Una vez más, estimados lectores de Filmigrana, he sido invitado a una muy especial Cita a Ciegas. Como en los homónimos encuentros prefijados entre dos individuos que no se conocen en persona, usualmente tenemos una expectativa estándar con respecto a la belleza de la persona con la que estamos a punto de vernos, confíamos en que sea física, espiritual y anímicamente agraciada, y por supuesto que el encuentro se pueda desenvolver favorablemente, facilitando así que se programen nuevas citas entre quienes vendrían siendo ya conocidos. No obstante, rara vez nos preguntamos si somos capaces de manejar esa misma belleza o contenerla de alguna manera, más allá de apenas poderla observar sin palabras y ver cómo se escapa esa esencia, como un busto clásico que se convierte en azufre y se escurre entre nuestros dedos.
Tengo algunos pequeños problemas para hablar de la obra que nos concierne en esta ocasión. Mi buen amigo y colaborador Dustnation me ha otorgado el acceso a una nueva ventana a lo desconocido, y aunque esta instancia también sugiere desde el principio que habrá muerte, desapariciones y actos involuntarios rodeados por el vapor victoriano del misterio, la acción se desarrolla en un local distinto del Océano Pacífico. Lo único que sé de la película, antes de verla, es lo que está escrito en el título (operando nuevamente bajo las reglas de la Cita a Ciegas) y aunque el nombre de Peter Weir me suena bastante, la verdad no tengo certeza alguna de su filmografía, por lo que permaneceré en silencio hasta donde me sea posible. Eso sí, aunque no es una información extremadamente reveladora, el hecho de que los créditos iniciales estén precedidos por el logo de Criterion me da muy buena espina de lo que voy a ver. Me preparo algo de comer y me aprovisiono de bebidas, porque esto va a durar un buen rato.
Lo primero que sabemos de la película es que, en el año 1900 a alturas del 14 de febrero (o Día de San Valentín), un grupo de colegialas del Instituto Appleyard salieron de picnic a Hanging Rock, cerca al monte Macedon en el estado de Victoria, y esa misma tarde algunos miembros de esa comitiva desaparecen sin dejar rastro alguno. Antes de proseguir, vale la pena comentar que, a pesar de mis escasos conocimientos en Historia de la Humanidad, sé bien que el inicio del siglo XX fue el ocaso dorado del Imperio Británico, teniendo todavía el control de Australia (que se independizaría unos cuantos años después), la India y buena parte de África ganada a lo largo del plan “Del Cabo al Cairo” de Cecil Rhodes, ferviente adepto del colonialismo. Así pues, los hechos de esta película están enmarcados dentro de ese período de dominación, en los que no es difícil sentir la diferencia entre la comodidad y la opulencia inglesa en contraste a la mirada de los habitantes con un dialecto propio, el terriblemente difícil de entender inglés australiano.
Tras ver en pantalla el ominoso promontorio conocido como Hanging Rock, somos expuestos a la dulce voz de la joven Miranda, quien nos invita a cuestionar la realidad, y el cómo esta puede llegar a sentirse como un sueño… Dentro de otro sueño. Son apreciaciones de una persona que empieza su día lavándose el rostro con agua de jazmín y rosas mientras escucha poesía romántica escrita por su adorable compañera de habitación y mejor amiga, Sara. El alba despunta y las jóvenes colegialas se aprestan en cuidar sus largas y brillantes cabelleras, antes de ayudarse entre todas a fijar sus corsés. En este montaje conocemos al grupo de amigas de Miranda, entre ellas Irma, a simple vista despectiva y arrogante pero con un alto grado de sensibilidad y aprecio por sus compañeras; Marion, la introvertida coleccionista que, a pesar de parecer la más inteligente del grupo, no parece pensar dos veces lo que hace (el personaje menos desarrollado de todo el filme, si lo hay); y Edith, la gordita bienintencionada que, debido a su falta de voluntad, es arrastrada a situaciones de las que termina arrepintiéndose.
La fecha especial viene cargada de sorpresas, ya que la directora Appleyard prepara una salida de campo a Hanging Rock para las damitas, y todas suben con sumo entusiasmo a la carroza a excepción de Sara y la insufrible profesora Lumley, por orden expresa de la mujer al mando. Durante el abordaje, la señora Appleyard les advierte que la formación rocosa es bien conocida por sus serpientes y hormigas venenosas. Miranda, mientras se aleja a bordo del coche junto a sus emocionadas compañeras, observa a Sara con afecto apenas contenido en el rostro, y la despedida que intercambian había sido vagamente advertida por ambas durante el mencionado amanecer. El trayecto, un contraste delicioso, es oportuno para ver qué tan recatadas son las señoritas (sí, lo son) y adicionalmente, la profesora McCraw lo aprovecha para recalcar acerca de la naturaleza volcánica de Hanging Rock y de las serpientes y hormigas venenosas, por segunda ocasión.
Ya en Hanging Rock se rozan, por cuestión de metros, a los Fitzhubert, una familia de aristócratas locales, que van acompañados del mozo de cuadras Albert. Irma, con el apoyo de Marion y Miranda, pide consentimiento para ausentarse durante unas horas y salir a explorar los lindes de tan peculiar accidente geológico. Edith, a regañadientes, les sigue la pista, mientras las demás siguen en sus labores, ignorando por completo lo que sucede a su alrededor; la señora McCraw apunta por tercera y manida vez la existencia de serpientes y hormigas venenosas.
Es aquí donde empieza a suceder lo desventurado porque me permito confesar que, en este punto del argumento, imaginé que el joven Michael Fitzhubert (en compañía del galán aventurero de Albert) se toparía con Miranda de manera comédica mientras que su ‘copiloto’ saldría con Irma, o algo por el estilo, mientras alguien leía en off las cartas de San Valentín y una aventura juvenil surgiría tras una picadura de serpiente u hormiga venenosa; sin embargo, había olvidado la secuencia introductoria, y fuí muy afortunado de haber estado terriblemente equivocado, porque los acontecimientos que suceden al picnic son mucho más ilegibles e impactantes.
Impulsadas por la vista imponente de la montaña, las 4 jóvenes ascienden lo más que pueden y, tras cruzar numerosos vericuetos, llegan a una pequeña meseta en la que empiezan a desinhibirse lentamente del agarre de la sociedad, haciendo comentarios e insights dignos de personas que ven la humanidad a través de un periscopio, al más puro estilo de War of the Worlds de H. G. Wells. Repentinamente, esta desinhibición lleva a lo que mis compañeros de redacción y yo hemos llamado “El Momento Apocalypse Now”, en el que una mezcla de danza, música de sintetizador y fundidos encadenados convierten la experiencia en un videoclip de The Doors. Y es, a partir de este momento, que la obra deja el velo de inocente idilio de época para transformarse en una suerte de thriller que critica el colonialismo y las relaciones de clase; no lo llamo de esa manera porque no cumpla su labor, sino es más porque aún hoy en día la película me parece que no se acomoda en las casillas de género con precisión, y esa es una muy buena señal.
Picnic at Hanging Rock parece hecha 10 años después de su fecha original, y muestra de ello es la audacia con la que la fotografía y el montaje se dejan ver. El manejo del color es más bien clásico, invitándome a pensar que así se habría visto “Black Narcissus” de Michael Powell y Emerich Pressburger, en caso de que la hubiesen filmado en exteriores; no obstante el rodaje en locación emplea con sumo tino la luz disponible, empleando los lentes y filtros adecuados para resaltar la belleza de las jóvenes y el crudo aspecto de la peligrosa montaña en la que se desarrolla buena parte de la acción. Se evidencia la importancia de la imagen y la composición cuando vemos planos en los que la cámara se ubica en posiciones peligrosamente implausibles, sin ayuda de trípodes o bases de piso, con el único fin de capturar la aparición de las protagonistas a través de una gruta.
Los fundidos encadenados y constantes paneos, por otro lado, tienen esa asociación onírica que sólo se puede describir si se trae como ejemplo a realizadores del corte de Kenneth Anger, con sus atrevidos cortometrajes producidos décadas antes del advenimiento de MTV. En la montaña, la cámara rara vez se encuentra estática, y por lo general sigue a los personajes o pareciera que los estuviera ‘guiando’ a través de los misteriosos y agotadores senderos. Dentro de todo se podría decir que incluso el eje se rompe en algunas ocasiones, con la cantidad de vueltas que dan todos los lugareños al meterse a Hanging Rock, pero no dudaría que se trata de la intención de Peter Weir para hacernos saber que las damitas efectivamente están extraviadas.
Si hay algo que pudiera objetar en medio de esta hermosa artesanía es el guión, y la forma como presenta ciertos diálogos. No, no me estoy quejando estrictamente del inglés australiano, aunque sea muy difícil de entender, pero diría que son muy impersonales y abstraídas las lineas ofrecidas por las jóvenes y la mademoiselle de Portiers, un personaje del que no he hablado porque no es muy interesante ni se trata de una subversión de un estereotipo, como sí lo son los demás. En este último caso, cuando la profesora de origen francés se halla leyendo un libro de historia del arte y señala que ‘Miranda es un ángel de Boticelli’, funciona igual o peor que un pleonasmo, ya que el fotógrafo, el director de arte y el sonidista se han encargado de dejarlo muy claro hasta ahora. Michael y Albert tienen diálogos más sútiles y sus intenciones son más obscuras de descifrar, lo que le añade más sabor al asunto. Eso sí, también debo reconocer lo mucho que se puede aprender de geología, biología, botánica, música y literatura, dado el contexto académico en el que se desarrolla la historia, así como la exquisitamente limitada banda sonora que cumple muy bien su trabajo. En el caso de las serpientes y hormigas venenosas, se trata de un ‘arma de Chejov’ que nunca descargó su salva, otro de los puntos de giro que conviven en este argumento de notable factura.
Sara, al igual que nosotros, repara en el destino de Miranda hasta muy avanzada la trama, y sus decisiones cierran su película de manera no menos inesperada que el resto del argumento, pero que nos deja muchas preguntas para devanar de camino a casa. Por lo pronto, sólo me queda preguntarme cuál será el destino de mujeres similares a Miranda y co., agarrándole la idea a Guido Anselmi en “Otto e Mezzo” (1963) son ‘de una belleza nueva y antigua’ como su diva ideal Claudia, almas helénicas ya hartas de las excesivas codificaciones que les hemos impuesto en nuestro tiempo, y con esfuerzo buscan un amor que sea sinónimo de libertad.