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David Cronenberg: The Fly (1986)

En el que escuchamos sobre políticas de insectos

JESSE: Shouldn’t we be wearing masks?

WALT (reluctant): No, no it’s not that-that kind of contaminant

Breaking Bad, temporada 3, capítulo 10 – “Fly”

En uno de los capítulos más icónicos de la exitosa Breaking Bad, el cancerígeno zar de las metanfetaminas Walter White (Bryan Cranston) y su asistente Jesse Pinkman (Aaron Paul) pausan sus recurrentes conflictos con narcotraficantes, supremacistas blancos y agentes federales para enfrentarse a un intruso que se instala en su laboratorio. Durante treinta minutos, ambos combaten contra un díptero, un eucarionte potencialmente peligroso para su distinguida receta de crystal meth. Mientras ejecutan múltiples intentos por eliminarlo, Jesse se sorprende de la actitud de su agitado maestro, pues se le dificulta comprender cómo una minúscula criatura podría arruinar toda la cadena de producción. Por el contrario, Walter prevé un inminente caos en caso de no aplastar a su oponente con un contundente golpe de periódico.

Walter, todo un prodigio de la ciencia, conoce mejor que nadie los efectos de añadir un reactivo, por minúsculo que sea, a un fenómeno químico. Aun así, y así la serie no lo visualice, es factible imaginarlo en la década de los ochenta -a sus treinta años- visitando su cinema más cercano para aligerar la exigencia de sus investigaciones con Grey Matter Technologies, la empresa que resentirá años después y lo conducirán a comercio de estupefacientes sintéticos. La oferta cinematográfica de ciencia-ficción de esa época fue emblemática: The Terminator, Aliens, Weird Science y Re-Animator, entre muchas otras, fueron exitosas y marcaron tendencias dentro del género al incorporar en sus tramas discusiones académicas y éticas. Empero, y como el capítulo en cuestión lo demuestra, ningún filme lo pudo marcar tanto como un remake de una película de 1958 a cargo de un experimentado director y escritor canadiense especializado en horrorizar a sus espectadores. Aunque las tendencias cinéfilas de Walter White son pura especulación, el impacto de este filme en Vince Gilligan (creador de Breaking Bad), Sam Catlin, Moira Walley-Beckett (escritores de “Fly”) y Rian Johnson (director del capítulo) es indiscutible.

Aquella versión de The Fly, estrenada en 1986, es la más conocida de una clásica historia de terror. En ella, un inventor da un peligroso paso en falso al probar su última creación, un teletransportador de materia, sin percatarse de la presencia de una mosca en la cápsula de transmisión. El creador original de este cuento es George Langelaan, un corresponsal franco-británico aficionado a la literatura. En la década de 1950 se mudó a los Estados Unidos, país en el que logró establecer vínculos con múltiples publicaciones periódicas de interés general. La venerada revista Playboy, fiel admiradora de su trabajo, publicó en 1957 y en cinco volúmenes su relato “The Fly”, el cual fue un éxito instantáneo. Aunque actualmente Langelaan no recibe la reputación que merece, y murió prácticamente en el olvido ante la falta de divulgación y disponibilidad de su obra en inglés, en su momento fue reconocido por su vasta imaginación y recibió elogios por parte de algunos círculos norteamericanos de lectores de ciencia-ficción.

El relato original[1], al estilo de El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde de Robert Louis Stevenson, inicia en segunda persona y con la confesión de un mórbido crimen: François Delambre, un exitoso oficinista, inesperadamente recibe la llamada de su cuñada Hélène y la noticia de la muerte de su propio hermano André (un servidor del Ministerio del Aire) a manos de ella. El atónito narrador, en compañía de la policía, acude a una fábrica, donde encuentra el cuerpo aplastado por una prensa hidráulica. Aunque los investigadores diagnostican a Hélène con locura patológica y la envían a un manicomio, François sospecha que hay una justificación válida a sus acciones, pues ella clama reiteradamente que estaba obedeciendo una petición de su esposo. Además, su sobrino de seis años Henri (quien ahora es custodiado por el narrador) pregunta espontáneamente por la longevidad de las moscas y expresa que ha visto repetidamente a un ejemplar específico (uno con una notable cabeza blanca) que era rastreado por su madre antes de su encierro. François no ignora esta cadena de acontecimientos y convence a su desencantada cuñada de escribir una confesión.

La carta, la cual ocupa la mayoría del relato de Langelaan, inicia con un recorrido por el historial laboral de André. El investigador, quien trabajaba en diferentes experimentos secretos para su ministerio, había creado una máquina que permitía la transmisión de materia a partir de su desintegración-reintegración instantánea. Él era consciente del impacto de su hallazgo, especialmente para la industria del transporte, y lo demostró ante una incrédula Hélène con el desplazamiento de un cenicero. Aunque inicialmente el aparato presenta algunos errores de programación (el cenicero en cuestión es reintegrado a la inversa, pues su etiqueta aparece con las letras al revés; un gato usado como muestra nunca se reintegra) es perfeccionado hasta que logra teletransportar con éxito una bandeja con champagne y vasos que debían llevar a una celebración.

La autora de la confesión no oculta su asombro cuando su esposo va más allá y reintegra satisfactoriamente tanto a Hop-lá (un conejillo de indias) como a Miquette (su cocker spaniel). A pesar de que los registros son alentadores, André aún no desea presentar su invento al ministerio, pues faltaba una prueba reina, la que detona el conflicto central de este relato. En retrospectiva, Hélène se percata de todas las ocurrencias del día de la transformación de su esposo: él no apareció a la hora de almorzar, dejó varias notas en las que solicitaba grandes cantidades de leche y ron y, mientras todo esto ocurría, el pequeño Henri jugó con la mosca de cabeza blanca hasta liberarla por una ventana. Lo demás son retazos de una tragedia científica: por descuido, André ingresó al desintegrador acompañado de un minúsculo díptero que reconfiguró genéticamente su cuerpo y, ante la imposibilidad de capturar al insecto intruso, le solicita a su amada esposa que acabe con su propia vida antes de que mute en un ser aún más abominable. Al ser un cuento in medias res, ya se conoce cuál es el destino del condenado inventor; aún así, se debe leer el final del relato de Langelaan para averiguar si la confesión de Hélène tiene algún impacto en su cuñado y, sobre todo, qué ocurrió con la prófuga mosca.

Como era de esperarse, este original relato y su inusual trama tuvieron una gran acogida. Al año siguiente de su publicación, en 1958, fue adaptada al cine por James Clavell (el mismo guionista de la emblemática The Great Escape con Steve McQueen) y Kurt Neumann (un director alemán especializado en cine de terror B que lamentablemente murió unas semanas después de su estreno). Esta primera versión, fiel al cuento de Langelaan, fue un éxito crítico y en taquilla que se proyectó con frecuencia en las populares double features de esa década; además, contribuyó considerablemente a revitalizar la carrera del icónico rey del terror Vincent Prince (quien interpretó a François) e introdujo al actor David Hedinson (quien encarnó a André y más adelante sería uno de los protagonistas de la popular serie de televisión Voyage to the Bottom of the Sea). 

El estudio 20th Century Fox, satisfecho con el resultado, produjo dos secuelas más: Return of the Fly (1959) y Curse of the Fly (1965). Ninguna de ellas capturó la magia de la fuente primaria, pues recurrieron a conflictos desgastados entre espías y agentes estatales para justificar su realización y prontamente fueron olvidadas, tanto así que la tercera entrega estuvo fuera de circulación por más de cuarenta años. Sin embargo, alguien que no las olvidaría sería Kip Ohman, un productor poco conocido que sería determinante para rescatar el legado de Langelaan.

Más de dos décadas después, cuando la mayoría de espectadores había olvidado a la criatura híbrida de Langelaan, Ohman se proyectaba como un exitoso mecenas del cine de terror. Durante años, se dio a la tarea de sacar adelante un remake del popular filme de los cincuenta, pues los avances tecnológicos de ese entonces permitirían hacerle justicia gráfica al relato original. Su entusiasmo contagió tanto a Charles Pogue, su futuro guionista, como a la 20th Century Fox, que aún conservaba los derechos de la historia. De la mano de Brooksfilms (la productora del comediante Mel Brooks), el equipo de pre-producción se dio a la tarea de seducir a David Cronenberg para que dirigiera el proyecto. 

El talentoso canadiense ya era reconocido en el panorama mundial. Las excéntricas Shivers (1975), The Brood (1979), Scanners (1981) y, sobre todo, la taquillera The Dead Zone (1983) evidenciaban un estilo de body horror único y, por supuesto, era perfecto para la visión de aquella nueva versión de The Fly. Sin embargo, por cuestiones contractuales se encontraba impedido: meses atrás se había comprometido con Total Recall, filme que en ese momento no lograba salir del limbo creativo. Pasada una franja prudente de tiempo, Cronenberg se desprendió de su camisa de fuerza (que eventualmente fue portada por Paul Verhoeven) para adherirse al equipo de Ohman con la condición de participar en la reescritura del guión de Pogue. 

Paralelamente, los aún desconocidos Jeff Goldblum y Geena Davis aceptaron protagonizar el filme. Aunque ya habían participado en filmes populares (The Big Chill y Tootsie, respectivamente), les hacía falta una aparición estelar, una que los catapultó hacia sus papeles más memorables (Jurassic Park y Thelma & Louise, una vez más respectivamente; o Cats and Dogs y la trilogía de Stuart Little, dependiendo desde dónde se les mire). Además, necesitaban un proyecto que limpiara su reputación, pues la pareja había trabajado meses atrás en Transylvania 6-500, una comedia que había sido despellejada por el público y que al menos fue útil para que ambas figuras se conocieran. A su vez, los recursivos Chris Walas (el cerebro detrás de los mogwais de Gremlins) y Stephan Dupuis (el artista que creó una memorable escena de Scanners) fueron enlistados para dirigir el área de maquillaje y efectos especiales prácticos. También se hicieron acercamientos con Bryan Ferry (el líder de la emblemática banda de art rock Roxy Music) para que compusiera el tema principal del filme; empero, su grabación “Help Me” (que se inspiró principalmente en la frase más memorable del filme de 1958) fue descartada por no acoplarse a la lúgubre visión de Cronenberg. Por el contrario, todas las composiciones de Howard Shore, fiel coequipero de Cronenberg y futuro triple ganador del premio Óscar por la música de la saga de The Lord of the Rings, fueron utilizadas para orquestar el filme. Una vez se consolidó el equipo entero, las grabaciones iniciaron en diciembre de 1985 con un presupuesto de aproximadamente 9 millones de dólares.

El resultado final se proyectó por primera vez el 15 de agosto de 1986. Si en la actualidad es considerado uno de los puntos más altos del cine de terror, es relativamente fácil recrear la conmoción que debió causar The Fly durante sus meses de estreno. A diferencia de otros filmes tradicionales de ese género, Cronenberg dotó a su protagonista de un humanismo pocas veces explorado para que el público sintiera la misma cantidad de compasión y repulsión hacia él. No en vano había insistido en recomponer el guión de Pogue, cuya primera versión se enfocaba en una preestablecida relación de pareja y los conflictos sobre los derechos intelectuales de la máquina à-la-Return of the Fly. Aunque el relato original de Langelaan resumido hace unos cuantos párrafos sugería empatía directa hacia el protagonista de su cuento, el director canadiense sentía que hacía falta un perfil psicológico más impredecible y se inclinó por un retrato paulatino de la degradación física y espiritual de su protagonista; por eso concibió unos protagonistas nuevos que difieren considerablemente del André y Hélène. Para Cronenberg era esencial que el público, al igual que Ronnie, fueran introducidos a Seth por primera vez para que no tuvieran prejuicios sobre sus acciones. Al igual que el progresivo zumbido de una mosca, la transformación debía pasar de la calma a una insoportable desesperación. 

Es por eso que el filme inicia directamente con el primer encuentro entre Seth (Goldblum) y Ronnie (Davis): durante un coctel y posterior desplazamiento a su laboratorio, el científico le promete a la novata reportera de la revista Particle que le compartirá un secreto que cambiará al mundo con tal de que ella documente en exclusiva su proceso de investigación. Basta con que Seth ponga en marcha sus telepods para teletransportar una de las pantimedias de Ronnie y así convencerla de que está frente a un acontecimiento histórico. A pesar de que su jefe e intrusiva expareja Stathis (John Getz) desestima sus palabras, la reportera acepta la invitación y empieza a registrar cada uno de los pasos de reprogramación de la máquina, pues aún tiene dificultades para reintegrar materia orgánica. Fuera de hacer un trabajo periodístico sobresaliente, Ronnie influye positivamente en el recluido Seth, incluso hasta el punto de hacerle caer en cuenta de sus fallas lógicas a partir de un pedazo de carne asada. El sentimiento es recíproco y, en poco tiempo, ambos entablan una relación.

El guión y la actuación de Goldblum hacen una gran labor al esbozar la personalidad de Seth sin recurrir a un gran número de escenas o diálogos. Aparentemente ha trabajado durante años en su proyecto sin auditoría alguna por parte de sus patrocinadores académicos y financieros. Esa soledad y falta de contacto humano lo conducen inmediatamente hacia la atractiva Ronnie; ¿qué mejor manera de seducirla sino revelándole su mayor secreto? ¿Acaso otra mujer podría demostrar tanto entusiasmo por su creación? Por lo tanto, su dolor es creíble cuando ella acude a una reunión con Stathis y abandona a Seth por unas cuantas horas: el científico es ante todo un ser humano que también puede tomar decisiones estúpidas ante un ataque de celos, así eso incluya emborracharse e ingresar al telepod sin revisar si el computador detecta la presencia de otro organismo, mucho menos si hay algo adherido a uno de los vidrios internos. Cuando la reportera regresa, el cambio genético es todavía imperceptible; bastan unas cuantas horas para que se manifieste el horror de la mala decisión de Seth.

Los sesenta minutos restantes del filme son una clase magistral de terror en sus múltiples dimensiones. Ronnie no sólo es testigo de la mutación de Seth, quien poco a poco pierde pedazos de su cuerpo mientras gana cualidades sobrehumanas, sino que se percata de lo poco que conoce a su nueva pareja. Este recurso es efectivo para impactar a la audiencia, pues al igual que ella no sabe cuáles palabras hacen parte de la transformación y cuáles de la identidad original de Seth. Por eso mismo es tan desconcertante cuando él pretende introducirla a la fuerza en el telepod o cuando habla de una nueva política de insectos; en cierta medida, eso es más intimidante que los progresivos cambios de su estado físico. Sumado a eso, queda embarazada justo después de la teletransportación de Seth. Aunque Ronnie no pierde esperanza en una cura para el científico, sabe que su deterioro es prácticamente irreversible y la condena seguramente se replicará en su infante. Si la pregunta del relato de Langelaan era dónde se encuentra la mosca de cabeza blanca, la del filme de Cronenberg es qué se puede rescatar de un cuerpo en estado de putrefacción. No en vano muchos críticos la interpretan como una metáfora de la epidemia del SIDA de esa década; aunque Cronenberg rechazó esos señalamientos (prefería pensar en que su obra era una analogía del cáncer), es una pregunta válida que alimenta la eterna discusión entre cuerpo y alma.

El legado del filme es indiscutible. Con frecuencia es listada como la mejor película de la filmografía de Cronenberg; aunque lo anterior está sujeto a los gustos de cada espectador, se puede afirmar que es la que mejor ejemplifica sus virtudes técnicas y narrativas. Ajustada a la inflación, es su proyecto más exitoso en taquilla (recaudó cerca de 60 millones de dólares). Además, es su única película en ganar un premio Óscar (a Mejor maquillaje por el excepcional trabajo de Walas y Dupuis). Fuera de eso, la química entre Goldblum y Davis, ante tan riesgosas situaciones, trascendió la pantalla y unos meses después contrajeron matrimonio. Aunque sólo duraron juntos cuatro años, The Fly es el legado de la pasión que generaron mutuamente. Por desgracia, Kip Ohman, el impulsor inicial del proyecto, no pudo disfrutar del éxito de su producción por largo rato, pues paradójicamente murió por complicaciones de SIDA en 1987.

The Fly hace parte de la cultura popular y, tal como lo demuestra el capítulo de Breaking Bad, ha sido replicada múltiples veces. Posiblemente su reinterpretación más conocida es la parodia “Fly vs. Fly”, un tercio del tradicional “Treehouse of Horror VIII” de The Simpsons y en la cual Bart literalmente intercambia su cabeza con la de una mosca. También dio lugar a una exitosa ópera de 2008 a cargo de Shore (el compositor de la música original) y una decepcionante secuela de 1989 dirigida por el mismo Walas. Por fortuna, ni Cronenberg ni Davis ni Goldblum participaron en ella. Con el trabajo que hicieron en 1987, es suficiente legado para un género cinematográfico para toda una vida.


[1] Acá podrá encontrar una versión en español del relato original.

Georges Franju: Les Yeux Sans Visage (1959)

Desde los inicios de la historia del cine el horror, la fantasía y la ciencia han tenido una conexión, aunque sea al menos circunstancial. Producto de una mentalidad científica y emprendedora de finales del siglo XIX, el cinematógrafo ofreció una ventana de difusión tecnológica que se fue desarrollando a la par de las historias de ficción, cada vez más elaboradas y apropiadas de su medio. Más allá de pensar en las adaptaciones de Julio Verne hechas por “el otro Georges”, saltamos a Das Cabinet des Dr. Caligari (Robert Wiene, 1920) y sus observaciones sobre la psiquiatría y las pesadillas totalitarias[1], la celebración de la egiptología moderna en The Mummy (Karl Freund, 1932) o la seminal Frankenstein (1931) de James Whale, una película tan influyente que incluso 60 años después se sigue jugando con la misma premisa del homicida reanimado a partir de electrochoques.

Si nos detenemos a observar, estas tres películas están vinculadas con la guerra de alguna manera: los guionistas Hans Janowitz y Carl Mayer (quien luego sería el guionista de cabecera de F. W. Murnau, otro titán del horror) escriben Das Cabinet tras sus horribles experiencias con el ejército durante la Primera Guerra Mundial; en esa misma guerra James Whale es hecho prisionero por los alemanes, y es tras las líneas enemigas donde descubre su pasión por el drama y la puesta en escena. Karl Freund, cinematógrafo de Metropolis (1927), no vive la guerra de primera mano, aunque su ascendencia judía lo motiva a huir de Alemania para evitar un horrible destino, inminente a la vuelta de unos pocos años.

La Segunda Guerra Mundial trae consigo más imágenes escalofriantes para todos los frentes involucrados: los pogroms y linchamientos de diferentes grupos étnicos; la “medicina” sádica y sin propósito del Ángel de la Muerte, Josef Mengele; las pilas de cadáveres congelados en el frente oriental y, por supuesto, los campos de concentración en todas sus variedades, desde los gulags rusos hasta los muros de Auschwitz II-Birkenau, pasando por las prisiones de la guerra Sino-Japonesa. El fin del conflicto en agosto de 1945 no disipa los fantasmas de estos crímenes, y en Europa se pretende no traerlos de vuelta a través del entretenimiento, por lo que aparece una censura implícita en el cine de horror, de entrada un medio narrativo vilipendiado y considerado de poca monta entre los círculos artísticos de la época.

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La censura francesa a los excesos de sangre, la aversión británica al maltrato animal y la inquietud que generaban los científicos locos en Alemania (ver: Mengele) generaron un caldo de cultivo para la existencia de Les Yeux Sans Visage (Los ojos sin rostro), una afrenta directa a estas normas tácitas, en la que un médico loco tortura animales mientras corta rostros de mujeres frente a la cámara.

Partiendo de esa premisa tal vez sea prudente pensar en Les Yeux como una curiosidad de autocinema, proyectada en doble función con alguna película de escaso presupuesto dirigida por William Castle (¿Quizá House on Haunted Hill con Vincent Price?), y pueden sentirse en lo correcto si llegaron a pensarlo, estimados lectores. En efecto, la película viajó a Estados Unidos con un nuevo nombre en su pasaporte,  The Horror Chamber of Dr. Faustus[2], y fue proyectada de la mano de The Manster (1962), aunque Les Yeux se hizo destacar por lo especial de su factura y la elegancia y sutileza de su texto. Aunque sea posible leerla como una denuncia de los horribles límites de la ciencia al ser empleada con fines nefastos, es un relato sobre identidad, culpa y castigo en el que la crueldad comparte la luz del escenario junto a la inmensa y cuidada cantidad de objetos quirúrgicos con los que el Dr. Génessier (Pierre Brasseur) intenta restaurar el rostro de su hija, la joven y trastornada Christiane (Edith Scab), quien ha sufrido un horrible accidente automovilístico y ahora requiere un suministro constante de mujeres igual de jóvenes y bellas.

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La dirección meticulosa y cuidada se nota desde la primera escena, en la que somos invitados a una vista subjetiva desde un carro que recorre la oscuridad de la campiña francesa mientras suena una versión malvada del tema musical de Les 400 Coups[3], compuesta por el excéntrico polímata Maurice Jarre. Pierre Brasseur lleva sobre su espalda buena parte del éxito de esta película, en la que su interpretación del Dr. Génessier es tan macabra y espeluznante como cercana a la realidad: un hombre pragmático y de familia (que podría ser cualquiera de nosotros) hace lo indecible para ayudar a su hija, y así mismo logra aprovechar sus influencias como médico respetado para eludir a las autoridades y a los investigadores que están tras la pista de las mujeres desaparecidas. Volviendo a las comparaciones inapropiadas, es tal vez un sano regreso a Metropolis, donde el Dr. Rotwang construye el robot de Maria en un intento de emular a Hel, su amada y difunta esposa.

No obstante, es en el inusual papel de Christiane donde el horror se complementa con la compasión, un personaje que subvierte a futuro al “monstruo desfigurado”, dotándolo no solo de personalidad sino también de un inmenso dolor por su condición. La película toma la leyenda de la condesa Bathory y la dobla en la punta como un alambre dulce, permitiéndole a Christiane reconocerse en las otras mujeres que, como ella, desaparecieron de las vidas de los otros tras un accidente, y llegan a hacer parte de su rostro necrotizado. Las numerosas iteraciones de máscaras, vendajes y espejos refuerzan este efecto, y transforman una horrible experiencia médica en un evento etéreo y sublime, como el vuelo de unas palomas blancas que, como Christiane, han sido enjauladas en contra de su voluntad. Franju tiene una habilidad excepcional para hacer esta transformación, algo que se evidencia en su primer cortometraje, Blood of the Beasts (1949), en la que escenas de un matadero de caballos y reses son yuxtapuestas con vistas de la Ciudad de las Luces, una Paris quieta de madrugada. Así mismo, la belleza que surge de los actos horribles del Dr. Génessier es retratada con las herramientas de la objetividad documental, pero con la disposición de narrar un relato fantástico.

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El reconocimiento a esta película no es tan alto como debería ser, pero da evidencia de lo proclives que son los franceses al horror altamente estilizado, sensual y ultraviolento, y ha sido la semilla para producciones audiovisuales de todo tipo de factura, desde la intrigante y delicada La Piel que Habito (2011) de Pedro Almodóvar, pasando por Face-Off (1997) de John Woo, el remake poco elegante que es Les Predateurs de la Nuit (1987) de Jess Franco, y por supuesto el episodio A Imagen y Semejanza de la serie hispanoamericana Decisiones Extremas. De todas estas producciones, sin importar su mensaje, propósito o calidad, hay un elemento que prevalece y nos lleva a imágenes de profunda belleza e incomodidad: un par de ojos muy abiertos y observantes, detrás de una máscara.

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[1] Para ampliar en este tema se recomienda leer el libro From Caligari to Hitler de Sigfried Kracauer, en el que el teórico de cine indaga sobre la mentalidad y obediencia inherente de los ciudadanos de la Alemania del Weimar, y su necesidad subconsciente de un dictador.

[2] Lo cual nos debería llevar inmediatamente a otro Dr. Faustus, particularmente a Faust (1926) del ya mencionado Friedrich Wilhelm Murnau. Recordada hoy en día por sus hermosos efectos especiales y por su influencia sobre Fantasia (1940) de Walt Disney, en particular la secuencia “Night on Bald Mountain”.

[3] Otra película de 1959 que, como sobra recordarlo, empieza con una vista de Paris desde un vehículo en movimiento, mientras ruedan los créditos iniciales.

Una Semana de Horror en Filmigrana V: A New Beginning

Una vez más nos encontramos con el rito anual de celebrar el mes de las brujas en compañía de ustedes, queridos lectores, con un selecto número de recomendaciones pensadas para quienes desean evitar la polución emocional y sensorial de las fiestas modernas, la confusión entre quien simplemente está trabajando de noche como habitualmente y quien es un civil disfrazado desviando a los clientes, y por supuesto, años y años de invasivo tratamiento dental con taladros, fresas, garfios y demás creaciones metálicas dignas de un procurador de la inquisición. Sí, entendemos perfectamente que reunir y procesar a todos los odontólogos y ortodoncistas de este mundo es tan solo justo, pero no malgastemos energía en ello cuando existe una venia menos trabajosa y mucho más divertida a su macabra profesión (y la de demás sádicos interventores de la ciencia): ¡Una Semana de Horror Temática! ¡En vivo, por vez primera! Así es, este año decidimos hilvanar y canalizar nuestros caótico y dañinos cerebros en un solo horripilante tema: Intervención y Atrocidad Científica.

¿Qué incluye entonces dicha temática? Cualquier tipo de intervención proactiva médica, científica, incluso robótica, supuestamente en orden de la ciencia y la humanidad, pero que por obvias razones del género se saldrá de control y será terriblemente destructiva con quien tenga la mala (o quizás merecida) suerte de estar merodeando en los alrededores. Así es que, deténganse y visítennos a lo largo de toda esta semana, si su corazón les dicta enfrentar brutales cirugías maxilofaciales, cruces inter-especies abominables, criaturas enormes y hambrientas de pelea, titilantes escenas de sexo y violencia que harían sonrojar a una mantis religiosa.

Para finalizar les dejamos una portada de VHS, como es parte crucial de este aquelarre demoniaco.

Bernard Rose: Candyman (1992)

Los 90s fueron una época decididamente oscura para las películas de horror: sus fanáticos fueron sometidos durante una década a pésimas secuelas de franquicias ya exhaustas, adaptaciones mediocres de Stephen King, mezclas dudosas de comedia y horror, y thrillers baratos sobre asesinos en serie titilando entre lo grotesco y lo ridículo. Eso significa que la década es, hoy en día, un terreno fértil por recorrer para el granjero cuya preferencia sean los frutos dañados. Sin embargo, cuando aquel granjero desea darse un descanso de la barbarie fílmica sumamente entretenida, existen algunas excepciones que realmente iluminaron nuevos senderos en el género y funcionan hasta el día de hoy a pesar de su edad, idiosincrasias y ocasionales malos hábitos. Varias de estas fueron responsables de crear o renovar sub-géneros verdaderamente reprochables que hasta el día de hoy arruinan las noches de espectadores insospechados, entre ellas las excelentes The Silence Of The Lambs de Jonathan Demme (1991) con el thriller procedural de asesinos en serie y The Blair Witch Project de Eduardo Sánchez y Daniel Myrick (1997) con el horror de found-footage. Afuera de los Estados Unidos, Japón presentó un par de obras ejemplares que también auxiliaron el alza de imitaciones considerablemente más pobres que la fuente que les originó, entre ellas Audition de Takashi Miike (1999) con la porno-tortura y Ringu de Hideo Nakata (1997) con el J-Horror y sus interminables remakes (una temática que veremos más adelante esta misma semana, ¡estén atentos!).[1]

Una particular rama de curioso éxito, quizás por su predilección de mezclar sexo y violencia en su narrativa, provino de las adaptaciones (o inspiraciones) de las creaciones literarias de Clive Barker: Hellraiser III: Hell On Earth de Anthony Hickox (1992) y Hellraiser: Bloodline de Kevin Yagher (1996) fueron las dos últimas secuelas de la saga antes de sumergirse en las profundidades del directo-a video, Event Horizon de Paul W.S. Anderson (1997) fue una grata sorpresa espacial inspirada por su discurso sadomasoquista, Nightbreed[2] (1990) y Lord Of Illusions (1995) fueron ambas dirigidas por el mismo Barker basado en sus novelas y cuentos, y finalmente la saga de Candyman, inaugurada por Bernard Rose en 1992, continuada por Bill Condon en 1995 con Candyman: Farewell To The Flesh y finalizada en 1999 con el directo-a-video Candyman: Day Of The Dead de Turi Meyer. La primera de estas es quizás la mejor adaptación de la obra del escritor y uno de los filmes de horror más logrados de la década, a pesar de tener varias problemáticas en su contra de origen propio y ajeno.

“They will say that I have shed innocent blood. But what’s blood for if not for shedding?”

Iniciando con un impecable cenital de una autopista que atraviesa la ciudad de Chicago, Candyman cuenta la historia de Helen Lyle (Virginia Madsen), una bella y ambiciosa antropóloga quien se encuentra en el proceso de finalizar su tesis junto a su compañera Bernardette (Kasi Lemmons). Su tema: Candyman, una vieja leyenda urbana en la cual un asesino mata con un garfio a quienes se atrevan a repetir su nombre cinco veces en un espejo. Casada con un pretencioso[3] y adúltero profesor de la Universidad de Illinois (Xander Berkeley), Helen está en el proceso de transcribir algunas genéricas entrevistas con otros estudiantes cuando encuentra algo que le llama la atención, cortesía de una mujer de raza negra que está haciendo aseo en el salón:  El mito continúa vivo en Cabrini-Green, un proyecto de clase baja compuesto por una serie de enormes edificios donde el crimen es rampante e impune, y donde recientemente una mujer llamada Ruthie Jean fue salvajemente asesinada con un garfio. Sus últimas palabras: “There’s somebody coming thorugh the walls.”

Pronto Helen y Bernardette se dirigen al barrio, curiosamente solo a ocho cuadras de distancia de su acomodado apartamento, donde su presencia es rápida y hostilmente advertida por los locales, en su mayoría jóvenes afroamericanos. Al explorar una de las deterioradas torres se encuentran con su primera pista, escrita en un grafiti enorme: “Sweets to the sweet”. Aquella cita de Hamlet, dicha por Gertrudis al dejar un ramo de flores sobre la tumba de su hija recién fallecida, da inicio al descenso de la joven y prometedora Helen. Su obsesiva búsqueda le conduce a ella y a su reticente compañera a las ruinas del apartamento de Ruthie, y luego a través de un estrecho pasadizo a la guarida de la bestia, donde las paredes están decoradas con tétricas imágenes de su enorme guardián y donde una manta yace en el piso cobijando un puñado de dulces/navajas. Una joven mujer, Anne Marie (una joven Vanessa Williams), les intercepta en su supuestamente inofensiva y filantrópica labor para devolverles a la realidad: “You know, whites don’t ever come here, except to cause us a problem.”

Las palabras de Anne Marie claramente están cargadas, y hacen eco en el resto del filme. Mientras Helen continúa visitando los proyectos escondida tras una fachada académica y social, su éxito personal es lo que media sus visitas al lugar. Desde su perspectiva blanca y antiséptica, la creencia en aquellos mitos le resulta absurda pero entendible: “These stories are modern oral folklore: they are the unselfconscious reflection of the fears of urban society.” Gracias a esta idea tácita de superioridad intelectual, la ironía dramática del filme golpea de forma dura y justa. A medida que Helen indaga más y más en las creencias de la cultura, las historias se hacen más reales y escalofriantes, los lugares más puntuales, las visiones más traumáticas, la realidad más incierta. ¿Cómo es eso posible sí ella no pertenece a ese mundo? ¿Sí es tan solo una turista blanca, universitaria y hermosa?

Rose logra hacer un estudio sobre la división e injusticia racial americana paralelo a la historia de horror contada a través de la obsesiones de Barker. La mezcla de estas dos intenciones funciona sorprendentemente bien en la primera mitad del filme. Grabada en locación en Cabrini-Green, los espacios observados están imbuidos tanto del pasado violento del lugar como de su presente desolador: aquella decisión es especialmente valiosa hoy día, cuando aquellos edificios ya han sido demolidos, y ahora existe como un documento histórico de una época perdida[4]. Pero Rose no se conforma con documentar, sino que potencia estos espacios con movimientos de cámara pacientes y milimétricamente controlados. Aquello crea una tensión inclemente[5] respaldada por un espacio arquitectónica e históricamente hostil. Cuando aquella tensión se rompe surgen momentos de súbita y brutal violencia. Aquella combinación resulta agobiante, creando en el espectador el deseo auténtico de no querer continuar viendo.

“The pain, I assure you, will be exquisite.”

Eventualmente, aquella extraordinaria primera mitad da lugar a una igualmente extraña pero menos lograda segunda parte, donde las ideas de Barker se toman el filme y donde aparecen gran parte de los problemas del cine de horror de la época. Las creaciones de Barker siempre son interesantes y honestas, aun cuando fallidas, y esta no es ninguna excepción. Con la aparición de Candyman (Tony Todd), un personaje prototípico de Barker (“Be my victim!”), el filme se torna conscientemente fabulesco y pierde potencia, aún si todavía lo encontramos sumamente atractivo a la mirada (el imaginario pensado por Barker nunca ha sido más poderoso ni sugestivo que con la sobria dirección de Rose) y profundamente emotivo: aquello es desafortunado no porque la historia contada por Barker sea menor en su ambición, sino porque no es concordante con la intensa crítica social hasta ahora construida. La salvaje carnicería presenciada por Helen (y el espectador) nunca tiene tintes eróticos ni humorísticos, por lo que el sentimiento recurrente de Barker de perverso disfrute del castigo otorgado por Candyman resulta inconcebible. Además, la conmovedora actuación de Virginia Madsen[6] constantemente nos atrae hacia un personaje que no debería sernos particularmente empático, aunque sí lo es trágico. Aquella mezcla de sensibilidades causa que el resultado final de Candyman sea único, inquietante y decididamente romántico (una sensación reforzada por la evocativa música de Philip Glass).

Otros problemas resultan muchísimo menos aceptables que el choque de ideas entre dos individuos sumamente talentosos. El filme sufre de una entrometida intervención de estudio que obligó a sus participantes a rodar la última (y atroz) escena para dejar abierta la posibilidad de una secuela. Aquella sensibilidad noventera es también notoria en el diseño sonoro, sumamente efectista, y en el uso mandatorio de jump-scares cada cierto tiempo que interrumpen la narración clásica. Aquellas malas costumbres, no obstante, son un precio bastante módico a pagar para ver un filme tan genuino como lo es Candyman, que atrapado dentro de un mar de películas mediocres y genéricas, aún resulta verdaderamente aterrador y prevalente.

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[1] Algunas otras recomendaciones para quien ya haya visto lo nombrado: The Sect (1990) de Dario Argento, In The Mouth Of Madness (1994) de John Carpenter, The Exorcist III (1990) de William Peter Blatty, Jacob’s Ladder (1990) de Adrian Lyne, Body Snatchers (1993) de Abel Ferrara y Los Sin Nombre (1999) de Jaume Balagueró.

[2] El artículo inaugural de la primera Semana de Horror de Filmigrana fue escrito por Valtam sobre esta extraña película.

[3] Dato curioso: Tanto este filme como Of Unknown Origin cuentan la misma historia de tabloide sobre como en NY habitaban en los 70s cocodrilos en las alcantarillas, aquí narrado por Berkeley en una de sus clases magistrales.

[4] Todo esto es aún más impresionante cuando recordamos que Rose grabó allí con el apadrinamiento de las pandillas locales, muchos de los cuales fueron extras. Esto no impidió que en el último día de rodaje un francotirador anidara una bala en el costado de la van de producción.

[5] La reciente It Follows (2014) de David Robert Mitchell parece haber tomado seria inspiración de su cinematografía.

[6] Madsen aún observa el filme con cariño, pero tiene traumáticas memorias sobre sus experiencias de rodaje. Al parecer, Rose le hipnotizó durante ciertos segmentos para obtener de ella una actitud marcadamente sumisa y una expresión perdida en sus ojos.

Jim Sharman: The Rocky Horror Picture Show (1975)

En el que removemos la causa mas no el síntoma.

El buen novelista e imbatible cronista Javier Cercas plantea una interesante afirmación discursiva en El impostor, su última obra, la cual data de noviembre de 2014 y recomiendo abiertamente. En la segunda parte de esta obra Cercas introduce lo que dará a conocer como el chantaje del testigo. Este sencillo y práctico concepto señala que hay individuos que se creen poseedores de la verdad de un acontecimiento por haberlo vivido. El investigador cacereño sostiene que esto, si bien puede ser fuente de credibilidad, suele obligar a estos “testigos” a tomar posturas irreconciliables porque asumen que de dicho evento específico sólo pueden hablar sus participantes bajo el pretexto de que todos los demás están viciados por fuentes de segunda mano. Esta polémica atemporal, aunque inasible, recuerda uno de los problemas más graves de nuestra sociedad: la inquietud humana por poseer experiencias.

Ahora, ¿qué tiene que ver lo anterior con la Semana del horror de Filmigrana, espacio para la diversión visceral (en cuanto a vísceras)? Simplemente es mi excusa para expresar mi entusiasmo por mi leve pero satisfactoria presencia en uno de los rituales cinematográficos más populares de los últimos cuarenta años. Con más años encima que Star Wars, The Rocky Horror Picture Show (TRHPS) impuso un nuevo hito en el cine de culto que indiscutiblemente es un punto cardinal de referencia para el cine B. Su subrepticio impacto cultural se comprueba, como señalaré a continuación, en el catártico éxtasis que padecen la gran mayoría de sus espectadores-súbditos.

Por cuestiones obtusas de la vida me encuentro en un remoto pueblo norteamericano que, al igual que toda la región, vive por estos días la fiebre octubrina de consumir desaforadamente productos derivados de calabazas y decorar sus casas de negro y naranja. Como es tradición, en esta temporada algunos individuos aprovechan el pretexto del disfraz para manifestar públicamente facetas de su personalidad que en otros momentos del año son inapropiadas[1]. Las fiestas de disfraces son frecuentes y en varias oportunidades esto confluye con proyecciones fílmicas. Tal fue el caso del teatro local de mi pueblo, el cual convocó a los fanáticos de TRHPS para celebrar el tetragésimo aniversario del filme con una proyección nocturna en su lata y formato original de 35 milímetros y subastar un afiche conmemorativo firmado por Jim Sharman, su director. Decidí asistir no sólo porque es un musical que me encanta en stricto sensu sino porque he leído lo suficiente sobre dicho espectáculo para no pasarlo por alto. Las recompensas son dignas de relatar pero antes es menester recordar la premisa narrativa de este distinto juego de mandíbulas[2].

TRHPS es el resultado de los delirios libertinos del británico Richard “Riff Raff” O’Brien, dramaturgo y actor educado bajo la influencia del teatro reaccionario de los sesenta derivado de la cultura hippie, tal vez la subcultura más explotada de dicha década. En dicha época la dramática inglesa buscaba hermanarse con los hallazgos de su contraparte norteamericana: por un lado Hair contaminó al globo terráqueo de la era de Acuario e impactó decisivamente a O’Brien (quien participó en su montaje inglés como un actor de reparto); por otro, Andrew Lloyd Weber, Tim Rice y el mismo Sharman masificaron dichos ideales con sus Jesus Christ Superstar y Joseph and the Amazing Technicolor Dreamcoat para desacralizar los musicales europeos de una vez por todas. Esta emancipación permitió que O’Brien trabajara junto con sus ídolos y en 1973, sin tapujo alguno, les presentó su primer libreto: The Rocky Horror Show. Este pastiche de historietas cómicas, transexuales y gore fue un deleitoso riesgo tomado y premiado con un inesperado éxito en taquilla. Tan sólo un año después O’Brien y Sharman filmaron su versión cinematográfica para difundir el nuevo testamento del terror a mayor escala. Esta fue estrenada en 1975 y, aunque algunas restricciones emplomaron su propagación, el daño ya estaba hecho.

El argumento de la obra es tan ridículo como el de las obras que la influenciaron: un criminólogo relata el curioso caso de Brad (ASSHOLE!) y Janet (SLUT!), una joven pareja próxima a casarse que debe pasar la noche en un misterioso castillo después de un aprieto automovilístico. Esta premisa, tan típica en las películas de terror, es tergiversada por los residentes e invitados al castillo: seres transexuales y/o promiscuos que celebran la venida de Rocky, la creación más perfecta del doctor Frank N. Furter (un extraterrestre transexual del planeta Transylvania) en cuanto a placeres eróticos se refiere. Brad y Janet son testigos del nacimiento de Rocky, de la masacre de Eddie (un rebelde cautivo) y, sobre todo, de la tensión sexual de los transilvanos. La película rápidamente se degenera en una pertinente recuperación de varios filmes clásicos de terror (en especial King Kong) y, entre canción y canción, el palacio de Furter es capturado por otros extraterrestres y la pareja pierde toda promesa de castidad.

Argumentar por qué TRHPS es una película de terror es una tarea difícil pero posible. Hay escenas de este filme que son grotescas a su manera: el asesinato y banquete de Eddie, la toma alienígena y las imágenes esclavizantes de Riff Raff, Magenta y Columbia (los secuaces de Furter) son muestra de ello pero no lo suficiente para perdurar en el tiempo. Además, para el público de los setenta la propuesta del filme debió condenarse; en dicha época no era aceptado que los hombres vistieran como mujeres y viceversa y no muchos filmes explotaban la sexualidad de sus protagonistas tan agresivamente[3]. En esa línea son graciosas y espeluznantes las estrategias que Furter utiliza para seducir a Janet y a Brad y así despojarlos de sus ropas y de su pureza; sumado a eso, la inconfundible “Touch-a, Touch-a, Touch-a, Touch Me” de Janet hacia Rocky no deja nada a la imaginación. Por último, los multitudinarios números musicales (muy atrayentes, por cierto) empañan el horripilante contenido de los planes de Furter (¿crear Übermenschen que hagan a los hombres más hombres?[4]) y el caos libertino con el que finalizará la película.

Es más propicio deliberar por qué TRHPS es tan vigente en la actualidad a partir de su monumental contribución al cine B: su sugestión del escándalo. Este filme permitió, permite y permitirá que una horda de individuos expresen con ligereza sus más oscuras fantasías. TRHPS es el equilibrio perfecto entre lo perverso, lo horripilante y lo endulzante. Sin recurrir a la pornografía (como lo hizo Pink Flamingos tres años atrás) y sin recurrir a cuerpos inalcanzables como los de Catherine Deneuve o Jane Fonda, O’Brien y Sharman demostraron el encanto de lo grotesco al endulzarlo lo suficiente para gustar a todo tipo de público. En unos sencillos pasos (y una degeneración temporal) el reparto actoral hace que Rocky, un perfecto semental a-la-Playboy, sea relegado para que Furter (interpretado por el brillante Tim Curry) sea la estrella. La sugestiva y onírica orgía acuática al son de “Don’t Dream It, Be It” encapsula este sentimiento: sé quien quieras ser, incluso si esto requiere escarcha y labial. No hay mejor efecto de una película de terror (de hecho, de cualquier tipo de película) que desatar una reacción en cadena que haga temblar los cimientos de la sociedad. TRHPS lo sigue haciendo incluso cuarenta años después.

De regreso a un pasado más cercano, entré al teatro desprevenidamente. Al entrar, la primera gran sorpresa corrió por cuenta del número de asistentes; cien individuos es un número considerable de espectadores para un reproyección, en especial si se trata de de la proyección de un filme tan antiguo en un pueblo, de nuevo, tan apartado. La segunda sorpresa es que absolutamente todos llevaban props (abordaré esto en contadas líneas) y un 75% del público estaba disfrazado de algunos de los personajes. Aunque algunos eran sencillos (la gran mayoría eran Magentas, es decir, empleadas), por el teatro rondaban transilvanos y bailarinas de tap. Al escuchar a los asistentes, algunos afirmaron que compraron hasta cuatro tiquetes sólo por la alegría de apoyar tan conmemorativa visita (es decir, el préstamo de la cinta de 35 mm). Después de una ronda de advertencias (el dueño del teatro previó la catástrofe) y de aplausos, el filme comenzó y simultáneamente estos espectadores procedieron a destapar sus kits de supervivencia.

Los props, en argot de cine de culto, son utensilios que el público utiliza para interactuar con diferentes momentos de un filme. TRHPS cuenta con una distinguida lista de props y, por fortuna, pude verlos todos en acción. Para retomar el chantaje del testigo, reconozco que es emocionante ver de primera mano cómo el público simpatiza con el filme con tanta devoción, admiración y, sobre todo, (i)respeto. Nunca antes he visto a espectadores tan eufóricos como los que vi aquel día; en cada escena demarcada arrojaron arroz, cartas o confeti, dispararon agua o silbaron como si murieran en el acto. Prácticamente todo el filme, además, fue comentado en voz alta por el público en un acto colectivo de one-liners relacionados con las emociones despertadas. Las escenas de baile, en particular la disparatada “The Time Warp”, fueron coreografiadas sincrónicamente. Para resumir mi experiencia, el teatro fue un fiel reflejo de lo que yo solía entender por los Dos minutos de odio en 1984.

Termino mi artículo con una imagen del teatro posterior a la proyección. Hoy fui al mismo teatro a ver Plan 9 from Outer Space, tres días después, y muchas de los residuos aún no han desaparecido. Como diría el Criminólogo que narra el filme, las emociones son maestros poderosos e irracionales. Qué bueno que esto provenga de un filme.

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[1] Evidentemente no todos lo hacen y es estúpido psicologizar estas conductas; a la gran mayoría sólo nos gusta hacer el ridículo masivamente.

[2] Uno de los taglines originales del filme es “A different set of jaws”; cabe mencionar que el estreno de TRHPS coincidió con el éxito en taquilla de (tambores resonantes) Jaws.

[3] Si bien lo recordarán por otros artículos de esta página, la virginidad es uno de los tropos más alegorizados en este tipo de filmes de terror.

[4] Otro tagline pertinente: “Another kind of Rocky” en alusión a un críptico boxeador con dificultades verbales.

Una Semana de Horror IV: Blood Feud

Aprovechando el homenaje hecho en el título a la saga de Pumpkinhead (puntualmente al subtítulo de su cuarta entrega), damos inicio a esta versión de la Semana de Horror con un atroz relato de la edad feudal europea, donde en efecto es la sangre (y las vísceras) el precio a pagar por cualquier infracción, por menor que sea. A continuación:

“Los penitenciales de la alta Edad Media —tarifas de castigos que se aplicaban a cada clase de pecado— podrían figurar en los infiernos de las bibliotecas. No solo sale a la superficie el viejo fondo de las supersticiones campesinas, sino que se desatan las mayores aberraciones sexuales, se exasperan las violencias: golpes y heridas, glotonería y borrachera. (…) El refinamiento de los suplicios inspirará durante largo tiempo la iconografía medieval. Lo que los romanos paganos no hicieron soportar a los mártires cristianos, lo hicieron soportar a los suyos los francos católicos: Se cortan de ordinario las manos y los pies, la punta de la nariz, se arrancan los ojos, se mutila el rostro mediante hierros candentes, se clavan estacas puntiagudas de madera bajo las uñas de las manos y los pies…”[1]

Una vez más, estimados lectores, es hora de aventurarnos en las turbias y polutas aguas del horror, uno de nuestros géneros preferidos acá en la barca de Filmigrana. ¿Qué horribles criaturas nos visitaran este año? ¿Dentistas sociopáticos y con esposas infieles para completar, quizás? ¿Asesinos de campamentos de verano cuya arma de preferencia son un par de tijeras de jardinería? ¿Babosas corrosivas? ¿Mosquitos gigantes? ¿Cultos satanistas que conforman la junta directiva de una preparatoria norteamericana? ¿Fetichistas descontrolados? Solo el futuro lo sabrá. Esperamos, no obstante, que naveguen este río con nosotros y que, ojalá, se decidan a echarse al agua fangosa que nos rodea, en búsqueda de nuevas experiencias visuales y sensoriales, ojalá traumáticas y divertidas en igual medida. Feliz día de San Crispín.

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[1] Jacques Le Goff en La Civilización del Occidente Medieval, Paidós, 1999, Barcelona, P. 36. Hay muchas más descripciones horribles y sumamente informativas de la época en este libro fácilmente obtenible en las mareas de la red.

George P. Cosmatos: Leviathan (1989)

“You people just don’t appreciate how good you’ve got it down here.”

Continuando la temática marítima de un tercio de la Semana del Horror (ahora bi-semana, en realidad), nos topamos con Leviathan del ya fallecido director George P. Cosmatos, de origen griego-italiano y cuyas obras más célebres incluyen Rambo: First Blood Pt. II (1985) y Tombstone (1993). No obstante, esta no es su primera incursión en el género ni en el trabajo con el estupendo Peter Weller, con quien previamente (1983) había hecho la mucho más lograda Of Unknown Origin (anótenla en sus calendarios para la semana del Horror del año que viene). Todo esto no significa que Leviathan venga sin múltiples placeres esotéricos, y sobre todo, que sus singularidades sean sumamente originales a pesar de ser un desvergonzado rip-off de tanto Alien (Ridley Scott, 1979) como The Thing (John Carpenter, 1982) y una de varias otras películas de temática submarina/horror/alienígena estrenadas en 1989 (The Abyss de James Cameron, DeepStar Six de Sean S. Cunningham, The Evil Below de Jean-Claude Dubois, Lords Of The Deep de Mary Ann Fisher y The Rift de Juan Piquer Simón).

Placer esotérico #1: Títulos de Castlevania.

Empecemos por la historia: Una pequeña tripulación (8 personas) está finalizando su trabajo de exploración mineral a 16,000 pies de profundidad en el océano Atlántico. Al mando está Beck (Weller), un despreocupado geólogo cuyas relajadas aptitudes de capitán son reforzadas por la ejecutiva Martin vía pantalla (Meg Foster de Blind Fury) y paralelamente cuestionadas por el resto del equipo. Entre estos están el Dr. Glen Thompson (un excelente Richard Crenna) quien rara vez se molesta con salir de su laboratorio para asistir al trabajo; la atlética y hermosa Willie (Amanda Pays), el irritante y sexualmente abusivo Six-Pack (Daniel Stern), el mandatorio tripulante negro Jones (Ernie Hudson), el mandatario tripulante latino DeJesus (Michael Carmine), el litigioso y sindicalista Cobb (Héctor Elizondo) y la maternal Bowman (Lisa Eilbacher).

Se trata de un conjunto de personalidades genéricamente esbozadas por el guionista David Peoples (también de Blade Runner (1982) de Ridley Scott y Unforgiven (1992) de Clint Eastwood) y que da espacio a los actores para sobreactuar a gusto. Todo esto es parte del encanto del filme, por supuesto, pero hay que destacar la paciencia de Cosmatos y Peoples en tomarse su tiempo para introducirnos al eventual antagonista, una suerte de infección genéticamente alterada contraída por Six-Pack tras una incursión en un barco ruso naufragado en el medio del océano, cuyo nombre es ominoso de que algo terrible está apunto de suceder.

¿Pueden adivinarlo?

Pronto Six-Pack se empieza a caer a pedazos, literalmente y el Doctor advierte a Beck no informar al resto de la tripulación lo que está ocurriendo, con el agravante de que Bowman empieza a mostrar los mismo síntomas. El pánico se esparce, y tras una evasiva de la parte ejecutiva de la empresa, los supervivientes deben enfrentarse solos a una demencial criatura que amalgama a quienes van pereciendo por la infección, un cruce extraño entre un Pez Víbora, el Alien de H.R. Giger y el Pilar de Almas de Hellraiser II y III (Tony Randel, 1988, y Anthony Hickox 1992, respectivamente) y cuyas partes cercenadas se transforman en lampreas carnívoras. ¿Suena confuso? Bueno, eso es porque tras la aparición de la criatura toda la lógica del filme se va al infierno y es reemplazada por continuas escenas de acción con violentas muertes, fantástico stop-motion y gelatinosos títeres robóticos provistos por parte del célebre Stan Winston y su equipo (También de Alien, Terminator y Jurassic Park).

Stan Winston Studios Present…

Sin embargo, la lógica no es sino un sutil impedimento para disfrutar de lo que está bien con Leviathan, empezando por el trabajo de nuestro protagonista: Weller le infunde de mayor complejidad y ambigüedad de lo que el esquemático personaje presenta en una primera lectura. Beck es un hombre perdido y decepcionado, frecuentemente preso de su ego masculino y de su innata falta de liderazgo, pero el carisma y encanto natural del actor transforma deficiencias en singularidades (algo similar ocurre con el Dr. Thompson y Crenna). La estructura facial de Weller siempre fue apta para papeles considerablemente más excéntricos y anti-heroicos que varios de sus colegas en los 80s y 90s (Robocop (1987) de Paul Verhoeven, Naked Lunch (1991) de David Cronenberg) y Leviathan no es la excepción. Ya sea mientras recita discursos frente al espejo tras evadir una catástrofe o encesta granadas en la boca de la criatura (“Say Ahh, Motherfucker!”), Beck nos resulta fascinante y empático (bueno, quizás no cuando golpea a una mujer en la boca; hay más de un aspecto donde el filme resulta datado en nuestra era de lo políticamente correcto).

“I’m glad you’re happy, Martin, ‘cause I can’t wait to get the fuck outta here.”

Además de un sólido, si ocasionalmente exacerbado grupo de actores de carácter, Weller es apoyado por el imaginario no vistoso pero definitivamente estilizado de Cosmatos y su director de fotografía Alex Thomson. Ayudados por la hipnotizante banda sonora del gran Jerry Goldsmith, Cosmatos y Thomson nos sumen en un mundo de extraña belleza donde la parsimonia del agua y la luz que se filtra a través de ella funcionan como prisión para una historia, ridícula en concepto y en ocasional ejecución, pero igualmente atrapante. Los pequeños detalles, por supuesto, son lo más importante: el rápido montaje de buscar armas para defenderse, la imagen multiplicada de una horrorizada Bowman en la enfermería, un verdaderamente inesperado ataque de tiburones, los one-liners de Jones (“You’re telling me we have a goddamn Dracula in here with us?!”), las heridas latentes y podridas de Six-Pack… Leviathan claramente no es una obra maestra de la ciencia-ficción ni del horror, pero su genuina locura es más que suficiente para echarle una ojeada.

John Cherry III: Ernest Scared Stupid (1991)

Hey Vern, it’s a truly stupid movie!

Esa (pésima) referencia no va a llegar ningún lado, porque nadie se acuerda de Ernest, ni mucho menos de Vern, al menos no en la mejor de las luces. Para tal fin nos tenemos que preguntar brevemente quiénes son Ernest P. Worrell y sus múltiples personalidades, quién es Jim Varney (1949-2000) y por qué uno de los antepasados de Ernest está ligado a una horrible maldición de  centro de los Estados Unidos, la cual involucra trolls lactofóbicos y los tiempos difíciles del final de la carrera de Eartha Kitt.

De manera escueta, se puede afirmar que Ernest hizo muchas cosas en vida, y su personaje, inicialmente creado por Jim Varney (quien lo interpreta) y John Cherry III, CEO de la empresa de publicidad Carden & Cherry, estaba pensado inicialmente para ser un portavoz de productos lácteos. La capacidad sobrehumana de Jim Varney para memorizar diálogos, así como su no menos inquietante plasticidad facial, le abrieron camino inicialmente a una sólida carrera  con una serie de una única temporada, y muchas películas temáticas enlazadas tan sólo en la idea de Ernest P. Worrell como un hombre no muy brillante, bastante recursivo, resistente al daño físico y posiblemente demente. Algunas de sus escapadas más célebres, en un sentido muy relativo de la palabra, fueron Dr. Otto and the Riddle of the Gloom Beam (1986), Ernest Goes to Camp (1987), Ernest Saves Christmas (1988) y la no-muy-controversial Ernest Goes to Jail (1990). Así pues, un personaje con una continuidad tan vaga y unos inicios tan comerciales requiere apenas un poco de tiempo e ingenio para estelarizar su propia aventura de Halloween.

Y aquí estamos, con Ernest Scared Stupid, la última película producida por Touchstone Pictures (filial de Disney) y un peldaño largo a la puerta que lleva a productos directo-a-video de calidad mucho más irregular. Nos recibe una secuencia inicial compuesta de metraje de películas de horror de libre dominio[1], y a lo largo de ésta se intercalan pequeños planos en los que figura nuestro protagonista, Ernest, ofreciéndonos sus características expresiones retorcidas y su maxilar desencajado, en un set que fácilmente podría pertenecer a una fantasía filmada por Joel Schumacher.[2]

Más pronto que tarde, la película inicia en un punto indeterminado de la historia de Briarville, Missouri[3]., a finales del siglo XIX, en la que una pequeña niña (que no puede parar de reír a pesar de tener que demostrar lo contrario) huye de un monstruo que todavía no conocemos, el cual la persigue rápidamente y a cuyo punto de vista estamos ligados. El monstruo está a punto de alcanzarla cuando una red le es arrojada encima, y las voces de una turba iracunda se funden mientras la noche llega, desplazando el escenario al foso donde será enterrado el monstruo en cautiverio, debajo de un árbol próximo a plantarse. Esta ceremonia la preside Phineas Worrell, un hombre de fe con excesivo rigor en el rostro y sus actos, quién será maldecido por Trantor, el monstruo, con la admonición de que sus hijos serán “cada vez serán más y más tontos”.

Es un chiste que se tomará un tiempo en coccionar, en la medida que este momento histórico es parte de un reporte de clase que la pequeña Elizabeth (Shay Astar) ofrece a sus compañeros de primaria. El reporte es celebrado por su profesora, así como por Kenny (Austin Nagler) su siempre entusiasta amigo y en ocasiones patético, en la medida que a un niño preadolescente se le permite ser; tal reconocimiento no es compartido por los hijos del alcalde de Briarville, Matt y Mike Murdock (Richard Woolf y Nick Victory, sus únicos papeles), quienes también son los matones de la clase[4]. La profesora es brevemente interrumpida por el camión de aseo pilotado por Ernest P. Worrell del presente, quien a continuación es comprimido en un cubo de basura. Y es aquí donde reconocen el efecto de la maldición quienes no tienen un seguimiento del personaje más recurrente en la filmografía de John Cherry. Bienvenidos.

“Ignoramus Ad Infinitum”

Son Kenny y Elizabeth quienes liberan a Ernest del cubo de basura, y reciben como recompensa el dar un paseo en el camión de basura de un adulto malajustado[5]. Poco después conocemos al alcalde Murdock (Larry Black), igual o peor que sus hijos, y el padre de Kenny, el sheriff local, quien impele a Ernest a limpiar la propiedad de la vieja Hackmore (Eartha Kitt, en una interpretación relativamente sutil). Hackmore conoce la profecía de Trantor y su relación con los descendientes del viejo Phineas, y a pesar de sus advertencias, Ernest cumple al pie de la letra todos los pasos necesarios para traer de vuelta al némesis familiar, con el agravio añadido de construir una casa del árbol para Kenny y Elizabeth sobre el sepulcro de Trantor.

De ahí en adelante se devana una comedia de acción, en la que Ernest intenta convencer al pueblo de la existencia del horror que recién despertó, mientras que Trantor cobra víctimas a diestra y siniestra, usando a los niños como catalizadores para poder engendrar a sus hijos. A pesar de sus buenas intenciones tras liberar el pandemónium sobre Briarville, Ernest es incapaz de combatir en solitario contra la horda de trolls, y su mayor fuente de ayuda, además de Kenny y Elizabeth, viene siendo Rimshot, su fiel y sensible perro, que no siempre puede estar presente.

Si fuera la Biblia, esto sería un verdadero problema.

Hay material para extraer de esta inusual y profesamente estúpida película, dejando ver cierto carisma en la deconstrucción de ciertos tropos para poderlos adaptar a una audiencia familiar. La progenie de Trantor tiene un fuerte vínculo emocional con su madre, y esto adquiere relevante dentro del argumento. Elizabeth, por otro lado, es uno de esos personajes que haría las delicias de los y las estudiantes de género, dados sus rasgos prestados de Punky Brewster y Pippy Longstocking. Con esto no quiero decir que la mayoría de personajes de reparto no sean estereotipos muy básicos, porque realmente lo son, pero los pocos que destacan por estar construidos (aunque sea de cartón, como una pésima casa embrujada) son bastante notables.

Seguramente una película con tan bajo presupuesto se vería tan cochambrosa y mediocre como la infame Troll 2, con la que Ernest Scared Stupid guarda ciertas similitudes, teniendo apenas un año de diferencia. Pero lo cierto es que el sórdido encanto de este largometraje se debe a la participación de los hermanos Chiodo en el departamento de efectos especiales, un vínculo que no será difícil de descubrir para los seguidores de su obra[6]. Y es buena parte de la credibilidad en estos efectos lo que salva una serie de non-sequiturs y situaciones que exigen una elevada suspensión de la incredulidad.

La mayoría de gags, cuando no tienen que ver con la múltiple personalidad del protagonista, son situaciones en la que su particular intelecto se pone en juego, o bien porque sufre de maneras que un ser humano encontraría irritantes. La música, por otro lado, es acorde a la época pero con una sensación que delata las cicatrices dejadas por los 80’s, y enfatiza al público infantil al que quiere alcanzar el afable Ernest. En cuanto a la fotografía y el montaje, el asunto es también bastante experimental, con una considerable cantidad de “planos holandeses” y elecciones de montaje bastante cuestionables.

Si bien esto no es un detrimento para el alcance de audiencias más maduras en la actualidad, unas que no deberían estar buscando esos estándares de calidad en una película de Ernest, debe tenerse en cuenta que puede ser un poco condescendiente, incluso para tratarse de una comedia de principios de los noventa, época confusa y difícil si alguna vez hubo una. Sin duda lo mejor es verla sin expectativa o prejuicio alguno, con una pizza en la mano y una alta tolerancia a la lactosa.

KnowhutImean?

Hey Vern… Vern?

[1] Podemos citar las siguientes: Nosferatu (1922), White Zombie (1932), Phantom from Space (1953), The Brain from Planet Arous (1957), The Screaming Skull (1958), Missile to the Moon (1958), The Hideous Sun Demon (1959), The Giant Gila Monster (1959), The Killer Shrews (1959), Battle Beyond the Sun (1959), y The Little Shop of Horrors (1960).

[2] Los ojos agudos podrán notar la presencia de un hombre extraño que ¿Es electrocutado? ¿Recibe una descarga? Y no vuelve a figurar en toda la película. Es el director de casting, en un pequeño y entrañable cameo.

[3] Ambientado en Nashville, Tennessee.

[4] Estos bullies están parcialmente en lo cierto, ya que presentar una fábula local como información histórica de facto es una falta de respeto a los demás compañeros que hicieron su investigación. A favor de Elizabeth, no sólo jamás conocemos los reportes de sus compañeros, que podrían ser peores, sino que la infortunada historia de Trantor resulta ser un componente histórico de Briarville.

[5] Esta oración no levantaría cejas en 1991. Terribles tiempos en los que vivimos ahora.

[6] Stephen, Charles y Edward Chiodo son los titiriteros principales de Team America: World Police (2004) y directos responsables del clásico de culto Killer Klowns from Outer Space (1988), la cual guarda un especial nicho en nuestros corazones.

Dick Maas: Amsterdamned (1988)

Emergiendo de las profundas aguas lodosas neerlandesas aparece Amsterdamned, un fantástico, enérgico y frecuentemente absurdo slasher del director de culto Dick Maas (el mismo de De Lift de 1983, sobre un ascensor asesino y Sint del 2009, un filme de horror navideño cuyo villano principal es el fantasma de San Nicolás). Iniciando con la subjetiva de un asesino desconocido (de la mano de su agitada respiración) quien emerge de cuando en cuando en distintas partes de los canales de Amsterdam, el filme se esfuerza rápidamente para borrar la imagen turística de los tulipanes, los suecos de madera y la amabilidad holandesa: el reflejo de sus luces de neón borrosas sobre el agua negra le hace parecer un lupanar sórdido y vicioso, aunque igualmente pintoresco.

Pronto Maas nos presenta a la primera víctima, una joven prostituta extranjera que es echada de un taxi por su sexualmente abusivo conductor tras rehusarse a una felación gratis (al parecer no hay nadie decente en los Países Bajos). Su castigo: 15 puñaladas de una enfurecida figura negra (descrita por la única testigo, una indigente que pasa por el lugar del crimen, cómo “un monstruo negro con garras y patas”), la última tan violenta que fractura la punta del cuchillo dentro se su cuerpo. Para no quedarse atrás en su violenta búsqueda de reconocimiento, el asesino cuelga su cuerpo de un puente y este es descubierto por un grupo de niños en excursión por las canales. ¡Prometedor aunque misógino comienzo! La cámara se pierde en la espuma del río y de ella sale en su bañera el protagonista: Eric Visser (Huub Stapel), célebre detective de la policía local (el filme está lleno de ingeniosas transiciones reminiscentes de la primera entrega de Highlander (Russell Mulcahy, 1986) quien frasea una estupenda reseña del filme temprano en su investigación.

“A diver who’s prowling around the Canals of Amsterdam…”

Claro está, más víctimas tienen que perecer antes de que Eric “Me tomé la tarde libre” Visser se tome en serio el trabajo de este asesino serial, cuyo modus operandi consiste en arrastrar con fuerza sobrehumana a sus víctimas hacia las aguas y desollarlas en formas varias con su cuchillo de buceo y con su arpón. No es que esto intranquilice a Eric o a su concepto de trabajo policial, que esencialmente consiste en ocupar el 80% de su tiempo comiendo en cafetines y restaurantes con sus colegas Vermeer (Serge-Henri Valcke) y John (Wim Zomer), flirteando con hermosas mujeres escandinavas y llevando a regañadientes a su hija Anneke (Tatum Dagelet) a la escuela. Su estilo despreocupado pronto atrae la atención de sus superiores, quienes le dan un límite de tiempo para resolver el creciente número de asesinatos (el asesino mata una víctima al día, para no perder el ritmo), pero también la de la hermosa Laura (Monique van de Ven), una guía de museo con experiencia en buceo y de su repelente y sospechoso psiquiatra/pretendiente Martin (Hidde Maas).

Alternando constantemente entre géneros varios que incluyen el slasher, el thriller, el whodunnit y la comedia negra (con una buena dosis de Jaws de Steven Spielberg, 1975), Amsterdamned es un alucinatorio y maravilloso placer culposo que gasta poco tiempo y energía en desarrollar sus personajes y sus motivos pero que exuda confianza y estilo a la hora de filmar violentos crímenes, persecuciones exhilarantes (incluyendo la mejor persecución de lanchas de toda la historia del cine que ocupa gran parte del tercio final de la película) y mediocre-a-abismal trabajo policial. A pesar de tener un alto grado de violencia el filme no es tan explícito en su carnicería como lo son los tempranos filmes de Paul Verhoeven, otro holandés con particular afecto hacia lo sórdido y lo cáustico, pero comparte con él una pesimista y ácida visión de la humanidad.

Por esto, hurgar en la lógica narrativa de Maas es posible, pero resulta en un despropósito: Para disfrutar la locura desbordante y frecuentemente inmoral de Amsterdamned hay que sumergirse en sus atmósferas burdas y vibrantes, en su banda sonora sumamente ochentera (compuesta por el director, salvo por el tema final que es de la banda de electro-pop Loïs Lane), en sus encuadres fálicos e hipersexualizados, y sobre todo en su espesa sangre falsa, que corre libre y gratuitamente en esta joya perdida de la Europa de los 80s.

Una Semana de Horror en Filmigrana III: Season Of The Witch

El 22 de Noviembre de 1989 ocurre un evento particular en Chicago, IL, donde un grupo de individuos anónimos secuestran la señal satelital del canal independiente WGN-TV por 30 segundos durante la emisión de las mejores jugadas de los Bears de Chicago, siendo estas reemplazadas por un hombre con la máscara de Max Headroom, un personaje ficticio de alta popularidad en la década. Un par de horas más tarde, los mismos individuos interrumpen la transmisión de Doctor Who de WTTV y nuevamente aparece el mismo hombre enmascarado, esta vez por minuto y medio, hablando de forma incoherente y haciendo múltiples referencias impenetrables a New Coke, Clutch Cargo y Chuck Swirsky, para acabar siendo azotado con un matamoscas esgrimido por una mujer en traje de mucama francesa. Dan Roan, el presentador deportivo de WGN-TV, dijo poco después de la transmisión: “Well, if you’re wondering what happened, so am I.”

El motivo de esta interrupción permanece inexplicado hasta el día de hoy y sus responsables impunes y desconocidos, pero a forma de metáfora tecnológica y narrativa su poder es hoy día exactamente igual de poderosa y entretenida. No era la primera vez que ocurría, por supuesto: En 1977 varios canales británicos fueron interceptados por una señal de emergencia provocada desde el transmisor oficial de Harrington que anunciaba la llegada de un representante de la Intergalactic Association. Luego, en 1986 un ingeniero electrónico de Florida interceptó la señal local de HBO para reemplazarla por el siguiente mensaje:

Pero de estos ejemplares, la interrupción de Chicago es de lejos la más enigmática en sus motivos y en sus orígenes, dos factores que llevan a cuestionar seriamente la lógica de la señal televisiva: ¿No son estas interrupciones igual de aleatorias que la programación emitida normalmente por un canal? ¿Quién tiene el control sobre la señal? ¿Cómo es posible tener control sobre algo que ni siquiera existe físicamente? Mientras la primera aparición ocurre durante un segmento de noticias, la segunda ocurre en medio de un programa de ficción. ¿Cómo logra el espectador volver a la historia lineal y lógica del Doctor Who después de presenciar algo inexplicable que se manifiesta en su mismísimo escapismo diario? ¿No estamos cómo espectadores supeditados a ciertos modelos narrativos que nos obligan a esperar un inicio, un nudo y un desenlace consecuente, explicable y justificable? ¿Y quien puede resistirse a criticar aquellos ejemplares que se salen de la norma que rige nuestro entretenimiento? ¿Y que sí el espectador se encuentra somnoliento y drogado durante la transmisión del programa? ¿No es la interrupción ahora parte intrínseca de la historia que está presenciando, no está reescribiendo aquel capítulo particular en sus memorias de aquella noche en adelante?

Hace un año la Semana de Horror en Filmigrana se vio interrumpida por una segunda versión de Horr-O-Rama, nuestra selección local de cine de terror que incluyó giallos, secuelas y pianos asesinos (en otras palabras, nuestro propio incidente Max Headroom). Este año, la responsabilidad de observar variopintos y sangrientos filmes provenientes de empolvados videocasetes recae sobre ustedes, los lectores. No obstante, pueden contar nuevamente en nosotros (y de aquí en adelante hasta nuevo aviso) para que les proveamos de espantosas, terroríficas y frecuentemente malolientes recomendaciones de uno de nuestros géneros preferidos: En la última semana del mes actual varios de nuestros redactores unirán fuerzas para publicar un artículo al día sobre una película de horror que consideremos extraordinaria, ya sea por su innovación técnica o narrativa, por su poderío emocional y angustiante, o por su creatividad a la hora de despachar adolescentes en un campamento de verano.

¿Qué habrá en la bolsa de dulces este año? ¿Bebés poseídos? ¿Una comunidad de lampreas carnívoras? ¿Extraterrestres malévolos? ¿Torturas japonesas? En palabras del grandioso Pinhead en Hellraiser III: Hell On Earth: “Oh, such limited imagination!”