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Lucio Fulci: City of the Living Dead (1980)

Tengo un pequeño problema con las categorías, en medio de mi inhabilidad para expresarme como un ser humano correcto en cualquier circunstancia, y es que hay ocasiones en las que no empleo un adjetivo general y familiar para evaluar algo que destaque dentro de sus propias características, sino que empleo ese algo como un mismo baremo de calificación. Ejemplo en mano, no voy a hablar de McDonald’s como un proveedor de comida sintética, a pesar de que sea tan fácil hablar mal de la ya muy vilipendiada franquicia (con todo eso de sus pollos subdesarrollados, terneras en “hamacas” y sus desayunos vagamente estériles), mas, muy al contrario, la sinteticidad en la comida es McDonald’s, viene siendo parte intrínseca de su razón social y su linea de producción y servicios. Es por eso que no puedo empezar esta pequeña y melindrosa reseñuela diciendo que el cine de Lucio Fulci es ultraviolento y de bajo coste, porque lo ultraviolento y de bajo coste es intentar llegar a Lucio Fulci.

Varios de ustedes recordarán, estimados lectores de Filmigrana, que hace pocos días estuvimos echándole un vistazo a un clásico del terror de los años 60’s, imprescindible en la videoteca (o cuando menos, en la memoria) de cualquiera que se precie de ser un fan discernible del temor a lo sobrenatural. Gracias a una ingenua mezcla de talento, proficiencia técnica y desvergüenza que ha representado al pueblo italiano durante los últimos siglos, fue allá donde se reconstruyeron y subvirtieron varios de los géneros cinematográficos traídos de las naciones angloparlantes, dándoles un nuevo aire que luego sería agradecido en luminarias posteriores¹.

La película a la que me refiero es The Mask of the Devil de Mario Bava, aunque ésta, como ya se dijo en su respectivo artículo, se halla mucho más cerca del romanticismo de la costa oeste estadounidense en los años 40’s, que de las futuras iteraciones del horror italiano, tomando en cuenta el soberbio trabajo de fotografía y la estructura ‘más-o-menos’ tradicional en el desarrollo del argumento. Del estilo más recatado de Bava y de Riccardo Freda (si en una escala relativa lo podemos llamar así, de nuevo con mis problemas de categorización) se derivan trabajos más inventivos y elaborados de la mano de los no-menos conocidos Dario Argento y quien nos embarga en esta ocasión, Fulci.

Los directores anteriormente mencionados empezaron su carrera en los años previos y posteriores a la Segunda Guerra Mundial, mas no tomaron la vía del neorrealismo como muchos de sus compatriotas (incluso Freda, que era marxista, no optó por este camino) y decidieron seguir fabricando magia en Cinecittá, lo que los llevaría a una fijación por la espectacularidad visual que da pie al giallo y al spaghetti western, entre otros subgéneros propios de la región. Fulci, inspirado por Jaques Torneur (director de clásicos del lado B como I Walked With a Zombie de 1943 y Night of the Demon de 1957) trajo de vuelta el mundo de los no-muertos, entre muchas otras obras y conceptos destacables de los que no hablaré en esta precisa oportunidad.

Siento que esto ya lo he visto antes.

Varios de ustedes seguramente conocen la celebrada Zombi 2 (1979), que curiosamente es secuela sólo en título de “Zombi”, el nombre con el que se promovió en Italia la aún más famosa Dawn of the Dead (1978) de George A. Romero, y aunque se pueda acusar a Fulci de malapropiarse de varias propiedades intelectuales e ideas ya trabajadas en otro continente, la verdad es que la reimaginación de este cínico italiano le dio un valor propio al préstamo, y tomó como suya las sanguinarias ocurrencias de estos muertos que caminan. Aunque la secuela directa sólo surgiría unos diecieocho años después, espiritualmente continuó su obra en lo que después se conocería como La Trilogía del Terror, de la que City of the Living Dead es la primera entrega.

A pesar de haber sido rodada enteramente en los Estados Unidos, e incluso tomando las referencias que en diálogo y escena figuran con el fin de ‘localizar’ la acción, se puede decir que los sucesos no se dan lugar en ningún lugar del universo conocido. Por favor, no piensen que lo digo con un bastón de argumento que se reduzca a “los zombies no existen, y por ende eso nada de lo visto puede suceder, hur hur hur”, o algún despropósito semejante; tampoco tomo como punto de partida la implausibilidad aparente de Dunwich (evidentemente basado en la mitología de H. P. Lovecraft), un pueblo construído en las ruinas de Salem, donde se efectuaron los infames juicios de brujas, que de otro modo se llamaría Danvers, como factualmente se le conoce a ese lugar tanto en 1980 como en la actualidad. No, mi argumento va a que el modo de hablar, la forma de proceder y la interacción tanto de los lugareños de Dunwich como del reportero Peter Bell (Christopher George, un veterano del western) y la psíquica neoyorquina Mary Woodhouse (Catriona MacColl, quien volvería a los protagónicos en el resto de la trilogía) es realmente desquiciada y fuera de este mundo. Ya saben que cuando empiezo a hablar de actores, es porque daré un pequeño adelanto del argumento, y esta vez no es diferente, el cansancio me impide trabajar en una estratagema más ornada con la que pueda presentar esta maravilla.

Tener variedad en la perspectiva es más difícil de lo que creen.

El argumento es un poco lodoso, dado que nos empieza a ofrecer pie con unas visiones del cementerio de Dunwich, punto focal de la acción, y un sacerdote (Fabrizio Jovine) que se ahorca en el sitio, sin mayores motivos o explicaciones aparentes; simultáneo a esto, en Nueva York una junta impromptu de mediums/traficantes de drogas percibe a distancia el suicidio, y logran ver cómo este hecho es pivotal para una serie de sucesos que “podrían acabar con la humanidad”. Mary no logra resistir la fuerza de los hechos y cae al suelo, sin signos vitales. Más pronto que tarde la policía llega a investigar, y el detective Clay (Martin Sorrentino) no se inmuta al ver una bola de fuego que asciende y regresa al suelo con cierta reiteración, tal vez debido a que él mismo es una caricatura delicadamente racista. Lo paranormal llama también la atención de Peter, que intenta acceder al apartamento pero no logra negociar su entrada con la policía, frustrando su aparición en el momento.

Mary es sepultada con la menor disposición posible de pompa fúnebre, contando apenas con la presencia de los enterradores y el detective, quien llega a probar su suerte en el sector. De facto, suerte es lo que él tiene, porque Mary se reincorpora de su catalepsia e intenta salir de su ataúd, llamando la atención de Peter en una secuencia tan ennervante como especial en su ejecución. Posteriormente vuelven al escondite de los psíquicos, donde toman la decisión de buscar el pueblo de Dunwich, hasta ahora siquiera existente en meras visiones, y de paso desfogar un poco la líbido que surge después de haber vuelto de las entrañas de la tierra.

Tengan muy presente que no todos los coitos son felices.

Dunwich también ofrece varios sucesos en intercalado, dando a conocer al psicoterapeuta Gerry (Carlo de Mejo) y su paciente Sandra (Janet Agren), cuya relación es la más sutil de toda la película y funcionan como la segunda pareja protagonista, algo ligeramente inusual, y más tomando en cuenta lo que les sucede posteriormente. También tenemos la oportunidad de conocer un bar, cuyos únicos 2 clientes y su dueño son bastante lenientes frente a las manifestaciones infernales que se dan lugar en la comunidad. Entre todos los curiosos locales se halla alguien en especial, Bob (Giovanni Lombardo Radice, aunque el papel iba para el crítico y director Michele Soavi en principio) con quien no es difícil simpatizar, más que nada por su infortunado arribo a los peores sitios del pueblo en los instantes más inadecuados.

Intentando encauzar la idea de los hechos únicamente plausibles en el mundo Fulci, debo resaltar un poco lo azarosas que resultan ciertas situaciones, algo que no va en detrimento de la película (si es que lo tengo que volver a repetir) sino que crea un espacio totalmente distinto para la misma. Actualmente podemos declamar cuán veterados nos encontramos de la cantidad de zombies que han aparecido en diversos medios, y parece que no hubiesen maneras de modificarlos lo suficiente como para darles un nuevo hálito de frescura, pero ¡Qué bien se siente ver a las criaturas de Fulci en acción! Con 30 años y todo por delante, es bastante fresco encontrar zombies que no dependen de los tumultos alarmantes para lograr su cometido, incluso siendo lentos y con una insana predilección por los cerebros tal como las costumbres y el conocimiento popular lo ha prescrito; no obstante, ¿Se han visto acaso muertos vivientes con poderes telequinéticos y el don de la ubicuidad, entre otras sádicas bendiciones? Claro, el costo de tener semejantes habilidades resulta bastante alto, y lo pagan con una abrumadora debilidad fatal a heridas que un ser humano normal podría aguantar durante horas.

¡Confetti! Invocado a voluntad.

Lo más importante, en realidad, no es el argumento o como se le pueda presentar de una manera más lógica y coherente, como me he empeñado en sugerir durante mis últimos dos artículos. Clara es la senda de las maravillas visuales finamente fabricadas por Fulci, en la que cuentan más nuestros sentimientos que las ideas que puedan engendrar, ultimando como moderadamente hipócrita la totalidad de este texto. Cuenta como un ejercicio de comprensión el asumir los inusuales movimientos y encuadres de cámara, los jump-cuts que pueden ser tan hilarantes como aterradores, de acuerdo a la condición cardiaca de cada espectador, y observando cómo los temas musicales son hasta ahora una pequeña cereza en el carnoso pastel, algo que Fulci llegaría a perfeccionar en sus obras futuras.

Es, nuevamente, algo que debe ser visto para poder ser comprendido, y las posibilidades que tenemos actualmente son numerosas, si se les compara con el Reino Unido de los Video Nasties y otro tipo de censuras que han impedido la proyección regulada de este tipo de filmografías, pero que no por eso niega el hambre (metafórica o no, cada quién verá) de cerebros, sangre y visceras… Numerosas y repetidamente regurgitadas visceras.

No muchos se atreven, pero quienes buscan lo suficiente pueden encontrar cómo verla…

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¹Bajo una luz tan educada como atrevida, podríamos decir que la corriente del colombiano Jairo Pinilla no dista mucho de este tipo de explotación en particular, y es posible hallar varios paralelos, en la medida que mi buen amigo Dustnation lo considere prudente y necesario.

Mitchell Lichtenstein: Teeth (2007)

My goodness, you’re tight.

El primer plano de “Teeth” nos muestra la verde arboleda de un tradicional suburbio americano, las hojas mecidas por el viento e iluminadas por el sol, tejados blancos se asoman entre las ramas, calma, paz y tranquilidad hasta que el desarrollo asoma su fea cabeza, interrumpiendo el cielo azul y las nubes: lentamente, un paneo hacia la izquierda nos descubre dos torres humeantes de una planta nuclear y, a sus pies, un hogar de cuatro con dos adultos (Madre, Padre) tomando el sol y dos infantes (Hermano, Hermana) bañándose en una pequeña piscina inflable. Es allí, en ese círculo de plástico, que vemos por vez primera el monstruo proverbial del que habla el título del filme: el chico, tras mostrar su parte íntima a su compañera, pide a cambio un despliegue similar de voyerismo. Segundos después, los padres, temerosos por sus gritos de dolor, acuden con velocidad a ver que ha ocurrido y encuentran que el joven tiene cercenada la punta de su dedo índice. La niña mira el dedo con calma, sangre y solución acuosa corriendo río abajo.

Esta es la estupenda escena inicial de la fenomenal e irregular “Teeth”, una injustamente ignorada película de terror independiente dirigida por el antes actor Mitchell Lichtenstein (hijo del reconocido artista pop Roy Lichtenstein), quien da a su opera prima el justo balance entre chocante horror artístico y descarnada sátira feminista. El filme evoca desde las novelas gráficas de Charles Burns hasta “Splendor in the Grass” de Elia Kazan (del cual Lichtenstein toma más que inspiración e incluso homenajea sus paisajes rurales) donde una joven Natalie Wood es recluida en un sanatorio mental tras caer locamente enamorada del hijo de la familia más rica del pueblo, Warren Beatty. La joven de la presente, no obstante, evoca cuadro a cuadro la imponente y seductiva presencia de Wood pero sobre un lienzo más moderno y salpicado de sangre: Dawn (interpretada en su joven adultez por la fantástica Jess Weixler, en un papel que le significó el premio especial del jurado en el festival de Sundance), ya crecida, se ha convertido en una acérrima defensora de la abstinencia sexual en adolescentes mientras su medio-hermano Brad (John Hensley de “Nip/Tuck) se ha refugiado en una espiral de drogas, sexo anal y screamcore. Ambos habitan lado a lado en la misma casa donde crecieron, el cuarto de Dawn lleno de lilas y rosas pasteles y el de Brad, lleno de negros y marrones, recortes de mujeres desnudas y una jaula donde vive su belicoso Rottweiler apodado “Madre”. ¿Su madre adoptiva, sin embargo? Esta se encuentra recluida a una cama en un avanzado estado de cáncer, probable producto de las mismas causas que le dieron a Dawn su regalo.

¿Av. Suba con 95?

We have a gift. A very special gift, dice nuestra protagonista mientras se dirige a un grupo de adolescentes para explicarles el por qué de su anillo de promesa. Cómo los regalos, este se encuentra envuelto alrededor de su dedo y sólo puede ser abierto una vez sea reemplazado por un nuevo aro, uno de oro y diamantes que a su vez haga una nueva y conocida promesa, la de devoción y fidelidad en esta vida y la otra. Pero su ideal de pureza se ve amenazado por la tentación, representada en el filme en Tobey (Hale Appleman, con un notorio parecido físico a Giovanni Ribisi), el nuevo chico de la escuela y la iglesia que promete con su mirada la pérdida de la inocencia sexual para ambos. En efecto, este juego de miradas (y la mirada de Weixler lo dice todo) lleva a Dawn por un camino largo y pecaminoso, que comienza con un intento de masturbación tarde en una noche lluviosa (en la cual se imagina con Tobey en el día de su boda) y acaba en una tarde de natación en el riachuelo local, un paradisiaco escondite con cascadas y cuevas donde los jóvenes locales van a cometer pecados mayores. Ninguno tan grande, por supuesto, cómo los cometidos en ese fatídico atardecer por la nueva pareja religiosa, donde besos llevan a caricias, caricias llevan a negativas, negativas a violencia y violencia a más violencia: Tras ver ligeramente corrupta la fachada de santidad de Dawn, Tobey usa la fuerza para hacerle suya y sólo suya (I haven’t even jerked off since easter!), y una vez ha ocurrido el himeneo, este descubre la gravedad de sus acciones, representada en la imagen de abajo por su falo cercenado.

Here come the crabs!

Esta es, de lejos, la más intensa y perturbadora escena de la película (contrapuesta por la clásica y operática partitura musical, a cargo de Robert Miller), en la cual Lichtenstein da una prueba a la audiencia de que tan lejos está dispuesto a ir, en términos de violencia gráfica y decisiones morales (más no artísticas, con frecuencia las correctas), para narrar con éxito la historia que ha escogido contar. Aún cuando el choque inicial ha pasado, las brutales imágenes de castración y los escalofriantes alaridos de Tobey quedan han quedado cementados cómo precedente de lo que puede (cómo puede no) venir por delante. Dawn, al igual que el espectador (quien al menos tiene el salvaje humor negro del filme para refugiarse), ha quedado traumatizada no sólo por ver su pureza y su virginidad interrumpida, sino porque ha descubierto en su cuerpo un rasgo físico que poco tiene que ver con la anatomía purista que dictan en su escuela. Aterrorizada ante la desaparición de su pareja de coito no consensual y de su anomalía física, Dawn pierde rápidamente la claridad y convicción con la que se dirigía a los nuevos reclutas y empieza a balbucear incoherencias frente a un inclemente grupo de antes-aceptantes-ahora-rábidos fanáticos religiosos quienes citan segmentos de la biblia sin siquiera pensar dos veces o que aquellos significan para su angustiada líder: There is something in me that’s lethal, proclama la oradora; The Snake!, responde el rebaño.

Es difícil decir que tan justa es “Teeth” con sus personajes. ¿Que parte es caricatura y que parte es fiel depicción? Al encontrarse a medio camino entre la sátira y el cine de género, Lichtenstein se enfrenta a un común problema del cine: ¿Es posible simpatizar y burlarse de los personajes al mismo tiempo? Mientras en papel suena cómo un acto de cuerda floja complejo, en resultado resulta mucho más problemático, ya que, ¿no resulta un poco egoísta querer lo mejor de ambos mundos? Por fortuna, la fuerza del guión, las actuaciones y especialmente la cuidadosa atención al detalle fotográfico, a cargo de Wolfgang Held (tanto en composición cómo en color Held evoca a Norman Rockwell en búsqueda del ideal pictórico Americano) ahuyentan estas problemáticas de nuestra mente y la enfocan en la travesía del personaje principal para convertirse en heroína feminista (junto a Jamie Lee Curtis, Sigourney Weaver y Heather Langenkamp). Desesperada, abandonada, y en búsqueda de una respuesta médica, Dawn visita al ginecólogo local (un sórdido y excelente Josh Pais) en una de las más memorables escenas del horror moderno.

Siempre y cuando uno sepa a lo que enfrenta.

Don’t worry, I won’t bite you.

La entrada del Dr. Godfrey  significa muchas cosas para a película, la más importante, la entrada de lleno al género. Con sus madre seriamente debilitada por la enfermedad (y su padre dedicándole su atención completa), Dawn recurre a otro adulto para buscar catarsis y explicación frente a los recientes y traumáticos eventos. Esta llega, un clímax emocional tanto para los que observamos cómo para la que es observada con sus piernas en los estribos y ligera bata de papel, pero no de la forma esperada: Este resulta siendo un pervertido sexual, quien se quita el guante de la mano derecha y la lleva mucho más allá de lo legalmente establecido. En medio de su desagradable maniobra las fauces claman su segunda víctima, y sus graves gritos de agonía y pánico se intercalan con los de sorpresa y temor de su paciente (el intercambio de ambos actores es perfecto). Sus dedos acaban en el tapete gris barato, sangre salpicada por todo el consultorio y la profecía ginecológica realizada: It’s true, vagina dentata!

La escena es la última en caminar honestamente la línea entre lo humorístico y lo realista sin poner pie decisivo en área alguna. Su éxito, por desgracia, va en detrimento del resto del trabajo, que palidece en comparación. Para empezar, la secuencia funciona tan bien cómo filme de horror que degenera la metáfora sexual que había sido construida hasta el momento, alejándola de la realidad u sumergiéndola en lo fantástico. También, el choque de la mutilación gráfica pierde filo en cada ocasión en que se vuelve a ella, pasando su poderío de lo turbio a lo ridículo. No ayuda, por supuesto, que el último tercio sea de lejos el menos logrados, apretando en poco tiempo y de forma forzada varios temas que Lichtenstein siente la obligación de tocar (entre ellos la relación entre los medio-hermanos, un tema auténticamente fascinante que es dejado de lado acá). Esto no impide, sin embargo, disfrutar de esta sólida entrada en los anales del género, que en resultado es mucho menos presuntuoso y más placentero de lo que este escrito deja ver. Es por eso que observar finalmente la realización de Dawn como una heroína sexualmente libre no sólo es un satisfactorio final, sino un recuerdo que lo más importante no es la meta, sino el proceso que lleva a ella. Es en su luchada experiencia que el significado recobra validez.

Mario Bava: La Maschera del Demonio (1960)

Temo un poco, sólo un poco, por las generaciones futuras en la medida que observo los procesos culturales que forjan aquello a lo que le tienen miedo. Es muy tarde y muy lejos para agarrar a patadas esa carcasa equina escrita por Stephanie Meyer, Twilight (a sabiendas que la sola e innecesaria inclusión de estas 3 palabras en el artículo nos valdrán un ascenso en tráfico y vistas) y no es mentira para nadie el pregón de antivalores que provee aquella obra de vampiros diurnos e improntas Timbergenianas, sin que por ello nos consideremos un pilar de la rectitud y la buena ciudadanía; mas si de algo nos podemos agarrar con fuerza en el palideciente estado de la fantasía (no pun intended) es de la relación muy vigente entre el horror y la sexualidad.

Sí, incluso aunque se trate de velar las delicadezas de la abstinencia y lo beneficioso que resulta ser sobreprotegida por un hombre contradictoriamente virtuoso y decadente, vemos que tanto en los romances de fantasía urbana más recientes como en las películas más veteradas (y mejor pensadas), el horror es un gran portal en el que se pueden tallar relieves de diversas inquietudes que se tienen con respecto al modo en el que los seres humanos se relacionan, enfáticamente en la sexualidad y sensualidad, los placeres y temores de la carne.

Es una puntilla muy bien clavada por maestros del género como David Cronenberg y Clive Barker, quienes no pierden oportunidad para mostrar la Carne en mayúscula, (por motivos apropiados) y su universo sensorial, lejos de los fantasmas de puro ectoplasma y las criaturas envueltas en una irracional búsqueda de la destrucción por sí misma. Incluso me atrevo a decir que por eso tenemos una simpatía mucho mayor por las mujeres como protagonistas ante el peligro desconocido, porque el enfrentamiento ante la apropiación involuntaria de su cuerpo está mucho más documentado y engranado en la consciencia colectiva. Tal vez estoy hablando de más, pero es algo que no se puede evitar con facilidad en Filmigrana, mis estimados (y posiblemente muy ofendidos) lectores.

La dimensión del cuerpo y la sensualidad no está puramente limitada a la exposición de torsos desnudos y núbiles, contorsionados y llenos de movimiento al vérselas con el peligro, si seguimos discutiendo la linea de la sensualidad en el horror; en la misma definición de la palabra está el uso de los sentidos y la capacidad de interactuar con el espacio y hacerlo cognoscible, en la medida que el espectador de cine conoce la relación entre este espacio y el cuerpo. Así pues, Mario Bava nos ofrece en su calidad de pintor y gran narrador una hermosa y entretenida interacción de 87 minutos entre seres que palpan un espacio construído con gran pericia para ellos, una pauta para la oleada de cine de terror gótico italiano que vendría tras el tendido de la alfombra en 1960. Veamos de qué viene.

“Here goes nothing!”

“The Hour When Dracula Comes”, “House of Fright”, “Revenge of the Vampire”, “A Maldição do Demônio” y otra miríada de nombres similares a este son los que definen una misma película, vehículo que catapultó a la fama a Barbara Steele (Gloria Morin en 8 ½ de Federico Fellini) y, como ya se dijo, sentó un precedente en la estética del cine italiano en lo que respecta a lo terrorífico y misterioso, decantándose luego en lo que se conocería como giallo, un laberinto formal del que hablaremos en otra ocasión. La película fue el primer proyecto de ficción completamente dirigido por Bava, parte de una antigua deuda que la legendaria productora Galatea tenía con el nativo de la costa de San Remo.

El filme en sí es una vaga adaptación de “Viy”, cuento corto de horror escrito por el gran Nikolai Gogol, y en lugar de presentar 3 jóvenes que van caminando por la campiña que luego son alojados por una joven y peligrosa mujer, mueve la acción a Moldavia donde la princesa Asa Vadja (Barbara Steele) y su sirviente o “hermano de obras” Javuto (Arturo Dominici) son condenados y ejecutados por realizar fechorías bajo la guisa del vampirismo, rendirle pleitesía a Satán y tener una tórrida y no menos satánica relación amorosa, una Cassata de crímenes apenas expurgable por obra de la Máscara del Demonio, el McGuffin que nos embarga en esta película, y de cuyo castigo parcialmente los salva la intervención del mismísimo Príncipe de las Tinieblas, en forma de lluvia arruina-eventos. El Inquisidor Griabby (quien me atrevo a pensar que es interpretado por Antonio Pierfederici, no tiene créditos), hermano de la princesa y a su vez sacerdote, es maldecido por Asa y obligado a llevar en su descendencia parte de sí misma, lo suficiente para asegurar su eventual regreso.

STEP IT UP!

Hacemos una elipsis 200 años más adelante, en el que un médico fantoche conocido como Andre Gorobec (John Richardson, el compañero de Rachel Welch en One Million Years B.C. de 1966) viaja en un Stagecoach¹ junto a su mentor, el dr. Thomas Kruvajan (Andrea Checchi, pintor destacado y con un buen número de papeles de reparto bajo su brazo), en dirección al castillo de la familia Vajda. En el camino atraviesan un bosque con numerosas anomalías off-screen en el que infortunadamente se averían, y los dos galenos deciden descender de la carroza mientras el conductor arregla el desperfecto. Encuentran una cripta abandonada a la que ingresan, y la prudencia científica del dr. Kruvajan lo lleva a determinar que lo mejor sería profanar las tumbas, sin escuchar consejo alguno acerca de las numerosas supersticiones en torno a cadáveres perfectamente conservados a lo largo de los años. Ambos logran retirarse del lugar antes de seguir haciendo destrozos irreparables en la arqueología del sitio y la sanidad de sus almas, aunque dejan un pequeño rastro de sí mismos que resulta suficiente para que la maligna princesa empiece a maquinar su regreso al mundo de los mortales, al menos tras bambalinas.

De vuelta en el sendero conocen a Katia Vajda, la descendiente directa del Inquisidor Griabby, quien guarda un sorprendente parentezco con la ya olvidada Asa (pista: son la misma actriz) y, tras unos segundos de conversación, entabla una lasciva relación de miradas silenciosas con el joven y agudo Andre, llevando a la confusión inicial hasta que la trama se va desenvolviendo en torno a ella, la relación con su padre (Ivo Garrani) que es totalmente consciente de la maldición y del regreso de la vampiresa satánica, así como los accidentes fatales cometidos por el torpe dr. Kruvajan, que de hecho son solventados por la tendencia que tiene Andre de pensar con su falo.

Médico homeopático de Europa Oriental, masajista.

El argumento no es nada malo, incluso a pesar de la extraña (pero a mis ojos justificada) relación entre Andre y Katia, establecida más como una lujuriosa comunicación de contacto físico y visual que como un diálogo común y corriente entre dos personas que aspiran a conocerse. Su interacción no es la única inclinada a la lujuria, la misma Asa tiene una manera muy peculiar de hacer posesión de sus víctimas, lo cual mezcla un poco el sexo no-consensual que recordamos como parte del patronazgo del viejo Drácula, aunque en algunos casos añade la fuerza de la seducción (que no deja de ser algo involuntaria, al final), todos estos elementos visibles en una actuación que no es nada leñosa, como se podría esperar de una película de serie B de la época en otro costado del globo terráqueo, o incluso en la actualidad, donde no solo la actuación sino las ya denunciadas “constantes culturales” implantan otras formas de ver el contacto sensual. Hay varios giros inesperados, teniendo en cuenta que la estoy viendo 52 años después de haber sido rodada, y es completamente tangible el marco sobre el cual se edifican numerosas películas similares, sin que por ello diga que La Maschera es la primera en su estilo y género; en sí misma pueden evidenciarse numerosos guiños artísticos y características de su tiempo, como la sensibilidad ante las masas que se despliega en otras cinematografías de la Italia de los 60’s.

Quedan algunos agujeros en la trama y se sienten forzadas ciertas situaciones, aunque no por ello debe desprestigiársele, siendo que -como ya se dijo- parte de estas incongruencias narrativas canjeadas por virtuosismo técnico son el caldo de cultivo del giallo. La cantidad de sangre en pantalla es bastante generosa, sin verse como uno de los elementos ya etiquetados dentro de lo forzoso, que en realidad es muy poco². Incluso a pesar de lo acaramelada que puede resultar para algunos la relación amorosa de los protagonistas, ese no es el foco del relato. La bruja Asa se lo lleva todo en espectacularidad, astucia, mala sangre y satanismo desenfrenado, una mezcla que cae tan bien hoy en víspera de Halloween como ayer, hace 52 años. La pueden ver acá, completa, cortesía de YouTube.

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¹La mención de esta película de John Ford no es del todo gratuita, en contraste a la mayoría de cosas que se dicen acá en Filmigrana, y la actitud de Nikita el cafre no dista mucho de la cobarde entrega al deber que manifestaba Curley en el clásico de 1939.
²¿En serio, doctor? ¿Tenía que pincharse el dedo, destruir un vidrio protector, robar un relicario, remover una máscara y matar un murciélago vampiro, todo en menos de 3 minutos?

Nobuhiko Obayashi: Hausu (1977)

Dándole un inicio adecuado a esta segunda Semana de Horror en nuestra entrañable plataforma, me arrojé en un oleaje de osadía y decidí tomar una película que de puertas para afuera es un clásico del género, mas oculta tras sus numerosas capas un cuantioso substrato de material cinematográfico que exige un análisis mucho más puntilloso que lo que podría permitir un par de magros visionados. Fue una postura de atrevimiento irrespetuoso, algo muy común en Filmigrana, pero sus refrescantes y torrenciales aguas no pueden ser despreciadas.

¿Con qué rostro o conjunto de ideas se puede asumir algo tan vasto y sobrecogedor como Hausu, que con la calidez de un hogar en sí es la romanización de la palabra House? No es fácil para nostros como tampoco lo fue para ellos, los espectadores de finales de los 70’s, para quienes el horror italiano de la época, bien conocido por su carácter altamente formalista, no era un bien accesible con el cual pudiesen habituarse a este tour de force. Y avergonzado me siento, en una proporción muy generosa, al describir tantas facetas sin orden ni progreso pero, en su lugar, no hablar nada de la película en sí, dejando en su lugar un enorme signo de interrogación para los recién llegados. Hausu es una fábula juvenil, es una sórdida película de horror, es un pavorrealés despliegue de celuloide; Hausu, en una manera snob y poco imaginativa a la hora de los epítetos y descriptivos, puede ser para algunos “Vera Chytilová meets Norman McLaren en un templo/parque de atracciones asiático”, mas para otros está Nobuhiko Obayashi (1938), quien ya llevaba un buen tiempo experimentando con la cámara de Súper 8mm, y que desde 1964 había fundado una suerte de colectivo de realización, junto con Donald Richie (director de Five Filosophical Fables de 1970, cortesía del Tubo) y Takahiko Iimura (autor de cortos de la calaña de Kuzu de 1962, ejercicios deconstructivos de elevada complejidad), y “Film Indépendant” era el nombre de dicho colectivo, algo a lo que se le puede oler el tufillo de Nouvelle vague e ínfulas artísticas a una distancia considerable.

Splitscreen, uno de varios.

Aunque el más ortodoxamente apegado a Jean Luc Godard en cuanto a experimentación y ensayo audiovisual es Iimura, Obayashi genera una sensibilidad mucho mayor y construye una experimentación que va de la mano con una noción de narrativa. Afortunadamente, también le ayudó el hecho de ser prolífico y versátil en contraste a sus compañeros, y halló suficientes nichos en los comerciales de su televisión nacional para así desarrollar una pericia visual que vive en la frontera de lo genial y lo puramente excéntrico.

A Hausu, en medio de mis descripciones anteriores, la anoté como una suerte de fábula o cuento de hadas destinado a las jóvenes adolescentes, cual si se tratara de un relato de los hermanos Grimm. Es una historia de una bella señorita, conocida como Gorgeous, y sus 6 amigas, todas estudiantes de secundaria, quienes se preparan para sus vacaciones de verano. Gorgeous se prepara para salir de viaje con su padre, pero éste le hace cambiar de parecer cuando le informa que su novia, la hermosa y siempre tranquila Ryouko, también irá. El viaje de las 6 amigas también se cancela por motivos ajenas a ellas, pero Gorgeous decide visitar a su tía que vive en un chalet campestre, y aprovechando la coyuntura, invita a sus amigas. A lo largo del viaje conocemos a cada una de las chicas, teniendo todas una característica que las demarca y distingue de las demás, al más puro estilo de los 7 Enanitos de Blancanieves (espero noten la coincidencia); así, Kung Fu es sumamente atlética y dotada de muy buenos reflejos; Fantasy es soñadora y amante de las fotografías (incluso teniendo una relación vigente con uno de sus profesores); Prof es objetiva y concreta, una dama del conocimiento; Sweet es tímida y le agrada hacer aseo; Mac (una contracción de stomach) es la glotona del grupo, y Melody es una intérprete musical de alto nivel. Gorgeus, por su lado, solo tiene a su favor que es bastante bella y le encanta maquillarse y estar bien vestida, e incluso se podría argüir que tiene la capacidad de cambiar de vestimenta a voluntad, pero ya hablaremos un poco más de eso al señalar algunas elecciones de estilo en la película.

Que sean artimañas del cine mudo no quiere decir que sean inútiles. Por otro lado, “Haaausu”.

La carne del asunto empieza cuando ellas llegan al chalet de la tía, y aunque son recibidas por ésta en una posición de fragilidad, pronto se enterarán que ella, el gato de la casa y otros fenómenos locales son mucho más misteriosos, aterradores y aleatorios de lo que ellas podrían creer. ¿Qué distingue una trama como esta a algo semejante a, por poner un ejemplo, House of Wax (1953) de André de Toth, tratándose de una criatura malévola con métodos especiales de deshacerse de sus víctimas? Además de la creatividad e inventiva que se despliega en cada escena, es la formalidad de los sucesos lo que llama más la atención de esta película, relegando incluso a un segundo plano el argumento.

Hay un amplísimo tabló de situaciones a través de las cuales las pobres colegialas van conociendo su funesto destino, en un esquema que puede traer a la memoria la clásica Willy Wonka and the Chocolate Factory (1971) de Mel Stuart, siendo que cada una de ellas va sucumbiendo frente a situaciones que se relacionan con sus rasgos característicos, posibilidad que no se sienta tan descabellada si recordamos que Obayashi no solo es un hombre atento al cine internacional, sino que además ha trabajado ya con numerosas estrellas de la costa oeste estadounidense. Curiosamente, cuando tenemos la expectativa de que todas encuentren la fatalidad de manera más o menos ‘formulaica’, Hausu nos sorprende con un paquete de novedades alarmantes, en la guisa de ejemplos como una lámpara devoradora, o una sepultura/violación ejercida por colchones y edredones malignos. Me temo que nada de lo que he escrito tiene mucho sentido, pero ¿Cómo habría de enmarcar la lógica de esta película, si no es descrita con mucha mayor propiedad a un nivel visual? Hago lo que puedo con las letras, mas mucho me temo que existen mejores maneras de explicar un largometraje como el que nos embarga en esta ocasión.

“Like some cat from…” (me aguarda una paliza)

Muchas secuencias quedan para la memoria, como la clásica afrenta del piano que lidia con su intérprete (lo lamento, Melody) o la discusión entre el umbroso vendedor de sandías y el profesor Togo, como recordaremos, el novio de Fantasy. Tomando en cuenta esto último, aspectos como la efebofilia y la desnudez de los cuerpos núbiles de estas muchachas son jugados con una maestría que no termina de encajar con nuestros sets de moral. Las jóvenes, siendo todas ellas vírgenes (y por esto mismo víctimas de las triquiñuelas de la casa y potenciales meriendas de la tía no-muerta) demuestran que sus rasgos son el paso previo a la adquisición de la sexualidad, y solo Fantasy tiene un atisbo de ser más ‘aventajada’ y a su vez consciente del peligro que las demás, posiblemente por algún detalle que involucra al profesor Togo. Pero no hay mucha cabida para análisis directos y serios, porque hay mucha bufonería y desenfado sucediendo mientras intentamos teorizar las relaciones de estas mujercitas. Personalmente, mi favorita es Kung Fu, la más decidida y firme del cadre, quien incluso en sus últimos momentos manifiesta un control de la situación, su leitmotiv de combate es realmente encantador¹.

Tanto musical como visualmente la película es un collage que marca precedente, empleando diversos trucos y artificios para lograr añadir un efecto que distinga cada escena de las demás, y con ello volvemos a tomar en cuenta la influencia de Film Indépendant y sus escasos pero valuables miembros. Hay tantas imágenes que referencian el estado de la cultura popular en el Japón como los hay de eventos externos y detalles que Obayashi emplea para imprimirle mucho más Technicolor a este estrafalario cuento, por lo que es necesario conocer la trayectoria o (cuando menos el impacto) de un actor como Tomozaku Miura en la cinematografía japonesa de posguerra para comprender la secuencia de la partida del prometido de la malvada tía, en sí misma filmada a la manera de un drama nipón de los 40’s.

Hay elementos de toda nacionalidad, época y función. Primeros planos, siempre son bendecidos.

Habiendo arado el terreno con una pieza de semejante envergadura, Nobuhiko Obayashi realmente no pudo aumentar la calidad de su juego tras el éxito finamente orquestado de Hausu, pero siguió trabajando con un tren de ideas similar, en lo que algunas personas con una cierta vaguedad de términos llamarían “surrealismo”, pero en mi humilde opinión lo considero como una muy buena inversión de la creatividad y los medios al alcance para subvertir los esquemas existentes, de la misma manera que alguien como Hyeronimus Bosch no tuvo que recurrir a alguna suerte de teoría freudiana inexistente en su época para recombinar y moldear las maravillas que alguna vez pintó. Con esta visión de la muerte colorida, metida con calzador (porque no menos se espera de Valtam, su humilde servidor) me despido, para seguir restregando mi cabeza con esa agua entintada de sangre que tan gratas imágenes me permite alucinar bajo su superficie.

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¹ Dejé, de manera más-o-menos deliberada, un hipervínculo que ligaba a un contenido en demasía obtuso e irracional (en una lectura muy distinta de estos términos a la que podría llevar la presente película) y que no tenía absolutamente nada que ver con el artículo que me precio de escribir, mas de todas las lecturas recibidas en las últimas 18 horas solo hubo un click a dicho enlace, y al parecer no le resultó fuera de lugar la dichosa inserción. Es este un pequeño comentario que quería hacer, sin que volara al territorio del reclamo, concerniente a la posibilidad abierta de opinar en este espacio. No siempre tiene que ser algo complaciente y acorde a la visión del autor, saben todos que con mucho gusto respondemos la grosería impertinente, pero una discusión de cuando en cuando a nadie le sienta mal, sobre todo si se trata de un montaje parodiando la experticia ganada en los videojuegos, el enlace del que hablaba (NOTA ED.: dicho enlace murió en algún punto desde la publicación del artículo).

Una Semana de Horror en Filmigrana, Parte 2: La Venganza

Para empezar, saludos, estimados lectores.

Y horror y violencia y sexo, todo injustificado probablemente.

Hace un año exactamente, nos embarcamos en un viaje en lancha motorizada río arriba por la cuenca de uno de los géneros más tóxicos, estimulantes, desconcertantes y, cuando hechos de la manera correcta (y en más de una ocasión la manera incorrecta es la más correcta) absolutamente reconfortantes y satisfactorios (aún si eso significa la pérdida de la memoria, inocencia, consciencia, calma, etc.). No hay mejor ocasión, en mi humilde opinión, para hacer un comeback de proporciones épicas (los Giants de San Francisco nos dieron una sólida definición de lo que eso significa) al pequeño pero querido espacio virtual de crítica fílmica al que tanto tiempo, esfuerzo y arrogancia le hemos dedicado.

No vale la pena decir que viene todavía, sólo estén seguros que hay sorpresas en el camino: sorpresas pequeñas, grandes y emocionantes, las primeras siendo una sólida y secreta combinación de 5 reseñas sobre filmes de Horror, comenzando mañana mismo y en este mismo lugar por mi compañero Valtam y finalizando el 31 de octubre, día de las brujas, por este servidor. Las demás serán reveladas a su debido tiempo, cómo los sospechosos en un whodunnit de Agatha Christie. Pero no se preocupen, y sobre todo, no olviden que todo esto es tanto de ustedes cómo nosotros: desde indignados e irracionales detractores hasta ciegas y rábicas porristas, les recibimos con los brazos tan abiertos cómo nos es posible (que desde nuestra altísima montaña de esnobismo y onanismo no es mucho, pero es propio y es honesto, dos ¿cualidades? imperturbables e irrompibles bajo nuestros ojos). De esta forma damos inicio a nueva etapa en Filmigrana, etapa que será explicada con más profundidad en un próximo y menos ambiguo filler. Por ahora, nos reconocemos de nuevo. Ya tendremos tiempo de adelantarnos.

We’re back…with a vengeance!

Quentin Dupieux: Rubber (2010)

Donde Quentin Dupieux sale del baúl del carro y toma el volante.

“Why is the alien brown?” “No reason.”

Mr. Oizo, reconocido DJ francés, llevaba ya tres álbumes de estudio antes de volver a ser Quentin Dupieux y escribir y dirigir Rubber. No es su primera incursión en el cine, ni la última; pero sí quizás será la mas memorable. La trama es sencilla: una llanta toma vida y rueda por el desierto californiano acabando con todo lo que encuentra a su paso, ayudándose con sus poderes telequinéticos. Desde su inicio, la película y el realizador se lavan las manos de cualquier explicación de racionalidad, aludiendo a que muchas de las cosas en la vida y el cine no tienen explicación. Es un discurso frentero que parece ser dirigido a nosotros, la audiencia, pero con el tiempo revela su público auténtico, una pequeña audiencia que existe dentro del mismo filme (haciendo, por supuesto, las veces de nosotros los espectadores reales).

Si algo suena raro en todo esto es porque es raro intencionalmente, pero una vez más las palabras del filme pesan y resuenan: No hay necesidad de buscar razones, solo hay que mirar. Solo hay que mirar a un público mirando a lo que parece ser una obra de teatro desarrollándose frente a sus ojos (o binóculos).

¿De qué me perdí?

Volvamos, sin embargo, a aquello que de verdad nos concierne: Robert. Le conocemos desde que se levanta de aquel basurero y aprende a rodar libremente por el árido desierto. Anochece y él descansa, al igual que los observadores desde lejos. Amanece y él se levanta para toparse con la carretera. Allí ocurre el primer contacto humano: la bella Sheila pasa en su convertible y Robert trata se aproximársele. Sus intenciones son similares a las que tuvo con el conejo del día anterior, pero al ver su intento frustrado Robert muestra lo mas cercano a un sentimiento en toda la película (a parte, eso sí, de la ira que desea (y logra) descargar hacia todo lo que le rodea): una fijación que llevará a nuestro héroe al motel donde se estaría quedando la mujer en cuestión.

¿Una llanta no debería flotar?

Es allí donde el resto de la historia se desarrolla. Aparecen nuevos personajes, unos mas importantes que otros, y tienen contacto con Robert, unos mas cercano que otros. La excepción es un joven maltratado que trabaja en el motel para, aparentemente, su tío, y quien nunca duda de lo que es capaz Robert.

La policía, tras encontrar a uno de los suyos dado de baja, está montando ya una búsqueda del villano. Si el punto de la película es que la historia, bajo la atenta mirada de unos pocos, se desarrolle, entonces lo mas lógico es que las autoridades hagan lo posible por encontrar aquel fugitivo perdido. Al mando de nuestro amigo del monólogo inicial, el teniente Chad, se planea una redada del motel, plan que finalmente no se lleva a cabo porque se recibe la noticia de que algo le ha pasado al público. Y si no hay público ¿para que seguir? Bueno, ya todos pueden irse.

¡Pero no! Un minuto.

Alguien aún nos observa! La historia debe continuar. El teniente no parece muy contento, pero no hay nada que hacer, mientras hayan observadores se debe seguir, y si no hay mucho mas que contar, concluir.

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Rubber es particular en más de un sentido. Al verla por primera vez se proyecta cómo una obra de cine de terror/comedia que poco a poco ha ido ganando popularidad. Existen ejemplos tan de clásicos (cómo lo son The Rocky Horror Picture Show y Hausu) y existen modernos y mas conocidos (cómo Grindhouse y Hobo With A Shotgun). Las influencias son notoriamente visibles en la obra, y por momentos parece un tributo a sus predecesoras (gracias al carácter meta del filme). Para quienes hayan visto Scream de Wes Craven recordarán todas las veces que los personajes referencian películas de miedo y discuten que harían de estar en una. Craven y Dupieux son plenamente conscientes de los muchos clichés presentes en las películas de terror adolescentes y no solo deciden no omitirlos: los adoptan en historias que, por momentos, parecen burlarse de si misma. Esa es la grandeza de Scream y, sin querer encasillar allí a Rubber, vemos similitudes en como se aproximan al problema.

Las actuaciones no son las mejores (con la clara excepción de Stephen Spinella que logra su papel de Teniente/Vidente de gran forma), y puede que esto sea a propósito (aunque lo más probable es que no, resultan demasiado caricaturescos). Esto no importa mucho, y el guión rico en silencio y el brevedad ayuda bastante al concepto. La puesta en escena es fantástica, con varias escenas de Robert rodando de un lado a otro con naturalidad, su movimiento realista y único al mismo tiempo.

Gaspard Augé.

El seudónimo Mr. Oizo no es borrado del todo y se le atribuyen en los créditos la banda sonora (junto con Gaspard Augé, el 50% de Justice). Lo que logran es memorable: canciones que van con el tono de los distintos momentos de la película pero sin tomar protagonismo; y el trabajo del departamento de sonido es igualmente destacable, usando sonidos naturales y extra-diegéticos que ambientan cuando hay ausencia de música. La mayoría se asemeja a los mejores momentos del músico-no-director Mr. Oizo.

El resultado final es para el beneplácito de todos (todos aquellos que les guste este tipo de cine). Rubber podrá no redefinir el género, pero sirve (bastante bien) como entrada a un espacio donde el cine de terror se deja de tomar tan en serio (gracias Saw), y en el que Quentin Dupieux aprovecha todas las ventajas que el hacerlo trae.

Michael Dougherty: Trick r’ Treat (2007)

A menudo obviamos la importancia de las festividades ubicuas que, secularizadas y desprovistas de tintes geográficos en la medida de lo posible, se funden a lo largo y ancho de las sociedades contemporáneas. Las disfrutamos, somos ligeramente conscientes de sus dinámicas y transformamos parte de nuestras conductas habituales para acoplarlas lo mejor posible a estas fechas; sin embargo, rara vez nos preguntamos cuáles son los motivos para que una festividad semejante perdure en sus diversas formas. ¿Se trata de una estrategia comercial basada en nuestra habilidad inherente de fraternizar? ¿Es acaso el ánimo de añadirle lascivia y trasvestismo a nuestro atuendo y no ser juzgados por eso? ¿Le da empleo a maquillistas y diseñadores de efectos especiales que se encuentren cesantes? Cualquiera de estas respuestas es válida, pero debo decir que lo que más me convence son los dulces, y por supuesto, los monstruos. Trick r’ Treat tiene todo lo anterior, en formato audiovisual, por lo que la noche será larga y provechosa.

La presente película nos es ofrecida por un guionista con algo de bagaje en la industria hollywoodense, Michael Dougherty, responsable de escribir X-Men 2 (2003) y la infortunada Superman Returns (2006), aunque nada de esto debería ser señal de alarma o agravio, ni nada cercano a esos lindes. La historia emplea como eje central al pequeño Sam (apropiadamente interpretado por el jovencísimo Quinn Lord), personaje que ya había sido empleado en un antiguo cortometraje de Dougherty, Season’s Greetings (1996) y que provisto de una máscara de arpillera y una enternecedora pijama naranja se añade con facilidad a los anales de las criaturas del universo del terror, una suerte de cruce del Asesino con Máscara de Costal de Nightbreed (del que ya he hablado con anterioridad) y uno de los niños enjambre de The Brood (1979). Con esa descripción inicial ya me es posible anotar que esto, más allá de ser un pastiche conmemorativo, es casi una apología al cine de horror y a sus criaturas, empleando con decente pericia una gran variedad de recursos narrativos que aparecen con frecuencia en el género, en ocasiones sacados del cajón y cuando no, con un toque ciertamente distintivo.

Una hábil mezcla entre lo entrañable y lo horrendo.

Lo que hace de esta película algo realmente especial y aparte, además del arraigo de menciones y ecos que van desde Evil Dead (1981) hasta Peanuts, es la estructura del guión. Narrando los sucesos acontecidos en una sola noche de Halloween, el argumento escinde la víspera en 4 historias distintas que suceden en un pueblo de modesto tamaño en algún lugar de Ohio, haciéndole un guiño al Haddonfield, Illinois creado por John Carpenter. Adicional a Sam, el eje temático resulta siendo lo especial de la fecha, en la que ‘monstruos y otras cosas salen a dar vueltas por ahí’; mas por si fuera poco, cada pocos minutos nos topamos con un punto de giro que subvierte lo que consideraríamos regular. Para tal fin, el reparto no es ostentoso pero cumple a cabalidad su trabajo y representa reconocibles esquemas de varios subgéneros de cine nocturno, o al menos eso nos quiere hacer pensar el largometraje en medio de su manida táctica de mostrar y engañar.

Si sólo se tratara de la novedad que comprende hilar giros sorpresivos a cada nada, estaría revisando esto con una óptica más “A Quemarropa“, o siquiera si me molestaría en lo absoluto, tratándose de alguna superchería shyamalanesca de cuestionable valor. Una vez más, añadiendo al valor integrado de Trick r’ Treat está el que los sucesos se encuentren organizados de tal manera que es necesario ver la película más de una vez para comprenderla lo acontecido en su totalidad, y además notar el esmero con el que las historias han sido entrecruzadas a partir de astutos planos que nos sugieren una cronología interna, aunque en principio pueda parecer algo descalabrada la continuidad; de una forma u otra no hay muchas posibilidades de darse cuenta, si no es por la fotografía que, como una moda de la segunda mitad de esta pasada década, combina tonos cian con naranjas, resulta por las sorpresas que nos llevamos con sencillos artilugios del montaje y las ya mencionadas subversiones de la expectativa.

Nunca despreciable: la misteriosa belleza de Anna Paquin.

Es notable ver también cómo se imbuye la tradición de las leyendas urbanas, leña de hoguera si se conoce alguna en estas fechas, para incentivar un contenido subtextual. Una de las herramientas que emplea Sam, con el fin de justificar sus nobles acciones festivas, es un bisturí integrado a una barra de chocolate, y se arroja en algún punto la linea “Always check your candy“, ofrecida por cortesía del director de escuela Steven Wilkins (Dylan Barker, el Dr. Kurt Connors de la saga Spider-Man de Sam Raimi), a medio tiempo un ejemplar padre de familia, medio tiempo asesino en serie.

La dirección de arte es bellamente meticulosa y cuidada, otorgando ese ambiente de pueblecillo otoñal, que con sus pórticos decorados y calles estrechas hace las veces simultáneas de barriada tranquila y rincón ideal para llevar a cabo unos cuantos homicidios. Las imágenes generadas por computador apenas si hacen su aparición, dotando de sobrenaturalidad a los personajes con un colorido vestuario, prótesis verosímiles y animatronics en los casos más aventurados. Después de todo, estamos ante un clásico escenario de criaturas que comparten un universo irreconciliable con los humanos, marcar la diferencia no es una labor tan compleja.

Conocer el argumento tras haber visto la película, una vez más, no arruina el visionado de la misma y permite concentrar la vista en otros detalles, dependiendo hasta qué nivel se le quiera dar disfrute. Dougherty no ha vuelto a dirigir nada desde entonces, pero nos queda esperar a que otros realizadores más o menos independientes sigan el ejemplo y jueguen con aquello que el vox populi considera formuláico y caído a menos; es un horror dirigido más a divertir y aleccionar que a cualquier otra agenda, y como un manifiesto de cariño al género funciona muy bien.

“Happy Halloween.”

Tony Randel: Hellbound – Hellraiser II (1988)

“The mind is a labyrinth, ladies and gentlement, a puzzle.”

El recuerdo me es aún fresco, a pesar de hallarse nublado por numerosas experiencias de vida y el visionado de cosas más o menos aterradoras, por lo que no podría dar con precisión la fecha exacta en la que sucedió; eso sí, recuerdo que fue, en su entonces, la mayor fuente de pesadillas jamás vista. Fue en algún punto entre 1993 y 1995, gracias a mis hermanos mayores tenía la costumbre de ver muchas películas salidas a finales de los 80’s y principios de la siguiente década, usualmente cine de acción en su renovado auge, ‘sleepers’ y eventualmente, si me escabullía hábilmente entre las cobijas, algo de terror.

Era una hora más allá de las 10:00 pm, ya debería haberme dormido para ese entonces, pero era una noche de película para mis hermanos y no me podía perder el evento; y fue así que, tras la cortinilla de la productora, un fundido a negro y aquel retumbante infrasonido, supe que el verdadero Miedo cubriría mi espina dorsal con un haz de no-luz incluso a días después de haberse acabado la película. Había sido expuesto a Hellbound: Hellraiser II. Mis noches serían, por entonces, una eternidad insufrible en desamparo, y ni en sueños me sentiría a salvo, corriendo en laberintos de modesta factura, ojalá lo más lejanos y disímiles que se pudiera de la guarida de Leviathan.

De un momento para acá, Jim Henson parece mucho más amable.

Así fue, en pocas palabras, como conocí la encantadora obra inspirada en los escritos de Clive Barker y, muchísimo tiempo después, volvería hacia ella con otros ojos, no sin olvidar esa sensación primigenia que me generó tantas sensaciones perturbadoras en su debido momento. A pesar de que Barker es un hombre entendido en narrativa cinematográfica, su campo de acción predilecto se halla en las letras y los lienzos, considerando el trabajo de estudio como ‘algo extenuante y poco compensatorio’. Su gran salto al reconocimiento, hacía tan poco tiempo, con Hellraiser (1987) creó una nueva ínsula en el celuloide de medianoche, gracias al carismático angel-demonio con puntillas en el rostro que hasta ese entonces no tenía nombre, emblazonado en cuero y metal como lo haría un sadomasoquista especialmente creativo y, acompañado de su singular comitiva de semejantes Cenobitas, funcionaba como una especie de fiscal, juez y verdugo de un universo desconocido de placer y dolor, uno al que se le podía profesar temor y ansia de manera simultánea.

El resultado audiovisual fue mayor que lo esperado, eclipsando incluso al antagonista de ese largometraje debutante, y los misteriosos Cenobitas verían su universo recreado en profundidad gracias a esta nueva producción. Tony Randel, quien había editado esta primera entrega, se lanza a la dirección de Hellbound con el voto de confianza de Barker.

“We have such sights to show you”

La primera película, como confío que algunos lectores podrán recordar, cuenta con un final abierto que permitía que los sucesos se extendieran a una continuación; tomando en cuenta que algunos de los hechos enmarcados en el final de Hellraiser rayan notablemente en la abstracción (si no del absurdo) Hellbound parte de lo más concreto que sabemos acerca de su precuela: Kirsty Cotton (Ashley Lawrence), junto a su novio, acaba de sobrevivir una experiencia horriblemente traumática en su nueva casa, principalmente por culpa de una pequeña caja conocida como la Configuración del Lamento.

El novio de Kirsty, que no había tenido un papel muy importante en la primera película, no aparece en lo absoluto dentro de Hellbound a excepción de una mención, apenas para mantener las cosas canónicas. Sin embargo, buena parte del reducido reparto original regresa, desde Julia (Claire Higgins, con un notorio ademán de maligna calma) hasta el lascivo ¿tío? Frank Cotton (Sean Chapman), sin olvidar al séquito Cenobita comprendido por La Mujer, Bola de Mantequilla y Charlatán, porque sus nombres en inglés pueden tener igual o menor sentido. No son menos entrañables las adiciones, desde la joven muda Tiffany (Imogen Boorman, que nunca volvió a un protagónico desde entonces) hasta el altamente reprochable Dr. Channard (Kenneth Cranham, un bienvenido jamón veterano de teatro). Incluso El Ingeniero está de vuelta, considerado por Filmigrana como la criatura más inútil y obtusa que alguna vez haya habitado en el Infierno; aunque eso sí, debo aclarar que conocer esta información no hará que el argumento sea más plausible o abierto al entendimiento.

Sólo clase y estilo.

En la buena costumbre británica de rodar en estudio, el establecimiento de la trama se da en un hospital psiquiátrico, especialmente diseñado por Andy Harris para ser tan aséptico como enclaustrado, siendo el Dr. Channard la cabeza del instituto. No se llega a comprender muy bien si las prácticas médicas de este hombre tienen algún resultado más allá del maltrato arbitrario a sus pacientes, siendo una suerte de Josef Mengele británico, pero lo cierto es que estas le han valido la tenencia de su propio instituto y la posibilidad de coleccionar una gran variedad de artefactos, muchos de ellos relacionados con el Infierno del que los Cenobitas son correosos heraldos.

Entre los muchos McGuffins que pueblan esta película, Channard logra conseguir el Colchón de Julia que había sido confiscado como evidencia por la policía dentro del hogar Cotton, y ahora elevado a un status de mayúsculas, es empleado para resucitar a la memorable madrastra de manera similar a como Frank Cotton fue traído al mundo en la precuela. La casa de Channard, en sí un espacio minimalista digno de un empresario psicópata adinerado, se presta muy bien para el contraste que genera la nueva y sangrienta inquilina, quien ante la insistencia de Channard le enseña como abrir las puertas infernales, para lo cual necesitará la “cooperación” de Tifanny, una pequeña huérfana que lleva 6 meses sin hablar y es experta en resolver rompecabezas, y con la posesión de la Configuración resulta ser una tarea sencilla. La apertura de las puertas es un evento que conmociona al hospital psiquiátrico, y aunque el doctor tiene la infortunada obstinación de conocer a Leviathan, el dueño del sitio que goza de una voz magistral, otros lugareños tienen su propia agenda, como Frank Cotton, que planea anexionar a Kirsty a su calabozo carnal.

¿Cómo juntar la esencia de una morgue, un altar y una residencia de Chapinero?

Dada la naturaleza confusa de la Configuración, la pleitesía de los personajes cambia de acuerdo a las circunstancias, forjando alianzas que no se esperarían en una película de horror convencional. Esto último permite que veamos la batalla más anticlimática de todos los tiempos, posiblemente pensada como el opuesto de una, entre los Cenobitas y Channard. A pesar de quitarle un valor potencial al asunto, el departamento musical una vez más de la mano de Christopher Young resulta satisfactorio, y el set del Infierno es disfrutable para alguien que haya vivido al menos en los 90’s, con estructuras que le guiñan el ojo tanto a M. C. Escher como a The Twilight Zone.

Tal vez lo más lodoso, que no malo, sea la estructura del guión y las motivaciones de los personajes; la brecha entre ‘buenos’ y ‘malos’ permanece más o menos clara, no es difícil adivinar que Kirsty tiene como deber la victoria frente a Leviathan, aunque esto no le reporte ningún beneficio aparente ya que su padre seguirá donde está y al final su cabeza queda con un cúmulo de imagenes horrendas, e incluso se le puede considerar como culpable de mermar las habilidades de combate de Pinhead, si alguna vez existieron.

Parece el reflejo de un hogar poco amoroso.

Los temas de los organismos de control, el sexo, la muerte y la trascendencia siguen fijados, favorablemente de acuerdo al guión de Barker y a su visión del monstruo como algo que quiere entablar un puente de comunicación con los humanos, aunque sus intenciones no sean siempre las mejores. Pinhead (el inigualable Doug Bradley), antes de ser el hombre de las puntillas en el craneo, es Elliot Spenser el oficial de la armada británica, y esto marca una diferencia en su personaje, tanto dentro como fuera del universo de la película, dejando claros algunos detalles de su comportamiento pero ofuscando enormemente la comprensión de su relación con Kirsty. Podría embarcarme en conjeturas más aventuradas, pero el tamaño del artículo podría aumentar exponencialmente.

Funcionando como una película de horror en varios niveles, desde lo surrealmente aterrador para mi yo de 8 años hasta lo más campero y divertido para aquellos que ya estén curtidos en el género, Hellbound logra ampliar el mito del Infierno sexuado y diverso de Clive Barker, más allá de lo que algún Craven o Cunningham podría haber hecho con sus personajes, dotándolos de un espacio para funcionar de acuerdo a sus leyes. Que algunas de esas leyes se escapen de nuestra comprensión es tal vez porque se trata de un lugar muy confuso tanto espacial como moralmente, o bien, porque no hemos experimentado suficiente dolor y placer como para entenderlas.

Jack Clayton: The Innocents (1961)

“We lay my love and I beneath the weeping willow.

A broken heart have I, Oh willow I die, oh willow I die.”

El cine de terror siempre ha sido un género irregular, donde los bajos llegan a ser cavernosos e infernales (en ocasiones de forma bastante placentera, en la mayoría de forma punitiva) y los altos llegan a ser miniaturas perfectas del poder emotivo del medio fílmico. ¿Grandilocuente? De seguro, pero lo cierto es que el cine de terror es en muchas formas el género más complejo por intentar acercarse a aquella emoción primal y compleja que todos albergamos en nuestras inquietas mentes: el miedo. ¿Pero que es esto del miedo? No es algo definible de forma simple, y de esta cualidad abstracta puede venir el problema con el porcentaje de efectividad del género cinematográfico. ¿Cómo incitar algo que es hasta cierto punto indefinible? En ocasiones la simple realización de una idea moral, física o mentalmente reprimible, auxiliada por violencia y repugnancia extremas, son suficientes para causar escalofríos en la espalda de quien mira, pero con frecuencia estos escalofríos van desapareciendo en la piel y el choque nos es más que momentáneo. Esto sin mencionar que la sobreestimulación y el acceso a todo tipo de información en la época moderna ha llevado de forma lenta pero segura al espectador hacia la indolencia, lo que eventualmente hace que lo exageradamente gráfico pierda el impacto que alguna vez tuvo. El éxito de los grandes altos, sin embargo, no ocurre en aquellas escenas memorables que todos recordamos: ocurre en todo lo que les rodea.

Ejemplo de un alto.

Pocos filmes logran este cometido de forma tan exacta como “The Innocents”. Dirigido por el subvalorado Jack Clayton, el filme se basa en la obra de teatro del mismo nombre (escrita por William Archibald, que escribe el guión cinematográfico junto a Truman Capote) y que a su vez es una adaptación bastante fiel de “The Turn Of The Screw”, la estupenda novela corta de Henry James. Pero mientras el filme omite y modifica ciertos detalles pequeños, el espíritu de la obra original queda intacto, muestra del cuidadoso y fetichista trabajo del director y sus colaboradores.

La película sigue a la sublime Deborah Kerr (continuando su racha de papeles de mujeres religiosas, luego de su trabajo en “Heaven Knows, Mr. Allison” y la favorita de Filmigrana “Black Narcissus”), en este caso una nerviosa institutriz de apellido Giddens que es contratada por un acaudalado solterón (Michael Redgrave) para cuidar a sus sobrinos huérfanos que viven en una gigantesca y desolada mansión en un pequeño pueblo a las afueras de Londres. Sus requerimientos: autonomía e imaginación, la primera para nunca lidiar con su empleador y la segunda para lidiar con sus nuevos alumnos. Inmediatamente le es otorgado el empleo y parte rumbo a Bly, donde conoce a la encargada del lugar, la Señora Grose (Megs Jenkins) y a la pequeña niña que quedará bajo su responsabilidad, Flora (Pamela Franklin, en su primer papel de una prolífica carrera de actuación infantil).

La mansión en Bly.

El escenario es perfecto para un trabajo pacífico y encantador, pero pronto empiezan los problemas, junto a una carta que explica que el joven Miles (Martin Stephens) ha sido expulsado del colegio al que atiende y va de camino hacia la casa. Pero aún peor es la curiosidad que llena a la Sra. Giddens frente a la historia que le contó el Tío (su nombre nunca es revelado) en la entrevista a modo de semi-advertencia: la institutriz pasada, la Sra. Jessel, murió en su puesto de trabajo. La llegada de la noche transforma el lugar en un laberinto lleno de sonidos extraños y vientos que mecen las cortinas y las sabanas, y pesadillas empiezan a abrumar su sueño. El joven Miles sólo complica las cosas, ya que este es un niño inteligente y manipulador que intenta atraer a la no tan joven y nueva institutriz (se refiere a ella como “my dear”, y su actitud es bastante desagradable en sumatoria). Pero la amistosa Sra. Giddens logra entablar una buena relación con los dos, y pronto se tornan cercanos.

Trouble lies ahead.

La felicidad es breve, de nuevo, una vez la institutriz empieza a escuchar el canto de una mujer y a divisar extraños en la propiedad que nadie más parece identificar. En un juego de escondidas, que revela tanto el carácter violento de Miles como el ático lleno de tenebrosos juguetes y una foto de un hombre joven y atractivo, la aparición de una presencia tras la ventana le lleva a un ataque de pánico que obliga a la Sra. Grose a confiarle que otro hombre murió en la propiedad, el antiguo Mayordomo Peter Quint.

Este es un resumen básico (y ojalá no muy revelador) del comienzo del filme, y lo que sigue a continuación acaba de conformar uno de los filmes de terror más completos que tengo el placer de haber visto. Aún cuando es vista hoy en día, Clayton logra crear un ambiente de tensión auténtico y espeluznante, ayudado por una fantástica fotografía en blanco y negro llena de movimientos exactos y composiciones complejas (a cargo de Freddie Francis, también de “The Elephant Man” y “Dune”). El arte, el uso del sonido y los efectos nada recargados, además, ayudan a crear un estilo gótico que guía el filme por corredores cada vez más oscuros y enrevesados, tanto temática como visualmente.

Su verdadero acierto, no obstante, viene de su perspectiva narrativa. Al igual que la novela de James, escrita en primera persona, el filme está contado siempre a través de los ojos de la Sra. Giddens (ojos muy expresivos gracias a la estupenda actuación de la Sra. Kerr y la ligera exotropia que la actriz padecía), lo que crea un espacio de ambigüedad frente a lo que está ocurriendo en la imaginación de la heroína y lo que en realidad está ocurriendo en el espacio que habitan. Es de esta ambigüedad que tanto la película como la novela pasan de ser una horrible fábula sobre fantasmas y se transforman en un tratado sobre la naturaleza humana y la obsesión. “The Innocents” parece dejar abiertas muchas más puertas que las que acaba cerrando, pero el camino que recorre y finaliza deja huellas que quedan con el espectador mucho más tiempo que un escalofrío. Se anidan bajo la piel.

Clive Barker: Nightbreed (1990)

La naturaleza social de los seres humanos, a pesar de ser bastante dúctil, nos impele a permanecer con nuestros semejantes, a menudo gracias a nuestro temor inherente a lo desconocido. El grupo de individuos con el que crecemos, pertenecientes a un mismo nicho cultural, nos provee de una cierta seguridad tanto física, anímica como ideológica, lo que permite que nos aventuremos en la ordalía de nuestra ontogénesis sin salirse demasiado de los límites de dicho grupo. Ahora, ¿Qué sucede cuando no pertenecemos al grupo con el que crecimos, pero tampoco somos bienvenidos en la sociedad donde consideramos que podemos encajar?

El primer párrafo no parece indicar que se trate de una película de horror, pero de ahí parte Nightbreed, adaptación de la novela “Cabal” escrita en 1988 por Clive Barker y dirigida por él mismo, tras haber visto como la translación de sus otras obras a la pantalla grande había resultado, hasta el momento, fraudulenta. Decir que se trata de una película de horror y fantasía es algo que resalta poco más que, por ejemplo, decir que el Chivas Regal “es whisky y embriaga”, pero la acotación es necesaria, porque el rótulo de la fantasía admite que el mundo especial al que ingresan los personajes es uno en el que se hallarán seguros y, tal vez, más preparados para combatir a sus antagonistas que si estuvieran fuera de él (cosa que no sucede en una configuración del horror convencional). En sí misma, la obra de Barker se aleja de los lugares comunes que se habían venido desarrollando en las franquicias de horror de los años 70 y 80, y él mismo ha manifestado su aversión al asesino serial enmascarado, al avatar de la muerte silente; sus monstruos, abriendo una puerta perturbadora en la consciencia del público, hablan y se dejan ver como criaturas que existen más allá del miedo colectivo. Nightbreed es, entre muchas otras facetas, un relato bíblico de tolerancia.

Antes de su llegada a Lazytown, Robbie Rotten solía ser un prolífico cuchillero.

La película, terriblemente cortada y vendida como ‘un slasher más’ (para el sumo y esperado disgusto de su autor) nos cuenta, de manera más o menos fragmentaria, la vida y muerte de Aaron Boone (Craig Scheffer, antes, ahora y siempre un actor de reparto), un joven que tiene sueños delirantes en los que todo un menagerie de monstruos y criaturas disformes lo invitan a Madian, una tierra sepulcral y desconocida. En el curso de su desesperación éste ha contactado al dr. Phillip K. Decker (David Cronenberg, en una interpretación magistral), quien parece ser un reputado psiquiatra que, a pesar de la ayuda que le presta, posee una misteriosa agenda. Casi que simultáneamente vemos como una familia americana de clase media es descuartizada, todo con sumo prejuicio, por un asesino en serie caracterizado por su proficiencia con los cuchillos, su traje de paño bien portado y una máscara de costal que, con alta certeza, genera erecciones involuntarias en Tim Burton.

Aaron visita al doctor y este lo inculpa de los homicidios, ofreciéndole una droga para aclararle la cabeza que, en realidad, es apenas un simple alucinógeno casero. La novia de Aaron, Lori (Anne Bobby), quiere que ambos vayan de viaje a un lugar solitario para disfrutar en pareja, un comentario indudablemente dirigido a las fórmulas del slasher, pero se ve preocupada por las constantes pesadillas, y apenas si se da por enterada de que él es internado en una clínica tras chocar con un camión mientras está bajo el efecto de la droga.

En la clínica, Aaron conoce al paciente Narcisse (un rimbombante Hugh Ross) quien le informa que Madian en efecto existe, y que hay manera de llegar ahí, información que le provee a cambio de ser llevado al sitio. Infortunadamente Lylesberg parece estar fuera de quicio y se arranca escandalosamente el rostro, lo que atrae la atención del cuerpo médico de la clínica, el detective Joyce (Hugh Quarshie) a cargo del caso Boone y la policía, todos llegando al lugar de los hechos. Nuestro protagonista enchamarrado huye y toma una camioneta (siquiera sabemos si es propia), dirigiéndose a la tierra digna de mitos para encontrarse de súbito con criaturas amenazantes que llegan a herirlo, y con el deseo de escapar de la necrópolis de Madian, Aaron es dado de baja por la policía tras ser traicionado por el dr. Decker, un suceso digno del Nuevo Testamento.

Lori es llamada a identificar el cadáver de Aaron, y a pesar de las evidentes marcas de bala en su torso le quedan todavía muchas preguntas sobre el deceso de su novio, sobre todo con respecto a Madian y el por qué se dirigió hasta allá. Poniendo en alto que “la muerte es sólo el comienzo”, Aaron es técnicamente salvado por la mágica mordida de uno de sus atacantes Nightbreed, y aunque se encuentra clínicamente muerto le es po

¿Fin de la historia?

sible todavía empezar una nueva vida bajo el cementerio de Madian, donde conoce a su nueva hermandad y se hace propio del lugar, no sin dejar de ser un espíritu rebelde, lo que lo somete constantemente al riesgo de ser exiliado, no por su propia seguridad bajo las leyes de Madian sino porque él podría atraer la atención de ‘fuerzas enemigas’; Decker, al enterarse de la fuga del cadáver de Aaron, empieza a atar cabos y hace su propia investigación para llegar por su propia cuenta a Madian, y eso más o menos lo envuelve todo. Lo que viene de ahí en adelante es una aventura sombría cargada de criaturas disímiles e interesantes en sí mismas, el peligro de una antigua cultura y su choque con las fuerzas del presente, que se empeñan en acabar con todo lo que pueda perturbar el orden establecido.

Aún sin conocer la obra de Clive Barker o discutir acerca de su orientación sexual, es posible leer que Nightbreed es todo un discurso sobre la segregación y las miradas difícilmente reconciliables entre razas, etnias y orientaciones sexuales, así como de los universos enriquecidos que hay más allá de la comodidad del hogar. Aaron, que es más un soñador y un Nightbreed que un normal, se acopla con relativa facilidad a su nueva cultura, aunque su amor por Lori persiste, y es esto lo que lo mete en problemas y genera objeciones por parte de los habitantes de Madian; por otro lado, Lori es inicialmente reticente a la nueva condición de su novio y desea que sea humano de nuevo, que ‘nada de lo sucedido sea cierto’, pero eventualmente aprenderá a comprenderlo en su nueva y monstruosa condición. El sexo y la muerte, como en el resto de la obra de Barker, están fuertemente relacionados, así como la perversión subyacente del amor. Todo esto lo conocemos a partir de pequeños trozos de historia, haciendo lo posible por superar los hipos y saltos en la narrativa que, aunque aristotélica en esencia, tiende a jugar con nuestras nociones de continuidad.

La atención no se dispersa con tantos personajes con capacidades de ser “comic relief”.

La gran aventura del reanimado Boone puede ser leída de otras maneras. Con un antagonista como el Asesino de la Máscara de Costal, aunque inevitablemente carismático, se puede hacer un contraste entre los monstruos románticos y los monstruos de la segunda mitad del siglo XX. Los habitantes de Madian, cuando menos, parecen gitanos o miembros de los Clanes de la Luna Alfana (para hacer la relación, una novela de Phillip K. Dick), cada uno con su propia historia y manera de hacer las cosas, incluso con un cierto grado de locura y delusión; los campesinos enfurecidos y el Asesino son más bien pragmáticos, machistas, no menos prejuiciosos y sumamente violentos en sus procedimientos, sin pensar siquiera las consecuencias de sus actos. Aunque ambos lados tienen su derecho a permanecer en la tierra más o menos planteado, Barker nos pone del lado de las criaturas fantásticas e indómitas, los monstruos con los que incluso nos podemos relacionar a un nivel más sublime que con un puñado de policías, sacerdotes y psiquiatras, acompañados de una turba de pervertidos locales.

Es apenas natural que esta suerte de lecturas se escapen de la visión general del público. En su época fue un chasco en taquilla, no porque inherentemente fuese una mala película de horror, sino porque voltea el mismo concepto de horror y lo aborda con una mirada distinta. Según el mismo director, fue necesario venderla ‘al más mínimo común denominador’, al público joven entusiasmado por las encarnaciones de Jason Vorhees y Freddy Krueger, lo que obviamente generaría un sobresalto en ellos. Incluso sus propios productores le mencionaron que si no tenía cuidado, “el público podría llegar a simpatizar con los monstruos”. La preocupación está en volver al Monstruo de Frankenstein de Mary Shelley y James Whale, a los Freaks de Tod Browning, a aquello que por ser físicamente horrible y desconocido no tiene por qué ser necesariamente malvado.

Sin dañar la experiencia de visionado de la película, debo admitir que el final es ciertamente extraño, dejando más interrogantes en la narrativa interna de la película que cerrándolas, y en una ‘tradición’ que parece venida de Hellraiser, los sucesos acontecidos dan pie a la creación de una secuela. Seguro, sería una que fuese directo-a-video y que apenas si tuviese los personajes creados por Clive Barker, como con su conocida franquicia de demonios sadomasoquistas; pero como otra oportunidad para demostrar que los monstruos podríamos ser nosotros mismos, y que los “monstruos” que vemos en pantalla son nuestros sueños, lo que algún día quisieramos ser. Se trata de una oportunidad que en el contemporáneo y acéfalo Hollywood difícilmente llegará a darse.

Y no, Monster’s Inc. (2001) no cuenta.

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Para quienes quieran ver y buscar la película completa, pueden encontrarla en español bajo el nombre “Razas de Noche”, aunque dicho término jamás se emplee en los subtítulos integrados; de hecho “Razas Infernales” me suena poco menos que repulsivo, con la enorme cantidad de referencias al Infierno que hay en la película: cero.