Dustnation: En estas vísperas navideñas acá en Filmigrana nos gustaría brindarles un cálido y opresivo abrazo fraternal. Son ustedes nuestros cómplices en esta despreciada labor y por este apoyo les agradecemos infinitamente, especialmente porque va a ser correspondido con más tinta derramada y bits desperdigados (artículos y podcasts en camino, por cierto). Entrañables lectores, de parte de todos los autores, colaboradores, realizadores y pornógrafos acá involucrados, una feliz navidad y un próspero año nuevo. Y para despedirnos, una imagen en gran formato y un regalo en mp3.
Valtam: Y vaya año el que ha sido este, sin duda muy especial gracias a su constante lectura, sus sugerencias y apreciaciones, así como el odio y la condescendencia que algunos nos manifiestan. ¡Hola, los vemos desde acá!
Como mi buen amigo y socio ya lo expresó, les deseamos un feliz compartir con sus semejantes, en esta víspera convenientemente lejos de las trivialidades comerciales y con la mayor cantidad de licor, quemada de pólvora y aventuras nocturnas que les resulte posible. Mañana será un día terrible y novedoso para el cine colombiano, pero aquí estará Filmigrana para coser una colcha de hierro que cubra nuestras penas y asombro colectivo.
Los rápidos y agresivos tambores de guerra de “Lover’s Walk” de Elvis Costello inician “The Shape Of Things”, el quinto filme del director, dramaturgo y provocador profesional Neil LaBute, justo antes de su giro violento hacia territorios cinematográficos desconocidos (cuyos resultados han variado de mixtos a traumáticos). La efectividad musical de Costello hace parecer la canción una simple entrada, un gancho incluso, para atrapar nuestra atención desde el comienzo, acompañada de una pantalla negra y créditos simples en cursiva, pero lo cierto es que no podría haber obra musical más apropiada para los siguientes 95 minutos: Es un presagio de las desgracias por venir, y al mismo tiempo una advertencia.
La advertencia siguiente, por supuesto, viene en la forma de la primera línea de la película, tímidamente pronunciada por Adam (un regordete Paul Rudd, apto y caricaturesco), un estudiante de literatura que trabaja medio tiempo en el museo de su universidad y que encuentra tras los linderos prohibidos de una estatua renacentista a Evelyn (Rachel Weisz, estupenda), una estudiante de arte lista a graduarse y a vandalizar la presente obra de arte. ¿Sus motivos? Es una afirmación en contra de la censura, que en los tiempos remotos de Formicelli había sido obligado a cubrir su pene de mármol por motivos religiosos y morales. Es la forma de las cosas, dice Evelyn, la que siempre ha irritado a los mojigatos. Pronto la disruptiva Evelyn se ha hospedado muy adentro del interés de Adam, y este le pide su teléfono de inmediato. Evelyn accede, y con pintura de graffiti deja su número en el forro de la chaqueta de cazador ruso de Adam.
Esta escena, con exactamente los mismos actores y el mismo espacio pero un director distinto (Rob Reiner, Joel Zwick, Nora Ephron), ha sido la catalizadora de enésimos filmes románticos o melodramáticos con tórridos romances, relaciones idealistas y alocados y peculiares personajes secundarios. En las manos de LaBute es un estudio frío y calculado del orden del mundo. Es sencillo, y la mayoría de sus trabajos auténticos traen luz a su pesimista perspectiva: hay personas fuertes y hay personas débiles, y las fuertes se aprovechan a como de lugar de las débiles.
En la relación que nos concierne Evelyn es evidentemente la dominante. Pronto Adam está cambiando de vestuario, bajando de peso, recurriendo a cirugía estética menor y sus inseguridades parecen sanar lentamente gracias a la confianza revitalizadora que le inyecta su contraparte de forma sexual, mental y verbal (“Why would you like me?”, pregunta Adam, “Fucking insecurities”, responde Evelyn). Adam le presenta a sus sorprendidos amigos conservadores, los prometidos Jenny (Gretchen Mol) y Phil (Frederick Weller), la primera puritana y el segundo un puto imbécil, en ocasiones demasiado exagerado cómo para parecer un personaje real. Para ser justos, los personajes son por momentos arquetípicos, lo que curiosamente no va en detrimento de la narración. LaBute no pinta su oleo con pinceles delgados sino con brocha gruesa, pero el impacto de su obra sigue siendo igual, sí un poco menos agradable.
Los temas que LaBute escoge tocar en esta ocasión son especialmente jugosos: relaciones y arte. Mientras su perspectiva pesimista vela el primero (¿Son la opresión y la sumisión necesarias para el amor?), las discusiones que propone para el segundo son estupendas, especialmente contrastando las reacciones de dos personalidades tan distintas cómo la de Evelyn y las de Adam, Jenny y Phil. Al traer a colación el tema del vandalismo, ¿Cuál es la diferencia entre vandalismo y afirmación? ¿Es que acaso hay una diferencia? O el performance: Evelyn regaña a Adam por no entender la presentación de una amiga suya que pinta retratos de su padre con sangre de menstruación. ¿Es en realidad cuestión de entendimiento, o la experiencia sensorial y visual es suficiente? ¿Puede ser esto vanguardia? ¿Debe ser algo privado solamente privado? ¿Qué sí escogemos mostrarlo, sigue siendo en ese caso privado? La mayoría de estas discusiones son demasiado subjetivas para ser algo más que bizantinas, pero hacernos las preguntas es lo más importante. Son estas opiniones, aparentemente banales y superficiales, las que definen nuestro pensamiento al ser respondidas de forma honesta, y este a su vez nos forja como individuos.
Las consecuencias de la relación entre Evelyn (Evelyn Ann Thompson, EAT) y Adam son la más interesantes de todas las reflexiones propuestas por LaBute: La velocidad y seriedad con que se construye la relación llevan a que Adam pierda lentamente lo que le hace único, pero su transición hacia la normalidad es tanto trágica cómo celebrada. “I made you interesting”, dice Evelyn luego del brutal clímax, hecho confirmado por Jenny que no puede esperar a dejar a su futuro marido por el mucho más atractivo Adam (que al final parece el Paul Rudd al que nos hemos venido acostumbrando). Pero este cambio físico y de espíritu responde también a las responsabilidades del arte, algo que Evelyn (“There is only art” ) considera superior a todas las cosas vivientes que le rodean. ¿Qué tan lejos es muy lejos? ¿Cuál es la línea, y porque está trazada allí?
Comenzando su trayectoria fílmica en 1997 con “In The Company Of Men”, un agresivo tratado sobre las políticas sexuales de oficina que lanzó merecidamente a Aaron Eckhart al ojo público, la obra de LaBute está dotada de una evidente vena de misantropía (en ocasiones, sólo misoginia) que recorre y nutre su trabajo. Su siguiente trabajo “Your Friends & Neighbors” (1998) expandió y complejizó los temas que trató en su opera prima hacia un reparto más grande (capitalizado por un sociopático Jason Patric), mientras su tercera película “Nurse Betty” (2000) adoptó algunas de sus preocupaciones teatrales (siempre fiel a sus orígenes, sus obras de teatro siguen siendo tanto punzantes como prolíficas) y las tamizó para un producto más comercial (al igual que con la aburridísima “Possession” del 2002), pero su filo característico se ha ido perdiendo progresivamente en la translación.
“The Shape Of Things” es especialmente valiosa al ser el último vestigio fílmico de la crudeza que hace de LaBute uno de los mejores dramaturgos modernos. No obstante, es entendible que su acidez y agresión escrita no se traduzca del todo a 35 milímetros, sin importar que tan fuerte llegue a ser en las tablas (no juega a su favor su escueta estética y su plana fotografía). Este filme asimila dicha crítica y propone un contraste interesante y muy diciente sobre la naturaleza de su estilo, contraste entre dos polos opuestos en forma más no en contenido: Elvis Costello explora las relaciones a través de líricas fascinantes y ritmos pegadizos y LaBute explora las relaciones con un puño en la cara y encuadres frontales. Ninguno de los dos tiene razón. Ambos tienen razón. Todo es, diría Evelyn, subjetivo.
Han sido un largo par de semanas, y, tras franquear obstáculos y responsabilidades varias en nuestras vidas terrenales, nos encontramos una vez más acá en Filmigrana para volver a poner la pelota en ruedo. ¿Que puedo decirles, que tengo que decirles, que debo decirles? Bueno, para empezar no estaría mal hacer un resumen breve de lo que va a ocurrir en las semanas siguientes (así creando un contrato escrito que luego será más difícil de evadir, al menos moralmente): Para empezar, tenemos nuestro próximo y tercer Podcast, a ser publicado en el transcurso de la semana que viene y del cual ya tenemos un selecto y exquisito grupo de panelistas que incluye viejos conocidos y nuevos invitados, todos preparados para discutir un filme que es, palabras-más-palabras-menos, polarizante.
Pero también están nuestros cuidadosos y frecuentemente insensibles tratados/reseñas/ensayos/artículos, y estos también preparan su regreso, por todos los flancos y de todos los temas: Nuestro buen amigo Valtam se prepara para cerrar sus Clases Magistrales con el profesor Von Stroheim y ya tiene entre ojos a un nuevo pedagogo, en este caso un italiano. Demuto, por su lado, continuará su recién inaugurada serie sobre cortometrajes (o “Píldoras De Higiene Mental”) y se enfrentará al último y galardonado filme de Errol Morris, “Tabloid”. Y este fiel servidor tiene un par de trilogías y tetralogías por acabar, esto sin mencionar una cosa a que enfrentarse. ¿Quién sabe? Pero Los Fortuitos también volverán al ojo del huracán, JNMGLVDL con una pequeña y reciente joya proveniente de un DJ francés, k0walski con su estupenda línea del spaghetti western y Samuel Morel con cierto viejo ciego y pobre (todo esto sin mencionar que siempre hay nuevos fortuitos en el camino, el truco es saber donde se esconden).
Lo que nos deja, por supuesto, con un pequeño mensaje de despedida (y una imagen, ya saben cómo va esto): Les deseamos en estas frías noches decembrinas una feliz navidad y un próspero año nuevo, y les agradecemos por su apoyo que será correspondido con arduo trabajo y resultados mixtos.
“The mind is a labyrinth, ladies and gentlement, a puzzle.”
El recuerdo me es aún fresco, a pesar de hallarse nublado por numerosas experiencias de vida y el visionado de cosas más o menos aterradoras, por lo que no podría dar con precisión la fecha exacta en la que sucedió; eso sí, recuerdo que fue, en su entonces, la mayor fuente de pesadillas jamás vista. Fue en algún punto entre 1993 y 1995, gracias a mis hermanos mayores tenía la costumbre de ver muchas películas salidas a finales de los 80’s y principios de la siguiente década, usualmente cine de acción en su renovado auge, ‘sleepers’ y eventualmente, si me escabullía hábilmente entre las cobijas, algo de terror.
Era una hora más allá de las 10:00 pm, ya debería haberme dormido para ese entonces, pero era una noche de película para mis hermanos y no me podía perder el evento; y fue así que, tras la cortinilla de la productora, un fundido a negro y aquel retumbante infrasonido, supe que el verdadero Miedo cubriría mi espina dorsal con un haz de no-luz incluso a días después de haberse acabado la película. Había sido expuesto a Hellbound: Hellraiser II. Mis noches serían, por entonces, una eternidad insufrible en desamparo, y ni en sueños me sentiría a salvo, corriendo en laberintos de modesta factura, ojalá lo más lejanos y disímiles que se pudiera de la guarida de Leviathan.
Así fue, en pocas palabras, como conocí la encantadora obra inspirada en los escritos de Clive Barker y, muchísimo tiempo después, volvería hacia ella con otros ojos, no sin olvidar esa sensación primigenia que me generó tantas sensaciones perturbadoras en su debido momento. A pesar de que Barker es un hombre entendido en narrativa cinematográfica, su campo de acción predilecto se halla en las letras y los lienzos, considerando el trabajo de estudio como ‘algo extenuante y poco compensatorio’. Su gran salto al reconocimiento, hacía tan poco tiempo, con Hellraiser (1987) creó una nueva ínsula en el celuloide de medianoche, gracias al carismático angel-demonio con puntillas en el rostro que hasta ese entonces no tenía nombre, emblazonado en cuero y metal como lo haría un sadomasoquista especialmente creativo y, acompañado de su singular comitiva de semejantes Cenobitas, funcionaba como una especie de fiscal, juez y verdugo de un universo desconocido de placer y dolor, uno al que se le podía profesar temor y ansia de manera simultánea.
El resultado audiovisual fue mayor que lo esperado, eclipsando incluso al antagonista de ese largometraje debutante, y los misteriosos Cenobitas verían su universo recreado en profundidad gracias a esta nueva producción. Tony Randel, quien había editado esta primera entrega, se lanza a la dirección de Hellbound con el voto de confianza de Barker.
La primera película, como confío que algunos lectores podrán recordar, cuenta con un final abierto que permitía que los sucesos se extendieran a una continuación; tomando en cuenta que algunos de los hechos enmarcados en el final de Hellraiser rayan notablemente en la abstracción (si no del absurdo) Hellbound parte de lo más concreto que sabemos acerca de su precuela: Kirsty Cotton (Ashley Lawrence), junto a su novio, acaba de sobrevivir una experiencia horriblemente traumática en su nueva casa, principalmente por culpa de una pequeña caja conocida como la Configuración del Lamento.
El novio de Kirsty, que no había tenido un papel muy importante en la primera película, no aparece en lo absoluto dentro de Hellbound a excepción de una mención, apenas para mantener las cosas canónicas. Sin embargo, buena parte del reducido reparto original regresa, desde Julia (Claire Higgins, con un notorio ademán de maligna calma) hasta el lascivo ¿tío? Frank Cotton (Sean Chapman), sin olvidar al séquito Cenobita comprendido por La Mujer, Bola de Mantequilla y Charlatán, porque sus nombres en inglés pueden tener igual o menor sentido. No son menos entrañables las adiciones, desde la joven muda Tiffany (Imogen Boorman, que nunca volvió a un protagónico desde entonces) hasta el altamente reprochable Dr. Channard (Kenneth Cranham, un bienvenido jamón veterano de teatro). Incluso El Ingeniero está de vuelta, considerado por Filmigrana como la criatura más inútil y obtusa que alguna vez haya habitado en el Infierno; aunque eso sí, debo aclarar que conocer esta información no hará que el argumento sea más plausible o abierto al entendimiento.
En la buena costumbre británica de rodar en estudio, el establecimiento de la trama se da en un hospital psiquiátrico, especialmente diseñado por Andy Harris para ser tan aséptico como enclaustrado, siendo el Dr. Channard la cabeza del instituto. No se llega a comprender muy bien si las prácticas médicas de este hombre tienen algún resultado más allá del maltrato arbitrario a sus pacientes, siendo una suerte de Josef Mengele británico, pero lo cierto es que estas le han valido la tenencia de su propio instituto y la posibilidad de coleccionar una gran variedad de artefactos, muchos de ellos relacionados con el Infierno del que los Cenobitas son correosos heraldos.
Entre los muchos McGuffins que pueblan esta película, Channard logra conseguir el Colchón de Julia que había sido confiscado como evidencia por la policía dentro del hogar Cotton, y ahora elevado a un status de mayúsculas, es empleado para resucitar a la memorable madrastra de manera similar a como Frank Cotton fue traído al mundo en la precuela. La casa de Channard, en sí un espacio minimalista digno de un empresario psicópata adinerado, se presta muy bien para el contraste que genera la nueva y sangrienta inquilina, quien ante la insistencia de Channard le enseña como abrir las puertas infernales, para lo cual necesitará la “cooperación” de Tifanny, una pequeña huérfana que lleva 6 meses sin hablar y es experta en resolver rompecabezas, y con la posesión de la Configuración resulta ser una tarea sencilla. La apertura de las puertas es un evento que conmociona al hospital psiquiátrico, y aunque el doctor tiene la infortunada obstinación de conocer a Leviathan, el dueño del sitio que goza de una voz magistral, otros lugareños tienen su propia agenda, como Frank Cotton, que planea anexionar a Kirsty a su calabozo carnal.
Dada la naturaleza confusa de la Configuración, la pleitesía de los personajes cambia de acuerdo a las circunstancias, forjando alianzas que no se esperarían en una película de horror convencional. Esto último permite que veamos la batalla más anticlimática de todos los tiempos, posiblemente pensada como el opuesto de una, entre los Cenobitas y Channard. A pesar de quitarle un valor potencial al asunto, el departamento musical una vez más de la mano de Christopher Young resulta satisfactorio, y el set del Infierno es disfrutable para alguien que haya vivido al menos en los 90’s, con estructuras que le guiñan el ojo tanto a M. C. Escher como a The Twilight Zone.
Tal vez lo más lodoso, que no malo, sea la estructura del guión y las motivaciones de los personajes; la brecha entre ‘buenos’ y ‘malos’ permanece más o menos clara, no es difícil adivinar que Kirsty tiene como deber la victoria frente a Leviathan, aunque esto no le reporte ningún beneficio aparente ya que su padre seguirá donde está y al final su cabeza queda con un cúmulo de imagenes horrendas, e incluso se le puede considerar como culpable de mermar las habilidades de combate de Pinhead, si alguna vez existieron.
Los temas de los organismos de control, el sexo, la muerte y la trascendencia siguen fijados, favorablemente de acuerdo al guión de Barker y a su visión del monstruo como algo que quiere entablar un puente de comunicación con los humanos, aunque sus intenciones no sean siempre las mejores. Pinhead (el inigualable Doug Bradley), antes de ser el hombre de las puntillas en el craneo, es Elliot Spenser el oficial de la armada británica, y esto marca una diferencia en su personaje, tanto dentro como fuera del universo de la película, dejando claros algunos detalles de su comportamiento pero ofuscando enormemente la comprensión de su relación con Kirsty. Podría embarcarme en conjeturas más aventuradas, pero el tamaño del artículo podría aumentar exponencialmente.
Funcionando como una película de horror en varios niveles, desde lo surrealmente aterrador para mi yo de 8 años hasta lo más campero y divertido para aquellos que ya estén curtidos en el género, Hellbound logra ampliar el mito del Infierno sexuado y diverso de Clive Barker, más allá de lo que algún Craven o Cunningham podría haber hecho con sus personajes, dotándolos de un espacio para funcionar de acuerdo a sus leyes. Que algunas de esas leyes se escapen de nuestra comprensión es tal vez porque se trata de un lugar muy confuso tanto espacial como moralmente, o bien, porque no hemos experimentado suficiente dolor y placer como para entenderlas.
Hemos llegado, finalmente, a la triste e inmerecida despedida del legado que hemos estado observando durante casi todo un año, a lo largo del cual hemos presenciado la evolución del estilo de ese falso noble y carismático actor/director que es von Stroheim, inmortalizado y perdido en sus obras fragmentadas.
Su pasión por convertir pequeños romances en obras de arte inició en Blind Husbands (1919) y fue perfeccionad0 a lo largo de la desaparecida The Devil’s Passkey (1920) y Foolish Wives (1922), que podría ser vista como la revancha de Erich von Steuben tras regresar del Infierno al que fue arrojado desde el Monte Cristallo, con el fin de seguir seduciendo mujeres a través de la militaria y los placeres del juego. Este juego del hombre que aún rodeado de riqueza es auténticamente miserable se prolongaría por tres cuatro entregas adicionales, una de ellas perdida para siempre en las llamas implacables del nitrato de celulosa: aquella obra olvidada que se conoce como Merry-Go-Round (1923), la muy bien lograda The Merry Widow (1925), seguida de la espectacular The Wedding March (1928) y su secuela The Honeymoon (1928).
Curiosamente, hay dos películas que no guardan una relación tan estrecha con las anteriores, a pesar de compartir ciertos aspectos en materia de reparto y marco espacial. Me refiero (como nuestros estimados lectores ya habrán adivinado) a aquella obra cumbre, Greed (1924) y a una de las pocas obras de la época que ha permeado con sonoridad (en un arraigo de sentidos) a través de la cultura popular contemporánea, The Great Gabbo (1928). El eje de este binomio es algo que me precio de describir como la evaluación y deconstrucción de los valores humanos al ser puestos bajo situaciones de extrema deprivación emocional, e independientemente del carisma de los ‘protagonistas’ de toda la filmografía ya mencionada, usualmente anti-héroes de carácter byroniano, es en estas dos donde vemos que al final, todo está perdido para ellos.
¿De qué va todo lo anterior? ¿Es acaso una treta mía para cumplir con una cuota de miles de palabras? Queden bien advertidos todos, que tras la revisión de una obra tan extensa y con unos lineamientos morales más o menos definidos, se esperaría que la obra madura fuese un producto consecuente y muy bien desarrollado frente a todo lo anterior; es mi hora de negar con la cabeza, y explicar lo que viene a continuación.
Para von Stroheim, su único trabajo sonoro resultó ser otro motivo de despido e infuria con el puesto de la dirección, gracias a los desacuerdos que nunca faltaron entre él y James Cruze. Tras un prolífico año en el que había estrenado tres películas, los caminos del director y la diva del cine mudo Gloria Swanson se unieron como estrellas en un sistema binario, creando inicialmente un esplendor de proporciones astronómicas gracias a los fondos otorgados por Joseph Kennedy (pater familias de la célebre e infortunada dinastía estadounidense); eventualmente, como cualquier persona que tenga conocimientos en física podría haberlo adivinado, esta unión de fuerzas llevó a una desastroza ruptura y sentó la marca del final de una carrera prometedora.
El argumento es algo simple si se conocen los patrones de las películas analizadas anteriormente, pero antes, tendré que explayarme un poco en ciertos aspectos muy puntuales: nos encontramos en una región ya-no-tan-fantástica de Europa central con semblanzas y matices que se inclinan a lo prusiano, Kronberg, posiblemente basada en Kronberg im Taunus, un pequeño y próspero pueblo ubicado en el estado de Hesse, en el centro de Alemania. A la cabeza de este sitio se encuentra la despótica reina Regina V (Seena Owen, poderosa y con un muy buen papel), nombre que en italiano traduce directamente a “Reina” y nos invita a pensar que alguien no estaba muy concentrado cuando escribió esta historia; la reina Reina es la prometida del príncipe Wolfram (interpretado por Walter Byron, un actor usualmente de reparto) quien resulta ser la mezcolanza de toda la ruindad y vileza hallada tanto en el Príncipe Danilo de Monteblanco como en Sergius Karamzin el ruso, más una pizca de abuso sexual.
La impetuosa Regina desea contraer matrimonio con Wolfram, a pesar de la conducta reprochable de éste y sus arribos al palacio imperial con la desfachatez de un beodo. Durante una procesión militar cuya explicación se me escapa de las manos, Wolfram se topa con otra pasarela, esta vez de novicias de un convento, y posa sus ojos sobre una de ellas, posiblemente la de aspecto menos inocente, Kitty Kelly (¡Gloria Swanson!); aquel emplea un modus operandi similar al de von Wildeliebe-Rauffenburg, y así como ando arrojando referencias por doquier en espera de que ya hayan leído los artículos anteriores (que para eso son), Wolfram se empecina en coquetear con la notable novicia. Los caminos de ambos se separan, pero el príncipe no queda satisfecho con tan nimio encuentro y, displicente a las atenciones de la reina, prefiere emprender una gesta de atronador subtexto con el fin de secuestrar a Kelly y llevarla a sus dominios.
Kelly no tarda mucho en desarrollar un síndrome de Estocolmo por su captor, aproximadamente media hora de metraje y tiempo diegético por igual, y cuando los dos finalmente pueden entregarse a las delicias de la carne, son sorprendidos por una Regina que arde en la furia de un balrog de J. R. R. Tolkien, látigo en mano incluido, dispuesta a exiliar a la invasora. Kelly, sintiéndose despojada de toda virtud o entrega a una causa reconocible, decide suicidarse tras ver una imagen de la Virgen María, en un posible guiño a la “Vendedora de Cerillas” de Hans Christian Andersen; para su infortunio, es rescatada de las aguas a las que se había arrojado y emprende la huída al África germana, donde contraerá nupcias con el enfermizo dueño de una plantación (Tully Marshall, reiterando el papel de sádico acaudalado) y será posteriormente conocida como La Reina Kelly, preparando su regreso a Kronberg.
De vuelta a las desgracias de la realidad, es menester hacer notar que ese último trozo que narré es lo que se esperaría ver en una película cuya duración estimada sería de 5 horas, pero el producto final es una mofa a la paciencia del espectador. Habiendo rodado de manera más o menos cronológica, von Stroheim fue despedido un tiempo después de haber iniciado las secuencias del África, dados los roces con la productora y actriz protagónica que ya se mencionaron. Arreglándoselas como pudo, Swanson intentó amarrar con un cordel el trozo de argumento que había hasta ese momento y lo consideró una jornada completa, logrando exponer el producto finalizado en Europa tras 3 años de litigios (la película originalmente sería distribuida en el 2009); von Stroheim, por otro lado, conservaba parte de los derechos de la obra, por lo que impidió a toda costa que esta fuese expuesta al público americano mientras estuvo con vida.
La película ganó notoriedad por todos los inconvenientes que rodearon su producción, pero esta serie de accidentes no implicaron el éxito del producto cinematográfico en sí que, al ser enteramente silente en una época con sonido estandarizado, no recibió el aprecio de la crítica ni el público en general. Como los más ávidos lo habrán notado, esto genera sus ecos en una de las magníficas obras maestras del versátil Billy Wilder, Sunset Boulevard (1950), cuando el personaje de Norma Desmond (interpretado por la mismísima Swanson) comenta que el cine sonoro reduce la potencialidad del actor para poner de manifiesto su rostro, la tarjeta de reconocimiento en la era muda. En sus propias palabras, “We didn’t need dialogue. We had faces!“.
Escarbando el fondo del barril de la ironía, notamos que es en esa misma película que nos muestran extractos de la vida de Desmond como actriz, y en la infame escena de la proyección es posible distinguir escenas de Queen Kelly, aún con el veto impuesto por el hombre detrás del papel de Max von Mayerling -mayordomo extraordinarie-, nadie más que Erich von Stroheim.
Queda pues, de nuevo velado en el misterio lo que habría podido ser esta obra, contando el director con un equipo de lujo en cada departamento: en asistencia no podía estar nadie más que el confiable Louis Germonprez; la fotografía se halla acreditada a Paul Ivano, pero los verdaderos Hefestos de la luz fueron los clásicos William Daniels y Ben Reynolds, apoyados por un ya curtido Gregg Toland (nominado a 5 premios Oscar® y ganador de 1); en materia de arte, von Stroheim y Richard Day trabajaron incansablemente para crear los sets exquisitos que pueden verse en pantalla, pero sus nombres (como de costumbre) no reciben reconocimiento en el área.
Existen actualmente dos versiones de la película, una de las cuales se halla restaurada y contiene algunas secuencias del segmento africano, y la autorizada por Gloria Swanson que dura apenas unos 74 minutos, en estado reprochable y disponible para descarga en libre dominio (con intertítulos en italiano), cómo no podía ser de otra manera. En cualquiera de los dos casos, tenemos en nuestras manos lo que parece ser el análogo a una hermosa rueda de carro, que a pesar de nuestros esfuerzos no podremos discernir si pertenecía a una vulgar caravana comercial o bien, si en su tiempo fue diseñada para hacer rodar un brillante carruaje, digno de reyes y conquistadores. Posiblemente el tiempo nunca nos lo dirá.
A propósito del vanagloriado poemario de Bertolt Brecht Hauspostille (conocido como “Breviario doméstico” a pesar de que signifique literalmente Homilías) publicado por primera vez en 1927, la muy autorizada Cambridge History of German Literature anotaría que “celebra feroces energías en un violento cosmos sensual de interminable crecimiento y decadencia”. El entonces joven dramaturgo escribía desgarradores poemas expresionistas equiparables a los retratos de Egon Schiele: crudos, violentos y, ante todo, perturbadores. En “La infanticida Marie Farrar”, tal vez el más polémico de la antología, una mujer confiesa sin “guardarse una palabra” cómo asesina brutalmente a su primogénito recién nacido después de varios intentos de aborto fallidos. Su estribillo cantaría lo siguiente: “En cuanto a ustedes, les ruego, se abstengan de juzgar/pues toda criatura necesita ayuda de todas las demás”. Ese mismo año el cineasta austriaco Fritz Lang estrenaría su reconocido y malentendido filme Metropolis (si no me creen, pregúntenle a Queen), ofreciendo una sarcástica respuesta romantizada a la decadencia de nuestros tiempos.
Desconozco si para entonces cada artista reconocía la existencia del otro. Sin embargo puedo asegurar que cuatro años más tarde Lang exploraría en una de las obras más significativas del siglo XX las verdades psicológicas y los sentimientos depurados de moral a los que aspiraban no sólo Brecht sino toda la legión expresionista. Descuartizando su narrativa, el filme nos cuenta lo siguiente: un psicópata secuestra y asesina a varios niños, aterrorizando a un Pueblo sin nombre. Antagonistas cinematográficos más recordados como Norman Bates, Charles Bruno y el reverendo Harry Powell le deben todo al psicótico infanticida Hans Beckert (quien no debe confundirse con El Vampiro de Düsseldorf a pesar de la traducción en español). La desazón producida cada vez que escuchamos que Beckert engancha a una niña para luego asesinarla despiadadamente se canaliza en las magistrales actuaciones de los ciudadanos, epítomes del cine expresionista. Los reclamos no se hacen esperar y abalanzan a un desesperado departamento de policía a una inútil cacería de brujas, desatando la ira del crimen organizado al cual se le imposibilita ejercer sus actividades matutinas (y nocturnas). Ambos bandos deciden hacer justicia cada uno a su manera con tal de re-establecer el orden… ¿pero cuál orden?
M no es el arquetipo policíaco que cuenta con un héroe que devela y captura a un pillo, al mejor estilo de Sherlock Holmes o Hercule Poirot. De hecho, sugerir la existencia de los mismos es traicionar la denuncia de Lang. En mi modesta opinión, lo que relata este filme es la historia de una comunidad que encomienda a la captura de un infanticida la redención de la miseria en la que se hunde. La desolación se hace presente en cada una de las tomas: desolación económica, desolación de la seguridad, desolación de la moral. Todas las locaciones son espacios suburbanos frecuentados por trabajadores proletarios, amas de casa con un puñado de hijos de los que no se pueden responsabilizar, rateros y alcohólicos. La aparición de Beckert es la excusa perfecta para aleccionarlos y a la vez alejarlos (de la manera más atroz) de su cruda realidad. Es la toma de conciencia de una sociedad en crisis, sociedad despojada del halo de la normalidad. Por escasos momentos todos los puntos convergen para cuestionarse por lo que sucede, por lo que está mal y por lo que debería ser.
El caso del infanticida es escalofriante. Su confesión recuerda a Marie Farrar, develando el síntoma patológico de un individuo víctima del sistema en el que se desarrolló. El juicio, momento cumbre del filme, tensiona la ley de la ciudad y de la calle, la credibilidad del sistema penitenciario y, sobre todo, la sanidad de la comunidad. El alegato de la defensa es tan crudo como válido, incluso convenciendo por momentos al espectador de que Beckert es un mártir. ¿Acaso tenía derecho a asesinar? ¿Quién debería tener la última palabra? Éstos son algunas de las múltiples sensaciones con los que juega macabramente Lang.
No en vano Lang consideró a M su obra maestra (dato de Wikipedia de fácil intuición). Es menester cuestionarse por la clase de ayuda que necesita tanto Beckert, víctima de sus pasiones, como su enfermiza sociedad. Hoy, ochenta años después de su lanzamiento, sus denuncias y aforismos siguen vigentes y su calidad sigue intacta, absorbiendo por completo la atención del público. El filme es una vorágine de moral que no debe pasar desapercibida.
Por cierto, si todavía se lo preguntan, la M quiere decir Mörder.