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Lucky Seven

El número siete lleva mucho tiempo siendo uno de los favoritos de la humanidad: tres en línea representan la posibilidad de ganar el premio mayor, numerosos equipos de guerreros, psicópatas y magníficos se ensamblan con ese tope en mente y es, al menos para Yahvé de los Ejércitos, la cantidad ideal de plagas, años de vacas y ángeles trompetistas a enviar antes del Fin de los Tiempos, entre otros regalos asociados a su nombre.

Con un número tan auspicioso bajo el brazo, nos preguntamos en Filmigrana cuál es la contextura de las vacas correspondientes. A pesar de haber convergido en un contexto común, con el paso del tiempo todas las personas vinculadas a esta página (y la productora asociada) hemos tomado caminos formativos muy diversos, en distintas ciudades y países alejados entre sí, con la salvedad de que todos hemos permanecido relacionados en mayor medida con el quehacer audiovisual (situación que ya se había anunciado en nuestro anterior aniversario). En retrospectiva podríamos juzgar los años previos como saludables y formativos, aunque no han estado exentos de dificultades y obstáculos a sortear en un país que apenas vive una tardía adolescencia cinematográfica.

Intentando buscar respuestas a través de la incertidumbre, hemos acudido a diferentes estrategias de apreciación fílmica, y este sitio web que ustedes están leyendo es apenas una de ellas, en la que podemos volcar nuestros esfuerzos cuando el tiempo y los recursos lo permiten. Estos mismos recursos no se echan por saco roto cuando no hay un artículo publicado cada mes, sino que se emplean para reflexionar en otros canales sobre el cine y, en últimas, sobre su papel en nuestras vidas.

Así pues, al cierre de este séptimo año de trabajo (in)constante en la red, les ofrecemos un pequeño regalo:

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Muchas gracias a todas las personas que hicieron esto posible durante los últimos dos años, disculpas a quienes esperaron dos años para que esto viera la luz, y atención a quienes estén interesados en saber cómo se desenvuelve esto. Estaremos publicando actualizaciones apenas sean pertinentes, y luego continuaremos con nuestro ritmo habitual de patanería esnob.

Que sea este el primero de muchos años más gordos.

Viviana Gómez Echeverry: Keyla (2017)

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La humanidad no puede jactarse de entender muchas cosas, muy a pesar de los avances científicos de las últimas décadas en diversas áreas del conocimiento, pero (dejando por fuera el espacio exterior[1]) el mar ha sido y sigue siendo un completo misterio, apenas explorado por un puñado de almas valientes entre las que se cuentan a Fernando de Magallanes, Jacques Cousteau, Leni Riefenstahl, James Cameron y Kevin Costner, entre muy pocas otras. Ese aire de misterio que la razón apenas puede elaborar es uno que las artes se complacen en preservar, y es a través de ellas y usando como medio la experiencia sensible, como el sonido de las olas y el azul de sus aguas, donde se evocan sentimientos difíciles de hallar en otros espacios geográficos: una profunda melancolía, la pérdida irremediable y la distancia imposible de navegar entre dos personas.

Incidentalmente, esta relación entre las emociones y los océanos ha sido escasamente explorada en el todavía adolescente cine nacional, al menos dentro de las convenciones de la ficción[2]. Acoto esto al tomar en cuenta el acceso privilegiado a dos (2) océanos completamente distintos entre sí, con climas, culturas y personalidades diversas, sin hablar del potencial de un cine en el que se han intentado pocas cosas y hay aún menos maestros de un narrar. Tomando provecho de todos los elementos flotando en el crisol étnico que todavía convive en esta república fallida, vemos el surgimiento de una película tan simultáneamente prometedora y frustrante como lo es Keyla.

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En lo que podríamos llamar un nuevo hito de la representatividad, Keyla es la ópera prima de Viviana Gómez Echeverry, quien ya había trabajado como directora de fotografía en La Eterna Noche de las Doce Lunas (2013) de Priscilla Padilla, pero en lugar de tratarse de una adolescente indígena en la Guajira que se enfrenta a crecer como mujer en una cultura determinada por otros, esta película es sobre una adolescente afro en la isla de Providencia que se enfrenta a crecer con la ausencia de su padre en un hogar determinado por otros. Esta ausencia, en realidad una súbita desaparición en medio del mar caribe, coincide con una visita sorpresa de una madrastra distante hace muchos años, y da pie a una inusual y dramática reforma del núcleo familiar.

Infortunadamente esta premisa tiene un arranque muy flojo por culpa de la protagonista epónima, interpretada por Elsa Whitaker, quien despliega un rango de emociones muy limitado y en general encarna a un personaje con el cual es muy difícil simpatizar. Esto puede ser deliberado, gracias a que la adolescencia es una etapa cruel y estúpida por la cual todos tenemos que pasar con mayor o menor gracia, y es especialmente difícil si está marcada por la ausencia de una entrañable figura paternal, interpretada por Anthony Assaf Howard a través de secuencias de sueños y flashback filmadas con un característico y convencional sobresaturado.

Los problemas de actuación no cesan con Keyla, y se extienden a otros miembros del reparto. Francisco (Sebastián Enciso Salamanca), el pequeño hermanastro de la protagonista, es su opuesto polar (lo cual podría entenderse como una decisión consciente) aunque también se siente algo impostado en su comportamiento y sus diálogos. Su madrastra, Helena, es interpretada por Mercedes Salazar, y aunque se trata de una actriz de formación con experiencia en la pantalla chica[3], le ha tocado la desagradecida labor de cargar con los diálogos más expositivos y enfáticos de toda la película. Salazar los entrega con aplomo y asertividad, pero su contenido está fraseado de forma ligeramente antinatural, y mientras esto ayuda a sortear las numerosas interrogantes que plantea el argumento, al final se siente como si ella tuviera que saltar como una catedrática entre bloque y bloque de información con el poco tiempo que tiene su personaje en pantalla.

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De los actores naturales o inexperimentados, los dos hombres de reparto son los que más cómodos se ven frente a la cámara: el tío y el novio de Keyla, Richard y Sony respectivamente, no solo por su entrega descomplicada que contrasta con la rigidez física y elocutiva de Keyla, sino también por la verosimilitud de su machismo velado. Tuve la fortuna de ver la película en compañía de alguien que había tenido la oportunidad de convivir con un nativo de Providencia, y resaltó que sus comportamientos frente a la vida, las tradiciones y las mujeres eran tal cual, pasados de la realidad al papel y de ahí al digital, en lo que parece un sano ejemplo de actuación natural bien ejecutada. En una extraña paradoja, estos son tal vez los personajes más ricos y desarrollados a pesar de tener muy poco tiempo relativo en pantalla, porque balancean el ser afectuosos y bienintencionados con sus tendencias marrulleras y solapadas, algo con lo que nos podemos identificar la gran mayoría de humanos no-beatificados.

Keyla se va armando con este reparto más bien intimista, y con una serie de piezas escénicas que muestran diversos aspectos de la vida en la isla, incluyendo una aventura que involucra un mapa del tesoro y un pequeño festival local que separa algunas almas y fortalece los vínculos de otras, de manera tal vez algo abrupta. No obstante, parte considerable del metraje está mediada menos por imágenes y más por los diálogos, que van desde variedades distintas del español hasta un inglés bastante antillano y acentuado, algo que dificulta seguir el ritmo de los acontecimientos. Y si bien el trabajo fotográfico de Mauricio Vidal es bueno y decente, ciertas convenciones se apoderan del buen juicio y resultan en imágenes que rayan de forma no muy positiva con el ritmo de forma, como las ya mencionadas secuencias de sueño, aunque se destacan contadas excepciones, como las escenas nocturnas. Nada muy atrevido, pero tampoco deslumbrante.

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El final trae una especie de cierre a algunos de los conflictos planteados, aunque hay otros cabos sueltos que se pierden en la marea de los acontecimientos: es tal vez consecuencia de contar con apenas 90 minutos de metraje, así las relaciones entre estos personajes merezcan algo más de tiempo. Sería idóneo que se le diera menos cabida a la música incidental, un poco inoportuna y manipuladora hacia los estándares del melodrama, pero diría que la decisión más extraña de la película es situarla en paralelo a la disputa territorial Nicaragua v. Colombia, cuyo más reciente fallo de la corte tuvo lugar en el 2012 y que no tiene ninguna repercusión clara para estos personajes, más allá de asociarlos con uno de los países que produjo esta realización. Quizás también una estrategia para hacerla más relevante o tópica, pero que lo trata de forma tan superficial que se siente como parte de otra realidad paralela que permea el pequeño universo definido de Keyla.

Estas referencias a los conflictos de territorio se antojan similares a las alusiones fantasmagóricas a Colombia hechas en el clásico Garras de Oro (P.P. Jambrina, 1926), donde se pregona la soberanía de un país que siquiera existe en el istmo panameño a principios del siglo XX, y en donde la idea de nacionalidad y pertenencia es apenas una excusa para iniciar una discusión sobre otros espacios con los que no estamos relacionados más allá de la intimidad de una sala oscura.

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¡Hey! Qué bien: si el cine ha de ser una ventana a vidas y lugares nunca antes imaginados, es buena idea usarla para mirar hacia una isla a 850km de distancia del territorio nacional.

Emhhh: a la protagonista le hace falta algo para llevar con fuerza los acontecimientos de la película. No sé todavía que es, pero los demás personajes parece que lo tienen en mayor medida.

Qué parche tan asqueroso hilarante: a Helena le saben a mierda los hombres y su oportunismo e incluso lo dice en voz alta, pero segundos después de recibir un abrazo y un bocado de pescadito asado ya está desprovista de su pareo y lista para flirtear en la playa.

[1] Espacio en el que no podemos existir siquiera sin morir de un cáncer rápido y doloroso, al menos no más allá de la magnetósfera con nuestra tecnología actual.

[2] Dejando por fuera a) toda la serie de mini-documentales de cocina típica  y ballenas que Cine Colombia nos ha ofrecido a lo largo de sus ya 90 años de existencia y b) la abominable Crimen Con Vista Al Mar (Gerardo Herrero, 2013).

[3] Salazar debutó como “la española” en la delirante y enloquecida El Colombian Dream (2005) de Felipe Aljure, y de ahí ha fungido como personaje de reparto en algunas series de televisión españolas, como Amistades Peligrosas (29 episodios en el 2006) y la muy longeva y prolífica Arrayán (89 episodios entre 2011-2012). Se espera que en algún punto del 2018 haga su segundo coprotagónico en Spaces and Silences de Juan David Cárdenas.

Kazuki Ohmori: Godzilla vs. Biollante (1989)

“Kirishima, I don’t believe you understand science very well.”

Dr. Genichiro Shiragami

¡Salve Godzilla, Rey de los Monstruos! La cornucopia escamada del cine, the lizard that keeps on giving. La criatura que simultáneamente aterrorizó y cautivó al Japón en 1954 ha tenido muy poco descanso en los últimos 62 años y, aunque sus hilos narrativos se han desviado en numerosas ocasiones, su papel como alegoría del poder (y el abuso) nuclear siguen igual de vigentes. Godzilla, alentado por todo tipo de motivaciones, ha surgido de las frías aguas del Océano Pacífico una y otra vez, rugiendo con la fuerza de un guante encerado que frota un contrabajo, para combatir contra todo tipo de dignos y gigantescos oponentes, desde polillas, tortugas, dragones, pulpos y piojos hasta versiones mecánicas de sí mismo y basquetbolistas famosos.

Semejante a lo que sucede con los superhéroes que nacieron en los cómics de los años 30 y 40, un ecosistema de ficción tan vasto y diverso como el de Godzilla requiere purgas cada cierto tiempo, tanto para reajustar su mitología como para ofrecerse a una nueva generación de espectadores[1]. Godzilla 1985 (1984) fue el resultado de un largo proceso de reavivado, una re-entrega del original que se aleja de la sombra de la Segunda Guerra Mundial y del Tokio lúgubre y escasamente iluminado de ese entonces, con una nueva capa de pintura (¡A todo color!) y una amable mezcla entre efectos digitales primitivos y los artes del maquetismo y los títeres, llevados a cabo con éxito a pesar de la muerte de Eiji Tsuburaya en 1970 (el responsable del Tokusatsu o efectos especiales en las primeras entregas), y todas estas siendo áreas en las que el cine japonés había imitado y superado a sus maestros estadounidenses[2]. Con esta película también se pretendió hacer una tabula rasa del enorme bestiario acumulado hasta la fecha, por lo que no hubo apariciones de los clásicos enemigos de Godzilla.

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Justo donde termina Godzilla 1985 llega la entrega que nos concierne en esta pieza, Godzilla vs. Biollante, en una película extremadamente cargada de elementos en sus 110 minutos de duración. Godzilla, agotado tras su batalla con el ejército japonés, se retira de las ruinas de Tokio, dejando atrás algunas de sus escamas, material que los científicos se apresuran en recolectar hasta que son interceptados por mercenarios estadounidenses (quienes trabajan para un conglomerado de laboratorios llamado Bio Major) que quieren hacerse con las muestras. Los hombres de extraño acento están a punto de lograr su escape cuando son saboteados por un misterioso espía del reino de Saradia, una extraña amalgama de naciones del Medio Oriente, quien roba las muestras. De vuelta en Saradia conocemos al Dr. Genichiro Shiragami (Kôji Takahashi), autor de la cita que encabeza este artículo, un botanista expatriado tan proclive a la melancolía como al estoicismo, quien no tiene ninguna relación con Godzilla o con estas intrigas internacionales hasta que su hija y asistente de laboratorio Erika (Yasuko Sawaguchi) muere en una explosión provocada por los mercenarios estadounidenses, deseosos de recuperar las escamas de Godzilla. Un extraño giro de acontecimientos trae al trágico Dr. Shiragami de regreso a Tokio para trabajar para un laboratorio de dudosa moral, con el fin de desarrollar alternativas que permitan combatir la proliferación nuclear; a cambio, nuestro doctor solicita tener acceso a las escamas de Godzilla, para combinar su material genético con el de unas rosas que estaban en el laboratorio donde murió Erika.

Y así, de esta manera tan deliberada, nace Biollante, la rosa reptil gigante. Los chantajes frecuentes de la Bio Major para obtener las células de Godzilla los llevan a despertar a Godzilla de su profundo sueño al fondo de un volcán, y con esto inicia la carrera para detener al monstruo de las profundidades, quien pronto se lanza a combatir contra Biollante en un espectáculo de sangre, llamas y latigazos como nunca antes la Toho había puesto en escena.

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Si bien todo lo anterior suena como elementos estándar (dentro de todo lo estándar que una película de Godzilla puede ser), eso puede deberse a que no me he explayado en las excentricidades que la película se da el lujo de tener: de Godzilla 1985 regresa el Super-X, una especie de dron gigante o vehículo autónomo que parece salido de algún episodio de una serie Super Sentai[3], listo para fusionarse con otros de su misma calaña para formar un robot gigante. El Super-X es la principal plataforma de combate de los humanos contra Godzilla, esta vez capaz de reflejar sus célebres rayos azules, aunque el ejército no deja de usar las tácticas ingenuas de electrocución que se hicieron populares en la primera película; también hay una casta de niños psíquicos, capaces de comunicarse con las plantas (algo muy conveniente en la trama) y de tener otros tipos de percepción extrasensorial. Además de esto, hay una enorme y complicada subtrama de espionaje entre los mercenarios de Bio Major, el espía de Saradia y los humanos más carismáticos de la película, el teniente Goro Gondo (Tôru Minegishi[4]) y el joven científico Kazuhito Kirishima (Kunihiko Mitamura[5]), quien hace las veces de ancla moral para el resto de personajes. La razón de ser de esta subtrama responde a que Kazuki Ohmori, el director de esta película, tenía ganas de dirigir algo similar a James Bond en lugar de un tokusatsu, y quiso introducir disparos y espionaje alrededor de Godzilla. A pesar de lo que se pueda pensar, son elementos que Ohmori logra unir con relativa coherencia, sin dejar detrás la acción de monstruo-contra-monstruo, un aspecto que queda algo esquizofrénico y separado de la película debido al uso mixto de la banda sonora, con piezas originales de 1954 compuestas por el genio Akira Ifukube en compañía de canciones nuevas para todo lo demás, cortesía de un hombre llamado David Howell[6] cuyo único crédito cinematográfico es esta película.

En cuanto a la acción, Biollante es una de las estrellas de la película, y a pesar de que aparece durante muy poco tiempo, nos ofrece una extraña dicotomía de entrada: una criatura altamente violenta y repulsiva, que al mismo tiempo conserva la esencia de la dulce e inocente Erika, lo que hace de sus enfrentamientos con Godzilla algo más conflictivo de ver. Ella logra apuñalarlo y estrangularlo con sus raíces enredaderas en más de una ocasión, y su rugido se parece más al canto tierno de un coro de ballenas en comparación al gutural abrasivo de su contrincante. El movimiento de los tentáculos es convincente, gracias a un enorme esfuerzo por parte de los titiriteros para mover a una criatura tan compleja como Biollante, y la lluvia de ácido es sencillamente aterradora.

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Al final, tras cerrar con relativo éxito todas sus subtramas, Godzilla vs. Biollante termina siendo una de las entregas más sólidas del periodo entre 1970 y 1990, y buena parte de eso radica en su afán por experimentar, producto del tedio que Ohmori sentía hacia las secuelas anteriores, combinado con la confianza y seguridad que otorga el ver de nuevo a nuestro lagarto favorito en un papel despojado de infantilización, retomando su lugar como la terrible e incomprensible fuerza de la naturaleza que es. En esta ocasión los monstruos son los humanos, quienes inician toda la cadena de acontecimientos para la aparición de las criaturas gigantes, pero siempre que esto suceda Godzilla volverá de las profundidades para luchar una vez más.

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[1] Como bien sabrán nuestros estimados lectores, la purga (el conocido reboot del argot cinematográfico) puede no tener los resultados deseados y terminar con un producto que lleve con más fuerza a la añoranza del original, como sucedió con el desastrozo Godzilla (1998) de Roland Emmerich. El Godzilla (2014) de Gareth Edwards, oportuno para el sexagésimo aniversario del Dios Lagarto, puede considerarse un ejemplo opuesto de esto, donde se intenta rescatar la emoción del original sin dejar de introducir nuevos elementos. Se hablará de esto con más extensión en otra oportunidad.

[2] Esto hace parte de un carácter inherente de la cultura nipona, el del perfeccionamiento de un arte u oficio específico en lugar de abarcar muchos con mediocridad. Luego de la ocupación estadounidense y a través de la occidentalización del país, los japoneses se apropiaron de la música, el vestir, los deportes y las bebidas que habían llegado como novedades, y los hicieron parte de su cultura. Tom Downey escribió un ensayo en el Smithsonian Magazine que explica con detalle este fenómeno.

[3] Junto con lo que se conoce como la “serie Ultra” y la “serie Kamen Rider”, son las tres franquicias de entretenimiento audiovisual más longevas de todo Japón, después del mismísimo Godzilla. Los programas que han surgido de la serie Super Sentai son reconocibles por varios elementos en común, entre ellos los trajes de colores vivos, las secuencias de transformación de los protagonistas y, por supuestos, los mechas combinables. En Latinoamérica, los ejemplos más claros son Flashman (1986), Liveman (1988) y la adaptación estadounidense de Zyuranger, conocida como Mighty Morphin Power Rangers (1993).

[4] Como nota curiosa, tanto Minegishi como Kôji Takahashi compartirían set en la extraña y enloquecida Teito monogatari (1988), conocida en estos lados como Alien Invasion o Tokio: The Last Megalopolis. Al igual que otra película de esta Semana de Horror en Filmigrana, Alien Invasion también contó con diseños de concepto de H.R. Giger, a quien le interesaba la idea de la película pero no pudo trabajar directamente en ella por conflictos de horario.

[5] De él solo sabemos que es protagonista de Kagirinaku toumei ni chikai blue (1979), una película escrita y dirigida por Ryu Murakami, un novelista que apreciamos bastante en Filmigrana. Nos pondremos en la tarea de encontrarla y hablar en detalle sobre ella.

[6] No confundir con David Howell Evans, también conocido como The Edge, guitarrista y tecladista de U2.

Georges Franju: Les Yeux Sans Visage (1959)

Desde los inicios de la historia del cine el horror, la fantasía y la ciencia han tenido una conexión, aunque sea al menos circunstancial. Producto de una mentalidad científica y emprendedora de finales del siglo XIX, el cinematógrafo ofreció una ventana de difusión tecnológica que se fue desarrollando a la par de las historias de ficción, cada vez más elaboradas y apropiadas de su medio. Más allá de pensar en las adaptaciones de Julio Verne hechas por “el otro Georges”, saltamos a Das Cabinet des Dr. Caligari (Robert Wiene, 1920) y sus observaciones sobre la psiquiatría y las pesadillas totalitarias[1], la celebración de la egiptología moderna en The Mummy (Karl Freund, 1932) o la seminal Frankenstein (1931) de James Whale, una película tan influyente que incluso 60 años después se sigue jugando con la misma premisa del homicida reanimado a partir de electrochoques.

Si nos detenemos a observar, estas tres películas están vinculadas con la guerra de alguna manera: los guionistas Hans Janowitz y Carl Mayer (quien luego sería el guionista de cabecera de F. W. Murnau, otro titán del horror) escriben Das Cabinet tras sus horribles experiencias con el ejército durante la Primera Guerra Mundial; en esa misma guerra James Whale es hecho prisionero por los alemanes, y es tras las líneas enemigas donde descubre su pasión por el drama y la puesta en escena. Karl Freund, cinematógrafo de Metropolis (1927), no vive la guerra de primera mano, aunque su ascendencia judía lo motiva a huir de Alemania para evitar un horrible destino, inminente a la vuelta de unos pocos años.

La Segunda Guerra Mundial trae consigo más imágenes escalofriantes para todos los frentes involucrados: los pogroms y linchamientos de diferentes grupos étnicos; la “medicina” sádica y sin propósito del Ángel de la Muerte, Josef Mengele; las pilas de cadáveres congelados en el frente oriental y, por supuesto, los campos de concentración en todas sus variedades, desde los gulags rusos hasta los muros de Auschwitz II-Birkenau, pasando por las prisiones de la guerra Sino-Japonesa. El fin del conflicto en agosto de 1945 no disipa los fantasmas de estos crímenes, y en Europa se pretende no traerlos de vuelta a través del entretenimiento, por lo que aparece una censura implícita en el cine de horror, de entrada un medio narrativo vilipendiado y considerado de poca monta entre los círculos artísticos de la época.

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La censura francesa a los excesos de sangre, la aversión británica al maltrato animal y la inquietud que generaban los científicos locos en Alemania (ver: Mengele) generaron un caldo de cultivo para la existencia de Les Yeux Sans Visage (Los ojos sin rostro), una afrenta directa a estas normas tácitas, en la que un médico loco tortura animales mientras corta rostros de mujeres frente a la cámara.

Partiendo de esa premisa tal vez sea prudente pensar en Les Yeux como una curiosidad de autocinema, proyectada en doble función con alguna película de escaso presupuesto dirigida por William Castle (¿Quizá House on Haunted Hill con Vincent Price?), y pueden sentirse en lo correcto si llegaron a pensarlo, estimados lectores. En efecto, la película viajó a Estados Unidos con un nuevo nombre en su pasaporte,  The Horror Chamber of Dr. Faustus[2], y fue proyectada de la mano de The Manster (1962), aunque Les Yeux se hizo destacar por lo especial de su factura y la elegancia y sutileza de su texto. Aunque sea posible leerla como una denuncia de los horribles límites de la ciencia al ser empleada con fines nefastos, es un relato sobre identidad, culpa y castigo en el que la crueldad comparte la luz del escenario junto a la inmensa y cuidada cantidad de objetos quirúrgicos con los que el Dr. Génessier (Pierre Brasseur) intenta restaurar el rostro de su hija, la joven y trastornada Christiane (Edith Scab), quien ha sufrido un horrible accidente automovilístico y ahora requiere un suministro constante de mujeres igual de jóvenes y bellas.

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La dirección meticulosa y cuidada se nota desde la primera escena, en la que somos invitados a una vista subjetiva desde un carro que recorre la oscuridad de la campiña francesa mientras suena una versión malvada del tema musical de Les 400 Coups[3], compuesta por el excéntrico polímata Maurice Jarre. Pierre Brasseur lleva sobre su espalda buena parte del éxito de esta película, en la que su interpretación del Dr. Génessier es tan macabra y espeluznante como cercana a la realidad: un hombre pragmático y de familia (que podría ser cualquiera de nosotros) hace lo indecible para ayudar a su hija, y así mismo logra aprovechar sus influencias como médico respetado para eludir a las autoridades y a los investigadores que están tras la pista de las mujeres desaparecidas. Volviendo a las comparaciones inapropiadas, es tal vez un sano regreso a Metropolis, donde el Dr. Rotwang construye el robot de Maria en un intento de emular a Hel, su amada y difunta esposa.

No obstante, es en el inusual papel de Christiane donde el horror se complementa con la compasión, un personaje que subvierte a futuro al “monstruo desfigurado”, dotándolo no solo de personalidad sino también de un inmenso dolor por su condición. La película toma la leyenda de la condesa Bathory y la dobla en la punta como un alambre dulce, permitiéndole a Christiane reconocerse en las otras mujeres que, como ella, desaparecieron de las vidas de los otros tras un accidente, y llegan a hacer parte de su rostro necrotizado. Las numerosas iteraciones de máscaras, vendajes y espejos refuerzan este efecto, y transforman una horrible experiencia médica en un evento etéreo y sublime, como el vuelo de unas palomas blancas que, como Christiane, han sido enjauladas en contra de su voluntad. Franju tiene una habilidad excepcional para hacer esta transformación, algo que se evidencia en su primer cortometraje, Blood of the Beasts (1949), en la que escenas de un matadero de caballos y reses son yuxtapuestas con vistas de la Ciudad de las Luces, una Paris quieta de madrugada. Así mismo, la belleza que surge de los actos horribles del Dr. Génessier es retratada con las herramientas de la objetividad documental, pero con la disposición de narrar un relato fantástico.

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El reconocimiento a esta película no es tan alto como debería ser, pero da evidencia de lo proclives que son los franceses al horror altamente estilizado, sensual y ultraviolento, y ha sido la semilla para producciones audiovisuales de todo tipo de factura, desde la intrigante y delicada La Piel que Habito (2011) de Pedro Almodóvar, pasando por Face-Off (1997) de John Woo, el remake poco elegante que es Les Predateurs de la Nuit (1987) de Jess Franco, y por supuesto el episodio A Imagen y Semejanza de la serie hispanoamericana Decisiones Extremas. De todas estas producciones, sin importar su mensaje, propósito o calidad, hay un elemento que prevalece y nos lleva a imágenes de profunda belleza e incomodidad: un par de ojos muy abiertos y observantes, detrás de una máscara.

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[1] Para ampliar en este tema se recomienda leer el libro From Caligari to Hitler de Sigfried Kracauer, en el que el teórico de cine indaga sobre la mentalidad y obediencia inherente de los ciudadanos de la Alemania del Weimar, y su necesidad subconsciente de un dictador.

[2] Lo cual nos debería llevar inmediatamente a otro Dr. Faustus, particularmente a Faust (1926) del ya mencionado Friedrich Wilhelm Murnau. Recordada hoy en día por sus hermosos efectos especiales y por su influencia sobre Fantasia (1940) de Walt Disney, en particular la secuencia “Night on Bald Mountain”.

[3] Otra película de 1959 que, como sobra recordarlo, empieza con una vista de Paris desde un vehículo en movimiento, mientras ruedan los créditos iniciales.

Píldoras de Higiene Mental #6: Shigeru Tamura

Tenía alrededor de unos 13 años cuando, por algún milagro del azar, tuve acceso al canal de televisión Locomotion, que hasta ese entonces había sido reservado para cable. Desconozco cuál era el motivo para no tener que pagar por el servicio, pero ahí estaban frente a mí las innumerables emisiones de Ghost in the Shell, fantástica sin importar la edad en que se vea; The Maxx, con sus complejas y brutales preguntas existenciales no aptas para niños (una cualidad compartida por Dr. Katz); la técnicamente pulida Macross: Do You Remember Love? (1984), que ya había devorado en ocasiones anteriores a través de un VHS de mi hermano; ocasionales e ininteligibles vistas de Noiseman Sound Insect, y ni hablar de Neon Genesis Evangelion, que como muchos sabrán se intentó emitir sin mucho éxito en canales públicos de Latinoamérica para luego arrasar con el panorama de la animación por consenso, por las vías que fueran.

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Minecraft, circa 1995.

Sin embargo, de todas las animaciones japonesas emitidas por este canal eran muy pocas las que venían con subtítulos, y mucho menos las que siquiera se doblaban al español, por lo que quedaba a la discreción y aptitud de cada televidente el poder descifrar su contenido. Entre las más obscuras estaba A Piece of Phantasmagoria, las historias de un planeta compacto y complejo que a través de la fuerza de asociación[1] me produjo una emoción indescriptible, pero cuyo alcance y temas no podría entender sino hasta mucho después. Con el paso de los años y tras la sentida muerte de Locomotion, redescubrí la corta pero sustanciosa carrera audiovisual de Shigeru Tamura (26 de noviembre, 1949) y me llevó a hacer una visita guiada a través de estos fascinantes ansiolíticos. Es un viaje por el reino de los sueños para encontrar de nuevo este planeta. Esta será una historia de dicho viaje.

A Piece of Phantasmagoria (1995)

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Tamura publicó el libro ilustrado Phantasmagoria en 1989 y 5 años después hizo su primera adaptación audiovisual llamada Amusement Planet PHANTASMAGORIA, en esencia un CD-ROM con una presentación multimedia del libro. Como el nombre del disco lo indica, el planeta guarda una estrecha relación con un parque de diversiones, en la que hay diferentes zonas o “biomas” donde viven personajes coloridos con historias extraordinarias enmarcadas en la cotidianidad. La versión emitida por Locomotion y la que nos concierne es una especie de miniserie, con 15 episodios que no sobrepasan los 5 minutos. Algunos de estos narrados y otros no, en todos hay un fuerte contraste entre la simplicidad del diseño, la animación limitada y los temas que pueden parecer infantiles, pero que delatan unas preocupaciones adultas por la memoria, la nostalgia, la muerte, la soledad y el tedio del trabajo[2], por poner solo algunos ejemplos, mezcladas con una capacidad de asombro que se va perdiendo a medida que la adultez va llegando. En este sentido se podría llegar a hacer una comparación con El Principito de Antoine de Saint-Exupéry, donde no sólo se narran temáticas complejas a través de las interacciones simples entre sus personajes, sino que también existe esa pequeña fascinación por los pequeños planetas y sus habitantes temáticos.

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Sería algo grosero e ignorante establecer esto como un único referente (aunque no se puede negar su importancia), y debe tenerse en cuenta lo rico y desarrollado que es el mundo de la ilustración para niños en Japón, con maestros como Rokuro “Roku” Taniuchi o Takeo Takei, e incluso la serie de videojuegos Mother (conocida en América como Earthbound) tiene un gran número de similitudes estilísticas, aunque el escepticismo contemporáneo podría descartarlas como desarrollos convergentes en un ambiente fértil para la creatividad como lo es el Japón de final del Siglo XX. La música de Utollo Teshikai, que lamentablemente no está disponible por separado de las animaciones, evoca también una sencillez propia de la infancia, y acompaña todo el material audiovisual de Tamura en lo que parece ser una brillante relación de trabajo entre compositor y director[3].

El primer episodio, El Show de la Aurora, establece el tono de la serie y es una alusión muy apropiada a un proyeccionista[4] que se encarga de situar las constelaciones en el cielo, de acuerdo a cada estación. El proyeccionista conoce a un hombre momia, oriundo del País del Sur, que ha viajado hasta el proyector para ver la aurora boreal, fenómeno en torno al cual se reúne una pequeña comitiva. Los cinco minutos transcurren narrando este pequeño pero significativo evento. La relación entre ambos personajes deja ver los dos tipos de historias prevalentes en la serie, el hombre momia es un viajero como lo es el hombre de nieve (que muere derretido) en El País del Sur, el viajero estelar que se encuentra con su creador en El Bar Altair o el hombre cactus que regresa al país de sus congéneres en Ciudad Cáctus. El segundo tipo de relato tiene que ver más con el asombro popular, con otros episodios como La Fábrica de Pinturas del Valle del Arcoiris, Océano Cristalino, El Día que la Bombilla Brilló, La Noche de las Perseidas y El Fin del Viaje que tienen como eje un evento que logra reunir a muchas personas para ser pasivamente maravilladas. El caso del Océano Cristalino es uno bastante especial, no solo por tener a uno de los personajes más recurrentes de su obra (el viejo con bastón y su gato) sino que además llevó a Tamura a extender sobre ese pequeño episodio y lo convirtió en un cortometraje de 23 minutos.

Glassy Ocean: Leap of the Whale (1998)

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A manera de zoom in, Tamura nos da acceso de alta definición a uno de los paisajes más fabulosos y extravagantes del planeta Phantasmagoria, un enorme y plácido océano de vidrio verde donde todos los animales marinos se mueven con una lentitud abrumadora. El viejo con bastón y su gato Tango regresan, esta vez buscando peces voladores en la inmensidad del océano, hasta que se encuentran con algo que parece ser grande: una ballena a punto de saltar. El “a punto” es engañoso, y le da tiempo al viejo para recordar su antiguo trabajo de darle cuerda a relojes gigantes, cantar y cenar con hombres hechos de agua de vidrio e incluso soñar con su pueblo natal, encarnado (¿O debería decir enconcretado?) en unos amigables edificios ambulantes, que le instan a viajar y recorrer el océano.

Esto precede al encuentro con R., el pintor, quien aprovecha el salto de la ballena para plasmar unas bellas acuarelas, a su vez un bálsamo de la memoria para nuestro anciano protagonista. A pesar de unas pequeñas inconsistencias entre las representaciones de un mismo universo[5], se ahonda en los recuerdos de varios espectadores[6] y en la naturaleza maravillosa de un fenómeno extraño en un planeta no menos extraño. A pesar de haber sido realizado en 1998, la mezcla en este corto entre animación tradicional y los paisajes en 3D es agradable a la vista, y notamos cómo la fascinación por el mar y la vida costera es evidente en este cortometraje, pero se termina de explorar con más detalle en la tercera y última pieza de Tamura.

Ursa Minor Blue / Fish of the Galaxy (1998)

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Producida casi simultaneamente a Glassy Ocean, Ursa Minor Blue se puede considerar como una adaptación muy libre de El Viejo y el Mar, en la que el Viejo Astrónomo, físicamente muy parecido al protagonista de Glassy Ocean (interpretado por el brillante Ichirô Nagai[7]), vive con su nieto, el joven Uri, y salen de pesca regularmente para luego regresar a casa por las noches y observar las estrellas. Durante una de estas observaciones notan una anomalía que los lleva a visitar al mago Tongari, quien ha fabricado un arpón especial para que Uri le de cacería al Pez de la Galaxia, un ente fuera de control que se dedica a devorar estrellas. En este corto viaje se encuentran con otros personajes del planeta Phantasmagoria, como los árboles parlantes y un Edificio Ambulante, y Tongari utiliza cristales enormes como fuente de poder del mismo modo que el Viejo de Glassy Ocean enciende una fogata con un pequeño cristal, aunque no hay ninguna otra referencia a los landmarks habituales de Phantasmagoria, lo que nos lleva a pensar que hacen parte de un universo paralelo, o se trata simplemente de una serie de criaturas compartidas en las obras de Tamura. De todos los cortos, este es el único que cuenta una historia más “tradicional” con un claro inicio, nudo y desenlace que gira en torno a la travesía heroica de Uri para cazar al enorme pez negro. Con diálogos mucho más concretos y momentos más marcados, es quizá la más accesible de las piezas, pero eso no le quita el mérito contemplativo y relajante a Phantasmagoria y a Glassy Ocean, en sí mismas piezas para escapar de la acción que promete en todo momento Ursa Minor Blue.

Shigeru Tamura sigue dibujando y publicando libros hasta el sol de hoy, aunque no parece tener intenciones claras de regresar al campo audiovisual[8]. Viendo como sus tres trabajos hasta la fecha son una labor apasionada y consistente, todos producidos con el mismo equipo pequeño, queda a la imaginación ver qué haría este autor con las tecnologías de animación disponibles hoy en día. Es un planeta al que volvería con mucho gusto.

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[1] Para esas fechas uno de mis juegos de computador favoritos era Twinsen’s Oddysey (también conocido como Little Big Adventure 2), y la acción se desarrollaba en dos planetas pequeños y esféricos que recuerdan mucho, tal vez demasiado al universo de A Piece of Phantasmagoria. Siendo todavía un niño en aquel entonces, acoplé ambos universos a través de mi imaginación rampante y eso en sí mismo era una actividad llena de dicha. Qué verde era mi valle en aquel entonces.

[2] Una gran diferencia entre la condescendencia pedagógica de la televisión infantil americana y la hermosa crudeza con la que se educa en Rusia, China, Japón y algunos países europeos notables por su literatura infantil, como Finlandia y los Moomin de Tove y Lars Jansson.

[3] Para impresionar en los cócteles: otros ejemplos de estas sólidas relaciones entre música e imagen son entre David Cronenberg y Howard Shore, Sergio Leone y Ennio Morricone, Steven Spielberg y John Williams, Claire Denis y Tindersticks, Dario Argento y Goblin, Federico Fellini y Nino Rota, Tim Burton y Danny Elfman, así como John Carpenter y… John Carpenter.

[4] Aunque no tenga una relación directa, viene a la cabeza el primer segmento de El Hombre de la Cámara (1929), donde también se establece de manera muy meta que lo que está a punto de ser visto es una película y un producto de ficción.

[5] El Gondwana es un barco mencionado y mostrado tanto en A Piece of Phantasmagoria como en Glassy Ocean, aunque su representación varía: en el primero es un enorme trasatlántico, semejante a los que se ven varias veces “avanzando” en el océano cristalino, mientras que el segundo es un barco de vapor movido por un cigüeñal, comúnmente usado para navegación fluvial, y de cuyo destino final nos enteramos en Glassy Ocean: descenso por una catarata de vidrio.

[6] Uno de ellos tal vez es la referencia más directa a El Principito, en la que un hombre vestido de aviador encuentra una estrella fugaz en el desierto. También hace referencia a La Fábrica de Pinturas del Valle del Arcoiris, y el hombre que se hace rico hallando estrellas fugaces.

[7] El viejo Mito en Nausicaä del Valle del Viento (1984), la hilarante Mano Izquierda en Vampire Hunter D: Bloodlust (2000) y tanto el afable gato Karin como el maestro Happousai en las versiones originales de Dragon Ball (1987-1988) y Ranma ½ (1989) respectivamente… Entre otros 200 créditos.

[8] Su página personal, bastante reducida en información (Nota Ed.: ahora fallecida), muestra unos cels de animación de lo que parece ser una nueva producción, pero datan del 2015 y no se ha dicho nada nuevo hasta el momento. Solo nos queda esperar.

Seis

… (Capullos en una piscina)[1]

Hemos vuelto de entre las sombras para hablarles sobre el holometabolismo, y de cuánto cuesta atravesarlo.

Lo hacemos cada año, en realidad, con el corazón entre las garras y con una dosis menor de cinismo que la que acompaña nuestra perspectiva de este maizal en el que nos ha tocado llevar a cabo nuestra metamorfosis. Aunque este es un momento favorable para crear una publicación web de crítica cinematográfica o incluso una editorial o, qué sé yo, una productora (!), es tal vez un momento difícil para permanecer humano, sensible y cuerdo.

No vamos a entrar en detalles sobre asuntos políticos, económicos o sociales que intervienen en el desarrollo de esta pequeña iniciativa, ya que a) son demasiadas variables, b) no viene al caso y c) en menos de tres oraciones dejaríamos ver las horribles fracturas morales que componen nuestra diversidad como redactores de esta página, algo que dista mucho de ser una mente enjambre y se muestra más como una pluralidad de perspectivas y motivaciones para insultar al prójimo.

Más bien quisiéramos celebrar esas coloridas diferencias, y crear espacios para que se expresen con mayor ductilidad. Llevamos un muy buen tiempo preparando dichos espacios, pero esa tardanza responde a la calidad con la que queremos entregarlos, algo que no solo nos compete a nosotros (porque respetamos una buena investigación, el trabajo hecho con paciencia y los paseos en moto sin casco) sino a las personas que eventualmente recibirán estos contenidos, entre esos quienes leen estas líneas con una pizca de entusiasmo. Es también porque en el paso de pupas a imagos, debemos hacernos muchas preguntas con respecto a este proyecto y la manera en la que afecta nuestras vidas a largo plazo.

El título de este artículo corresponde a los seis años que han transcurrido desde que nos empezamos a preguntar sobre el cine de una manera distinta, dejando a un lado el consumo pasivo y delicioso para cuestionar lo que vemos de forma más activa y directa, aun cuando ese cuestionamiento no fuese en principio poco más sino una bengala cargada de prejuicios. A lo largo del último año hicimos el experimento de observar la evolución de nuestros escritos, de cómo rebotaban en calidad y optimismo a medida que pasábamos por momentos muy específicos de nuestra vida real, aquella que funciona detrás de estos pobres pseudónimos. Así pues, no es difícil hacer la cuenta de todas las cosas que pueden suceder en seis años.

En esos seis años algunos de nosotros han contraído matrimonio, otros se encuentran comprometidos, varios de los colaboradores han terminado carreras universitarias para empezar maestrías, algunos se han ido del país y otros han regresado con nuevos conocimientos para aportarle a esto. ¿Qué es “esto”, a la larga? ¿Por qué un grupo de personas querría dedicarle tiempo a lo que hasta ahora parece que han sido (a juzgar por esta misma página) unos escritos, algunas imágenes .gif y unas cuantas proyecciones de cine en vivo? Claramente es porque “esto”, Filmigrana es muchísimo más que esas minucias.

No planeo hacer un pitch de ventas porque todos sabemos que soy terrible en esa área, pero sí quiero hilar todo lo mencionado anteriormente: capullos, gente brillando en la oscuridad, ancianos teniendo sexo, producciones y ediciones impresas, espacios diversos… El mensaje es bastante claro: nos ampliamos una vez más, o más bien, seguimos bajo el efecto de las ampliaciones anteriores, desprendiéndonos de nuestra antigua piel para dar paso a otros cambios necesarios. Aunque empezó como una especie de divertimento y nunca lo planeamos de esta manera, notamos que ahora Filmigrana hace parte de nuestras vidas y le debemos nuestro tiempo y esfuerzo a este proyecto, ahora mucho más grande que nosotros. Por lo mismo, es nuestro deber cooperar con los demás miembros del equipo que no están adscritos a este espacio de crítica vitriolíca, a quienes eventualmente conocerán en su propio sitio pero que siguen viviendo con nosotros en el mismo asilo proverbial.

Ahora, ¿Qué saldrá de estos capullos?

[1] Gracias, Ron Howard.

Píldoras de Higiene Mental #5: Koji Morimoto

“La razón por la cual me convertí en un animador es porque me gusta pensar “¿Cómo hablará este personaje tan extraño?” o “¿Qué puede decir?”. Al animar un personaje, éste cobra vida. (…) En otras palabras, un animador también puede ser “un dios sobre el papel”.

Koji Morimoto

Aprovechando la oportunidad que ofreció nuestra más reciente exploración de Memories (1995) y la diversidad de estilos y miradas ahí dentro, se me ocurrió regresar a esta infame serie explorando a uno de sus directores más memorables, y sintiendo que Katsuhiro Otomô tal vez exija algo más extenso, al estilo de una Clase Magistral, me decanto por Koji Morimoto. Lo lamento, señor Okamura, en otra ocasión será.

¿Qué hace tan distintivo a Morimoto, y le da un grado de reconocimiento en el ámbito de la animación japonesa? ¿Es tal vez el hecho de ser el fundador de Studio 4°C? ¿Su fascinación por los fluidos corporales? ¿O tal vez la fluidez preternatural que le otorga al movimiento de sus personajes? Es difícil saberlo, teniendo en cuenta que su vasta obra no se encuentra recopilada o comprensivamente detallada en un solo sitio, y está compuesta no sólo por cortometrajes animados (la especialidad de las Píldoras) sino también un largometraje, Fly! Peek the Whale! (1995) y numerosos spots publicitarios, trailers y openings para series.

Tal vez la mejor manera de ingresar a la obra de este prolífico animador sea a través de sus primeros trabajos… Y, quién sabe, tal vez sobre-analizando la aparición de líquidos en movimiento.

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Franken Gears  (1988)

Como parte del Robot Carnival (1988), otra gran antología estrenada poco tiempo después de Akira (1988), se reúnen directores que cuentan, cada cual a su estilo y conveniencia, una historia con robots como eje central de sus narrativas. Teniendo en cuenta lo variada y colorida que es la relación del Japón con lo automático, no sorprende ver la cantidad de imágenes familiares que hay encapsuladas en los cortos, aunque son mucho más curiosas e inquietantes las adaptaciones de relatos extranjeros para un código nipón. Siendo una de éstas, Franken Gears es una breve reinterpretación de El Moderno Prometeo (o “Frankenstein”, para los que no estén poniendo atención en casa) de Mary Shelley, con algunos elementos de The Great Dictator (1941) arrojados de buena fe[1]. Sin una sola línea de diálogo, somos testigos de la energizante expectativa que este viejo Dr. Frankenstein le ha volcado a un robot que planea traer a la vida, un posible vehículo para sus presuntos planes de dominación mundial.

Contemplando la posibilidad de que sus planes fallen, el doctor prueba con desespero todo tipo de medidas, y cuando todo parece perdido su creación cobra vida. Más allá del resultado fatal de las máquinas adquiriendo la posibilidad de imitar a sus creadores, nos embelesa y educa el enorme rango de expresiones que tiene el condenado protagonista, con numerosos gestos y genuflexiones que reflejan distintos grados de júbilo al ver nacer al enorme gigante de hierro.

Fluidos adicionales: la saliva del científico extasiado.

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Noiseman Sound Insect (1997)

Posiblemente la obra más recordada de Morimoto, llegó a nuestras tierras gracias al canal de televisión Locomotion[2], en donde se emitió en su idioma original y sin subtítulos. Para ese entonces, alrededor del año 2001, me fue difícil entender de qué trataba todo esto, y tuve largas horas de confusión al ver cómo los aparentes protagonistas trabajaban para y luego contra el Pikachu del Infierno que viene siendo el epónimo Noiseman.

Con los años y la (falta de) experiencia llegó la comprensión, y con ella el entendimiento del argumento: los primeros minutos son la condensación de todo Franken Gears, en los que un científico loco (aunque no tan loco como el argumento mismo) crea a Noiseman, un engendro que se alimenta del ruido y crece sin control, hasta el punto que éste decide dominar el mundo por su propia cuenta. Eventualmente Noiseman recluta varios jóvenes que le ayudan a alimentarse, entre ellos los protagonistas Tobio y Leina. El método de reclutamiento parece involucrar lavado cerebral a través de la ingesta de Semillas del Ruido, ya que estos jóvenes e insensatos cazadores vuelven a entrar en razón apenas tienen contacto con la Fruta del Sonido, otro McGuffin que también hace las veces de arma letal contra Noiseman. Así, se crean varias alianzas intempestivas, entre los habitantes de la aparente favela del ruido y unos pequeños fantasmas que han sido desprovistos de su ¿Sonido? ¿Alma? No es algo que quede muy claro, incluso con subtítulos.

Si bien el argumento no es algo que pida ser entendido a gritos, no podemos tratar con el mismo desdén el exquisito y delicado trabajo de animación, y no es muy desquiciado afirmar que después del render de Magnetic Rose, Morimoto ha quedado prendado de la animación 3D y de las posibilidades que le ofrece a la hora de complementar la animación tradicional en 2D. Este corto es un campo de experimentación adecuado para tal fin, en donde vemos un empalme idóneo entre personajes dibujados “cuadro a cuadro” y escenarios tridimensionales con texturas en 2D, algo que abarata bastante el proceso de realizar un plano secuencia animado sin que necesariamente se vea menos efectivo. Se resalta también la música, producto de una nueva colaboración con Yoko Kanno, y los créditos, que son aún más crípticos (y llenos de información) que el corto mismo.

Fluidos adicionales: el hábitat de las Frutas del Sonido, y podríamos irnos tan lejos de decir que los fantasmas están hechos de una sustancia líquida.

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The Animatrix – Beyond (2003)*

*Lo lamento, no hay un link de buena calidad que pueda proveerles.

Tiempos aquellos, en los que los familiares Wachowski[3] aún no habían decepcionado al mundo con las secuelas de The Matrix (1999), o al menos no habían deteriorado el legado de una buena película de ciencia ficción con enloquecidas conclusiones[4]. Como pieza acompañante para el extenso y rico universo que había planteado la toma de la píldora roja, se propuso crear una serie de cortometrajes que hicieran las veces de precuela y de textos anexos, con la particularidad de ser todos dirigidos o producidos por estudios de animación de Japón.[5] Esta decisión tiene sentido, debido a que la película original pide varios elementos (estilísticos y narrativos) prestados del anime y, como ya hemos visto con anterioridad, los nipones no se quedan cortos a la hora de realizar antologías sobre las múltiples implicaciones de las máquinas en la humanidad.

Aplicando las consecuencias lógicas más extremas del universo de The Matrix, una de las piezas más memorables es Beyond, en la que la joven Yoko (¿Kanno?) sale en busca de su gato Yuki, lo que la lleva a una vieja casa abandonada por la humanidad y por las leyes de la física. En paralelo, un misterioso camión se abre paso a través de las calles de Tokio, y cuando éste llega a la vieja casa vemos a un grupo de fumigadores comandados por alguien que, gracias a la mitología de la saga, podemos reconocer como un agente. Es así como este lugar, un error en la Matriz, es neutralizado y reemplazado por un sitio común y corriente, donde la vida continúa. El final es igual de lóbrego al del resto de secuencias de la antología, y el uso de la animación 3D responde mucho a lo que se ve en los dos cortos anteriores, y contrasta bastante con las demás piezas que hacen uso extensivo del mismo, en particular “Matriculated” de Peter Chung[6]. A diferencia de los anteriores, en este corto no hay colaboración musical de Yoko Kanno.

Fluidos adicionales: la sangre de los niños y de Yoko, tanto cuando toca el suelo como cuando no.

Esta es apenas una primera y pequeña mirada a una obra sólida, con la confianza de que existan trabajos futuros de Morimoto mucho más extensos y ricos, al menos mientras tengo la oportunidad de ver “Fly! See the Whale!” en una edición decente y pueda escribir algo decente sobre ella. Algún día.

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[1] Es muy difícil disociar el juego del globo terráqueo inflable a la memorable denuncia de Charles Chaplin al gobierno de Adolf Hitler realizada en plena Segunda Guerra Mundial.

[2] …Como muchas otras cosas buenas que agraciaron nuestras vidas a principios de este siglo. Todos recordaremos que eventualmente la parrilla se volcó casi que exclusivamente al anime, nació Animax y años después empezaron a comprar series terribles, en lo que sería conocido como La Gran Crisis de la Animación Japonesa del 2006, de la cual hablaré en otra oportunidad.

[3] A riesgo de sonar fuera de tono y totalmente obtuso, hago hincapié en que el término “siblings”, como ahora se da referencia a Lilly y Lana Wachowski, no existe en español o al menos no literalmente, y es necesario referirlos como hermanos o hermanas. Se deja constancia que esto último no afecta cualitativamente el juicio de valor de sus películas, pero sí arroja otro tipo de lecturas e insights más apropiados para otra ocasión.

[4] A mi humilde juicio, debo decir que el éxito de The Matrix eclipsó el prestigio que pudo haber tenido Dark City (1998), incluso con un año de diferencia entre ambas, y que esta última no tiene el culto que merece, sin demeritar el impacto cultural de la primera. No obstante, después de Knowing (2009) y Gods of Egypt (2015) es muy difícil discernir si Alex Proyas es un genio incomprendido o simplemente un hombre que lleva un buen tiempo sin poder pagar deudas.

[5] Hay una sola excepción, Final Flight of the Osiris, dirigida por Andy Jones y producida por Square Pictures, el mismo estudio responsable de la terrible Final Fantasy: The Spirits Within (2001).

[6] Aeon Flux, Phantom 2040, Reign: The Conqueror (conocido en Latinoamérica como Alexander) y algunos de los personajes de Rugrats son claves para reconocer el estilo de este gran surcoreano.

Katsuhiro Otomô: Memories (1995)

Para mí, recordar no es vivir. Cada vez que reflexiono sobre mi trayectoria en la vida, o que le intento dar una cronología a las cosas que ya no están a mi alcance, en ese instante muero un poco por dentro, y a su vez se marchitan todas las imágenes de momentos preciados que alcanzan a proyectarse en mi cabeza.

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Por supuesto, nuestro oprobio a la muerte y a sus innumerables misterios nos hace propensos a preservar estas memorias en objetos físicos que podamos tener siempre a la mano, como memoriales de tiempos que ya fueron o incluso que no han sido todavía. En ocasiones, estos memoriales son artefactos de destrucción lenta y pausada, amenazando constantemente a aquellos que los contemplan. Un digno representante[1], conocedor agudo de aquello que no fue y lo que tal vez no será, Katsuhiro Otomo produjo, supervisó y dirigió parte de la tercera de sus célebres antologías a mediados de los años 90, siguiendo ciertas tradiciones ya trazadas en su obra y en el canon de la ciencia ficción japonesa.

En esta ocasión, se trata de la adaptación de tres de sus mangas cortos, inicialmente pensados como un posible lanzamiento en formato OVA[2] pero que súbitamente evolucionan para ser exhibidos en la pantalla grande. El resultado de esta empresa es una memorable (¡Já!), aunque irregular serie de visiones y ensayos con agendas muy distintas entre sí. Me explicaré a fondo abordando cada uno de los tres segmentos por separado, en su orden de aparición.

Magnetic Rose – Kōji Morimoto

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Es muy difícil encontrar, en línea o en medios escritos, una voz que esté en desacuerdo con que este segmento es el mejor de toda la antología, a nivel narrativo, visual y musical. Es, a su vez, la que le da el honor al trío de llamarse Memories, siendo el eje tanto del argumento como de la proverbial rosa magnética a la que hace referencia. Una misteriosa llamada de auxilio desvía la atención de los tripulantes del Corona, un carguero espacial que recoge y desmantela chatarra a la deriva, y los lleva a un inusual cementerio espacial en órbita de una enorme estructura. Entre estos tripulantes de diferentes nacionalidades y perfiles se encuentran Heintz y Miguel, quienes ingresan a la estructura y se encuentran de cara con sus memorias y más fuertes anhelos, matizados por la ubicua presencia de una cantante de ópera que parece pertenecer a otro tiempo y espacio muy lejano. Gradualmente, la misteriosa estructura empieza a emitir un campo magnético cada vez más fuerte, que altera e intensifica estas memorias, y hace más difícil distinguirlas de la realidad.

Morimoto, que es también co-fundador de la célebre y magnífica casa de animación Studio 4°C, intenta alejarse al máximo posible del “campo magnético” que es Katsuhiro Otomô, evitando los tropos post-apocalípticos por los que éste es conocido y creando una historia sintética, con unos personajes fácilmente reconocibles, desarrollada con fluidez a lo largo de los escasos 44 minutos de duración. Los llamo escasos, porque fácilmente la historia permite ser extendida y narrada en una película de duración normal, pero eso no aminora la admirable combinación entre exposición, desarrollo de personajes y un argumento constantemente en marcha. Además del exquisito trabajo visual está la música a cargo de Yoko Kanno (una favorita de Filmigrana[3]), quien hace arreglos de Madame Butterfly de Giacomo Puccini para encajar en la decadente tumba espacial que es esta Rosa Magnética. La colaboración entre Kanno y Morimoto resulta fructífera, y se extiende a películas y trabajos posteriores entre los dos.

Si hace falta establecer algún estúpido paralelo que facilite el reconocimiento de este mediometraje, la trama recuerda a otra célebre, homenejeada (y vilipendiada) obra del director soviético Andrei Tarkovski, Solaris (1972), con los recuerdos que cobran vida en el epónimo y nefasto planeta. Es un director y una película que no necesitan carta de presentación, por lo que abandonaré los paralelos aquí. El enganche de este segmento no se puede negar, y me queda a la imaginación que es el primero justamente para evitar que la audiencia se sienta confundida, perturbada o con simples y llanos deseos de salirse de la sala, un escenario plausible para las dos piezas que le siguen a continuación.

Stink Bomb – Tensai Okamura

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Se sabe que el primer chiste del que se guarda registro en la historia de la humanidad fue concebido en la antigua Sumeria, alrededor del año 1900 A.C., y trata sobre flatulencias[4]. Por este motivo no es de extrañar que el segundo corto de la antología, más decantado al humor, tenga odores corporales como partes esenciales de la trama. Se podría definir como una “pieza de ritmo” (o al menos así la ha descrito Okamura en las entrevistas sobre Stink Bomb), ya que desde la musicalización de jazz hasta el perfil del protagonista, un intento de salariman mediocre y obtuso que se ve envuelto accidentalmente en un horrible escenario bioterrorista, tienen lugar una serie de momentos absurdos y viñetas que no demandan un esfuerzo intelectual por parte del espectador (contrario a Magnetic Rose), y en cuyos beats y situaciones se espera explotar la risa que surge del schadenfrëude de ver a un hombre en motoneta que es perseguido por el ejército y las fuerzas especiales japonesas debido a su olor fatal.

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Sin embargo, es una delicada labor en lo que a animación se refiere, empezando con secuencias estáticas que recuerdan a los episodios de bajo presupuesto de Neon Genesis Evangelion (1995), para ir evolucionando (al mismo tiempo que la nube de miasma del protagonista) en escenas pobladas por decenas de personajes en movimiento, soldados con uniformes detallados y reales, así como aviones, tanques y carros de combate con símiles en la realidad, todo en una explosión de movimiento y color. Su estilización es mínima, y el diseño de personajes guarda una relación mucho más cercana con los japoneses de ojos pequeños y frentes despejadas a los que Otomô nos acercó con su obra culmen.

Cannon Fodder – Katsuhiro Otomô

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Como el dueño de la tienda es quien cierra la tapia, el tercer segmento se distancia del camino recorrido por los dos anteriores, y marca pauta no solo gracias a su distopía extraña y particularmente macabra, sino también por su presentación y formato. Siendo el genio y trabajador incansable que es, Otomô da la impresión de estar proyectando un documental de un día de la vida de estos miserables artilleros, el cual ha sido grabado con una sola cámara y logra, de alguna u otra manera, recorrer toda la ciudad sin hacer un solo corte[5]. Resulta imposible de imaginar algo semejante en la vida real, por lo que este proyecto animado aprovecha la posibilidad de crear fondos y sets “plegables” que puedan permitir esa ilusión de continuidad entre escenarios, todos ambientados en una ciudad anónima donde todos sus edificios tienen un cañón u obús montado, y la vida de sus habitantes gira exclusivamente en torno a la fabricación, mantenimiento y disparo de estos cañones, habiendo uno en especial, el #17, que eclipsa en tamaño a todos los demás, y cuyo retumbar hace las veces de campanario de actividades, lo que marca el antes y el después de los días de esta sociedad afablemente belicosa.

Este proyecto animado de gran calibre (*ejem*) exige un retraso en la finalización y distribución de la antología, y es el último de los tres en ser desarrollado.  Existen numerosas alusiones y lecturas posibles en el corto, lo cual lo hace más exquisito de ver en repetidas ocasiones: desde la supuesta ‘ciudad móvil del enemigo’ a la que le apuntan los cañones, que recuerda al eterno e invisible conflicto entre Oceanía, Eurasia y Asia Oriental en 1984 de George Orwell, e incluso el parecido físico del padre de familia protagonista al escritor inglés, hasta los uniformes, capotes y los mismos cañones, basados en modelos alemanes empleados entre la 1ra y la 2da Guerra Mundial, partiendo del ejemplar #17 y su semejanza al Cañón Gustav. Lejos de establecer un comentario crítico o un señalamiento específico, el segmento termina de forma abrupta y poco definitiva en el dormitorio donde empieza, y una música techno bastante anacrónica le da la bienvenida a los créditos finales.

También lejos, muy lejos de tener el appeal masivo y el encanto de la filmografía de Hayao Miyazaki, la sordidez escalofriante de los dramas animados de Satoshi Kon (quien tiene créditos de guión en los dos primeros segmentos) o la demencia absoluta de Mamoru Oshii, es una pieza que fluctúa entre estilos, visiones y formas, relevante para todo aquel que quiera entender y abordar el amplio y rico universo de la ciencia ficción japonesa sin limitarse a los clásicos mechas o al venerable Godzilla, Rey de los Monstruos.

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[1] Aclaro que no me refiero a que sea un portavoz o incluso un ejemplar de la destrucción, sino a alguien que la re-presenta y hace palpable para nuestros magros sentidos.

[2] Para los no entendidos, se podría decir que esto es más o menos el Directo-a-Video de la animación japonesa, sin las implicaciones o sugerencias norteamericanas de una ausencia de calidad o una falta de confianza en el material para ser lanzado en cine.

[3] Entre su grueso cuerpo de trabajo podemos encontrar joyas como la composición de la música de Porco Rosso (1992) como una notable excepción de la colaboración entre Hayao Miyazaki y Joe Hishaishi; Cowboy Bebop (1998) y la banda The Seatbelts, creada con el único fin de musicalizar este maravilloso western espacial; la cruda e implacable Jin-Roh (1999) de la que ya hemos hablado aquí, y la serie Ghost in the Shell: Stand Alone Complex (2002-2006), entre muchísimas otras.

[4] Permítase conocer la historia por su propia cuenta.

[5] En realidad sí hay cortes, pero están usualmente escondidos sutilmente entre transiciones y otros pequeños y evocativos efectos de montaje.

One Missed Call: Takashi Miike (2003) Vs. Eric Valette (2008)

Un enfrentamiento hipotético en el que nadie sale victorioso.

Se podría decir que he sido afortunado al pensar que pocas personas de mi edad han fallecido, contemporáneos míos con los que comparta fascinaciones y momentos cercanos, y siento que aún vivo en la época de las personas que mueren y tan sólo dejan atrás las memorias y experiencias vividas por sus seres queridos, allegados y conocidos aún presentes en este mundo. Este es un paisaje que ha venido cambiando gradualmente en la última década, y a pesar de que suelo pensar en la muerte con cierta recurrencia, no es mucho el tiempo que le dedico a los artefactos de comunicación que dejamos cuando abandonamos el plano mortal.

Perfiles de redes sociales, numerosos correos y aquella cuenta de Twitter que sólo abrimos por presión social permanecen ahí, de la misma manera que siempre lo han hecho los libros, fotografías, pinturas e incluso nuestros huesos no-cremados, contando nuestra historia; lo aterrador de aquellos objetos que nos inundan en el presente es su inmediatez, y la vaga sensación de presencia que proveen mucho después de que sus dueños se han ido. Es un asunto con el cual hemos estado empezando a lidiar en el mundo subdesarrollado, pero esta fantasmagoría ya era bien conocida en Japón y es un elemento en juego en la novela de Yasushi Akimoto[1], Chakushin Ari, de la cual cinco diferentes One Missed Call están inspiradas, y son el motivo de este pequeño escrito. En esta ocasión sólo abordaré la original japonesa y su remake estadounidense, de las dos secuelas japonesas y la serie de televisión hablaremos con más detalle en otra ocasión[2].

Claro, no se trata de una novela salida del éter, y su adaptación es algo menos que sutil a la hora de enseñar su pedigree. Primero, debemos tener en cuenta la contemporaneidad de Ringu (Hideo Nakata, 1998) y su considerable éxito tanto doméstico como internacional, donde ya se dan ciertos escenarios que se repetirán en este dueto de películas como lo son las advertencias ominosas, en la que un mensaje de voz del futuro es un poco más críptico e intuitivo que la conocida advertencia de los Siete Días. Hasta ahí, creo que todos nos entendemos y podemos pasar eso como una sencilla casualidad.

Si contamos con The Grudge/Ju-On (Takashi Shimizu[3], 2002) y la otra pieza célebre de Nakata que es Dark Water (2002) nos daremos cuenta que hay, para este entonces, un suelo muy fértil para el J-Horror, y la entrega que Takashi Miike nos da en el 2003 tiene todos los elementos clave de estas películas: ¿Fantasmas aterradores en forma de niños descuidados? Los hay. ¿Maldiciones relacionadas con un sitio específico? También, hasta cierto punto. ¿Líquidos oscuros que se confunden con sangre? Sí que sí. Adicional a estas fascinaciones locales tenemos el marcado estilo de Miike, quien se desenvuelve competentemente en la sutileza del susto sin que eso le impida añadir sus propios galones de sangre a la mezcla.

La película “original” se salva de ser una pieza derivativa del fenómeno de horror japonés gracias a esos toques estilísticos, proveídos por un hombre que había dirigido al menos 27 (!) películas entre mediados de 1999, año en el que realiza la célebre y controversial Audition, y el 2003. Habiendo dirigido dramas criminales, películas para niños, adaptaciones de videojuegos con luchadoras escasamente vestidas y sus piezas de centro ultraviolentas, nos encontramos ante la seguridad de un director experimentado para el que incluso este material parece ser demasiado malsano y descabellado.

Hay un gran cuidado en lo sugerido y lo contextual, jugando con los formatos de video y creando un espacio creíble habitado por sus personajes, pero todo cobra mayor fuerza con el ringtone[4], que se rumora que fue empleado en atracciones embrujadas en Japón posterior a la película. Infortunadamente, ese ringtone es tal vez la única semblanza de Miike que figura en el remake estadounidense que aparece cinco años después, en manos de Eric Valette.

La película de Valette es la que muchos conocemos sin saberlo, con su infame póster de la mujer contestando un teléfono celular mientras sus ojos… Gritan, por ponerlo en los mejores términos. Sin duda mi amigo JNMGLVDL podría escribir una pieza entera que gire en torno a este arte promocional, que raya entre cautivador y estúpido, por lo que no quisiera extenderme mucho aquí. También es necesario acotar que Eric Valette es francés, lo cual parecería darle un cierto aire de colaborador del Nuevo Extremismo Francés, y deberíamos atenernos a una película aterradora y cruel, ¿Cierto?

¿Cierto?

Valette, en uno de sus muchos contrastes ante Miike, tiene apenas un puñado de créditos de cortometrajes y un largometraje dentro de su maletín, Maléfique (2002), cuyo estilo visual sobresaturado y generoso en CGI da más cuenta de Jean Pierre Jeunet y Pitof que de las transgresiones de Leos Carax, Catherine Breillat o Pascal Laugier. Esta película no es la excepción, orientada a un público que no toleraría ver a unos personajes hablando en un restaurante decente y sosegado, por lo que se decide cambiar la secuencia inicial japonesa por una fiesta adolescente llena de conversaciones banales. Por si fuera poco, la versión de habla inglesa se toma el esfuerzo de explicar la posibilidad de que exista una niña muerta desde el principio, y no hablaré de la reimaginación de la secuencia de créditos, otra muestra (de muchas) en las que el lenguaje toca la nariz de todos.

Muchos de ustedes me conocen bien, y soy abierto y acérrimo detractor de la idea de etiquetar el cine estadounidense bajo una sola bandera de “simple y comercial”, como alguien que carece de amor y discernimiento por lo que ve. Sin embargo hay que llamar ciertas cosas por el nombre, y One Missed Call del 2008 es poco menos que el resultado del Paro de Guionistas del 2007-2008, y siquiera un intento por capitalizar en una serie de películas que eran más o menos rentables y promovieron copiosas secuelas. The Ring (2002) y The Grudge (2004) ya habían tenido su momento, y sus vástagos fáciles y carentes del reparto estelar se hallaban poblando la tierra. También debemos reconocer que ciertas adaptaciones (en especial las del horror de países no anglo-parlantes) pretenden impermeabilizar culturalmente a sus espectadores, y ofrecer la premisa en un formato cómodo y digestivo para las salas, y vagamente titilante en las abundantes distribuciones Directo-a-Video.

Entonces ¿Hay algo que salve a Eric Valette[5]? No, en calidad de sus personajes altamente blandos e innecesarios, un abuso de frecuencias bajas para crear un falso sentido de temor y ansiedad en el espectador (asumo que la mezcla en cine no era mucho mejor, admito que no la vi en una sala) y, de nuevo, el empleo poco convincente de CGI. Pensar que es posible hacer mucho más con menos es un ejercicio absurdo, si nos sentamos a analizar las dinámicas de estudio detrás de esta horrible adaptación que costó alrededor de US$26’000.000, y que hizo el equivalente marginal de esa cifra en salas domésticas (sin contar los mercados asiáticos y latinoamericanos), lo que justifica que ahí haya cesado su linaje.

De una u otra manera, el Paro de Guionistas ya terminó, estamos a varios años de distancia de estas películas y el panorama tecnológico (si no el cinematográfico) ha cambiado, y tras labrar el campo con los huesos y el abono de Feardotcom (2002), Hellraiser: Hellworld (2005) y Stay Alive (2006) hemos cosechado películas tan delirantes como Unfriended (2014) o altamente desechables como Chatroom (2010), nuevamente de Hideo Nakata; esa misma tecnología haría inverosímil una película como Buried (2010) si tenemos en cuenta que una batería de un teléfono celular actual siquiera podría durar 90 minutos en uso constante, pero es apenas suficiente para grabar videos y hacer meta-comentarios en una película como Scream 4 (2011), del recientemente finado Wes Craven.

Lo que sí podemos esperar es un influjo cada vez más elevado en los miedos cinematográficos a esos artefactos digitales, los nuevos fenómenos invisibles en los que una conexión fallida a un teléfono o una señal WiFi fraudulenta reemplazan (de a pocos) a los fantasmas de antaño. ¿Veremos acaso una situación semejante con los smartwatches y los lentes de realidad virtual[6], donde reposarán los avatares embrujados de nuestra presencia después de la muerte? Yo diría que…

Ah, lo siento, me está entrando una llamada.

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[1] Si usted intenta buscar la biografía del señor Akimoto en Wikipedia, se encontrará con la grata sorpresa homónima de Yasushi Akimoto, libretista y productor de televisión.

[2] Para ser franco con quien esté leyendo esto, preferiría invertir ese mismo tiempo en reseñar la totalidad de la saga Hellraiser, con la que ya tengo una familiaridad algo más que pasajera.

[3] Quien dirigiría la adaptación ‘live action’ de Kiki, la Aprendiz de Bruja en el 2014.

[4] Y hablando de ringtones memorables, el que suena durante los créditos iniciales corresponde al tema musical de otra película de Miike, Gozu (2003).

[5] Como nota curiosa, mi buen amigo y colega Dustnation me compartió varias secuencias de Christine (1983) en las que aparentemente John Carpenter arroja la casa por la ventana en materia de producción; me resulta necesario recalcar que este mismo Eric Valette dirigió Super Hybrid (2011), una funesta e hilarante imitación.

[6] De cierta manera, eXistenZ (1999) ya estuvo aquí y muchas gracias, Cronenberg; si quieren irse más atrás, They Live (1988) es la plantilla de la que muchos eventualmente partirán, nuevamente cortesía de John Carperter.

Ciro Guerra: El Abrazo de la Serpiente (2015)

Está muy cerca de lograrlo, señor Guerra. Sorprendentemente cerca.

En la línea de trabajo de este director, existe una película que no ha sido estrenada aún, o siquiera producida (tal vez apenas imaginada), una película que además de tener todo el potencial para asombrarnos, lo puede lograr de principio a fin, manteniendo un delicado balance entre la tradición técnica del canon cinematográfico y el camino rugoso y deslumbrante que se abre a través de las innovaciones. Para Guerra, hubo otra película reciente con ese mismo potencial, y que supo entregar esos elementos con base en ese potencial… Hasta cierto punto.

El Abrazo de la Serpiente no es una película contemplativa ni marginal, no es ese remedo de la escuela soviética de los años 70 que está tan en boga hoy en día, ni está cargada de guiños evidentes a directores de la talla de Ingmar Bergman o el ya insinuado Tarkovsky, como si se tratara de cultistas dejando ruidosas ofrendas a estatuas e imágenes de dioses que hace mucho abandonaron este plano. Por otro lado, tampoco desconoce la tradición, y aunque se le quiera comparar forzosamente con el Fitzcarraldo (1982) de Werner Herzog, debido a ciertos paralelos entre hombres blancos delusionales que quieren hacer lo imposible por encontrar un tesoro imaginado, se trata de una criatura distinta, con otros momentos, artilugios y herramientas a su favor.

El poder de esta película de época no sólo reside en la seriedad con la que se toma la imagen recreada (con sus contadas excepciones de las que ya hablaré), sino que también se ampara en un reparto fascinante, que en su mayor parte está armado de rostros descompuestos, indígenas que exhalan un aire de pertenecer a otro mundo (muy hostil) y un manejo del tiempo hábil y preciso a la hora de mantenernos al borde de la canoa.

Describía hace un momento ese afán de cierto cine contemporáneo de cincelar el tiempo sin consideración, alargando planos por lo fácil que resulta dejar una Alexa encendida frente a una montaña, una playa o un bosque en medio de la borrasca, llenando un disco de estado sólido hasta que el montador/director decida cortar arbitrariamente entre el minuto 10 y el 12. El largo y tedioso viaje de Theodor Koch-Grunberg (una lúcida interpretación del belga Jan Bijvoet) por las encrucijadas del Amazonas es acompañado por situaciones que distorsionan su percepción de la realidad, conectando el argumento con la experiencia del espectador. Estas largas y fluidas travesías son acompasadas por un relato alternativo, el de Richard Evans (Brionne Davis) que hace las veces de alter-ego de nuestro protagonista primario, y ambos encuentran distintas versiones de Karamakate (Nilbio Torres y Antonio Bolívar), viejo-joven y joven-viejo, abriendo de par en par las puertas a ese juego de contrastes entre las percepciones del tiempo.

El carácter de la travesía se hace más palatable a través de viñetas a las que no se le puede remover el carácter subversivo, enseñándonos en esta travesía que no sólo las misiones católicas fungen como portadoras de flagelos y penurias innecesarias para la población nativa, sino también postula que los indígenas residentes del Amazonas no eran (ni son) niños pequeños inocentes en cuyas manos reside todo el poder y la salvación universal. Absolutamente nadie está exento de culpa dentro de este paisaje moral en escala de grises, el cual (si no lo he mencionado ya) está montado tal cual, blanco-y-negro, en contravía de mostrar la conocida exuberancia y color de la Amazonía pero que es mucho más pertinente a motivos cinematográficos.

Es por estas loas y pregones que me resulta más difícil entrar a la parte más débil de la película, que es la segunda mitad[1]. En continuación con el paralelo abierto un par de párrafos atrás, la segunda mitad es la que corresponde en su mayoría a Richard Evans, la cara de la moneda que corresponde a la falta de escrúpulos, la vanidad y el espíritu norteamericano heroico e intervencionista de los años 40. El regreso a la misión/resguardo es impactante en un principio, algo que nos recuerda a las lúcidas fantasmagorias que Gabriela Samper trajo a una Colombia incauta con Los Santísimos Hermanos en 1969. Esta sensación se pierde cuando conocemos al líder del sitio (Nicolás Cancino), quien tiene el rostro y el histrionismo adecuados para participar en un cortometraje universitario de primer año, pero no para competir con el gravitas y la fuerza del resto del reparto. Una prolongada secuencia de escenas da lugar al desenlace apresurado de una de las líneas argumentales, y la desembocadura de un tercer acto flojo en comparación con el resto de la obra.

Si bien no me detendré a desmenuzar el final, puedo dar cuenta de lo anticlimático que es, adicional a que es la referencia menos sutil a la historia del cine que hay en toda la película. Este suceso, por otro lado, abrió las puertas al entendimiento de otras películas, así como a valorar a otros directores cuyo trabajo pasará más pronto que tarde por nuestras páginas, tal como es el caso de Rubén Mendoza y su singular estilo cinematográfico[2]. Establezco este paralelo porque se trata de dos directores que han sabido darle una impronta personal a sus películas, a menudo desviándose de lo que podría ser aconsejable, correcto o simplemente lo habitual de un cine con una historia entrecortada y de escasos recursos como el que se produce en este país. Sin embargo, ambos están aún en el proceso de dominar la cohesión de un relato cinematográfico de principio a fin.

La cantidad de decisiones infortunadas que preceden al cierre de la película, desde las llamas del árbol hasta el envoltorio de mariposas son muy difíciles de defender en el territorio del distanciamiento cinematográfico[3] y entran más en el campo de los descuidos de producción. Durante una conversación que tuve con una maestra y documentalista adscrita a Filmigrana, quedó en claro que el final más adecuado de la película habría sido durante el plano “punto de vista” de Theodor mientras Karamakate exhala yopo en su nariz, evitándonos todo este desconcierto y cerrando en una nota de misterio y asteuridad.

A pesar de esto, hay un claro compromiso visual que Ciro Guerra plasma en sus películas, y que (como ya se ha repetido en el texto y sus pies de página) es alguien que va en camino de metas sensatas y terrenales, como la creación de una industria a partir de lo existente[4] y de construir relatos que sobrevivan más allá de su fecha de estreno y construyan discusiones, no sólo de orden antropológico o social, sino también como ladrillos de la historia del cine y como piezas de arte en sí mismas.

Si tiene oportunidad verla en DVD o de ir a una universidad a verla, hágase un favor y vaya.

¡Hey, qué bien!: visualmente es (en su mayoría) una película muy cuidada que no agota, a pesar de su ritmo lento y pausado. La secuencia de la cauchería merece ser recordada con el mismo afecto que le damos al concierto de la azotea de Rodrigo D. No Futuro (1989) o la violación de Pisingaña (1985), entre otras escenas valiosas del cine colombiano.

Emmhh: el final que nos tocó.

Qué parche tan asqueroso: visto en pantalla grande, se nota a leguas que las ilustraciones de los exploradores son fotocopias en papel bond y, como Paramita ha indagado, el tintero que aparece en pantalla es un anacrónico frasco de Shaeffer con la etiqueta removida. Por favor.

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[1] Esto a la larga no debería ser motivo de desdicha, porque no son pocas películas las que tienen primeras mitades memorables y muy bien hechas, seguidas de segmentos pobres y carentes de espíritu. Por citar: From Dusk Till Dawn (1996), Full Metal Jacket (1987), Jeepers Creepers (2001) o The Contender (2000). No hay que molestarse.

[2] Confieso que parte de mi asociación negativa a Mendoza nace después de ver tres de sus cortometrajes en sucesión, durante una proyección al aire libre, en inadvertida compañía de una exnovia y su pareja de ese entonces. Va para los anales de la historia de las citas accidentadas. Sin embargo, son sus diálogos los que me generan más incomodidad, así como la totalidad de la infortunada La Sociedad del Semáforo (2010). Puedo decir que es otro director cuyo trabajo espero ver más a menudo.

[3] Sustento en el cual se ampara la maestra Libia Stella Gómez con el final de La Historia del Baúl Rosado (2005).

[4] Vale anotar que película fue producida por Caracol y Dago García Producciones, alguien a quien Guerra respeta como empresario (a juzgar por su entrevista/paredón en video de la revista Arcadia).