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Trey Parker: South Park – Bigger, Longer & Uncut (1999)

“Oh, I’m sorry, I thought this was America!”

Randy Marsh

El 16 de diciembre de 1773 una multitud de colonos enojados abordó los barcos pertenecientes al East India Company, la explotadora empresa inglesa encargada del comercio en el sudeste asiático y la India, que estaban anclados en el puerto de Boston, MA. Pronto, la turba enardecida empezó a botar cajas de té al Océano Atlántico como forma de protesta ante los impuestos recientemente implementados por el gobierno británico a los locales. Dicho evento nos puede parecer en retrospectiva algo absurdo; después de todo, ¿que tanto importa que unas cuantas y sobrevaloradas hojas aromáticas se hundan en la oscura y gélida bahía de Massachusetts? No obstante, estas rupturas históricas de los poderes dominantes, catalizadas en un único momento, nos resultan memorables por su simpleza y efectividad. Que el té sea basura como bebida (salvo cuando inoculado con deliciosos y edulcorados químicos) es solo un añadido a lo que el Boston Tea Party en realidad significa hoy día: camuflado entre todo el misticismo y la idolatría que el pasado lejano nos permite imaginar, se trata del evento fundacional de la Revolución Americana, y por ende, de la cultura, las contradicciones, las especificidades y la locura intensa que tiñe aquel país conocido como los Estados Unidos de América, the U.S. of A., el Nuevo Mundo, las Estrellas y las Franjas, la Tierra de los Libres, el Tío Sam y el Hermano Jonathan, y, por supuesto, el Gran Satán.

El Gran Satán es sin lugar a dudas una de las culturas más fascinantes de la historia, beneficiada no solo por una vastedad, variedad y riqueza territorial insondable, sino también por pertenecer a una era histórica atravesada por un avance tecnológico e industrial que reafirma su hegemonía indiscutible. Sus cimientos legales, como los de cualquier civilización humana, son profundamente extraños y cuestionables, e incluyen entre otras cosas la libertad de expresión, culto y pensamiento (a menos que uno fuese negro, mujer u homosexual en 1776, o afroamericano o canino en el 2019) y el derecho a portar armas, incluyendo ametralladoras y rifles de asalto. Es en el espacio entre ambas enmiendas, la Primera y Segunda[1], en el cual ha proliferado todo tipo de comportamiento y labor atribuible a la mente moderna: obras de arte y literatura conmovedoras y transformadoras, asesinos en serie por montones, movimientos políticos tanto dementes[2] como dominantes, plataformas tecnológicas de comunicación imparables, bombas atómicas y armas y gases de destrucción masiva, automóviles enormes y voraces, deportes organizados y monetizados por ligas y protocolos y sindicatos, y programas animados de televisión subversivos y extraordinarios.

Uno de estos programas es South Park, el proyecto de pasión de los nativos de Colorado Trey Parker y Matt Stone, dos almas gemelas perdidas y cáusticas que se conocieron por vez primera en la Universidad de Colorado en Boulder, donde ambos empatizaron rápidamente gracias a su humor pueril y su afecto por las voces ridículas. Su afinidad cómica y creativa los llevó a colaborar en varios cortometrajes juntos (incluyendo The Spirit Of Christmas –también conocido como Jesus vs. Frosty– en 1992, la primera instancia del universo que eventualmente se transformaría en SP) y a coprotagonizar el primer largometraje de Parker, un musical de bajísimo presupuesto inspirado en la vida del buscador de oro Alfred “Alferd” Packer llamado Cannibal! The Musical (1993). Poco tiempo después, los dos jóvenes emularon el ejemplo de Alferd (salvo por las incidencias de antropofagia) y tomaron rumbo hacia las soleadas tierras californianas con hambre de riquezas y prospectos laborales.

Tras sufrir varios fracasos monetarios, entre ellos un piloto no producido para Fox Kids llamado Time Warped y un segundo largometraje sobre un misionero mormón/estrella porno llamado Orgazmo[3] (1997, estampado con el beso de la muerte de la MPAA, el temible NC-17), el dúo sobrevivió a partir de trabajos menores y encargos de pesos pesados de Hollywood que admiraban su particular irreverencia y humor; entre ellos se encontraban Scott Rudin, Pam Brady, David Zucker y Brian Graden. Este último, un ejecutivo de Fox deseoso de una tarjeta navideña original, fue quien les comisionó The Spirit Of Christmas –también conocida como Jesus vs. Santa, 1995– una especie de secuela espiritual/remake de la animación hecha unos años antes. Graden envío varias copias del VHS a distintos lugares de Los Ángeles[4], regando la voz respecto a la profana animación hasta llegar eventualmente a Doug Herzog, un ejecutivo de Comedy Central que contactó a Parker y a Stone para encargarles un piloto televisivo por la módica suma de 300,000 dólares.

Luego de tres meses de arduo trabajo de stop motion, la pareja presentó el primer capítulo de South Park el 13 de agosto de 1997, “Cartman Gets an Anal Probe”[5], y las reacciones no se hicieron esperar: “inmaduro, asqueroso y nada gracioso” (Hal Boedeker del Orlando Sentinel); “vil, grosero, enfermo, infantil y mezquino” (Tim Goodman, The San Francisco Examiner); “realmente peligroso para la democracia” (Peggy Charren, fundadora del Action for Children’s Television). Pero ninguna de estas virulentas críticas afectó el éxito masivo de la serie, que promedió entre dos y cinco millones de espectadores en su primera temporada, y escaló de allí en adelante, convirtiéndose en el eventual objeto de adoración de la crítica especializada y de la audiencia, además posicionando a Comedy Central como uno de los canales de cable más populares e innovadores de su época[6].

Tanto en sus orígenes como en su esencia, South Park sólo podría existir en un país tan obscenamente rico y profundamente trastornado como los Estados Unidos. El programa continúa una saludable y envidiable tradición de sátira que se remonta a la misma guerra de secesión, tiempo durante el cual era común encontrar caricaturas políticas que retrataban al Rey Jorge de Inglaterra como un bufón sin control sobre sus súbditos. Algunos de los escritores más reverenciados de Norteamérica eran especialistas en sátira, tal como Mark Twain y Ambrose Bierce, y estos a su vez retomaban un estilo y un lenguaje literario que llevaba siglos en desarrollo y que incluía en sus predecesores a Jonathan Swift y Lawrence Sterne. Estos magistrales prosistas exponen en sus obras cómo una gran sátira solo puede existir en un espacio y tiempo que pida a gritos ser apaleado, y los Estados Unidos de América es exactamente el lugar idóneo para poner en marcha una brutal y despiadada comedia negra que desinfle su airada mitología y su jingoísmo exacerbado, cuestione sus imposibles valores tradicionalistas y su hipócrita cultura de la corrección política, y subraye su disfunción extrema y su nociva e interminable polarización. “Lo que decimos con el show no es nada nuevo, pero creo que es importante decirlo. La gente que grita en este lado y la gente que grita en el otro es la misma, y está bien estar en algún punto del medio, riéndose de ambos”: es mediante esta máxima, dicha por Trey Parker al ahora desgraciado Charlie Rose en una mítica entrevista, que él y Stone han mantenido su sátira vigente, hilarante y perturbadora por más de 20 años.

Varios factores auxilian esta causa y la hacen funcional y sostenible. Primero, su punkero[7] formato de producción: semana a semana, Parker, Stone y sus colaboradores forjan de ceros cada episodio (desde la idea original hasta la animación y el doblaje[8]) en un proceso creativo que es virtualmente idéntico desde sus inicios. Este singular método de trabajo, inicialmente dado por necesidad, inyecta un aire de inmediatez y desespero a la serie que además le permite comentar momentos históricos que están ocurriendo en simultáneo con la producción. Segundo, sentido del humor: asentada alrededor de un estilo humorístico casi siempre vulgar y excesivamente negro, en ocasiones abiertamente cruel y revanchista, South Park se caracteriza por provocar carcajadas casi involuntarias, respuestas impulsivas que responden al choque de un acto súbito e impensable y se prolongan por las reacciones absurdas de quienes lo presencian. Tercero, destreza narrativa: Parker y Stone han trabajado y perfeccionado durante gran parte de sus vidas la habilidad de contar una historia y construir un universo diegético cohesivo y coherente. Su dominio de dicha destreza ha permitido que los horizontes de la serie se expandan hacia distintas estéticas visuales[9] y aproximaciones narrativas[10].

Ahora, una crucial distinción separa a South Park de la gran mayoría de las comedias gringas (incluida su más grande influencia, la seminal The Simpsons): el hijo pródigo de Parker y Stone está motivado por la búsqueda de un legado profesional y/o artístico, más que por un sustento económico. Para sus creadores, su reputación pende de un hilo único –aquel del siguiente episodio por hacer– y aunque algunos de los eslabones son más débiles que otros, todos están encadenados por la voz elocuente de sus artífices. Éste es un verdadero show de autor, en el cual las perspectivas de quienes lo escriben subyacen las historias contadas, frecuentemente inoculándolas con mensajes subversivos que se alinean con sus políticas libertarias y subversivas: desconfianza radical de las instituciones privadas y públicas, cuestionamiento del orden social y del sueño americano, profundo desagrado por la fama y por las celebridades que insisten en comunicar su opinión como informada[11]. Para bien o para mal, éste siempre será el show de Trey Parker y Matt Stone, y las revisiones y retrospectivas de su trabajo siempre proyectarán una imagen de lo que ocurría en su país natal en un momento dado, gracias a Dios contaminada por la visión de sus autores.

Es por esto que a través de su historia el programa ha buscado constantemente formas de reinventarse y de experimentar con la forma y el contenido. Aunque no siempre resulten efectivas, son vitales para continuar la circulación sanguínea de un mundo que hace mucho tomó vida propia. Este amplio rango de posibilidades y resultados no solo habla de la ambición creativa de dos individuos que no desean aburrirse ni repetirse, sino también predice su incursión en otros medios, entre ellos siete videojuegos distintos (dos de los cuales fueron escritos por Parker y Stone), tres CDs de música original, una máquina de pinball[12] y, por supuesto, un largometraje para la pantalla grande.

Estrenada en el verano de 1999, entre el fin de la segunda temporada y el estreno de la tercera, South Park: Bigger, Longer & Uncut sigue a los habituales protagonistas Stan Marsh, Kyle Broflovski, Eric Cartman y Kenny McCormick, cuatro niños de ocho años que viven junto a sus familias en el irracional y volátil pueblo de South Park, Colorado. En esta precisa aventura, el profano cuarteto está terriblemente ansioso por asistir al estreno del primer filme de sus ídolos televisivos, Terrance y Philip, dos escuálidos canadienses cuya entera premisa humorística está construida alrededor de pedorrearse y decir la mayor cantidad de obscenidades posibles. Ver a sus héroes vociferar insultos en la gran pantalla resulta una experiencia transformadora para los muchachos, y pronto sus bocas riegan la blasfema voz al resto de los estudiantes del South Park Elementary.

Estos aparentemente inofensivos hechos eventualmente suscitan una crisis espiritual en el país, que es de inmediato correspondida por los señalamientos, la gritería y el hambre de linchamiento de las figuras de autoridad (¿suena familiar?). La (habitual) muerte de Kenny lleva la retórica inflamatoria a su punto más álgido y es así como los EEUU, liderados por la avasalladora personalidad de Sheila Broflovski, declaran la guerra a Canadá, implantan chips de electrochoque en la cabeza de los niños más vulgares y pavimentan el camino para un reinado de maldad encabezado por Satanás y su abusivo amante homosexual Saddam Hussein.

BL&U es un ejemplar bastante excéntrico de las posibilidades expansivas de una adaptación fílmica cuando es bien lograda. Su gran ventaja yace en que como obra se para por sí sola y no se limita a resumir el estilo de su fuente originaria, sino que lo sintetiza y lo subvierte hacia uno de los géneros menos maleables: el musical[13]. Aunque parezcan insolubles, la mezcla de la brutal economía narrativa y humorística de Parker y Stone con el uso de canciones para avanzar la historia resulta exitosa, y en lugar de languidecer en interminables números musicales y en la redundancia azucarada que el género evidencia en sus ejemplares hollywoodenses, el filme dura apenas noventa minutos y las canciones promedian entre los dos y tres de duración.

Una buena parte del crédito debe ir al compositor Marc Shaiman, cuyos sencillos pero operáticos arreglos no solo impulsan las dementes líricas de Parker y Stone, sino que las vuelven sumamente pegajosas. Ya sea en la percusión militar que propulsa “Blame Canada”, o en la cítara que trompea a Saddam Hussein en “I Can Change”, o incluso en el vertiginoso solo de gases estomacales de “Uncle Fucka”, la música del filme es un hito tanto para el cine animado en general como para la carrera del mismo Shaiman, quien a pesar de tener más de 30 títulos a su nombre, nunca alcanzó los picos hilarantes de la reseñada colaboración[14]. A esto se suman las apariciones especiales de Isaac Hayes (la voz del Chef durante buena parte de la serie), Michael McDonald y James Hetfield, quienes acoplaron su singular estilo a la banda sonora del filme en distintos temas.

Sin embargo, mientras las canciones son un componente crucial para el éxito del filme y su pertenencia a un género, BL&U está de lleno construida sobre la sátira de la sociedad norteamericana de los tardíos noventas. Los Estados Unidos de South Park está compuesto por individuos trabajadores, amistosos y bien intencionados cuya mayor debilidad yace en su propensión a tornarse en una turba enardecida, ineducada y violenta cuando enfrentados a un problema serio. Su reacción a lo que consideran un atentado a la decencia –auxiliada por un universo mediático que propaga y refuerza la furia y el pánico moral– no solo ignora por completo las problemáticas y los cuestionamientos de cualquier nación que no sea la propia, sino también resalta la hipocresía fundamental de un país que respalda por completo la violencia, pero se escandaliza por las groserías y la sexualidad: “Just remember what the MPAA always says: horrific, deblorable violence is okay as long as people don’t say any naughty words.”

De todos los blancos atacados por sus ácidos apuntes, la doble moral y la censura son los que más ofuscan a Parker y a Stone, ya que la historia contada en el filme es, en esencia, la historia levemente velada de su propia experiencia con la serie. El estreno y la perseverancia de South Park crearon una suerte de crisis espiritual en los Estados Unidos, en la cual los límites de lo considerado como aceptable o de buen gusto fueron empujados semana tras semana para el horror de los espectadores menos dispuestos a ser escandalizados. Todo esto ocurre, además, en televisión por cable: el contenido de la serie era especialmente subversivo por estar al acceso de virtualmente todo el mundo. Su crudeza humorística y su discurso anti-establecimiento fue interrumpido cada siete minutos para dar lugar a pautas publicitarias de Ford y GM, propagandas políticas de George W. Bush y Al Gore, y anuncios de servicio público sobre huracanes, terremotos y accidentes de tránsito. Ancianos, adolescentes y niños inocentes e influenciables podían en cualquier momento pasar el canal y encontrarse con el Sr. Esclavo metiéndose un roedor por el ano[15], o con la venganza Andrónica de Eric Cartman, o con un debate político entre un emparedado de mierda y una ducha vaginal.

Que la lucha por clausurar el pueblo ficticio de Colorado haya sido una constante durante sus 22 años de edad habla en gran medida de lo importante que la serie es para los Estados Unidos. Republicanos, religiones, estrellas de Hollywood, liberales políticamente correctos: todos han intentando de una u otra manera demoler las murallas creativas que resguardan a Parker y a Stone de los lobos rabiosos. Pero ser ofensivo en una escala tan diversa habla de un producto que ha trascendido la provocación: atacar a South Park porque no está de acuerdo con nuestro punto de vista político, moral o ético no solo desconoce la pluralidad de opinión que debe existir en la libertad de expresión, sino que sostiene la absurda noción de que la cultura que consumimos debe reforzar lo que creemos en lugar de confrontarlo y cuestionarlo.

El propósito de la comedia siempre ha sido, sobre todas las cosas, hacer reír. Esta es (subjetivamente, como todo en la comedia) una de las actividades más satisfactorias de la vida, dislocada de una identidad y de un credo, de responsabilidades y obligaciones, de cargas laborales y deudas económicas, de problemas psiquiátricos, amorosos y de salud. Encontramos algo tan genuinamente absurdo, surreal e indecoroso que no podemos evitar caer en el acto físico de contraer y expandir el diafragma rítmicamente sin ningún motivo científico o utilitario. Dedicar gran parte de la vida a un único proyecto creativo cuyo principal propósito sea hacer reír –y reflexionar sobre el porqué estas imágenes nos provocaron dicha reacción– es una decisión sumamente valiosa. En algún momento, South Park se acabará, y junto a Kenny McCormick se disolverá entre las cenizas de un mundo que seguirá su rumbo sin requerir de su presencia. Pero su legado, ya sea llevado por los admiradores que fascinó o por los detractores que enfureció o por los nuevos contenidos animados que inspiró, continuará vivo. Y aún cuando eso perezca (y lo hará eventualmente), ¿no es más importante matar a una orca enviándola a la luna que dejándola reposar en el agua tibia y putrefacta de un parque acuático?

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[1] I. “El Congreso no podrá hacer ninguna ley con respecto al establecimiento de la religión, ni prohibiendo la libre práctica de la misma; ni limitando la libertad de expresión, ni de prensa; ni el derecho a la asamblea pacífica de las personas, ni de solicitar al gobierno una compensación de agravios.” II. “Siendo necesaria una Milicia bien organizada para la seguridad de un Estado libre, el derecho del pueblo a poseer y portar Armas, no será infringido.”

[2] Uno de los cuales dice ser heredero directo de la tradición vándala de tirar cajas llenas de té al Océano Atlántico.

[3] Tanto Orgazmo como Cannibal! fueron distribuidos por la infame Troma Entertainment y producidos por Avenging Conscience, una pequeña productora creada por Parker, Stone y un par de colegas más, bautizada sarcásticamente por el filme epónimo de D.W. Griffith, detestado de forma unánime por sus fundadores.

[4] En medio de las transacciones alguien digitalizó la cinta y la subió a internet, donde se convirtió en uno de los primeros videos virales de la historia.

[5] Este es, hasta el momento, el único capítulo de la serie animado de forma artesanal.

[6] Es lógico que cada época dorada llegue a su fin, y la de Comedy Central llegó a un abrupto y horrible final hace mucho puto tiempo.

[7] No en vano Parker y Stone se han referido en varias ocasiones a los capítulos de South Park como canciones y a las temporadas como álbumes, pensándose a si mismo menos como animadores y más como miembros de una banda.

[8] La pesadísima carga laboral y emocional de este método es aptamente capturada en el documental Six Days to Air (Arthur Bradford, 2011).

[9] Animé en “Good Times With Weapons”, live-action en “Mr. Hankey, the Christmas Poo”, videojuegos en “Make Love, Not Warcraft” y “Red Hot Catholic Love”, homenaje a Heavy Metal en “Major Boobage”, incluso libro infantil en “A Scause For Applause”.

[10] Adaptación literaria en “Pip”, teatro musical en “Hellen Keller! The Musical”, reality de supervivencia en “I Should Have Never Gone Ziplining”, reality de concurso en “Professor Chaos”, falso documental en “Terrance and Philip: Behind the Blow”, drama deportivo en “The Losing Edge” y “Stanley’s Cup”, comedia ochentera alpinista en “Asspen”, y serialización en “Imaginationland”, “Go God Go”, “Do Handicapped Go To Hell?”, “Cartman’s Mom is a Dirty Slut”, “Black Friday” y las temporadas 18 a la 22.

[11] Una lista reducida de los famosos ofuscados por su retrato del programa incluye a Barbra Streisand, Jennifer López, Tom Cruise, Sean Penn, Rob Reiner, Sarah Jessica Parker, e incluso los previos colaboradores Isaac Hayes y George Clooney.

[12] Este tipo de expansión nos recuerda a otra serie reseñada previamente en Filmigrana.

[13] Parker y Stone han trabajado este género en casi todos sus largometrajes, incluyendo el previamente mencionado Cannibal!, el acá reseñado Bigger, Longer & Uncut, y su filme de marionetas Team America: World Police (2004). A estos se suma su célebre producción de Broadway The Book Of Mormon.

[14] Vale la pena anotar que Shaiman y Parker fueron nominados al Óscar a Mejor Canción por “Blame Canada”, y que su asistencia al evento (junto a Stone) bajo la influencia de ácido lisérgico es una historia mejor escuchada de la boca de sus comensales.

[15] Sólo el diablo sabe cuantas búsquedas perdidas llevaran a Filmigrana por esta frase.

Rachel Talalay: Ghost In The Machine (1993)

“El vicio es contrario a la virtud, como se ha dicho. Pero las virtudes no las tenemos por naturaleza (no son innatas), sino que son causadas por infusión o por el ejercicio habitual, como hemos dicho. Luego los vicios no son contra la naturaleza.”

Santo Tomás de Aquino en Summa Theologiae (1265–1274), Primera Parte de la Segunda Parte, Cuestión 71

“I found a sex program!”

Josh Munroe en Ghost In The Machine

No creo que los placeres de la procrastinación sean ningún misterio para quienes deambulan el océano cibernético día tras día, en busca de una carnada sanguinolenta que los arrastre de un lado al otro de la internet, siempre entretenida, accesible, inagotable. ¿Cómo llegaron a este lugar, por ejemplo? ¿A este artículo? ¿Fue a través de una imagen que activó algún recuerdo de su infancia tardía, quizás reprimida[1], por razones que veremos más adelante? ¿O fue una inmersión ciega en un buscador masivo, una sumatoria de palabras y caracteres cuyo resultado algorítmico fue lo acá presente? ¿O quizás fue el mal olor de esta caneca abierta la que estimuló su curiosidad, como quien camina por los pasillos de pescaderías buscando tripas negruzcas, hinchadas? ¿Quién haría tal cosa? ¿Por qué existe esto?

Frecuentemente nos remontamos al origen de las cosas cuando nos parecen inexplicables, cuando el tiempo y el polvo las han petrificado de tal forma que ya las encontramos irresolubles. Antes íbamos a la biblioteca y buscábamos en enormes tomos con lomo en cuero rojo, explicando en castellano antiguo qué significa cada cosa. Ahora nos sentamos frente a una pantalla luminosa, donde tenemos una fuente insondable de conocimiento, pero cuya principal actividad, si no su objetivo, consiste en desviarnos de aquella consulta original. ¿No es este el punto en el cual la procrastinación se torna peligrosa, cuando pasa de simplemente distraernos de aquello que nos es más importante en la vida a ser lo más importante en nuestra vida? Esta pregunta alumbra esquinas filosas: Primero, ¿qué es lo que es más importante en la vida? ¿La seguridad monetaria, la compenetración emocional, el legado que dejamos a quienes nos suceden, el hedonismo? Muchos de los constructos ideales de lo que una vida debería ser están nublados por la estructura social que los impone en primer lugar, mediante un bombardeo publicitario y mediático que martilla impulsos moralistas, consumistas y con frecuencia inalcanzables. Segundo, ¿no es la procrastinación la destilación más pura de la existencia? ¿No es el constante aplazamiento de las responsabilidades lo que constituye la vida misma? ¿No es el divertimiento un contrapeso necesario a las acciones más puntuales como comer, dormir, matar, desear a la mujer del prójimo y traicionar a la patria?

Todas estas generalizaciones son verdaderamente irresponsables (de hecho llevo aplazando este artículo meses), y como generalizaciones obstruyen los beneficios innegables de una red de información dispuesta para todos los seres humanos. Sí, la internet subraya las peores tendencias de los hombres: su cobardía violenta cuando se oculta en el anonimato, sus tendencias misóginas y misantrópicas, su fetichismo sexual incontrolable al servicio de una industria explotadora y reductiva, su construcción narcisista y ególatra de una imagen propia enaltecida y sesgada. Pero también da voz a TODOS los individuos que quieren ser oídos, muchos de los cuales tienen cosas verdaderamente valiosas que decir, en forma de denuncias, ensayos, sátiras, creaciones artísticas, incoherencias emotivas, notas suicidas.

Tomemos como ejemplo lo siguiente: en junio del 2013, el estadounidense Edward Snowden filtró desde una habitación de hotel en Hong Kong miles de documentos clasificados de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) donde revelaba al público mundial las invasivas políticas de vigilancia electrónica del gobierno estadounidense, en las cuales un oficial calificado podía leer, escuchar y ver todo aquello que virtualmente quisiera del ciudadano promedio, bajo la idea de que éste podía ser una amenaza para la seguridad de la nación. Dicho evento, acompañado de varios otros delatores a nivel mundial, infundió temor en los gobiernos, y el término ciberterrorismo, de facto una estupidez lingüística, nació como un Coco abstracto[2] para asustar a los individuos comunes, cuyas infidelidades y deseos secretos podían ser descubiertos por adolescentes y sus computadoras en cualquier momento, cuando en realidad lo que tenía mayor riesgo de ser expuesto eran los secretos nacionales de quienes les gobiernan, mucho más peligrosos, indescifrables y temibles tanto en su lenguaje como en su motivación. Créase lo que se crea sobre Snowden y los demás whistleblowers, hay algo innegable en sus acciones: Estos individuos tenían algo importante que decir.

“You give us Ticketron and bank machines, but then we get some sort of Big Brother who keeps a record of everytime you sneeze… I’ll tell you: paranoia is underrated.”

Resulta bastante irónico que el mismo mensaje de vigilancia gubernamental no-regulada que causó a Edward Snowden el exilio de su país natal hubiera sido revelado en los 90s por decenas de atroces tecno-thrillers, uno de los cuales es el tópico de este escrito. El inexplicable y verdaderamente demente Ghost In The Machine sigue a Terry Munroe (Karen Allen) y a su irritante y precoz hijo Josh (Wil Hornef), quienes luego de encontrarse por accidente a Karl Hochman (Ted Marcoux), el ‘Asesino en Serie de la Libreta de Teléfonos’ (The Address Book Killer originalmente[3]), deben lidiar con su espectro electrónico una vez éste muere en un accidente (¿suicidio?) automovilístico en una lluviosa autopista. ¿Cómo puede ocurrir tal cosa? Bueno, Hochman es rescatado moribundo de la humeante pila de metal que antes era su carro y, tras ser llevado a un hospital donde los médicos deciden hacerle una resonancia magnética en medio de una tormenta eléctrica, un rayo fríe los circuitos de la clínica y le electrocuta hasta matarle, pero no sin antes dejar que su alma se fugue de cuerpo[4] y se refugie en las ondas electrónicas y cibernéticas de la ciudad de Cleveland, el mismísimo infierno en la tierra estadounidense.

Pronto Hochman está amedrentando a la inconspicua y constantemente estresada madre soltera, así como a la pequeña mierda que es su hijo, desfalcándoles, enviando al trabajo de ella sugestiva ropa interior con notas amenazantes, venciéndoles en juegos de realidad virtual y matando a sus conocidos en formas sorprendentemente creativas y grotescas. Es por esto que Terry, sin poder dar una explicación racional o sobrenatural a su extendida y contagiosa racha de pésima suerte (quien diablos podría explicar una muerte vía microondas seguida de una vía secador de manos), solicita la ayuda del célebre hacker Bram Walker[5] (Chris Mulkey), haciendo la doble y poco deseable tarea de interés romántico y comic relief. La unión de los Munroe y Walker finalmente cementa el trío poco convencional y vagamente definido de héroes que se enfrentarán a la versión tecnológica de Hochman en el desenlace, dejando atrás el resto de estereotipos que aparecieron de cuando en cuando a través del metraje fílmico: la híper-sexuada (y probablemente menor de edad) niñera, el joven amigo negro, el jefe viejo y lascivo, la madre elitista y despreocupada, etcétera, etcétera.

Un tercio final sin ningún tipo de motivación o impulso es tan solo una de las desconcertantes decisiones tomadas en el guión escrito por William Davies y William Osborne, (también responsables de Twins (1988) y Stop! Or My Mom Will Shoot (1992), respectivos vehículos cómicos de las estrellas de acción Arnold Schwarzenegger y Sylvester Stallone) quienes en ningún momento parecen tener control ni convicción sobre lo que el esquizofrénico filme debería ser. Ghost In The Machine inicia como un lineal y bastante protocolario thriller sobre un asesino en serie (al parecer modelado por el éxito de filmes The Stepfather y The Silence Of The Lambs), seguido de una breve visita al drama familiar, explorando la increíblemente delgada relación entre los miembros del clan Munroe, y luego asentándose por largo rato en una serie de increíblemente elaboradas secuencias de acción (o secuencias de homicidio, en realidad) que funcionan como el eslabón perdido entre la saga completa de Final Destination[6] y las máquinas de Rude Goldberg, si éste fuera un psicópata y no un ingeniero (aunque probablemente era un psicópata, no nos engañemos). Dicha mezcolanza de géneros no solo es convulsiva, sino que además no tiene ningún tipo de lógica dramática: las primeras dos partes son completamente inservibles, y a pesar de querer crear vínculos emocionales con los horribles personajes, sus intenciones originales son hundidas por escritura mediocre[7] y terribles actuaciones.

Esto no nos impide divertirnos durante gran parte del filme, tanto por su completamente descontrolada chifladura como por su esfuerzo descomunal en masacrar a sus levemente esbozados personajes secundarios de formas verdaderamente horripilantes e impredecibles. Sin darse cuenta, la película cambia el foco de interés de lo que normalmente vamos a recibir en las salas de cine (una historia, una conexión emotiva, una meditación sobre la vida) y lo ubica de lleno en el deseo titilante de recibir una dosis de violencia, inicialmente reteniendo y negando las imágenes que pedimos pero constantemente construyendo hacia el inevitable y cruel deceso de personas que no conocemos.

Aquel es un claro sobre-análisis de un filme al cual, hay que otorgarle, su falta de pretensión es admirable. Ghost In The Machine puede no saber qué diablos es, pero sabe también muy bien qué no es. Aquello es gracias a la confiada mano estilística de Rachel Talalay, quien en este momento paga por sus pecados del pasado dirigiendo capítulos de Dr. Who (sí existe un peor destino para las almas del audiovisual, no puedo concebirlo). Talalay hace uso frecuente de angulaciones extrañas y cámaras subjetivas, iluminaciones inexplicables e inmersiones digitales datadas, derrochando toda posible gota de energía y opción creativa en un proyecto que lo necesita gravemente. En su hiperactividad fotográfica la directora resulta siendo igualmente profética del estilo visual de la era de la internet, nunca concentrado con nada específico y constantemente bombardeando a sus híper-estimulados espectadores con impulsos y alertas brillantes y coloridas (la reciente Nerve, dirigida este año por Ariel Schulman y Herny Joost, es un ejemplar idóneo para ilustrar dicho déficit de atención y probablemente sea el tema de un futuro artículo de esta página).

Pero mientras Talalay puede ser una mujer claramente capacitada para crear imágenes memorables, su trabajo como directora de actores deja muchísimo que desear[8]: trabajando con un ecléctico grupo de actores de carácter, es evidente que ninguno de estos se hallaba particularmente interesado en el proyecto, más allá de recibir un cheque y algo de notoriedad (hoy en día infamia). Karen Allen está perpetuamente preocupada, y ese es básicamente el rango de su actuación (su cabellera corta y pelirroja también le hace perturbadoramente parecida a Eric Stoltz). Chris Mulkey recita one-liners humorísticos y mordaces, pero su golpeada expresión natural da a entender que lo hace con dolor y agobio más que con confianza. Wil Hornef era un niño, y no es su culpa que su personaje sea un privilegiado y grosero mocoso que además tiene serios y confusos tonos de apropiación racial afroamericana, pero su rostro arrogante, su corte de pelo, su gorra de medio lado y su vestimenta estrafalaria le suma a la indeseable galería de infantes noventeros supuestamente-irreverentes-pero-en-realidad-creados-por-unos-ejecutivos-de-marketing. Ni siquiera la siempre confiable Jessica Walter sale bien librada, aquí en una especie de ensayo y error para la futura Lucille Bluth pero sin su fantástica risa o sentido del humor.

A pesar de todas sus particularidades, el filme no parece tener una opinión muy formada sobre el impacto de la internet sobre sus usuarios o la vida moderna más allá de la paranoia intensa que en algún momento enuncia Terry. Filmes previamente reseñados en este lugar tenían perspectivas mucho más únicas, aunque extraviadas, de los poderes y placeres de la red, mientras que Ghost In The Machine está demasiado preocupado con malabarear las decenas de bolas que escoge tener en el aire simultáneamente. Sin embargo, como una primera (o cuarta) re-inmersión en las arenas movedizas de la tecnología noventera, la película cumple su propósito: algún día desearía saber cual es, exactamente, pero probablemente solo en mi lecho moribundo lo descubra.

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[1] Mi primera memoria de esta película se remonta a dicho periodo, y solo recordaba vagamente una escena en la cual un hombre se prendía en llamas tras usar un secador de manos de un baño.

[2] Véase también “castro-chavismo”, “narcoterrorismo”, “ideología de género”, “islamismo radical”, entre otros.

[3] En toda la historia de los Estados Unidos hasta el momento ningún asesino en serie ha ostentado dicho apodo ni su modus operandi, robar libretas telefónicas y matar en orden a quienes aparezcan en una página al azar, a menos que dicho MO se interprete como una variación de la ideada por Franklin Clarke en The A.B.C. Murders (1936) de Agatha Christie.

[4] El título del filme y esta secuencia en particular funcionan como un dudoso (y bastante malintencionado, en caso de ser intencional) homenaje al concepto acuñado y desarrollado por el filósofo británico Gilbert Ryle en su obra The Concept Of Mind (1949), donde refutó decididamente las creencias básicas del dualismo Cartesiano, puntualmente la existencia de una dualidad mente-cuerpo. Ryle argumentaba que la idea de que la mente pudiera sobrevivir al cuerpo no solo era descaradamente absurda, sino que además partía de un error de lógica al intentar apilar cuerpo y mente en una misma categoría, complementario el uno del otro. No obstante, dicho concepto fue retomado en 1967 por Arthur Koestler en su libro The Ghost in the Machine, (1967) cuya premisa central era la carrera sin frenos de la humanidad hacia la destrucción, algo que según el periodista húngaro-británico era inevitable dado que la evolución cerebral del hombre nunca erradicó sus impulsos primales. Koestler probablemente habría disfrutado de esta película, de no haber muerto una década antes de su estreno.

[5] Walker probablemente debería estar en la cárcel tras infiltrar y hackear el IRS, no trabajando en una empresa genérica de software en Ohio.

[6] Saga que si deciden enfrentar, tiene una sorprendentemente sólida tercera entrega.

[7] No creo que exista ningún otro tipo de creación en la tierra tan absurdamente obsesionada con la importancia de las libretas telefónicas en la vida de las personas.

[8] La producción no le hizo ningún favor a la joven realizadora, quien hasta ese momento solo había dirigido la sexta parte de la saga de Freddy Krueger, Freddy’s Dead: The Final Chapter (1991), obligándole a filmar múltiples escenas de los actores reaccionando a una pantalla verde. Dichas reacciones varían de ligeramente sorprendidas a completamente inexpresivas.

Rob Bowman, The X-Files: Fight The Future (1998) / Chris Carter, The X-Files: I Want To Believe (2008)

La nostalgia tiene un efecto poderoso sobre los seres humanos, especialmente en estos tiempos modernos de procrastinación rampante donde es más sencillo ocuparse pensando en el pudo-haber-sido que preocuparse por el-ahora-y-el-mañana (aun cuando el-ahora-y-el-mañana son mucho más importantes para la preservación de nuestra especie y la cultura que le rodea). “Try to remember the times that were good”, le recuerda A.J. a Tony Soprano en la cena familiar que cierra la serie: Aquella costumbre de revisitar los momentos más felices de nuestra vida idealiza el pasado de una forma peligrosa y reductiva. La felicidad pasada nos fue solo posible gracias al resto del espectro sentimental que le acompaña día tras día. Eso no obstruye que ansiemos los viejos y buenos días: aquellos eran los días, todo lo que sucede aquellas décadas lejanas nos resulta incrementalmente complejo e inentendible y aterrador. ¿Los peligros de las NSA del mundo y de las fortunas fraudulentas de príncipes nigerianos y del sexo virtual? Nada de eso existía en aquel entonces (aunque sí existía el robo de órganos y el autoestopismo y los cultos satanistas, todos eventos que aún perduran). Sin embargo, olvidamos con frecuencia que nuestro revisionismo histórico personal excluye el hecho de que nuestra perspectiva crítica ha sido forjada con el pasar de los años y los días y los minutos que han transcurrido desde el punto A hasta el punto B.

Hay cosas que definitivamente eran mejores en aquellos buenos días: Por ejemplo, en ese entonces buitres corporativos y entes humanoides llenos de codicia aún no se habían percatado de lo lucrativa que es la nostalgia como contenido y estilo cinematográfico. Aquello es un proceso largo, posible solo gracias a la gentrificación[1] de los objetos de culto, impulsada por la explosión de las convenciones monetizadas diseñadas para excretar variaciones del perpetuamente mediocre y miserable fan-service. ¿Es usted fanático de una blanda serie de ciencia-ficción británica que destroza la obra original de algún tuberculoso escritor victoriano que tosió sangre hasta colapsar sin vida sobre sus hijos? Estoy seguro que le interesaría tener una camiseta temática, y una billetera y una licuadora y un set de cepillos de dientes, y un juego de mesa para jugar con sus igualmente horribles y pudientes amigos. ¿O quizás lo suyo es una obscura película de horror de Charles Band sobre un parásito caníbal que habita los estómagos de los seres humanos? ¿No le gustaría una mini-serie/secuela producida por Netflix y Chat-Roulette y dirigida por el mismo Charles Band? ¿O quizás un documental que rescate irónicamente los valores de producción baratos y la historia medio-cocinada de aquella película sin hacer ningún esfuerzo por ser una creación artística válida en sus propios méritos? ¡BAZINGA!

Aquella visión distópicamente neoliberal[2] de la nostalgia jamás habría sido posible sin la reestructuración creativa ocurrida en Hollywood en la década de los 80s, casi en su totalidad impulsada por la fuerza sobrehumana de Star Wars de George Lucas. Considerado por su estudio patrocinador, 20th Century Fox, como un modesto filme de ciencia-ficción y el plan B de la estrategia de taquilla (centrada alrededor de la olvidada The Other Side Of Midnight) de aquel fatídico verano, la película de Lucas abrió el 25 de Mayo de 1977[3] en menos de 32 teatros y en unas cuantas semanas se convirtió en el fenómeno masivo que recaudó más de 750 millones de dólares (más Dios sabe cuanto en mercancías) y cerró la ventana de un Hollywood interesado en narrativas profundas y dramáticas para dar luz a un nuevo Hollywood obsesionado con los blockbusters, el marketing, las secuelas y los efectos especiales.

Para ponerlo en perspectiva, en 1981 las 10 películas más taquilleras estaban conformadas por siete creaciones originales, una adaptación y dos secuelas. 30 años más tarde en el 2011, aquella lista está compuesta por ocho secuelas y dos adaptaciones de, ustedes adivinaron, cómics de Marvel. ¿Cómo asimilar estos inevitables eventos sin perder fe en la humanidad? ¿Es posible luchar una guerra contra ellos sabiendo que solo existe una posibilidad microscópica de ganar? ¿No es la creencia, o el deseo de creer, en ideales mayores a uno la forma de mantener viva la resistencia hasta que llegue la revolución?

Existieron en los noventas un par de detectives que se enfrentaron al sistema constante y acérrimamente, con terribles y trágicas consecuencias personales y laborales, pero nunca amainados por los crueles azares del hado, ni por las vengativas acciones del 1%, y nunca disuadidos de la posibilidad de saber más y más con cada episodio de 40 minutos que pasaba: estos eran los agentes del FBI Fox “Spooky” Mulder y Dana “Starbuck” Scully, quienes investigaron más de 200 casos paranormales en la (inicialmente) extraordinaria serie televisiva The X-Files (1993-2002, 2016), creada por Chris Carter. Carter, un extranjero en el mundo televisivo, utilizó sus poderosas conexiones familiares y amistosas para propulsar con definido ímpetu lo que él consideraba necesario para la televisión de género noventera, inspirado fuertemente por los programas que veía en su infancia (principalmente Kolchak: The Night Stalker y The Twilight Zone). Su visión no-canónica fue fundamental para el éxito del programa: su abierta hostilidad hacia las entidades gubernamentales, su perspectiva constantemente pesimista sobre la naturaleza humana, su afecto indiscriminado por las teorías conspiracionistas (así éstas respaldaran en más de una ocasión hipótesis sugeridas por partidos políticos de extrema derecha), su extraña estructura parcialmente-serializada-parcialmente-independiente[4].

Carter se comportaba como un hombre con nada que perder (fuera de un jugoso contrato con Fox), pero The X-Files nunca habría funcionado de no ser por el casting perfecto de David Duchovny y Gillian Anderson. Balanceando una deslumbrante química sexual, casi siempre platónica, con avanzados y complejos bloques de información científica/histórica que se mezclaba con súbitos brotes de humor negro, Duchovny y Anderson hacían entretenidos incluso los más absurdos y ridículos episodios. Verles trabajando juntos era (y continua siendo hasta el día de hoy) una experiencia única y redentora en la ficción televisiva, ya fuera mientras intentaban alcanzar la elusiva verdad alienígena de un gobierno paternalista/egoísta, desmantelaban un culto de profesores de bachillerato satanistas con la ayuda del mismísimo demonio, o resolvían el caso de un asesino en serie en una comunidad circense[5].

Mi fanatismo casi religioso por The X-Files no me ciega ante su más clara debilidad, consecuencia de la ambición de su creador y maestro de ceremonias: Chris Carter simplemente no sabe cuando detenerse. Aquello tiene sus razones económicas lógicas, después de todo ¿quién mataría a la gallina de los huevos de oro? Pero Carter también ha querido desde los inicios de la serie explorar las posibilidades de su extensiva mitología[6]: Dos series (Millenium y The Lone Gunmen), tres videojuegos (incluyendo un Pinball diseñado por Sega), varios cómics, un juego de cartas, una próxima serie de libros para jóvenes adultos sobre la adolescencia de los protagonistas, dos películas y una reciente resurrección en forma de mini-serie sugieren simultáneamente un pago de deudas y una vívida obsesión creativa que no siempre resulta necesaria. De todos estas salientes, los dos casos más atractivos y relevantes para nuestra empresa son los filmes, rodados con 10 años de diferencia entre ellos, en momentos muy distintos de la saga.

“Survival is the ultimate ideology.”

El primero, The X-Files: Fight The Future, continúa la narrativa entre el último capítulo de la quinta temporada (The End) y el primero de la sexta (The Beginning), luego de que (Spoiler Alert) los Archivos X han sido quemados hasta quedar hechos cenizas y la facción del FBI en la cual estaban empleados Mulder y Scully ha sido cerrada hasta futuro aviso. Dirigido por Rob Bowman, uno de los frecuentes colaboradores de la serie[7], y escrito por Carter y Frank Spotnitz, el propósito del primer filme fue tanto dar una especie de culminación a los primeros cinco años de la serie para quienes la habían seguido asiduamente, mientras que el universo le era presentado simultáneamente a nuevos espectadores que se adentraran en la sala por accidente (no creo que exista nadie en la tierra que vaya a ver la película de Alf sin saber con antelación quién diablos es Alf). La historia comienza en la era paleolítica, 35,000 años a.C., cuando un agresivo alienígena ataca e infecta a un par de cavernícolas con un virus desconocido, virus que es redescubierto en 1998 por un niño llamado Stevie (un joven Lucas Black) quien lo contrae mientras explora una cueva en el Norte de Texas.

Una vez terminado este pequeño preludio pasamos a nuestros protagonistas, los reasignados agentes Mulder y Scully, quienes han sido llamados a responder a una alerta de bomba en un edifico federal de la capital estadounidense. A pesar de encontrar dicho artefacto explosivo, el edificio estalla en la primera gran secuencia de acción del filme (y probablemente el más costoso también, junto al alquiler de no menos de 15 helicópteros), y pronto un extraño contacta a Mulder para advertirle que dicha explosión es solo una pantalla de humo para distraer de algunos cadáveres incinerados en la morgue, entre ellos el del joven Stevie. Esta pequeña información pone en ruedo la investigación semi-ilegal de los dos agentes, quienes una y otra vez ponen en riesgo su propia vida y carrera profesional en búsqueda de la prueba irrefutable de la existencia de vida extraterrestre inteligente (Mulder por razones simbólicas, Scully por razones científicas).

Aunque resulte difícil complacer a un grupo de fanáticos rabiosos mientras simultáneamente se es condescendiente con ellos, el filme funciona sorprendentemente bien, y el resultado final es un sólido (si cursi) thriller que alterna entre divertido y ligero, y paranoico y pesimista. Bowman salta rápidamente de un género a otro, pasando por horror de criatura (con ecos de Alien y de Invasion Of The Body Snatchers, versión 1978), thriller político, procedural policiaco, y ciencia-ficción. Este trastorno de personalidad múltiple es visible también en la estructura del filme, donde el paso de una secuencia obligatoria a la siguiente es al mismo tiempo predecible y refrescante: nuestros héroes sobreviven a una costosa explosión (así demostrando que no estamos en territorio conocido) pero poco después un caso es revelado, y éste es investigado en una locación lejana y específica donde testigos son entrevistados y decisiones impulsivas y reveladoras son tomadas (no muy disímil de un episodio común). No obstante, el caso fue expuesto por un nuevo y extraño personaje[8] (básicamente una variación de los muchos informantes que suplen a Mulder a través de la serie), pero en cuanto los agentes se enredan en problemas son viejos conocidos quienes les auxilian/perjudican (The Lone Gunmen, La Corporación, el Hombre-Cáncer, el siempre bienvenido Walter Skinner).

Fight The Future es básicamente un capítulo más largo y más caro de The X-Files, pero también uno efectivo (quizás es el último gran capítulo de mitología de la serie, antes de la ridícula aparición de los Super Soldados). Aquello abre una lata de gusanos: el filme no es del todo necesario, al tratarse de una oportunidad perdida que no explora las facilidades del formato fílmico[9] (como, por ejemplo, sí lo hizo South Park en South Park: Bigger, Longer & Uncut), pero no es del todo redundante por ser sumamente entretenido. El estilo de dirección de Bowman[10] camina aquella fina línea también, al ser vistoso pero no característico, aptamente emulando los blockbusters de verano dirigidos por Tony Scott[11] y Roland Emmerich, y bajando la intensidad en los momentos más íntimos entre los dos agentes (incluyendo el ansiado preámbulo a un beso que nunca se da).

Fight The Future significó también el final del modelo de producción original de la serie: el rodaje se trasladó de la fría Columbia Británica en Canadá (cuyas misteriosas tierras fueron parcialmente responsables de la memorable atmósfera sombría del programa) hacia las tierras más soleadas de Los Ángeles, California, por petición de David Duchovny, quien deseaba tanto estar en cercanía de su mujer como tener la oportunidad de participar en más proyectos fuera de los financiados por Fox. Fue a partir de este momento que la mitología de The X-Files se fue tornando progresivamente confusa, mientras los capítulos aislados eran cada vez más auto-referenciales, cómicos y románticos (tonos que la serie exploraba esporádicamente antes, pero que dieron resultados estupendos en The Unnatural, Triangle, Field Trip, X-Cops, Je Sohuaite, Sunshine Days, entre otros).

El mayor sacrificio vino en el lenguaje cinematográfico, que se alejó progresivamente de los movimientos de cámara sugestivos y expresivos que inicialmente caracterizaron la producción (inclinándose más hacia fílmico que lo televisivo) y de la iluminación naturalista que otorgaba un realismo intrínseco a la imagen, dando paso en las últimas dos temporadas a un lenguaje incrementalmente blando y genérico, a varias cámaras, cuyos negativos eran escaneados inmaculadamente en los laboratorios del estudio para un resultado tristemente estéril[12].

“This is God’s work.”

Ese estilo anodino impregna The X-Files: I Want To Believe, un procedural policiaco dirigido por Carter seis años tras el final de la serie, que parece debatirse entre un caso no particularmente interesante y un slice of life de la vida post-gubernamental de los agentes, quienes ahora son una pareja. Influenciado fuertemente por el auge de ficción de crimen escandinavo, el filme encuentra a un huraño Mulder y a una Scully dedicada de tiempo completo a la medicina no forense, cuando son contactados de forma inesperada por la joven agente Dakota Whitney (Amanda Peet) y su compañero Moseley Drummy (Alvin “Xzibit” Joiner) quienes requieren de su ayuda para lidiar con los aspectos más extraños de su más reciente caso: Una joven agente de la sección de Virginia ha desaparecido en lo que parece ser un secuestro, y las únicas pistas provienen de un desgraciado cura con pasado pederasta que tiene visiones reveladoras sobre los crímenes locales.

Escrita por Carter y Spotnitz y fotografiada por Bill Roe, el fotógrafo de cabecera de la serie desde la sexta temporada, I Want To Believe no es muy estimulante visualmente, pero sí presenta un retrato bastante inusual de dos de los personajes más emblemáticos del mundo televisivo. Alejándose por completo del arco mitológico, la película se asemeja sobre todo a los Monster-Of-The-Week de las temporadas tardías, recorriendo territorio previamente explorado (“asesinos con inexplicables conexiones psíquicas”) por algunos de los mejores capítulos de la serie, entre ellos Aubrey, Clyde Bruckman’s Final Repose y Oubliette. Sin embargo, la extensión fílmica y la ubicación temporal de la película media década luego del último episodio, expone perspectivas sobre estas dos personas previamente inexploradas.

Mulder, por ejemplo, se ha convertido desde su desaparición en un conspiracionista obsesivo quien deambula de extrañeza a extrañeza sin norte aparente. Los límites impuestos por su puesto, su salario y la burocracia gubernamental eran el polo a tierra para Fox, quien se ha dejado crecer una larga y espesa barba, y ha reubicado su desorden oficinal a una aislada cabaña en Cualquier-Lugar, USA, completa con su célebre poster motivacional, lápices clavados en el dry-wall del techo y un plato lleno de semillas de girasol. Mulder sonríe ante la preocupación amorosa de Scully, pero parece perdido sin la amenaza de muerte y revelación que antes rondaba su vida, día tras día alejándose de la época más emocionante e importante de ésta. El caso le presenta la oportunidad de replicar sus años dorados, pero el tiempo que ha transcurrido hace parecer sus impulsos previamente valientes peligrosos, casi suicidas.

Scully, por su lado, ha encontrado en el fin de su afiliación con el FBI una igualmente satisfactoria continuación a su carrera profesional, utilizando tratamientos experimentales en un hospital católico con la esperanza de curar niños enfermos. El caso no significa lo mismo para ella que para Mulder, ya que su mente se encuentra ocupada y activa, pero igual le ayuda a confrontar una parte de sí misma que siempre fue fundamental: la religión y la creencia. Frecuentemente encasillada como el yang escéptico al ying crédulo de Mulder, Scully siempre ha estado más dispuesta a creer de lo que se le reconoce, pero su mente científica constantemente domina las reacciones emotivas e instintivas que propulsan a su compañero. La película le presenta una oportunidad a Anderson de exhibir lados más sensibles y ambiciosos de su personaje que los vistos en la serie, mientras Carter aprovecha la dinámica entre Scully y el cura Joseph Fitzpatrick (Billy Conolly en un extraño casting) para librar una confusa batalla contra el clero y su poderío.

Aquellas exploraciones, aunque originales, no distraen de las múltiples fallas que atormentan I Want To Believe, la más flagrante que no es muy entretenida. La dirección pesada y desprovista de humor de Carter[13] es la principal causante de esto, haciendo el ritmo lento y quejumbroso en lugar de rápido y emocionante, como el género lo requeriría. Pero el filme también expone algunas de las razones por las cuales la serie era tan exitosa y lograda en los noventas mientras sus reanimaciones póstumas parecen incrementalmente datadas. Principalmente, está el concepto del asco y el miedo: La exposición y el fácil acceso a productos cada vez más violentos en televisión ha hecho que lo que antes era considerado perturbador y chocante haya perdido potencia, en parte gracias a una censura recesiva. Tanto I Want To Believe como la reciente mini-serie hacen uso explícito de gore, pero en lugar de ser herramientas inventivas para causar conflicto en los espectadores, parecen respuestas a una época y una audiencia más indolente. Mientras antes la sensibilidad común permitía que lo absurdo permeara lo real en la representación fílmica de la violencia, hoy en día el hiperrealismo y la porno-tortura ubican el asco en un lugar genuinamente repulsivo pero sin complicarlo ideológicamente. No problematizar las imágenes violentas es una forma de aceptarlas, y hacerlas extremadamente reales no solo las hace indeseables, también elimina el placer sensorial y visceral que anteriormente implicaban[14].

The X-Files nunca se trató sobre lo gráfico, porque ver un misterio explícito es un oxímoron. ¿Qué sentido tiene ver imágenes claras y nítidas de criaturas inconcebibles si eso solo subraya lo ridículas que éstas son inicialmente? El propósito de la saga creada por Chris Carter nunca fue revelar la verdad (así los capítulos finales se titulen obviamente The Truth), sino destacar la importancia de buscarla consistentemente, ya fuera en teorías conspiracionistas, autopsias extraterrestres, venganzas familiares, cajas de cereal o experiencias de vida. Aquel mensaje aún es poderoso y subversivo, y en tiempos de resurrección de franquicias antiguas por motivos nostálgicos y monetarios[15] resulta especialmente relevante. El simple hecho de que la obra original de The X-Files aún tenga mucho que decir, más de veinte años luego de su estreno, no es simplemente admirable: es en sí mismo, la elusiva verdad.

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[1] Aunque el término gentrificación normalmente se aplica a la restauración arquitectónica de áreas urbanas anteriormente problemáticas con intereses económicos, creo que encaja metafóricamente a la situación.

[2] Cash rules everything around me, C.R.E.A.M., get the money, dollar, dollar bill y’all.

[3] El mismo día fue estrenada la magistral Sorcerer de William Friedkin, que fue reciente y nostálgicamente restaurada en todo su esplendor.

[4] The X-Files introdujo la muy imitada y reverenciada división entre mitología (todos los capítulos con afiliación extraterrestre, con algunas excepciones) y Monster-of-the-Week (el resto de los capítulos, casi siempre tratando una actividad paranormal que iniciaba en el minuto uno y se resolvía en el 40).

[5] El otro gran acierto de Chris Carter fue rodearse de escritores supremamente talentosos, entre ellos James Wong, Glen Morgan, Frank Spotnitz, Vince Gilligan y el legendario Darin Morgan.

[6] Vale la pena mencionar que The X-Files fue también, en muchas maneras, la primera serie de culto estadounidense que fue improvisando su mitología a medida que avanzaba, y a pesar de presentar un retrato completo de la relación extraterrestre-humana ya acabado su trayecto, muchos de los trazos inicialmente esbozados fueron ignorados, olvidados y más de una vez contradichos.

[7] Bowman dirigió 33 episodios, de los cuales se destacan especialmente End Game, F. Emasculata, Our Town, Jose Chung’s From Outer Space y Paper Hearts.

[8] Carter y Bowman eligieron a varios actores reconocidos para que trabajaran en el filme, entre ellos Martin Landau, Armin Mueller-Stahl y Blythe Danner, rompiendo así su política de emplear mayoritariamente a actores desconocidos para mantener un mayor grado de realismo.

[9] Hay que decir que al menos la película tiene suficiente gore y sangre para ser uno de los PG-13s más violentos existentes.

[10] Habría sido fascinante ver la hábil mano del ya fallecido Kim Manners detrás del filme. Su afecto por los planos secuencias y por las angulaciones extrañas habrían abierto puertas estilísticas que por desgracia se mantienen cerradas en la versión de Bowman.

[11] Esta noción es reforzada por el empleo de Ward Russell como director de fotografía, quien trabajó con el fallecido Scott en Days Of Thunder y The Last Boy Scout como DP y en Top Gun, Beverly Hills Cop II y Revenge como técnico jefe de iluminación.

[12] La salida de Duchovny de la serie y su demanda laboral a Fox, ya memorias lejanas, no ayudaron tampoco.

[13] Los episodios escritos por Carter siempre fueron criticados por esas dos características, y aunque las dos se manifiestan de forma narcisista en este ejemplar, muchos de sus mejores capítulos evidencian un gran sentido del humor (Syzygy, The Postmodern Prometheus, Triangle) o una seriedad merecida y respaldada por la historia detrás (Darkness Falls, The Erlenmeyer Flask, Irresistible).

[14] Esto es especialmente notorio en los remakes modernos de las sagas de horror de los 80s, cuyo reemplazo de efectos prácticos por CGI es solo uno de sus estúpidos delitos.

[15] Hay excepciones a la regla sumamente valiosas, por ejemplo, Mad Max: Fury Road de George Miller (2015).

One Missed Call: Takashi Miike (2003) Vs. Eric Valette (2008)

Un enfrentamiento hipotético en el que nadie sale victorioso.

Se podría decir que he sido afortunado al pensar que pocas personas de mi edad han fallecido, contemporáneos míos con los que comparta fascinaciones y momentos cercanos, y siento que aún vivo en la época de las personas que mueren y tan sólo dejan atrás las memorias y experiencias vividas por sus seres queridos, allegados y conocidos aún presentes en este mundo. Este es un paisaje que ha venido cambiando gradualmente en la última década, y a pesar de que suelo pensar en la muerte con cierta recurrencia, no es mucho el tiempo que le dedico a los artefactos de comunicación que dejamos cuando abandonamos el plano mortal.

Perfiles de redes sociales, numerosos correos y aquella cuenta de Twitter que sólo abrimos por presión social permanecen ahí, de la misma manera que siempre lo han hecho los libros, fotografías, pinturas e incluso nuestros huesos no-cremados, contando nuestra historia; lo aterrador de aquellos objetos que nos inundan en el presente es su inmediatez, y la vaga sensación de presencia que proveen mucho después de que sus dueños se han ido. Es un asunto con el cual hemos estado empezando a lidiar en el mundo subdesarrollado, pero esta fantasmagoría ya era bien conocida en Japón y es un elemento en juego en la novela de Yasushi Akimoto[1], Chakushin Ari, de la cual cinco diferentes One Missed Call están inspiradas, y son el motivo de este pequeño escrito. En esta ocasión sólo abordaré la original japonesa y su remake estadounidense, de las dos secuelas japonesas y la serie de televisión hablaremos con más detalle en otra ocasión[2].

Claro, no se trata de una novela salida del éter, y su adaptación es algo menos que sutil a la hora de enseñar su pedigree. Primero, debemos tener en cuenta la contemporaneidad de Ringu (Hideo Nakata, 1998) y su considerable éxito tanto doméstico como internacional, donde ya se dan ciertos escenarios que se repetirán en este dueto de películas como lo son las advertencias ominosas, en la que un mensaje de voz del futuro es un poco más críptico e intuitivo que la conocida advertencia de los Siete Días. Hasta ahí, creo que todos nos entendemos y podemos pasar eso como una sencilla casualidad.

Si contamos con The Grudge/Ju-On (Takashi Shimizu[3], 2002) y la otra pieza célebre de Nakata que es Dark Water (2002) nos daremos cuenta que hay, para este entonces, un suelo muy fértil para el J-Horror, y la entrega que Takashi Miike nos da en el 2003 tiene todos los elementos clave de estas películas: ¿Fantasmas aterradores en forma de niños descuidados? Los hay. ¿Maldiciones relacionadas con un sitio específico? También, hasta cierto punto. ¿Líquidos oscuros que se confunden con sangre? Sí que sí. Adicional a estas fascinaciones locales tenemos el marcado estilo de Miike, quien se desenvuelve competentemente en la sutileza del susto sin que eso le impida añadir sus propios galones de sangre a la mezcla.

La película “original” se salva de ser una pieza derivativa del fenómeno de horror japonés gracias a esos toques estilísticos, proveídos por un hombre que había dirigido al menos 27 (!) películas entre mediados de 1999, año en el que realiza la célebre y controversial Audition, y el 2003. Habiendo dirigido dramas criminales, películas para niños, adaptaciones de videojuegos con luchadoras escasamente vestidas y sus piezas de centro ultraviolentas, nos encontramos ante la seguridad de un director experimentado para el que incluso este material parece ser demasiado malsano y descabellado.

Hay un gran cuidado en lo sugerido y lo contextual, jugando con los formatos de video y creando un espacio creíble habitado por sus personajes, pero todo cobra mayor fuerza con el ringtone[4], que se rumora que fue empleado en atracciones embrujadas en Japón posterior a la película. Infortunadamente, ese ringtone es tal vez la única semblanza de Miike que figura en el remake estadounidense que aparece cinco años después, en manos de Eric Valette.

La película de Valette es la que muchos conocemos sin saberlo, con su infame póster de la mujer contestando un teléfono celular mientras sus ojos… Gritan, por ponerlo en los mejores términos. Sin duda mi amigo JNMGLVDL podría escribir una pieza entera que gire en torno a este arte promocional, que raya entre cautivador y estúpido, por lo que no quisiera extenderme mucho aquí. También es necesario acotar que Eric Valette es francés, lo cual parecería darle un cierto aire de colaborador del Nuevo Extremismo Francés, y deberíamos atenernos a una película aterradora y cruel, ¿Cierto?

¿Cierto?

Valette, en uno de sus muchos contrastes ante Miike, tiene apenas un puñado de créditos de cortometrajes y un largometraje dentro de su maletín, Maléfique (2002), cuyo estilo visual sobresaturado y generoso en CGI da más cuenta de Jean Pierre Jeunet y Pitof que de las transgresiones de Leos Carax, Catherine Breillat o Pascal Laugier. Esta película no es la excepción, orientada a un público que no toleraría ver a unos personajes hablando en un restaurante decente y sosegado, por lo que se decide cambiar la secuencia inicial japonesa por una fiesta adolescente llena de conversaciones banales. Por si fuera poco, la versión de habla inglesa se toma el esfuerzo de explicar la posibilidad de que exista una niña muerta desde el principio, y no hablaré de la reimaginación de la secuencia de créditos, otra muestra (de muchas) en las que el lenguaje toca la nariz de todos.

Muchos de ustedes me conocen bien, y soy abierto y acérrimo detractor de la idea de etiquetar el cine estadounidense bajo una sola bandera de “simple y comercial”, como alguien que carece de amor y discernimiento por lo que ve. Sin embargo hay que llamar ciertas cosas por el nombre, y One Missed Call del 2008 es poco menos que el resultado del Paro de Guionistas del 2007-2008, y siquiera un intento por capitalizar en una serie de películas que eran más o menos rentables y promovieron copiosas secuelas. The Ring (2002) y The Grudge (2004) ya habían tenido su momento, y sus vástagos fáciles y carentes del reparto estelar se hallaban poblando la tierra. También debemos reconocer que ciertas adaptaciones (en especial las del horror de países no anglo-parlantes) pretenden impermeabilizar culturalmente a sus espectadores, y ofrecer la premisa en un formato cómodo y digestivo para las salas, y vagamente titilante en las abundantes distribuciones Directo-a-Video.

Entonces ¿Hay algo que salve a Eric Valette[5]? No, en calidad de sus personajes altamente blandos e innecesarios, un abuso de frecuencias bajas para crear un falso sentido de temor y ansiedad en el espectador (asumo que la mezcla en cine no era mucho mejor, admito que no la vi en una sala) y, de nuevo, el empleo poco convincente de CGI. Pensar que es posible hacer mucho más con menos es un ejercicio absurdo, si nos sentamos a analizar las dinámicas de estudio detrás de esta horrible adaptación que costó alrededor de US$26’000.000, y que hizo el equivalente marginal de esa cifra en salas domésticas (sin contar los mercados asiáticos y latinoamericanos), lo que justifica que ahí haya cesado su linaje.

De una u otra manera, el Paro de Guionistas ya terminó, estamos a varios años de distancia de estas películas y el panorama tecnológico (si no el cinematográfico) ha cambiado, y tras labrar el campo con los huesos y el abono de Feardotcom (2002), Hellraiser: Hellworld (2005) y Stay Alive (2006) hemos cosechado películas tan delirantes como Unfriended (2014) o altamente desechables como Chatroom (2010), nuevamente de Hideo Nakata; esa misma tecnología haría inverosímil una película como Buried (2010) si tenemos en cuenta que una batería de un teléfono celular actual siquiera podría durar 90 minutos en uso constante, pero es apenas suficiente para grabar videos y hacer meta-comentarios en una película como Scream 4 (2011), del recientemente finado Wes Craven.

Lo que sí podemos esperar es un influjo cada vez más elevado en los miedos cinematográficos a esos artefactos digitales, los nuevos fenómenos invisibles en los que una conexión fallida a un teléfono o una señal WiFi fraudulenta reemplazan (de a pocos) a los fantasmas de antaño. ¿Veremos acaso una situación semejante con los smartwatches y los lentes de realidad virtual[6], donde reposarán los avatares embrujados de nuestra presencia después de la muerte? Yo diría que…

Ah, lo siento, me está entrando una llamada.

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[1] Si usted intenta buscar la biografía del señor Akimoto en Wikipedia, se encontrará con la grata sorpresa homónima de Yasushi Akimoto, libretista y productor de televisión.

[2] Para ser franco con quien esté leyendo esto, preferiría invertir ese mismo tiempo en reseñar la totalidad de la saga Hellraiser, con la que ya tengo una familiaridad algo más que pasajera.

[3] Quien dirigiría la adaptación ‘live action’ de Kiki, la Aprendiz de Bruja en el 2014.

[4] Y hablando de ringtones memorables, el que suena durante los créditos iniciales corresponde al tema musical de otra película de Miike, Gozu (2003).

[5] Como nota curiosa, mi buen amigo y colega Dustnation me compartió varias secuencias de Christine (1983) en las que aparentemente John Carpenter arroja la casa por la ventana en materia de producción; me resulta necesario recalcar que este mismo Eric Valette dirigió Super Hybrid (2011), una funesta e hilarante imitación.

[6] De cierta manera, eXistenZ (1999) ya estuvo aquí y muchas gracias, Cronenberg; si quieren irse más atrás, They Live (1988) es la plantilla de la que muchos eventualmente partirán, nuevamente cortesía de John Carperter.

They Came

Algo que notarán nuestros lectores de antaño es que el titular uno de nuestros impopulares artículos de relleno que, de cuando en cuando, aparecen en períodos de paternal ausencia es una labor tan imaginativa como el esfuerzo gastronómico que hace Kentucky Fried Chicken, aquel que aboga por darle la misma textura y sabor ‘broaster’ a todo tipo de comidas, incluso las que no deberían tener pollo para empezar.

¿Qué se puede inferir del título de este pequeño artículo, y cómo se puede interpretar en lo que viene del mes de mayo? ¿Es acaso la elegancia amateurística -y muy entusiasta- ofrecida por David Cronenberg en Shivers (1975), también conocida como They Came From Within, aquella que nos movió de nuestro notorio letargo de 2 meses? ¿Se refiere acaso a un infortunado double-entendre sobre eyaculación? ¿Es tan sólo una mención, fabricada en un inglés semánticamente pobre, acerca de nuestro regreso al blog? Todas son conjeturas posibles, algunas menos válidas que otras, pero debo confesar que la inspiración central del presente título, y el impulso final que cierra una cadena de impulsos vitales para regresar a nuestra horrible labor, se la debo a este videojuego de 1991. Si estamos en la misma sintonía de morbosa curiosidad, seguro querrán seguir el enlace.

¿Qué tiene que ver un clón hediondo y descartable de Galaga con Filmigrana y su esfuerzo en difundir la buena palabra de la patanería, la insensatez y el descaro en cuanto a crítica cinematográfica se refiere? No mucho, más allá de tratarse de un juego dañado en el que hemos decidido participar, con todos los bugs, glitches, errores y demenciales despropósitos de diseño y presentación, y en el que seguiremos con todo el aliento que le podamos prestar. No siendo indiferentes a las objeciones de varios lectores hacia nuestra opinión, la iremos puliendo no para endulzar los ojos de aquellos (y los oídos de quienes se enfrentan a los podcasts, prontos a regresar con nueva presentación) sino para mostrarla más fresca, propia y mejor documentada, confiando en que se lleve a buen término nuestra ‘misión’ de invitar a ver más cine desconocido y sin celebrar, ojalá con la constante de “los de ese blog son unos putos idiotas” en sus cabezas.

Pero no quiero que la eulogía se extienda de manera innecesaria, y para hablar mejor de nuestra redoblada intención, tenemos a continuación:

Lo que vimos (y vendrá) para mayo

¿Deberíamos empezar con buenas noticias? ¿O nos vamos de una con las malas? En medio de nuestros velados juicios de verdad, no les resultará ajena nuestra complicada relación hacia el industrioso guionista y productor nacional Dago García. Nuestro colaborador (y demonio local) Demuto ha fraguado una sana retrospectiva, amigablemente académica, del mencionado autor de numerosos guiones y libretos (alrededor de 35 hasta la fecha), muchos de los cuales son infames por su declarada comedia blanca y costumbrista de la indescriptible clase media colombiana. La publicaremos en cuanto terminemos con una pequeña limpieza editorial. Ahora sabemos que este hombre vuelve a la silla plegable tras 6 años de haber dirigido Las Cartas del Gordo (2006), en una nueva aventura del cine colombiano de la que sin duda alguna leerán nuestra opinión. ¿De qué se trata? Aquí pueden ver el tráiler de La Captura. Vean el montaje de esas secuencias, por Dios, qué exquisitez de flick de acción, rompiendo todos los esquemas decembrinos. Actualmente se puede ver en carteleras de Cinemark, y curiosamente no es posibler hallarla en las salas de Cine Colombia, ¿Por qué será?

Pero no todo es balas, caseríos a temporales y desnudos de Andrea Guzmán; también viene Waking Life con Álvaro Bayona, un muy pintoresco trabajo de rotoscopia (del cual una entrañable conocida es la supervisora de color) que posiblemente tenga más suerte en taquilla que lo último que vimos en animación nacional, la ya olvidada Pequeñas Voces. En materia de personajes perdedores parece ser una versión mucho más honesta y centrada de la nefasta Mamá Tómate la Sopa, y aunque la animación para adultos es una apuesta bastante arriesgada, hay algo muy loable en querer promover la animación como un vehículo narrativo con potencial y seriedad, hay que ver con qué sale este experimento. Gordo, Calvo y Bajito se estrena el 18 de mayo.

Los estrenos internacionales no se ven mucho más prometedores, al menos para este mes en concreto (cuando hablemos de Junio la historia será muy distinta). La horrible y sintética Battleship, moldeada a semejanza de la franquicia Transformers, se da a conocer como un muy blando y reprochable espectáculo de chroma key, algunos nombres notorios en la plantilla (como no era para menos) y esa nueva costumbre en los trailers de las películas de acción en los que se pegan fragmenticos de sonidos, como si de un bombástico compilado de lo peor de la Ninja Tune Records se tratara. Ahora, ¿Apollo 18? El found footage nació y murió con The Blair Witch Project (1999), y su cadáver embalsamado ha sido empleado en producciones del calado de REC (2007), Cloverfield (2008) y la muy estúpida e incoherente The Devil Inside (2012), por lo que con ello sobra decir que no vale la pena seguir cosechando los gusanos putrefactos de esta tendencia. No querrán ir a las salas a ver esto tan terrible. Para estas alturas ya habrán visto The Avengers de Joss Whedon, de la cual tenemos muy buenas opiniones tanto Dustnation como yo; diversión sin bridas de principio a fin.

Pero habrán quienes no quieran invertir su valioso tiempo sólo en cine, y gustarán también de una agradable lectura. Nuestros estimados lectores ya reconocerán la admiración que le profesamos a The Pink Smoke, por lo que no será extraño que promovamos uno de sus más recientes artículos: la crónica de una proyección especial de 24 horas seguidas de películas, en conmemoración de los 10 años del Jacob Burns Film Center, donde Christopher Funderburg (uno de los fundadores del sitio web) es curador. La iniciativa no suena menos que deliciosa, y la belleza de la experiencia es evocada con la  gracia que caracteriza a los redactores de esa página.

Nuestra sección de enlaces será actualizada dentro de poco, pero en todo caso no cesamos de recordarles la ruta de acceso a Trailer Addict, donde podrán ponerse al tanto de los más recientes avances en la industria del cine.

¿Y qué esperar en materia de artículos? Admito que es lo que menos nos gusta anunciar; pero ya que estamos en el tema, además de empezar un ciclo muy gratificante de Luchino Visconti, aristócrata extraordinarie, seguimos con la obra de John Carpenter; posiblemente JNMGLVDL nos traiga algo en torno a lo último de Nicolas Winding Refn, Drive (2011); y como ya lo insinuamos, seguiremos trabajando en nuestra serie de cine colombiano, confiando en que podamos analizar y destrozar con nuestro ampuloso escrutinio muchas más cinematografías desconocidas.

Que desde mañana podamos ver nuevos contenidos en este agradable sitio. Por supuesto, esperamos que nuestros esnobs más especiales sigan con nosotros y nos compartan sus impresiones, ya se trate del incontenible veneno que anida en el corazón de Rubliov o el aliento de Profano, es todo bienvenido. Resalto, con muy poco panache y orgullo, que nuestra cuenta de Twitter, @Filmigrana, es otro espacio en el que nos preciamos de comunicar novedades o estupideces de último minuto, por lo que pueden seguirnos si así lo gustan.

Así que, como en el ya mencionado videojuego de lamentable factura, esperamos no tener fin concreto, y que cada segundo de experiencia con nosotros sea más incomprensible, aterrador y lleno de adrenalina que el anterior.

Irwin Winkler: The Net (1995)

Tengo la (¿desafortunada?) oportunidad de comenzar algunos artículos con una cita del filme. En el caso particular de esta pequeña trilogía del internet noventero (compuesta por la presente, You’ve Got Mail y Disclosure), la estrategia había funcionado bastante bien, ya que la primera frase dicha en ambos trabajos ilustraba de inmediato el componente tecnológico que hacía parte fundamental de sus respectivas teorías sobre la red. Ninguno de los dos resultados es estupendo, pero ambos son productos fascinantes (sí algo fallidos) que al adjuntar el multimedia a su narración complejizaban lo que de otra forma habrían sido simples curiosidades de género y época. The Net, una película espantosa desde cualquier flanco que se le vea, rompe esta sana tradición al comenzar con un hombre de cuello blanco, aparentemente importante y preocupado discutiendo vagamente algo que le concierne. No es de ninguna forma una diálogo memorable, pero sí lo es la acción que le sigue inmediatamente: El hombre se vuela los sesos (luego de hablar con su hijo por celular, tacto ante todo) frente a la famosa escultura de Washington The Awakening, donde Neptuno lucha por no ahogarse entre las praderas del East Potomac Park. El hecho de que esta enorme y magnífica escultura sea incluida en el corte final es lo más contundente de la escena: no por el encuadre plano, ni por el enjambre de pájaros que le rodean, sino porque no existe razón alguna, metafórica o literal, que justifique su presencia. Simplemente está allí porqué sí. Mejor resumen de The Net no puede existir.

Pero demos un par de pasos atrás y veamos quien diablos creyó que esta película sería una buena idea: Para empezar tenemos a su director, Irwin Winkler. Winkler, un exitoso productor de carrera con varios éxitos y triunfos a sus espaldas (incluyendo Raging Bull, Rocky y They Shoot Horses, Don’t They?) se adentró en la carrera de dirección con un par de filmes aceptables con Robert De Niro en el papel principal, siendo estos Guilty By Suspicion y Night And The City. Ambos, a pesar de no ser obras maestras, tenían un módico de ambición y originalidad (especialmente el primero, que trataba a grandes trazos el Macarthismo en el cine). Evidente desde sus primeros pasos, no obstante, era el hecho de que Winkler no era un director particularmente visionario u original, y su trabajo actoral era competente si no sutil. Pero mientras ese par de filmes tenían guiones logrados y concentrados en crear personajes realistas y narrativas complejas, el combo detrás de la maquina de escribir en este caso no parecía tener mucho interés en ese tipo de nimiedades, fueran lógica, tensión o desarrollo. John Brancato y Michael Ferris, los responsables, habían comenzado su carrera con pequeños guiones de terror y ciencia-ficción como Watchers II, The Unborn y Mindwarp, pero este fue su primer trabajo anidado en el centro de la industria hollywoodense. El resultado monetario fue chocante: 22 millones de presupuesto (invertido más que nada en salvapantallas de 8-bit en la casa del personaje principal) se convirtieron en un poco más de 110 millones de dólares a nivel mundial. Gran parte de dicho éxito debe ser atribuido a su ya algo conocida estrella, Sandra Bullock, cuyas capacidades actorales nunca alcanzaron sus atributos físicos.

Atributos físicos que definitivamente no son de un hacker, por cierto.

Lanzada al estrellato por Speed en 1994, Bullock había tenido papeles de mediana importancia en la infame Demolition Man, el horrible remake gringo de George Sluizer de su propia The Vanishing y The Thing Called Love de Peter Bogdanovich, pero The Net confirmó la simpatía del público mundial con esta simplona pero hermosa heroína (simpatía que sigue vigente más de 15 años luego de su primer gran golpe). Bullock, a pesar de verse rodeada de adversidades como Angela Bennett, una absurda y brillante hacker con cuerpo de modelo cuya alimentación está compuesta de pizza de anchoas y vino rojo, no logra en ningún momento interesarnos por el futuro de su blando e ingenuo personaje, que no es del todo su culpa pero que su sosa actuación ayuda a cementar. Soltera, asocial y en busca del hombre perfecto (“Captain America meets Albert Shweizer”, buena suerte con eso), su trabajo consiste en aislar virus de programas recientemente creados en el boom de la computación (incluyendo Wolfenstein 3D). Bastante solitaria y confinada a los límites de las salas de chat (sans pederastas), Bennett recibe un diskette (los 90s en su apogeo) con la página web de un grupo de ¿Trash Metal? llamado Mozart’s Ghost (aparentemente diseñada por y para un niño de 5 años), que es a su vez el MacGuffin de mierda que pone a rodar la trama. ¿O lo hace?

Un colega hacker llamado Dale le guía hacia la esquina del display de dicho website donde un pequeño símbolo de pi (π) brilla, y al darle click abre la caja de pandora de un internet psicodélico, binario y lleno de pop-ups, algo preocupante y desconocido en igual manera y que lleva a planear una cita para discusión de dicho programa. Sin embargo, esta cita nunca se concreta, ya que esa misma noche Dale estrella su avión privado (¿cuanto dinero gana un puto diseñador, por cierto?) contra un par de columnas y este explota en cámara lenta en una bola de fuego rojizo gracias a un poco de sabotaje cibernético. Angela, convenientemente, toma el primer avión que puede hacia Cancún y se dedica a continuar hackeando en vestido de baño frente a una hermosa playa mexicana. ¿Y a quién conoce en dicha isla de la fantasía sino al hombre de sus sueños? Así es, en pantaloneta negra y con peludas pantorrillas mojadas, como Jack Devlon hace su primera aparición en pantalla (Jeremy Northam, a años-luz de distancia de Gosford Park).

En una isla de Spring Break, para ser precisos.

Hablemos por un momento de Jack Devlon, hacker, asesino, y ciber-terrorista profesional. Tras haber entrado en la vida de nuestra protagonista por lo ojos (dicen los superficiales) ayudándose con un cuerpo ejercitado, un suave acento británico y un modem, Devlon logra invitarle a comer y, tras una romántica caminata por la playa con la ya alcoholizada Angela, un ladrón de poca monta le roba su cartera. El aparente príncipe azul sale corriendo detrás de él, a lo que pronto descubrimos que SE TRATA DE UN PSICOPATA ENVIADO A POR EL VIRUS, y el antes-sensual-ahora-demencial inglés procede a, 1) buscar furiosamente el diskette de Mozart’s Ghost en la cartera, 2) encontrarlo, y 3) llenar de tiros al mexicano frente a él. Un par de planos después se encuentra con la inconspicua Angela (que no puede esperar a quitarse las bragas) en el medio del mar en un lujoso yate, y tras asegurar el diskette y cambiar de cartucho (¿que clase de asesino gasta tantas balas?), se dispone a matarle y botarla en el medio del océano. ¿Por qué? Bueno, en parte porque a los guionistas y al director no podría importarles menos, pero además porque el villano es un puto loco.

Su libido, comprensible pero poco profesional, se interpone en su camino y los dos tienen sexo a la luz de la luna mecidos por la suave marea. Una vez la brisa se hace muy fuerte, Angela se pone la chaqueta de su pareja de coito y encuentra en los bolsillos internos la maldita pistola con silenciador. Al ser confrontado Devlon argumenta “It’s for shark fishing”, pero pronto su calmada fachada de Don Juan cede y descubre al maniático-con-contrato-terrorista debajo: “And if you’ll excuse me, it’s time to make the world safe for democracy”.

Que rata.

Ahora, todo lo anterior puede leerse como subjetivo, incluso ridículo, pero este es el tipo de eventos que rigen la película (vale la pena darle una escuchada detenida pero necesaria al estupendo podcast de los genios de We Hate Movies sobre la presente). Acciones ocurren, palabras se dicen, pero nunca avanzamos hacia ningún lado. El formato siempre es el mismo. Luego de la lenta y aburrida exposición, simplemente se sigue la misma fórmula una y otra vez (y otra vez, y otra vez): Angela está en problemas, escapa en el último minuto, pero nada en su situación ha cambiado o mejorado y el mundo sigue siendo igualmente peligroso. Este formato impide por obvias razones que el filme avance más allá de un primer acto, cíclico e impasable, y todos los personajes secundarios que intentan ayudarle (su madre psiquiátrica internada en un asilo, su sórdido y desagradable ex-novio interpretado por Dennis Miller, que también tuvo un pequeño papel en Disclosure) vayan saliendo de forma poco glamorosa y sean, a la larga, verdaderamente inconsecuentes para la trama. Con una duración de 114 minutos (60 de los cuales quizás son necesarios) The Net es un filme laborioso de presenciar, y ni siquiera por su baja calidad, sino porque nunca hay nada en juego, algo notorio en el trabajo musical de Mark Isham, cuya música es excesiva en todo sentido posible (compuesta de coros, piano, techno, violines y bajos al mismo tiempo) para compensar la ausencia de emoción real.

Pero al menos estos 114 minutos dejan ver una perspectiva, aunque una bastante discutible, sobre la presencia del Internet en la vida moderna. Es claro, por ejemplo, que ninguno de los involucrados con el proyecto tiene idea alguna de cómo diablos funciona la red, pero sí hay una vena recurrente de paranoia gubernamental que está mejor argumentada por Chris Carter en The X Files o por Harry S. Truman en la guerra fría. Para Winkler la presencia del internet es Orwelliana, pero su falta de eficacia lleva a una suerte de Orwell para niños que simplemente plantea problemas superficiales frente a las auténticas complejidades del cambio que propone este tipo de conectividad interactiva. Una de las consecuencias que ilustran esta falta de análisis viene de los temas que el filme escoge retratar: robo de identidad, conspiración por dinero, vuelos retrasados, medicamentos cambiados. Son todos hechos, concisos y simples, que no llevan a ninguna conclusión fuera de ‘El internet es peligroso si no lo tratamos con cuidado’. Mientras Videodrome de David Cronenberg, Adoration de Atom Egoyan, e incluso las dos previas partes de esta trilogía no-oficial apuntan (con variantes grados de éxito) a los dilemas de la transformación de nuestras vidas mediados por una tecnología que evoluciona demasiado rápido para ser comprendida en su totalidad, The Net apunta a crímenes menores, infracciones, multas y robos. Y lo peor de todo, ni siquiera lo hace interesante.

También, errores ortográficos.

Barry Levinson: Disclosure (1994)

“You’ve got mail, dad!”

Este es, palabras más palabras menos, el salmo inicial de la demencial, misántropa y absurdamente ambiciosa (más no necesariamente exitosa) Disclosure de Barry Levinson. Responsable de variopintas diversiones Hollywoodenses como Rain Man y Men In Black, Levinson es un director con pocos tapujos a la hora de explorar temáticas más oscuras (Get Shorty, Wag The Dog, Sleepers). Trabajando siempre sin estilo visual particular, Levinson es especialista en crear narrativas lógicas y actuaciones convincentes, si algo convencionales. Hay que dejar claro, no obstante, que no hay nada convencional sobre Disclosure (o Acoso Sexual en su desabrido título en español), por lo menos vista desde una perspectiva de hoy en día.

Es probable que pocos filmes hayan envejecido con tanta velocidad como el discutido, pero aún más sorprendente es el hecho de que, en su estreno, Disclosure fue bastante exitosa. Recaudando cerca de 214 millones de dólares en el mundo entero y dando luz a un par de remakes bollywoodenses (Aitraaz y Shrimathi), el filme fue vendido sobre las ruedas del éxito de Basic Instinct, otro filme de naturaleza erótica explícita con Michael Douglas que causó fuerte impacto en el crecientemente desinhibido mundo noventero. Pero a diferencia de aquel más logrado y honestamente sucio thriller (y varias imitaciones que salieron del mismo), el filme de Levinson tiene una agenda mucho más atareada que presentar un softcore de Cinemax. Basado en la novela del mismo nombre de Michael Crichton (el mismo hombre detrás de Jurassic Park, The Andromeda Strain y varias decenas más de libros adaptados a la pantalla grande), la película tiene una duración de 129 minutos y no hay uno solo de estos carente de información. Atiborrado de distintas narrativas, fascinantes diálogos y densos tópicos el resultado final es agotador, tanto en el buen sentido de la palabra como en el malo. ¿A que me refiero, sí después de todo es un best-seller adaptado sobre las intrigas en una empresa de computación?

Intrigas bastante salvajes, por cierto, si le creemos a “Disclosure”.

“Don’t climb up there right next to God or he might shake the tree.”

Bueno, la cita de arriba resume de forma concisa el espíritu de la película. Dicha en el filme por la esposa del personaje principal mientras este le anuncia que van a ser millonarios tras su ascenso en la empresa de computación Digicom, el filme sigue a Tom Sanders (Michael Douglas) y a quienes le rodean durante una semana laboral que comienza de forma prometedora pero rápidamente se convierte en una pesadilla emocional, monetaria y filosófica. Al llegar a su oficina, Sanders habla con el abogado de la compañía Phil Blackburn (Dylan Baker, un estupendo y servil fanfarrón) que le hace saber que su jefe, el intocable Bob Garvin (Donald Sutherland), ha decidido darle su nuevo puesto a alguien de “afuera” y que, para añadir insulto a la injuria, su actual trabajo está en peligro. Para empeorar las cosas, su nueva jefe es su ex-novia, la previa Miss Teen New Mexico, Meredith Johnson (Demi Moore, en gran forma física y actoral).

Primera imagen de la Srta. Johnson.

Los dos personajes se contrarrestan de forma extraordinaria creando así una violenta química sexual. Tom, macho alfa, misógino y homofóbico, parece una elongación de la personalidad definida de Michael Douglas (mucho mejor cuando la intensidad sube, i.e. The Game, Basic Instinct o cuando va contra su arquetipo, i.e. Falling Down (un probable Where’s The Love) y Wonder Boys). Meredith, por otro lado, es una femme fatale hecha y derecha; fría, inteligente, maquiavélica y extremadamente sensual, por momentos rayando en la perfección, Demi Moore aprovecha su oportunidad de tomar el llamado sexo débil y hacerlo completamente dominante.

Tras un par de escenas de relleno, finalmente nos encontramos con los dos personajes a solas, y el resultado es tan memorable como lo es fogoso. Tras una conversación bastante decente sobre los pros y contras de las relaciones matrimoniales (Tom dice “I have a family now”, y Meredith le responde “A family made you stupid.”), Meredith se abalanza agresivamente sobre su ahora-reacio-antes-dispuesto compañero de cama (y aparentemente uno bastante activo en la comunidad fetichista de la época) y tras una mezcla de sexo oral y palabrería sucia, una breve lucha rompe el contacto y deja en malos términos la ya tensa relación entre empleadora y empleado (“You stick your dick in my mouth and now you get an attack of morality?”, pregunta con razón la furiosa Meredith). Al llegar a su oficina el día siguiente, tras esconderle a su esposa lo ocurrido la noche anterior, Blackburn le hace una pequeña visita para anunciarle que temprano esa mañana Meredith le había acusado frente a la empresa de acoso sexual. Sanders, acorralado, va hacia donde la popular abogada local Catherine Álvarez (Roma Maffia) quien le recomienda que imponga una contra-demanda en la cual pueda argumentar que fue ella quien cometió el abuso, y no él.

El Derecho en acción.

Este es el verdadero meollo de la obra. Una aporía hecha filme, cada paso que Sanders toma le deja en un lugar peor en el que antes se encontraba (por lo menos por la primera hora del filme, de lejos la más lograda). La película es emputante en el mejor sentido de la palabra. A partir de la doble acusación y un par de deus ex machinas (incluyendo una multimillonaria fusión empresarial y un informante), ocurren unas audiencias legales controladas en las cuales los focos de interés del filme son expuestos de forma deliciosa pero poco realista (al parecer tanto Crichton como el guionista Paul Attanasio nunca han atendido una audiencia y no están concientes de que no funciona igual a un juicio): El sexo y el poder. “Sexual harassment is about power”, dice Álvarez, un eco que será repetido en varias ocasiones a través del resto de la narración.

La única escena de sexo del filme es tan violenta como pornográfica, pero responde a un orden lógico del estratagema de poder que existe en el mundo creado por Crichton. Meredith es superior a Sanders en términos monetarios, su posición laboral es más alta. Sexualmente, sin embargo, es una mujer activa pero no dominante. Su forma de seducir llama a Sanders a tomar el control agresivamente, algo que este en su posición de macho dominante y doblegado ansía poder hacer. En las audiencias, el orgullo de Sanders es lo que le impide aceptar una mediación, y busca en el poder judicial lo que no encuentra en su trabajo. El procedimiento enfrenta ambas versiones de la verdad, poniendo en duda la idea de la objetividad: si Levinson nunca mostrará el evento en sí, ¿a quién le creeríamos? ¿Es posible que algún jurado hubiese pensado que una mujer como Meredith pudiera abusar sexualmente de alguien? En palabras de Bob Garvin: “It’s the modern era, we have information but no truth.” La influencia del internet hace una fuerte aparición, casi mesiánica, a diferencia de You’ve Got Mail donde funciona como un conector humano, o The Net, última parte de esta pequeña trilogía de la web en los 90s, donde la presencia tecnológica es orwelliana. Disclosure, a pesar de presentar una desaparición de la unidad informática, apunta hacia un futuro algo más que optimista.

El Infierno (virtual) de Dante.

“We offer through technology what religion and revolution promised but never delivered: Freedom from the physical body. Freedom from race and gender, from nationality and personality, from place and time.”

¡Que frase! Respondiendo a una disputa de género y a una guerra de sexos, el internet aparece como el salvador de la justicia humana, sin discriminar o reducir a los individuos por aspectos superficiales o culturales. Pero la realidad virtual misma es un infierno gótico, donde un ángel ayuda a los navegantes, parados sobre un tapete de espuma y rodeados de rayos laser azules. Y no todos somos iguales una vez allí, privilegios son otorgados y nuestra foto de archivo acompaña a un cuerpo cibernético sin mucho desarrollo. Pero esto es dar mucho crédito a una sección del filme que no lo corresponde, una vez el asunto judicial es solucionado la película pierde interés y vapor y los personajes empiezan a actuar de manera crecientemente irracional. Lo que no es decir que alguna vez fue una representación directa de la realidad, el filme es más interesante cuando se divisa como un documento del pasado. En ese aspecto, su visita no resulta nada menos que auténticamente adictiva. Y cómo nota final, una pieza de la deslumbrante y ocasionalmente enloquecida banda sonora, a manos de Ennio Morricone, experimentando al igual que el filme, con las texturas tecnológicas de aquel futuro que se acerca.

Nora Ephron: You’ve Got Mail (1998)

“Do you know what this is? What we’re seeing here? It’s the end of western civilization as we know it.”

La frase de arriba, dicha con petulante energía por el escritor y periodista Frank Navasky (Greg Kinnear) al comienzo de You’ve Got Mail, parecería estar a gusto dentro de un monólogo enfurecido de un personaje perdido de Philip K. Dick. ¿Nora Ephron, sin embargo? ¿La arriesgada directora de… Julie & Julia? ¿Michael? ¿Bewitched? No exactamente una participante aguerrida del Dogma 95 o del kitchen-sink realism. Ligeramente malignada por su tendencia a hacer comedias románticas y por ser mujer, la muy judía y muy neoyorquina Ephron tiene bajo su cinturón un par de joyas (el guión de “When Harry Met Sally”, “Sleepless In Seattle”) que le dan una ventaja considerable sobre la reprochable Nancy Meyers, la simpatizante/militante de ancianos responsable de Something’s Gotta Give e It’s Complicated.

¿La frase de allá arriba? Desgraciadamente, no tan arriesgada como suena en un principio. El filme, estrenado en 1998, a duras penas tiene alguna influencia de Nostradamus, al proponerse predecir lo predicho (una predicción muchísimo más aterradora y acertada habría sido hecha 17 años antes por David Cronenberg en la magistral Videodrome). No sólo eso, para añadir insulto a la injuria, You’ve Got Mail fue producida por la Warner Bros, que un año después anunciaría su unión con AOL (America Online, internet noventero) que nada coincidencialmente aparece unas 100 veces distintas en el filme, “víctima” del repudiado product placement. ¡¿Víctima?! ¡El título es sacado directamente de la misma compañía! Mientras no tan blanda como la sosa Meyers, este tipo de comportamiento pasivo deja a Ephron más de un par de pasos atrás de Nicole Holofcener o Lisa Cholodenko.

Basada originalmente en la obra de teatro The Shop Around The Corner de Milos Lászlo (adaptada al cine en 1940 por el gran Ernst Lubitsch con James Stewart y Margaret Sullavan) y escrita por la directora y su hermana Delia, You’ve Got Mail sigue a sus dos personajes principales de forma paralela y en sus ocasionales encuentros. Kathleen Kelly (Meg Ryan, digna de un párrafo propio) es dueña de The Shop Around The Corner, una pequeña, cara y legendaria librería para niños que heredó de su madre. Joe Fox (Tom Hanks) hace parte de la junta directiva, junto a su padre y su abuelo, de la cadena de librerías Fox Books, una suerte de Barnes & Noble imaginario en la cual pocillos, delantales y café (¡Cappuccino!) hacen parte de la mercancía. También: descuentos. Sobra decir que en persona se detestan. Pero es a través de sus seudónimos virtuales, y no de sus negocios comunes ni odios personales, que estos dos se conocen. Shopgirl y NY152 respectivamente, una pareja ideal e imaginaria que se caracteriza por sus distintos correos electrónicos (con la regla, cuan única y conveniente, de no hablar de nada personal) sobre, bueno, mariposas en el metro y panaderías neoyorquinas. ¿Mencioné que la película toma lugar en NYC? Bueno, gran parte de su apenas notoria particularidad viene de las experiencias de las hermanas Ephron en el Upper West Side de Manhattan, y la ciudad se convierte en un fondo pintoresco, burgués y fascinante. Aún más fascinante, sin embargo, es la imagen del internet que el filme escoge retratar. ¿A que me refiero? Shopgirl lo enunciará de una manera mucha más clara.

Psicópata.

“I turn on my computer, I wait impatiently as it connects, I go online and my breath catches in my chest until I hear three little words: You’ve Got Mail!”

¿Dije Shopgirl? Me refería a Ed Gein. La frase habla de un tipo de obsesión y anticipación que para una persona de 30 y algo de años es cuando menos, psicótica. Lo verdaderamente curioso del tema es que su retrato del internet, precario y de conexión fija muy a pesar de que los dos personajes tienen portátiles, es honesto. El internet es (y usted, ávido lector/lectora de blog lo sabrá) adictivo. Puede que la declaración de la Sra. Kelly suene exagerada, pero lo cierto es que a duras penas logra retratar la profundidad de la adicción que el internet moderno, más rápido, más voraz, más letal y más variado logra ejercer sobre sus usuarios. Es cierto, esta imagen congelada del internet noventero es divertida, y el particular sonido del módem haciendo conexión traerá recuerdos adorables o terribles, dependiendo del pasado de cada quien. Pero lo que verdaderamente logra resonar del filme es la presencia de la computación sobre nuestras vidas. Joe Fox llega a su opulento pent-house, y, ¿lo primero que hace una vez abre la puerta? Abre el computador y revisa su bandeja de entrada. Kathleen Kelly se despierta y antes de desayunar o tomar una taza de café ¿qué hace? ¡E-mail! Su pareja, el ya mencionado profeta del augurio Frank Navasky, hace las veces de guerrilla anti-tecnológica con su aversión a la televisión, el VHS y su público amor frente su maquina de escribir.

(…)

Pero su odio es puramente ideológico, quizás incluso estético, basado en sus pervertidas observaciones sobre su Olympia Report Deluxe Electric. Lo único sobre el internet que Navasky no escoge atacar es su punto más controversial: sus peligros. Una vez este estalló de la manera en que todos le conocemos hoy en día, uno de los puntos más tocados por el periodismo y las amas de casa fue su uso como un vehículo de psicópatas y pederastas. Nunca nadie considera que esta relación entre Kelly y Fox puede ser potencialmente peligrosa o nociva para alguno de los dos, más allá del ocasional desengaño. Ocurre sólo una vez en el filme, cuando los azares del destino y el guión le descubren a Fox la identidad de su amante de banda ancha, que la especulación frente a la identidad de NY152 lleva a la predicción de que este no es ningún otro que el Rooftop Killer, un francotirador en serie.

Aunque haya que aceptar que la idea de Meg Ryan saliendo con el Rooftop Killer suena fascinante (*ver In The Cut, 2003), la sola idea de Meg Ryan, y de porque esta actriz es alguien tan popular en el mundo de la comedia romántica es bastante interesante. Meg Ryan, como muchas otras personalidades varias del mundo de Hollywood, no actúa, simplemente varía de formas distintas su muy específica personalidad. Y ocurre, que la suma de su personalidad más su físico, es la ecuación ideal de lo que busca Ephron, Meyers y demás mercaderes del romance cinematográfico. Empecemos por su aspecto físico: es atractivo, pero no es sexual. Es dulce, pero no sensual. Esto responde al hecho de que las comedias románticas están apuntadas a mujeres, como las películas de acción apuntadas a hombres, lo cual no es un análisis chauvinista, simplemente un negocio chauvinista. Meg Ryan es alguien con quien la mujer promedio se puede identificar porque no es poseedora de una belleza deslumbrante o voluptuosa. Es, sin embargo, y acá entra su personalidad, afable, divertida, sensible, inteligente, y, sobre todo, chistosa. Puede que Ryan no sea la mejor actriz de la historia, pero su éxito en la comedia romántica responde a su talento como comediante (especialmente en When Harry Met Sally).

¿Big 2: Electric Boogaloo?

Su actuación en You’ve Got Mail no es particularmente memorable, ni lo es la de Tom Hanks (quien en mi opinión personal es mil años mejor en comedia que en papeles serios, i.e. The ‘Burbs y Punchline). Los actores secundarios, como es común en este tipo de filmes, hacen su trabajo mucho más fácil, y este específico reparto está poblado de personalidades. Greg Kinnear retoma su yo televisivo de unos años atrás y lo caricaturiza con éxito. Dave Chappelle, antes del éxito violento de su show hace una aparición irreconocible, si no especialmente vistosa. Steve Zahn, Heather Burns y Jean Stapleton amenizan el ambiente del pequeño negocio Kelly. Especialmente estupenda, y una notoria pérdida una vez desaparece del filme, Parker Posey, veterana humorística de Christopher Guest y Hal Hartley, que aprovecha uno de sus papeles más memorables cómo la pareja hiperactiva y abrasiva de Joe Fox.

Lo que nos deja con el final. La otra gran influencia sobre al filme, además del estudio que la patrocina y la obra de Lászlo es Orgullo Y Prejuicio de Jane Austen, obra que la película no solo logra referenciar con frecuencia abrumadora sino de la cual además roba gran parte de su interacción de contraste entre sus personajes principales. Pero mientras el Sr. Darcy en realidad nunca obró mal en contra de Elizabeth Bennet, Joe Fox sí lo hace (Vale la pena anunciar que a continuación viene un Spoiler Alert!, pero debo agregar que es una comedia romántica de estudio, así que no es imposible de predecir). El punto, y el punto final es el siguiente: Joe Fox es el responsable de la bancarrota de Kathleen Kelly, y no solo eso, sino además del negocio que había fundado su madre y en muchas maneras era su última conexión con la difunta. Su defensa, y la defensa de Mario Puzo, es que no es personal, son sólo negocios. ¿Pero, dadas las circunstancias del caso, no es esto personal? No sólo eso, ¿Cómo puede funcionar esta relación? ¿Cómo se puede convivir con la persona que destruyó lo que su propia madre construyó con tanto esfuerzo? ¿Es este un final feliz?

Hey, al menos hay un perro.