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Paul Thomas Anderson: Junun (2015)

En el que ellos me conocen y yo los conozco a ellos

Vamos hacia esa tierra, donde mi amado será encontrado.

Shye Ben Tzur, Jonny Greenwood and The Rajasthan Express – “Chala Vahi Des”

1965 fue el año en el que se acuñó el término raga rock para referirse a una particular corriente de la música occidental. Ésta consiste en la implementación y apropiación de diferentes instrumentos orientales para complementar melodías propias de este hemisferio. El bengalí Ravi Shankar, reconocido en aquel entonces por haber orquestado exitosamente La trilogía de Apu de Satyajit Ray, fue una de sus figuras más representativas. Si bien no compuso raga rock como tal, contribuyó enormemente a la difusión de la música hindú en Inglaterra y Estados Unidos, países a los cuales llevó por primera vez los sonidos propios del Raj británico vía su productora World Pacific Records. Bandas como The Beatles, The Rolling Stones, The Byrds, The Yardbirds y The Velvet Underground, entre muchas más, se contagiaron de la resonancia mística de su sitar, la cual intentaron emular en sus más experimentales composiciones. De allí surgieron icónicas canciones como “Norwegian Wood (This Bird Has Flown)”, “Heart Full of Soul” y “Eight Miles High”, todas ellas en un lapso de seis meses y pioneras por el uso de aquellos poco convencionales sonidos.

En ese mismo año se podría localizar el inicio de la fascinación por la world music, ese despectivo término que se usa para referirse a todo aquello que se sirve de instrumentos variopintos para reiterar la concepción exótica de una región. Al coincidir con la emergencia de la oleada hippie, algunos intérpretes encontraron en los recursos religiosos orientales una justificación a sus denuncias en contra de las injusticias de la modernidad neoliberal. El yoga, los Hare Krishna, los gurús y el Bhagavad Gita fueron alternativas espirituales que se posicionaron rápidamente entre aquellos manifestantes y que hasta el día de hoy cuentan con una considerable acogida.

Sin embargo, como suele ocurrir con los movimientos populares, en muchos casos estos cimientos culturales fueron tan sólo pretextos para escudar los malestares propios de esa década y sus subsecuentes. Es recordado que durante el festival de Woodstock de 1969 se convocó al maestro espiritual Satchidananda Saraswati para ofrecer las bendiciones inaugurales y que el mismo Shankar era promocionado como uno de los artistas principales de la primera jornada. Sin embargo, el apasionado compositor salió defraudado de aquella serie de conciertos no sólo por la manera en la que su público consumía alcohol y drogas en abundancia sino por el trato que se le daba a la música como tal, alejándola por completo de su sentido religioso. En una anécdota posterior señaló que le dolió ver cómo ídolos juveniles, en particular Jimi Hendrix, se servían de su tradición para maltratar a sus instrumentos. Cabe mencionar que para el músico hindú la pureza de la música y de sus herramientas musicales es una extensión de Dios y, como tal, debe tratársele con respeto. La historia, sin duda alguna, le hallaría la razón: el fracaso del hipismo fue inminente y sus desastres estaban más que anunciados.

A pesar de su subordinación en Occidente, esta ejemplar exploración impactó a muchos talentosos artistas y transformó por completo su relación con sus obras. El caso más conocido es el de George Harrison, quien impulsó a sus compañeros a abrir sus horizontes musicales y a aprehender diversas herramientas que propiciaran su creatividad. Esta reconsideración permitió que por minutos sus álbumes evadieran la repetitividad que los catapultó a la fama, aquella molesta beatlemania que apelaba más a la euforia que a la sensibilización[1]. Gracias a esta transmigración (tanto espiritual como física), él y sus compañeros introdujeron joyas discretas dentro de su vasto catálogo que contrapesaban sus melodías más azucaradas: “Tomorrow Never Knows”, “Within You Without You” y “Love You To” son algunas de ellas.

No se puede garantizar que esto haya calado en los otros miembros del grupo; hasta cierto punto se podría interpretar que estas composiciones fueron tan sólo uno más de sus revolucionarios ejercicios dadaístas y/o odiseas psicodélicas. Harrison, por el contrario, fue transformado por completo ante estos encuentros con India. Su vida artística y personal dan cuenta de ello: después de su encuentro con Shankar, estudió durante tres años el sitar y se unió a los Hare Krishna; además, tan pronto The Beatles se disolvieron, pulió y publicó All Things Must Pass, su extensa y prolífica declaración de independencia. Si bien su cambio de postura no fue completamente radical (seguía componiendo en inglés, tocando guitarra e instrumentos afines y haciendo canciones pop), se puede garantizar que su salida de la cultura occidental le permitió revitalizarse creativa y emocionalmente. Esta leyenda, tan recurrente en la historia del arte del siglo XX, es un estandarte para casos como el que se examinará a continuación.

En 2015, coincidencialmente cincuenta años después de la llegada de Shankar a Occidente, un virtuoso de la música contemporánea se embarcó en una expedición sonora equiparable a la de Harrison. El inconfundible Jonny Greenwood, de quien ya se ha hablado en esta serie de artículos, es una figura reconocida mundialmente y con certeza uno de los guitarristas más admirados de la actualidad. Su trabajo con sus compañeros de Radiohead es ampliamente venerado e imitado. Aunque con frecuencia (y por decisión propia) está a la sombra de Thom Yorke, el excéntrico roedor que lidera la banda, ha brillado por sus inconfundibles aportes al característico sonido de la agrupación inglesa.

Ante los oídos más inocentes Greenwood será recordado hasta el fin de la humanidad por el uso de su guitarra en “Creep”, su epidémico himno noventero. También el multiinstrumentalista es protagónico en “Fake Plastic Trees”, “Paranoid Android” y “There There”, algunas de las obras más aplaudidas de la agrupación inglesa. Afortunadamente el arreglista ofrece más que eso, no en vano estudió teoría musical y es un experto con varios eclécticos instrumentos. Para no extenderme más de la cuenta, resaltaré tan sólo una canción por cada uno de sus álbumes de estudio (hasta tal fecha) que demuestra su inagotable talento: “Blow Out”, “The Bends”, “Electioneering”, “Treefingers”, “Packt Like Sardines in a Crushed Tin Box”, “Myxomatosis. (Judge, Jury, & Executioner.)”, “Weird Fishes/Arpeggi” y “Morning Mr Magpie”. Basta con ver su aprehensión del escenario cada vez que se presenta en público para contemplar su versatilidad.

Además de su trabajo con el quinteto inglés, con el cambio de siglo Greenwood se interesó cada vez más por la composición formal para orquestas. A partir de su trabajo en Kid A, el músico adoptó un academicismo que le permitió crear canciones complejas y variadas, lo cual es fácilmente identificable en sus discos más recientes: para los fanáticos estancados de Pablo Honey una obra como Amnesiac sólo puede pertenecer a una banda completamente diferente. Además de eso, el inquieto compositor se alejó momentáneamente de sus compañeros para componer la música original de diversos proyectos. El primero de ellos, bodysong, acaparó la atención de un número de cinéfilos y, por supuesto, de melómanos. A su estreno mundial (en el Festival Internacional de Cine de Rotterdam de 2003) asistió una serie de personalidades dentro de las cuales se encontraba Paul Thomas Anderson. Ni Greenwood ni el director esperaban que de esa última semana de enero brotara una inigualable alianza artística.

Aunque la información es escasa, se sabe que Anderson salió maravillado de aquella proyección para que a su manera persiguiera los atributos de Greenwood. En una entrevista posterior (después de que bodysong fuera galardonada con el Premio al Filme Independiente Británico de aquel año) señaló que ese documental entrelazaba a la perfección los dos conceptos esenciales de cualquier filme: imágenes y música, justo lo que él (y cualquier otro director) desea que germinen de sus creaciones. Esta ensoñación fue más latente en 2005, año en el que Greenwood compuso Popcorn Superhet Receiver para la BBC, una tensionante pieza de 19 minutos para una orquesta de cuerdas. El momento no pudo ser más oportuno, pues este lanzamiento coincidió con la etapa de preparación de There Will Be Blood, el proyecto más próximo de Anderson. Palabras más, palabras menos, a Anderson le tomó un gran número de intercambios convencer a Greenwood de trabajar con él y éste respondió en tres semanas tan tajantemente como le fue posible: con las dos horas de composiciones que armonizan uno de los mejores filmes de la historia.

Posteriormente Anderson y Greenwood estrecharon su amistad dentro y fuera del set. Su trabajo en There Will Be Blood, The Master e Inherent Vice es impecable, incluso hasta la imposibilidad de concebirse por separado. Esto va alineado a las prolíficas composiciones de Greenwood, quien en ningún momento frenó su pulsante creatividad: en los años subsecuentes continuó trabajando exitosamente con Radiohead y la BBC, curó un disco de reggae y arregló composiciones para otros filmes. Uno de ellos curiosamente traza una premonición de su inminente viaje hacia la India: en 2010 contribuyó a la musicalización de Norwegian Wood, la adaptación cinematográfica de la novela homónima de Haruki Murakami. Esta obra rapta su nombre de cierta famosa pieza de 1965 de The Beatles en la que George Harrison usó por primera vez un instrumento oriental en sus creaciones. Una vez más Oriente y Occidente se encuentran por casualidad.

Puede que lo anterior sea una ilustrativa coincidencia pero no deja de cautivar cómo se cohesiona un vínculo espiritual entre las transformaciones de Harrison y la venidera salida de Greenwood. Los dos años previos a la filmación del documental central de este artículo fueron atareados para el compositor inglés: creó y editó la compleja banda sonora de Inherent Vice, presentó en vivo algunas de sus piezas con la Orquesta Contemporánea de Londres e inició con Radiohead las grabaciones de lo que más adelante se conocería como A Moon Shaped Pool. Sin embargo, su logro más codiciado fue haberse encontrado con Shye Ben Tzur, un magistral pero poco conocido compositor israelita.

En un emotivo y poco difundido artículo, Greenwood retrata cómo conoció a este maestro oriental en un imprevisto momento de su vida. Durante uno de sus viajes a Israel[2], el compositor inglés escuchó por primera vez una canción carente de escalas a la manera occidental. Ante su asombro, fue dirigido a Ben Tzur, quien era un reconocido artista que había encontrado en India los instrumentos necesarios para explayar sus ideas. Esto lo impulsó a asistir en 2013 a un festival de música Sufi en Rajasthan, India, lugar en el que encontró una concepción ritual de la música radicalmente diferente de la que él ejercía profesionalmente[3]. Poco tiempo después logró ponerse en contacto con Ben Tzur en Israel, quien le increpó la idea de concebir la música por capas, por ragas, y no por acordes. Además, recalcó cómo la comunidad de Rajasthan le enseñó a componer música Qawwali, música devota tradicional del sur de Asia, durante más de diez años. Este encuentro con tanpuras y dholaks descrestó al curioso músico inglés y éste humildemente se dejó abducir por su filosofía artística.

Algunos meses más adelante, Greenwood invitó a Ben Tzur y compañía a participar en Southbank Alchemy, un reconocido festival autóctono en Inglaterra. Todos se presentaron el 17 de mayo de 2014 junto a algunos percusionistas de Rajasthan. Esta primera exposición en Occidente dejó maravillado a todos sus testigos, quienes deseaban conocer más de este llamativo proyecto. Sin embargo, ninguno quería que el clamor los afiebrara y pausaron momentáneamente su intromisión cultural. No obstante, acordaron encontrarse en febrero de 2015 en el Fuerte Mehrangarh, una preservada fortaleza del siglo XV, para grabar un álbum colaborativo de la mano de The Rajasthan Express, un colectivo de músicos amigos de Ben Tzur. Ante eso, Greenwood también se armó de un grupo de colegas para embarcarse en este revigorizante proyecto, entre ellos Nigel Godrich, el reconocido productor de todos los álbumes de Radiohead y de los proyectos solistas de sus integrantes. Anderson también fue invitado a documentar este proceso creativo, tal vez a manera de agradecimiento por toda la exposición mediática que ha hecho de la obra de Greenwood. Sin pensarlo dos veces, buscó financiación por parte de su productora Ghoulardi Films y se unió a ese distintivo equipo de trabajo mientras sus seguidores asumían que se encontraba reposando de la gira promocional de Inherent Vice.

Junun (tanto el álbum colaborativo como el documental homónimo) es el resultado de esta secreta unión de fuerzas creativas. A lo largo de sus 54 minutos, Anderson y su equipo de trabajo registraron el arduo ritual en el que se sumergieron los diecinueve integrantes de la megabanda. Si bien es un documental sustancialmente minimalista que no se interesa por replicar los trademarks de las otras obras del talentoso director, este filme captura emotivamente la atmósfera que colmó de sentido a este proyecto. A pesar de la poca cantidad de intercambios verbales (no hay más de seis en todo el documental), Anderson permite que la música fluya para que ésta entre en diálogo con la sensibilidad del espectador.

Como ya se comentó, las grabaciones audiovisuales ocuparon un mes de trabajo y el equipo se instaló en las diferentes habitaciones del majestuoso Fuerte Mehrangarh, cedido amablemente por Gaj Singh II, Maharaja[4] de Jodhpur (región en la cual se encuentra la fortaleza). No obstante, es en el estudio central (el cual ocupa una modesta pero equipada sala) donde ocurrirán la mayoría de interacciones. Anderson, mesurado con sus recursos de grabación, es consciente de esto y por eso crea a lo largo de toda su grabación una notable dualidad entre los interiores y exteriores de esta fortaleza: hacia adentro se detecta una atmósfera opaca y hermética; hacia afuera, una iluminada e infinita. Esto, más allá de su significación poética, refleja el eje central de la producción musical y, por consiguiente, de la filosofía de estos artistas: la búsqueda de la iluminación. La vastedad del castillo y del pueblo que lo rodea hace pensar inevitablemente en Junun como una especie de Decamerón en el que los artistas están resguardados de la realidad de la población hindi para elevarse sobre el vulgo. Si se pensaba que Ben Tzur y Greenwood serían los protagonistas de este documental, con el paso de los minutos el espectador se percata que es una fuerza significativamente mayor la que dirige esta mis en scène.

En las pocas entrevistas capturadas en el filme los músicos le cuentan a Anderson que, así haya escasez de baños y duchas, la luz nunca puede faltar en sus vidas. Esto cobra un sentido sarcástico al inicio de las grabaciones puesto que el equipo de producción se queda corto de electricidad. Sin embargo, escenas e interludios posteriores complementan la progresión de este proyecto y la iluminación que emerge a partir de sus composiciones. Otro de los entrevistados resalta algo evidente pero que no se puede olvidar: en la India hay infinitud de idiomas y dioses; los seres humanos, ante eso, deben encontrar cómo traducir esa amplitud para sí mismos. Es eso lo que buscan Shye Ben Tzur al componer en hebreo, hindi y urdu y hacerse entender. Es eso lo que busca The Rajasthan Express al honrar rústicamente su tradición y sus corrientes musicales. Es eso lo que busca Jonny Greenwood: reconocer su pequeñez para encontrarse dentro de esa inmensidad.

La mayor parte del documental transcurre entre montajes que acompañan las diferentes canciones que surgen a lo largo de este proyecto creativo. Algunos de ellos son directos, sobre todo “Julus”, el contundente plano-secuencia que de entrada marca el ritmo del filme. Anderson no deja nada a la imaginación, pues en una sola toma captura a todos los integrantes de la banda para que sus espectadores se familiaricen con ellos lo antes posible. En las canciones posteriores el acompañamiento visual es más amigable, pues en ellas se intercalan las sesiones de grabación con la cotidianidad de Jodhpur: los niños que recorren la ciudad, las motos, los militares y esa aridez climática con la que se suele identificar a la India. Dentro de ellas se destaca el seguimiento a uno de los arreglistas, el cual pretende afinar su harmonio, y se retrata la labor artesanal con la cual sincronizan estos instrumentos a la perfección.

Para volver al componente musical, es asombroso el compromiso con el que cada uno de los músicos de Rajasthan se empodera del estudio de grabación. Greenwood, quien supuestamente es el más experimentado de todos, se mantiene al margen tanto en las composiciones como en las grabaciones, así el sonido de su guitarra sea inconfundible. Él, destacado por su desinhibición histriónica cuando interpreta sus instrumentos, es reservado y se mantiene encorvado cada vez que la cámara lo enfoca. Lo mismo ocurre con Ben Tzur, quien prácticamente elude el lente de Anderson. Estos dos, los supuestos líderes del proyecto, sólo se comunican con sus instrumentos. En cambio, todos los otros músicos evidencian una enorme alegría cada vez que Anderson se acerca a ellos; basta con ver las interpretaciones de “Allah Eloim”, “Roked” y “Chala Vahi Des” o las escenas en las que van a comprar sus vestimentas para acercarse al sentido que la música evoca en cada uno de ellos.

Su entusiasmo es entendible ya que aprovechan estas escasas oportunidades para hablar de cómo Dios/los dioses se manifiestan en todo momento, desde la cuerda de sus instrumentos hasta un palo de mango. Uno de los entrevistados señala que cree en la tradición Manganiyar, el cual le permite abrirse a una multiplicidad de creencias siempre y cuando cumplan con un propósito ritual. Una vez más, los procesos de grabación para ellos se definen entre los que saben arreglar la luz y los que no. No en vano, tal como lo relata Greenwood en una entrevista posterior al estreno del filme, cada uno de ellos continuaba interpretando su instrumento cada vez que el equipo hacía una pausa, algo impensable en su tradición inglesa.

De acuerdo con las notas internas del álbum, Junun significa “la locura del amor”. Éste es un título perfecto para este proyecto audiovisual: la visita de Greenwood no es una en la que pretenda imponer su innegable talento. Él es simplemente un contenedor, dispuesto a ser colmado por el amor evocado por estos apasionados intérpretes. El documental en esa línea es acertado: si su gestión publicitaria es la razón principal por la cual la música de Ben Tzur y de The Rajasthan Express ha llegado a los oídos de este hemisferio, Greenwood es un faux pas efectivo para que los melómanos occidentales se encuentren con un deleite lejano y así todos –tanto el músico inglés como los oyentes del álbum- se renueven de la mano.

Vale reiterar la dualidad interior/exterior que habita en Junun: las palomas y la destellante iluminación solar simbolizan la libertad a la que se puede aspirar una vez se agrieten las paredes de los individuos que habitan la fortaleza, infinitudes que ni siquiera el lente de un dron puede trazar. Tal como ocurre en el último instante del documental, la finalización del álbum y su sentimiento de gratitud (“Modeh”) es la invitación para salir del nuevo al mundo con una mirada más amena y, si se puede decirlo, pura.

La edición del documental tomó algunos meses, pues todo el equipo quería mantener el secreto hasta que la obra estuviera finalizada por completo. Mientras tanto, Anderson se mantuvo ocupado filmando “Sapokankian”, el primer video promocional de Divers, el álbum más reciente de su amiga Joanna Newsom (quien, si lo recuerdan, interpreta a Sortilège, la “narradora” de Inherent Vice). Además, durante un tiempo se rumoró que planeaba una producción de Pinocchio de la mano de su amigo de infancia Robert Downey Jr., lo cual quedó apenas en un esbozo. Sin embargo, el 21 de agosto de ese año el Festival de Cine de Nueva York develó el pacto al incluir a Junun dentro de su portafolio de filmes. Esta noticia tomó por sorpresa al mundo y se programó que el 8 de octubre se proyectaría por primera vez. Además, este filme recibió una notable campaña de difusión: una vez finalizara este estreno, el servicio de streaming MUBI la habilitaría para ser vista desde cualquier computador. Al día de hoy. sólo puede conseguirse a través de iTunes y en streaming.

El documental, a pesar del positivo consenso crítico, ha pasado desapercibido por considerarse una obra menor de Anderson. A pesar de eso, si Greenwood no quería sobreponerse sobre las composiciones de sus colegas, el director tampoco podría sobrecargar técnicamente sus grabaciones. Junun sobresale por ser un acompañante adecuado a los logros musicales alcanzados por el enorme colectivo. Nadie quiere opacar al otro: todos van de la mano en busca de una iluminación en conjunto. Incluso con este precepto, Anderson captura unas impecables imágenes tanto del espacio como de sus protagonistas. Es absurdo pensar que un filme es de baja categoría por no cumplir con unas expectativas filmográficas. Por el contrario, es el mejor tributo que podría brindarle a los músicos de Junun: retratar sin reparos su fluidez creativa.

Al inicio de este artículo se indicaba que han pasado cincuenta años desde que se cementó la leyenda del George Harrison orientalista. La historia habrá de evidenciar si esto mismo ocurrirá con Jonny Greenwood y si será recordado con tanta parsimonia por sus exploraciones sonoras. En 2016 lanzó al mercado la última producción de Radiohead, la cual no es ningún Revolver y francamente contiene pocos tintes de lo creado en Junun[5]. Hasta el momento no se sabe con certeza hasta dónde el viaje a India incidió en las decisiones que toma su banda creativamente. Lo mejor de esta historia es que este reconocimiento individual no es de su interés y esto, a su manera, hace de su historia una más humana, más sutil. El álbum Junun, sin duda alguna, es una excelente obra que merece más atención por su versatilidad y franqueza musical. Además, Greenwood está más interesado en exponer mundialmente las convicciones de Ben Tzur y de The Rajasthan Express. Después del estreno del filme, el colectivo ha ido de gira por varios reconocidos festivales e incluso han sido teloneros de Radiohead y tocado junto a Greenwood en varios de sus conciertos. Ellos, a su manera, han demostrado gratitud hacia su promotor en Occidente.

El tiempo corroborará la magnitud del cambio en Greenwood. Por el momento, Junun es un notable regalo de Anderson para incentivar estas búsquedas por una música superior que se aleja de las exotizaciones publicitarias. Si algo queda claro es que el músico inglés no busca acaparar fama a partir de Shye Ben Tzur y su equipo de Rajasthan. Por el contrario, todos los implicados buscan restablecer la luz en sus propias vidas. Junun es una prueba de que esto se puede alcanzar a partir de la música.

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[1] Véase A Hard Day’s Night de Richard Lester, una vomitiva experiencia que debería ser catalogada como una película de terror.

[2] La esposa de Greenwood, Sharona Katan, es una artista visual de ascendencia judía.

[3] No en vano Rajasthan en hindavi (el idioma de aquella región) significa “Tierra de reyes”.

[4] “Gran emperador”, en sánscrito.

[5] Tiendo a pensar que los nubarrones de A Moon Shaped Pool fueron marcados notablemente por la separación y posterior muerte de Rachel Owen, expareja de Yorke, y por la muerte del padre de Godrich. Aun así, los impredecibles arreglos de Greenwood en “Daydreaming” y “True Love Waits” son preciosos.

Darren Aronofsky: The Wrestler (2008)

El siguiente ensayo es un aporte de un nuevo Fortuito de Filmigrana, sebastianhinestrosa, quien gusta del film noir y del tequila paralelamente. Esperamos lo disfruten.

Dato #1:

El mediocre compositor contemporáneo de música clásica Roberto Da Silva fue expulsado de su último trabajo como cajero de Starbucks en el sector de Copacabana (Rio de Janeiro) a causa de su obsesión absoluta con la lucha libre, tres meses antes de su suicido en julio de 2014. Durante sus infrecuentes recitales de piano en el Amazonas brasileño, los fines de semana en los que no laboraba en Rio, Da Silva realizaba demostraciones de candados en el cuello clásicos de la WWF con la ayuda de su erudito público aborigen. Además de este extravagante comportamiento, también era habitual, durante sus horas de trabajo en el mencionado cafetín, hallarlo vestido simulando a “The Undertaker” o a “Lex Luger”, o dando largos y extenuantes discursos a sus clientes, con un conocimiento enciclopédico, sobre la historia de la lucha libre mexicana. Da Silva se denominaba a sí mismo como una mezcla entre Antonio Salieri y “Stone Cold” Steve Austin. Su último día de vida es recordado por sus vecinos quienes mencionan unánimemente que lo vieron caminando taciturno, vistiendo una camiseta de la película: Requiem for a Dream (2000) de Darren Aronofsky y recuerdan con especial curiosidad que las últimas palabras que escribió en una servilleta antes de su deceso, y que fueron halladas afuera de una tina al lado de un desangrando Da Silva, fueron: Satoshi Kon.

Dato #2:

El gran director japonés Satoshi Kon, considerado por mí como la mente más profunda del anime -sobrepasando por muy poco a Satoshi Tajiri-, tuvo una vida corta pero sustanciosa. Desde el estudio MADHOUSE en Japón dejó inconmensurables legados audiovisuales para la humanidad. Kon destaca por múltiples factores; entre ellos, diré aleatoriamente: su gran edición, su extraordinaria composición fotográfica y su constante pesquisa temática por la materia: sueños/realidad. Sus películas Paprika (2006) y Perfect Blue (1997), que exploran este asunto, son consideradas piezas maestras en el mundo del cine. Para multitud de críticos a nivel mundial es innegable y descomunal, incluso más que sobre otros directores –incluyendo a Christopher Nolan-, la influencia del magnánimo director japonés de animación sobre el aclamado Darren Aronofsky. Es más: la nominada al Oscar como mejor película a los premios No 83: Black Swan (2010) de Aronofsky es en realidad un remake de la arriba mencionada Perfect Blue.

La síntesis:

Las tres primeras películas del escritor y director Darren Aronofsky: Pi (1998), Requiem for a Dream (2000) y The Fountain (2006) comparten una estética que hasta antes de su película del 2008 podría describirse como definitoria para el director. Los rasgos estéticos en fotografía se plasman en tomas sobre trípode con una composición equilibrada –y muy cuidada- y con una iluminación con altos contrastes; ésto bajo la magistral dirección de fotografía de Matthew Libatique. En edición destaca la rapidez y la creatividad (por supuesto, ahí están las famosas secuencias de los muy rememorados primerísimos primeros planos de Aronofsky). En el diseño de producción, en conjunción con la fotografía, el cuidado del color es detallado con monocromías que reflejan como subtexto los sentimientos de los personajes. Musicalmente, con música compuesta esencialmente por Clint Mansell o por el mismo Aronofsky, se imprime un ritmo frenético acorde con la edición, con bandas sonoras que ayudan a dar intensidad a las propuestas. Ahora bien, para The Wrestler (2008) la postura narrativa y estilística de Aronofsky da un vuelco total, podríamos decir que ahora la propuesta estética es todo lo contrario a lo que solía ser una película de Aronofsky: así las cosas, con una descripción escueta y mediocre, yo definiría su estilo en The Wrestler como: sencillo y calmado.

Es importante no confundir esta película con: The Fighter (2010) de David O. Russell, autor ícono del cine independiente norteamericano y conocido principalmente por ser el director y guionista de Silver Linings Playbook (2012) y por perder el control durante sus rodajes, especialmente en el set de I Heart Huckabees (2004)– en una perdida de compostura memorable-. Se pueden confundir porque las dos películas fueron traducidas en Colombia al español como: El luchador.

The Wrestler narra la historia de Randy “The Ram” (Mickey Rourke), un legendario ex-luchador profesional de lucha libre de los 80s que, ahora, 20 años después, trabaja en un mercado durante la semana y su pasado de éxito es rememorado los fines de semana en los que hace exhibiciones de lucha como pasatiempo y por poco dinero. Randy, con dificultades económicas, con su gloria desvanecida y con un gran carisma y un gran corazón, enfrenta una vida solitaria, causada por errores del pasado, y tiene únicamente una relación afectiva –si se puede llamar así- con Cassidy (Marisa Tomei), una bailarina erótica también en decadencia.

La segunda toma de la película marca un parámetro narrativo vital de la historia: es un follow shot a Randy con cámara al hombro (toma de persecución desde atrás al personaje mientras este camina) que nos induce a adentrarnos en la subjetividad del personaje (“¿Aronofsky usando cámara al hombro?” Me pregunté la primera vez que ví The Wrestler). Este tipo de toma se va a repetir constantemente durante la película y nos hace penetrar en la perspectiva del protagonista –viendo tal como él ve el mundo-, en la subjetividad de Randy “The Ram” y eso es lo que quiere el director: volcarnos hacia la subjetividad del personaje y, por ende, a su punto de vista, a sus sentimientos y a entender cómo es la vida desde el fracaso. De esta manera, la película temáticamente no es solo sobre un ex-luchador en decadencia; lo que muestra es la perspectiva desde el “fracaso” y desde el vacío existencial que es tan común en la vida moderna, carente de relaciones verdaderamente significativas; de ausencia de sentido y que, en realidad, es un retrato de cualquier persona inmiscuida en los vericuetos de la vida moderna –es decir, usted Señor lector-: multitud de relaciones poco significativas, una vida vacía y la necesidad de “aparentar” el “no-fracaso”. Tanto por su tema como por su propuesta estética audiovisual sobria se puede decir que en The Wrestler hay más cercanía del director, por ejemplo, con el realismo social británico y con autores como Mike Leigh, Ken Loach o Andrea Arnold, que con el mismo Satoshi Kon o con el “anterior Aronofsky”. Incluso se podría decir que hay más influencia de Ciro Guerra[1] y de Andrei Tarkovsky en esta película que del mismo Satochi Kon. Entonces, ¿Qué pasó con la influencia del japonés que era determinante en el estilo de Aronofsky? Según palabras del mismo director, durante una entrevista que vi hace unos años por internet y de la que no puedo afirmar su veracidad para no comprometerme ni con derechos de autor ni con sus juicios, en sus tres anteriores películas ya había agotado su estética narrativa y sentía que debía explorar otra estilística. Me gusta pensar en esta opción. Ese giro en Aronofsky es significativamente llamativo para quienes conocían la obra del autor hasta antes de 2008. Dándome cuenta de esto también, paulatinamente, mi discurso sobre la relación y la influencia de Satoshi Kon sobre Aronofsky ha bajado de intensidad para fortuna de mis tendencias suicidas.

No puede pasar, por supuesto, desapercibida la magnánima actuación y regreso a la gloria de Mickey Rourke, actor que en la vida real comparte rasgos similares a los de Randy. Rourke, que durante los 80s fue la estrella y el niño lindo de Hollywood, tiene ahora la cara deformada después de que a comienzos de los 90s decidiera renunciar a la actuación y dedicarse al boxeo. Luego trató de volver a la actuación sin mucho éxito, su carrera como actor entró en decadencia y se vio redimida en 2008 cuando logró una inmejorable actuación en este papel estelar.

La película es una gran joya por Rourke, porque a través de la sencillez y de la sobriedad Aronofsky crea un relato intimo, profundo y estéticamente coherente, porque técnicamente está perfectamente ejecutada y conceptualizada y porque plasma un retrato del ser humano mostrando; en este caso, la decadencia de una persona que logró una gloria que ya no existe marcada por el inexorable paso del tiempo: una reminiscencia de aquellos brillantes 80s de juventud, Heavy Metal, Hard Rock, Nintendo, Atari, lucha libre, striptease, cocaína que, de la misma manera, ya no existen.

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[1] Se tienen registros recogidos por parte de la Academia Austro-Otomana de Cine (Das Kino und Die Sheiße), en el 2007, confirmando la visita de Darren Aronofsky al Festival Internacional de Cine del Tirol en Austria, asistiendo a la función de gala de La Sombra del Caminante (2004).

Seis

… (Capullos en una piscina)[1]

Hemos vuelto de entre las sombras para hablarles sobre el holometabolismo, y de cuánto cuesta atravesarlo.

Lo hacemos cada año, en realidad, con el corazón entre las garras y con una dosis menor de cinismo que la que acompaña nuestra perspectiva de este maizal en el que nos ha tocado llevar a cabo nuestra metamorfosis. Aunque este es un momento favorable para crear una publicación web de crítica cinematográfica o incluso una editorial o, qué sé yo, una productora (!), es tal vez un momento difícil para permanecer humano, sensible y cuerdo.

No vamos a entrar en detalles sobre asuntos políticos, económicos o sociales que intervienen en el desarrollo de esta pequeña iniciativa, ya que a) son demasiadas variables, b) no viene al caso y c) en menos de tres oraciones dejaríamos ver las horribles fracturas morales que componen nuestra diversidad como redactores de esta página, algo que dista mucho de ser una mente enjambre y se muestra más como una pluralidad de perspectivas y motivaciones para insultar al prójimo.

Más bien quisiéramos celebrar esas coloridas diferencias, y crear espacios para que se expresen con mayor ductilidad. Llevamos un muy buen tiempo preparando dichos espacios, pero esa tardanza responde a la calidad con la que queremos entregarlos, algo que no solo nos compete a nosotros (porque respetamos una buena investigación, el trabajo hecho con paciencia y los paseos en moto sin casco) sino a las personas que eventualmente recibirán estos contenidos, entre esos quienes leen estas líneas con una pizca de entusiasmo. Es también porque en el paso de pupas a imagos, debemos hacernos muchas preguntas con respecto a este proyecto y la manera en la que afecta nuestras vidas a largo plazo.

El título de este artículo corresponde a los seis años que han transcurrido desde que nos empezamos a preguntar sobre el cine de una manera distinta, dejando a un lado el consumo pasivo y delicioso para cuestionar lo que vemos de forma más activa y directa, aun cuando ese cuestionamiento no fuese en principio poco más sino una bengala cargada de prejuicios. A lo largo del último año hicimos el experimento de observar la evolución de nuestros escritos, de cómo rebotaban en calidad y optimismo a medida que pasábamos por momentos muy específicos de nuestra vida real, aquella que funciona detrás de estos pobres pseudónimos. Así pues, no es difícil hacer la cuenta de todas las cosas que pueden suceder en seis años.

En esos seis años algunos de nosotros han contraído matrimonio, otros se encuentran comprometidos, varios de los colaboradores han terminado carreras universitarias para empezar maestrías, algunos se han ido del país y otros han regresado con nuevos conocimientos para aportarle a esto. ¿Qué es “esto”, a la larga? ¿Por qué un grupo de personas querría dedicarle tiempo a lo que hasta ahora parece que han sido (a juzgar por esta misma página) unos escritos, algunas imágenes .gif y unas cuantas proyecciones de cine en vivo? Claramente es porque “esto”, Filmigrana es muchísimo más que esas minucias.

No planeo hacer un pitch de ventas porque todos sabemos que soy terrible en esa área, pero sí quiero hilar todo lo mencionado anteriormente: capullos, gente brillando en la oscuridad, ancianos teniendo sexo, producciones y ediciones impresas, espacios diversos… El mensaje es bastante claro: nos ampliamos una vez más, o más bien, seguimos bajo el efecto de las ampliaciones anteriores, desprendiéndonos de nuestra antigua piel para dar paso a otros cambios necesarios. Aunque empezó como una especie de divertimento y nunca lo planeamos de esta manera, notamos que ahora Filmigrana hace parte de nuestras vidas y le debemos nuestro tiempo y esfuerzo a este proyecto, ahora mucho más grande que nosotros. Por lo mismo, es nuestro deber cooperar con los demás miembros del equipo que no están adscritos a este espacio de crítica vitriolíca, a quienes eventualmente conocerán en su propio sitio pero que siguen viviendo con nosotros en el mismo asilo proverbial.

Ahora, ¿Qué saldrá de estos capullos?

[1] Gracias, Ron Howard.

Píldoras de Higiene Mental #5: Koji Morimoto

“La razón por la cual me convertí en un animador es porque me gusta pensar “¿Cómo hablará este personaje tan extraño?” o “¿Qué puede decir?”. Al animar un personaje, éste cobra vida. (…) En otras palabras, un animador también puede ser “un dios sobre el papel”.

Koji Morimoto

Aprovechando la oportunidad que ofreció nuestra más reciente exploración de Memories (1995) y la diversidad de estilos y miradas ahí dentro, se me ocurrió regresar a esta infame serie explorando a uno de sus directores más memorables, y sintiendo que Katsuhiro Otomô tal vez exija algo más extenso, al estilo de una Clase Magistral, me decanto por Koji Morimoto. Lo lamento, señor Okamura, en otra ocasión será.

¿Qué hace tan distintivo a Morimoto, y le da un grado de reconocimiento en el ámbito de la animación japonesa? ¿Es tal vez el hecho de ser el fundador de Studio 4°C? ¿Su fascinación por los fluidos corporales? ¿O tal vez la fluidez preternatural que le otorga al movimiento de sus personajes? Es difícil saberlo, teniendo en cuenta que su vasta obra no se encuentra recopilada o comprensivamente detallada en un solo sitio, y está compuesta no sólo por cortometrajes animados (la especialidad de las Píldoras) sino también un largometraje, Fly! Peek the Whale! (1995) y numerosos spots publicitarios, trailers y openings para series.

Tal vez la mejor manera de ingresar a la obra de este prolífico animador sea a través de sus primeros trabajos… Y, quién sabe, tal vez sobre-analizando la aparición de líquidos en movimiento.

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Franken Gears  (1988)

Como parte del Robot Carnival (1988), otra gran antología estrenada poco tiempo después de Akira (1988), se reúnen directores que cuentan, cada cual a su estilo y conveniencia, una historia con robots como eje central de sus narrativas. Teniendo en cuenta lo variada y colorida que es la relación del Japón con lo automático, no sorprende ver la cantidad de imágenes familiares que hay encapsuladas en los cortos, aunque son mucho más curiosas e inquietantes las adaptaciones de relatos extranjeros para un código nipón. Siendo una de éstas, Franken Gears es una breve reinterpretación de El Moderno Prometeo (o “Frankenstein”, para los que no estén poniendo atención en casa) de Mary Shelley, con algunos elementos de The Great Dictator (1941) arrojados de buena fe[1]. Sin una sola línea de diálogo, somos testigos de la energizante expectativa que este viejo Dr. Frankenstein le ha volcado a un robot que planea traer a la vida, un posible vehículo para sus presuntos planes de dominación mundial.

Contemplando la posibilidad de que sus planes fallen, el doctor prueba con desespero todo tipo de medidas, y cuando todo parece perdido su creación cobra vida. Más allá del resultado fatal de las máquinas adquiriendo la posibilidad de imitar a sus creadores, nos embelesa y educa el enorme rango de expresiones que tiene el condenado protagonista, con numerosos gestos y genuflexiones que reflejan distintos grados de júbilo al ver nacer al enorme gigante de hierro.

Fluidos adicionales: la saliva del científico extasiado.

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Noiseman Sound Insect (1997)

Posiblemente la obra más recordada de Morimoto, llegó a nuestras tierras gracias al canal de televisión Locomotion[2], en donde se emitió en su idioma original y sin subtítulos. Para ese entonces, alrededor del año 2001, me fue difícil entender de qué trataba todo esto, y tuve largas horas de confusión al ver cómo los aparentes protagonistas trabajaban para y luego contra el Pikachu del Infierno que viene siendo el epónimo Noiseman.

Con los años y la (falta de) experiencia llegó la comprensión, y con ella el entendimiento del argumento: los primeros minutos son la condensación de todo Franken Gears, en los que un científico loco (aunque no tan loco como el argumento mismo) crea a Noiseman, un engendro que se alimenta del ruido y crece sin control, hasta el punto que éste decide dominar el mundo por su propia cuenta. Eventualmente Noiseman recluta varios jóvenes que le ayudan a alimentarse, entre ellos los protagonistas Tobio y Leina. El método de reclutamiento parece involucrar lavado cerebral a través de la ingesta de Semillas del Ruido, ya que estos jóvenes e insensatos cazadores vuelven a entrar en razón apenas tienen contacto con la Fruta del Sonido, otro McGuffin que también hace las veces de arma letal contra Noiseman. Así, se crean varias alianzas intempestivas, entre los habitantes de la aparente favela del ruido y unos pequeños fantasmas que han sido desprovistos de su ¿Sonido? ¿Alma? No es algo que quede muy claro, incluso con subtítulos.

Si bien el argumento no es algo que pida ser entendido a gritos, no podemos tratar con el mismo desdén el exquisito y delicado trabajo de animación, y no es muy desquiciado afirmar que después del render de Magnetic Rose, Morimoto ha quedado prendado de la animación 3D y de las posibilidades que le ofrece a la hora de complementar la animación tradicional en 2D. Este corto es un campo de experimentación adecuado para tal fin, en donde vemos un empalme idóneo entre personajes dibujados “cuadro a cuadro” y escenarios tridimensionales con texturas en 2D, algo que abarata bastante el proceso de realizar un plano secuencia animado sin que necesariamente se vea menos efectivo. Se resalta también la música, producto de una nueva colaboración con Yoko Kanno, y los créditos, que son aún más crípticos (y llenos de información) que el corto mismo.

Fluidos adicionales: el hábitat de las Frutas del Sonido, y podríamos irnos tan lejos de decir que los fantasmas están hechos de una sustancia líquida.

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The Animatrix – Beyond (2003)*

*Lo lamento, no hay un link de buena calidad que pueda proveerles.

Tiempos aquellos, en los que los familiares Wachowski[3] aún no habían decepcionado al mundo con las secuelas de The Matrix (1999), o al menos no habían deteriorado el legado de una buena película de ciencia ficción con enloquecidas conclusiones[4]. Como pieza acompañante para el extenso y rico universo que había planteado la toma de la píldora roja, se propuso crear una serie de cortometrajes que hicieran las veces de precuela y de textos anexos, con la particularidad de ser todos dirigidos o producidos por estudios de animación de Japón.[5] Esta decisión tiene sentido, debido a que la película original pide varios elementos (estilísticos y narrativos) prestados del anime y, como ya hemos visto con anterioridad, los nipones no se quedan cortos a la hora de realizar antologías sobre las múltiples implicaciones de las máquinas en la humanidad.

Aplicando las consecuencias lógicas más extremas del universo de The Matrix, una de las piezas más memorables es Beyond, en la que la joven Yoko (¿Kanno?) sale en busca de su gato Yuki, lo que la lleva a una vieja casa abandonada por la humanidad y por las leyes de la física. En paralelo, un misterioso camión se abre paso a través de las calles de Tokio, y cuando éste llega a la vieja casa vemos a un grupo de fumigadores comandados por alguien que, gracias a la mitología de la saga, podemos reconocer como un agente. Es así como este lugar, un error en la Matriz, es neutralizado y reemplazado por un sitio común y corriente, donde la vida continúa. El final es igual de lóbrego al del resto de secuencias de la antología, y el uso de la animación 3D responde mucho a lo que se ve en los dos cortos anteriores, y contrasta bastante con las demás piezas que hacen uso extensivo del mismo, en particular “Matriculated” de Peter Chung[6]. A diferencia de los anteriores, en este corto no hay colaboración musical de Yoko Kanno.

Fluidos adicionales: la sangre de los niños y de Yoko, tanto cuando toca el suelo como cuando no.

Esta es apenas una primera y pequeña mirada a una obra sólida, con la confianza de que existan trabajos futuros de Morimoto mucho más extensos y ricos, al menos mientras tengo la oportunidad de ver “Fly! See the Whale!” en una edición decente y pueda escribir algo decente sobre ella. Algún día.

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[1] Es muy difícil disociar el juego del globo terráqueo inflable a la memorable denuncia de Charles Chaplin al gobierno de Adolf Hitler realizada en plena Segunda Guerra Mundial.

[2] …Como muchas otras cosas buenas que agraciaron nuestras vidas a principios de este siglo. Todos recordaremos que eventualmente la parrilla se volcó casi que exclusivamente al anime, nació Animax y años después empezaron a comprar series terribles, en lo que sería conocido como La Gran Crisis de la Animación Japonesa del 2006, de la cual hablaré en otra oportunidad.

[3] A riesgo de sonar fuera de tono y totalmente obtuso, hago hincapié en que el término “siblings”, como ahora se da referencia a Lilly y Lana Wachowski, no existe en español o al menos no literalmente, y es necesario referirlos como hermanos o hermanas. Se deja constancia que esto último no afecta cualitativamente el juicio de valor de sus películas, pero sí arroja otro tipo de lecturas e insights más apropiados para otra ocasión.

[4] A mi humilde juicio, debo decir que el éxito de The Matrix eclipsó el prestigio que pudo haber tenido Dark City (1998), incluso con un año de diferencia entre ambas, y que esta última no tiene el culto que merece, sin demeritar el impacto cultural de la primera. No obstante, después de Knowing (2009) y Gods of Egypt (2015) es muy difícil discernir si Alex Proyas es un genio incomprendido o simplemente un hombre que lleva un buen tiempo sin poder pagar deudas.

[5] Hay una sola excepción, Final Flight of the Osiris, dirigida por Andy Jones y producida por Square Pictures, el mismo estudio responsable de la terrible Final Fantasy: The Spirits Within (2001).

[6] Aeon Flux, Phantom 2040, Reign: The Conqueror (conocido en Latinoamérica como Alexander) y algunos de los personajes de Rugrats son claves para reconocer el estilo de este gran surcoreano.

Cita a Ciegas: ¡Gracias Gato Fritz!

Nota Editorial: Este artículo fue escrito por Andrés Sandoval como parte de la sección “Cita a Ciegas”. Todo lo aquí dicho representa únicamente su opinión.  Si usted quiere tener una “Cita a Ciegas” con los patanes snob, no dude en escribirnos a info@filmigrana.com

Una de esas noches o tardes grises en las cuales la piyama es tu piel y olores malévolos se apoderan de tu cuarto, cuando te saturan las fotos de sobreactuadas tristezas, cuando quieres comentar y destrozar algún post  y defender tu digno derecho a morir de cáncer, cuando tu Lord Sith aflora pero sabes que tu sable láser rojo es demasiado frente a la guitarra de Un Vegano Bacano, entonces ahí es cuando el Gato Fritz puede convertirse en tu brillante salida al desquite cobijado en pereza mental.

Y así fue, una de esas tardes le di la oportunidad a este carismático gato de iluminar mi lado oscuro…

Una ciudad con una sórdida ambientación sonora a la cual los Bogotanos ya estamos acostumbrados: lamentos de un frío concreto, onomatopeyas desgarradoras de metales afilados, y órganos en flor flotando al compás de una instrumentación específica del jazz y blues. Una animación oscura, envolvente con matices psicodélicos, para amenizar el viaje a los adentros de una deprimente sociedad consumida en la decadencia de los placeres. Un safari llamado J70 dónde verás ratas disfrazadas de ratas, cerdos disfrazados de cerdos y felinos disfrazados de felinos cazando inofensivas criaturas de la urbe. Un déjà vu cotidiano que, más que causar asombro, genera un cierto placer mórbido y exalta levemente tu inconformidad y resignación. Por suerte es solo la ambientación en una ciudad lejana septentrional situada en un espacio temporal de unas décadas atrás.

Nada como para tomárselo a pecho y salir a crear debates inconclusos, adornados de insultos y argumentaciones patrocinadas por propagandas políticas pagadas… ¿O sí?

¿Saben que sí? ¡Blandiré mi láser rojo y entraré en la batalla! ¡No más racismo! ¡No más exclusiones sociales! ¡No más abuso de la autoridad! ¡No más violencia! ¡No más pobreza! ¡No más ratas ni cerdos ni felinos! ¡No más toros muertos!

Expresaré mi insatisfacción de inmediato, saciaré mi desbordante y repugnante ansia de expresarme. Empezaré por cambiar mi foto de perfil de Facebook por la del Gato Fritz como símbolo de protesta, contactaré al Vegano Bacano y le obsequiaré un sable para así con sus estridentes melodías combatir el abuso animal, saldré a votar (ya lo hice y tengo medio día libre… Aunque estoy desempleado), cumpliré mi cuota diaria de indignación y subiré el tráiler Colombia Magia Salvaje. ¡Viva Colombia! ¡Viva la paz! ¡Que vivan sus hermosos animales disfrazados de animales! Gracias, Gato Fritz… Gracias.

Paul Thomas Anderson: The Master (2012)

En el que respondemos la siguiente serie de preguntas sin parpadear

“From the most ancient times to the present, in the crudest primitive tribe or the most magnificently ornamented civilization, Man has found himself in a state of awed helplessness when confronted by the phenomena of strange illnesses or aberrations. His desperation in his efforts to treat the individual has been but slightly altered during his entire history and, until this twentieth century passed midterm, the percentages of his alleviations, in terms of individual mental derangements, compared evenly with the successes of the shamans confronted with the same problems. According to a modern writer, the single advance of psychotherapy was clean quarters for the madman. In terms of brutality in treatment of the insane, the methods of the shaman or Bedlam have been far exceeded by the “civilized” techniques of destroying nerve tissues with the violence of shock and surgery –treatments which were not warranted by the results obtained and which would not have been tolerated in the meanest primitive society, since they reduce the victim to mere zombyism, destroying most of his personality and ambition and leaving him nothing more than a manageable animal. Far from an indictment of the practices of the “neurosurgeon” and the ice pick which he trusts and twists into insane minds, they are brought forth only to demonstrate the depths of desperation Man can reach when confronted with the seemingly unsolvable problem of deranged minds”

Hubbard, L. (2000), “Book One: The Goal of Man” en Dianetics: The Modern Science of Mental Health, Los Ángeles, Bridge, p. 10.

“Come and join us.
Leave your worries for a while, they’ll still be there when you get back.
And your memories are not invited.”

Palabras de Lancaster a Freddie durante su primer encuentro

En 1943 el halcón maltés John Huston detuvo su emergente carrera como cineasta para prestar sus servicios durante cierta gran guerra y se incorporó al Servicio de Comunicaciones del Ejército Estadounidense (U.S. Army Signal Corps) con la instrucción de realizar una serie de filmes propagandísticos que levantaran el ánimo de todas las tropas aliadas. El recién nombrado “capitán de la armada” aprovechó su cargo para acceder a archivos restringidos y alimentar su base de datos audiovisual. Empero, el malestar del conflicto y, en especial, el contacto directo con soldados activos produjeron un efecto inverso en el patriota Huston, quien se vio obligado a desertar sus ideales laborales y en cambio produjo documentales con fines antibélicos que desenmascaran algunos aspectos desconocidos de la guerra. El director trabajó sutilmente (a riesgo de ser juzgado en corte marcial) y por fortuna sus primeros dos documentales –Report of the Aleutians (1943) y The Battle of San Pietro (1945)- vieron la luz del día con la aprobación de sus superiores. Además, sus denuncias coincidieron con el final de la guerra y Huston fue ascendido a Mayor por una cúpula militar contagiada por el naciente espíritu de paz. Sin embargo, el director -aún impactado por el trabajo de archivo adquirido- produjo un tercer y último documental: el incómodo Let There Be Light de 1946/1948. Esta censurada, destruida, pirateada y recuperada (en 1981) obra fue la carta de renuncia de Huston, quien unos meses más adelante se retiraría del ejército, irónicamente, después de recibir la Legión al mérito y a la víspera de la producción de The Treasure of the Sierra Madre, filme que lo consolidaría popularmente como un director norteamericano imprescindible.

En PMF 5019 -código militar otorgado a este documental- Huston registró los diferentes procesos de reparación emocional a los que fueron sometidos algunos soldados después de la Segunda Guerra Mundial al padecer crisis neuropsiquiátricas agudas. El filme inicia con una aseveración sensata: el 20% de los soldados norteamericanos sufre trastornos enraizados a su participación militar. Por lo tanto, estos pacientes deben residir temporalmente en algunos hospitales para someterse a terapias y procesos que contrapesen la violencia de sus memorias activas. Un denominado grupo de expertos guía a estos pacientes durante el doloroso desahogo psiquiátrico y, a lo largo de una hora, los espectadores son partícipes de las historias narradas por estos testigos de bombardeos, masacres y mutilaciones. La fragilidad de los pacientes es atrapante y, si se deja de lado el retoque hollywoodense con el que Huston filmó su obra, su denuncia es asertiva: cuando un individuo ha desbordado sus puntos de quiebre ante distintas fuentes de presión nunca podrá recomponerse; sumado a esto, desde una perspectiva sanitaria, su reincorporación a la sociedad, aunque posible, será dolorosa.

Este corto documental es citado frecuentemente por Paul Thomas Anderson cuando le preguntan cuáles fueron sus puntos de referencia al crear el filme en el que se centrará este artículo. Su influencia en nuestro auteur es evidente, incluso necesaria; este documental no sólo se incluye en el DVD/Blu-ray de The Master sino que plantea una inquietud que trasciende cualquier plano cinematográfico, incluso artístico: ¿cómo un individuo sustituye sus puntos de quiebre cuando éstos se desbordan?

En todos sus filmes anteriores, como se ha corroborado en esta serie de artículos, Anderson concibió polos a tierra que focalizaran a sus protagonistas. Estos polos, inevitablemente, son vicios y de una u otra forma son aceptados o rechazados por los espectadores de estos filmes. Incluso Daniel Plainview, quien pareciera no tener límites, sabe que su polo a tierra es su codicia transpolada en un monopolio comercial. Sin embargo, a partir de la admiración de Anderson por la obra de Huston (y de otras fuentes, las cuales abordaremos en contadas líneas) el libretista expone a un hombre desnudo moderno, un hombre que se debilita al priorizar su pobreza espiritual sobre su fuerza de trabajo. La inquietud la despliega a partir de una ley propia de la física: cuando dos fuerzas entran en contacto y a menos de que posean la misma magnitud la más potente rechazará y desplazará a la más débil. Esta es la historia del breve encuentro entre Freddie y Lancaster, dos seres humanos con máscaras de titanes. The Master, ante todo, explica la miseria extramoral desde un individuo que desconoce cómo acercarse apropiadamente a sí mismo.

Paul Thomas Anderson labró su propio mito a partir de victorias sopesadas por un mismo número de tropiezos comerciales. No obstante, los acontecimientos que rodearon la complicada producción de The Master no tienen puntos de comparación. El sendero a la consagración, definitivamente, no es cualquier sendero de lozas amarillas y ni siquiera la popularización de Daniel Plainview le daría un respiro a nuestra proeza cinematográfica.

Después de la extensa gira promocional y de condecoraciones de There Will Be Blood Anderson dedicó algunos meses a la crianza de su primogénita Pearl y al cuidado de su esposa Maya Rudolf. Además, en noviembre de 2009 su familia recibió a Lucille, su segunda hija. En esa temporada familiar Anderson se mantuvo al margen de su profesión y, aunque se rumoró que escribió y dirigió un episodio de Saturday Night Live, no hay registro concreto alguno que pruebe lo contrario. No obstante, el sabor a triunfo de su exitoso filme de 2007 le dio la confianza suficiente para explorar su archivo mnemotécnico y esbozar ideas que por cuestiones de tiempo y espacio (y dinero) no pudo desarrollar en su momento.

Esta pausa no duró mucho y, para alegría de sus más acérrimos fanáticos, en diciembre 2 de dicho año el magazín Variety anunció que Anderson se encontraba en el proceso de finalización de un nuevo libreto –libreto que llevaba en mente desde hace varios años- en el que relataría los orígenes de un nuevo culto religioso en 1952 a través de la relación entre su fundador (“The Master of Ceremonies”) y Freddie, uno de sus discípulos. Este proyecto, además, contaba con el apoyo absoluto de su nueva casa matriz, Universal Studios[1], y de su partner in crime Philip Seymour Hoffman, a quien le otorgaría por primera vez un papel protagónico. El aspecto más llamativo de este anuncio es que el tabloide explícitamente advierte a sus lectores que no es ningún filme sobre alguna doctrina específica sino sobre cómo la necesidad humana de creer en una entidad superior deviene en la creación de un culto. El prometedor anuncio disparó una vez más la popularidad de Anderson y el público esperaba ansiosamente a que la producción iniciara. A la vez, algunos filisteos fueron informados de este anuncio y algunas conservadoras manos invisibles ejecutaron una indagación pública y privada acerca de las intenciones de Anderson.

Mientras esta inquisición se equipaba con cheques rebotados, Anderson reescribía parsimoniosamente el guion a partir de algunas recomendaciones de Hoffman, quien sugirió que el libreto debía enfocarse más en el discípulo que en el maestro. Finalmente en mayo de 2010 anunció públicamente que la fase de preproducción había finalizado y que iniciaría grabaciones tan pronto el estudio diera luz verde. Además, varios medios afirmaron que Jeremy Renner -el popular escudo humano de The Hurt Locker– encarnaría a Freddie y que la legalmente rubia Reese Witherspoon aceptaría el papel de la esposa del Maestro. La filmación se programó inicialmente para el mes de junio pero Universal la aplazó para agosto. No obstante, dicho mes fue de standby y el equipo de trabajo sospechó que algo no andaba bien. Sus predicciones se confirmaron prontamente y en septiembre, para tristeza de muchos, Renner declaró que el filme se pospuso indefinidamente debido al bloqueo de “muros que no podían ser superados”. La luz amarilla fue degradada a roja y Universal le pidió a Anderson la dimisión de su proyecto.

La aparatosa interrupción del proyecto generó varias sospechas y múltiples artículos trazaron el detrimento comercial del proyecto a partir de algunos cabos sueltos. Algunos osados reporteros, entusiasmados por el proyecto inconcluso, anclaron el cease and desist a ciertas amistades del director. Estas sospechas fueron infundadas por el mismo Anderson, quien por ese entonces y ante las inquietudes de los periodistas señalaba que concibió The Master doce años atrás, es decir, aproximadamente en 1999. Esta accidentada respuesta permitió recolectar algunos frutos del rodaje de Magnolia, es decir, en un par de lazos afectivos originados por ese entonces. Es meritorio abordar cada uno por separado.

El primero de ellos corre por cuenta de Jason Robards, el veterano actor que invirtió el último destello de su experticia para encarnar al moribundo productor Earl Partridge. Durante algunas pausas en el set de Magnolia cautivó a Anderson con múltiples detalles de su vida como operador de radio en un buque estadounidense durante la Segunda guerra mundial. Los minuciosos recuerdos despertaron en Anderson una curiosidad por este vetado capítulo de las grandes guerras y por vía directa lo condujeron a los documentales de Huston descritos al inicio de este artículo. Además, si bien lo recuerdan, Partridge fue creado como tributo a Ernie Anderson, padre del cineasta fallecido un par de años atrás y también veterano de dicha guerra. Aunque P.T. posteriormente declaró que nunca habló con su padre sobre la guerra, es posible intuir que a través de Robards reconstruyera estas omitidas memorias para rastrear las causales del fuerte comportamiento de su padre y, por añadidura, de la generación de sus padres. Como lo comprueba aquella breve sinopsis de The Master, Freddie es un tributo digno tanto para Robards como para su padre. No en vano Freddie habitará en Lynn, Massachusetts, el mismo pueblo del que Ernie es oriundo.

El segundo lazo afectivo corre por cuenta del vocero de uno de los cultos más polémicos de los últimos setenta años: Tom Cruise. La satisfacción mutua por el resultado de Magnolia prosperó en una amistad que se mantiene hasta el día de hoy. En algún momento, inevitablemente Cruise le presentó a Anderson las propuestas de su mesías L. Ron Hubbard, hecho que no irrumpió sus relaciones afectivas. No obstante, a Anderson le cautivó el apasionamiento de Cruise y el aparente incremento del novedoso culto[2]. Lo curioso es que con el pasar de los años el rebaño se contrajo[3] pero la popularidad mediática acerca de estas extrañas prácticas se propagó. Todos recordamos la invasión ciencióloga de aquellos años, bien sea por el mismo Cruise (desde su separación de Nicole Kidman hasta su matrimonio y posterior divorcio de Katie Holmes), por las revelaciones de queridos artistas tales como John Travolta, Beck, Isaac Hayes y Nancy Cartwright o por un par de clásicos episodios de The Simpsons y South Park (“The Joy of Sect” y “Trapped in the Closet”, respectivamente). Anderson tomó nota de esta oleada, indudablemente, para agitarla a su favor.

En todo caso, la impotencia presupuestal lo obligó a desaparecer durante unos meses. No obstante, decidido a recuperar su vigor, anunció en diciembre de 2010 que estaba interesado en filmar la adaptación de la más reciente novela de un escurridizo autor a propósito de las ácidas investigaciones de un detective privado en su oriunda California. Esta obra, escrita por el enigmático Thomas Pynchon es la fuente primaria de Inherent Vice, filme del que escribiremos a su debido tiempo. Por ahora basta mencionar que Anderson aprovechó los meses subsecuentes para contar con la aprobación del mismo Pynchon y agendar al infame y metálico Robert Downey Jr. No obstante, un plot twist en este recuento histórico cambió las prioridades de Anderson una vez más y la inesperada generosidad de una de sus fanáticas más acaudaladas contribuyó a que las conversaciones entre Freddie y The Master fueran recreadas.

Unos meses atrás la joven cinéfila Megan Ellison, hija del magnate Larry Ellison (actual CTO de Oracle, la productora de software más grande después de Microsoft), usó parte de su riqueza para invertir en filmes que la cautivaran. Por suerte uno de ellos -el remake de True Grit de los hermanos Coen- generó utilidades suficientes para crear su propia productora afiliada a The Weinstein Company: Annapurna Pictures. Con su abultada chequera sacó de aprietos a algunos de sus directores predilectos (entre ellos a Kathryn Bigelow, quien se encontraba en una situación similar con su aclamada Zero Dark Thirty) y fue allí cuando se puso en contacto con Anderson para sacar adelante a Inherent Vice con tal de que produjera primero a su cisne de plata The Master. Anderson aceptó sin titubeos y al terminar una justa ronda de negociaciones se anunció que en junio de 2011 las grabaciones iniciarían inminentemente y se realizarían por tres ininterrumpidos meses.

El onírico pacto entre Ellison y su protegé Anderson le brindó libertad artística a la producción y este último reagrupó su equipo de trabajo para iniciar su mausoleo cinematográfico. Para entonces una considerable cantidad de tiempo había fluido y ni Renner ni Witherspoon se hallaban disponibles. Por lo tanto, el elenco recibió a dos comprometidos actores para acoger los papeles vacantes e inmortalizarse en los que posiblemente serán sus papeles más recordados en la posteridad: Joaquin Phoenix y Amy Adams, un dueto que no requiere presentación alguna. El reparto estelar fue complementado por varios talentosos actores de culto tales como la experimentada musa Laura Dern (Blue Velvet, Wild at Heart y Jurassic Park, entre muchos otros filmes), Jesse Plemons (ahora inmortalizado por su sadista Todd en Breaking Bad), la sueca Lena Endre (quien encarnó a Erika Berger en la adaptación original de la trilogía Millenium de Stieg Larsson) y Rami Malek (popularizado últimamente por su participación en Mr. Robot). También regresaría al elenco Kevin J. O’Connor que, si recordarán, interpretó a Henry, el poco astuto “hermano” de Daniel Plainview en There Will Be Blood.

En cuanto a los detalles técnicos Anderson ensambló a un equipo de trabajo igual de comprometido al de There Will Be Blood. La baja más significativa pero necesaria fue la de su cinematógrafo de confianza Robert Elswit, quien se vio obligado a desistir por conflicto de agendas (se había comprometido con Tony Gilroy y su The Bourne Legacy antes de que todas los aplazamientos ocurrieran). Lo sustituyó por Mihai Mălaimare, Jr., el virtuoso cinematógrafo de confianza del Francis Ford Coppola del siglo XXI. El cambio, aunque forzado, fue recompensado con una de las filmaciones más espectaculares de todos los tiempos. El trabajo de Anderson con Mălaimare, quienes por primera vez en Hollywood en más de quince años trabajaron con rollos de 65mm para conservar el espíritu visual de los cincuenta, es descrestante; toda una lástima que éste haya sido opacado por el petardo hueco Life of Pi.

Por último, Anderson reestableció contacto con el virtuoso Jonny Greenwood para que comandara la música original del filme. Después de sus contribuciones para There Will Be Blood Greenwood inició una próspera racha: además de grabar con Radiohead In Rainbows (una de sus obras más aclamadas crítica y comercialmente) y The King of Limbs, compuso la música original para Norwegian Wood y We Need to Talk About Kevin. Con The Master pudo explorar una vez más sus aptitudes para manejar una orquesta y el resultado son piezas tan delicadas como memorables como “Time Hole” y “Able-Bodied Seamen”.

Con todas estas piezas engranadas ahora es necesario martillarlas con la imaginación. Como lo asegura Dodd, es esta la manera más sabia para hacernos más humanos.

The Master nos transporta a los años en que Norteamérica pagó su triunfo en la Segunda guerra mundial con el dolor de sus soldados más vulnerables. Freddie Quell (Phoenix) es uno de aquellos victoriosos militantes que canaliza el sueño americano balístico: sin nada que perder, se incorpora en la Marina en busca de un escape a los fantasmas que lo atormentan en Lynn, su pueblo natal, así esto implique ser carne de cañón. Su estrategia falla y, contra todo pronóstico, sobrevive, no sin antes desahogar sus frustraciones al mutilar a sus enemigos asiáticos y al consumir desmedidamente cocteles preparados con recursivos ingredientes. Con sus aspiraciones golpeadas, Freddie es sometido por sus superiores militares a inasibles terapias para reincorporarlo a la cotidianidad íntegramente. Tal como lo enseña Let There Be Light, estos procesos llegan a ser inútiles para una porción significativa de soldados rasos. El resultado es un alcohólico, misántropo, violento, rudo y cachondo fotógrafo en un almacén por departamentos. Nada mal para ser tan sólo uno de los golpeados veteranos; a diferencia de otros, éste al menos puede hablar y caminar.

La estabilidad de Freddie, como era de esperarse, se quebranta rápidamente y ante un impulso de desautorización ataca a uno de sus clientes. Posteriormente huye a un cultivo de vegetales, cultivo del cual es expulsado por compartirle sus menjurjes a individuos con sistemas digestivos considerablemente más frágiles. Sin dinero y sin horizonte, Freddie deambula en 1950 por San Francisco; una vez más, como es constante en los filmes de Anderson, este despotricado héroe halla una fuente de salvación en la mítica California. Sus protectores serán los tripulantes del Alethia, embarcación en la cual Freddie se escabulle al aprovechar un descuido del equipo de supervisión. A la mañana siguiente, una vez recuperado de su resaca, el polizón Freddie se presenta ante Lancaster Dodd (Hoffman), el patrón de la embarcación, para pedirle trabajo. Por el contrario, Dodd -sorprendido por su evidente carencia de expectativas y por el exótico contenido de su cantimplora- lo disculpa y lo invita a ser testigo del matrimonio de su hija. El Alethia, ahora en altamar, es el símbolo de esta nueva iniciación en Freddie; como su nombre en griego lo afirma, Freddie se embarca en un viaje que pondrá en evidencia su esencia destilada.

Dodd, conocido por los otros tripulantes cariñosamente como “The Master”, es un encantador bastardo que hipnotiza a sus allegados con su carisma y su histrionismo a la hora de declamar un discurso. Su astucia es altamente admirada y su manifiesto literario The Cause es discutido y aplaudido por varios pudientes adeptos. Además, su esposa actual Peggy (Adams), su hijo Val (Plemons), su hija Elizabeth (Ambyr Childers) y su yerno Clark (Malek) consolidan una coraza familiar creíble y, si se quiere ir más lejos, ejemplar. Freddie, sin ser un ávido lector, es seducido por la fuerte personalidad de Dodd y con cautela es testigo de la materialización de sus propuestas: sus pacientes, ansiosos de hallar las respuestas a algunas inquietudes trascendentales y universales, son sometidos a interrogatorios en los que despliegan su flujo de conciencia; para el lente crítico de Dodd, estos ejercicios son prueba de un proceso de metempsícosis iniciado hace más de un trillón de años y que él puede rastrear con su experticia y sabiduría. Quell, arrebatado por el entusiasmo, da un faux pas y en una noche de copas (es decir, de alcohol y thinner) reta a Dodd a analizarlo.

En una de las escenas más andersonianas de toda la cosmogonía andersoniana, Lancaster y Freddie comparten unos intensos minutos en los que este último expone su fragmentada identidad. Hijo de un padre víctima del alcoholismo y de una madre encerrada en un sanatorio mental, Freddie revela que busca erradamente un lecho y un próspero futuro para su joven prometida Doris. Carente de cualquier escudo, también confiesa algunos encuentros incestuosos con su tía. Esta escena, al contraponerla con las infructuosas terapias del sanatorio militar, devela una afirmación severa: no hay pasos retroactivos cuando un individuo con una máscara autodestructiva baja la guardia ante un parásito adoctrinante. Esta no es la base de un culto, de una religión o de un partido político… ésta es la base más elemental de las relaciones humanas: una relación de supresión y dominio. Que Freddie y su ahora Maestro lleven esto a otro extremo no nubla el virus extramoral al que los seres humanos están sujetos.

La segunda mitad del filme relata la consolidación de La Causa de Dodd como una institución política y espiritual. La falsa relación pasivo-agresiva entre los dos protagonistas es una trampa para que Dodd calibre el alcance de su proyecto mientras cultiva seguidores. La Causa se expande tanto en Nueva York como en Philadelphia y el exclusivo séquito de Dodd vive a expensas de sus patrocinadores, los cuales pagan por ver el espectáculo de Freddie. A pesar de la oposición de Peggy, Dodd tiene un punto válido a su favor: si su empresa puede domar a bestias como Freddie, puede tomarse al mundo. Además, sujetos como Freddie son ambrosía para aquellos que se autodenominan doctores de la mente. En ese sentido Freddie es la carne de cañón que siempre quiso ser: si antes era un marinero, ahora es un león domado por un circense aclamado por otros por su obediencia. El ejemplo más llamativo es el recordado trazo de la ventana hacia la pared; en éste, Freddie recorre tantas veces ese trayecto que delira y en su imaginación regresa al campo de batalla o a encuentros sexuales con sus amantes. Estos tratamientos/experimentos a los que él es sometido son dolorosos para los espectadores puesto que Dodd lo remoldea al desbordar sus represiones bajo el pretexto de curarlo; esto no es terapia reparativa sino conductista.

El proyecto de Lancaster, por supuesto, tiene muchas fallas. Mantener un monumento a partir de una única fuente de imaginación es insostenible, más si es lo suficientemente novedosa para no someterse a una mitologización apropiada. Dodd no sólo pierde el temperamento en repetidas ocasiones y desiste debatir cuando lo acorralan sino que se contradice en sus propios textos, tal como lo evidencian Helen (Dern) y Bill (O’Connor) al leer The Split Saber, su tratado escrito a partir de su apreciación de Freddie[4]. Estos hechos, los cuales recuerdan que todos los seres humanos son ante todo humanos (como lo predica Dodd en varias ocasiones), suavizan el lúgubre panorama que rodea a Freddie. No obstante, plantean una capciosa duda: si los registros más disparatados de Dodd convocan seguidores de toda índole, ¿cuáles serán aquellos que se anteceden a todas nuestras idolatrías, sean cuales sean? Lo más irónico de este plano fílmico es que Dodd está plenamente convencido de que su método es redentor; lo más lamentable es que Freddie es tan solo uno de los muchos niños perdidos que son seducidos por las manzanas podridas más azucaradas.

The Master, tristemente, es catalogada como una crítica abierta a la cienciología. Si bien hay numerosas similitudes y es una fuente de consulta imprescindible para este filme, es injusto que la nominen exclusivamente en los términos de L. Ron Hubbard. Un texto como Dianetics –el único al que me he acercado- se sostiene sobre los miedos más naturales de los seres humanos, miedos inherentes e ineludibles. Todos los textos adoctrinantes así lo son y deben ser considerados por igual; la diferencia metódica y temporal no excluye el corazón redentor de estos proyectos. La Causa es una posible respuesta inmediata a las necesidades de los individuos que le temen a la amenaza atómica, al regreso al combate y a preguntas que llevan una eternidad sin responderse, así como el cristianismo fue en su época una salida al despótico imperio romano y el mormonismo una respuesta a la megalomanía norteamericana. Todos están en el mismo plano y es una condena espiritual con la que se debe lidiar si se reconoce la existencia de una esencia y de una substancia que la encierre; ante la perdición, la oferta de luces es infinita si se paga el precio correcto. El precio de Freddie es contemplar la posibilidad de un futuro[5] mientras retrocede a un innecesario origen. No hay que menospreciar a esta corroída generación; en últimas, el dilema del amo y del esclavo ataca peor cuando pretende no existir.

El filme, manchado por la censura y acusaciones de discriminación a la libre elección de culto, no tuvo una buena acogida en taquilla. En estos tres años apenas ha logrado neutralizar sus costos de producción. Empero, no hay publicidad del todo negativa y The Master sostiene un modesto récord: es el filme de art house que más dinero ha recaudado en su premier. Aunque hay quienes afirman que la campaña de desprestigio castigó públicamente las virtudes del filme –en especial por el robo al Óscar a mejor actor de reparto de Hoffman, injustamente recibido por el automático Christoph Waltz en la no tan agradable Django Unchained-, éste recibió algunos premios como el León de Plata en el Festival de cine de Venecia. Además, varias autoridades del cine elogian el nuevo pico de calidad alcanzado por Anderson.

Esta piedra angular en el firmamento cinematográfico contemporáneo elucida la magistralidad de Anderson en un campo totalmente diferente al de sus anteriores obras, tal como lo hizo con There Will Be Blood a su debido tiempo. La única queja, como ya lo han sentenciado varias reseñas que merodean por la red, es que es un filme que produce un efecto inverso a lo que denuncia: es tan perfecto en sí que genera un culto del cual no se quiere salir. Tal como lo sugiere el subtítulo de The Split Saber, The Master es un regalo para el Homo sapiens.

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[1] Este estudio aprobó en primera etapa un presupuesto de US$35M, es decir, diez millones más que el costo de producción total de There Will Be Blood.

[2] De acuerdo con un censo, en el 2001 55,000 estadounidenses se declararon cienciólogos.

[3] A 25,000 en el 2010.

[4] Nota aparte: The Split Saber es un excelente título para una obra de ciencia ficción, tal vez para el libro que Robert Heinlein o Frank Herbert jamás escribieron.

[5] En este caso Doris, quien, por cierto, cansada de esperar a Freddie lleva varios años de casada.

Bernard Rose: Candyman (1992)

Los 90s fueron una época decididamente oscura para las películas de horror: sus fanáticos fueron sometidos durante una década a pésimas secuelas de franquicias ya exhaustas, adaptaciones mediocres de Stephen King, mezclas dudosas de comedia y horror, y thrillers baratos sobre asesinos en serie titilando entre lo grotesco y lo ridículo. Eso significa que la década es, hoy en día, un terreno fértil por recorrer para el granjero cuya preferencia sean los frutos dañados. Sin embargo, cuando aquel granjero desea darse un descanso de la barbarie fílmica sumamente entretenida, existen algunas excepciones que realmente iluminaron nuevos senderos en el género y funcionan hasta el día de hoy a pesar de su edad, idiosincrasias y ocasionales malos hábitos. Varias de estas fueron responsables de crear o renovar sub-géneros verdaderamente reprochables que hasta el día de hoy arruinan las noches de espectadores insospechados, entre ellas las excelentes The Silence Of The Lambs de Jonathan Demme (1991) con el thriller procedural de asesinos en serie y The Blair Witch Project de Eduardo Sánchez y Daniel Myrick (1997) con el horror de found-footage. Afuera de los Estados Unidos, Japón presentó un par de obras ejemplares que también auxiliaron el alza de imitaciones considerablemente más pobres que la fuente que les originó, entre ellas Audition de Takashi Miike (1999) con la porno-tortura y Ringu de Hideo Nakata (1997) con el J-Horror y sus interminables remakes (una temática que veremos más adelante esta misma semana, ¡estén atentos!).[1]

Una particular rama de curioso éxito, quizás por su predilección de mezclar sexo y violencia en su narrativa, provino de las adaptaciones (o inspiraciones) de las creaciones literarias de Clive Barker: Hellraiser III: Hell On Earth de Anthony Hickox (1992) y Hellraiser: Bloodline de Kevin Yagher (1996) fueron las dos últimas secuelas de la saga antes de sumergirse en las profundidades del directo-a video, Event Horizon de Paul W.S. Anderson (1997) fue una grata sorpresa espacial inspirada por su discurso sadomasoquista, Nightbreed[2] (1990) y Lord Of Illusions (1995) fueron ambas dirigidas por el mismo Barker basado en sus novelas y cuentos, y finalmente la saga de Candyman, inaugurada por Bernard Rose en 1992, continuada por Bill Condon en 1995 con Candyman: Farewell To The Flesh y finalizada en 1999 con el directo-a-video Candyman: Day Of The Dead de Turi Meyer. La primera de estas es quizás la mejor adaptación de la obra del escritor y uno de los filmes de horror más logrados de la década, a pesar de tener varias problemáticas en su contra de origen propio y ajeno.

“They will say that I have shed innocent blood. But what’s blood for if not for shedding?”

Iniciando con un impecable cenital de una autopista que atraviesa la ciudad de Chicago, Candyman cuenta la historia de Helen Lyle (Virginia Madsen), una bella y ambiciosa antropóloga quien se encuentra en el proceso de finalizar su tesis junto a su compañera Bernardette (Kasi Lemmons). Su tema: Candyman, una vieja leyenda urbana en la cual un asesino mata con un garfio a quienes se atrevan a repetir su nombre cinco veces en un espejo. Casada con un pretencioso[3] y adúltero profesor de la Universidad de Illinois (Xander Berkeley), Helen está en el proceso de transcribir algunas genéricas entrevistas con otros estudiantes cuando encuentra algo que le llama la atención, cortesía de una mujer de raza negra que está haciendo aseo en el salón:  El mito continúa vivo en Cabrini-Green, un proyecto de clase baja compuesto por una serie de enormes edificios donde el crimen es rampante e impune, y donde recientemente una mujer llamada Ruthie Jean fue salvajemente asesinada con un garfio. Sus últimas palabras: “There’s somebody coming thorugh the walls.”

Pronto Helen y Bernardette se dirigen al barrio, curiosamente solo a ocho cuadras de distancia de su acomodado apartamento, donde su presencia es rápida y hostilmente advertida por los locales, en su mayoría jóvenes afroamericanos. Al explorar una de las deterioradas torres se encuentran con su primera pista, escrita en un grafiti enorme: “Sweets to the sweet”. Aquella cita de Hamlet, dicha por Gertrudis al dejar un ramo de flores sobre la tumba de su hija recién fallecida, da inicio al descenso de la joven y prometedora Helen. Su obsesiva búsqueda le conduce a ella y a su reticente compañera a las ruinas del apartamento de Ruthie, y luego a través de un estrecho pasadizo a la guarida de la bestia, donde las paredes están decoradas con tétricas imágenes de su enorme guardián y donde una manta yace en el piso cobijando un puñado de dulces/navajas. Una joven mujer, Anne Marie (una joven Vanessa Williams), les intercepta en su supuestamente inofensiva y filantrópica labor para devolverles a la realidad: “You know, whites don’t ever come here, except to cause us a problem.”

Las palabras de Anne Marie claramente están cargadas, y hacen eco en el resto del filme. Mientras Helen continúa visitando los proyectos escondida tras una fachada académica y social, su éxito personal es lo que media sus visitas al lugar. Desde su perspectiva blanca y antiséptica, la creencia en aquellos mitos le resulta absurda pero entendible: “These stories are modern oral folklore: they are the unselfconscious reflection of the fears of urban society.” Gracias a esta idea tácita de superioridad intelectual, la ironía dramática del filme golpea de forma dura y justa. A medida que Helen indaga más y más en las creencias de la cultura, las historias se hacen más reales y escalofriantes, los lugares más puntuales, las visiones más traumáticas, la realidad más incierta. ¿Cómo es eso posible sí ella no pertenece a ese mundo? ¿Sí es tan solo una turista blanca, universitaria y hermosa?

Rose logra hacer un estudio sobre la división e injusticia racial americana paralelo a la historia de horror contada a través de la obsesiones de Barker. La mezcla de estas dos intenciones funciona sorprendentemente bien en la primera mitad del filme. Grabada en locación en Cabrini-Green, los espacios observados están imbuidos tanto del pasado violento del lugar como de su presente desolador: aquella decisión es especialmente valiosa hoy día, cuando aquellos edificios ya han sido demolidos, y ahora existe como un documento histórico de una época perdida[4]. Pero Rose no se conforma con documentar, sino que potencia estos espacios con movimientos de cámara pacientes y milimétricamente controlados. Aquello crea una tensión inclemente[5] respaldada por un espacio arquitectónica e históricamente hostil. Cuando aquella tensión se rompe surgen momentos de súbita y brutal violencia. Aquella combinación resulta agobiante, creando en el espectador el deseo auténtico de no querer continuar viendo.

“The pain, I assure you, will be exquisite.”

Eventualmente, aquella extraordinaria primera mitad da lugar a una igualmente extraña pero menos lograda segunda parte, donde las ideas de Barker se toman el filme y donde aparecen gran parte de los problemas del cine de horror de la época. Las creaciones de Barker siempre son interesantes y honestas, aun cuando fallidas, y esta no es ninguna excepción. Con la aparición de Candyman (Tony Todd), un personaje prototípico de Barker (“Be my victim!”), el filme se torna conscientemente fabulesco y pierde potencia, aún si todavía lo encontramos sumamente atractivo a la mirada (el imaginario pensado por Barker nunca ha sido más poderoso ni sugestivo que con la sobria dirección de Rose) y profundamente emotivo: aquello es desafortunado no porque la historia contada por Barker sea menor en su ambición, sino porque no es concordante con la intensa crítica social hasta ahora construida. La salvaje carnicería presenciada por Helen (y el espectador) nunca tiene tintes eróticos ni humorísticos, por lo que el sentimiento recurrente de Barker de perverso disfrute del castigo otorgado por Candyman resulta inconcebible. Además, la conmovedora actuación de Virginia Madsen[6] constantemente nos atrae hacia un personaje que no debería sernos particularmente empático, aunque sí lo es trágico. Aquella mezcla de sensibilidades causa que el resultado final de Candyman sea único, inquietante y decididamente romántico (una sensación reforzada por la evocativa música de Philip Glass).

Otros problemas resultan muchísimo menos aceptables que el choque de ideas entre dos individuos sumamente talentosos. El filme sufre de una entrometida intervención de estudio que obligó a sus participantes a rodar la última (y atroz) escena para dejar abierta la posibilidad de una secuela. Aquella sensibilidad noventera es también notoria en el diseño sonoro, sumamente efectista, y en el uso mandatorio de jump-scares cada cierto tiempo que interrumpen la narración clásica. Aquellas malas costumbres, no obstante, son un precio bastante módico a pagar para ver un filme tan genuino como lo es Candyman, que atrapado dentro de un mar de películas mediocres y genéricas, aún resulta verdaderamente aterrador y prevalente.

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[1] Algunas otras recomendaciones para quien ya haya visto lo nombrado: The Sect (1990) de Dario Argento, In The Mouth Of Madness (1994) de John Carpenter, The Exorcist III (1990) de William Peter Blatty, Jacob’s Ladder (1990) de Adrian Lyne, Body Snatchers (1993) de Abel Ferrara y Los Sin Nombre (1999) de Jaume Balagueró.

[2] El artículo inaugural de la primera Semana de Horror de Filmigrana fue escrito por Valtam sobre esta extraña película.

[3] Dato curioso: Tanto este filme como Of Unknown Origin cuentan la misma historia de tabloide sobre como en NY habitaban en los 70s cocodrilos en las alcantarillas, aquí narrado por Berkeley en una de sus clases magistrales.

[4] Todo esto es aún más impresionante cuando recordamos que Rose grabó allí con el apadrinamiento de las pandillas locales, muchos de los cuales fueron extras. Esto no impidió que en el último día de rodaje un francotirador anidara una bala en el costado de la van de producción.

[5] La reciente It Follows (2014) de David Robert Mitchell parece haber tomado seria inspiración de su cinematografía.

[6] Madsen aún observa el filme con cariño, pero tiene traumáticas memorias sobre sus experiencias de rodaje. Al parecer, Rose le hipnotizó durante ciertos segmentos para obtener de ella una actitud marcadamente sumisa y una expresión perdida en sus ojos.

Jim Jarmusch: Only Lovers Left Alive (2013)

¡Cuántos nobles amores,
llenos de ansias y celos,
sin tocar las puntas de las flores,
en el azul se mecen de los cielos;
amores que, aunque son de pensamiento,
embargan por entero nuestra vida;
y que, al morir nosotros, en el viento
se pierden como música no oída!
Tomado de Los amores en la Luna, Ramón de Campoamor

Los vampiros, seres casi inmortales y atemporales, siempre han estado entre nosotros. De vez en cuando, ya sea en noche de brujas o en películas hollywoodenses mediocres para adolescentes mediocres, se manifiestan y traen consigo diversas e importantes consignas. Recientemente, al igual que otras criaturas antropomórficas como los licántropos, los zombies, etc. han vuelto a estar en el centro de un sinnúmero narrativas tanto en la literatura como en el cine.

¿Por qué? No lo sé.

Humildemente supongo que traer a escena a un personaje casi humano y elevar o simplemente extrapolar los rasgos que lo diferencian de nuestra especie está siendo utilizado como un recurso para enfatizar nuestra propia naturaleza. Sobre todo si ese rasgo o característica parece en un primer momento no correspondernos. Existe una necesidad latente de vernos a través de los ojos de la aberración, para así entender que la naturaleza humana, virtuosa y excelsa, es simplemente una caricatura plagada de ideales desligados a la verdad. Así, cuando  eventualmente comprendemos que también somos como estos seres inhumanos, nos sentimos obligados, como mínimo, a repensarnos. En este caso, la característica a repensar es una de las más intrínsecas a nuestra condición: el Amor.

Obviamente Jim Jarmusch no es el primero en asociar vampiros con amor. Todos recordamos la infatuación de Coppola’s Bram Stroker’s Drácula por Mina, quien se asemejaba a su fallecida esposa. O también recordamos la sensual vampiresa que sedujo mortalmente a Baudelaire en Las Metamorfosis del Vampiro. Buffy y Angel, Bella y Edward, Charlize Theron y Sean Penn… La cultura nos da innumerables ejemplos. Forzándolo un poco (tal vez mucho), podemos también encontrar en los vampiros actuales una clara alegoría de inspiración Freudiana: Eros y Tánatos condenados en una sola figura paradójicamente inmortal e incapaz de amar.

¿Qué aporta de nuevo Jim Jarmusch a un universo tan vasta y diversamente elaborado? Ni idea.

Modestamente creo que asume una actitud curatorial y algo antológica. La película, que nos cuenta la relación matrimonial entre Adam y Eve, parece ser una excusa  para que Jarmusch nos dé a los espectadores un enorme compendio de diversas obras y artistas que él considera relevantes. Desde los retratos en la casa de Adam, pasando por los libros elegidos por Eve al momento de viajar, hasta el pequeño diálogo a propósito de Jack White; todas estas referencias son tan importantes como cualquier acción de la película.

Se trata de entender el panorama completo de la historia del enamoramiento. Si bien los vampiros han vivido a través de incontables épocas, y en consecuencia han acumulado un bagaje y una sabiduría dignos de sus recorridos, los mortales nos limitamos a lo que nuestra propia existencia nos alcanza a enseñar. Con cada succión un vampiro no solo se revitaliza, sino que también absorbe la vida de su víctima, incluidas sus experiencias. Se convierten entonces en una suerte de eruditos, capaces de entender la condición humana a través de múltiples perspectivas, tanto históricas como personales. Se convierten también en guardianes del afecto y su sangre tanto como su existencia es un destilado en el cual la verdadera esencia del amor se encapsula. Por eso, para convertir los vampiros dan de beber de su propia sangre, trasmitiendo todo ese bagaje al nuevo vampiro.

No siendo posible para los hombres perdurar en el tiempo de la misma manera que los inmortales vampiros, las obras artísticas y científicas que dejamos es lo único que trasciende después de nuestra muerte. Estas obras son el destilado de la vida de sus autores, la sangre de su existencia. Cultivarse con obras de arte es a su vez vivir la vida y las pasiones de quienes las realizaron. Ver Only Lovers Left Alive es también tomarse el tiempo de explorar todas sus referencias para así consumir de la vida que éstas nos dejan.

De la misma forma que una joven victoriana aprende sobre las relaciones por medio de las novelas corteses, Jim Jarmusch, a manera de pseudo-patrón pseudo-vampiro, ha decidido enseñarnos sobre el verdadero amor por medio del Arte (del buen arte). Se ha inmortalizado a sí mismo creando una obra digna de ser recordada en subsecuentes obras de subsecuentes artistas/vampiros. Sobre todo nos da  la oportunidad, si de verdad lo queremos, de entender el amor como una verdadera afectación del ser, intrínseca a la naturaleza humana.

Pero ¿Para qué? Quién sabe.

Honestamente creo, que al igual que muchos de nosotros, está cansado de que una gran mayoría de las representaciones actuales del amor (en películas mediocres para adultos mediocres) sean tan superfluas. Tal vez nos está dando una herramienta para que la próxima vez que queramos enamorar lo hagamos de verdad y no tengamos que recurrir a obras de la alcurnia de Amélie.

BONUS GAME:
¿Cuántos artistas logran reconocer en los retratos de Adam?
Por mi parte me basta con Neil Young.

Una Semana de Horror IV: Blood Feud

Aprovechando el homenaje hecho en el título a la saga de Pumpkinhead (puntualmente al subtítulo de su cuarta entrega), damos inicio a esta versión de la Semana de Horror con un atroz relato de la edad feudal europea, donde en efecto es la sangre (y las vísceras) el precio a pagar por cualquier infracción, por menor que sea. A continuación:

“Los penitenciales de la alta Edad Media —tarifas de castigos que se aplicaban a cada clase de pecado— podrían figurar en los infiernos de las bibliotecas. No solo sale a la superficie el viejo fondo de las supersticiones campesinas, sino que se desatan las mayores aberraciones sexuales, se exasperan las violencias: golpes y heridas, glotonería y borrachera. (…) El refinamiento de los suplicios inspirará durante largo tiempo la iconografía medieval. Lo que los romanos paganos no hicieron soportar a los mártires cristianos, lo hicieron soportar a los suyos los francos católicos: Se cortan de ordinario las manos y los pies, la punta de la nariz, se arrancan los ojos, se mutila el rostro mediante hierros candentes, se clavan estacas puntiagudas de madera bajo las uñas de las manos y los pies…”[1]

Una vez más, estimados lectores, es hora de aventurarnos en las turbias y polutas aguas del horror, uno de nuestros géneros preferidos acá en la barca de Filmigrana. ¿Qué horribles criaturas nos visitaran este año? ¿Dentistas sociopáticos y con esposas infieles para completar, quizás? ¿Asesinos de campamentos de verano cuya arma de preferencia son un par de tijeras de jardinería? ¿Babosas corrosivas? ¿Mosquitos gigantes? ¿Cultos satanistas que conforman la junta directiva de una preparatoria norteamericana? ¿Fetichistas descontrolados? Solo el futuro lo sabrá. Esperamos, no obstante, que naveguen este río con nosotros y que, ojalá, se decidan a echarse al agua fangosa que nos rodea, en búsqueda de nuevas experiencias visuales y sensoriales, ojalá traumáticas y divertidas en igual medida. Feliz día de San Crispín.

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[1] Jacques Le Goff en La Civilización del Occidente Medieval, Paidós, 1999, Barcelona, P. 36. Hay muchas más descripciones horribles y sumamente informativas de la época en este libro fácilmente obtenible en las mareas de la red.

Ciro Guerra: El Abrazo de la Serpiente (2015)

Está muy cerca de lograrlo, señor Guerra. Sorprendentemente cerca.

En la línea de trabajo de este director, existe una película que no ha sido estrenada aún, o siquiera producida (tal vez apenas imaginada), una película que además de tener todo el potencial para asombrarnos, lo puede lograr de principio a fin, manteniendo un delicado balance entre la tradición técnica del canon cinematográfico y el camino rugoso y deslumbrante que se abre a través de las innovaciones. Para Guerra, hubo otra película reciente con ese mismo potencial, y que supo entregar esos elementos con base en ese potencial… Hasta cierto punto.

El Abrazo de la Serpiente no es una película contemplativa ni marginal, no es ese remedo de la escuela soviética de los años 70 que está tan en boga hoy en día, ni está cargada de guiños evidentes a directores de la talla de Ingmar Bergman o el ya insinuado Tarkovsky, como si se tratara de cultistas dejando ruidosas ofrendas a estatuas e imágenes de dioses que hace mucho abandonaron este plano. Por otro lado, tampoco desconoce la tradición, y aunque se le quiera comparar forzosamente con el Fitzcarraldo (1982) de Werner Herzog, debido a ciertos paralelos entre hombres blancos delusionales que quieren hacer lo imposible por encontrar un tesoro imaginado, se trata de una criatura distinta, con otros momentos, artilugios y herramientas a su favor.

El poder de esta película de época no sólo reside en la seriedad con la que se toma la imagen recreada (con sus contadas excepciones de las que ya hablaré), sino que también se ampara en un reparto fascinante, que en su mayor parte está armado de rostros descompuestos, indígenas que exhalan un aire de pertenecer a otro mundo (muy hostil) y un manejo del tiempo hábil y preciso a la hora de mantenernos al borde de la canoa.

Describía hace un momento ese afán de cierto cine contemporáneo de cincelar el tiempo sin consideración, alargando planos por lo fácil que resulta dejar una Alexa encendida frente a una montaña, una playa o un bosque en medio de la borrasca, llenando un disco de estado sólido hasta que el montador/director decida cortar arbitrariamente entre el minuto 10 y el 12. El largo y tedioso viaje de Theodor Koch-Grunberg (una lúcida interpretación del belga Jan Bijvoet) por las encrucijadas del Amazonas es acompañado por situaciones que distorsionan su percepción de la realidad, conectando el argumento con la experiencia del espectador. Estas largas y fluidas travesías son acompasadas por un relato alternativo, el de Richard Evans (Brionne Davis) que hace las veces de alter-ego de nuestro protagonista primario, y ambos encuentran distintas versiones de Karamakate (Nilbio Torres y Antonio Bolívar), viejo-joven y joven-viejo, abriendo de par en par las puertas a ese juego de contrastes entre las percepciones del tiempo.

El carácter de la travesía se hace más palatable a través de viñetas a las que no se le puede remover el carácter subversivo, enseñándonos en esta travesía que no sólo las misiones católicas fungen como portadoras de flagelos y penurias innecesarias para la población nativa, sino también postula que los indígenas residentes del Amazonas no eran (ni son) niños pequeños inocentes en cuyas manos reside todo el poder y la salvación universal. Absolutamente nadie está exento de culpa dentro de este paisaje moral en escala de grises, el cual (si no lo he mencionado ya) está montado tal cual, blanco-y-negro, en contravía de mostrar la conocida exuberancia y color de la Amazonía pero que es mucho más pertinente a motivos cinematográficos.

Es por estas loas y pregones que me resulta más difícil entrar a la parte más débil de la película, que es la segunda mitad[1]. En continuación con el paralelo abierto un par de párrafos atrás, la segunda mitad es la que corresponde en su mayoría a Richard Evans, la cara de la moneda que corresponde a la falta de escrúpulos, la vanidad y el espíritu norteamericano heroico e intervencionista de los años 40. El regreso a la misión/resguardo es impactante en un principio, algo que nos recuerda a las lúcidas fantasmagorias que Gabriela Samper trajo a una Colombia incauta con Los Santísimos Hermanos en 1969. Esta sensación se pierde cuando conocemos al líder del sitio (Nicolás Cancino), quien tiene el rostro y el histrionismo adecuados para participar en un cortometraje universitario de primer año, pero no para competir con el gravitas y la fuerza del resto del reparto. Una prolongada secuencia de escenas da lugar al desenlace apresurado de una de las líneas argumentales, y la desembocadura de un tercer acto flojo en comparación con el resto de la obra.

Si bien no me detendré a desmenuzar el final, puedo dar cuenta de lo anticlimático que es, adicional a que es la referencia menos sutil a la historia del cine que hay en toda la película. Este suceso, por otro lado, abrió las puertas al entendimiento de otras películas, así como a valorar a otros directores cuyo trabajo pasará más pronto que tarde por nuestras páginas, tal como es el caso de Rubén Mendoza y su singular estilo cinematográfico[2]. Establezco este paralelo porque se trata de dos directores que han sabido darle una impronta personal a sus películas, a menudo desviándose de lo que podría ser aconsejable, correcto o simplemente lo habitual de un cine con una historia entrecortada y de escasos recursos como el que se produce en este país. Sin embargo, ambos están aún en el proceso de dominar la cohesión de un relato cinematográfico de principio a fin.

La cantidad de decisiones infortunadas que preceden al cierre de la película, desde las llamas del árbol hasta el envoltorio de mariposas son muy difíciles de defender en el territorio del distanciamiento cinematográfico[3] y entran más en el campo de los descuidos de producción. Durante una conversación que tuve con una maestra y documentalista adscrita a Filmigrana, quedó en claro que el final más adecuado de la película habría sido durante el plano “punto de vista” de Theodor mientras Karamakate exhala yopo en su nariz, evitándonos todo este desconcierto y cerrando en una nota de misterio y asteuridad.

A pesar de esto, hay un claro compromiso visual que Ciro Guerra plasma en sus películas, y que (como ya se ha repetido en el texto y sus pies de página) es alguien que va en camino de metas sensatas y terrenales, como la creación de una industria a partir de lo existente[4] y de construir relatos que sobrevivan más allá de su fecha de estreno y construyan discusiones, no sólo de orden antropológico o social, sino también como ladrillos de la historia del cine y como piezas de arte en sí mismas.

Si tiene oportunidad verla en DVD o de ir a una universidad a verla, hágase un favor y vaya.

¡Hey, qué bien!: visualmente es (en su mayoría) una película muy cuidada que no agota, a pesar de su ritmo lento y pausado. La secuencia de la cauchería merece ser recordada con el mismo afecto que le damos al concierto de la azotea de Rodrigo D. No Futuro (1989) o la violación de Pisingaña (1985), entre otras escenas valiosas del cine colombiano.

Emmhh: el final que nos tocó.

Qué parche tan asqueroso: visto en pantalla grande, se nota a leguas que las ilustraciones de los exploradores son fotocopias en papel bond y, como Paramita ha indagado, el tintero que aparece en pantalla es un anacrónico frasco de Shaeffer con la etiqueta removida. Por favor.

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[1] Esto a la larga no debería ser motivo de desdicha, porque no son pocas películas las que tienen primeras mitades memorables y muy bien hechas, seguidas de segmentos pobres y carentes de espíritu. Por citar: From Dusk Till Dawn (1996), Full Metal Jacket (1987), Jeepers Creepers (2001) o The Contender (2000). No hay que molestarse.

[2] Confieso que parte de mi asociación negativa a Mendoza nace después de ver tres de sus cortometrajes en sucesión, durante una proyección al aire libre, en inadvertida compañía de una exnovia y su pareja de ese entonces. Va para los anales de la historia de las citas accidentadas. Sin embargo, son sus diálogos los que me generan más incomodidad, así como la totalidad de la infortunada La Sociedad del Semáforo (2010). Puedo decir que es otro director cuyo trabajo espero ver más a menudo.

[3] Sustento en el cual se ampara la maestra Libia Stella Gómez con el final de La Historia del Baúl Rosado (2005).

[4] Vale anotar que película fue producida por Caracol y Dago García Producciones, alguien a quien Guerra respeta como empresario (a juzgar por su entrevista/paredón en video de la revista Arcadia).