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Especial de crítica: Aaron Cabañas (BCN), Parte II

¡Bienvenidos de vuelta! A continuación presentamos la segunda parte de nuestra conversación con Aaron Cabañas, magister en estudios de cine de la Universitat Pompeu Fabra, redactor y editor de la legendaria (y por el momento inactiva) revista especializada Contrapicado, y jurado y crítico de variopintos festivales del circuito catalán, español y europeo.

Aquí encuentran la primera parte de esta entrevista.

Esta es la versión editada de una conversación que tuvimos con Aaron en el 2021, en la cual discutimos los referentes imperdibles del cine español contemporáneo, los circuitos de proyección en Barcelona y su existencia en un mundo tecnológico y pandémico, y la última cena cinematográfica de Aaron.


Filmigrana: El último número de la revista estuvo muy enfocado en la historia del cine español hasta la actualidad. ¿Cuáles son tus opiniones respecto a, no sólo el cine español contemporáneo y sus realizadores predominantes, sino también sobre el estado de la crítica en España?

Aaron Cabañas: Hay un cine español que se puede acotar fácilmente porque tiene un contexto sociopolítico muy claro, la dictadura de Franco, entonces allí hay una creación fílmica con unas particularidades muy propias. Pero de un tiempo hasta ahora, desde finales de los 70 hasta la actualidad, creo se mueve un poco por las oleadas que hay a nivel global. Ahora, en el cine español de los 80 seguían unas inercias muy marcadas, primero, por lo que supuso la apertura del cine de la transición del 76 al 79, y segundo, por la aparición de figuras como Iván Zulueta, Pedro Almodóvar, Fernando Trueba, entre algunos otros. Pero a partir de los 90 surge una generación de cineastas que, a mi modo de ver, mira un poco más allá de las fronteras del propio cine español, exceptuando las figuras previamente mencionadas.

La generación de los directores de los 90, la mayoría de ellos del País Vasco y de Barcelona, pueden desarrollar cine por varios motivos, el principal siendo porque desde los organismos públicos se les subvenciona como parte de una política cultural bastante potente para reivindicar a nivel cultural cierta identidad propia. Entonces aparecen en Euskadi Álex de la Iglesia, Julio Medem, Daniel Calparsoro, Juanma Bajo Ulloa. Estos cineastas, a diferencia de la generación de los 80 que era una generación muy literaria, ya son más espectadores de cine y televisión y de ideas provenientes de otros medios audiovisuales, entonces no están tan narrativamente condicionados por el aspecto literario, sino que tienen otras referencias, otros entornos, otros mundos y otras formas de visualizarlos.

Por ejemplo, Alejandro Amenábar, que es de origen chileno pero criado en Madrid, ya no tiene tanto que ver con el cine español que le precede sino con Hollywood, con el cine de suspense de Alfred Hitchcock. Una figura como Julio Medem, que, si bien se inspira en el mundo poético de Federico García Lorca y en su manera de poner en imágenes lo que es la metáfora de la poesía, hace un cine que gira en torno a la tradición cultural y la antropología vasca, y a la propia leyenda de su lugar de origen. Alex De La Iglesia, tiene un mundo creativo que gira en torno al cómic.

Esa es quizás una primera oleada renovadora en el cine español, y luego ya viene la generación de los 2000, que es la generación de la digitalización. Es decir, si la generación de los 90 aún rueda en 35 milímetros, cuando viene una hornada de nuevos cineastas estos ya pueden rodar en digital, que genera otro tipo de metodologías en la producción, y se vuelve más económico que el celuloide. A su vez, esta nueva generación de los 2000 que hace cine a partir de lo digital, genera otra corriente que es la de la última década, la del 2010 y parte del 2020.

Esta es una nueva camada de directores que han estudiado todos en academias de cine. De alguna manera u otra surge el fenómeno, el cine español se pone muy de moda en los 90 en España, y esto concuerda también con la aparición de programas de televisión pública como Versión Española, en el que se proyectaba una película a la semana íntegramente de cine español. Entonces cada vez más gente quiere hacer cine, con lo cual se crean las academias y las escuelas en España, y se populariza el estudiar cine, que era algo que se veía como no muy asequible anteriormente: tenemos a la Autónoma, que existe desde la primera mitad de los 90, luego está la Pompeu Fabra, que inauguraron los estudios de comunicación en el año 93, está también la ESCAC, que cumplió 20 años hace poco.

Se suman a estas una serie de escuelas de referencia que han ido surgiendo también a nivel de formación profesional, que no son universidades, sino que son ciclos formativos de grado superior, como la Escuela Municipal de Audiovisuales de Barcelona y el Instituto Mare de Déu de la Mercè. Ahora, ya últimamente, se incorpora también estudios de Multimedia, vídeo jockey y otros tipos de disciplinas del audiovisual, entonces lo que es el aprender cine o el aprender audiovisual es algo que está bastante generalizado aquí y en todo el mundo. Eso genera unas sinergias y la aparición de nuevos realizadores.

Filmigrana: ¿Cuáles son algunos de estos nuevos realizadores que recomiendas para públicos foráneos?

Aaron Cabañas: Para mí, uno de los autores de referencia claves para entender el cine español contemporáneo es Isaki Lacuesta. Es uno de esos cineastas que ha estudiado Comunicación Audiovisual en una universidad pública, la Universidad Autónoma de Barcelona, lo que genera otra cosa interesante: cuando eres estudiante de cine, tus intereses van mucho más allá del canon y de la academia y la historia en mayúsculas, y te permites de alguna manera focalizarte en otras figuras de la historia del cine que no se muestran tanto. Es decir, te explican a John Ford, a F.W. Murnau, a Alfred Hitchcock, pero también te explican a Chris Marker, a Johan van der Keuken, a Chantal Akerman, a Zhang Yimou, que son todos figuras muy importantes aun si no tan prevalentes.

Entonces, ¿qué pasa? Te condiciona como estudiante, y también como cineasta. Isaki Lacuesta, en su momento como estudiante, se interesaba mucho en un cineasta como Chris Marker, entonces ves que sus que sus películas están a medio camino entre el documental y la ficción, hay una parte de verdad, hay otra que no, y luego ya no sabes qué parte es real y que parte no. De alguna manera ese es el camino que ha construido Isaki Lacuesta, primero en solitario, y de un tiempo a esta parte con su pareja Isa Campo,

Los condenados, Isaki Lacuesta (2009)

Otra figura clave podría ser Albert Serra, que no tiene esos estudios de cine, e incluso va contra el academicismo totalmente, es decir, se proclama un purista de la imagen. Para él sólo hay tres o cuatro cineastas que valgan la pena, además de él. Si por él fuera, el cine se hubiese acabado con Dreyer. Ahora, como él defiende la pureza de la imagen y su poder más bien estético, la narrativa de las imágenes queda en un segundo plano. Albert Serra todo lo que ha rodado es en digital, a diferencia de Lacuesta, y dice que no gasta celuloide ya que en el digital puedes presionar REC y dejar grabando 20 minutos y esperar a que pase algo delante de la cámara.

Sus películas parten de una historia que todo el mundo conoce: por ejemplo, Honor de caballería (2006) tiene a las figuras de Sancho Panza y Don Quijote, muy sui generis y a su manera, deambulando. Y la película es cómo deambulan y como dialogan sobre temas de lo más trascendental a lo más banal. Otra película es El cant dels ocells (2008), el título está sacado de una composición muy famosa de Pau Casals, que era un violoncelista muy célebre en Cataluña e internacionalmente. Esta película es sobre el tránsito de los tres Reyes Magos en busca de la estrella fugaz, pero una vez más toda la película es un deambular. Es un poco explicar la nada, explicar el trayecto, explicar las reflexiones. A mí me sorprendió bastante, como la historia la puedes tener más o menos clara en la cabeza, pero ahora la película te cuenta otra cosa, se desvía por una tangente, pone en escena el aspecto. No está concretando en la historia, no está profundizando la historia, la historia surge por sí misma: como cineasta, pone la cámara, da cuatro indicaciones, y deja que la película corra. Y con todo ese material rodado en digital, que pueden ser horas y horas, compone la película.

Es similar a la metodología de Lacuesta. Lo que sí es cierto es que Lacuesta se percibe con algo más de guion, y no priorizando solo la imagen y la estética como en el caso de Albert Serra, sino que se intuye una voluntad de narración más de las que las imágenes desplieguen: además de un paisaje visual, una historia. Estas dos figuras son bastante interesantes y creo que, de alguna manera, representan bastante bien una parte, no todo, del cine español actual.

El cant dels ocells, Albert Serra (2008)

Otra figura sería Oliver Laxe, que es exalumno de la Pompeu Fabra y que sí que es partidario del celuloide. Es el director de O que arde (2019), que mí me parece que es una película enorme, en lo pequeño. Oliver Laxe es un director de lo pequeño, que tiene el talento de hacerlo grande, con pocos elementos y una imagen poderosísima, me parece excepcional. También está Mimosas (2016), y su primera película, Todos vosotros sois capitanes (2010).

Otro nombre sería Luis López Carrasco que es el director de El futuro (2013) y de El año del descubrimiento (2020), que tiene una metodología de trabajo sumamente interesante: cómo habla del pasado a través del presente, cómo tergiversa la imagen del presente para que parezca del pasado y para hablar de dos momentos distanciados en el tiempo. El año del descubrimiento está ambientada a principios de los 90, sobre todo en los procesos de desindustrialización que vivió Murcia, y explora las consecuencias socioeconómicas que eso conllevó en la población de la ciudad de Cartagena. López Carrasco es de allí, y a través de algo muy mínimo y esencial como las conversaciones de bar, se habla de un punto de vista social, de un estado de ánimo, de la situación de los sindicatos en España, no sólo de entonces, sino también de ahora.

La anterior que había hecho fue El futuro que a mí me encantó, que hablaba de cómo el Partido Socialista Obrero Español de alguna manera traicionó sus principios socialistas para abrir a España a una suerte de neoliberalismo europeo que ha condicionado la historia reciente del país. En El futuro, la puesta en escena es la película. Mejor dicho, está ambientada en una fiesta en un piso de jóvenes en Madrid, y la cámara se establece a distancia. Las voces son casi inaudibles, lo que se alcanza a escuchar más son las canciones que van sonando en la fiesta, y a través de la selección musical y de algunas conversaciones qué medio percibes cuando la música baja el volumen, intuyes y ves como los personajes dialogan con las letras de las canciones que suenan.

Entonces, en un contexto muy concreto que es la movida madrileña, el repertorio musical y el repertorio de temas de los que hablan los asistentes de esta fiesta de principios de los 80 en Madrid, te dan las claves para entender no solo ese momento, sino también el presente. Es una película que parece hecha de material de archivo, que parece que está rescatando found footage, pero en realidad está rodada en la actualidad con el aspecto visual y la técnica de un found footage de principios de los 80. Me parece, como una metodología y como hallazgo visual, brillante.

El futuro, Luis López Carrasco (2013)

Otro de los nombres clave es Carla Simón, que también fue estudiante de la Universidad Autónoma, y que hizo una película que se hizo bastante célebre, Estiu 1993 (2017, se llevó el premio a mejor ópera prima en el Festival de Berlin del mismo año), que parte un poco de una experiencia personal que vivió ella en la infancia al quedarse huérfana de padre y madre, y acabar criándose con sus tíos. Esta experiencia la marca como persona y como cineasta, y hace una película que, aunque no de forma literal y estricta, habla sobre sí misma. Eso me pareció también muy interesante, y parece ser que nuevas formas del audiovisual, como el video ensayo o este cine, a medio camino entre el documental y la ficción, posibilita el poder hablar a través de material de archivo, sea real o falso, de la experiencia personal y de los recuerdos. Es un fenómeno que últimamente se está dando bastante, muy visto en los documentales de archivo que hablan de la infancia o del pasado.

Filmigrana: Estas películas tienen un grado de sofisticación que, al compararse con películas un poco más tradicionales, parecen estar orientadas más al público del festival y a un público formado en términos del entendimiento de la imagen. Desde la crítica de Barcelona y España, ¿cómo se perciben estas películas?

Aaron Cabañas: Se acostumbran a recibir muy bien porque el circuito de exhibición que existe en Barcelona es un circuito muy afín a estas narrativas. Primero, porque como había mencionado, hay unas generaciones que venimos de academias de cine o de universidades, y somos nosotros los que después ejercemos la crítica. Hay compañeros que están de programadores, hay compañeros que están en la producción o que son realizadores de estas películas, entonces está presente todo el abanico que comprende el ámbito del cine, desde la creación hasta la exhibición y consumo y crítica. Es una generación que también ha estudiado cineastas más de la intimidad como Chantal Akerman o Jonas Mekas, o los previamente mencionados van der Keuken o Chris Marker.

Este tipo de cine ya lo percibimos como más naturalizado, más normalizado: tanto a la hora de crear como a la hora de programar, como a la hora de exhibirlo en una sala convencional, como a la hora de llevarlo a la crítica, lo recibimos bien porque son películas que siempre plantean un reto. De alguna manera se crea un universo, un espacio de intimidad, de relación directa con el creador, y esto siempre genera un diálogo. Las imágenes interpelan mucho, y desde el punto de vista de la crítica, generan esa sensación del universo al que quieres entrar. Son historias, como decías, muy complejas que esconden un acertijo, ciertos huecos que uno puede rellenar, o no, en función de tu experiencia personal como espectador.

Una película más comercial, como cualquier entrega de La Guerra de las Galaxias o alguna de Steven Spielberg, donde la narración está mucho más acotada y donde el montaje de imágenes y la concatenación de significantes dentro de este montaje ya te lleva hacia un determinado tipo de emoción, y que está más prefabricado o configurado de origen, es muy distinto de un tipo de cine que es más intuitivo desde el propio momento de la concepción y la elaboración: el guion ya no es una cosa estanca, cerrada y acotada, sino que ya en el propio guion hay vacíos que están dejados a conciencia, o no, para que luego surjan cosas en el rodaje y para que luego no quede todo explicado y masticado, sino que en esos espacios que están presentes se genere diálogo con el espectador.

A esas películas es mucho más interesante entrar, en mi opinión. Uno no va como espectador pasivo que, también está bien, claro que está bien. Ojo, hay momentos para todo y si no tienes la cabeza para pensar, pues vas al cine a ver una película de efectos especiales de esas que te retumban los oídos, y también te entretienes. No hay nada malo en eso, creo yo. Pero luego, no es lo mismo ir al McDonald’s cada día que una vez cada ciertos meses o semanas, por decirlo de alguna manera. Y no es lo mismo comer verdura y proteínas y legumbres una vez al año, que tener una dieta equilibrada. para continuar con esta metáfora culinaria. Hay cierto cine que es nutritivo, hay cierto cine que conviene consumirlo como si fuera una dieta, por eso mismo, porque es nutritivo, y de alguna manera genera reflexión, genera debate, genera diálogo con imágenes y te lleva a otra cosa mucho más allá del cine.

Luego sales del cine y esas reflexiones y esos surcos de pensamiento continúan después de la película. Y te lleva la película, a lo mejor, a otras películas o a otros temas, y a indagar esos temas a nivel multidisciplinar, ya sea cinéfilo, pero también sociológico, antropológico, entre otros. Entonces, a nivel de la crítica en Barcelona, pensando también en que mis compañeros de la crítica han cursado los mismos estudios que yo, en otros centros o en el mismo, la forma de entender las imágenes es un poco esta: recibir las imágenes de una forma reflexiva y pensarlas más allá de la imagen. Pensar las películas más allá de las películas, con lo cual este tipo de cine como el de López Carrasco, o el de Laxe, o el de Armand Rovira, o el de Sara Gutiérrez Galve, o el de Nuria Giménez Lorang, está siempre bien acogido.

My Mexican Bretzel, Nuria Giménez Lorang (2019)

Filmigrana: ¿Cómo ves la escena cinematográfica en Barcelona en este momento, también incluyendo la comunidad y los teatros y espacios de exhibición independientes? ¿Qué impacto ha tenido, no solo la pandemia, sino también el advenimiento de las plataformas digitales y el streaming?

Aaron Cabañas: Yo soy partidario de que todo nuevo que venga suma. Otra cosa es que el público en general se quede con lo nuevo porque es nuevo, en detrimento de lo anterior porque es anterior. Ahí sí que se genera una dinámica de suplantación de una cosa por otra. Cuando empieza, lo más interesante sería que convivieran lo máximo posible todas las ofertas. Tengo un libro que me regalaron hace algún tiempo que se titula Barcelona tuvo cines de barrio (Roberto Lahuerta Melero, 2015). Es una especie de diccionario enciclopédico de todos los pequeños cines que había en los barrios de Barcelona, que no eran pocos, y que con el tiempo y la falta de espectadores y la bajada de recaudación y la insolvencia económica han ido desapareciendo. Y esto es, para mí como espectador de cine, muy triste.

La realidad es un poco esa. Aquí en Barcelona cada vez vemos con más tristeza como van cerrando salas, algunas de ellas míticas. Hace una semana o poco más, un compañero de la crítica de otro medio llamado Culturaca, me pasó unas fotos de las ruinas de un cine de Barcelona, que últimamente era un multi-salas, pero que anteriormente había sido el Cine Doré y previo a eso había sido el cine Dorado. Muchas personas de mi entorno, ya no solo cinematográfico, sino también a nivel familiar o de amigos, vimos cuando el Cine Urgel era derrumbado porque ya no era capaz de albergar el número suficiente de espectadores como para que fuese viable: y la última película que se proyectó creo que fue Fast and Furious 6 (Justin Lin, 2013), para más inri [risa]. Ya que se iban a despedir del cine, podían haber proyectado algo más digno.

Cines grandes también quedan muy pocos. De hecho, de una sola sala, creo que ya solo queda el Cinema Maldà en Barcelona. El Cine Coliseum ahora mismo está reconvertido otra vez a teatro –lo que antes fue un teatro, que luego fue cine, ahora otra vez vuelve a ser teatro porque el teatro es capaz de salvar económicamente el espacio–. La mayoría de cines que se tiran o derrumban los convierten en supermercados. Aquí hay una cadena muy conocida de la que no voy a hacer publicidad que está comprando todos los espacios que antes eran cines para ocuparlos. Y los cines, al ser un espacio amplio, diáfano y grande, son exactamente lo que están buscando estas grandes cadenas.

Por suerte, han ido apareciendo en los últimos años pequeñas pero poderosas iniciativas como los Cinemes Girona, que son un cine de tres salas. En el especial de cine español de Contrapicado entrevistamos a su programador y propietario, Toni Espinosa, que en su momento lanzó una propuesta bastante novedosa en la que tú pagas un monto fijo de euros una vez al año y a cambio puedes ver todas las películas que quieras las veces que desees. De esa manera, sufragó el cambio de proyector y sonido de analógico a digital. Es una fórmula que ha funcionado tan bien que lleva así ya ocho o nueve años. Parte de las líneas de programación incluyen películas que han salido de academias de cine, que en un principio eran proyectos finales de carrera y que gracias a los tutores del trabajo terminan convirtiéndose en filmes que tienen cabida en varios espacios, por ejemplo, estos cines.

Es uno de los cines que, por programación, más me interesa ahora mismo, junto con un cine llamado Zumzeig, que es una micro-sala de cine. Hace parte de esta nueva tendencia de exhibición que entiende que las salas no son capaces de albergar, por desgracia, 200 o 300 o 500 espectadores como antes, entonces adaptan una sala de cine de 80 a 100 butacas, pero con películas mucho más interesantes, o que suscitan interés. Entonces estas pequeñas películas que en salas comerciales no encuentran su espacio porque al cine comercial no le es viable el programar una película pequeña que solo van a ir a ver 60, 80, 100 personas como mucho en una sesión, pues en estos pequeños cines sí que encuentran su espacio de exhibición, al que nosotros, desde la crítica o pequeños sectores interesados en cine de autor y en películas “más invisibles”, podemos acceder.

Otro ejemplo interesante es el de los cines Boliche, que estuvieron muchos años cerrados, y qué en los últimos diez años reabrieron con un nuevo equipo de programación, y que muchas veces no programan, sino que reprograman, es decir, recuperan cine de autor o películas mínimas de los últimos 30 años, un poco haciendo una tarea complementaria a la que ya realiza la propia Filmoteca de Catalunya. También está un espacio al margen de la Filmoteca que recupera cine clásico de los 80 y 90, y cine de autor, es La Cinètika, que programa todo tipo de cosas: este año han pasado Napoleon Dynamite (Jared Hess, 2004), Los guantes mágicos (Martín Rejtman, 2003), un ciclo de vampiros que incluye The Addiction (Abel Ferrara, 1995), The Hunger (Tony Scott, 1983), Martin (George Romero, 1977), Arrebato (Iván Zulueta, 1980), entre otros. Programan cine que queda un poco en las márgenes, y se suma a las otras propuestas de cine de barrio arriba mencionadas.

La Filmoteca, al ser una entidad pública, depende mucho de las subvenciones que les da la Generalitat de Catalunya como ente público. Recientemente, con el cambio generacional de una nueva programadora, Marina Vinyes, también magister en Estudis de Cinema i Audiovisual Contemporani de la Pompeu Fabra, está abandonando ciertos tics de filmoteca, pero no los está desplazando. Mantiene ciertas líneas de programación más continuistas y renueva las líneas hacia otros horizontes, perspectivas, ciclos, autores, cinematografías: no todo es Europa, Asia y Norteamérica, también hay Suramérica, también está África, Asia no solo es Japón, dando espacio a otras filmografías mucho más pequeñas y no por ello menos interesantes. De alguna manera, esto coincide con que la Filmoteca de Catalunya hace poco cumplió diez años en su nueva ubicación en el Raval, en el centro de Barcelona. Eso ha generado otras inercias y otra afluencia de público, y las instalaciones son mejores. Antes sólo tenía una sala, ahora tiene dos y va mucha más gente: continúan las dinámicas en torno al consumo de cine clásico, pero también hay otros tipos de cinematografías y cineastas más concretos, que no necesariamente hacen parte del canon fílmico.

El otro día me comentaba un compañero de del trabajo, que es del mismo barrio en el que está la Facultad de Comunicación de la Pompeu Fabra, que a nivel vecinal de alguna manera querían recuperar un espacio que estaba desocupado y deshabitado como un espacio de proyección y de cine-club. Es ese retorno al cine club, al cine como centro neurálgico de reunión social, o sea, el cine como activador social que creo es una idea que me parece súper interesante.

Filmigrana: Hemos estado cerrando las entrevistas con un pequeño juego: te encuentras en una situación hipotética en la que vas a recibir una inyección letal, pero en lugar de que te den una última cena, te dan la oportunidad de ver tres películas. La entrada es una película que cada vez que mencionas te dan ganas de verla otra vez. El plato fuerte es una película que muestre el potencial máximo del arte cinematográfico, un poco más sustanciosa, si deseas. Y finalmente, el postre, que es más un placer culposo.

Aaron Cabañas: [risa] ¡Que ostras! Eso sí me ha pillado a contrapié, porque si lo hubiese sabido antes, quizás las hubiese pensado mejor. Pero empecemos: la entrada, esa película que cuando hablo de ella siempre quiero volver a verla, sería Easy Rider (Denis Hopper, 1969), con Peter Fonda. Es una película que, en compañía de Qué bello es vivir (Frank Capra, 1946), me metió en el cine clásico en mayúsculas, y que me propuso otra manera de ver cine, más adolescente, más contestataria, más contra los cánones, por así decirlo. Se percibe como la película generacional del nuevo cine americano de los 70, y a mí me parece una película narrativamente muy, muy completa. Es un trayecto también, y a mí las películas de, trayecto me gustan mucho. Luego también mezcla esa voluntad o ese arrojo de hacer una película en 16 milímetros, pero además se atreve a mezclar formatos con el Super 8 durante la secuencia del viaje psicodélico.

Para el plato fuerte, escogería Stalker (Andrei Tarkovsky, 1979). Es también un viaje, es un trayecto, pero sobre todo es un viaje hacia dentro: propone un camino de partida para los personajes, pero también para quien ve la película desde el momento actual. Plantea un camino hacia atrás, desde la propia experiencia, para ver que te ha llevado hasta el punto donde estás. Para mí es una exploración no solo geográfica por el territorio, sino también espiritual, como todo el cine de Tarkovski, que rastrea lo físico para rastrear lo espiritual asociado. Me parece que las imágenes tienen una potencia increíble, es una hipnosis, y una que es muy influyente, por ejemplo, para Lars von Trier en Europa (1991) y para Bi Gan en La última noche (Long Day’s Journey into Night, 2018).

Y para el postre, algo más ligero, pero no tan ligero como pueda parecer. Me parece Algo pasa con Mary (There’s Something About Mary, 1998), de los hermanos Farrelly, que, si bien es un producto muy enfocado a lo comercial, no es tan liviano en realidad. Me parece que los hermanos Farrelly, a lo largo de toda su trayectoria dirigiendo, han reconstruido la comedia romántica estadounidense desde otro lugar, que no era lo políticamente correcto, y que no te enseña los valores blancos y demasiado perfectos de los estadounidenses. Ellos toman una especie de camino opuesto, la comedia romántica desde lo obsceno o desde lo escatológico, es decir, el amor desde lo imperfecto. Se me hace muy interesante porque juegan con los clichés muy bien, representan muy bien lo que es el boy meets girl clásico americano que está presente desde los orígenes del cine hasta nuestros días.

Esa dualidad que está presente desde la dirección, los dos hermanos Peter y Bobby dirigiendo, la saben transmitir muy bien en todas sus películas. No olvidemos, Algo pasa con Mary es una buddy movie con un montón de pretendientes y un tercer elemento que es Mary, y antes ya estaba Dos tontos muy tontos (Dumb and Dumber, 1994). Luego están Yo, yo mismo e Irene (Me, Myself and Irene, 2000), que es un solo personaje con esquizofrenia, y Pegado a ti (Stuck On You, 2003), que son dos siameses. Y esa dualidad que se traslada a la puesta en escena de sus películas a mí me parece muy arriesgada y valiosa, y muchas veces dialoga con la historia del cine anterior con gags que pasan desapercibidos por la comedia de trazo grueso, pero que, si te pones a hilar fino, tiene detalles del cine anterior y referencias cinéfilas muy específicas que son muy interesantes. Esas son básicamente mis tres películas. Así, a bote pronto.

¡Gracias Aaron!

Especial de crítica: Aaron Cabañas (BCN), Parte I

¡Bienvenidos a Filmigrana Interviú! Damos inicio a esta nueva sección en la cual entrevistamos, increpamos e incomodamos a todo tipo de integrantes del mundo del audiovisual. ¿Con qué fin, se preguntarán? Nuestra idea es que, a través de nuestras extrañas y detalladas conversaciones, emerja un prisma de las ricas y variadas posibilidades y perspectivas de todos quienes hacen parte del ámbito cinematográfico. Es por esto que decidimos dar ruedo a esta iniciativa con un especial centrado alrededor de la crítica cinematográfica del mundo, en el cual indagamos respecto a su estado actual y futuro, los principios y propósitos que deben regirla, y su conexión con un mundo incrementalmente desconectado de los medios escritos.

Es por ese motivo que estamos sumamente orgullosos de que nuestro primer sujeto de observación y escucha en el tema no sea ningún otro que el inigualable Aaron Cabañas, magister en estudios de cine de la Universitat Pompeu Fabra, redactor y editor de la legendaria (y por el momento inactiva) revista especializada Contrapicado, y jurado y crítico de variopintos festivales del circuito catalán, español y europeo.

A continuación les compartimos la versión editada de una conversación que tuvimos con Aaron en el 2021, en la cual trazamos sus orígenes, sus películas fetiche, su visión de la crítica y el cine desde su labor como editor para Contrapicado, y varios detalles más. En seguida, la primera parte.


Filmigrana: Nos gustaría empezar con tu relación personal con el cine, ¿cuál es la primera película que recuerdas que te haya impactado al punto de empezar a pensar en el cine como una opción de vida?

Aaron Cabañas: Hablando desde la nostalgia, yo me críe con mi bisabuela y con mi madre. Mi bisabuela era una señora que veía únicamente cine clásico, entonces coincidió también con que a finales de los 90 mi bisabuelo compró el primer reproductor de video en la casa, y casi a la vez empezaron a dar un programa de cine clásico llamado Qué grande es el cine, presentado por José Luis Garci, un director con cierto prestigio por haber sido el primer español en ganar el Óscar a Mejor película de habla no-inglesa con Volver a empezar (1982). Mi bisabuela me pedía que le grabase las películas y luego me quedaba siempre a verlas con ella.

Una de las que me causó más impacto fue Que bello es vivir (It’s a Wonderful Life, 1946) de Frank Capra: un hombre solitario, un antihéroe, que, de alguna manera imbuido por el espíritu navideño capitalista, consigue otra vez creer en la vida. Esta reflexión la hago a posteriori, pero era pequeño y esas imágenes me impactaron mucho. También había visto Psicosis (Psycho, 1960) de Alfred Hitchcock, pero en ella lograba identificar la trama, era más transparente. La de Capra era algo diferente, nunca había pensado que me pudiera gustar el tipo de cine que veía mi bisabuela, yo estaba muy inclinado hacia el terror, pero con esa película encontré que podía conectar con el cine clásico también.

Filmigrana: Después de eso, ¿en qué momento empezaste a pensar en estudiar cine, enfrentarlo como una disciplina de forma más organizada o estructurada?

Aaron Cabañas: A raíz de mirar el programa de Garci en el instituto yo ya decía que quería ser cinéfilo, pero tenía un pensamiento un poco difuso y no sabía si quería ser cineasta o cinéfilo [risa]. De alguna manera me fui encaminando en esa dirección, pero el paso definitivo fue viendo Los amantes del círculo polar (1998) de Julio Medem. Me estaba preparando para los exámenes finales de bachillerato –que no llevaba muy bien, por cierto– y una madrugada del domingo antes de que comenzaran los exámenes, proyectaron la película y me quedé viéndola, y se volvió una de mis películas fetiches, una de mis películas preferidas. Entonces al día siguiente no me presenté a los exámenes, sabiendo que necesitaba mejores notas para poder presentarme a cine, y decidí repetir el curso y prepararme nuevamente.

Filmigrana: ¿En qué universidad estudiaste?

Aaron Cabañas: En la Pompeu Fabra.

Filmigrana: Hiciste allí el pregrado de Comunicación Audiovisual. Dentro de la carrera como tal, ¿te enfocaste en el aspecto de hacer crítica o querías realizar?

Aaron Cabañas: La idea de hacer cine y de escribir cine sigue ahí, y no la he abandonado nunca. Es un sueño que llevo persiguiendo muchos años y de a poco se concretará, y por eso estudié cine. Pero a raíz de entrar a la Pompeu Fabra, y empezar a tratar con profesores con vinculación con la crítica ya establecida, y a partir de ver los procesos y las metodologías y las maneras de enseñar y el trasfondo de los referentes, entonces de alguna manera te predisponía a enfrentarte a las imágenes y a hacer crítica. Cuando acabé el pregrado era el año 2011 y estábamos en crisis, entonces decidí continuar estudiando, e hice el Máster en Estudios de cine y audiovisual contemporáneo en la misma Pompeu Fabra. Ahí sí de alguna forma te preparan para ser crítico, ya que está muy enfocado en la realización posterior de una tesis doctoral. Fue estudiando este master en unas jornadas de investigación que hacen periódicamente cuando conocí a Albert Elduque, que era el editor de Contrapicado, y me propuso entrar como redactor.

Filmigrana: ¿Cuál fue tu tesina?

Aaron Cabañas: El título era Las lágrimas tras el grito, o como la tragedia subyace en el cine de terror, y básicamente lo que intentaba demostrar es que el cine de terror es una carcasa, una puesta en escena, un envoltorio de algo que dramática y narrativamente está movido por el motor de la tragedia, entendida desde una óptica clásica griega.

Filmigrana: ¿Qué filmografía usaste principalmente para el trabajo?

Aaron Cabañas: Se estructuraba por episodios, que eran: primero, El padre destructor, que analizaba principalmente El Resplandor (The Shining, 1980) de Stanley Kubrick y La Carreta Fantasma (Körkarlen, 1921) de Victor Sjöström, con una fuga hacia Funny Games (1997) de Michael Haneke, que vinculaba las gemelas del hotel Overlook con los dos protagonistas de esa película; segundo, La madre ausente, en la que analizaba La noche del cazador (The Night of the Hunter, 1955) de Charles Laughton y La madre muerta (1993) de Juanma Bajo Ulloa, y se mencionaba Pesadilla en la calle Elm (A Nightmare on Elm Street, 1984); tercero, Los hijos perdidos, que analizaba La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, 1968) de Roman Polanski, Los sin nombre (1999) de Jaume Balagueró, y Anticristo (Antrichrist, 2009) de Lars von Trier.

Filmigrana: Es un tema sumamente interesante, especialmente considerando el resurgimiento crítico que ha tenido el género en los EEUU y en ciertos países de Europa.

Aaron Cabañas: Exacto, como el folk horror, y el terror sin terror. En este tema de referentes, unas películas recientes que se han convertido en una especie de pequeño fetiche para mí pertenecen a este cine de terror que no parece de terror, y son respectivamente Midsommar (2019) de Ari Aster, e It Follows (2014) y Under the Silver Lake (2018) de David Robert Mitchell, este último un poco más en el género de intriga/suspenso. Son películas muy originales desde esta perspectiva de observar el cine de terror desde otro punto de vista, es decir, retomando lo que hacía von Trier en Anticristo: se quedan con la estética y aprovechan el aspecto del género, que es quizás lo más impactante del cine de terror, pero hablan de otra cosa. Sí que es original, y en cierta manera refrescante, aunque me pone a pensar que Dreyer ya lo hacía en los 40, o Bergman en los 60, con La hora del lobo (Vargtimmen, 1968).

Filmigrana: Contrapicado es una publicación con material muy diverso, aproximado desde muchas perspectivas. ¿En qué momento entras en la revista?

Aaron Cabañas: Yo entré en el año 2011, cuando la revista ya estaba bastante rodada y ya había un grupo de redactores bastante amplio y sólido. La revista la fundaron Stefan Ivančić, Daniel Ureña, Carlos Balbuena y Enrique Aguilar por el 2005, más o menos. Ellos arrancaron el proyecto los primeros años, luego Carlos Balbuena se marchó para dedicarse profesionalmente al montaje, y Daniel Ureña y Stefan Ivančić se apartaron de la revista. Enrique Aguilar fue el único que siguió de ese grupo y se le unió Albert Elduque, que era un estudiante, y ellos dos fueron los editores que me dieron la oportunidad de entrar como redactor en el 2011. Yo era un estudiante de cine, y conocía la revista ya que, en esa labor de espionaje que hacemos algunos, buscaba textos que hubieran escrito mis profesores y me salieron algunos textos de Contrapicado. Así que empecé a leer la revista primero como aficionado al cine que disfruta leer crítica, y luego tuve la oportunidad de entrar a escribir. Esos fueron mis inicios en la publicación.

Filmigrana: ¿Cómo ha cambiado tu rol en la revista? ¿Cuáles son los principios regentes que tienes a la hora de editar y redactar?

Aaron Cabañas: De alguna manera, cuando entré recién a Contrapicado los editores tenían una especie de metodología para que los nuevos colaboradores se fueran integrando poco a poco. La revista, que es un espacio online, tiene también un blog llamado Fuera de campo, siendo un espacio para escritos más inmediatos, no tan analíticos ni tan puntillosos como las investigaciones o ensayos que hacemos en la revista, funcionando más como un cuaderno de campo. Si hay algún estreno que te interese, vas a verlo y lo cubres de forma más reducida en ese espacio, lo que posibilita una crítica “más impulsiva”. Allí también se hacen coberturas de festivales, conferencias, mesas de debate.

Esto fue lo que empecé haciendo. Lo primero que reseñé fue una charla de Victor Kossakovsky y el estreno de una película en el DocsBarcelona, y luego cubrí otras películas en el Festival Internacional de Cinema d’Autor. Paralelo a eso, asistí a una reunión que hacían los editores periódicamente sobre la revista, donde se evaluaban cuáles eran los puntos flojos que había tenido el número anterior, como se iba a estructurar y organizar el número siguiente, que ideas teníamos en la cabeza los redactores, una serie de temas que tendrían que cubrirse para un siguiente número.

Allí mencionaron que faltaba una persona para una Panorámica, siendo esta la sección principal de la revista, y yo me postulé. Esa fue la manera de pasar de escribir en el blog y pasar a escribir en la revista. El siguiente paso fue continuar escribiendo en las Panorámicas que salían en los números de la revista, mientras simultáneamente seguia escribiendo en el blog, que era un trabajo más de campo de ir al cine, a los festivales, a las salas de proyección en Barcelona. Llegó un momento en el que los editores decidieron pasar a otras cosas, a principios del 2015, y nos propusieron a mí y a dos personas más, Carlos Balbuena que regresaba y Marla Jacarilla, que era una redactora bastante prolífica de la revista, que nos uniéramos al comité editorial.  

Allí fue cuando empecé a ser editor, aprovechando en gran parte la experiencia que había tenido primero como lector y luego como redactor, conociendo ya de alguna manera las mecánicas e ideas principales que tenía la revista como proyecto, y la manera en la que acostumbraban a editar y a revisar los textos. Desde su fundación, y lo hemos intentado mantener así en la medida de lo posible, se trata de un proyecto que no recibe ningún tipo de financiación ni subvención, ni pertenecemos a ningún grupo editorial grande, así que nos sostenemos de forma independiente. Eso nos ha permitido tener cierta autonomía para hacer los contenidos que nos interesen y para no incluir banners ni ningún tipo de publicidad.

En las idas y venidas que ha tenido el cine en estos últimos diez años, no solo la crítica, a mí me hubiese gustado ser una revista que remunerara mínimamente a los colaboradores. Siempre hemos trabajado con personas que lo hacían por amor al cine, siempre estaban dispuestos por el puro placer de escribir. Pero entiendo bien que, en ciertos momentos puntuales y circunstancias concretas, la gente necesita vivir de algo, y me hubiese gustado poder pagar por las colaboraciones a la gente que dedica su tiempo a ir al cine, a escribir sobre cine, a ir a un pase de prensa un jueves por la mañana.

Ya en asuntos temáticos, ideológicos o estrictamente de contenido, Contrapicado siempre se ha regido por estar abierta a todo tipo de cine, desde el cine de francotiradores hasta lo más mainstream –aunque odio la palabra mainstream, más no el cine mainstream. No nos hemos tragado nunca ningún tipo de cine ni ningún enfoque que se le quiera dar, tú puedes afrontar la crítica desde una visión puramente estructural, socioeconómica, coyuntural, desde la teoría de los autores, desde un punto de vista estético, desde un punto de vista a lo Jean-Luc Godard, aglutinando las capas de significado a lo largo de la historia. Al fin y al cabo, la crítica es enfrentarse a la imagen, es dejar fluir y desarrollar tu libre interpretación.

Estás viendo unas imágenes y confrontas su significado con tu propia experiencia, ya no como espectador, sino como ser humano en el mundo. Entonces esas imágenes a mí me están contando una cosa, me están explicando una historia, y a ti te están explicando otra, y a otra persona viva en Taiwán le pueden explicar otra. Esto es lo bonito del cine, y, además, es lo que fomenta esa visión complementaria que también consta de alguna manera en el ideario de Contrapicado, de no ser de miras cerradas, de no dogmatizar las imágenes, de no dar una lectura definitiva, de no apropiarse de un discurso que emerge de las imágenes por el simple hecho de un supuesto ego como crítico.

Muchas veces rige más el imponer esa supuesta visión y utilizar el cine a favor de justificarla. No creo que esa sea una forma de proceder de la mayoría de la crítica, pero ciertos críticos construyen su personalidad y su ego en la profesión aprovechándose de las imágenes y, de alguna manera, apropiándose de ellas en favor de su discurso. No le hacen ningún favor a la crítica y mucho menos al cine. Lo que siempre se ha planteado desde Contrapicado, y modestamente creo que nosotros hemos mantenido ese espíritu hasta el día de hoy, es la total libertad a la hora de ejercer la crítica, el análisis, la hermenéutica, de interpretar la semántica de la imagen. Dicho lo cual, siempre manteniendo cierto rigor y perspectiva crítica a la hora de confrontarse con las imágenes. A grandes rasgos, creo que el cine es un arma poderosísima de transmisión de información, que permite muchas lecturas y muchas visiones, y hay muchos tipos de cine porque hay muchos tipos de personas. Lo que intentamos de alguna manera en Contrapicado es darle cabida.

Filmigrana: Una de las cosas más interesantes que encontramos en la revista es el enfoque que le dan a las entrevistas: no se trata solo de entrevistas con realizadores, sino también con directores de festivales, con curadores, con críticos, y así proveen un tapiz mucho más diverso de perspectivas. ¿Cómo las aproximan? ¿Cómo escogen los sujetos, tienen algún concepto regente en este aspecto?

Aaron Cabañas: Nosotros nos planteamos el cine como globalidad. A la hora de hacer cine, todas las personas hacen cine, desde el director hasta el equipo técnico, pero luego también un programador cuando decide que una película se vea tal día, en tal hora, y en tal espacio: no es lo mismo programar en una sala mediana que en una sala grande, y también, de alguna manera, el programador está construyendo el cine, está aportando y construyendo el espacio del cine, el ámbito del cine, que es mucho más que las simples películas. Cuando nos proponemos entrevistar a ciertas personalidades, las oportunidades se nos dan de forma un poco indirecta. Algunas nos la ofrecen, y si nos ofrecen la oportunidad las haremos el 99,9% de las veces, así que hay un componente de suerte involucrado.

El número 50, publicado en el 2016, es el último que hemos publicado y fue un especial sobre el cine español. Todas esas entrevistas que hicimos en ese marco fueron un esfuerzo bastante importante, primero, para elaborar una lista que fuera lo suficientemente representativa, hablando con programadores de video-on-demand, programadores de cines, programadores de festivales: queríamos que estuviera bastante representada la esfera de lo que no se ve del cine, lo que hay detrás, las tareas más administrativas. Fue una tarea bastante grande a nivel de producción, y es una línea que siempre se encuentra con ciertos filtros, ciertas complicaciones, por lo que no es fácil de orquestar, ejecutar y publicar.

Filmigrana: ¿Cuál es el estado de la revista?

Aaron Cabañas: Hemos estado intentando laborar en un número 51, pero no nos ha sido posible cerrar los contenidos para armarlo. Es una pregunta complicada de responder porque han pasado ya cinco años desde el número pasado. Como editores, nunca había estado en nuestros planes que se creara este vacío o este paréntesis tan largo, y es bastante doloroso. El último número nos tomó mucho tiempo y mucho esfuerzo, y desde la modestia, mucho trabajo, entonces de alguna manera quisimos afrontar el siguiente número desde la calma. Haber llegado al número 50, además, era algo que desde la fundación de la revista era uno de los objetivos principales. Pero teníamos planeado hacer un número 51 e incluso teníamos ya un tema definido, pero por varios motivos no pudimos trasladarlo a posibles redactores y colaboradores que quisieran participar.

Hay ciertos aportes puntuales de redactores y colaboradores que siempre están ahí, y que no son solo colaboradores sino también amigos personales con los que compartimos a través de la distancia. Esto es lo que supone trabajar un medio online, que se puede contactar con gente y escribir y editar a distancia, pero también que nos une una amistad cinéfila, y este tipo de personas son muy valiosas –algunas de las entradas de los años más recientes son de estas personas. Cuando armas un número de Contrapicado, son varios textos y varias secciones, incluyendo la Panorámica, que toma un tema y lo repasa de principio a fin, en la medida de lo posible, de forma exhaustiva.

Pero claro, si no tienes la gente con la que colaborar, y tú tampoco personalmente tienes el tiempo como editor para encargarte del grueso de contenidos, pues se genera un desequilibrio en la balanza que al final deja la cosa pausada. De un tiempo hasta acá se han generado unas inercias a nivel laboral y personal de cada uno de los tres editores que han llevado a que la revista haya caminado por el desierto todo este tiempo, y que, exceptuando algunos oasis puntuales, no haya terminado ese recorrido de concretar los contenidos y aglutinar un cierto número de personas lo suficientemente significativo como para poder abordar, elaborar y desarrollar el número siguiente.

Nos hemos planteado varias veces si deberíamos cerrar el servidor, también, ya que se generan unos gastos pero no se generan contenidos. Volvemos un poco al tema de la viabilidad económica, pero parece ser que hay una brizna de esperanza y que mantendremos Contrapicado en un servidor gratuito, porque creemos que merece la pena por lo menos conservarlo como repositorio de contenido cinematográfico. Es una revista que tiene una historia muy brillante, sobre todo a los inicios.

Al final estábamos haciendo todo el contenido con unos diez redactores, pero hubo un tiempo entre el 2005 y el 2010 en el cual Contrapicado contaba con alrededor de treinta redactores, que además de reseñar los estrenos de la semana, los pases de prensa, los festivales, y el contenido de actualidad, también hacían retrospectivas y monográficos bastante exhaustivos de todo el abanico posible de la historia del cine. Es por esto que buscamos alguna manera de mantener el espacio, que es algo que tiene, para mí, muchísimo valor. El futuro de la revista es incierto, porque el futuro a nivel global también lo es. Pero siempre que siga habiendo pasión por el cine, seguirá habiendo un motivo para continuar escribiendo, así sea de forma más esporádica, eso sí, siempre manteniendo un cierto rigor y una cierta calidad en el contenido.


Nota Editorial: Por desgracia, la página web de Contrapicado ya no está en línea. Sin embargo, Aaron nos dio la estupenda noticia de que el archivo entero de la revista, incluyendo el contenido de Fuera de foco, se encuentra íntegro en el repositorio de la Filmoteca de Catalunya, junto a múltiples otras publicaciones españolas y catalanas. Adicionalmente, también dejamos los links de su página de Vimeo (dónde aún se encuentran varias de sus entrevistas en video), y de sus redes sociales (Twitter, Facebook).

Esperen la próxima semana la segunda parte de esta maravillosa conversación, donde discutiremos los referentes imperdibles del cine español contemporáneo, los circuitos de proyección en Barcelona y su existencia en un mundo tecnológico y pandémico, y por supuesto, la última cena cinematográfica de Aaron. ¡Hasta entonces!

Aquí encuentran la segunda parte de esta entrevista.

FILMIGRANA PRESENTA: Filmigrana Interviú

May I, for the moment, put something in that has nothing to do with your question? I hate to give interviews. I will tell you why. I usually say when a director, maybe a better word is film creator, makes a film and the film doesn’t express what he wants to say, and he needs to give an interview to explain to an audience why, he’s a lousy director and he shouldn’t make any films. His films should speak for him.

Fritz Lang, en entrevista con William Friedkin (febrero de 1975)


Iniciamos con este principio regente una nueva y emocionante sección acá en Filmigrana, producto de múltiples conversaciones que hemos tenido en la pasada década y tanto de nuestra existencia. En el proceso hablaremos con todo tipo de individuos y colectivos involucrados en la creación, la apreciación, la restauración, y la crítica del arte cinematográfico y del audiovisual, con el interés de que nos comuniquen sus conocimientos y criterios, debatan y conversen con nosotros, y presenten las posibilidades infinitas del prisma que compone el cine.

Es por eso que iniciaremos la sección con una trilogía de entrevistas alrededor del ejercicio de la crítica fílmica, centrada alrededor de sujetos de varias partes del mundo y con perspectivas únicas y auténticas del valor de la escritura y la investigación sobre el cine. Nuestra primera sesión saldrá muy pronto a la luz (en las semanas que vienen), y en ella encontrarán la historia de un fenomenal proyecto, su pasado y su futuro, y las pasiones de quienes lo integran (además de las películas que consumirían a forma de última cena).

David Cronenberg: The Fly (1986)

En el que escuchamos sobre políticas de insectos

JESSE: Shouldn’t we be wearing masks?

WALT (reluctant): No, no it’s not that-that kind of contaminant

Breaking Bad, temporada 3, capítulo 10 – “Fly”

En uno de los capítulos más icónicos de la exitosa Breaking Bad, el cancerígeno zar de las metanfetaminas Walter White (Bryan Cranston) y su asistente Jesse Pinkman (Aaron Paul) pausan sus recurrentes conflictos con narcotraficantes, supremacistas blancos y agentes federales para enfrentarse a un intruso que se instala en su laboratorio. Durante treinta minutos, ambos combaten contra un díptero, un eucarionte potencialmente peligroso para su distinguida receta de crystal meth. Mientras ejecutan múltiples intentos por eliminarlo, Jesse se sorprende de la actitud de su agitado maestro, pues se le dificulta comprender cómo una minúscula criatura podría arruinar toda la cadena de producción. Por el contrario, Walter prevé un inminente caos en caso de no aplastar a su oponente con un contundente golpe de periódico.

Walter, todo un prodigio de la ciencia, conoce mejor que nadie los efectos de añadir un reactivo, por minúsculo que sea, a un fenómeno químico. Aun así, y así la serie no lo visualice, es factible imaginarlo en la década de los ochenta -a sus treinta años- visitando su cinema más cercano para aligerar la exigencia de sus investigaciones con Grey Matter Technologies, la empresa que resentirá años después y lo conducirán a comercio de estupefacientes sintéticos. La oferta cinematográfica de ciencia-ficción de esa época fue emblemática: The Terminator, Aliens, Weird Science y Re-Animator, entre muchas otras, fueron exitosas y marcaron tendencias dentro del género al incorporar en sus tramas discusiones académicas y éticas. Empero, y como el capítulo en cuestión lo demuestra, ningún filme lo pudo marcar tanto como un remake de una película de 1958 a cargo de un experimentado director y escritor canadiense especializado en horrorizar a sus espectadores. Aunque las tendencias cinéfilas de Walter White son pura especulación, el impacto de este filme en Vince Gilligan (creador de Breaking Bad), Sam Catlin, Moira Walley-Beckett (escritores de “Fly”) y Rian Johnson (director del capítulo) es indiscutible.

Aquella versión de The Fly, estrenada en 1986, es la más conocida de una clásica historia de terror. En ella, un inventor da un peligroso paso en falso al probar su última creación, un teletransportador de materia, sin percatarse de la presencia de una mosca en la cápsula de transmisión. El creador original de este cuento es George Langelaan, un corresponsal franco-británico aficionado a la literatura. En la década de 1950 se mudó a los Estados Unidos, país en el que logró establecer vínculos con múltiples publicaciones periódicas de interés general. La venerada revista Playboy, fiel admiradora de su trabajo, publicó en 1957 y en cinco volúmenes su relato “The Fly”, el cual fue un éxito instantáneo. Aunque actualmente Langelaan no recibe la reputación que merece, y murió prácticamente en el olvido ante la falta de divulgación y disponibilidad de su obra en inglés, en su momento fue reconocido por su vasta imaginación y recibió elogios por parte de algunos círculos norteamericanos de lectores de ciencia-ficción.

El relato original[1], al estilo de El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde de Robert Louis Stevenson, inicia en segunda persona y con la confesión de un mórbido crimen: François Delambre, un exitoso oficinista, inesperadamente recibe la llamada de su cuñada Hélène y la noticia de la muerte de su propio hermano André (un servidor del Ministerio del Aire) a manos de ella. El atónito narrador, en compañía de la policía, acude a una fábrica, donde encuentra el cuerpo aplastado por una prensa hidráulica. Aunque los investigadores diagnostican a Hélène con locura patológica y la envían a un manicomio, François sospecha que hay una justificación válida a sus acciones, pues ella clama reiteradamente que estaba obedeciendo una petición de su esposo. Además, su sobrino de seis años Henri (quien ahora es custodiado por el narrador) pregunta espontáneamente por la longevidad de las moscas y expresa que ha visto repetidamente a un ejemplar específico (uno con una notable cabeza blanca) que era rastreado por su madre antes de su encierro. François no ignora esta cadena de acontecimientos y convence a su desencantada cuñada de escribir una confesión.

La carta, la cual ocupa la mayoría del relato de Langelaan, inicia con un recorrido por el historial laboral de André. El investigador, quien trabajaba en diferentes experimentos secretos para su ministerio, había creado una máquina que permitía la transmisión de materia a partir de su desintegración-reintegración instantánea. Él era consciente del impacto de su hallazgo, especialmente para la industria del transporte, y lo demostró ante una incrédula Hélène con el desplazamiento de un cenicero. Aunque inicialmente el aparato presenta algunos errores de programación (el cenicero en cuestión es reintegrado a la inversa, pues su etiqueta aparece con las letras al revés; un gato usado como muestra nunca se reintegra) es perfeccionado hasta que logra teletransportar con éxito una bandeja con champagne y vasos que debían llevar a una celebración.

La autora de la confesión no oculta su asombro cuando su esposo va más allá y reintegra satisfactoriamente tanto a Hop-lá (un conejillo de indias) como a Miquette (su cocker spaniel). A pesar de que los registros son alentadores, André aún no desea presentar su invento al ministerio, pues faltaba una prueba reina, la que detona el conflicto central de este relato. En retrospectiva, Hélène se percata de todas las ocurrencias del día de la transformación de su esposo: él no apareció a la hora de almorzar, dejó varias notas en las que solicitaba grandes cantidades de leche y ron y, mientras todo esto ocurría, el pequeño Henri jugó con la mosca de cabeza blanca hasta liberarla por una ventana. Lo demás son retazos de una tragedia científica: por descuido, André ingresó al desintegrador acompañado de un minúsculo díptero que reconfiguró genéticamente su cuerpo y, ante la imposibilidad de capturar al insecto intruso, le solicita a su amada esposa que acabe con su propia vida antes de que mute en un ser aún más abominable. Al ser un cuento in medias res, ya se conoce cuál es el destino del condenado inventor; aún así, se debe leer el final del relato de Langelaan para averiguar si la confesión de Hélène tiene algún impacto en su cuñado y, sobre todo, qué ocurrió con la prófuga mosca.

Como era de esperarse, este original relato y su inusual trama tuvieron una gran acogida. Al año siguiente de su publicación, en 1958, fue adaptada al cine por James Clavell (el mismo guionista de la emblemática The Great Escape con Steve McQueen) y Kurt Neumann (un director alemán especializado en cine de terror B que lamentablemente murió unas semanas después de su estreno). Esta primera versión, fiel al cuento de Langelaan, fue un éxito crítico y en taquilla que se proyectó con frecuencia en las populares double features de esa década; además, contribuyó considerablemente a revitalizar la carrera del icónico rey del terror Vincent Prince (quien interpretó a François) e introdujo al actor David Hedinson (quien encarnó a André y más adelante sería uno de los protagonistas de la popular serie de televisión Voyage to the Bottom of the Sea). 

El estudio 20th Century Fox, satisfecho con el resultado, produjo dos secuelas más: Return of the Fly (1959) y Curse of the Fly (1965). Ninguna de ellas capturó la magia de la fuente primaria, pues recurrieron a conflictos desgastados entre espías y agentes estatales para justificar su realización y prontamente fueron olvidadas, tanto así que la tercera entrega estuvo fuera de circulación por más de cuarenta años. Sin embargo, alguien que no las olvidaría sería Kip Ohman, un productor poco conocido que sería determinante para rescatar el legado de Langelaan.

Más de dos décadas después, cuando la mayoría de espectadores había olvidado a la criatura híbrida de Langelaan, Ohman se proyectaba como un exitoso mecenas del cine de terror. Durante años, se dio a la tarea de sacar adelante un remake del popular filme de los cincuenta, pues los avances tecnológicos de ese entonces permitirían hacerle justicia gráfica al relato original. Su entusiasmo contagió tanto a Charles Pogue, su futuro guionista, como a la 20th Century Fox, que aún conservaba los derechos de la historia. De la mano de Brooksfilms (la productora del comediante Mel Brooks), el equipo de pre-producción se dio a la tarea de seducir a David Cronenberg para que dirigiera el proyecto. 

El talentoso canadiense ya era reconocido en el panorama mundial. Las excéntricas Shivers (1975), The Brood (1979), Scanners (1981) y, sobre todo, la taquillera The Dead Zone (1983) evidenciaban un estilo de body horror único y, por supuesto, era perfecto para la visión de aquella nueva versión de The Fly. Sin embargo, por cuestiones contractuales se encontraba impedido: meses atrás se había comprometido con Total Recall, filme que en ese momento no lograba salir del limbo creativo. Pasada una franja prudente de tiempo, Cronenberg se desprendió de su camisa de fuerza (que eventualmente fue portada por Paul Verhoeven) para adherirse al equipo de Ohman con la condición de participar en la reescritura del guión de Pogue. 

Paralelamente, los aún desconocidos Jeff Goldblum y Geena Davis aceptaron protagonizar el filme. Aunque ya habían participado en filmes populares (The Big Chill y Tootsie, respectivamente), les hacía falta una aparición estelar, una que los catapultó hacia sus papeles más memorables (Jurassic Park y Thelma & Louise, una vez más respectivamente; o Cats and Dogs y la trilogía de Stuart Little, dependiendo desde dónde se les mire). Además, necesitaban un proyecto que limpiara su reputación, pues la pareja había trabajado meses atrás en Transylvania 6-500, una comedia que había sido despellejada por el público y que al menos fue útil para que ambas figuras se conocieran. A su vez, los recursivos Chris Walas (el cerebro detrás de los mogwais de Gremlins) y Stephan Dupuis (el artista que creó una memorable escena de Scanners) fueron enlistados para dirigir el área de maquillaje y efectos especiales prácticos. También se hicieron acercamientos con Bryan Ferry (el líder de la emblemática banda de art rock Roxy Music) para que compusiera el tema principal del filme; empero, su grabación “Help Me” (que se inspiró principalmente en la frase más memorable del filme de 1958) fue descartada por no acoplarse a la lúgubre visión de Cronenberg. Por el contrario, todas las composiciones de Howard Shore, fiel coequipero de Cronenberg y futuro triple ganador del premio Óscar por la música de la saga de The Lord of the Rings, fueron utilizadas para orquestar el filme. Una vez se consolidó el equipo entero, las grabaciones iniciaron en diciembre de 1985 con un presupuesto de aproximadamente 9 millones de dólares.

El resultado final se proyectó por primera vez el 15 de agosto de 1986. Si en la actualidad es considerado uno de los puntos más altos del cine de terror, es relativamente fácil recrear la conmoción que debió causar The Fly durante sus meses de estreno. A diferencia de otros filmes tradicionales de ese género, Cronenberg dotó a su protagonista de un humanismo pocas veces explorado para que el público sintiera la misma cantidad de compasión y repulsión hacia él. No en vano había insistido en recomponer el guión de Pogue, cuya primera versión se enfocaba en una preestablecida relación de pareja y los conflictos sobre los derechos intelectuales de la máquina à-la-Return of the Fly. Aunque el relato original de Langelaan resumido hace unos cuantos párrafos sugería empatía directa hacia el protagonista de su cuento, el director canadiense sentía que hacía falta un perfil psicológico más impredecible y se inclinó por un retrato paulatino de la degradación física y espiritual de su protagonista; por eso concibió unos protagonistas nuevos que difieren considerablemente del André y Hélène. Para Cronenberg era esencial que el público, al igual que Ronnie, fueran introducidos a Seth por primera vez para que no tuvieran prejuicios sobre sus acciones. Al igual que el progresivo zumbido de una mosca, la transformación debía pasar de la calma a una insoportable desesperación. 

Es por eso que el filme inicia directamente con el primer encuentro entre Seth (Goldblum) y Ronnie (Davis): durante un coctel y posterior desplazamiento a su laboratorio, el científico le promete a la novata reportera de la revista Particle que le compartirá un secreto que cambiará al mundo con tal de que ella documente en exclusiva su proceso de investigación. Basta con que Seth ponga en marcha sus telepods para teletransportar una de las pantimedias de Ronnie y así convencerla de que está frente a un acontecimiento histórico. A pesar de que su jefe e intrusiva expareja Stathis (John Getz) desestima sus palabras, la reportera acepta la invitación y empieza a registrar cada uno de los pasos de reprogramación de la máquina, pues aún tiene dificultades para reintegrar materia orgánica. Fuera de hacer un trabajo periodístico sobresaliente, Ronnie influye positivamente en el recluido Seth, incluso hasta el punto de hacerle caer en cuenta de sus fallas lógicas a partir de un pedazo de carne asada. El sentimiento es recíproco y, en poco tiempo, ambos entablan una relación.

El guión y la actuación de Goldblum hacen una gran labor al esbozar la personalidad de Seth sin recurrir a un gran número de escenas o diálogos. Aparentemente ha trabajado durante años en su proyecto sin auditoría alguna por parte de sus patrocinadores académicos y financieros. Esa soledad y falta de contacto humano lo conducen inmediatamente hacia la atractiva Ronnie; ¿qué mejor manera de seducirla sino revelándole su mayor secreto? ¿Acaso otra mujer podría demostrar tanto entusiasmo por su creación? Por lo tanto, su dolor es creíble cuando ella acude a una reunión con Stathis y abandona a Seth por unas cuantas horas: el científico es ante todo un ser humano que también puede tomar decisiones estúpidas ante un ataque de celos, así eso incluya emborracharse e ingresar al telepod sin revisar si el computador detecta la presencia de otro organismo, mucho menos si hay algo adherido a uno de los vidrios internos. Cuando la reportera regresa, el cambio genético es todavía imperceptible; bastan unas cuantas horas para que se manifieste el horror de la mala decisión de Seth.

Los sesenta minutos restantes del filme son una clase magistral de terror en sus múltiples dimensiones. Ronnie no sólo es testigo de la mutación de Seth, quien poco a poco pierde pedazos de su cuerpo mientras gana cualidades sobrehumanas, sino que se percata de lo poco que conoce a su nueva pareja. Este recurso es efectivo para impactar a la audiencia, pues al igual que ella no sabe cuáles palabras hacen parte de la transformación y cuáles de la identidad original de Seth. Por eso mismo es tan desconcertante cuando él pretende introducirla a la fuerza en el telepod o cuando habla de una nueva política de insectos; en cierta medida, eso es más intimidante que los progresivos cambios de su estado físico. Sumado a eso, queda embarazada justo después de la teletransportación de Seth. Aunque Ronnie no pierde esperanza en una cura para el científico, sabe que su deterioro es prácticamente irreversible y la condena seguramente se replicará en su infante. Si la pregunta del relato de Langelaan era dónde se encuentra la mosca de cabeza blanca, la del filme de Cronenberg es qué se puede rescatar de un cuerpo en estado de putrefacción. No en vano muchos críticos la interpretan como una metáfora de la epidemia del SIDA de esa década; aunque Cronenberg rechazó esos señalamientos (prefería pensar en que su obra era una analogía del cáncer), es una pregunta válida que alimenta la eterna discusión entre cuerpo y alma.

El legado del filme es indiscutible. Con frecuencia es listada como la mejor película de la filmografía de Cronenberg; aunque lo anterior está sujeto a los gustos de cada espectador, se puede afirmar que es la que mejor ejemplifica sus virtudes técnicas y narrativas. Ajustada a la inflación, es su proyecto más exitoso en taquilla (recaudó cerca de 60 millones de dólares). Además, es su única película en ganar un premio Óscar (a Mejor maquillaje por el excepcional trabajo de Walas y Dupuis). Fuera de eso, la química entre Goldblum y Davis, ante tan riesgosas situaciones, trascendió la pantalla y unos meses después contrajeron matrimonio. Aunque sólo duraron juntos cuatro años, The Fly es el legado de la pasión que generaron mutuamente. Por desgracia, Kip Ohman, el impulsor inicial del proyecto, no pudo disfrutar del éxito de su producción por largo rato, pues paradójicamente murió por complicaciones de SIDA en 1987.

The Fly hace parte de la cultura popular y, tal como lo demuestra el capítulo de Breaking Bad, ha sido replicada múltiples veces. Posiblemente su reinterpretación más conocida es la parodia “Fly vs. Fly”, un tercio del tradicional “Treehouse of Horror VIII” de The Simpsons y en la cual Bart literalmente intercambia su cabeza con la de una mosca. También dio lugar a una exitosa ópera de 2008 a cargo de Shore (el compositor de la música original) y una decepcionante secuela de 1989 dirigida por el mismo Walas. Por fortuna, ni Cronenberg ni Davis ni Goldblum participaron en ella. Con el trabajo que hicieron en 1987, es suficiente legado para un género cinematográfico para toda una vida.


[1] Acá podrá encontrar una versión en español del relato original.

George Mihalka: My Bloody Valentine (1981)

“What the hell are you guys doing with a loose heart?”

He aquí una pregunta perfectamente válida para la época de brujas, propuesta por un inexpresivo doctor del pueblo de Valentine’s Bluff tras encontrar un corazón amputado en una caja de bombones. Otra pregunta, proveniente también del mismo filme que originó esa frase, podría ser ¿qué constituye exactamente un slasher? Es fácil de identificar a simple vista, en gran medida por sus referentes principales: enormes sagas del horror han cimentado sus inicios y progresos en este simultáneamente aborrecido y adorado subgénero, entre ellas Halloween, Friday The 13th, Black Christmas, Scream, Silent Night, Deadly Night

La tendencia definitoria parecería favorecer a maniacos homicidas que blanden armas cortopunzantes entre las carnes y pieles de jóvenes sexualmente alborotados en territorios aislados, pero aquella terminología incluiría también algunos ejemplares del giallo italiano, que sin duda inspiró y se retroalimentó de su contraparte americana. Podríamos enfatizar el trauma pasado como el factor decisivo que guía a sus antagonistas a cometer actos repudiables e infames (y a juzgar por el culto y la taquilla, fascinantes para audiencias variopintas, servidor presente incluido), o a la revelación de su identidad secreta en el clímax de la narración, pero esto podría llevarnos por caminos del thriller psicológico e incluso del cine de acción. Quizás sea el acto homicida en sí, y la creatividad a la hora de apilar cadáveres de formas explícitas y nauseabundas, lo que guía su espíritu, pero allí entramos también en territorio del gore y el splatter.

La respuesta, similar a la de la pregunta inicial del doctor, no es fácil ni sencilla, tanto así que incluso el mismo John Dunning no fue capaz de proveerla. Dunning, cabeza fundadora de la legendaria productora Cinépix (junto al montrealés André Link), fue el responsable de llevar a la gran pantalla múltiples clásicos del cine canadiense, entre ellos Shivers (1975) y Rabid (1977) de David Cronenberg, Meatballs (1979) de Ivan Reitman, y los seminales slashers Happy Birthday To Me (J. Lee Thompson, 1981) y My Bloody Valentine. No obstante, al ser entrevistado por Adam Rockoff para su estupendo libro Going to Pieces: The Rise and Fall of the Slasher Film (1978–1986), Dunning encontró el término confuso y preguntó verbatim: “¿Qué es un slasher?”.

La definición del subgénero es un tema en el cuál Rockoff ahonda con sumo detalle[1] y que a nosotros nos concierne solo de forma periférica. Resulta mucho más diciente el hecho de que Dunning no sabía exactamente qué era lo que estaba replicando: simplemente vio una ventana económica y narrativa provechosa que decidió explotar con presupuestos moderados en su versión maple de Hollywood. Los resultados, quizás por eso mismo, y sin duda por las sensibilidades de sus equipos creativos elegidos para llevar a cabo los proyectos, son de los más únicos y auténticos en el panorama del horror ochentero. Caso a revisar #1: My Bloody Valentine, dirigida por el húngaro nacionalizado canadiense George Mihalka y escrita por el fallecido guionista americano John Beaird.

La historia es sencilla. Es la noche de San Valentín de 1960 en el pueblo minero de Valentine’s Bluff y una explosión de gas metano en la mina principal ha sepultado a cinco de sus trabajadores (explosión que pudo haber sido prevista de no ser porque los supervisores decidieron irse temprano a la fiesta de San Valentín). ¿El único sobreviviente? Harry Warden, quien logra perseverar mediante la canibalización a sus colegas, y que luego de un cruento rescate seis semanas después, es institucionalizado en un hospital cercano. No obstante, Warden escapa en la víspera de San Valentín el año siguiente, viste su uniforme con máscara de gas y pica incluidos, y prosigue a masacrar brutalmente a los civiles responsables del accidente, disecando su corazón con sorprendente precisión, y enmarcándolo simbólicamente en una caja de chocolates románticos. Warden es atrapado y encerrado nuevamente, pero el eco de sus asesinatos retumba en las calles de Valentine’s Bluff durante las siguientes dos décadas.

No obstante, en 1981 el pueblo está listo para pasar la página, y el alcalde decide celebrar nuevamente la fiesta de San Valentín, propulsado en gran medida por los nuevos trabajadores de la mina y sus parejas, entre los cuales destacan el taciturno TJ (Paul Kelman), quien ha vuelto recientemente de la gran ciudad para retomar labores mineras en la empresa de su padre; Sarah (Lori Hallier), su dulce ex-novia con sentimientos contradictorios frente a su regreso; Axel (Neil Affleck), un enorme hombre rubio y el nuevo novio de Sarah; Hollis (Keith Knight), un simpático gordo con acento y temperamento sumamente canadienses; su novia Mabel (Patricia Hamilton), mejor amiga de Sarah; Howard (Alf Humphreys), el irritante bufón del grupo; y Gretchen (Gina Dick), la voluptuosa rubia que lidera la organización del evento. No obstante, la nueva generación pronto encuentra que las tribulaciones del chisme y los triángulos amorosos son insignificantes en comparación con las víctimas que empiezan a aparecer mutiladas y sin corazón, sus órganos enmarcados en el grotesco ritual iniciado por Harry Warden, acompañados de notas de amenaza que sugieren fuertemente que cualquier tipo de celebración de San Valentín sea pospuesta.

Dunning concibió el proyecto en primer lugar al identificar que la MPAA (Motion Picture Assocation of America, ángel de la muerte de la censura estadounidense) estaba siendo sumamente estricta con los grandes estudios americanos y su involucramiento en el slasher, por considerarlo inmoral en su explotación del imaginario sexual y violento, dando así espacio a los estudios independientes para competir en este mercado. Las audiencias estaban ávidas de contenido luego del éxito masivo de Halloween (John Carpenter, 1978) y Friday The 13th (Sean S. Cunningham, 1980). Cada proyecto nuevo intentaba dar un giro particular a la fórmula cementada, así que Dunning se decidió por la temática de San Valentín y el escenario minero, y empezó a mover el filme con la promesa de distribución de Paramount Pictures y con un presupuesto de alrededor de 2 millones de USD.

Dunning describió el rodaje como “horrendo”, ya que las minas que utilizaron de locación estaban activas en el momento del rodaje, y solo tenían algunos pasajes abandonados que se ajustaban a la estética buscada por el equipo del filme. La empresa que dirigía las Minas de Sidney hizo una limpieza profunda que causó un sobrecosto de producción de 30,000 USD, obligando al departamento de arte a ensuciar y empolvar espacios previamente idóneos para rodaje. Incluso los mismos mineros empezaron a crear problemas para la producción y se tornaron agresivos, argumentando que la potente iluminación utilizada podría resultar en una explosión. El sindicato local le dio un ultimátum de 24 horas a Cinépix para finalizar la producción, y el rodaje tuvo que ser acabado en el costoso triple gold time, la versión de industria de horas extra. Varias demandas afectaron el rodaje también, la principal proveniente de un electricista del equipo técnico que fue atropellado por uno de los actores que había dicho, falsamente, que era un conductor experto[2].

A pesar de lo tradicional que resulta su narrativa en el contexto del slasher, My Bloody Valentine tiene algunas variaciones inmediatamente notorias que juegan a su favor en términos de distinción y calidad. Para empezar, está la locación y el talento humano: se trata de un filme suma y orgullosamente canadiense, rodado en las minas de Nova Scotia, y protagonizado por una mezcla de actores locales de cine, TV y teatro, caracterizados en su gran mayoría por fuertes acentos y jovial franqueza. Los protagonistas son mayores que los habitualmente encontrados en el género, y a pesar de ser hormonales, promiscuos y ocasionalmente caricaturescos, tienen una delicadeza y un naturalismo que normalmente evaden el slasher. Esto se debe en gran medida a la precisa dirección de Mihalka, al guion sin pretensiones de Baird, y a las actuaciones de los jóvenes actores. Esto no exime al filme de traficar en el campo del cine B con algunas interpretaciones fascinantemente acartonadas/exageradas (el doctor arriba mencionado, la empleada del instituto psiquiátrico que no tiene la menor idea de quien es Harry Warden, o el borracho local obsesionado con el epónimo asesino) y una buena cantidad de gore y efectos prácticos. Esta mezcla de color local y fílmico hacen del filme una experiencia abiertamente entretenida, aunque ligeramente derivada de los clásicos del subgénero.

Mihalka y su equipo también destacan en su uso de una cinematografía y un lenguaje pulido y apropiadamente siniestro. Tomando prestado tanto de Halloween y Black Christmas (Bob Clark, 1974) como del giallo italiano (Deep Red de Dario Argento, Torso de Sergio Martino), el director de cinematografía Rodney Gibbons utiliza cámara al hombro y subjetivas para aumentar la tensión en las escenas de violencia (apoyado por la orquesta disonante comandada por el compositor Paul Zaza[3]), y juega con la oscuridad de su locación principal sin por esto alejarse de la paleta de colores pasteles que tradicionalmente acompaña el imaginario de San Valentín. Las muertes son grotescas y sumamente originales: lavadoras, picas, pistolas de puntillas y griferías son utilizadas para hacer correr ríos de sangre brillante y chillona por las calles de Valentine’s Bluff, gracias al sólido trabajo de maquillaje y SFX de Thomas R. Burman, Ken Diaz, Tom Hoerber, John Logan y Louise Mignolt.

Una vez finalizada la posproducción, Dunning hizo una proyección especial del filme para Frank Mancuso, ejecutivo de Paramount Pictures, quien encontró la violencia realista del filme repulsiva y chocante. El estudio pidió cortes antes de acceder a distribuirla, luego la MPAA pidió cortes, y una versión fuertemente editada fue estrenada finalmente en febrero del ‘81[4]. El filme recaudó alrededor de 6 millones de dólares en taquilla, pero ni un centavo del dinero llegó a manos de Cinépix, de acuerdo a Dunning, quien mantuvo derechos sobre el material cortado. Este vio la luz del día finalmente en el 2009 en una versión sin censura[5], cuando Lionsgate Films licenció el material y produjo un remake (My Bloody Valentine 3D de Patrick Lussier).

La respuesta crítica de la época fue, como era costumbre con los filmes post-Halloween del subgénero, atroz. Gene Siskel y Roger Ebert lideraron la fila de antorchas candentes, pero el New York Times, el New York Daily News y el Edmonton Journal todos hicieron reseñas negativas sobre el filme, centrándose en su similitud a otros slasher y su uso de violencia explícita. No obstante, con el tiempo el filme ha recobrado un merecido espacio de culto dentro de los fanáticos del horror, entre los cuales se incluyen Quentin Tarantino, las publicaciones Cinefantastique y Entertainment Weekly, y los escritores Rockoff (arriba mencionado) y Jim Harper, autor de Legacy of Blood: A Comprehensive Guide to Slasher Movies (2004). Lo cierto es que, aun dentro de su aproximación a la fórmula, el filme de Mihalka encuentra una mezcla exitosa entre el usufructo económico y la sobria narración de género, algo extremadamente raro en la producción de explotación y B de presupuesto mediano. Y para los tengan dudas, ¿cuántos filmes pueden nombrar en el cual se cocine el cadáver de una anciana en una secadora?


[1] ¡Libro disponible aquí!

[2] El actor no-identificado terminó con una lesión de pie tras el accidente y estuvo muy cerca de ser arrestado por las autoridades locales. El dolor de su lesión y el cansancio una ardua producción hizo que se tornara agresivo con el equipo técnico, que le dio un bastón para facilitar su movilidad, pero también empezaron a limar una pulgada de su bastón a diario, causándole una ciática adrede que el intérprete nunca pudo explicar.

[3] Uno de los detalles más curiosos del filme es la balada folk con la que cierra, interpretada por el tenor escocés John McDermott, quien también ha cantado el himno nacional en partidos de los Boston Red Sox, los Toronto Blue Jays, y los Toronto Maple Leafs. McDermott era amigo familiar de Zaza, de allí su involucramiento en el filme.

[4] Mihalka atribuyó esta censura al asesinato de John Lennon y la reacción adversa a la violencia cinematográfica tras el mismo.

[5] Dunning había dicho desde los 80s que alrededor de 9 minutos de material habían sido cortados en el crudo proceso de edición, pero esta versión del ’09 solo restauró 3 minutos de gore extensivo. Mihalka aprobó esta versión y dijo que era la que esperaba estrenar en 1981, lo cual siembra dudas sobre cuánto material había en primer lugar y cuánto se perdió. Para quienes deseen adentrarse en un visionado, esta es de lejos la versión que vale la pena buscar.

Rodman Flender: Idle Hands (1999) – Anticapitalismo gore

“As usual, marijuana saves an otherwise disastrous day.”

Pnub

Hay tantos tipos de huérfanos, que algunos hasta tienen papás. Lo importante del asunto es tener un espacio vacío en donde debería existir una figura que ponga reglas arquetípicamente paternas.

¿Y acaso la política no es un masivo “Papito ahora tiene otra familia, pero no creas que no te quiere; es más, de vez en cuando va a darte un día sin IVA, una salida a Salitre Mágico o charlas sobre la posibilidad de acabar con el ICETEX”?

Si uno vive en una sociedad de clase media-alta en el país más poderoso del mundo; la ausencia se traduce en narrativas sobre stoners, películas de jóvenes drogados haciendo estupideces bajo el influjo de una o más sustancias, intentando llamar la atención de un padre político ausente: la promesa de tener algún camino en la vida más allá de un intensísimo presente. Algo así como la versión cómica de la filmografía temprana de Víctor Gaviria con SUM 41 de fondo. En Latinoamérica, por la falta de oportunidades, el abandono se vuelve rebelión, pero en Estados Unidos se vuelve pasividad bajo el peso de las comodidades.

En este espacio vacío pre-Y2K, nace Idle Hands (1999) de Rodman Flender[1], una comedia stoner sobre Anton Tobias (Devon Sawa[2]), un vago que, termina con su mano derecha poseída por un espíritu no especificado que comete homicidios bastante ingeniosos. Por eso, Anton debe, con su grupo de amigos no-muertos, detener a su mano tanto cuando es parte de él, como después de cortarla[3]. Esta narrativa bebe de varias tradiciones:

  1. La de vagos, derivada de Slackers (1990), sobre las aventuras y charlas sin conexión de un grupo de personas al margen de la sociedad. Esta fue una de las mayores influencias de la stoner comedy.
  2.  Porky’s (1981), en la que la comedia se da por chistes sexuales y de mal gusto que, cuando se codifican en la narrativa de horror de los años noventa, se vuelven gore extremo y entretenido.
  3. Las películas de terror en donde un grupo de adolescentes debe adquirir agencia sobre su situación de peligro. Ellos se encuentran al margen del mundo de los adultos, que no los ayudan. Ese es el caso de Nightmare on Elm Street (1984), que nutrió narrativas televisivas similares, como Buffy The Vampire Slayer (1997-2003)[4], en donde la presencia de los adultos y las figuras paternas son difusas o completamente ausentes.

Vamos a hablar del comienzo de la Mano. En la película no se dice muy bien cómo funciona la burocracia sobrenatural del asunto, ni el nombre del espíritu. Sin embargo, Debi LeCure (Vivica A. Fox), da un panorama general: “I come from a long line of druidic priestesses sworn to fight a certain evil force that possesses the laziest fuck up it can find. It will kill as many people as possible, and then drag a free soul into the Netherworld”.

Este ser parasitario debe conectarse a una persona que no haga nada, alguien considerado socialmente[5] vago. En El manifiesto comunista, Marx y Engels piensan en la idea de la pereza, ya que muchos de sus detractores aseguraban que la abolición de la propiedad privada iba a llevar a la pasividad absoluta y al final del trabajo. Pero ellos señalan que el sistema capitalista ya tiene arraigada una fuerte pereza, ya que los que trabajan no adquieren nada, mientras que los que adquieren son los que no trabajan, perpetuando la inactividad en la sociedad burguesa (2004). Así, hay dos maneras de pensar en el vago dentro del capitalismo: por una parte, como un fruto de la burguesía, donde se vuelve un ser inmóvil por la acumulación de ganancias. Por otro lado, si está del lado del proletario, se trata de una falla por pasividad en el sistema.

Así que, bajo la cobija de la clase media-alta norteamericana, Anton Tobias es un hijo de la burguesía. En su caso, el concepto de vagancia es el exceso paralizante: una continua satisfacción de su deseo por medio de la adquisición de beneficios económicos, sociales y familiares. En este caso, el slacker es un comentarista de la sociedad desde una posición de privilegio.

En Análisis del carácter, Wilhem Reich muestra que la configuración del yo es “la parte de la personalidad expuesta al mundo exterior, es donde tiene lugar la formación del carácter; se trata de un amortiguador en la lucha entre el ello y el mundo exterior” (2005). Por su parte, Anton se configura por medio de partes muy diferentes: su ello (el organismo narcisista-libidinal), compuesto por una serie de necesidades primitivas, el Mundo externo, que es el culpable de la complacencia burguesa pero que, al mismo tiempo lo juzga por esa vagancia. El sistema del capital le da tranquilidad a Anton por medio de un flujo constante de beneficios económicos, cantidades inmensas de marihuana, amor familiar y una especie de manifest destiny[6] sobre el territorio y el futuro. Pero, ese orden externo también plantea una moralidad, que “es un cuerpo extraño tomado del amenazante y prohibido mundo exterior” (Reich, 2005). El Capitalismo juzga a Anton por esa serie de beneficios, pero no lo hace de maneras prácticas, sino para darle un ejemplo al proletariado, como un no-deber-ser, una falla en el sistema si se da en los trabajadores. Por eso es un objeto de burla constante, no solo por parte de los otros personajes de la película, sino también de los espectadores. Es el Capitalismo riéndose de sí mismo para amaestrar al proletariado.

Según Reich, esta amenaza-conversación entre el Ello y el Mundo exterior genera una coraza que protege al sujeto, aunque está configurada por elementos del eso externo. Las relaciones entre el afuera-adentro van a generar modos de hablar, de moverse, de interactuar. Ese el carácter, la coraza caracterológica, nacida a través de la represión y contención de las demandas del instinto en el Ello por medio de los límites y la moral establecida por el Mundo exterior (Reich, 2005).

Debi LeCure dice que el espíritu que posee la mano de Anton, es más o menos indeterminado: “Certain evil force”. Podemos pensar que este nivel de ambigüedad está dado porque Terri Hughes and Ron Milbauer, los escritores de la película, no estaban particularmente interesados en generar una estructura y genealogía del mal en la película, tal vez estaban más enfocados en la comedia y el gore. Posiblemente es así.

Sin embargo, esa falta de una definición del parásito espiritual posesor, independientemente de las razones por que haya sido así en el proceso de producción de la película, le da una serie de cualidades relacionadas con una definición más posmoderna y aceleracionista del horror. Freddy Krueger (por citar manos famosas) o Jason Vorhees son individuos en cuanto tienen caracterizaciones propias, historias definidas, modos de actuar y cierta empatía por parte del espectador. En la otra esquina, tenemos un horror completamente abstraído, en forma de enjambres o proliferaciones de objetos que no exhiben otra agencia que su propagación (Sanchiz, 2019). El espíritu que posee manos no tiene un nombre y sólo tiene agencia cuando se une a un ser vivo; en ese punto, se trata de un horror abstraído, pero con una potencialidad de existir en otra forma que le permita un nivel de interacción con el mundo real por medio del asesinato.

La Mano tiene dos manifestaciones, primero, está unida a Anton, quién sufre un horror corporal: la pérdida de agencia sobre el propio cuerpo. En una gran muestra de actuación física por parte de Sawa, su personaje mata a Mick y Pnub (Seth Green y Elden Henson), sus dos mejores amigos, con movimientos que, según vemos, hubieran sido casi imposibles sin la posesión. La mano no sólo logra agencia propia, sino que acelera sus posibilidades y las de su huésped por medios sobrenaturales. Esta amalgama parasitaria ayuda a Anton a entrar en una relación con Molly (Jessica Alba). Esta primera manifestación de la mano es una ruptura del circuito establecido por la coraza caracterológica, ya que altera la barrera; hace que los deseos y necesidades primordiales del Ello (la lujuria y la violencia) choquen contra el mundo exterior. Es un proceso liberador del sujeto ante el sistema capitalista que estableció su carácter y moral. Esta alteración también es simbólica; ya que el cuerpo como como una unidad funcional es parte del sistema de generación de ganancia, pero el cuerpo alterado no forma parte del mecanismo. La medicina en el Capitalismo está enfocada en el avance, que cada trabajador pueda mantener su estado físico, de fuerza y mental para poder producir día a día en un ciclo continuo (Marx, 2017). Un cuerpo que funciona de manera divergente (en este caso con Anton sin control de su mano), o que está mutilado (después de la mutilación), es una ruptura del sistema hegemónico: anticapitalismo gore.

En la visión capitalista del cuerpo, las manos son un apoyo para los modos de comunicación verbal establecidos; cuando expresan un lenguaje propio mediante expresividad y señas, están usando los medios de una disidencia anatómica y de salud. El horror capitalista no está al ver un cuerpo muerto en sí, ni en un cuerpo alterado físicamente, sino al considerar que se trata de parte de un mecanismo generador que ya no funciona de un modo determinado hegemónicamente, sino que ahora tiene un funcionamiento que no se entiende respecto a la producción. Es, en palabras de Mark Fisher sobre lo eerie (popularmente traducido como espeluznante): lo que plantea preguntas metafísicas sobre por qué hay algo que no debe estar, o por qué no hay algo que debe estar. Y se refiere directamente a la mutilación o a órganos sin funcionamiento, como los ojos de los muertos o los de un amnésico (Fisher, 2017). Sin embargo, lo eerie apunta más hacia la incomodidad que genera una zona; por su parte, la mano no está en la pasividad de un pueblo vacío como al comienzo de Resident Evil 4, sino en movimiento de violencia, en un funcionamiento no-propio de un pueblo abandonado, como en el resto de Resident Evil 4. Ahí es donde Idle Hands se mueve más hacia el territorio de lo weird (lo raro, en una traducción más afortunada), cuando se habla de que los concepto y marcos de referencia que solíamos emplear, ahora son obsoletos (Fisher, 2017). Es el nuevo uso de objetos antiguos o la construcción de nuevos sistemas lo que genera la sensación de algo que no pertenece y de ahí nace el horror.

Al comienzo de la película, la mamá de Antón ve un mensaje grabado en letras fluorescentes en el techo “I’M UNDER THE BED”; una mutación simbólica del uso tradicional del lenguaje escrito, ya que el órgano fuera del sistema lo usa para generar amenaza. También cabe resaltar que la función de la mano no es alterada de un modo eléctro-cibernético, como parte de una singularidad cyberpunk donde el lenguaje de la amputación y los nuevos órganos hablan de una aceleración de la tecnología capitalista, sino que la alteración se da desde una visión sobrenatural ritual, como un modo alterno de modificación del cuerpo y de ruptura de la unidad capitalista.  

Así, Idle Hands es una película nacida de la orfandad política; un grupo de adolescentes sin supervisión (por razones sociales y por asesinatos) alteran el orden de lo capitalista que los tenía en un loop de complacencia. La alteración corpo-sobrenatural rompe el circuito establecido por la coraza caracterológica y libera necesidades primarias, lo que resulta en una serie de actos de violencia. La mano de Anton, prolifera por medio de las mutilaciones y asesinatos, generando corporalidades divergentes, erradicaciones por plazos del sistema. La revolución pre Y2K se logra por medio del gore, cameos de Blink-182 y música de The Offspring.

BIBLIOGRAFÍA

  • Marx, Karl & Engels, Friederich. (2011). El manifiesto comunista. Alianza Editorial.
  • Reich, Wilhem. (2005). Análisis del carácter. Ediciones Paidós.
  • Marx, Karl. (2015 [1887]) Capital, vol. 1. Siglo XXI.
  • Fisher, Mark. (2017). The Weird and the Eerie. Repeater.

[1] Director, también, de Leprechaun 2, hermosa película de la que soy un fuerte defensor. Aunque no llega al nivel de maestría camp de la 3, es una película que traduce a los 90 algunas partes del humor incómodo de Porky’s, codificado con algunas escenas sólidas de gore.

[2] Actor que estaba armando una gran filmografía, especialmente de horror a finales de milenio, hasta desaparecer por un tiempo. Fue el protagonista de Final Destination (2000) y “Stan”(2000), el video de Eminem. Hace poco regresó con varios papeles en Chucky (2021-).

[3] Mano interpretada por Christopher Hart; quien también fue Dedos, la mano cortada de The Addams Family (1991), Addams Family Values (1993), y Addams Family Reunion (1998). Además, también interpretó a las manos de un cirujano asesino que podía desmembrarse a voluntad en el capítulo “I Fall To Pieces” de Angel (1999-2004), spin-off de Buffy The Vampire Slayer.

[4] Idle Hands y Buffy the Vampire Slayer también comparten a Seth Green.

[5] Tomo acá un concepto general de pereza bajo el consenso social neoliberal.

[6] La idea culturalmente arraigada en el siglo XIX de que, sin duda alguna, los conquistadores estaban destinados a expandirse por Norteamérica, que consideraban como propia.

UNA SEMANA DE HORROR VI: THE FINAL NIGHTMARE

2022. ¡Qué momento para retomar los más antiguos y preciados de los rituales de la escritura cinematográfica acá en Filmigrana! Hace tan solo once años nos sumergimos por vez primera en las lodosas en búsqueda del oro de los tontos, y en el proceso sacamos algo más que humeante pirrotina: minamos contenido de los clásicos indiscutibles del género, excavamos las profundidades más rocosas del B y el bajo presupuesto, dinamitamos las secuelas, los remakes y las re-imaginaciones, y nos quedamos con más de un diamante de sangre secreto en nuestras callosas manos.

Además, ¿qué tanto ha cambiado en el mundo en los pasados 6 años? No es como si nuestras existencias hubiesen sido atravesadas por pandemias, guerras y crisis de consciencia colectiva, o por masacres policiales y civiles enmarcadas en gobiernos populistas de extrema derecha, izquierda y centro, o por profetas de la era digital que pregonan a pleno pulmón en las redes y en las cámaras de celular sobre los peligros de la inmoralidad y las vacunas y las opiniones diferentes. El mundo sigue igual a como era hace una década, y aquella década era igual a la década anterior, y aquella década era igual a la década anterior, y así sucesivamente hasta el comienzo de los tiempos cuando todo era exactamente igual al día presente.

Lo cierto es que es difícil pensar en una mejor época para adentrarnos nuevamente en la tarea de proyectar, descifrar, y apreciar el arte del cine de horror: aún los tiempos más turbulentos no son suficientes para crear una brecha entre los espectadores y un género perenne, universal y verdaderamente atemporal. Sin importar la fecha, en él nos vemos reflejados; sus espejos alargados, turbios y ondulados reproducen vívidamente nuestra imagen alterada, no del todo reconocible pero lo suficiente para saber que seguimos allí, vivos. Y a eso se suma el sinfín de emociones y reacciones que provocan: saltos y sobresaltos, aullidos y alaridos, risas ahogadas y nerviosas, ansiedad hasta el punto de desear detenerse, fascinación hasta el punto de desear continuar, admiración por las creativas salidas narrativas y por los efectos prácticos bien ejecutados, desagrado por las mascotas fallecidas y por las decisiones erradas… He aquí un menjurje que vale la pena seguir consumiendo hasta que el polvo mismo nos consuma los huesos.

Estamos sumamente agradecidos y felices de estar de vuelta con ustedes, queridos lectores.

Sin más, los dejamos con una portada de VHS y la expectativa de lo que viene en una Semana de Horror en Filmigrana.

Brian De Palma: Dressed to Kill (1980)

En el que hay un problema de maladaptación

Dressed to Kill es una clase magistral sobre el ritmo narrativo. Este filme de Brian De Palma, a pesar de tener una duración de 104 minutos, da la sensación de abarcar tres largometrajes a la vez. La dilatación del tiempo es tan solo la primera de las múltiples distinciones de esta obra, que de manera impecable reformula y refresca el modo de realizar thrillers sin olvidar homenajear a los filmes que formaron a este icónico guionista y director.

De Palma había cosechado éxito a finales de la década de los setenta por la paleta fílmica que lo distinguía de sus coetáneos. Para entonces había trabajado con uno de sus héroes –Orson Welles (en Get to Know Your Rabbit) – y contribuyó a que la carrera actoral de Robert De Niro despegara al concederle sus primeros roles protagónicos. Incluso una de esas asociaciones, Greetings, obtuvo un Oso de Plata en el Festival Internacional de Cine de Berlín. Sin embargo, eso se quedaba corto frente a su mayor éxito a la fecha: en 1976 su adaptación de la novela Carrie hizo de él uno de los cineastas más arriesgados en conseguir triunfos abultados en taquilla. Fuera de ser el primero en apropiarse del trabajo de Stephen King mediante el celuloide, marcó un hito en los filmes de terror equiparable al de William Friedkin y su versión de The Exorcist. Su siguiente filme, The Fury (1978), también fue célebre y demostró que nadie igualaba a De Palma al momento de narrar historias de psíquicos y telequinesis.

Estas victorias comerciales y críticas le dieron vía libre con su estudio –MGM– para seguir cautivando a sus espectadores a través de historias que sacudieran sus expectativas. Si bien tuvo un breve periodo de transición en 1979 –año en el que dirigió la comedia Home Movies y contrajo matrimonio con la actriz Nancy Allen, de quien ya se hablará-, De Palma deseaba regresar a la producción de thrillers en los que pudiera incluir sus característicos elementos slasher. Él constantemente reiteraba cómo Blow-Up (de Michelangelo Antonioni) y The Conversation (de Francis Ford Coppola) lo habían impactado como cineasta por las maneras en las que los instrumentos de recolección audiovisual en sí (cámaras, grabadoras, fotografías, micrófonos boom) podían generar historias atractivas. Esto era dolorosamente cercano a él, pues cuando era adolescente De Palma seguía y grababa discretamente a su padre bajo la sospecha de que tenía relaciones extramaritales. Paralelamente, llevaba años luchando por los derechos de Cruising, una obra de Gerald Walker en la que una oleada de asesinatos horroriza a la población homosexual y sadomasoquista de Nueva York. Esta diversidad de fuentes de inspiración lo arrebató para crear un guion en el que expuso su interés por estas modalidades investigativas alternativas.

Aunque ya es un poco tarde para indicarlo, considero que es mejor adentrarse en Dressed to Kill desconociendo los pormenores de su argumento. Por esa razón, he acá una breve sinopsis que –espero- no perjudica la experiencia cinematográfica: Kate Miller (Angie Dickinson) es un ama de casa que anhela culminar las fantasías sexuales que le comparte a su psiquiatra Robert Elliott (Michael Caine) y de esa manera escapar de la rutina que la agobia; el amor por su hijo Peter (Keith Gordon) y sus extraños experimentos con circuitos y cámaras son su único polo a tierra, pero no son suficientes para acarrear con sus frustraciones. Paralelamente, Liz Blake (Nancy Allen) es una irresistible dama de compañía que se abre camino entre clientes con un considerable poder adquisitivo. Sus vidas se cruzan en extrañas circunstancias, pues sin razones nítidas una asesina encubierta persigue a ambas para cercenar sus gargantas con una cuchilla de afeitar. Aunque la policía está al tanto de la peligrosa mujer de gafas oscuras que las atormenta, pareciera que la única forma de detener el hostigamiento es haciendo justicia por cuenta propia y recolectando las pruebas sin ayuda jurídica.

De Palma recubre a cada protagonista de un lenguaje único, lo cual es fascinante para singularizar sus pensamientos y emociones. La angustia de Kate se manifiesta a través de superposiciones de imágenes de objetos (a manera de flashbacks) y de tomas desenfocadas que desorientan al espectador por el constante balanceo de la cámara. Incluso, el filme inicia con una alusión directa a Carrie en la que el vapor de ducha rodea el pulsante deseo de la reprimida madre. En cambio, las escenas en las que aparece Liz por lo general son locaciones nocturnas en las que no se distingue el erotismo de la violencia y en las que los diferentes hombres están al límite de agredir a la despampanante hetaira. La ambivalencia entre la presencia y la ausencia de luz aumenta la incertidumbre, en especial al momento de identificar el rostro de la mortífera acechadora.

El director de Dressed to Kill nunca dudó en expresar su admiración a Alfred Hitchcock por enseñarle a manejar el suspenso en un filme. El director inglés guio a su admirador norteamericano en la forma de abordar la dualidad física y psíquica de sus protagonistas, tal como ocurre en las inconfundibles Psycho (1960) y Rebecca (1940). En sus filmes Sisters (1972) y Obsession (1976) De Palma se apropió de dichos aprendizajes, pero ninguno de estos tributos se equiparaba a las licencias estilísticas presentes en Dressed to Kill. Para no perjudicar a quienes no han visto esta obra maestra aún, basta con mencionar que hay una emblemática persecución silenciosa en el Museo Metropolitano de Nueva York que no repara en recordar a Scottie Ferguson en Vertigo (1958). Dressed to Kill era, en cierta medida, un intento más por acaparar la atención de Hitchcock y buscar su aprobación. Al parecer, ninguno de ellos se ganó el visto bueno del maestro inglés, el cual murió en ese mismo año no sin antes desprestigiar sutilmente la ofrenda de De Palma (supuestamente la tildó de fromage, no de homage).

Hitchcock no fue el único en rechazar el filme. La recién iniciada década de los ochenta no parecía preparada para tal exhibición atroz y hubo una voraz lucha para que se prohibieran sus funciones que se acercaban más a la pornografía que al erotismo. Sumado a eso, una porción de su público no se identificó con el tratamiento de la historia y Caine, Allen y De Palma recibieron nominaciones respectivamente a los peores actores del año y al peor director en los recién inaugurados Golden Raspberry Awards (hoy conocidos como los Razzie). Aunque podía ser considerado una derrota, al menos el director compartió la nominación con Friedkin (curiosamente por quedarse con los derechos de la desalentadora Cruising) y Stanley Kubrick (por The Shining, otro caso de anacronismo cinematográfico). Sin embargo, esto no impidió que el filme fuera un éxito en taquilla, pues las discusiones sobre su contenido gráfico despertaron discusiones sobre lo que era permitido proyectarse en un telón.

Con el paso del tiempo Dressed to Kill ha ganado admiración y respeto. Al verse en retrospectiva, debió haber causado conmoción entre los espectadores de esa época por todo lo anterior y por las particularidades psicóticas de la asesina en serie. Es difícil entrar en detalles sin quebrantar su aura, sólo se puede garantizar que su destreza narrativa da de qué hablar y pensar. Incluso el material elaborado para dicho filmedio pie para otra sobresaliente obra: su siguiente filme, Blow Out, continuaría la exploración de la relación entre audio y video para la criminalística. Los años han favorecido a De Palma y Dressed to Kill en particular inició una prolífica década de producciones inolvidables en el palatino del cine estadounidense.

Brian De Palma: Blow Out (1981)

En el que sólo se debe doblar el grito

En 1964 los Óscares fragmentaron uno de sus galardones principales para dar mayor visibilidad a los encargados de los diferentes arreglos sonoros de un filme. Un año atrás John Cox, el ingeniero de sonido de la monumental Lawrence of Arabia, obtuvo la estatuilla por encima del trabajo de George Groves para The Music Man. Groves, denominado “el primer hombre de sonido de Hollywood” (en 1927 integró por vez primera música y voces a un filme en The Jazz Singer), era uno de los miembros predilectos de la Academia y sus repetidas derrotas posiblemente abrieron un debate sobre cómo interpretar los aspectos técnicos de ese campo. Sea ésta la razón o no, el tradicional premio a Mejor sonido se dividió entre Mejor edición de sonido (o Mejores efectos de sonido o Mejor edición de efectos de sonido, depende del año en el que se revise) y Mejor mezcla de sonido. Este último acarreó hasta 2004 el nombre originario (“Mejor sonido”); fue entonces, el año en que ganó The Lord of the Rings: The Return of the King, cuando se hizo la corrección nominativa que se conserva a la fecha.

Ambas categorías llegan a ser confusas para los seguidores de la ceremonia estadounidense, incluso en la actualidad. El periodista Jason Berman explica concisamente su distinción: mientras que la edición de sonido corresponde a los elementos individuales –diálogos, sonidos específicos (también llamados efectos Foley), doblaje de voces, entre otros–, la mezcla se encarga de su interacción, de la adecuación armónica de los niveles. Dicho artículo cita a Erik Adaahl y su adecuada analogía para exponer esta separación: el editor de sonido es al compositor de una sinfonía lo que el mezclador es a un director de orquesta. El uno indudablemente requiere del otro para que en conjunto deleiten los oídos de los espectadores.

En aproximadamente un tercio de las ediciones de los Óscares un mismo filme ha ganado tanto a Mejor Edición de sonido como a Mejor mezcla: Dunkirk, Gravity, The Matrix, Speed, E.T., entre muchas más. La diferenciación de las categorías es más clara cuando películas opuestas reciben cada premio: en 1987 Aliens ganó por edición y Platoon por mezcla; en 1987 ocurrió respectivamente con Robocop y The Last Emperor; en 2004, con The Incredibles y Ray; en 2014, con American Sniper y Whiplash; en 2016, con Arrival y Hacksaw Ridge. Estos ejemplos ilustran lo que esa academia destaca en cada caso; la captura del sonido de un disparo, monstruo o extraterrestre requiere habilidades diferentes a las que comprometen sus combinaciones con los diálogos o la banda sonora, bien sea en una confrontación balística o en un ensamble musical.

Pareciera que a la misma industria hollywoodense le tomó varios años comprender la segmentación sonora. Entre 1968 y 1981 se entregaron cuatro premios a Mejor edición y en todos los casos sólo hubo un filme nominado; en las otras diez oportunidades la categoría desapareció. Con el paso de los años esta labor creativa ha ganado más reconocimiento público, mucho más allá de lo que puede llegar a simbolizar una estatuilla desnuda. Blow Out, en ese sentido, contribuyó a visibilizar a estos guerreros armados de cintas y micrófonos boom.

Un año después de la bomba mediática ocasionada por Dressed to Kill, el director y guionista Brian De Palma estrenó un filme que continuó su interés por la narrativa gobernada desde la exploración audiovisual. El prolífero material creado para su filme anterior y su constante admiración por la obra de otros cineastas lo condujeron a escribir una historia centrada en esos anónimos editores de sonido. Aunque originalmente se pensó bajo el nombre Personal Effects y se situaba en Canadá, el proyecto se adecuó para ser relatado en Philadelphia –el hogar del director– e incluir a varios miembros de su habitual reparto: John Travolta, Nancy Allen, John Lithgow, Dennis Franz y J. Patrick McNamara.

La historia inicia cuando el activo editor de sonido Jack (Travolta) sale una noche a recolectar muestras para su fonoteca. Sin quererlo, registra un accidente vehicular en el que fallece el precandidato presidencial George McRyan. El asunto se complica cuando el equipo de campaña le exige a Jack olvidar lo que atestiguó y ocultar a Sally (Allen), la dama de compañía que aligeraba las cargas electorales de McRyan en el momento del siniestro. Al conversar con la ingenua mujer y cotejar múltiples inconsistencias en los relatos de los otros testigos del incidente, el sonógrafo decide investigar solitariamente qué fue lo que ocurrió a partir de lo apresado en sus cintas magnetofónicas. La meticulosa descomposición audiovisual revelará que detrás del infortunio hay una red de chantaje y corrupción que el psicótico Burke (Lithgow) pretende silenciar.

En términos narrativos, el filme es una reinterpretación de obras tanto ficticias (The Conversation de Coppola, uno de sus pilares inamovibles, y Don’t Look Nowde Nicolas Roeg) como reales (All the President’s Men, el subversivo reportaje de Carl Bernstein y Bob Woodward llevado al cine por Alan J. Pakula y Robert Redford). La tecnología de los sesenta y setenta revolucionó la forma en la que los individuos se relacionan con su privacidad; a su vez, desató colectivamente la paranoia por infundados (algunas veces acertados) delirios de persecución. Su título es más que un guiño a Blow Up, el filme de Michelangelo Antonioni: Blow Out es un juego de palabras que hace referencia a una llanta de automóvil estallada y connota diferentes implicaciones del acto de desinflar. Jack es un escéptico héroe que cuyos prodigiosos aciertos son desconectados por discretos criminales; sus subestimadas hazañas se debaten entre la justicia y la indiferencia. No en vano muchos espectadores consideran que éste es el mejor rol de Travolta, pues su noctámbula interpretación cala en varios niveles sensoriales. El pirotécnico y a la vez opaco desenlace de la película fue una arriesgada decisión que se alejó de las fórmulas de sus coetáneos y le costó a De Palma un éxito mayor en taquilla. Aunque el tiempo le ha dado la razón, aún puede generar divisiones.

Es inevitable darle crédito a las impactantes bondades técnicas de Blow Out. La cinematografía de Vilos Zsigmond y Lázlo Kovács es memorable: varios planos secuencia siguen tajantemente la impotencia de Jack al ver cohibida su investigación. Empero, y para ser consecuente con el contenido de la película, no se le da suficiente gratitud a los encargados de sonido, a quienes De Palma simbólicamente (mas no explícitamente) les dedica esta historia. A excepción de Paul Hirsch (el editor jefe) y del inmortal Pino Donaggio (el compositor), los créditos iniciales no nombran al departamento de sonido. Es por eso que a continuación se hará su recuento y se dará un uso justo al vocabulario aprendido previamente.

Michael Moyse –quien también trabajó con él en Dressed to Kill– fue el encargado jefe de la edición de sonido. Se podría afirmar que, con sus debidas proporciones, Moyse es el verdadero Jack de Blow Out. A su vez, fue asistido por Dan Sable –servidor de De Palma desde Phantom of the Paradise (1974)–, Randall Coleman, Lowell Mate y Dick Vorisek –la otra parte del equipo sonoro de Dressed to Kill–. Por último, aunque no menos importante, su trabajo fue mezclado por James Tanenbaum (quien años más adelante participaría en producciones más ostentosas como Avatar y Volcano). Si no fuera por ellos, De Palma no habría elucidado magistralmente la sonoridad que por limitaciones técnicas no podía crear.

Como suele ocurrir con las mejores obras artísticas, Blow Out pasó casi desapercibida en su momento y no recibió mayores elogios más allá de los de algunos críticos especializados. Irónicamente los premios Óscar de 1982, los correspondientes al año clasificatorio de este filme, reactivaron la categoría a Mejor edición de sonido (en contadas oportunidades como categoría especial) y desde entonces ha sido irremplazable. En esa oportunidad sólo hubo un nominado: Los cazadores del arca perdida, película que también recibió el premio a Mejor mezcla de sonido. Para el jurado, sólo los latigazos de Indiana Jones ameritaban atención mediática. Mal que bien, la omisión masiva sólo contribuye a engrandecer la leyenda de Brian De Palma. Dudo que después de ver Blow Out algún espectador ose a desvirtuar a estos genios sincrónicos.

Voyerismo, moral y género: De Palma y Hitchcock, Parte II

Nota ed. La primera parte de este ensayo intentó decodificar los filmes, las temáticas y las obsesiones de Brian De Palma a través del prisma del subconsciente y lo analítico. Esta segunda parte se concentra en su mayor influencia, el inigualable Alfred Hitchcock. Esperamos que el disfrute de ambas partes suscite preguntas y curiosidades de parte de usted, estimado lector.

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Alfred Hitchcock, a diferencia de Brian De Palma, era más pragmático en el uso de lo cinematográfico en función de la historia, dejando de lado sus creencias personales y concentrándose de lleno en la efectividad de la narración. Partiendo constantemente de material base literario de distintas procedencias, (rara vez adaptado por él mismo con la excepción de sus primeros filmes silentes) el director británico dedicaba la mayoría de sus esfuerzos al maridaje de la innovación técnica con lo narrativo, aún sí en ocasiones encontraba la fuente original inverosímil: “Una de las cosas que me molesta [de Vertigo] es una falla en la historia. El marido estaba planeando lanzar a su esposa de la punta de la torre. ¿Pero como iba a saber que James Stewart no podría subir las escaleras? ¿Por qué se mareó? ¡No podía estar seguro de eso!”[1] No obstante, aquellas fuentes siempre fueron escogidas personalmente por Hitchcock por apelar tanto a su sensibilidad humana (intensamente fetichista y mórbida en iguales medidas) como a su ambición profesional. 

Aquel es el caso de Rear Window (1954), que narra la historia de Jeff, un fotógrafo paralizado por una fractura de pierna quien en su convalecencia se obsesiona con la idea de que uno de sus vecinos ha matado a su mujer. El cuento original “It Had To Be Murder” (1942) de Cornell Woolrich le atrae tanto por sus posibilidades voyeristas como por su potencial fílmico: “Era la posibilidad de hacer un filme puramente cinematográfico. Tenemos un hombre paralizado que observa. Esa es la primera parte del filme. La segunda muestra lo que ve y la tercera es su reacción. Esa es la más pura expresión de la idea cinematográfica.”[2] Hitchcock construye la tensión del filme basado en aquella sencilla premisa (auxiliado por los experimentos de montaje de Kuleshov[3]). La sucesión de planos de un observador, seguida de su objeto de estudio, y de vuelta al observador crea en el espectador una ansiedad palpable atada de lleno a su imposibilidad de actuar: Stewart es el protagonista, pero también hace parte de la audiencia.

Desde el plano inaugural Hitchcock busca la forma más cinematicamente efectiva de narrar: “Iniciamos con el rostro sudoroso de James, nos movemos al yeso que cubre su pierna, y luego, sobre una mesa cercana, hay una cámara rota y una pila de revistas, y en la pared, fotos de carros de carrera que se han salido de la pista.”[4] De todos aquellos detalles, el más importante es la cámara fotográfica, no solo por ser descriptiva del protagonista sino por estar dispuesta a ser usada como una extensión de sus ojos. Allí Hitchcock revela una fascinación más íntima: “[Jeff] Es un auténtico mirón. (…) [Leí] comentarios sobre como Rear Window es un filme horrible porque el héroe se pasa toda la película espiando por la ventana. ¿Qué tiene eso de horrible? Sí, es un fisgón, ¿pero no lo somos todos?”[5] La motivación de Jeff nunca es completamente heroica o desinteresada, a pesar de la afabilidad nata con la que Stewart le imbuye, sino que parte del aburrimiento y luego se transforma en curiosidad: incluso hacia el final cuando es confrontado por el asesino (“¿Qué es lo que quiere de mi?”), Jeff no tiene respuesta porque sus acciones están injustificadas y, lo que es peor, son merecedoras de la ira del antagonista: “¡[Jeff] se merece lo que le está ocurriendo!”[6]

La dinámica voyerista está aún más exacerbada en la relación de Jeff con su novia Lisa (Grace Kelly). Aparentemente desinteresado en el sexo por su reciente lesión y por el temperamento sumiso, servicial y ético (respecto a su fisgoneo) de su novia, Jeff reencuentra su libido y su deseo por Lisa una vez esta abandona el espacio que ambos comparten activamentey se une al espacio lejano en el cual le observa pasivamente, sin ningún tipo de control: “Cuando cruza aquella barrera, su relación renace eróticamente.”[7] Sus papeles dentro de la dinámica son aparentes desde que los vemos por vez primera: Lisa, una exhibicionista fascinada con la moda y la vestimenta, constantemente modelando sus nuevos atuendos para su pareja, y Jeff, un voyerista, hasta el punto en que ha hecho la labor de su vida capturar fotográficamente la vida de los demás. Para él, ver a Lisa abandonando su tradicional perfección y confiando de lleno en su demente teoría es el primer acto de un juego de rol sexual. El segundo, mucho más riesgoso y por ello excitante, consiste en ponerse en peligro para él, sabiendo que quien le observa no puede defenderle. Lisa se encuentra expuesta, indefensa, propensa al castigo: dentro de sus roles de sumisa y dominante, la fantasía funciona para ambos personajes.

En sí mismos, los actos de dirección sugestiva de Hitchcock y la agresiva de De Palma son expresiones de voyerismo por individuos voyeristas: ambos son hombres cuyo trabajo consiste en observar (activamente) actrices quienes se exhiben (pasivamente) para la cámara. Pero ambas miradas también predicen fenómenos posmodernos donde la privacidad ha sido sacrificada y donde el libre acceso a dispositivos cinematográficos y fotográficos han creado una cultura de voyerismo activo y, en ciertos casos, adictivo. El video es una de estas primeras representaciones, apuntado hacia la búsqueda explícita de satisfacción sensorial a través del medio tecnológico. Su auge ocurrió a finales de los 80s y mediados de los 90s, y sus principales géneros fueron el horror, la pornografía y el thriller erótico, una suerte de punto intermedio entre los dos, aunque con políticas y demografías explícitamente femeninas: “Sin importar que tanto dinero se invierta en un thriller erótico, siempre se verá como entretenimiento sensacionalista de género, guiado por los valores del potboiler de explotación, con sus manos metidas en las cuentas de gastos de una superproducción pero sus pies apoyados sobre un barato tapete afelpado.”[8] Lo cardinal del género, no obstante, no yace en su escandalosa naturaleza sino en su sensible búsqueda de una sexualidad femenina más abierta y fetichista. 

Una de sus principales vertientes, la pornografía softcore, sacrifica el coito explícito del hardcore y presta mayor atención tanto al preámbulo del acto sexual (frecuentemente la observación estética de cuerpos desnudos, que ha sido por siglos uno de las principales fuentes del arte pictórico) como a las posibilidades narrativas de un género atravesado por el deber de ser estimulante eróticamente. Pero su estímulo no parte de un gráfico primer plano del culmen de la relación sexual (la eyaculación masculina o femenina), como sucede en el hardcore (el llamado money-shot), sino que busca una sensualidad tanto física como cerebral. La identificación es fundamental para venirseen el thriller erótico: al igual que en el cine de De Palma y Hitchcock, la fantasía yace en ser representado por un protagonista con aberraciones similares, si no circundantes, y cuyas acciones emulan lo que desearíamos hacerle a otro ser humano en carne propia. Siempre estará, sin embargo, el distanciamiento de la pantalla, recordándonos que estas imágenes son apenas un calmante (“cine narrativo ilusionista”[9]) para mantener a raya ciertos impulsos de orden sexual y violento, pero igualmente placenteros y frecuentemente inolvidables.

[1] Hitchcock en Hitchcock/Truffaut, Simon & Schuster, NY, 1984, P. 247

[2] Hitchcock en Hitchcock/Truffaut, P. 214

[3] El ‘Efecto Kuleshov’ fue uno de los experimentos de montaje más trascendentes en la gramática fílmica. En él, el realizador soviético seguía el primer plano del rostro de un actor de expresión neutra con un plano de un plato de sopa, luego con un plano de una niña en un ataud, y finalmente con un plano de una bella mujer rusa. En cada caso la audiencia tenía distintas reacciones al protagonista y su actuación idéntica: en el primero leía su expresión neutra como la de un hombre famélico, en la segunda como la de un hombre compasivo y en la tercera como la de un hombre lujurioso.

[4] Francois Truffaut en Hitchcock/Truffaut, P. 219

[5] Hitchcock en Hitchcock/Truffaut, P. 216

[6] Hitchcock en Hitchcock/Truffaut, P. 219

[7] Mulvey en Visual Pleasure And Narrative Cinema, P. 24

[8] Linda Williams en The Erotic Thriller In Contemporary Cinema, P. 5. La frase “un barato tapete afelpado” es traducida literalmente de “cheap shagpile carpet”, referencial a un objeto comunmente encontrado en los moteles de bajo perfil de Estados Unidos.

[9] Mulvey en Visual Pleasure And Narrative Cinema, P. 25


BIBLIOGRAFÍA:

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  • FREUD, Sigmund. Obras Completas, Vol. XVIII, Más Allá del Principio de Placer, Psicología de las Masas y Análisis del Yo, y otras Obras (1920-1922). Buenos Aires, Argentina: Amorrortu Editores, 1992.
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  • WILLIAMS, Linda Ruth. The Erotic Thriller in Contemporary Cinema. Edinburgh, R.U.:Edinburgh University Press, 2005.