Category Archives: Los Fortuitos

Infernales colaboradores.

Darren Aronofsky: The Wrestler (2008)

El siguiente ensayo es un aporte de un nuevo Fortuito de Filmigrana, sebastianhinestrosa, quien gusta del film noir y del tequila paralelamente. Esperamos lo disfruten.

Dato #1:

El mediocre compositor contemporáneo de música clásica Roberto Da Silva fue expulsado de su último trabajo como cajero de Starbucks en el sector de Copacabana (Rio de Janeiro) a causa de su obsesión absoluta con la lucha libre, tres meses antes de su suicido en julio de 2014. Durante sus infrecuentes recitales de piano en el Amazonas brasileño, los fines de semana en los que no laboraba en Rio, Da Silva realizaba demostraciones de candados en el cuello clásicos de la WWF con la ayuda de su erudito público aborigen. Además de este extravagante comportamiento, también era habitual, durante sus horas de trabajo en el mencionado cafetín, hallarlo vestido simulando a “The Undertaker” o a “Lex Luger”, o dando largos y extenuantes discursos a sus clientes, con un conocimiento enciclopédico, sobre la historia de la lucha libre mexicana. Da Silva se denominaba a sí mismo como una mezcla entre Antonio Salieri y “Stone Cold” Steve Austin. Su último día de vida es recordado por sus vecinos quienes mencionan unánimemente que lo vieron caminando taciturno, vistiendo una camiseta de la película: Requiem for a Dream (2000) de Darren Aronofsky y recuerdan con especial curiosidad que las últimas palabras que escribió en una servilleta antes de su deceso, y que fueron halladas afuera de una tina al lado de un desangrando Da Silva, fueron: Satoshi Kon.

Dato #2:

El gran director japonés Satoshi Kon, considerado por mí como la mente más profunda del anime -sobrepasando por muy poco a Satoshi Tajiri-, tuvo una vida corta pero sustanciosa. Desde el estudio MADHOUSE en Japón dejó inconmensurables legados audiovisuales para la humanidad. Kon destaca por múltiples factores; entre ellos, diré aleatoriamente: su gran edición, su extraordinaria composición fotográfica y su constante pesquisa temática por la materia: sueños/realidad. Sus películas Paprika (2006) y Perfect Blue (1997), que exploran este asunto, son consideradas piezas maestras en el mundo del cine. Para multitud de críticos a nivel mundial es innegable y descomunal, incluso más que sobre otros directores –incluyendo a Christopher Nolan-, la influencia del magnánimo director japonés de animación sobre el aclamado Darren Aronofsky. Es más: la nominada al Oscar como mejor película a los premios No 83: Black Swan (2010) de Aronofsky es en realidad un remake de la arriba mencionada Perfect Blue.

La síntesis:

Las tres primeras películas del escritor y director Darren Aronofsky: Pi (1998), Requiem for a Dream (2000) y The Fountain (2006) comparten una estética que hasta antes de su película del 2008 podría describirse como definitoria para el director. Los rasgos estéticos en fotografía se plasman en tomas sobre trípode con una composición equilibrada –y muy cuidada- y con una iluminación con altos contrastes; ésto bajo la magistral dirección de fotografía de Matthew Libatique. En edición destaca la rapidez y la creatividad (por supuesto, ahí están las famosas secuencias de los muy rememorados primerísimos primeros planos de Aronofsky). En el diseño de producción, en conjunción con la fotografía, el cuidado del color es detallado con monocromías que reflejan como subtexto los sentimientos de los personajes. Musicalmente, con música compuesta esencialmente por Clint Mansell o por el mismo Aronofsky, se imprime un ritmo frenético acorde con la edición, con bandas sonoras que ayudan a dar intensidad a las propuestas. Ahora bien, para The Wrestler (2008) la postura narrativa y estilística de Aronofsky da un vuelco total, podríamos decir que ahora la propuesta estética es todo lo contrario a lo que solía ser una película de Aronofsky: así las cosas, con una descripción escueta y mediocre, yo definiría su estilo en The Wrestler como: sencillo y calmado.

Es importante no confundir esta película con: The Fighter (2010) de David O. Russell, autor ícono del cine independiente norteamericano y conocido principalmente por ser el director y guionista de Silver Linings Playbook (2012) y por perder el control durante sus rodajes, especialmente en el set de I Heart Huckabees (2004)– en una perdida de compostura memorable-. Se pueden confundir porque las dos películas fueron traducidas en Colombia al español como: El luchador.

The Wrestler narra la historia de Randy “The Ram” (Mickey Rourke), un legendario ex-luchador profesional de lucha libre de los 80s que, ahora, 20 años después, trabaja en un mercado durante la semana y su pasado de éxito es rememorado los fines de semana en los que hace exhibiciones de lucha como pasatiempo y por poco dinero. Randy, con dificultades económicas, con su gloria desvanecida y con un gran carisma y un gran corazón, enfrenta una vida solitaria, causada por errores del pasado, y tiene únicamente una relación afectiva –si se puede llamar así- con Cassidy (Marisa Tomei), una bailarina erótica también en decadencia.

La segunda toma de la película marca un parámetro narrativo vital de la historia: es un follow shot a Randy con cámara al hombro (toma de persecución desde atrás al personaje mientras este camina) que nos induce a adentrarnos en la subjetividad del personaje (“¿Aronofsky usando cámara al hombro?” Me pregunté la primera vez que ví The Wrestler). Este tipo de toma se va a repetir constantemente durante la película y nos hace penetrar en la perspectiva del protagonista –viendo tal como él ve el mundo-, en la subjetividad de Randy “The Ram” y eso es lo que quiere el director: volcarnos hacia la subjetividad del personaje y, por ende, a su punto de vista, a sus sentimientos y a entender cómo es la vida desde el fracaso. De esta manera, la película temáticamente no es solo sobre un ex-luchador en decadencia; lo que muestra es la perspectiva desde el “fracaso” y desde el vacío existencial que es tan común en la vida moderna, carente de relaciones verdaderamente significativas; de ausencia de sentido y que, en realidad, es un retrato de cualquier persona inmiscuida en los vericuetos de la vida moderna –es decir, usted Señor lector-: multitud de relaciones poco significativas, una vida vacía y la necesidad de “aparentar” el “no-fracaso”. Tanto por su tema como por su propuesta estética audiovisual sobria se puede decir que en The Wrestler hay más cercanía del director, por ejemplo, con el realismo social británico y con autores como Mike Leigh, Ken Loach o Andrea Arnold, que con el mismo Satoshi Kon o con el “anterior Aronofsky”. Incluso se podría decir que hay más influencia de Ciro Guerra[1] y de Andrei Tarkovsky en esta película que del mismo Satochi Kon. Entonces, ¿Qué pasó con la influencia del japonés que era determinante en el estilo de Aronofsky? Según palabras del mismo director, durante una entrevista que vi hace unos años por internet y de la que no puedo afirmar su veracidad para no comprometerme ni con derechos de autor ni con sus juicios, en sus tres anteriores películas ya había agotado su estética narrativa y sentía que debía explorar otra estilística. Me gusta pensar en esta opción. Ese giro en Aronofsky es significativamente llamativo para quienes conocían la obra del autor hasta antes de 2008. Dándome cuenta de esto también, paulatinamente, mi discurso sobre la relación y la influencia de Satoshi Kon sobre Aronofsky ha bajado de intensidad para fortuna de mis tendencias suicidas.

No puede pasar, por supuesto, desapercibida la magnánima actuación y regreso a la gloria de Mickey Rourke, actor que en la vida real comparte rasgos similares a los de Randy. Rourke, que durante los 80s fue la estrella y el niño lindo de Hollywood, tiene ahora la cara deformada después de que a comienzos de los 90s decidiera renunciar a la actuación y dedicarse al boxeo. Luego trató de volver a la actuación sin mucho éxito, su carrera como actor entró en decadencia y se vio redimida en 2008 cuando logró una inmejorable actuación en este papel estelar.

La película es una gran joya por Rourke, porque a través de la sencillez y de la sobriedad Aronofsky crea un relato intimo, profundo y estéticamente coherente, porque técnicamente está perfectamente ejecutada y conceptualizada y porque plasma un retrato del ser humano mostrando; en este caso, la decadencia de una persona que logró una gloria que ya no existe marcada por el inexorable paso del tiempo: una reminiscencia de aquellos brillantes 80s de juventud, Heavy Metal, Hard Rock, Nintendo, Atari, lucha libre, striptease, cocaína que, de la misma manera, ya no existen.

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[1] Se tienen registros recogidos por parte de la Academia Austro-Otomana de Cine (Das Kino und Die Sheiße), en el 2007, confirmando la visita de Darren Aronofsky al Festival Internacional de Cine del Tirol en Austria, asistiendo a la función de gala de La Sombra del Caminante (2004).

Johnnie To: Drug War (2012)

Nota Editorial: el artículo siguiente continúa la nueva tradición de Filmigrana de invitar autores para hacer un ensayo corto y único, desde su perspectiva personal, sobre un filme que nunca han visto ni oído. En el caso presente, un talentoso escritor de cuentos cortos, Hank T. Cohen, se enfrenta a un filme del extraordinario y prolífico director de Hong Kong, Johnnie To. Pueden encontrar su opus acá, en su IG. También, SPOILER ALERT.

La presencia de las drogas ilegales es casi omnipresente en la vida del latinoamericano promedio. Desde narraciones de ficción más o menos bien logradas hasta las noticias diarias en cuanto medio es posible. Debo aceptar que siendo un conocedor más o menos amateur de lo que al mundillo narrativo de las drogas se refiere, me acerqué con algo de desconfianza a mi cita a ciegas con Drug War de Johnnie To.

Aunque me intrigaba un poco saber lo que pasaba con la industria del narcotráfico en China, temía encontrarme con una recopilación de clichés de otras películas sobre el tema. De modo curioso, eso fue (hasta cierto punto) lo que encontré, pero en el mejor de los sentidos. Drug War es una parodia de contrastes bien lograda. Durante toda la película hay dos fuerzas imparables que tienden a chocarse de la mayor cantidad de maneras posibles. Por un lado está la droga (principalmente cocaína con los cameos de algunas más) como un objeto que domina la ciudad por medio de sus obispos, en algo que se siente como una pequeña distopía urbana. Ese es el destino que enfrenta desde el comienzo de la película Timmy Choi, un traficante que abre la historia tras escapar a la explosión de su laboratorio.

Por otro lado está el capitán Zhang, capitán de policía. Un hombre casi carente de expresiones en la primera mitad de la película, quien se presenta al público deteniendo a un criminal con un giro marcial probablemente imposible de lograr con las botas y sombrero vaqueros que lleva puestas. Momentos como esos hacen pensar en qué tan serio se toma la película a sí misma, duda que seguirá por buena parte del primer acto. Los detenidos por Zhang son obligados a una sesión de enemas para liberar las vainas llenas de droga en sus cuerpos. Esta escena, aunque sutilmente escatológica, no deja de ser cómica cuando una mujer semidesnuda, de cuclillas en el suelo y cubierta de lágrimas recibe un pañuelo de una de las policías en un gesto que, por su doble sentido, no deja sino escapar una sonrisa. La película tiene sumo cuidado al aplicar golpes cómicos que no quitan la fuerza a lo que se cuenta, sino que, considero, le dan cierta distancia crítica a un evento que está ligado a la vida (no lo escatológico, sino el narcotráfico).

El capitán Zhang está acompañado de un grupo de policías jóvenes que resultan completamente instrumentales para la historia. Aparecen en el momento indicado con pocas líneas y sólo existen para darle fuerza al personaje veterano. Este modo de existir se comprueba en el tiroteo del final de la película en el que el cuerpo de una de las policías es empujado por carros, lanzado y recibe varios impactos de balas.

Timmy Choi se une al grupo de Zhang para intentar derribar a un grupo narcotraficante liderado por el Tío Bill, líder de un grupo criminal que tiene cierta fuerza sobre la narración de la película sin aparecer demasiado en ella. Primero, Zhang interpreta silenciosamente al líder criminal frente a Haha, un elocuente narcotraficante quien, como su seudónimo lo indica, no deja de reír en cada ocasión. Luego, frente al verdadero Tio Bill, Zhang hace una pobre representación de Haha, riendo torpemente y actuando considerablemente mal en su incursión al mundo de las drogas. Después de un juego con cámaras escondidas en la mesa, Zhang (en su disfraz de Haha) es obligado a consumir cocaína (había llevado un reemplazo hecho con dulces molidos). Tío Bill está poco convencido de la actuación y lo obliga a consumir una dosis mayor; Al irse el Tío Bill, el público presencia un ataque que no está justificado por una sobredosis pero que envía al capitán a una crisis que solo puede ser calmada con agua helada. Con este choque exagerado, comprobamos que, más que personajes, Zhang y Bill son dos representaciones de objetos opuestos que intentan entrar dentro del otro amenazando con destruirse. Es en este encuentro en el que se deja claro qué sucede cuando dos fuerzas casi imparables se chocan.

Los elementos cliché abundan, pero son usados de un modo moderadamente elegante. Los insumos para la producción de drogas son llevados por un par de drogadictos que no necesitan ni comer ni dormir y son castigados por un Timmy encubierto. Uno de los laboratorios está manejado por un grupo de sordomudos (la referencia contemporánea más cercana que se me ocurre es el laboratorio de ciegos en el reciente Daredevil de Netflix). Cuando hay una redada, se siente un aire de solemnidad táctica que es olvidada de inmediato al recordar que el personal sordo no puede escuchar la incursión. Pero, ayudados por un sistema de luces, desatan una carnicería contra el equipo.

Aunque la película parece prometer una gran cantidad de acción, por suerte toma otro camino al explorar las relaciones de Timmy y su evolución. Al final del día resulta siendo un traidor a cualquier grupo posible, pero podemos entender sus razones y nos sigue agradando hasta su final. La última batalla es una explosión de eventos en la que la muerte de Zhang nos recuerda su única función como ejecutor de la ley. El capitán se esposa a la rodilla de Timmy para no dejarlo escapar después de que los condujo a una redada con los mayores líderes criminales de la ciudad. Su final está ligado a la ley que representa.

Drug War es una película plagada de elementos dispares puestos en una buena construcción que aterra al pensar lo cercano del asunto, pero divierte para que el horror no nos consuma tan pronto.

Cita a Ciegas: ¡Gracias Gato Fritz!

Nota Editorial: Este artículo fue escrito por Andrés Sandoval como parte de la sección “Cita a Ciegas”. Todo lo aquí dicho representa únicamente su opinión.  Si usted quiere tener una “Cita a Ciegas” con los patanes snob, no dude en escribirnos a info@filmigrana.com

Una de esas noches o tardes grises en las cuales la piyama es tu piel y olores malévolos se apoderan de tu cuarto, cuando te saturan las fotos de sobreactuadas tristezas, cuando quieres comentar y destrozar algún post  y defender tu digno derecho a morir de cáncer, cuando tu Lord Sith aflora pero sabes que tu sable láser rojo es demasiado frente a la guitarra de Un Vegano Bacano, entonces ahí es cuando el Gato Fritz puede convertirse en tu brillante salida al desquite cobijado en pereza mental.

Y así fue, una de esas tardes le di la oportunidad a este carismático gato de iluminar mi lado oscuro…

Una ciudad con una sórdida ambientación sonora a la cual los Bogotanos ya estamos acostumbrados: lamentos de un frío concreto, onomatopeyas desgarradoras de metales afilados, y órganos en flor flotando al compás de una instrumentación específica del jazz y blues. Una animación oscura, envolvente con matices psicodélicos, para amenizar el viaje a los adentros de una deprimente sociedad consumida en la decadencia de los placeres. Un safari llamado J70 dónde verás ratas disfrazadas de ratas, cerdos disfrazados de cerdos y felinos disfrazados de felinos cazando inofensivas criaturas de la urbe. Un déjà vu cotidiano que, más que causar asombro, genera un cierto placer mórbido y exalta levemente tu inconformidad y resignación. Por suerte es solo la ambientación en una ciudad lejana septentrional situada en un espacio temporal de unas décadas atrás.

Nada como para tomárselo a pecho y salir a crear debates inconclusos, adornados de insultos y argumentaciones patrocinadas por propagandas políticas pagadas… ¿O sí?

¿Saben que sí? ¡Blandiré mi láser rojo y entraré en la batalla! ¡No más racismo! ¡No más exclusiones sociales! ¡No más abuso de la autoridad! ¡No más violencia! ¡No más pobreza! ¡No más ratas ni cerdos ni felinos! ¡No más toros muertos!

Expresaré mi insatisfacción de inmediato, saciaré mi desbordante y repugnante ansia de expresarme. Empezaré por cambiar mi foto de perfil de Facebook por la del Gato Fritz como símbolo de protesta, contactaré al Vegano Bacano y le obsequiaré un sable para así con sus estridentes melodías combatir el abuso animal, saldré a votar (ya lo hice y tengo medio día libre… Aunque estoy desempleado), cumpliré mi cuota diaria de indignación y subiré el tráiler Colombia Magia Salvaje. ¡Viva Colombia! ¡Viva la paz! ¡Que vivan sus hermosos animales disfrazados de animales! Gracias, Gato Fritz… Gracias.

Alex de la Iglesia: Payasos en la lavadora (1997)

Estimados lectores, les damos nuevamente la bienvenida a Filmigrana Academia, el espacio de los textos sesudos, reflexivos, con referencias al pie de página y un mínimo de credibilidad. En esta ocasión contamos con un ensayo que funciona como abrebocas para una tesis de grado, if that’s what you’re into. Su autor, Daniel Bonilla, es profesor de la Pontificia Universidad Javeriana y tiene una columna en una conocida revista de libre distribución, por lo que los dejamos frente al texto para que lo disfruten y relean.

Valtam

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POR QUÉ UNA NOVELA Y NO OTRA PELÍCULA

EL CASO DE PAYASOS EN LA LAVADORA DE ÁLEX DE LA IGLESIA

En mi propia manera incoherente y alucinada, traté de dibujar las imágenes que veía en mi mente cuando oía música pop moderna estando en LSD… Tontos payasos moviéndose en la pila de basura en la que estaban convirtiendo a la Tierra… Me engañé con mis propios dibujos. Otra gente pensó que eran imágenes felices de muñecos relajados teniendo un buen rato… ¡Así que eso terminé pensando yo mismo! Se me olvidó lo que eran realmente: ¡Fotografías de la danza de la muerte!

ROBERT CRUMB

¿Qué tienen las novelas para que aún las sigamos leyendo como el género completo por excelencia? ¿Qué las ha caracterizado desde siempre para que sigan ocupando un lugar privilegiado en el competido mundo de las narrativas contemporáneas? ¿Por medio de qué mecanismos algunas novelas siguen raptando adeptos y haciendo que los cinéfilos muerdan el anzuelo?

Dos problemas surgen en este punto, el primero de ellos es la coexistencia y en ocasiones dependencia de la novela frente a otras formas de expresión contemporáneas, lo que redunda en una suerte de mutación del género para asegurar su supervivencia en un mundo donde los tiempos de lectura se han reducido considerablemente, y ante lo cual, otro tipo de narrativas emergen y se alzan, aparentemente, como reinas. Tal es el caso de la televisión, el cine, la publicidad, el video clip, los cómics e Internet.

El segundo problema, un poco más complejo, tiene que ver con los registros de escritura en un mundo habitado por las narrativas arriba mencionadas. Cuál es el verdadero estatus de la escritura –léase, el verdadero estatus de la búsqueda y construcción de discurso y sentido desde lo sucesivo del lenguaje verbal–, frente a formatos que hallan su principal medio expresivo en la inmediatez de la imagen audiovisual. Podríamos partir de la suposición, aún no de la afirmación, de que ciertos productos culturales que dependen de la imagen recrean de diferentes modos una narrativa subyacente a ellos, y en cuanto narrativas, se soportan en procedimientos escriturales previos, que les dan origen. No podemos concebir narrativas por fuera de la sucesividad del lenguaje verbal, que es el mismo registro en el que funciona el pensamiento, y de allí que todo redunde en procesos comunicativos. Es más, toda narrativa es lenguaje, cualquiera que este sea.

Ahora bien, a partir de esta suposición, nos encontramos con un fenómeno: se siguen leyendo novelas, y por toneladas, la industria editorial alrededor del mundo sigue percibiendo ingresos altísimos cada año, pero de igual manera el cine. Y todo esto sucede ante la mirada atónita de muchos que han vaticinado la muerte del libro y el decrecimiento de los índices de lectura en países que antaño se mofaban de tener los promedios más altos.

El error radica, creo, en plantear un ‘enfrentamiento’ sin cuartel entre la literatura y otras formas de lectura; proponemos el asunto un poco más allá, pensar que la actitud pesimista de algunos frente a la lectura de novelas tiene que ver con que han aparecido, y seguirán apareciendo, relatos en los más variados registros que dan cuenta del mundo en el que vivimos; relatos, vale la pena aclarar, no menos interesantes y cautivadores que las novelas, y que eso simplemente es un fenómeno cultural apenas normal. En el siglo diecinueve el divertimento para muchos estaba en los libros y en otro tipo de publicaciones, ese era el lugar donde se contaban las historias que los grandes públicos querían conocer. Más de cien años después, somos testigos de una pléyade de maneras para contar esas mismas historias, que se metamorfosean y mutan constantemente hasta el límite y el delirio de la disolución de los géneros.

La novela que señalo en este artículo es claro ejemplo de esa ruptura de fronteras entre géneros y formatos, se trata de Payasos en la lavadora, escrita por el director de cine español Álex de la Iglesia, recordado por cintas memorables como El día de la bestia, La comunidad, 800 balas o Crimen ferpecto. Esta es, hasta la fecha, la única incursión de largo aliento en la literatura por este autor, y de allí surge la pregunta que motiva este artículo: ¿por qué una novela y no otra película? Pregunta ociosa, diría alguien, daría lo mismo decir “¿por qué no más novelas en lugar de diez películas?”, y tendría toda la razón. Hay algo detrás de todo esto que nunca podremos saber con certeza, porque posiblemente este sea un ejemplo de guión fallido que terminó en novela, o como se puede extrapolar de su lectura, una especie de descanso en medio de alguno de los extenuantes rodajes encarados por Álex de la Iglesia.

Payasos en la lavadora arranca con una introducción escrita por el mismo Álex de la Iglesia en la que se libera de su condición de escritor, explicando, a modo de advertencia, que él no es el autor de la novela que estamos a punto de leer, sino que la encontró en la única carpeta de un portátil abandonado en una parada de autobús en la ciudad de Bilbao. Lo que allí tenemos es una primera versión del texto que de la Iglesia decide editar y publicar (repetimos, no escribir). De esa manera libera el texto del concepto moderno de autoría y le otorga un estatus de simulacro, en el que supone un autor posible que adquiere principio de realidad a partir de su condición de ente ficcional, un autor, por cierto, que funge como personaje y narrador de la novela. Y simulacro también en la medida que este relato es un conglomerado de motivos recurrentes de las películas de Álex de la Iglesia; solo por mencionar algunos: la televisión, la basura, las cucarachas y las cruzadas por las causas perdidas. Temáticas fáciles de rastrear en películas como Muertos de risa, La comunidad, 800 balas y Perdita Durango. Justamente esta última presenta un tipo de armazón similar al de Payasos en la lavadora, en el cual, por medio de analepsis y prolepsis claramente definidas, se configuran formas de la memoria individual de los protagonistas. Payasos en la lavadora está narrada utilizando la técnica del zapping, dando como resultado un texto caótico y heterogéneo, pero a la vez, es un ejemplo válido de cómo una novela adapta y transforma un recurso: el montaje, heredero del audiovisual, para contar una historia.

Con esto ya podemos encarar el problema de un texto cuyas operaciones de escritura se asemejan de no pocas maneras a los modos de configuración narrativa del cine, principalmente en un punto, el proceso de montaje. Y es que no podemos desconocer que antes de ser un escritor, Álex de la Iglesia es director de cine; claro, cabe una salvedad y es que la gran mayoría de los guiones de sus películas han sido escritos por él junto con su compañero eterno de fórmula, Jorge Guerricaechevarría. Con lo cual tenemos que, de cualquier forma, sí hay un entrenamiento como escritor, así los escenarios de la escritura sean otros distintos a los que habitualmente se podrían dar en los formatos convencionales literarios.

Álex de la Iglesia se graduó de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Deusto en Bilbao, es dibujante de cómic y responsable de algunos de los personajes de culto dentro de los fanáticos españoles, cuyas historias ya son exquisiteces de coleccionistas, restringidas completamente para el público promedio. Esta herencia del cómic puede rastrearse perfectamente en Payasos en la lavadora, la cual, por qué no, puede tomarse como todo un homenaje a este formato narrativo.

Álex de la Iglesia ha sabido combinar con inteligencia y visión lo que para algunos son productos ‘basura’ de la cultura popular, e incorporarlos a un aparato simbólico complejo que involucra los más variados horizontes narrativos. Su incursión en el cine con el cortometraje Mirindas asesinas, ya anunciaba, en 1991, sus intereses por uno de los aspectos más relevantes dentro del panorama contemporáneo, los productos de consumo.

La intención de revisar una novela escrita por un cineasta parte de esa inquietud por la asimilación de modos narrativos heredados de un formato audiovisual, e incorporados a la escritura de ficción. O lo que también podría considerarse como la disolución de las fronteras entre los diversos productos provenientes de la cultura popular, los géneros, los formatos y los gustos.

En general, el fenómeno al que asistimos es el de una novela que dialoga constantemente con la filmografía de su autor y con otros textos de la cultura, configurando una visión de mundo y un todo simbólico coherente, frente a lo cual podemos decir que a pesar de la diferencia en el formato, Álex de la Iglesia escribió una novela que circula de forma análoga a sus películas, una novela de consumo, que no por ello deja de soportar un abordaje desde las herramientas que nos brinda la crítica literaria y que, un poco más allá, abre la puerta para mirar mucha de la producción literaria de nuestra época en relación con la dinámicas de la cultura contemporánea y sus particularidades.

Muchos son los que hoy en día limitan las relaciones entre la literatura y el cine a las diferentes modalidades de la adaptación de una obra literaria en un producto audiovisual. Muchos son los que optan por la valoración y el juicio en términos absolutamente utilitarios: que si una es mejor que la otra, que si el efecto producido por aquella es superior al de esta, en fin. Payasos en la lavadora ha servido como excusa para aventurar la siguiente afirmación: más allá de los vicios de las interpretaciones frente a los diversos tipos de adaptación, que redundan en una suerte de competencia implícita entre la narrativa literaria y la cinematográfica, estamos asistiendo constantemente a una explosión de la creatividad de realizadores y escritores, unos y otros alimentados de toda la carga, no solo audiovisual, del mundo contemporáneo, sino en mayor medida y casi imperceptiblemente, de las narrativas y las historias que nunca dejarán de contarse.

Y de esa manera arribo al final de mi argumentación para decir simplemente que, muy a pesar de quienes afirman que la nuestra es una época audiovisual, que tiende desesperadamente a la aniquilación de las formas convencionales de narrar argumentos y a la atomización de la linealidad de los relatos, la novela, como género completo por excelencia -y al decir completo me refiero a su carácter implícito de verosimilitud y configuración de universos- ha dejado su pasado estático y canónico de formas preestablecidas, para mutar y apropiarse desde el lenguaje verbal de todo aquello que le pueden proveer las demás narrativas contemporáneas. La novela podrá, cada vez que quiera, ser veloz, de consumo, fragmentada, polifónica, gráfica, hermética, anti-novela, deformada; podrá recurrir a la alteración de los tiempos narrativos y verbales, a la puesta a prueba de la capacidad expresiva de los lenguajes; podrá jugar a la no significación, al vacío de sentido, pero siempre seguirá siendo novela, así se nos antoje similar a la televisión, al cine, a la publicidad, el cómic o el video clip. Su recurso: las palabras; su truco: poder ser su propia contradicción y encerrar dentro de su esencia la capacidad de volverse lo que no es, sin dejar de ser lo que es: un artefacto sólido construido sobre la linealidad y la sucesividad del lenguaje verbal.

La novela es institución y transgresión a la vez, y esto se puede extrapolar de una novela como Payasos en la lavadora, cuyo trama es justamente esa: las formas contemporáneas de transgresión; aunque superando el nivel argumental es posible encontrar una transgresión en el discurso, pero solo posible en el discurso mismo. Es decir, en esta novela que se asemeja a una película, encontramos la ruptura como tema y como estructura. Payasos en la lavadora ataca la oficialidad de un discurso (la tradición), pero para lograrlo, debe necesariamente existir como novela, no como película, y al hacerlo, se convierte en aquello que quería destronar. Por extensión todo discurso destronador, termina convirtiéndose en discurso destronado. Toda narrativa que intenta destronar sus predecesoras, se convierte finalmente en una forma mutada de dichas narrativas y así sucesivamente, hasta la disolución inevitable de las fronteras y los géneros.

Operando en la misma dirección que el tiempo, una novela puede romperlo y seguir siendo lineal. Ningún formato narrativo puede escapar a esa especie de cárcel que el tiempo impone: algunos pretenden ir hacia atrás pero necesitan dar vuelta a la página, avanzar a la siguiente secuencia, ver el próximo capítulo. Somos inevitablemente seres hechos de tiempo y de lenguaje. Las novelas, hechas de lo mismo, son aparentemente construidas sobre la conciencia de esta limitación que a su vez y paradójicamente, las potencia y les da un lugar de privilegio en el ya no tan competido mundo de las narrativas contemporáneas.

BIBLIOGRAFÍA

– Baudrillard, Jean (1978), Cultura y simulacro, Barcelona, Kairós.

– Eco, Umberto (2004), Apocalípticos e Integrados, Barcelona, De Bolsillo.

– Iglesia, Álex de la (1998), Payasos en la lavadora, Barcelona, Planeta.

– Kristeva, J. (1974), El texto de la novela, Barcelona, Lumen.

– Ordóñez, Marcos (1997), La bestia anda suelta: Álex de la Iglesia lo cuenta todo, Barcelona, Glénat.

– Sánchez Navarro, Jordi (2005), Freaks en acción. Álex de la Iglesia o el cine como fuga, Madrid, Calamar.

Quentin Dupieux: Rubber (2010)

Donde Quentin Dupieux sale del baúl del carro y toma el volante.

“Why is the alien brown?” “No reason.”

Mr. Oizo, reconocido DJ francés, llevaba ya tres álbumes de estudio antes de volver a ser Quentin Dupieux y escribir y dirigir Rubber. No es su primera incursión en el cine, ni la última; pero sí quizás será la mas memorable. La trama es sencilla: una llanta toma vida y rueda por el desierto californiano acabando con todo lo que encuentra a su paso, ayudándose con sus poderes telequinéticos. Desde su inicio, la película y el realizador se lavan las manos de cualquier explicación de racionalidad, aludiendo a que muchas de las cosas en la vida y el cine no tienen explicación. Es un discurso frentero que parece ser dirigido a nosotros, la audiencia, pero con el tiempo revela su público auténtico, una pequeña audiencia que existe dentro del mismo filme (haciendo, por supuesto, las veces de nosotros los espectadores reales).

Si algo suena raro en todo esto es porque es raro intencionalmente, pero una vez más las palabras del filme pesan y resuenan: No hay necesidad de buscar razones, solo hay que mirar. Solo hay que mirar a un público mirando a lo que parece ser una obra de teatro desarrollándose frente a sus ojos (o binóculos).

¿De qué me perdí?

Volvamos, sin embargo, a aquello que de verdad nos concierne: Robert. Le conocemos desde que se levanta de aquel basurero y aprende a rodar libremente por el árido desierto. Anochece y él descansa, al igual que los observadores desde lejos. Amanece y él se levanta para toparse con la carretera. Allí ocurre el primer contacto humano: la bella Sheila pasa en su convertible y Robert trata se aproximársele. Sus intenciones son similares a las que tuvo con el conejo del día anterior, pero al ver su intento frustrado Robert muestra lo mas cercano a un sentimiento en toda la película (a parte, eso sí, de la ira que desea (y logra) descargar hacia todo lo que le rodea): una fijación que llevará a nuestro héroe al motel donde se estaría quedando la mujer en cuestión.

¿Una llanta no debería flotar?

Es allí donde el resto de la historia se desarrolla. Aparecen nuevos personajes, unos mas importantes que otros, y tienen contacto con Robert, unos mas cercano que otros. La excepción es un joven maltratado que trabaja en el motel para, aparentemente, su tío, y quien nunca duda de lo que es capaz Robert.

La policía, tras encontrar a uno de los suyos dado de baja, está montando ya una búsqueda del villano. Si el punto de la película es que la historia, bajo la atenta mirada de unos pocos, se desarrolle, entonces lo mas lógico es que las autoridades hagan lo posible por encontrar aquel fugitivo perdido. Al mando de nuestro amigo del monólogo inicial, el teniente Chad, se planea una redada del motel, plan que finalmente no se lleva a cabo porque se recibe la noticia de que algo le ha pasado al público. Y si no hay público ¿para que seguir? Bueno, ya todos pueden irse.

¡Pero no! Un minuto.

Alguien aún nos observa! La historia debe continuar. El teniente no parece muy contento, pero no hay nada que hacer, mientras hayan observadores se debe seguir, y si no hay mucho mas que contar, concluir.

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Rubber es particular en más de un sentido. Al verla por primera vez se proyecta cómo una obra de cine de terror/comedia que poco a poco ha ido ganando popularidad. Existen ejemplos tan de clásicos (cómo lo son The Rocky Horror Picture Show y Hausu) y existen modernos y mas conocidos (cómo Grindhouse y Hobo With A Shotgun). Las influencias son notoriamente visibles en la obra, y por momentos parece un tributo a sus predecesoras (gracias al carácter meta del filme). Para quienes hayan visto Scream de Wes Craven recordarán todas las veces que los personajes referencian películas de miedo y discuten que harían de estar en una. Craven y Dupieux son plenamente conscientes de los muchos clichés presentes en las películas de terror adolescentes y no solo deciden no omitirlos: los adoptan en historias que, por momentos, parecen burlarse de si misma. Esa es la grandeza de Scream y, sin querer encasillar allí a Rubber, vemos similitudes en como se aproximan al problema.

Las actuaciones no son las mejores (con la clara excepción de Stephen Spinella que logra su papel de Teniente/Vidente de gran forma), y puede que esto sea a propósito (aunque lo más probable es que no, resultan demasiado caricaturescos). Esto no importa mucho, y el guión rico en silencio y el brevedad ayuda bastante al concepto. La puesta en escena es fantástica, con varias escenas de Robert rodando de un lado a otro con naturalidad, su movimiento realista y único al mismo tiempo.

Gaspard Augé.

El seudónimo Mr. Oizo no es borrado del todo y se le atribuyen en los créditos la banda sonora (junto con Gaspard Augé, el 50% de Justice). Lo que logran es memorable: canciones que van con el tono de los distintos momentos de la película pero sin tomar protagonismo; y el trabajo del departamento de sonido es igualmente destacable, usando sonidos naturales y extra-diegéticos que ambientan cuando hay ausencia de música. La mayoría se asemeja a los mejores momentos del músico-no-director Mr. Oizo.

El resultado final es para el beneplácito de todos (todos aquellos que les guste este tipo de cine). Rubber podrá no redefinir el género, pero sirve (bastante bien) como entrada a un espacio donde el cine de terror se deja de tomar tan en serio (gracias Saw), y en el que Quentin Dupieux aprovecha todas las ventajas que el hacerlo trae.

Wes Anderson: Rushmore (1998)

Algo ha cambiado en Wes Anderson. El telón se abre en el escenario principal de su nueva película: “Rushmore”. Si en “Bottle Rocket” Anderson nos mostraba personajes, quizás, demasiado inmaduros para su edad en “Rushmore” no se toma la molestia en ir hacia adultos y simplemente se centra en el estudiante Max Fischer. Retratado no solo como un emprendedor sino un intelectual, el fuerte estilo visual del director expone las muchas corrientes en las que Fischer ha incurrido en su colegio. Todo esto hasta que el rector lo describe como uno de los peores estudiantes que hay, haciéndole de este modo un personaje más característico del director. La temática no ha cambiado, ni tampoco sus imágenes (a pesar de no ser tan marcadas desde el principio): es aquella satisfacción a la que Dignan se refería después de haber salido de su golpe, su opera prima, y de no tener la necesidad de impresionar a nadie.

Y logra, curiosamente, todo lo contrario. Las críticas que “Rushmore” ha recibido tanto en su estreno como en retrospectiva son las mejores que Anderson ha recibido en toda su carrera, y en su mayoría justificadamente. Bill Murray hace su primera colaboración, de gran nivel, con Anderson, su personaje siendo lo mas cercano a “Bottle Rocket” que vamos a encontrar. Olivia Williams cumple a cabalidad con su papel de Mrs. Cross. Pero indudablemente el foco de la atención va hacia Jason Schwartzman quien en su debut actoral se muestra una presencia versátil, por momentos viejo y sabio y por momentos joven e inmaduro, todo bajo los parámetros de su personaje. La ambivalencia es a la larga la definición de los personajes angulares de Anderson, muy de la mano de los de J.D. Salinger, una de sus mayores influencias.

El multifacético Max.

La historia es sencilla y parte de la platónica relación entre Max y Mrs. Cross. En su búsqueda por impresionarle Max recurre a su nuevo y millonario amigo Herman Blume (Murray), quien se ve a si mismo en el joven protagonista. De este triangulo surge el filme. Las emociones van y vienen en poco tiempo, amores y amistades comienzan tan rápido como terminan y esto nos distrae de los lazos que se forman a largo plazo entre los personajes, que es una temática que se vería más de una vez en su filmografía. Max es quizás el más notorio Alter Ego del director, hiendo tan lejos hasta vestirle de manera exacta a como la hace Anderson en su cotidianidad y no es en vano que su mayor talento (además de la apicultura, la filatelia, la lucha, el lacrosse, la caligrafía, la astronomía, el debate y la esgrima) sea el de la dramaturgia. En ocasiones Max toma el hilo de la narración por medio se sus aclamadas obras de teatro.

El gran Bill Murray.

A lo largo del filme también se tocan temas que darían solos para una película completa, lo que significa que Anderson no ha perdido de vista su ambición narrativa: hay temas sociales como lo es el paso de Max de Rushmore, un colegio privado, a un colegio público y su notoria vergüenza acerca del hecho de que su padre sea un peluquero y no un cirujano como este quisiera. Hay temas sexuales como los frecuentemente mencionados hand jobs y la supuesta relación entre el estudiante y la madre de su mejor amigo Dirk. Hay temas mucho más serios como la muerte, ejemplificada en el ex-marido de Mrs. Cross (Edward Appleby) y en la madre de Max (Eloise Fischer). Pero Anderson tampoco ha perdido de vista sus intereses y solo toca estos temas superficialmente. Sus personajes casi siempre son conmovidos e impulsados por otras razones, aparentemente mucho más “simples” y “mecánicas” en la mayoría de los casos.

Sin embargo, al final vemos una toma de la audiencia que asiste a la nueva obra de Max y es remarcable descubrir como uno siente que conoce a casi todos sin haberlos visto demasiado. Anderson logra a través de una deceptiva simpleza una potente caracterización, uno de sus frecuentemente olvidados fuertes como director. En “Bottle Rocket” este tipo de descripción permite al director y al espectador llegar a este sentimiento de familiaridad. Desde los personajes principales hasta aquellos más secundarios todos parecen ser viejos conocidos de tiempo atrás. El uso de la música refuerza esta sensación: a lo largo de la historia también se convierte en un instrumento narrativo, causando así una mezcla por momentos poco convencional, pero que dan aquella calidez e incluso fuerza a escenas del filme cuando lo sentimos necesario. “Rushmore” puede ser su mejor película, pero al mismo tiempo sirve como molde para sus próximos trabajos, marcando los parámetros que seguirían, no solo sus obras a segui , sino muchas en su género.

El público presencia.

Wes Anderson: Bottle Rocket (1996)

Un joven Owen Wilson espía desde los arbustos.

Sólo basta ver la primera escena de Bottle Rocket para darse cuenta a qué género pertenece. Anthony (Luke Wilson) se escapa de un hospital mental al que ingresó de forma voluntaria. A la salida, su amigo Dignan (Owen Wilson) le pregunta si fue necesario sobornar al conserje, un hecho afirmado por Anthony. Toman un bus de regreso a casa (donde Wes Anderson hace un breve cameo) y discuten qué harán después de tan heroico escape. Dignan presenta entonces su plan de vida a 75 años, y de ahí (min. 3:46) en adelante la película se encargará de mostrarnos como no pueden cumplirlo. Anderson no va a tratar de mostrarnos los obstáculos y las durezas de la vida; a él eso poco le importa. Le interesa mostrar cómo sus personajes, que por momentos parecen excesivamente ingenuos, se ven a sí mismos durante sus vivencias, cumpliendo o no sus proyectos. Cierto, esto suena mucho mas serio de lo que realmente es y más cuando se tienen frases y situaciones que tienen el claro fin de hacer al público reír.

Grupo de maleantes.

Anthony está inmerso en el mundo de robos de casas (incluyendo la de sus padres) y de escapadas a altas velocidades, eso sí, sin nadie que lo persiga. Y todo  esto gracias a Dignan con sus delirios de robar al lado del mítico Mr. Henry (interpretado de forma magistral por James Caan). En el camino reclutan a un chofer, siendo Bob Maplethorpe (Robert Musgrave) el elegido, quien cumple el requisito único (tener un carro) con creces. Es interesante ver cómo es Bob el más razonable de los tres, lo cual marca una tendencia de ser los personajes más secundarios los únicos que se dan cuenta de la realidad de las cosas y los que tratan en vano de aterrizar a nuestros protagonistas. Tal es el caso de Grace, la hermana de Anthony, quien le hace preguntas no tan apropiadas para una niña de 10 años y más para un hombre ya de 30. También es el caso de Mr. Henry, que al final propicia un golpe a nuestros héroes digno de la cruel realidad. Sin embargo, en el modo totalmente Andersoniano los protagonistas ven estas realidades y las ignoran totalmente, viendo el vaso siempre medio lleno.

Esta es una comedia y, aunque personalmente no encuentre aquí el mejor ejemplo de humor del director, sí tiene un grupo de frases destacables. “Bottle Rocket” usa un humor que tiende a ser explícito en ejecución (véase la escena de la pelea en el bar para confirmarlo), pero por momentos tiene indicios de la característica sutileza que se verá en sus posteriores filmes. Creería que aunque el humor no es el fuerte del filme, tiene partes que por lo ridículo de las situaciones o por los talentos de los actores que utiliza terminan generando risas.

El inconfundible estilo de Anderson.

Su fuerte está en el componente visual, siendo ésta una primera muestra de lo que serán sus películas posteriores, llenas de vida y de colores. Que nunca llueva en la película sólo acentúa lo colorido (casi siempre en tonos pasteles) de sus escenarios. En “Bottle Rocket” se destaca la toma en primer plano del radio de Inez, (la mucama paraguaya de la cual se enamora Anthony durante la estadía en un motel): cubierta en cuero marrón emana música folklórica latina. Múltiples veces el director muestra sus personajes no por sus comportamientos sino por sus objetos (lo que cargan en sus bolsillos, sus zapatos). Es comos si Anderson crease a sus personajes a través de sus gustos y sus objetos, son estos elementos los que forman sus personalidades. Por supuesto, es cuestión de gustos, y aunque no lo parezca, el director es una figura que polarizadora en el cine.

Colores pasteles e Inez.

Es importante destacar a Anderson como un autentico auteur. A lo largo de sus obras veremos todas las características positivas que conlleva su denotación, especialmente en ese aspecto visual ya mencionado, pero además también en cuestiones de temática. En este caso hay que reconocer un cierto valor a hacer algo tan auténtico, siendo apenas un primer acercamiento. Y siendo una critica común, y muy justa (porque en sus siguientes películas lo vuelve a hacer), Wes Anderson muchas veces sacrifica temas de historia o desarrollo de personajes por mantener ese particular estilo ya establecido. La película, sin embargo, no sufre tanto por esa razón sino por la cuestión de ser su Opera Prima y no lograr lo que hace, digamos, Orson Welles en “Citizen Kane”, de lejos el estandarte en primeros intentos. Ahora, es cierto que resulta injusta esta comparación, pero también es cierto que en general los personajes de Anderson no son siempre los más realistas o mejor desarrollados, pero en sus películas siguientes sí existe un cierto grado de profundidad que “Bottle Rocket” no alcanza, pero intenta alcanzar.

Así, y a manera de conclusión, ésta es una película que marca el inicio de Anderson como un director que más que popular alcanzará un estatus de culto, en gran parte por esas facetas que hacen sus filmes tan característicos. Siendo objetivos, y sin querer mencionar de a mucho lo que va a venir, este es un esfuerzo menor siendo el guión y el relato casi tan ingenuo como sus personajes. Anderson probablemente nunca diría que es de sus mejores obras pero sí le daría una cierta importancia por ayudarlo a asentarse en el mundo del cine.

Hacia el final, Dignan, ya estando detenido en la cárcel, y ante la visita de sus viejos compañeros, mira al horizonte y dice la frase que probablemente el propio director pensó al terminar su rodaje: We did, though, didn’t we? La hora de visitas en la cárcel se terminan y el plano pasa a cámara lenta, un efecto que hará suyo de allí en adelante.

Más por venir.

Los Fortuitos

Respetados lectores de Filmigrana, aunque desearía que el título aludiese al anuncio de nuestra banda de Punk Rock de mediados de los 90’s, me temo que el motivo de este mensaje es mucho más misterioso (y apremiante).

Nos enorgullece presentar a ustedes una nueva sección, en la que ofreceremos aún más variedad de artículos y comentarios, esta vez de la mano de foráneos e intrépidos redactores freelance, porque sí, esos anuncios de “Tú también puedes escribir acá” no eran una vil y oblonga mentira.

Point Break (Kathryn Bigelow, 1991)
Imaginen esto, pero con teclados en lugar de tablas.

En resumidas cuentas, para el enorme disfrute de ustedes y nosotros, habrá un mayor flujo de artículos de ahora en adelante. Muchos ya anhelarán el final de aquellas pródigas Clases Magistrales, pero les soplamos entusiasmo y sorpresivas noticias, ya que hay varios cambios en camino que enhebrarán muchos más hilos en nuestro querido telar.

Estén atentos, y no olviden difamar de nosotros y darnos a conocer a sus allegados, para ser el motivo de risas y/o burlas en sus cócteles y recepciones, como siempre.