ambos habitan lado a lado en la misma casa donde crecieron, el cuarto de Dawn lleno de lilas y rosas pasteles y el de Brad, lleno de negros y marrones, recortes de mujeres desnudas y una jaula donde vive su belicoso Rottweiler apodado “Madre”. ¿Su madre adoptiva, sin embargo? Esta se encuentra recluida a una cama en un avanzado estado de cáncer, probable producto de las mismas causas que le dieron a Dawn su regalo.

¿Av. Suba con 95?

We have a gift. A very special gift, dice nuestra protagonista mientras se dirige a un grupo de adolescentes para explicarles el por qué de su anillo de promesa. Cómo los regalos, este se encuentra envuelto alrededor de su dedo y sólo puede ser abierto una vez sea reemplazado por un nuevo aro, uno de oro y diamantes que a su vez haga una nueva y conocida promesa, la de devoción y fidelidad en esta vida y la otra. Pero su ideal de pureza se ve amenazado por la tentación, representada en el filme en Tobey (Hale Appleman, con un notorio parecido físico a Giovanni Ribisi), el nuevo chico de la escuela y la iglesia que promete con su mirada la pérdida de la inocencia sexual para ambos. En efecto, este juego de miradas (y la mirada de Weixler lo dice todo) lleva a Dawn por un camino largo y pecaminoso, que comienza con un intento de masturbación tarde en una noche lluviosa (en la cual se imagina con Tobey en el día de su boda) y acaba en una tarde de natación en el riachuelo local, un paradisiaco escondite con cascadas y cuevas donde los jóvenes locales van a cometer pecados mayores. Ninguno tan grande, por supuesto, cómo los cometidos en ese fatídico atardecer por la nueva pareja religiosa, donde besos llevan a caricias, caricias llevan a negativas, negativas a violencia y violencia a más violencia: Tras ver ligeramente corrupta la fachada de santidad de Dawn, Tobey usa la fuerza para hacerle suya y sólo suya (I haven’t even jerked off since easter!), y una vez ha ocurrido el himeneo, este descubre la gravedad de sus acciones, representada en la imagen de abajo por su falo cercenado.

Here come the crabs!

Esta es, de lejos, la más intensa y perturbadora escena de la película (contrapuesta por la clásica y operática partitura musical, a cargo de Robert Miller), en la cual Lichtenstein da una prueba a la audiencia de que tan lejos está dispuesto a ir, en términos de violencia gráfica y decisiones morales (más no artísticas, con frecuencia las correctas), para narrar con éxito la historia que ha escogido contar. Aún cuando el choque inicial ha pasado, las brutales imágenes de castración y los escalofriantes alaridos de Tobey quedan han quedado cementados cómo precedente de lo que puede (cómo puede no) venir por delante. Dawn, al igual que el espectador (quien al menos tiene el salvaje humor negro del filme para refugiarse), ha quedado traumatizada no sólo por ver su pureza y su virginidad interrumpida, sino porque ha descubierto en su cuerpo un rasgo físico que poco tiene que ver con la anatomía purista que dictan en su escuela. Aterrorizada ante la desaparición de su pareja de coito no consensual y de su anomalía física, Dawn pierde rápidamente la claridad y convicción con la que se dirigía a los nuevos reclutas y empieza a balbucear incoherencias frente a un inclemente grupo de antes-aceptantes-ahora-rábidos fanáticos religiosos quienes citan segmentos de la biblia sin siquiera pensar dos veces o que aquellos significan para su angustiada líder: There is something in me that’s lethal, proclama la oradora; The Snake!, responde el rebaño.

Es difícil decir que tan justa es “Teeth” con sus personajes. ¿Que parte es caricatura y que parte es fiel depicción? Al encontrarse a medio camino entre la sátira y el cine de género, Lichtenstein se enfrenta a un común problema del cine: ¿Es posible simpatizar y burlarse de los personajes al mismo tiempo? Mientras en papel suena cómo un acto de cuerda floja complejo, en resultado resulta mucho más problemático, ya que, ¿no resulta un poco egoísta querer lo mejor de ambos mundos? Por fortuna, la fuerza del guión, las actuaciones y especialmente la cuidadosa atención al detalle fotográfico, a cargo de Wolfgang Held (tanto en composición cómo en color Held evoca a Norman Rockwell en búsqueda del ideal pictórico Americano) ahuyentan estas problemáticas de nuestra mente y la enfocan en la travesía del personaje principal para convertirse en heroína feminista (junto a Jamie Lee Curtis, Sigourney Weaver y Heather Langenkamp). Desesperada, abandonada, y en búsqueda de una respuesta médica, Dawn visita al ginecólogo local (un sórdido y excelente Josh Pais) en una de las más memorables escenas del horror moderno.

Siempre y cuando uno sepa a lo que enfrenta.

Don’t worry, I won’t bite you.

La entrada del Dr. Godfrey  significa muchas cosas para a película, la más importante, la entrada de lleno al género. Con sus madre seriamente debilitada por la enfermedad (y su padre dedicándole su atención completa), Dawn recurre a otro adulto para buscar catarsis y explicación frente a los recientes y traumáticos eventos. Esta llega, un clímax emocional tanto para los que observamos cómo para la que es observada con sus piernas en los estribos y ligera bata de papel, pero no de la forma esperada: Este resulta siendo un pervertido sexual, quien se quita el guante de la mano derecha y la lleva mucho más allá de lo legalmente establecido. En medio de su desagradable maniobra las fauces claman su segunda víctima, y sus graves gritos de agonía y pánico se intercalan con los de sorpresa y temor de su paciente (el intercambio de ambos actores es perfecto). Sus dedos acaban en el tapete gris barato, sangre salpicada por todo el consultorio y la profecía ginecológica realizada: It’s true, vagina dentata!

La escena es la última en caminar honestamente la línea entre lo humorístico y lo realista sin poner pie decisivo en área alguna. Su éxito, por desgracia, va en detrimento del resto del trabajo, que palidece en comparación. Para empezar, la secuencia funciona tan bien cómo filme de horror que degenera la metáfora sexual que había sido construida hasta el momento, alejándola de la realidad u sumergiéndola en lo fantástico. También, el choque de la mutilación gráfica pierde filo en cada ocasión en que se vuelve a ella, pasando su poderío de lo turbio a lo ridículo. No ayuda, por supuesto, que el último tercio sea de lejos el menos logrados, apretando en poco tiempo y de forma forzada varios temas que Lichtenstein siente la obligación de tocar (entre ellos la relación entre los medio-hermanos, un tema auténticamente fascinante que es dejado de lado acá). Esto no impide, sin embargo, disfrutar de esta sólida entrada en los anales del género, que en resultado es mucho menos presuntuoso y más placentero de lo que este escrito deja ver. Es por eso que observar finalmente la realización de Dawn como una heroína sexualmente libre no sólo es un satisfactorio final, sino un recuerdo que lo más importante no es la meta, sino el proceso que lleva a ella. Es en su luchada experiencia que el significado recobra validez.

Mario Bava: La Maschera del Demonio (1960)

Temo un poco, sólo un poco, por las generaciones futuras en la medida que observo los procesos culturales que forjan aquello a lo que le tienen miedo. Es muy tarde y muy lejos para agarrar a patadas esa carcasa equina escrita por Stephanie Meyer, Twilight (a sabiendas que la sola e innecesaria inclusión de estas 3 palabras en el artículo nos valdrán un ascenso en tráfico y vistas) y no es mentira para nadie el pregón de antivalores que provee aquella obra de vampiros diurnos e improntas Timbergenianas, sin que por ello nos consideremos un pilar de la rectitud y la buena ciudadanía; mas si de algo nos podemos agarrar con fuerza en el palideciente estado de la fantasía (no pun intended) es de la relación muy vigente entre el horror y la sexualidad.

Sí, incluso aunque se trate de velar las delicadezas de la abstinencia y lo beneficioso que resulta ser sobreprotegida por un hombre contradictoriamente virtuoso y decadente, vemos que tanto en los romances de fantasía urbana más recientes como en las películas más veteradas (y mejor pensadas), el horror es un gran portal en el que se pueden tallar relieves de diversas inquietudes que se tienen con respecto al modo en el que los seres humanos se relacionan, enfáticamente en la sexualidad y sensualidad, los placeres y temores de la carne.

Es una puntilla muy bien clavada por maestros del género como David Cronenberg y Clive Barker, quienes no pierden oportunidad para mostrar la Carne en mayúscula, (por motivos apropiados) y su universo sensorial, lejos de los fantasmas de puro ectoplasma y las criaturas envueltas en una irracional búsqueda de la destrucción por sí misma. Incluso me atrevo a decir que por eso tenemos una simpatía mucho mayor por las mujeres como protagonistas ante el peligro desconocido, porque el enfrentamiento ante la apropiación involuntaria de su cuerpo está mucho más documentado y engranado en la consciencia colectiva. Tal vez estoy hablando de más, pero es algo que no se puede evitar con facilidad en Filmigrana, mis estimados (y posiblemente muy ofendidos) lectores.

La dimensión del cuerpo y la sensualidad no está puramente limitada a la exposición de torsos desnudos y núbiles, contorsionados y llenos de movimiento al vérselas con el peligro, si seguimos discutiendo la linea de la sensualidad en el horror; en la misma definición de la palabra está el uso de los sentidos y la capacidad de interactuar con el espacio y hacerlo cognoscible, en la medida que el espectador de cine conoce la relación entre este espacio y el cuerpo. Así pues, Mario Bava nos ofrece en su calidad de pintor y gran narrador una hermosa y entretenida interacción de 87 minutos entre seres que palpan un espacio construído con gran pericia para ellos, una pauta para la oleada de cine de terror gótico italiano que vendría tras el tendido de la alfombra en 1960. Veamos de qué viene.

“Here goes nothing!”

“The Hour When Dracula Comes”, “House of Fright”, “Revenge of the Vampire”, “A Maldição do Demônio” y otra miríada de nombres similares a este son los que definen una misma película, vehículo que catapultó a la fama a Barbara Steele (Gloria Morin en 8 ½ de Federico Fellini) y, como ya se dijo, sentó un precedente en la estética del cine italiano en lo que respecta a lo terrorífico y misterioso, decantándose luego en lo que se conocería como giallo, un laberinto formal del que hablaremos en otra ocasión. La película fue el primer proyecto de ficción completamente dirigido por Bava, parte de una antigua deuda que la legendaria productora Galatea tenía con el nativo de la costa de San Remo.

El filme en sí es una vaga adaptación de “Viy”, cuento corto de horror escrito por el gran Nikolai Gogol, y en lugar de presentar 3 jóvenes que van caminando por la campiña que luego son alojados por una joven y peligrosa mujer, mueve la acción a Moldavia donde la princesa Asa Vadja (Barbara Steele) y su sirviente o “hermano de obras” Javuto (Arturo Dominici) son condenados y ejecutados por realizar fechorías bajo la guisa del vampirismo, rendirle pleitesía a Satán y tener una tórrida y no menos satánica relación amorosa, una Cassata de crímenes apenas expurgable por obra de la Máscara del Demonio, el McGuffin que nos embarga en esta película, y de cuyo castigo parcialmente los salva la intervención del mismísimo Príncipe de las Tinieblas, en forma de lluvia arruina-eventos. El Inquisidor Griabby (quien me atrevo a pensar que es interpretado por Antonio Pierfederici, no tiene créditos), hermano de la princesa y a su vez sacerdote, es maldecido por Asa y obligado a llevar en su descendencia parte de sí misma, lo suficiente para asegurar su eventual regreso.

STEP IT UP!

Hacemos una elipsis 200 años más adelante, en el que un médico fantoche conocido como Andre Gorobec (John Richardson, el compañero de Rachel Welch en One Million Years B.C. de 1966) viaja en un Stagecoach¹ junto a su mentor, el dr. Thomas Kruvajan (Andrea Checchi, pintor destacado y con un buen número de papeles de reparto bajo su brazo), en dirección al castillo de la familia Vajda. En el camino atraviesan un bosque con numerosas anomalías off-screen en el que infortunadamente se averían, y los dos galenos deciden descender de la carroza mientras el conductor arregla el desperfecto. Encuentran una cripta abandonada a la que ingresan, y la prudencia científica del dr. Kruvajan lo lleva a determinar que lo mejor sería profanar las tumbas, sin escuchar consejo alguno acerca de las numerosas supersticiones en torno a cadáveres perfectamente conservados a lo largo de los años. Ambos logran retirarse del lugar antes de seguir haciendo destrozos irreparables en la arqueología del sitio y la sanidad de sus almas, aunque dejan un pequeño rastro de sí mismos que resulta suficiente para que la maligna princesa empiece a maquinar su regreso al mundo de los mortales, al menos tras bambalinas.

De vuelta en el sendero conocen a Katia Vajda, la descendiente directa del Inquisidor Griabby, quien guarda un sorprendente parentezco con la ya olvidada Asa (pista: son la misma actriz) y, tras unos segundos de conversación, entabla una lasciva relación de miradas silenciosas con el joven y agudo Andre, llevando a la confusión inicial hasta que la trama se va desenvolviendo en torno a ella, la relación con su padre (Ivo Garrani) que es totalmente consciente de la maldición y del regreso de la vampiresa satánica, así como los accidentes fatales cometidos por el torpe dr. Kruvajan, que de hecho son solventados por la tendencia que tiene Andre de pensar con su falo.

Médico homeopático de Europa Oriental, masajista.

El argumento no es nada malo, incluso a pesar de la extraña (pero a mis ojos justificada) relación entre Andre y Katia, establecida más como una lujuriosa comunicación de contacto físico y visual que como un diálogo común y corriente entre dos personas que aspiran a conocerse. Su interacción no es la única inclinada a la lujuria, la misma Asa tiene una manera muy peculiar de hacer posesión de sus víctimas, lo cual mezcla un poco el sexo no-consensual que recordamos como parte del patronazgo del viejo Drácula, aunque en algunos casos añade la fuerza de la seducción (que no deja de ser algo involuntaria, al final), todos estos elementos visibles en una actuación que no es nada leñosa, como se podría esperar de una película de serie B de la época en otro costado del globo terráqueo, o incluso en la actualidad, donde no solo la actuación sino las ya denunciadas “constantes culturales” implantan otras formas de ver el contacto sensual. Hay varios giros inesperados, teniendo en cuenta que la estoy viendo 52 años después de haber sido rodada, y es completamente tangible el marco sobre el cual se edifican numerosas películas similares, sin que por ello diga que La Maschera es la primera en su estilo y género; en sí misma pueden evidenciarse numerosos guiños artísticos y características de su tiempo, como la sensibilidad ante las masas que se despliega en otras cinematografías de la Italia de los 60’s.

Quedan algunos agujeros en la trama y se sienten forzadas ciertas situaciones, aunque no por ello debe desprestigiársele, siendo que -como ya se dijo- parte de estas incongruencias narrativas canjeadas por virtuosismo técnico son el caldo de cultivo del giallo. La cantidad de sangre en pantalla es bastante generosa, sin verse como uno de los elementos ya etiquetados dentro de lo forzoso, que en realidad es muy poco². Incluso a pesar de lo acaramelada que puede resultar para algunos la relación amorosa de los protagonistas, ese no es el foco del relato. La bruja Asa se lo lleva todo en espectacularidad, astucia, mala sangre y satanismo desenfrenado, una mezcla que cae tan bien hoy en víspera de Halloween como ayer, hace 52 años. La pueden ver acá, completa, cortesía de YouTube.

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¹La mención de esta película de John Ford no es del todo gratuita, en contraste a la mayoría de cosas que se dicen acá en Filmigrana, y la actitud de Nikita el cafre no dista mucho de la cobarde entrega al deber que manifestaba Curley en el clásico de 1939.
²¿En serio, doctor? ¿Tenía que pincharse el dedo, destruir un vidrio protector, robar un relicario, remover una máscara y matar un murciélago vampiro, todo en menos de 3 minutos?

Jim Wynorski: Chopping Mall (1986)

Ah, Halloween: época de brujas, disfraces, dulces, vandalismo ligero, mujeres escasamente vestidas y confusión masiva. Los shows en la televisión hacen especiales, los locales decoran pasivamente mientras se preparan para la violenta arremetida de la navidad y los mercaderes de calabazas ven su octubre (de hecho, octubre) realizado. ¿Lo mejor del asunto, en mi opinión? Cine de terror u horror, thrillers, slashers, giallo, expresionismo y porno-tortura toda reunida en una sola noche. ¿Entonces por qué mierdas decido comenzar mi parte de la semana con “Chopping Mall”, producida por Julie Corman, esposa de Roger Corman, muy probablemente la película más cochambrosa reseñada en la página hasta el momento y uno de los más dementes espectáculos de los que tengo memoria? En el papel, debo decir que la idea suena encantadora y no soy un purista de la forma, el contenido o la moral (cierto policía que conozco me dará la razón). ¿Tripas y sangre? Bienvenidas. ¿One-liners penosos y desarrollo inexistente de personajes? Keep ‘em coming. ¿Herejía? Más, por favor. Sólo imagínenlo: ¡Chopping Mall! ¡Robots! ¡Lasers! ¡Muerte y desnudez gratuita! ¡La familia Bland de “Eating Raoul”! ¡Un centro comercial suburbano de varios pisos llenode  adolescentes hormonales! ¿Que podría salir mal?

¿Cómo comenzar a describir una obra tan profundamente enferma? Un claro ejemplo de sub-slasher y de la explotación Cormanesca, Chopping Mall no escatima en violencia ridícula, sexo injustificado ni actuaciones acartonadas y exacerbadas (vale la pena aclarar, si van a ver esta joya, háganlo acompañados y intoxicados con su barbitúrico o alucinógeno de preferencia), pero sí se ahorra más de unos cuantos centavos en historia, lógica y desarrollo de personajes. Es bizantino disecar con un filme hecho hace ya más de 25 años, y por obvias razones es importante no comparar este filme con los maestros del género, sea Carpenter, Cronenberg, Craven o Fulci. Pero, ¿No puede existir un solo personaje simpático que no merezca su muerte vía láser de Robot? Incluso los malditos robots merecen la muerte tecnológica vía láser de robot, una mezcla entre R2D2 y una aspiradora General Electric (que hace su cameo con un delicado product placement) son llamados de forma poco inspirada Killbots (nunca en el filme, sí en los créditos).

No obstante, aquel es el meollo del asunto. Chopping Mall trae la carne (de cañón, abajo desmenuzada) al asador. Quienes deciden entrar al centro comercial de noche están dispuestos a pagar las consecuencias: ser explotados laboral y sexualmente, hacer parte de un espectáculo hedonista y voyerista verdaderamente romano, perder sus trabajos, su dignidad y su dinero, incluso morir violentamente a manos de creaciones sin alma ni sentimientos. Lo mismo ocurre con los espectadores: “Abandon all hope all ye who enter here”. El filme y la labor de Wynorski no son sutiles en lo más mínimo, pero demonios sí que son diabólicamente entretenidos y satisfactorios. He aquí un producto B verdaderamente logrado, en gran parte por pertenecer a una tradición y una productora que sabe lo que hace (aún cuando lo hace a medias), y en parte por rebosar de espíritu e intención (aún cuando no de altos presupuestos, ideales artísticos o pretensiones de autor).

“Killbot” por Fritz Lang.

La historia es simple: un mall decide reemplazar a los tradicionales guardias de seguridad por robots (asesinos, aunque ni ellos ni las maquinas lo saben todavía) sin razón alguna. Tras una rápida introducción donde un video institucional muestra a un ladrón rompiendo la vitrina de una joyería que ni siquiera tiene un sistema de alarma o rejas (para qué seguridad tradicional donde hay androides sedientos de sangre, después de todo) y llevándose el botín para ser prontamente detenido por el taser del Protector 101 (Secure-Tronics®), pronto pasamos a una reunión de propietarios locales que plantean preguntas a un científico de bajo rango que presenta sin atisbo de risa o incredulidad a un trío de robots cómo su nuevo equipo de seguridad. ¡Ooh! ¡Aah! Entre los invitados se encuentran Paul y Mary Bland, los protagonistas del clásico de culto “Eating Raoul” (interpretados por los mismos Paul Martel, quien también dirigió el filme, y Mary Woronov), que miran con desdén y sarcasmo la estúpida presentación (a lo que surge la incógnita: ¿Por qué aceptaron ir en primera instancia?). Básicamente es una sesión de preguntas y respuestas para establecer las reglas del juego: por ejemplo, cómo pueden distinguir de los buenos y los malos (hay que presentar la tarjeta de seguridad frente a su lector), por qué diseñar aparatos tan violentos (there is plenty to protect) o por qué implementar láseres que pueden cortar a través de cualquier superficie (…). Para colmo de males, el científico hace en voz alta la siguiente afirmación: Absolutely nothing can go wrong. Corte a los créditos iniciales (escenas de la dura vida del centro comercial) y al techno de Detroit ochentero compuesto por Chuck Cirino, un especialista en música para cine B y un frecuente colaborador de Cirino, de lejos lo único en todo el filme capaz de emular una sensación parecida al frenesí (Me voy a quitar el sombrero proverbial para el enloquecido y acelerado teclado que acompaña la mayoría de las escenas).

Poco después son presentados los recortes de cartón que protagonizan el filme y el predicamento particular que les pondrá a la merced de sus verdugos tecnócratas: 3 yuppies del negocio de las sábanas (!), el geek sensible Ferdy (Tony O’Dell), el muy tradicional Greg (Nick Segal también de “Breakin’ 2: Electric Boogaloo” y esta gema perdida de la familia Corman) y el agresivo matón Mike (el siempre fantástico John Terlesky, ¡que rostro 100% americano!) planean una fiesta en su tienda de colchones a la que invitan a dos meseras de una cafetería/restaurante, Allison (Kelli Maroney, de “Fast Times at Ridgemont High”, blanda cómo un malvavisco) y Suzie, novia de Greg (Barbara Crampton, una de las favoritas del gran Stuart Gordon). Su empleador, una racista caricatura italiana, resume el espíritu de la película al ver que Allison deja caer un plato (“America: porca miseria”). También invitados a la gran fiesta está la pareja de mecánicos casados, Ray (Russell Todd de “Friday the 13th Part II”) y Linda Stanton (Karrie Emerson, figurante en “White Dog” de Samuel Fuller), y la novia de Mike, Leslie (Suzee Slater), empleada de la tienda de ropa de su padre (quien ve cómo su abusivo novio le manosea durante horas de trabajo) con altísima frecuencia de grito y enormes senos falsos.

Juzguen ustedes.

Una tormenta eléctrica, dos científicos muertos y 20 minutos después, nos adentramos en el clímax prolongado de la sencilla narración: androides matando gente, mujeres desnudándose y atroces one-liners. ¿Suena fantástico? Lo es, salvo por algunos inconvenientes. Wynorski (quien encontraría su nicho en producciones del mismo estilo y hasta el día de hoy trabaja cuan mula) dirige a sus actores hacia un histrionismo radical, una técnica que a veces raya en lo irritante. Las muertes no son particularmente innovadoras e incluso a veces resultan un poco repetitivas (vale la pena mencionar que tiene una explosión de cabeza verdaderamente brillante, solo al sur de Scanners en calidad). Quizás lo más problemático es que la película está contada de una forma demasiado dislocada, siguiendo un estilo relajado que gira entorno a suplir la dosis de sangre y sexo de los voraces mirones. Esto causa que el resultado final sea una conexión de viñetas varias sin mucho impulso más allá del esencial, y aún en su corta duración el ritmo a veces languidece. Ahora, eso no nos impedirá un cuidadoso saboreo de la carne que hay en estos roídos huesos.

Kill List: 1. Supervisor #1, llamado Marty, su garganta es perforada por uno de los bracitos retráctiles del robot No. 1 mientras mira una revista porno durante la tormenta eléctrica.

2. Supervisor #2: Tras llegar al lugar y no encontrar a su compañero, su espalda es atravesada con un arpón que el robot No. 1 esconde tras una escotilla metálica. ¿Cómo saben tanto sobre matar estas máquinas?

3. El encargado de la limpieza (Dick Miller, con escenas borradas y pequeños papeles en “Pulp Fiction”, “The Terminator” y “Gremlins”) recibe una brutal descarga eléctrica que literalmente le frita mientras trapea. Su plegaria de respeto a los hombres trabajadores es ignorada por su asesino.

4. Mike, tras una sesión de sexo (sin oral, ya que Leslie no apoya este tipo de nociones, muy a pesar de acabar de tener sexo al lado de sus amigos), va a comprar cigarrillos para su novia y es degollado por el robot No. 2 (modus operandi favorito de los antagonistas).

5. Leslie, tras encontrar el cuerpo de su novio, es quemada por varios disparos de láser, el último de los cuales le estalla la cabeza. Sus amigos le miran desde las vitrinas. A+.

6. (Fallido) Robot No. 1, a pesar de estar al lado de un tanque de gas metano mientras este explota en un mar de balas de ametralladora, sobrevive y vuelve con sed de venganza.

7. Suzie (gracias a Dios), es alcanzada por las llamas de una bomba Molotov creada por ella misma y muere ante los ojos de sus amigos y su novio Greg, que enloquece poco después. Satisfactoria.

8. Robot No. 2, es atrapado en un ascensor trampa que a su vez es detonado por Allison de un solo tiro (My father was in the navy).

9. Greg, ya corroído por la demencia, da un grito de victoria al anunciar que no hay moros en la costa solo para ser lanzado de un tercer piso por el sarraceno de aleación que falló en ver.

10. Linda, muerte por láser perdido en el estómago. Curiosamente inmediata, y el más doloroso de los decesos.

11. Ray, tras ver la muerte de su amada esposa Linda se monta en un carrito de limpieza a base de diesel y se estrella con el Robot No. 3, quien ya está sufriendo una descarga eléctrica y está muy próximo a su deceso, e infructuosamente pierde su propia vida en la rabia que tiene con este bastardo de la ciencia.

12. Robot No 3, recibe el reflejo de un láser que escoge disparar contra un espejo, lo que le causa una espiral de voltajes y estallidos internos. Chispas por doquier. El peor de los 3 androides, no causa una sola muerte intencional en una penosa actuación.

14. (Fallido) Ferdy, interés romántico de Allison, va a rescatarla al verla acorralada por el robot No. 1, y recibe una caneca/cenicero en el pecho a toda velocidad. Ver sangre salir de su cabeza es suficiente para la máquina, que le da por muerto (una máquina que debería saber mejor a la hora de identificar señales de vida) y va en busca de su último adversario. Sale más tarde tratando su herida con un rollo de papel higiénico.

15. Robot No. 1, que por desgracia, es vencido por su último adversario: cubierto en gasolina y con pintura bajo sus orugas que le impiden escapar, Allison le lanza una bengala que acaba con su “vida” en una violenta explosión.

16. Peckinpah ya está muerto, ¿por qué no bailar con su cadáver?

Nude List: 1. Mujer anónima anda topless en el vestier femenino del centro comercial, donde Allison y Suzie hablan.

2. Suzie, tras ser comparada con una carne fría, se desnuda para Greg y los espectadores.

3. Leslie (Fig. 3) muestra sus senos falsos a Mike prometiéndole una recompensa si le trae cigarrillos. Probablemente ignora que hay robots asesinos afuera.

One-Liners List: 1. Tras sobrevivir el primer ataque de las máquinas, Greg le pregunta a Ray: “How much do I owe you for the beer?” Prioridades en desorden.

2. Linda haciendo cálculos de supervivencia: According to my calculations, provided we survive, we’re going to be trapped in this place for the next 85 years. No provee explicación al por qué de su razonamiento.

3. Ferdy, poeta de lo obvio (y algo de flair de por parte de Wynorski): The moment we go out there we’re dead meat, yesterday’s news.

4. I guess I’m not used to being chased in a mall in the middle of the night by killer robots. En retrospectiva, Linda es uno de los mejores personajes (lo cual hace su muerte mucho más triste).

5. Thank you, have a nice day!, coda dado por los robots luego de cada homicidio.

6. La época de Reagan: This is not a democracy, you have no choice!

7. Greg, estratega del amor: You smell like pepperoni. I like pepperoni. Seguido del desnudo #2.

8. Ray y Ferdy, tras admirar su trabajo (mal hecho) sobre el robot No. 1: What’s that? Robot blood.

Una Semana de Horror en Filmigrana, Parte 2: La Venganza

Para empezar, saludos, estimados lectores.

Y horror y violencia y sexo, todo injustificado probablemente.

Hace un año exactamente, nos embarcamos en un viaje en lancha motorizada río arriba por la cuenca de uno de los géneros más tóxicos, estimulantes, desconcertantes y, cuando hechos de la manera correcta (y en más de una ocasión la manera incorrecta es la más correcta) absolutamente reconfortantes y satisfactorios (aún si eso significa la pérdida de la memoria, inocencia, consciencia, calma, etc.). No hay mejor ocasión, en mi humilde opinión, para hacer un comeback de proporciones épicas (los Giants de San Francisco nos dieron una sólida definición de lo que eso significa) al pequeño pero querido espacio virtual de crítica fílmica al que tanto tiempo, esfuerzo y arrogancia le hemos dedicado.

No vale la pena decir que viene todavía, sólo estén seguros que hay sorpresas en el camino: sorpresas pequeñas, grandes y emocionantes, las primeras siendo una sólida y secreta combinación de 5 reseñas sobre filmes de Horror, comenzando mañana mismo y en este mismo lugar por mi compañero Valtam y finalizando el 31 de octubre, día de las brujas, por este servidor. Las demás serán reveladas a su debido tiempo, cómo los sospechosos en un whodunnit de Agatha Christie. Pero no se preocupen, y sobre todo, no olviden que todo esto es tanto de ustedes cómo nosotros: desde indignados e irracionales detractores hasta ciegas y rábicas porristas, les recibimos con los brazos tan abiertos cómo nos es posible (que desde nuestra altísima montaña de esnobismo y onanismo no es mucho, pero es propio y es honesto, dos ¿cualidades? imperturbables e irrompibles bajo nuestros ojos). De esta forma damos inicio a nueva etapa en Filmigrana, etapa que será explicada con más profundidad en un próximo y menos ambiguo filler. Por ahora, nos reconocemos de nuevo. Ya tendremos tiempo de adelantarnos.

We’re back…with a vengeance!

Mike Nichols: The Graduate (1967)

En el que observamos cómo se re-asientan las bases de generaciones venideras trilcemente.

Mi alacena es una porcina alcancía. Para abrirla, se debe martillar con la ingenua ilusión de una futura recomposición.

Hace siglo y medio la melancolía y el spleen eran la respuesta inmediata al por qué de la condición humana, la cual, asqueada por la superposición de sus creaciones sobre sí mismas y el fracaso de cualquiera de sus ideales de liberación, manifiesta sarcásticamente su decadencia mediante novedosas expresiones políticas, filosóficas y artísticas. Sin embargo, aún perseveraba discretamente la creencia de que era un mal de época pronto a agotar. Desafortunadamente, nuestros tiempos –tiempos de los que me abstengo de datar su surgimiento- detuvieron aquella desabrida gestación para practicarle cesárea, revelando así al abominable engendro que se alimenta de la fragilidad de la razón: la incertidumbre. Los famélicos sistemas de valores, las batallas que carecen de resoluciones y, sobre todo, la inexistencia de una luz guiadora son sus presas aledañas. La inminencia del estancamiento existencial desiste de considerar juicios cualitativos; el reconocimiento de nuestro sofocamiento castiga con severidad, y la perpetuación del qué-puedo-hacer es la sonrisa amarga con la que nuestros pensamientos reflejan sus condolencias. A veces quisiera creer que la incertidumbre no es el síntoma emblemático de esta era, pero la crisis de convenciones en la que estamos inmersos es tan profunda que nadie pretende ocultarla para evitar un innecesario acto de hipocresía extra.

Este y otros desvaríos pseudointelectuales me arrastran constantemente hacia “Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres” (“Über Sprache überhaupt und über die Sprache des Menschen”) de Walter Benjamin, aquel benditamente endemoniado ensayo por su corporeidad hídrica. Una de sus aristas encuentra en las creencias judeocristianas la justificación de la importancia de primer orden del lenguaje. Una de las dos versiones bíblicas de la Creación (Génesis 2:7) es interpretada de la siguiente manera: el hálito de Dios concede a una masa de barro la facultad del lenguaje, haciendo que ésta se eleve sobre todas las otras creaciones de la Naturaleza; sin embargo, el hombre se aleja del Paraíso y de su Árbol del Conocimiento cuando se apropia de esta cualidad para hacerla signo de juicio de valores externos a su amplitud. En términos menos confusos, se revela que la palabra es el don divino que se deterioró cuando el hombre se apropió de él sin ser consciente de su espíritu y lo rebajó a la abstracción, a que cada persona se sirviera del mismo indiscriminadamente para acomodarlo a su favor. A este egoísmo se le suma otro onírico pasaje: la caída de la Torre de Babel, la sepultura de cualquier futura pretensión por establecer una acertada comunicación entre los hombres. Desde allí el espíritu del lenguaje, aunque debilitado, lucha por el entendimiento, tanto de los hombres con la Naturaleza como entre sí.

Este agrietamiento, bello por su estilo, cruel por su ambigüedad, es una excelsa explicación a la opacidad de toda relación humana. Es más poético, más aliviante culpar de nuestros desencuentros a una ancestral maldición. Sin embargo, a falta de dichos paralelismos comunicativos, debemos conformarnos con sus remanentes. Todos los hombres se hermanan en la confusión que eufémicamente tildamos de pasión. ¿No es, acaso, el apasionamiento un espejismo de eternidad? ¿No es la pasión más que impulsos, un ejemplo más de fear in a handful of dust[1]? Esta fuerza vital diluye momentáneamente a la duda ya que, independientemente de que se accione o no, se valida una preferencia al reconocer un deseo latente. Las inquietudes se desprenden de lo ajeno al pequeño universo que se conforma en la pasión, de miríadas de puntos de vista (inestables, egocéntricos por definición) que se tornan críticos, incluyendo al del implicado. Éste funciona como fuerza centrífuga, donde el centro (el objeto de deseo) y su extremo (el sujeto que desea) penden de una delgada línea (el deseo en sí) que recubre ilusoriamente un abominable vacío con aquel enérgico movimiento giratorio; a su vez, repele hacia afuera todo aquello que se niega a convivir bajo la máquina, toda viruta de la insatisfacción. Si centro y extremo entran en contacto, la máquina eventualmente colapsará; si el extremo no despercude lo suficiente, no hay razón para que siga operando[2].

The Graduate es una de estas máquinas, tal vez la más perfecta jamás creada al servicio del arte.

Todo inicia con Buck Henry, Calder Willingham, (guionista de “Paths of Glory”) y Mike Nichols (cierto novato cineasta, acreedor de cierto reconocimiento por cierta ópera prima titulada “Who’s Afraid of Virginia Woolf?”) y su curiosidad por una deplorable novela de 1963. Su autor, Charles Webb, exorcizó en doscientas sesenta páginas del más ínfimo estilo el más retorcido de sus fetiches (recuerden, es Estados Unidos en 1963, no Francia a finales del siglo XIX): un inverosímil triángulo amoroso entre vecino, vecina y primogénita de vecina. Dustin Hoffmann, Anne Bancroft y Katharine Ross fueron elegidos para encarnar semejante insensatez. Aquel ávido equipo de trabajo iniciaría la laboriosa proeza de exteriorizar qué fue aquello tan revelador que percibieron en tan lamentable novela. A partir de ese instante, todo fue magia.

Breve reminiscencia: mi madre y yo solíamos visitar al extinto Betatonio de la Séptima con 60 para rentar VHS; cuando me encontré por primera vez con la borrosa copia de “El graduado” y leí su reseña, reí con la capacidad de exageración que sólo poseen los preadolescentes. Mi madre me dijo que me calmara, que en verdad era una buena película. Un año más tarde, creo, esas carcajadas se traducirían en lamentos y angustias. Cuán equivocado estaba.

Los dieciséis pasos del cortejo sexual – Paso # 1.

El filme abre con la llegada de Benjamin Braddock al aeropuerto y su inmediata participación en una celebración a su nombre y a sus logros. Su fatiga y reciente liberación de la opresión académica muta en lujuria ante los explícitos guiños de Mrs. Robinson; candoroso, acude intuitivamente hacia ella, confiado de que inaugurarse sexualmente con su vecina y esposa del socio jurídico de su padre y someterse a sus servicios sin cruzar palabra alguna no causará daño alguno. ¿No es esta la paz interior que todo fatalista graduado añora? Sin embargo, una minúscula querencia social se interpone entre en la cándida relación (m)hotelera: los Braddock y Mr. Robinson planean aparear a como dé lugar a Ben con Elaine Robinson para estrechar los únicos lazos sueltos. El próximo advenimiento de la delfina Robinson acciona a Ben hacia lo impensable, quebrando a su paso la rutina masoquista[3]: pronunciar palabras. El giro de deseo se detiene abruptamente cuando hay un primer intento fallido por entablar un diálogo y son concientes de que son niño y madre, que deben perpetuar la copulación y el silencio para que su unión perdure a costa de fragmentarse en más pedazos entre más tautológica se reconoce a sí misma la relación. Lamentablemente, este juego de espejos rotos es tan inestable como inasible. Y Elaine llega.

El espectador, por desprevenido que sea, jamás encontrará acá triángulo amoroso. Nichols es ese escaso genio que conoce a cabalidad el gran misterio de la psique de nuestros tiempos, que a su vez fue mayor descubrimiento de la década de los 60: uno ama en la otra persona, no a. Marcel Proust ya lo había anunciado en En busca del tiempo perdido con mayor ambigüedad[4]; The Graduate astutamente dilata a la incomunicación bajo la máscara de la ingenuidad. La película transcurre como una cita de juegos entre niños caprichosos, donde todos creen que someten a los otros. Benjamin, que está un-poco-preocupado-acerca-de-su-futuro, toma las riendas de su vida a través de pataletas cada vez más audibles. Ese lamento existencial es la imposibilidad de amarse a sí mismo en Mrs. Robinson y en Elaine. Lo mismo ocurre con las Robinson, quienes exponen arquetípicamente las inconsistencias de dos generaciones opuestas: una ilusoria y otra ilusoria sobre la desilusión.

Ahora, ¿se puede seguir creyendo inocentemente que es sólo una película que emblemáticamente clausura la turbulenta década de los 60?

April Come She Will”, mi composición favorita del aclamado dúo Simon & Garfunkel, termina con los versos “September, I’ll remember/a love once new has grown old”. Aceptar que el deseo se despliega, que muere, vive y nace de nuevo sin control alguno es doloroso, pero lo es aún más no aceptarlo. No quiero saber cómo termina la historia, no me interesa saber qué ocurre una vez el bus municipal se detiene en su última parada, aunque a otras personas sí[5]. Prefiero conservar esa última instantánea de una pareja recién desenmascarada. El golpe –y qué golpe- trasciende lo simbólico porque es un terror real; Ben y Elaine deben revolucionar ese vacío antes de que los devore la estropeada máquina. Con toda seguridad los devorará; sin embargo su reconocimiento les brindará mayor tranquilidad y tal vez más tiempo. Esta epifanía final es el llamado final al espectador. Todos deben admitir la querella contemporánea y aprender a aceptar que ese residuo de entendimiento sigue siendo entendimiento, por inferior que sea.

¿No es la pasión la única comunicación tangible? Si se reconoce sólo como medio y no como red, sí. Además, no sólo hay pasión sexual. El mal necesario de los románticos tardíos, por ejemplo, es acudir al Absoluto así sepan de entrada que no existe; su placer consiste en esa falsa búsqueda[6]. Nichols puede dormir tranquilo porque sabe que entre tantas trampas falsas nos ofreció una luz guiadora para enfrentar a esta catástrofe, a esta certeza de la incertidumbre.

Nos corresponde a nosotros actuar como Tiresias: ser profetas de lo que ya pasó, porque seguirá pasando.


[1] T.S. Eliot, “The Waste Land”. El célebre poeta reconoce la dificultad de superar nuestras crisis como humanidad puesto que todo es un conjunto de imágenes rotas.

[2] Espero que Jacques Lacan me apoye desde el Estigio por mi osado símil (¿no es éste acaso el frágil paso en el que todo lo Real recae en lo Imaginario?).

[3] Es reveladora la diferencia que señala Lacan: “El sadismo es para el padre, el masoquismo es para el hijo” (Seminario 23: el sympthome).

[4] Con la cabeza agachada confieso que sólo he leído “Por el camino de Swann” y “Tiempo recobrado”. Aun así, encuentro suficientes elementos en este último volumen para justificar que Marcel llega a la madurez comprendiendo que debe ser a pesar de Albertine y de Gilberta.

[5] El despiadado Webb se atrevió a escribir Home School. No me cargaré con la úlcera que implica su explicación.

[6] San Martín Bueno, mártir de Miguel de Unamuno es un excelente ejemplo de esta causa perdida.

Errol Morris: Tabloid (2010)

Tabloid, la décima película de Errol Morris, tiene un rango temático amplio que abarca desde mormones y escándalos sexuales hasta clonaciones y asaltos a propiedad; sin embargo es una película compacta, de una pieza, cuyos placeres son equiparables con los del cine más puramente escapista y que resulta ser al mismo tiempo intrigante y poderosa.

La película se centra en Joyce McKinney, una ex reina de belleza que protagonizó un popular escándalo mediático en Inglaterra a finales de los años 70 en el cual se le acusó de haber  secuestrado a un joven mormón y de haberlo esclavizado sexualmente. El estudio de este caso toma buena parte de la película, y vemos, además de McKinney, a algunos periodistas que tuvieron relación con el caso mientras exponen sus puntos de vista y sus testimonios. El caso se vuelve popular en poco tiempo, McKinney niega ser culpable de esas acusaciones y defiende su posición como la de una simple mujer enamorada tratando de rescatar al hombre que ama de un culto que los ha separado; no obstante, admite que tuvieron sexo pero niega haberlo obligado. El hombre en cuestión no da entrevistas (y tampoco da su testimonio en el documental) y trata de mantenerse alejado del foco de atención, que en cualquier caso es la fascinante mujer. Al cabo de un tiempo, la noticia deja de ser el caso mismo, los periódicos sensacionalistas comienzan a indagar sobre el pasado de la ex-reina de belleza y varias cosas se descubren, o según ella, se inventan.

Las contradicciones entre los testimonios abundan, y sin embargo, la película no trata de buscar la versión “correcta” de los hechos, o si lo hace, no lo hace diciéndonos cuál es esa versión. Su fuerza no reside en las conclusiones a las que llega ni en las verdades que revela, sino en lo opuesto: Tabloid se dedica a escuchar y mostrar lo que sus personajes dicen, si las versiones contrastan no es su problema, Joyce McKinney es la protagonista, pero no por eso es quien dice la verdad.

Errol Morris ha explorado este tema de diversas maneras a lo largo de su obra, varios de sus personajes han sido noticia en algún momento y su imagen ha sido distorsionada de alguna manera por los medios de comunicación. Su interés se ha centrado en exponer estos casos y cuestionar la “verdad” construida sobre ellos por algún ente externo que varía según el proyecto, pueden ser los noticieros, la historia, el sistema de justicia estadounidense o los mismos protagonistas en sus documentales: en Tabloid, aunque el asunto de los periódicos amarillistas aparece y es importante, el foco no está puesto en estos, ni en la representación que crearon de McKinney en la mentalidad popular, ni en la explotación de su imagen (todos estos aspectos son tratados dentro de la película), sino en McKinney misma, inclusive alejándose del caso y siguiéndole a ella en su vida después del escándalo.

Joyce McKinney posee una personalidad arrolladora, siempre segura, fluida y cálida. Durante la película varios de los entrevistados afirman haber estado atraídos a la ex-reina de belleza, y por momentos se puede ver como algunas veces la relación con ella rayaba casi en la obsesión para varios hombres. Sin embargo, al detenerse un poco en la personalidad de la mujer, se presentan algunos problemas sobre cómo se le puede percibir; desde joven, nos dicen, Joyce estuvo rodeada de cámaras, fue modelo, reina y tomó clases de actuación. Así pues, ella ha sido moldeada por la presencia de las cámaras en su vida, al punto tal de parecer casi un personaje dentro de su propia vida, su presencia es electrizante y ella reboza de energía, da gusto verla y escucharla. Pero aún en sus momentos más conmovedores, y tal vez por la información que ella misma ha dado en las entrevistas, con esa afabilidad con que sazona sus palabras, es difícil, aunque sea verdad, creer todo lo que dice. O tal vez el problema es del público, que, luego de haberla visto como a un personaje, difícilmente la puede ver como una persona (quizás ese es solamente mi problema).

Morris nos muestra los hechos de una manera dinámica, pasa de tema a tema con facilidad, y la película está empapada con elementos propios de la prensa sensacionalista, de vez en cuando acentuando palabras o frases “escandalosas” y mostrando fotos de manera reveladora. Como elemento novedoso en su estilo, Morris trata de presentar lo que sus entrevistados dicen, pero no con dramatizaciones actuadas sino con fragmentos de videos o de otras películas o material audiovisual, estando más cerca a representar visualmente el tono que usan los entrevistados que a presentar los hechos que ellos narran (por momentos hace sentir que estamos percibiendo el mundo tal como ellos lo perciben, un intento de captar la “verdad” más abstracto pero más rotundo también). Como es usual en su obra, esta película es sugestiva y sutil, la música por John Kusiak es un buen acompañamiento para los relatos y los contrastes visuales ofrecidos por Morris son inquietantes y llenos de preguntas sin respuestas fáciles.

Tabloid es, me atrevo a suponer, una película sobre cómo vemos a los demás; no se detiene a cuestionar ni a tomar posiciones en los varios temas que toca, no crítica ni enaltece a los mormones, o a los tabloides, o al proceso de clonación: pero si se detiene a escuchar a la gente, a quienes están detrás de esto, los individuos, y nos reta a verlos como tal.

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Nota Ed.: Este es el fin, hasta el momento, de las Clases Magistrales sobre Errol Morris. Ha sido un viaje emocionante, detallado y sobrio. Próximamente sabremos en que aguas turbulentas y oscuras se adentrará Demuto para su siguiente aventura.

Neil LaBute: The Shape Of Things (2003)

“You stepped up over the line.”

Los rápidos y agresivos tambores de guerra de “Lover’s Walk” de Elvis Costello inician “The Shape Of Things”, el quinto filme del director, dramaturgo y provocador profesional Neil LaBute, justo antes de su giro violento hacia territorios cinematográficos desconocidos (cuyos resultados han variado de mixtos a traumáticos). La efectividad musical de Costello hace parecer la canción una simple entrada, un gancho incluso, para atrapar nuestra atención desde el comienzo, acompañada de una pantalla negra y créditos simples en cursiva, pero lo cierto es que no podría haber obra musical más apropiada para los siguientes 95 minutos: Es un presagio de las desgracias por venir, y al mismo tiempo una advertencia.

La advertencia siguiente, por supuesto, viene en la forma de la primera línea de la película, tímidamente pronunciada por Adam (un regordete Paul Rudd, apto y caricaturesco), un estudiante de literatura que trabaja medio tiempo en el museo de su universidad y que encuentra tras los linderos prohibidos de una estatua renacentista a Evelyn (Rachel Weisz, estupenda), una estudiante de arte lista a graduarse y a vandalizar la presente obra de arte. ¿Sus motivos? Es una afirmación en contra de la censura, que en los tiempos remotos de Formicelli había sido obligado a cubrir su pene de mármol por motivos religiosos y morales. Es la forma de las cosas, dice Evelyn, la que siempre ha irritado a los mojigatos. Pronto la disruptiva Evelyn se ha hospedado muy adentro del interés de Adam, y este le pide su teléfono de inmediato. Evelyn accede, y con pintura de graffiti deja su número en el forro de la chaqueta de cazador ruso de Adam.

The thing.

Esta escena, con exactamente los mismos actores y el mismo espacio pero un director distinto (Rob Reiner, Joel Zwick, Nora Ephron), ha sido la catalizadora de enésimos filmes románticos o melodramáticos con tórridos romances, relaciones idealistas y alocados y peculiares personajes secundarios. En las manos de LaBute es un estudio frío y calculado del orden del mundo. Es sencillo, y la mayoría de sus trabajos auténticos traen luz a su pesimista perspectiva: hay personas fuertes y hay personas débiles, y las fuertes se aprovechan a como de lugar de las débiles.

En la relación que nos concierne Evelyn es evidentemente la dominante. Pronto Adam está cambiando de vestuario, bajando de peso, recurriendo a cirugía estética menor y sus inseguridades parecen sanar lentamente gracias a la confianza revitalizadora que le inyecta su contraparte de forma sexual, mental y verbal (“Why would you like me?”, pregunta Adam, “Fucking insecurities”, responde Evelyn). Adam le presenta a sus sorprendidos amigos conservadores, los prometidos Jenny (Gretchen Mol) y Phil (Frederick Weller), la primera puritana y el segundo un puto imbécil, en ocasiones demasiado exagerado cómo para parecer un personaje real. Para ser justos, los personajes son por momentos arquetípicos, lo que curiosamente no va en detrimento de la narración. LaBute no pinta su oleo con pinceles delgados sino con brocha gruesa, pero el impacto de su obra sigue siendo igual, sí un poco menos agradable.

Sexo Oral Filmado = Brochazo.

Los temas que LaBute escoge tocar en esta ocasión son especialmente jugosos: relaciones y arte. Mientras su perspectiva pesimista vela el primero (¿Son la opresión y la sumisión necesarias para el amor?), las discusiones que propone para el segundo son estupendas, especialmente contrastando las reacciones de dos personalidades tan distintas cómo la de Evelyn y las de Adam, Jenny y Phil. Al traer a colación el tema del vandalismo, ¿Cuál es la diferencia entre vandalismo y afirmación? ¿Es que acaso hay una diferencia? O el performance: Evelyn regaña a Adam por no entender la presentación de una amiga suya que pinta retratos de su padre con sangre de menstruación. ¿Es en realidad cuestión de entendimiento, o la experiencia sensorial y visual es suficiente? ¿Puede ser esto vanguardia? ¿Debe ser algo privado solamente privado? ¿Qué sí escogemos mostrarlo, sigue siendo en ese caso privado? La mayoría de estas discusiones son demasiado subjetivas para ser algo más que bizantinas, pero hacernos las preguntas es lo más importante. Son estas opiniones, aparentemente banales y superficiales, las que definen nuestro pensamiento al ser respondidas de forma honesta, y este a su vez nos forja como individuos.

Las consecuencias de la relación entre Evelyn (Evelyn Ann Thompson, EAT) y Adam son la más interesantes de todas las reflexiones propuestas por LaBute: La velocidad y seriedad con que se construye la relación llevan a que Adam pierda lentamente lo que le hace único, pero su transición hacia la normalidad es tanto trágica cómo celebrada. “I made you interesting”, dice Evelyn luego del brutal clímax, hecho confirmado por Jenny que no puede esperar a dejar a su futuro marido por el mucho más atractivo Adam (que al final parece el Paul Rudd al que nos hemos venido acostumbrando). Pero este cambio físico y de espíritu responde también a las responsabilidades del arte, algo que Evelyn (“There is only art” ) considera superior a todas las cosas vivientes que le rodean. ¿Qué tan lejos es muy lejos? ¿Cuál es la línea, y porque está trazada allí?

En palabras de Phil: “This is fucked.”

Comenzando su trayectoria fílmica en 1997 con “In The Company Of Men”, un agresivo tratado sobre las políticas sexuales de oficina que lanzó merecidamente a Aaron Eckhart al ojo público, la obra de LaBute está dotada de una evidente vena de misantropía (en ocasiones, sólo misoginia) que recorre y nutre su trabajo. Su siguiente trabajo “Your Friends & Neighbors” (1998) expandió y complejizó los temas que trató en su opera prima hacia un reparto más grande (capitalizado por un sociopático Jason Patric), mientras su tercera película “Nurse Betty” (2000) adoptó algunas de sus preocupaciones teatrales (siempre fiel a sus orígenes, sus obras de teatro siguen siendo tanto punzantes como prolíficas) y las tamizó para un producto más comercial (al igual que con la aburridísima “Possession” del 2002), pero su filo característico se ha ido perdiendo progresivamente en la translación.

“The Shape Of Things” es especialmente valiosa al ser el último vestigio fílmico de la crudeza que hace de LaBute uno de los mejores dramaturgos modernos. No obstante, es entendible que su acidez y agresión escrita no se traduzca del todo a 35 milímetros, sin importar que tan fuerte llegue a ser en las tablas (no juega a su favor su escueta estética y su plana fotografía). Este filme asimila dicha crítica y propone un contraste interesante y muy diciente sobre la naturaleza de su estilo, contraste entre dos polos opuestos en forma más no en contenido: Elvis Costello explora las relaciones a través de líricas fascinantes y ritmos pegadizos y LaBute explora las relaciones con un puño en la cara y encuadres frontales. Ninguno de los dos tiene razón. Ambos tienen razón. Todo es, diría Evelyn, subjetivo.

“Only indifference is suspect. Only to indifference I say Fuck You.”