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Chantal Akerman: Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975)

En el que el centro no resiste

The darkness drops again; but now I know
That twenty centuries of stony sleep
Were vexed to nightmare by a rocking cradle

Los versos citados pertenecen a “The Second Coming”, uno de los poemas más conocidos en lengua inglesa. Sus palabras, escritas en 1919 por el irlandés William Butler Yeats, entrelazan la expectativa redentora del Segundo Advenimiento de Cristo con el nacimiento de una abominación que usurpará la cuna beatífica; ante eso, la voz poética se pregunta cuál será la bestia que inevitablemente tomará las riendas de este quebrantado mundo. Los desoladores símbolos no sólo son el eje del poemario Michael Robartes and the Dancer, son una muestra de las imágenes más recurrentes de la modernidad: la incertidumbre por saber en qué momento el mal abandonará las vestiduras del bien y se manifestará como tal.

El lenguaje del poema de Yeats –aunque breve– incomoda a sus lectores y les hace preguntarse por todo aquello que es incontrolable y que, a falta de una ubicación temporal concreta, se enmarca en la noción de futuro. El afán por manipular lo inasible es, en gran medida, un despropósito, pero eso no evita que sacuda a quienes prevén que lo peor está por llegar y les dificulte la expresión de sus premoniciones. La experiencia cinematográfica, entre muchos otros, es un claro ejemplo: el celuloide ya está revelado y el espectador es sometido al ritmo de la narración, así esté de acuerdo con lo que se proyecte o no, así se identifique con los triunfos y derrotas de los protagonistas o no. Los filmes de suspenso y los thrillers son los que más despabilan la atmósfera maligna: ¿sobrevivirá el personaje?, ¿capturarán al criminal? Hay otros que, por el contrario, son más sutiles para avivar su propio apocalipsis. Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles es uno de los mejores exponentes del gradual despertar de un punto sin retorno.

La obra más reconocida de la directora belga Chantal Akerman recorre tres días de la vida de Jeanne Dielman (Delphine Seyrig), una mujer que se reparte entre su rol de cabeza de hogar y su trabajo como prostituta. Las 48 horas que componen el filme son enmarcadas por las visitas de un primer y un tercer cliente, los cuales acuden al lecho a pocos metros del comedor-cuarto habitado por su hijo adolescente Sylvain (Jan Decorte) justo antes de que éste llegue de sus estudios y entrenamientos. El filme, entonces, se caracteriza por recrear situaciones en tiempo real en las que se expone la cotidianidad de Jeanne: la limpieza de una vajilla, la desinfección de un baño, la preparación de un almuerzo, la compra de lana para un suéter. Todas estas labores son realizadas con la mayor economía lingüística posible: Jeanne a duras penas cruza palabras con Sylvain, mucho menos con su vecina, sus tenderos y sus usuarios. Además, la historia transcurre principalmente en el apartamento de los Dielman y sus diferentes ambientes que en las noches son golpeados por la interminable titilación de las luces de neón del Quai du Commerce: la cocina, la recámara principal, el baño, la sala-habitación y el pasillo principal.

A medida que los eventos avanzan, el milimétrico espectro rutinario de Jeanne es interrumpido por situaciones adversas: la pérdida de un botón, la sobrecocción de unas papas, la ocupación de su mesa favorita en un café. Estos detalles a primera vista no inquietan ni al espectador ni a la protagonista, a fin de cuentas son ocurrencias que podrían pasar en un día común. No obstante, Jeanne los recibe como golpes a su identidad y la transformación de su parsimonia es discretamente perceptible. La acumulación de tropiezos conducirá a Jeanne a tomar una impulsiva (¿o premeditada?) decisión que ineludiblemente alterará la monotonía a la que ha estado acostumbrada.

Se dice que cuando Akerman buscó financiamiento para el filme, promocionó su libreto como la narración de “un régimen riguroso construido alrededor de comida y sexo rutinario comercializado en la tarde”. En efecto, Jeanne Dielman… toma una gran parte de su narración para exponer el antes, el durante y el después de una cena, incluso con la copulación transaccional de por medio. Allí es donde el filme cobra sus matices más familiares: el espectador se identifica con la excepcional simpleza de Jeanne para satisfacer al menos el estómago de su hijo. Akerman afirmó en múltiples ocasiones que se inspiró en la cándida relación con su madre Natalia -una sobreviviente de Auschwitz que siempre apoyó incondicionalmente las inclinaciones artísticas de su hija- para crear a la serena protagonista de su filme. En esa vía, Jeanne representa a todas las madres, las que tenemos, las que tuvimos o las que somos: devotas a nuestra familia, entregadas en cuerpo y alma a alimentar a sus descendientes por las vías que sean necesarias. La preparación de unos vegetales al vapor o una milanesa son una fundamental muestra del amor de Jeanne hacia Sylvain; así tome todo el día organizarla, es la simbólica recompensa con la que la madre premia la dedicación académica de su hijo y le pide disculpas por sus limitaciones económicas. Cabe mencionar que si Sylvain se aleja de la cocina, es mejor para ambos: ni Jeanne ni ninguna madre quiere que sus allegados padezcan su maternidad; además, implicaría cohibirla de su espacio de mayor libertad.

Por más convencional que sea el lazo entre Jeanne y Sylvain y por más significativos (y ordinarios) que sean sus rituales alimenticios, hay fantasmas que perturban su orden y golpean ciertos umbrales. El principal es el espectro masculino: el esposo y padre falleció seis años atrás y los allegados de Jeanne conspiran para que ella busque un reemplazo antes de que sea muy tarde. Una carta de Fernande, aquella hermana lejana que encontró su ideal de familia en Canadá, despierta la inquietud en Sylvain: ¿hasta cuándo durará el duelo de su madre? Por otra parte, una vecina sin rostro le encomienda diariamente a su recién nacido mientras hace compras; esos minutos sirven para que Jeanne reviva su afección y desinterés por la posibilidad de un nuevo hijo. Tal vez uno de los momentos más intrigantes del filme ocurre cuando Dielman agarra al bebé en una ráfaga de afecto y éste gime sin ser posible identificar con claridad si lo hace por agrado o terror. En todo caso, Jeanne no titubea en sus andanzas y ahuyenta la figura conyugal que no necesita. Tal como ella afirma, acostarse con alguien independientemente de su físico (así haya sido su marido) es tan sólo un detalle; además, para qué desgastarse acostumbrándose a alguien de nuevo si ya tiene su vida establecida. Para bien y para mal, perfecta o no, es su vida y con eso se conforma. Lo que jamás tolerará será un error causado por cuenta propia.

Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles ha sido discutida en múltiples oportunidades por críticos de todas las inclinaciones posibles. No es para menos la fascinación que genera, pues es un filme que desafía las convenciones tradicionales del lenguaje cinematográfico técnico y narrativo. Mientras que en la década de los setenta una toma duraba en promedio 6 segundos, el filme de Akerman distribuye sus 193 minutos (o 198 o 201, dependiendo de la versión) en 223 cortes para un promedio de 52 segundos por cada uno. Igual, no se necesita una calculadora para percatarse de la mesura de la filmación y su pausado seguimiento de las ocupaciones de Jeanne. En ningún momento la cámara se desprende de su trípode para moverse a la par de la protagonista; ésta prorroga la cinta hasta que sea necesario un cambio de ángulo, así pasen cuatro o cinco minutos. Vincent Canby, uno de los críticos más emblemáticos del New York Times, planteó una acertada analogía al respecto: el lente se comporta como un perro, leal a su dueño, siempre dispuesto a atender cualquier llamado y, sobre todo, domesticado para bajar la mirada cuando una imagen lo molesta.

Aunque hay momentos en los que la paciencia de Jeanne es desbordada, ella jamás pierde la elegancia de sus pasos. Aunque no soy un experto en la filmografía de Delphine Seyrig (sólo la he visto en Le charme discret de la bourgeoisie de Luis Buñuel y sé que tiene un rol menor en L’année dernière à Marienbad de Alain Resnais), cuesta creer que hubiera una actriz más idónea para el rol. La longitud del filme puede llegar a incomodar al espectador; sin embargo, en un momento inexplicable éste se entregará a la expresividad que oculta el laconismo de Jeanne. Además, a medida que el cronómetro corra, se preguntará por su siguiente andanza y si será aquélla la oportunidad en la que rebosará su estoicismo. Esta incomodidad mantendrá su interés al máximo y es innegable la percepción de que algo no anda bien, que entre tanta discreción debe gestarse una furia titánica.

El filme tomó cinco semanas en ser filmado y fue realizado en orden cronológico para no perder la naturalidad de la armonía dislocada. Además, fue tal vez la primera película en ser filmada por un equipo de sólo mujeres. En conjunto Jeanne Dielman… ha recibido elogios tanto en su estreno (14 de mayo de 1975, durante la programación de la Noche de Directores del Festival de Cannes) como en la actualidad. Sin embargo, su impacto se ha intensificado con el pasar de los años. De hecho, gracias al movimiento #MeToo ha sido acogida como uno de los pilares cinematográficos de los círculos feministas y ha recibido atención mediática reciente por un par de listados digitales (uno de la BBC, otro de Indiewire) en la que es proclamada “la mejor película (extranjera) dirigida por una mujer”. Incluso se promociona como “la primera obra maestra de lo femenino en la historia del cine”[1]. Sea ésta la manera apropiada de ingresar al filme o no, es un reconocimiento adicional a la majestuosidad de la obra y a la lección de ritmo a la que subyuga a sus espectadores.

Se puede abrir el debate sobre si Jeanne es una heroína o una villana, cualquiera de las posturas es demostrable. Considero más adecuado conectarse de forma empática con su día a día y sentirla, no psicologizarla. A diferencia de un filme contemporáneo en el que se alaban los vínculos laborales y afectivos de una indígena mexica y los hijos de su patrona (Roma), Jeanne Dielman… no necesita de besos, abrazos y situaciones de riesgo con finales felices para que uno se conmueva. Basta con que a Jeanne se le caiga una cuchara para preguntarse qué estará haciendo nuestra madre en este momento o qué hubiera hecho ante ese percance. Si un filme genera que uno inmediatamente indague por sus seres queridos de forma genuina, es una proeza más que virtuosa. Chantal Akerman es una maestra para decir tanto con poco y los espectadores son vestigios de su hipnótica influencia.

En una de las interacciones, Jeanne le toma la lección a Sylvain: la memorización de “L’ennemi”, el décimo poema de Les fleurs du mal de Charles Baudelaire. Éste inicia con los versos “Ma jeunesse ne fut qu’un ténébreux orage,/Traversé çà et là par de brillants soleils” (“Mi juventud no fue sino un temporal oscuro,/Atravesado aquí y allá por soles brillantes”). El hijo, sin embargo, no ha practicado el lúgubre cierre del soneto: “— Ô douleur! ô douleur! Le Temps mange la vie,/Et l’obscur Ennemi qui nous ronge le coeur/Du sang que nous perdons croît et se fortifie!” (“-¡Oh, dolor! ¡oh, dolor! ¡El Tiempo devora la vida/Y el oscuro Enemigo que nos roñe el corazón/De la sangre que perdemos crece y se fortalece!”). Así como ocurre con las líneas de Yeats, estas palabras y el filme en conjunto anuncian el advenimiento de Jeanne. Una visita a un banco cerrado o la compra de una bolsa de papas repentinamente pasan a ser acciones crepitantes; “Things fall apart; the centre cannot hold”. Además, el predominante silencio se hace insoportable para que el volumen de los escasos diálogos se incremente gradualmente[2]. No se garantiza si la sed por la akrasia de Jeanne se satisface una vez finaliza la proyección. La única certeza es que permeará una mezcolanza de sensaciones. Pero a Jeanne poco le importará eso siempre y cuando estemos atrás de las fronteras de su cocina.

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[1] Esta afirmación ha sido adjudicada a la primerísima reseña del New York Times que, hasta donde internet lo permite, corresponde al escrito de Canby. Sin embargo, en ninguna parte aparecen dichas palabras. Además, en caso de ser cierto y que se haga referencia a otro texto (lo cual lo dudo), Jeanne Dielman… fue estrenada en Estados Unidos en 1983, ocho años después de su lanzamiento original. Por lo tanto, es bastante factible que en ese lapso de tiempo ya se hubiera regado la voz de su monumentalidad en el continente americano. En conclusión y a menos de que se demuestre lo contrario: un editor de Wikipedia ha esparcido un bonito pero falso señalamiento #fakenews

[2] A riesgo de hacer un planteamiento erróneo, me dio la sensación de que el francés con pronunciación flamenca de Jeanne y Sylvain es casi inaudible al inicio del filme pero hacia el final es sustancialmente más nítido. A lo mejor es un efecto conductista producto de la longitud del filme, sin embargo valdría la pena hacer una revisión de los volúmenes en la mezcla de sonido.

Mitchell Lichtenstein: Teeth (2007)

My goodness, you’re tight.

El primer plano de “Teeth” nos muestra la verde arboleda de un tradicional suburbio americano, las hojas mecidas por el viento e iluminadas por el sol, tejados blancos se asoman entre las ramas, calma, paz y tranquilidad hasta que el desarrollo asoma su fea cabeza, interrumpiendo el cielo azul y las nubes: lentamente, un paneo hacia la izquierda nos descubre dos torres humeantes de una planta nuclear y, a sus pies, un hogar de cuatro con dos adultos (Madre, Padre) tomando el sol y dos infantes (Hermano, Hermana) bañándose en una pequeña piscina inflable. Es allí, en ese círculo de plástico, que vemos por vez primera el monstruo proverbial del que habla el título del filme: el chico, tras mostrar su parte íntima a su compañera, pide a cambio un despliegue similar de voyerismo. Segundos después, los padres, temerosos por sus gritos de dolor, acuden con velocidad a ver que ha ocurrido y encuentran que el joven tiene cercenada la punta de su dedo índice. La niña mira el dedo con calma, sangre y solución acuosa corriendo río abajo.

Esta es la estupenda escena inicial de la fenomenal e irregular “Teeth”, una injustamente ignorada película de terror independiente dirigida por el antes actor Mitchell Lichtenstein (hijo del reconocido artista pop Roy Lichtenstein), quien da a su opera prima el justo balance entre chocante horror artístico y descarnada sátira feminista. El filme evoca desde las novelas gráficas de Charles Burns hasta “Splendor in the Grass” de Elia Kazan (del cual Lichtenstein toma más que inspiración e incluso homenajea sus paisajes rurales) donde una joven Natalie Wood es recluida en un sanatorio mental tras caer locamente enamorada del hijo de la familia más rica del pueblo, Warren Beatty. La joven de la presente, no obstante, evoca cuadro a cuadro la imponente y seductiva presencia de Wood pero sobre un lienzo más moderno y salpicado de sangre: Dawn (interpretada en su joven adultez por la fantástica Jess Weixler, en un papel que le significó el premio especial del jurado en el festival de Sundance), ya crecida, se ha convertido en una acérrima defensora de la abstinencia sexual en adolescentes mientras su medio-hermano Brad (John Hensley de “Nip/Tuck) se ha refugiado en una espiral de drogas, sexo anal y screamcore. Ambos habitan lado a lado en la misma casa donde crecieron, el cuarto de Dawn lleno de lilas y rosas pasteles y el de Brad, lleno de negros y marrones, recortes de mujeres desnudas y una jaula donde vive su belicoso Rottweiler apodado “Madre”. ¿Su madre adoptiva, sin embargo? Esta se encuentra recluida a una cama en un avanzado estado de cáncer, probable producto de las mismas causas que le dieron a Dawn su regalo.

¿Av. Suba con 95?

We have a gift. A very special gift, dice nuestra protagonista mientras se dirige a un grupo de adolescentes para explicarles el por qué de su anillo de promesa. Cómo los regalos, este se encuentra envuelto alrededor de su dedo y sólo puede ser abierto una vez sea reemplazado por un nuevo aro, uno de oro y diamantes que a su vez haga una nueva y conocida promesa, la de devoción y fidelidad en esta vida y la otra. Pero su ideal de pureza se ve amenazado por la tentación, representada en el filme en Tobey (Hale Appleman, con un notorio parecido físico a Giovanni Ribisi), el nuevo chico de la escuela y la iglesia que promete con su mirada la pérdida de la inocencia sexual para ambos. En efecto, este juego de miradas (y la mirada de Weixler lo dice todo) lleva a Dawn por un camino largo y pecaminoso, que comienza con un intento de masturbación tarde en una noche lluviosa (en la cual se imagina con Tobey en el día de su boda) y acaba en una tarde de natación en el riachuelo local, un paradisiaco escondite con cascadas y cuevas donde los jóvenes locales van a cometer pecados mayores. Ninguno tan grande, por supuesto, cómo los cometidos en ese fatídico atardecer por la nueva pareja religiosa, donde besos llevan a caricias, caricias llevan a negativas, negativas a violencia y violencia a más violencia: Tras ver ligeramente corrupta la fachada de santidad de Dawn, Tobey usa la fuerza para hacerle suya y sólo suya (I haven’t even jerked off since easter!), y una vez ha ocurrido el himeneo, este descubre la gravedad de sus acciones, representada en la imagen de abajo por su falo cercenado.

Here come the crabs!

Esta es, de lejos, la más intensa y perturbadora escena de la película (contrapuesta por la clásica y operática partitura musical, a cargo de Robert Miller), en la cual Lichtenstein da una prueba a la audiencia de que tan lejos está dispuesto a ir, en términos de violencia gráfica y decisiones morales (más no artísticas, con frecuencia las correctas), para narrar con éxito la historia que ha escogido contar. Aún cuando el choque inicial ha pasado, las brutales imágenes de castración y los escalofriantes alaridos de Tobey quedan han quedado cementados cómo precedente de lo que puede (cómo puede no) venir por delante. Dawn, al igual que el espectador (quien al menos tiene el salvaje humor negro del filme para refugiarse), ha quedado traumatizada no sólo por ver su pureza y su virginidad interrumpida, sino porque ha descubierto en su cuerpo un rasgo físico que poco tiene que ver con la anatomía purista que dictan en su escuela. Aterrorizada ante la desaparición de su pareja de coito no consensual y de su anomalía física, Dawn pierde rápidamente la claridad y convicción con la que se dirigía a los nuevos reclutas y empieza a balbucear incoherencias frente a un inclemente grupo de antes-aceptantes-ahora-rábidos fanáticos religiosos quienes citan segmentos de la biblia sin siquiera pensar dos veces o que aquellos significan para su angustiada líder: There is something in me that’s lethal, proclama la oradora; The Snake!, responde el rebaño.

Es difícil decir que tan justa es “Teeth” con sus personajes. ¿Que parte es caricatura y que parte es fiel depicción? Al encontrarse a medio camino entre la sátira y el cine de género, Lichtenstein se enfrenta a un común problema del cine: ¿Es posible simpatizar y burlarse de los personajes al mismo tiempo? Mientras en papel suena cómo un acto de cuerda floja complejo, en resultado resulta mucho más problemático, ya que, ¿no resulta un poco egoísta querer lo mejor de ambos mundos? Por fortuna, la fuerza del guión, las actuaciones y especialmente la cuidadosa atención al detalle fotográfico, a cargo de Wolfgang Held (tanto en composición cómo en color Held evoca a Norman Rockwell en búsqueda del ideal pictórico Americano) ahuyentan estas problemáticas de nuestra mente y la enfocan en la travesía del personaje principal para convertirse en heroína feminista (junto a Jamie Lee Curtis, Sigourney Weaver y Heather Langenkamp). Desesperada, abandonada, y en búsqueda de una respuesta médica, Dawn visita al ginecólogo local (un sórdido y excelente Josh Pais) en una de las más memorables escenas del horror moderno.

Siempre y cuando uno sepa a lo que enfrenta.

Don’t worry, I won’t bite you.

La entrada del Dr. Godfrey  significa muchas cosas para a película, la más importante, la entrada de lleno al género. Con sus madre seriamente debilitada por la enfermedad (y su padre dedicándole su atención completa), Dawn recurre a otro adulto para buscar catarsis y explicación frente a los recientes y traumáticos eventos. Esta llega, un clímax emocional tanto para los que observamos cómo para la que es observada con sus piernas en los estribos y ligera bata de papel, pero no de la forma esperada: Este resulta siendo un pervertido sexual, quien se quita el guante de la mano derecha y la lleva mucho más allá de lo legalmente establecido. En medio de su desagradable maniobra las fauces claman su segunda víctima, y sus graves gritos de agonía y pánico se intercalan con los de sorpresa y temor de su paciente (el intercambio de ambos actores es perfecto). Sus dedos acaban en el tapete gris barato, sangre salpicada por todo el consultorio y la profecía ginecológica realizada: It’s true, vagina dentata!

La escena es la última en caminar honestamente la línea entre lo humorístico y lo realista sin poner pie decisivo en área alguna. Su éxito, por desgracia, va en detrimento del resto del trabajo, que palidece en comparación. Para empezar, la secuencia funciona tan bien cómo filme de horror que degenera la metáfora sexual que había sido construida hasta el momento, alejándola de la realidad u sumergiéndola en lo fantástico. También, el choque de la mutilación gráfica pierde filo en cada ocasión en que se vuelve a ella, pasando su poderío de lo turbio a lo ridículo. No ayuda, por supuesto, que el último tercio sea de lejos el menos logrados, apretando en poco tiempo y de forma forzada varios temas que Lichtenstein siente la obligación de tocar (entre ellos la relación entre los medio-hermanos, un tema auténticamente fascinante que es dejado de lado acá). Esto no impide, sin embargo, disfrutar de esta sólida entrada en los anales del género, que en resultado es mucho menos presuntuoso y más placentero de lo que este escrito deja ver. Es por eso que observar finalmente la realización de Dawn como una heroína sexualmente libre no sólo es un satisfactorio final, sino un recuerdo que lo más importante no es la meta, sino el proceso que lleva a ella. Es en su luchada experiencia que el significado recobra validez.