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Charlotte Corday came to our town heard the people talking saw the banners wave weariness had almost dragged her down weariness had dragged her down.

Harun Farocki: Bilder der Welt und Inschrift des Krieges (1989)

Desde los momentos iniciales del filme de Farocki, un estado de hipnosis se asienta sobre el espectador: esto es en parte por la parsimonia natural que conlleva ver y escuchar ola tras ola estrellarse rítmicamente sobre una superficie de cemento pero obedece en mayor parte a un estilo y una lógica narrativa cuidadosamente elaborada por el director. Pronto este plano inicial es sucedido por otros de factura similar, estudios sobre el agua en los cuales parecería algo va a cambiar, pero están controlados de tal forma en que cada movimiento busca replicar de forma exacta (o casi exacta) el movimiento anterior. Es una extraña forma de repetición en un filme lleno de estas: despierta inicialmente una curiosidad natural, luego a medida que avanza el tiempo esta se pierde en un espacio de cuestionamiento y sopor, y luego resulta fascinante nuevamente (hasta que deja de serlo, y así continúa cíclicamente). ¿Son dos movimientos el mismo si son indistinguibles el uno del otro? ¿Qué sí se trata de imágenes de cine?

A medida que estas repeticiones se hacen más conscientes por el autor, estas preguntas se van respondiendo: por su contexto, su ubicación reflexiva dentro de una línea de tiempo y nuestro previo conocimiento de lo que estamos observando, las imágenes son revaluadas cada vez que aparecen en pantalla. Pero el poder de la obra no yace en los recursos utilizados por Farocki (repetición de imagen y sonido, yuxtaposición, voz acusmática, uso de material de archivo) sino en la decisión de no explicar el porqué de sus imágenes, su orden, su tratamiento, su sentido, sino apenas sugerir un camino que puede o puede no ser tomado para quien las observe. Esta libertad de montaje propone una estructura narrativa reminiscente al “flujo de libre pensamiento” propuesto por James Joyce en Ulises, y aunque el filme se despoja de los estrechos que la ficción que presenta, traslada exitosamente la obstinación de Joyce con lo sugestivo sobre lo explícito y lo asociativo sobre lo lineal.

Es gracias a esta estructura que Farocki logra un método discursivo contundente. El fuerte carácter abstracto y reservado de la obra es seductivo, pidiendo del espectador toda su atención y concentración para lo que puede venir más tarde, engañosamente más expositivo. Pero a medida que el filme avanza está ilusión desaparece y nos deja sumidos en un mundo de imágenes concisas pero sólo parcialmente legibles: las conclusiones no pertenecen a su campo, estas son responsabilidad de quien se atreva a tomarlas. Bajo cada plano parece haber una provocación ulterior, una agenda oculta que nunca acaba de revelarse por completo. He aquí un grupo de temáticas que preocupan a Farocki, la guerra, la tecnología, el movimiento, el cuerpo, el Aufklärung (ilustración), pero ninguna de estas parece ser el verdadero objeto de su deseo discursivo. Curiosamente, la iniciativa más explícita del filme en apuntar en una dirección ensayística específica y personal viene atada al título, que en primera y deceptiva instancia parece didáctico: Imágenes del Mundo e Inscripción de la Guerra.

“¿Cómo enseñarles a ustedes la acción del napalm? ¿Y cómo enseñarles las heridas causadas por el napalm? Si les enseñamos heridas de napalm cerrarán ustedes los ojos. Primero cerrarán los ojos ante las imágenes. Luego cerrarán los ojos ante el recuerdo de esas imágenes. Luego cerrarán los ojos ante los hechos. Luego cerrarán los ojos ante la relación de esos hechos.”[1]

Tanto el título del filme, cómo las frases arriba citadas, son parte de una obsesión omnipresente elaborada a través de su filmografía: la responsabilidad de la imagen. En Nicht löschbares Feuer (Fuego Inextinguible) de 1969, Farocki explora los efectos de la guerra sobre el cuerpo, puntualmente los del napalm en el auge de la Guerra del Vietnam. En Zwischen Zwei Kriegen (Entre Dos Guerras) de 1978, reflexiona sobre la creación de memoria nacionalista en Alemania en ambas guerras mundiales. En Erkennen und Verfolgen (Guerra A Distancia) del 2003 retoma la conexión entre lo tecnológico y lo bélico, y de cómo el avance constante en el primero ayuda la deshumanización en el segundo.

Pero Fuego Inextinguible y Entre Dos Guerras resultan demasiado performativas para ser verdaderamente eficientes, mientras Guerra A Distancia es demasiado similar a Imágenes del Mundo para no parecer simplemente una expansión de la misma. Fuego es el más impactante de estos ejemplares, pero también el más viciado: Al contar con la presencia física de Farocki, quien se quema con un cigarrillo para emular una centésima parte de la quemadura por napalm, el filme propone una interesante reflexión sobre el poder inmediato de la imagen y la censura de la misma, pero al mismo tiempo la obnubila por ser en sí misma una imagen excluyente (performativa) y ególatra (Farocki como mártir). En lmágenes del Mundo Farocki elimina la posibilidad de ambas características, al utilizar una mezcla de imágenes de otras fuentes, en su mayoría científicas, e imágenes propias pero siempre distanciadas y abstractas. En reconocer su trabajo visual como parte del problema, Farocki expone el retrato cómo una forma de distanciamiento de la realidad, en el cuál la captura o depicción son estrategias para observar sin los peligros que la observación real y consciente puede proveer. Es por esto que el título resulta importante, estableciendo la crítica del autor frente a la inexactitud de la imagen y la ausencia de la misma en tiempos de guerra (de allí que el mundo no pueda ser aptamente descrito en imágenes sin importar que tan tecnológicamente exactas estas puedan llegar a ser y que la memoria de guerra se reduzca, una vez la oralidad de quienes la sobrevivieron de primera mano perezca por completo, a inscripciones hechas a distancia segura). La experiencia le dictamina también que su presencia es innecesaria, ya que al ser tácita y omnipresente (sus decisiones artísticas son después de todo las que crean su discurso) resulta redundante cuando física.

Adicional a su escogencia de imágenes, el tratamiento de Imágenes Del Mundo es igualmente acertado: La repetición como forma de revaluación es evocativa del trabajo de Chris Marker en Sans Soleil y en Le Fond De L’air Est Rouge en documental, pero más interesante es su similitud al trabajo en ficción de la directora francesa Claire Denis. Denis frecuentemente aleja la estructura de sus filmes de lo cronológico para despertar en el espectador una emotividad sensorial (proveniente de lo inexplicado e inconexo de sus imágenes al ser vistas por vez primera) y un ritmo contemplativo y etéreo (planos secuencias y planos detalles, ocasionalmente ininteligibles rápidamente reemplazan el interés de contar una historia lineal por sumir al espectador en una atmósfera vívida y opresiva). El resultado es igualmente efectivo al del filme de Farocki, estimulando reinterpretación tras reinterpretación cada vez que una imagen es presentada nuevamente: En Trouble Every Day (2001) y Bastards (2013) Denis escoge una estructura yuxtapuesta para narrar sus historia de amantes antropófagos (literales y metafóricos, respectivamente), donde el pasado y el presente (e incluso lo onírico) resultan indistinguibles, pero no por esto ilógicos. En White Material (2009) escoge una estructura circular, donde las imágenes de Isabelle Huppert caminando exhausta en un traje veraniego a través de su devastada granja de café son usadas tanto al inicio del filme cómo al final, pero del mismo modo en que ocurre con Imágenes Del Mundo, su significado es radicalmente distinto una vez han pasado frente a nuestros ojos otras imágenes del mundo: inexactas pero nunca menos que contundentes.

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[1]Farocki en Nicht löshbares Feuer.

Blind Judgement Vol. 1: Submarinos, Misiles y Michael Dudikoff (Parte I)

“Compilación.”

(Del lat. compilatĭo, -ōnis).

1. f. Acción y efecto de compilar.

2. f. Obra que reúne informaciones, preceptos o doctrinas aparecidas antes por separado o en otras obras.

Recopilar películas para dar pensamientos aleatorios al respecto no requiere de una disciplina mayor a aquella de visualizarlas y formar unas cuantas ideas al respecto, así que una vez el concepto de dicha compilación se anide en la cabeza del relator simplemente se trata de llevar tan lejos aquella obsesión inicial cómo se pueda, una obsesión, fetichismo, fijación. Similar a la pornografía, una imagen es más que suficiente para lograr una erección o una eyaculación y lo que le rodea acaba siendo secundario, ya sea una esvástica tatuada en un tobillo, los pliegues formados en la planta de los pies, una trayectoria poco común de un hilo de saliva, una pronunciación de una palabra sucia, una presencia atada a un recuerdo personal o, en el caso que nos concierne, un submarino hundiéndose en las profundidades del océano con el propósito de sostener la ilusión de paz mediante la amenaza hasta que esta deje de ser una estrategia viable.

Es por este capricho que me sumo en la labor de compilar filmes sobre (en, acerca, alrededor de) submarinos. Lo cierto es que una rutina y una regularidad se asienta sobre el espectador tras haber visto un par: la locación, los personajes, el contexto y la lógica que los rige no es exactamente única, pero son siempre variaciones del mismo régimen fílmico y narrativo (excepto cuando no lo son, en cuyo caso se convierten en primeros ejemplos de futuras tendencias y de nuevo un ciclo de imitación/inspiración surge). Algunos filmes aspiran a más y generan reflexiones profundas y problemáticas sobre el ethos masculino, el patriotismo, la mortalidad y la responsabilidad objetiva del cine; otros se contentan con balaceras de armas de corto alcance y batallas navales de misiles nucleares: resulta positivo conocer nuestras limitaciones. Pero cada uno tiene particularidades que lo elevan o sumergen frente a la media, sea por su originalidad, influencia, tratamiento, mediocridad o energía. Los filmes de Combate Naval son el tema de esta primera recopilación: más o menos 15 de estos fueron seleccionados para dar forma a este experimento y para ser deconstruídos desde una perspectiva crítica cinematográfica, política/histórica y de entretenimiento, con el fin de crear en el lector una sana duda o curiosidad respecto a lo presentado y urgirle a buscar esas misma obras que por un impulso el autor decidió ver compulsivamente un día cualquiera. Estos filmes existen por una razón (a veces indescifrable) y fueron el producto intelectual, comercial o artístico de alguien en el mundo: Es razón suficiente para observarlos (en el caso que esto no les convenza, los mejores ejemplares de la recopilación tendrán este pequeño símbolo “✪” junto al título).

En cuanto al título elegido para esta serie de análisis, se eligió como referencia a la película para televisión de 1991 Blind Judgement, también conocida cómo A Seduction In Travis County del director George Kaczander y con las actuaciones de Lesley Ann Warren y Peter Coyote, sobre una asesina absuelta quien seduce a su abogado defensor, el cual se encuentra casado: Encontré esta sórdida historia apropiada para el espíritu de esta sección.

Hostile Waters (1997) de David Drury, Reino Unido.

“Still on patrol, Sir.”

Submarino: K-219

Categoría: Yankee-Nuclear

Nacionalidad: Rusa

Periodo Histórico: Hacia el final de la Guerra Fría, Octubre 1986.

El submarino ruso K-219, comandado por el capitán Britanov (Rutger Hauer), es espiado por el USS Aurora (comandado por Martin Sheen) mientras ambos navegan en silencio en aguas a 500 millas de las Bahamas. En un intento de evasión Britanov ordena la maniobra “Crazy Ivan”, una popular y peligrosa estrategia rusa en la cual el navío da un giro fuerte para captar en su radar lo que antes se encontraba en un punto ciego, directamente atrás suyo. Los submarinos tienen una colisión, de la cual los rusos salen peor librados: el sello de uno de sus misiles se ha roto, y el combustible de la máquina empieza a llenar el espacio de gas tóxico, seguido pronto de un violento incendio. La situación empeora con el riesgo de una explosión nuclear tanto de los misiles cómo del reactor de la nave, y la tripulación soviética debe sortear cómo mejor pueda la peligrosa y volátil situación, sin contar con el hecho de que el USS Aurora se encuentra preparado para hundir a su enemigo tras la más mínima señal de agresión.

La historia de Hostile Waters es una bastante prototípica en cuanto a los filmes de guerra marítima, y pronto nos daremos cuenta que se trata de una temática con poco rango narrativo y cuyo placer se encuentra en los pequeños detalles y en el ángulo que se escoja para contar dicha historia. Co-producida por la BBC y HBO, el filme encaja bien en la creciente tradición de ambos canales de recrear eventos históricos con la mayor objetividad posible en el espectro de la ficción. Pero mientras la mayoría de estos ejemplos resultan fallidos por ser demasiado calculados, tediosos y propensos a prestarse cómo vehículos para estrellas de Hollywood (Game Change, The Special Relationship, You Don’t Know Jack, Toast, Temple Grandin, Recount), el trabajo de David Drury sobresale por su tratamiento realista y humano. Una ausencia de pretensión es palpable desde los planos iniciales (tras una secuencia de créditos sumamente noventera y llena de temprano CGI) donde un arte detallista pero no llamativo cubre cada espacio de las naves y se mezcla con los rostros de los personajes, quienes revelan una mezcla de cansancio y profesionalismo propia de individuos habituados a la labor en la que se encuentran.

Una vez surgen los problemas el filme se transforma en un sutil retrato de los hombres bajo presión: Britanov (Hauer logra una de sus mejores actuaciones con sólo la expresión de sus ojos y el tono de su voz) y su tripulación actúan de forma heroica y concentrada, sin necesidad de recurrir al melodrama o histrionismo para recalcar la delicada situación que les rodea. No hay espacio para el ego ni los berrinches en el K-219, pero si para el temor, la tristeza y el desconcierto, expresado inicialmente en pequeños gestos y más adelante en un emotivo y trágico clímax. Hostile Waters es una película sumamente nostálgica, pero al concentrarse en sus personajes, sus problemas y recursos, sus pensamientos y recuerdos, evade cualquier trazo de sentimentalismo o patriotismo. Al salir de altamar, no obstante, la narración pierde fuerza, especialmente en sus recreaciones de los espacios gubernamentales rusos y estadounidenses (comandados respectivamente por Max Von Sydow y Harris Yulin) aunque añade una perspectiva política e histórica que da mayor contexto de lo ocurrido.

Phantom (2013) de Todd Robinson, Estados Unidos.

“-Americans do have an incentive for peace.

-What would that be?

-Empathy, humanity.”

Submarino: B-67

Categoría: Golf-Diesel

Nacionalidad: Rusa

Periodo Histórico: Guerra Fría en rampante progreso, 1968.

Un desgraciado capitán de la marina rusa, Demi (Ed Harris) es asignado a una última misión antes de su retiro. Comandar el viejo submarino B-67 con un par de agentes de la KGB a bordo para llevar a cabo una misión secreta. Pronto Demi verá el peligro de dicha misión, entre ataques alucinatorios de epilepsia provocados por un antiguo y trágico accidente y la rebelión de los extremistas del gobierno, liderados por Bruni (David Duchovny), quien tiene a su disposición un aparato de camuflaje sonoro que logra que la nave desaparezca ante ojos aliados y enemigos.

Phantom es un moderno (aunque pobre) ejemplo de la perdurabilidad del género: Una clara transición ha ocurrido desde los filmes de guerra claramente patrióticos y propagandísticos en los 40s, los dramas de dos personajes en los 50s, el boom de la inteligencia y el espionaje en los 60s, las superproducciones de acción de los 80s y finalmente la explosión del directo-a-video en los 90s. Visiblemente grabada en digital y víctima de algunas cuestionables tendencias del cine de la época, incluyendo la gratuita adición de escenas de horror montadas de forma rápida y el uso de final abstracto, el filme al menos apunta en una dirección posible para sus sucesores del nuevo milenio (aunque mejor sugerida anteriormente por Below, revisada con detenimiento más adelante). Una curiosa mezcla de drama y thriller, el sentimiento que predomina la visión de la película es el de confusión. Los personajes son rusos pero tienen un pronunciado acento americano (Robinson claramente simpatiza con el sentimiento Americano sobre el Ruso), la estructura es dispersa y episódica, hay una ausencia notable de detalle histórico y el reparto idiosincrático (que incluye también a William Fichtner y Lance Henriksen) es poco apropiado para sus papeles designados (Harris parece perdido en su papel de inadecuado capitán, quien se debate entre locura y arrepentimiento; Duchovny hace un trabajo ligeramente más adecuado, pero su personaje es unidimensional).

A pesar de sus debilidades y errores, Phantom hace un trabajo interesante (el filme en sí es tedioso y demasiado largo aún para sus 97 minutos) en revisar el mito del submarino. En su superficie se encuentran elementos repetitivos del género: un pájaro enjaulado, las maniobras de conducción y evasión, el protocolo burocrático del Two-Man Rule (regla que obliga a toda nave con misiles a tener dos llaves para poder activarlos), la cadena de comando, la jerga náutica. Pero en lugar de remontarnos a un mundo mimético e históricamente exacto, Phantom parece conformado por detalles tomados de otros mundos ya establecidos que reconocemos por asociación cinematográfica: Es un collage de la expectativa, respondiendo a la pregunta ¿que deseo ver en una película en un submarino? Observar un buen número de películas sólo por que tengan una o varias características en común crea una curiosa barrera mental, un estandarte cinematográfico preestablecido (pero en realidad construido, cada quien encuentra sus placeres en distintos lugares) sobre el cual cada nuevo ejemplo resulta una marca en la pared en distintas alturas. En una escena particular, el B-67 cruza la llamada profundidad de aplastamiento y tornillos salen disparados cómo balas contra las latas de la embarcación: No se trata de algo real, pero verlo representado en lo visual no sólo es satisfactorio, es esperado. Puede que dicho evento no afecte la historia en lo más mínimo, pero dice mucho de la intención de sus creadores.

Gray Lady Down (1978) de David Greene, E.U.

“Mickey, show him your muscles if you have to.”

Submarino(s): USS Neptune, Deep Submergence Rescue Vehicle-1 y Snark

Categoría(s): Tang-Eléctrico, DSRV-Eléctrico y Experimental-Eléctrico respectivamente.

Nacionalidad: Estadounidenses

Periodo Histórico: 1978, pero en realidad no importa.

El USS Neptune navega a través de una densa niebla y sufre una colisión con un barco pesquero. El accidente deja al bote al borde de un cañón a 1,450 pies de la superficie, y subsecuentes derrumbes le cubren de tierra impidiendo un rescate inmediato. Comandado por Capitán Blanchard (Charlton Heston), la tripulación va pereciendo por decenas a la espera de un rescate a manos del Capitán Bennett (Stacy Keach) y el capitán Gates (David Carradine), un asocial e inconforme individuo que ha estado trabajando en un submarino miniatura experimental que acaba siendo la última oportunidad de sacar algunos de los hombres con vida.

Uniéndose a la popular oleada de películas de desastre de la década de los 70s (Airport, Earthquake, The Towering Inferno, The Poseidon Adventure), Gray Lady Down resulta perfunctoria por varios motivos, el primordial siendo su descuido con la vida humana (curiosamente se trata de una característica inseparable del género de Desastre, que reclama vidas indiscriminadamente para subir las apuestas en juego). No obstante, al pertenecer también a los filmes de Guerra Naval, el interés por dichas apuestas resulta considerablemente menor al considerar que sólo se encuentran en peligro la vida de unos 100 hombres debido a un accidente, y no la de miles o millones cómo en tiempos de guerra abierta. Si sumamos a esto la actitud relajada y factual del capitán Blanchard y la actuación acartonada de Heston, en realidad hay poco en el filme que mantenga nuestra atención fuera de algunas singularidades, entre estas David Carradine y su absurdo aparato (un homenaje a Julio Verne, aunque disonante con el tono del resto del filme), la primera aparición en celuloide de Christopher Reeve, la histeria demencial de un joven Ronny Cox, los confusos mensajes de apoyo a la Armada Naval por sus rescates y su préstamo de locaciones, y la violencia explícita a la hora de despachar a sus varios personajes y extras.

Down Periscope (1996) de David S. Ward, E.U.

“I want a man with a tattoo on his dick. Have I got the right man?”

Submarino: USS Stingray

Categoría: Balao-Diesel

Nacionalidad: Estadounidense

Periodo Histórico: 1997, más de 20 años luego de que todos los submarinos de clase Balao han sido desmovilizados.

Un infame teniente de la Naval americana, Thomas Dodge (Kelsey Grammer), recibe del Contraalmirante Winslow (Rip Torn) su última oportunidad para comandar su propio submarino nuclear. No obstante, sus técnicas semi-anarquistas y nada ortodoxas (incluyendo ser el sujeto de la cita escrita arriba) le han ganado varios enemigos, incluyendo al Contraalmirante Yancy Gragam (Bruce Dern), quien le procura un antiguo y oxidado submarino Diesel y una tripulación de desadaptados para cumplir su prueba: lograr pasar la seguridad costera (compuesta de submarinos nucleares) emulando un ataque pirata para probar su valía. Sobra decirlo, Dodge logra unir a su banda de forajidos incompetentes, con la ayuda de su oficial de inmersión e interés romántico, la teniente Emily Lake (Lauren Holly).

Una de las pocas comedias en género, Down Periscope toma su inspiración de dos fuentes principales: la primera las parodias de Zucker, Abrahams & Zucker (The Naked Gun, Top Secret, Airplane!) y la segunda Operation Petticoat de Blake Edwards (más adelante revisada en esta antología). Ahora, mientras las musas resultan mucho más logradas que el presente, el filme de Ward es extrañamente afable y seductor gracias a su tono relajado e inofensivo, ritmo rápido, corta duración y sólidas actuaciones de individuos poco esperados (incluyendo a William H. Macy, Harry Dean Stanton, Rob Schneider y Harland Williams). Grammer, especialmente, es quien carga el peso de la película con su encanto de perro callejero y su abandono desconsiderado a la hora de vadear los obstáculos que se le presentan. También resulta interesante la inclusión de una presencia femenina en un ambiente puramente masculino (al menos en el ideal fílmico), aun cuando es usada de forma absurdista (el concepto es sacado literalmente de Petticoat).

K-19: The Widowmaker (2002) de Kathryn Bigelow, E.U. ✪

“Remember, the American propaganda will always try to lay on your baser primitive instincts: Greed, lust, individualism.”

Submarino: K-19

Categoría: Hotel-Nuclear

Nacionalidad: Soviética

Periodo Histórico: 1961, quizás el punto más álgido de la Guerra Fría, a sólo unos cuantos meses de la Crisis de los Misiles de Cuba.

La Unión Soviética está a punto de sacar a flote su primer submarino de propulsión nuclear, el K-19, y han escogido al Capitán Vostrikov (Harrison Ford) para comandarlo, una decisión que no sienta bien con la tripulación y el previo encargado del bote, ahora oficial ejecutivo Mikhail Polenin (Liam Neeson). La situación empeora una vez el navío se encuentra en altamar, gracias a las políticas estrictas y los entrenamientos feroces liderados por el nuevo capitán, cuyas credenciales son cuestionadas por sus contactos familiares. Sin embargo, estas asperezas serán pronto secundarias al encontrar una falla crucial en el funcionamiento nuclear del K-19, una situación que expondrá el coraje, temperamento y horror de un grupo de individuos sin apoyo ni herramientas para solventar el problema, y cuya única oportunidad de supervivencia yace en el sacrificio personal.

Fascinante, vívido e imperfecto de comienzo a fin, K-19: The Widowmaker explora de primera mano la obsesión americana con el enemigo ruso, a través del filtro de lo amigable y reconocible (en esta instancia Ford y Neeson). Bigelow presenta la idea del cliché comunista, cómo visto en el cine estadounidense, e intenta subvertirlo al explorar sus ramificaciones en la política (creencia en el Sistema), la familia (el ciudadano como Hermano) y la religión (el peligro de la Fe), pero la subversión es tan sólo parcialmente exitosa por el discurso estilizado de la directora y por su apego al estilo narrativo clásico de Hollywood (la búsqueda del entretenimiento, sobre todas las cosas). Pero el poder inmersivo y emotivo del filme es tal que obliga al público a hacerse preguntas atadas a la historia que le presentan: la lógica del patriotismo, la complejidad del liderazgo, la diferencia casi irreconocible entre cobardía y miedo.

Aunque ocasionalmente propensa a rayar en lo predecible y lo melodramático, Bigelow es una experta en construir estupendos filmes de acción, descargas sensoriales y emocionales que apelan a los instintos primordiales del espectador que busque su adrenalina lazada con algo de tragedia. El género de submarinos resulta idóneo para explorar su fascinación por los duelos de ego masculino (ocasionalmente homo-eróticos): En Ford y Neeson (ambos impecables, el primero estoico y el segundo paternalista), Bigelow propone dos ideales de hombría aparentemente irreconciliables y les obliga a convivir en un espacio pequeño, claustrofóbico y cargado de consecuencias a sus causas. Visualmente la película es deslumbrante: Cada plano está confinado por la textura del metal y por tonos rojizos y negros. Hay un interés genuino en crear autenticidad a través del realismo construido: atención al detalle de época, iconografía precisa, la amenaza constante y agotadora de la posibilidad de guerra y la depicción gráfica y aterradora de los efectos de la radiación. El filme concluye con un epílogo extraño y conmovedor, en el cual refuerza su estatus de cine puramente americano que escoge relatar, respetuosa e inexactamente, la historia de sus enemigos íntimos.

Crash Dive (1997) de Andrew Stevens, E.U.

“I don’t know who you are, but you killed one of my men… with a spear.”

Submarino: USS Ulysses

Categoría: (probablemente) Ohio-Nuclear

Nacionalidad: Estadounidense

Periodo Histórico: Un pacífico 1997, por lo que la misión del Ulysses, nunca revelada, es cuando menos sospechosa.

El USS Ulysses capta una señal de emergencia en medio del océano, donde rescata a un grupo de seis sobrevivientes quienes pronto revelan sus verdaderas intenciones y empiezan a asesinar a la tripulación, para así tomar control del submarino y lanzar una cabeza nuclear vía NYC. En tiempos de crisis el gobierno americano sólo tiene un hombre en quien confiar, el ex-militar James Carter (¡Michael Dudikoff!) quien irónicamente también es el diseñador del submarino y que pronto infiltra el sumergible y estampa su propia marca de justicia en la peligrosa situación. 

Publicada Directo-A-Video en 1997, Crash Dive es el primer ejemplo de la locura intensa de los filmes de acción para VHS que cundieron los 80s y 90s. Por desgracia el filme de Stevens es demasiado blando (aunque deliciosamente absurdo en cuanto a hoyos de lógica se trata) para ser más que una curiosidad de época y formato. Se trata de un barato (las tomas exteriores y las detonaciones especialmente sufren de una ausencia de presupuesto) y evidente rip-off/cruce de Die Hard y The Hunt for The Red October, con Reiner Schöne haciendo las veces de Alan Rickman (además de contar con un plan y una pandilla infinitamente inferior en número e intelecto) y Dudikoff haciendo las de Alec Baldwin. Carter es todo un arquetipo del héroe Americano: estoico, rebelde (gabardina de cuero) y sensible (padre soltero de una mierdita sonriente y entrometida llamada Tommy), el protagonista sortea todo tipo de inconvenientes auxiliado por la incompetencia de los integrantes del Radical Middle Eastern Terrorist Group (quienes llevan a sus misiones billeteras con papeles de identificación). Igualmente poco profesionales son los miembros de la Marina gringa, caracterizados por una jocosidad (Christopher Titus es el oficial de sonar y el comic relief) y una ausencia de seriedad y disciplina completamente inaceptable a la hora de navegar un aparato con varios misiles y un reactor nuclear adentro.

Este tipo de representaciones unidimensionales y actuaciones acartonadas son comunes en el mundo del Video: apenas entrados en los créditos iniciales vemos a Carter y a su hijo galopando por un área claramente restringida a miembros de alto rango naval mientras el padre flirtea con Lisa, una comandante sumamente aburrida y su infortunado interés romántico. Mientras esto puede parecer simplemente incoherente a primera vista (lo es), habla dicientemente de las intenciones narrativas de sus creadores: dejar el contenido atrás y concentrarse puramente en proveer thrills baratos mediante escenas de sexo con brusco manoseo de pechos (basta con una tentación de Europa del Este para que los soldados a bordo empiecen a dejar de lado su deber), varias balaceras inconsecuentes, suficiente carne de cañón para satisfacer un ritual pagano y fantasías adolescentes sobre relaciones interpersonales. Estos eventos banales son suficientes para preguntarnos: ¿Qué es lo que se busca en Crash Dive? La pregunta es subjetiva, por supuesto. ¿Es la demanda y oferta de diversión suficiente? ¿O deberían ser los deseos del espectador y el creador más ambiciosos que una simple quema de minutos?

Crash Dive 2: Counter Measures (1998) de Fred Olen Ray, E.U. ✪

“Weapons change, but the world just cannot stop playing cowboys and indians, can they?”

Submarino: Odessa

Categoría: Typhoon-Nuclear o Delta IV-Nuclear

Nacionalidad: Rusa

Periodo Histórico: 1999, en medio de la Batalla de Grozny (aunque seguiríamos en la Guerra Fría sí fuese por la saga Crash Dive).

# de Muertes vía Sacacorchos: 2

El capitán Jake Fuller (¡Dudikoff de nuevo!) es un traumatizado militar (probablemente un ex-mercenario) que ahora sirve cómo oficial médico en un submarino americano. Al recibir una señal de emergencia proveniente de un submarino ruso, El Odessa, el médico y su “enfermera”, la teniente Swain (Alexander Keith) deben abordar el barco para evaluar la situación sanitaria a bordo. No obstante, el barco ha sido víctima de un golpe de poder por un grupo de terroristas auspiciados por altos y corruptos miembros del estado Ruso, y están listos para lanzar una cabeza nuclear hacia terreno estadounidense (¿suena familiar?). Una vez más, un país entero voltea su cabeza hacia Michael Dudikoff para que les salve del apocalipsis nuclear.

Un estupendo ejemplo del divertimiento desconsiderado que puede proveer el directo- a-video, Counter Measures se beneficia en gran medida de la experta y veterana dirección de Olen Ray (responsable de Hollywood Chainsaw Hookers, Scalps, Evil Toons) quien inyecta una necesaria infusión de humor negro, estilo visual, crimen noventero y seriedad, todas cualidades que transforman el material original (en realidad es más una re-imaginación que una secuela) en un filme de complejidad narrativa, violencia dura y producción precisa. A diferencia de su predecesora el peso de la muerte se hace inmediato en la secuencia inicial: Fuller, esencialmente el mismo James Carter pero sin la grasa provista por su hijo y su amante, y su grupo armado se mueven con poco sigilo en el puerto de una ciudad desconocida (parte del Bloque del Este, sin duda) donde pronto son recibidos por varias ráfagas de ametralladoras, una de las cuales acaba esparcida en el cuerpo de su hermano. Fuller pasa el primer tercio del filme objetando a la guerra y sus consecuencias (“Conscientious objector: means coward to me”, le dice su bélico superior).

El uso del sexo es similar: en una perturbadora secuencia reminiscente a Don’t Look Now de Nicolas Roeg, la tentación rusa llamada Nishka Romanova (Lada Boder) tiene una explicita sesión de manoseo con un político soviético, escena que lejos de ser erótica (Olen Ray también tiene en su filmografía Emannuel 2000 y Emmanuel 2001) crea en el espectador una repulsión palpable que complementa la cruda y despiadada violencia que rodea el comienzo del filme. El filme también tiene en la Srta. Romanova, en Pamela Silver, esposa del embajador norteamericano en Moscú y en la Tte. Swain el trío femenino de más fortaleza y dimensión (sin olvidar que es Directo-A-Video lo que tratamos) en los ejemplos hasta ahora expuestos en el género. Sin embargo el filme sufre una notable pérdida de impulso en el último tercio, provocado por tornarse absurda e inverosímil, un giro que es sugerido por la sección del medio (un profesional, si algo lineal, filme de acción) pero impensable en el inicio (un anárquico y tenso thriller con múltiples personajes e historias).

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Nota del editor: tras esta nutritiva entrada cabe la posibilidad de que estén ansiosos de más aventuras en las profundidades, estimados lectores de Filmigrana. Siempre con la consciencia de no defraudarlos (aunque fallamos de cuando en cuando) les presentaremos en algún momento la segunda parte de esta épica y monumental serie. No es mayor problema, porque tendrán mucho que ver y leer para ese entonces.

El Cine Negro en Japón: Referentes, Influencias e Inferencias, parte II

La primera parte de este ensayo nos dejó el marco teórico y el análisis de la más ‘convencional’ de las películas presentes en el mismo, una lectura previa que podría aclarar algunas ideas que vienen a continuación. Dustnation comenta otros ejemplos del cine negro japonés en los que se subvierten fórmulas, se añaden idiosincrasias y se elevan reverencias a los precursores en igual proporción. Es posible que el lector quiera conocer del tema por su cuenta, en cuyo caso no nos sentaría tan de más el facilitar una bibliografía. De nuevo, esperamos que el disfrute suscite preguntas.

Valtam

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Pale Flower (1964) de Masahiro Shinoda

“Cuando acabé de rodarla,” Shinoda dijo, hablando con la entrevistadora Joan Mellen más de una década tras el estreno del filme, “me di cuenta que mi juventud había llegado a su fin.”[1] Pale Flower, considerado por varios cómo el mejor ejemplo de film noir japonés (entre ellos Chuck Stephens y Roger Ebert), es incluso responsable de la creación de un sub-género popular en los 60s y 70s en su país de origen, el bakuto-eiga, o filme de apuestas. Shinoda, un director que había comenzado su carrera en la comedia de los estudios Shochiku, cuenta la historia de un estoico y lacónico yakuza, Muraki, quien sale de la cárcel tras cumplir una condena de 3 años por haber matado a un miembro de una pandilla rival. Obsesionado con el hanafuda, un juego de altas apuestas donde se busca adivinar la mano del croupier entre 6 cartas de flores, Muraki conoce a la joven y hermosa Saeko, cuya obsesión con el juego, la velocidad y el peligro le guían a la auto-destrucción. La película tiene una fuerte influencia de Las Flores del Mal de Baudelaire, según el director, de la cual sustrae una ubicua sensación de maldad inherente, caos y muerte. También notoria es la influencia de los filmes de Nicholas Ray, menos por la expresividad de sus melodramas y más por la convicción con la que arroja a sus personajes del abismo emocional (especialmente In a Lonely Place, Bigger Than Life).

Fotografiado con un rigor y una sobriedad deslumbrantes (por Masao Kosugi), la obra está obsesionada con la perversión. Usando el blanco y negro y una composición detallada como lienzo, Pale Flower cuenta una historia que usa el juego y la violencia cómo metáforas para el fetichismo descontrolado. Muy opuesto a la perspectiva moral de Kurosawa (quien habría incurrido en el género de nuevo en 1960 con The Bad Sleep Well, un filme sobre la corrupción laboral), los personajes del filme de Shinoda eluden la noción de un bien y un mal definidos, y actúan de forma impulsiva, desmedida, arriesgada. La muerte les resulta seductiva y sensual: bordearla es vista por Saeko como la forma más pura de adrenalina (primero en el juego, luego en la velocidad) mientras que causarla es el trabajo de Muraki, quien encuentra en su labor vitalidad y placer sexual (Natsuo Kirino, una de las novelistas de género negro más populares de Japón toma prestado ese sentimiento exacto en Out): “When I stabbed him, I felt more alive than ever before.”

El filme resultó sumamente influyente, repercutiendo tanto en la depicción del anti-héroe impasible en Jean-Pierre Melville (Alain Delon en Le Samouraï y Le Cercle Rouge) cómo en el uso expresivo de zoom y la composición con cámara estática de Kiyoshi Kurosawa (Cure, Pulse y Retribution) y los directores modernos de Europa occidental, primordialmente Corneliu Porumboiu (Police, Adjective) y Nuri Bilge Ceylan (Once Upon a Time in Anatolia y Three Monkeys).

Tokyo Drifter (1966) y Branded To Kill (1967) de Seijun Suzuki

Casi totalmente opuesto a la mesura y el tono glacial de Shinoda, los filmes de Seijun Suzuki están tan arraigados en la experiencia sensorial, escópica y psicodélica que le causaron su despido de los estudios Nikkatsu, la primera vez que estos terminarían prematuramente un contrato con algún director. Probablemente el mejor exponente del tono surreal, onírico y alucinatorio característico del género (aunque no por las razones clásicas expuestas por los teóricos franceses), Suzuki presentaba en sus filmes una ausencia completa de predictibilidad, linealidad y lógica, en ocasiones rayando en lo caricaturesco (Tokyo Drifter), en otras en lo siniestro (Branded To Kill). Ambos filmes son radicalmente distintos entre sí, a pesar de contar con una fotografía dictada por angulaciones excéntricas, un arte excesivo y recargado y varios interpretes en común, primordialmente Joe Shishido e Isao Tamagawa, cuyas particulares estructuras faciales se ajustaban perfectamente a los requerimientos de sus personajes.

Tokyo Drifter, cuyo tono y protagonista es una clara sátira de los filmes de James Bond (apodados en Japón Kiss Kiss Bang Bang), narra la historia de la mano derecha de un viejo yakuza, Tetsuya, quien tras ser incriminado en el asesinato del compañero económico de su jefe, debe dejar Tokyo y deambular por Japón. La estructura pronto se torna episódica y Tetsuya debe evadir varios peligros, asesinos, peleas de bar, viejos enemigos, para finalmente revaluar el código de honor que le une a su empleador (casi un padre) y la relación que lleva con su interés romántico (una cantante de bar).

Exuberante en todas sus decisiones, sobreactuación, saturación de colores y la búsqueda de un estilo mucho más abrasivo que la sustancia tras del mismo, Suzuki logra en Tokyo Drifter mezclar en igual medida comedia, musical (la balada cantada es una tradición de los créditos del cine comercial japonés pero Suzuki la subvierte para desequilibrar la expectativa del espectador causando desconcierto entre la sencillez de las canciones y la extrañeza de las imágenes), western y melodrama. El uso del color es quizás el aspecto más representativo del filme, con paleta de colores y locaciones esquizofrénicas, Suzuki puede saltar de una discoteca chillona y rimbombante a un desolado paisaje cubierto de nieve en escenas contiguas. Es en el encanto de lo absurdo y lo transgresivo que Suzuki logra que sus filmes estén fuertemente anclados en el propósito del noir, aunque dejando el formalismo que le caracteriza y usando nuevos paradigmas estilísticos y narrativos para causar el mismo malestar emocional en el espectador que proponía el género en su concepción. Eso dicho, el crimen y la moral juegan su parte en el filme. La traición, el honor y la identidad son temas recurrentes del director, y se ven representados en el último episodio de Tetsuya cuando su figura paterna/jefe se ha vuelto contra él, vendiéndole para hacer paz con su peor enemigo: “If I die, like a man I’ll die” es la respuesta del protagonista.

En Branded To Kill, Suzuki abandona el arcoíris pictórico y la torrencial mezcolanza de géneros que hacen de Tokyo Drifter un caso tan particular, y rueda un más tradicional drama de asesinos en saturado blanco y negro. El filme sigue a No. 3, literalmente el tercer mejor asesino a sueldo en Japón, quien toma varias misiones (una vez más existe una estructura episódica, pero resulta más cohesiva gracias al peso de historia) para subir en el escalafón. No obstante, pronto conoce a Misako, mujer que sacude su existencia y, junto a un fuerte influjo de alcohol, le ayuda a descender en una espiral hacia el infierno, donde su cabeza tiene un precio en todo momento y pierde de vista su identidad. “Booze and woman kill a killer”, dictamina No. 3 antes del primer trabajo que le es asignado. Se trata de una profética sentencia que la pesimista y frenética perspectiva de Suzuki (con bastante humor negro para acompañar) lleva a su máxima ironía.

Junto a Pale Flower, Branded To Kill es uno de los filmes japoneses con mayor énfasis en la importancia de la femme fatale (la sociedad japonesa, después de todo, es históricamente patriarcal), pero el filme de Suzuki destaca el carácter sexual inherente de la figura (mariposas y agua siempre rodean a Misako, decepción y erotismo respectivamente). En una de las varias escenas de desnudos y sexo (el fetichismo de nuevo tiene repercusiones, No. 3 tiene una insana fijación con el olor del arroz recién hervido), la mujer expone la bestialidad con que el hombre mata y fornica, sin por esto ubicarse indigna de la ecuación: “Beasts need beasts. This is our fate.” Además de la sexualidad, el tema del alcoholismo, nada ajeno al cine negro (The Lost Weekend de Billy Wilder, In a Lonely Place de Nicholas Ray), es retratado con realismo y distinción (Suzuki batalló con el demonio en la botella durante varias etapas de su vida): No. 3, después de ser presentado cómo un seguro y confiado asesino, pierde en el licor su compás profesional e inmoral; teme por su vida, su cordura, su pasión, el hedonismo vacío y el dinero ya no le motivan.

Su enfrentamiento final con No. 1, casi todo el tercio final del filme, se transforma en mucho más que una demostración del ethos y orgullo masculino, acaba siendo una búsqueda de sí mismo y significado en vida, cuestiones que sin duda atormentaron a Suzuki cómo creador del filme. Por desgracia, este fue un desastre tanto en taquilla como en consenso crítico en la época, algo que no fue auxiliado por el fuerte carácter referencial del filme (especialmente al film noir norteamericano), la naturaleza incomprensible de los filmes de Suzuki (la crítica más frecuente a su obra) y la cantidad de sub-tramas que son sugeridas sin ser recorridas. Branded to Kill es cine instintivo y pasional, por esto mezquino, pidiéndole al espectador que acepte con naturalidad preceptos y símbolos que no logra entender por su novedad y obscuridad. Pero, al igual que Tokyo Drifter, con estos propone una inmersión sensorial en mundos insospechados e inusitados. Su obra es demasiado poderosa cómo experiencia cinematográfica para ser descartada: Suzuki encuentra en la locura su lenguaje personal en el género.

Cure (1997) de Kiyoshi Kurosawa

En una interpretación más moderna del discurso noir, Kiyoshi Kurosawa propone en Cure algunos de los iconos más reconocibles del género (el detective, la perspectiva criminal, la ambigüedad moral, la estructura onírica) pero los contrapone sobre un telón de cine de horror, dando luz a una de las mutaciones más logradas en el género global. Influenciado por los filmes de Shinoda (Pale Flower, Double Suicide), por la tradición de cine de horror existente en el país (Ugetsu Monogataru de Kenji Mizoguchi, Empire Of Passion de Nagisa Oshima, Jigoku de Nakagawa Nobuo, entre otros) y por los filmes de Samuel Fuller (Shock Corridor, The Naked Kiss los más evidentes), Kurosawa encuentra en el horror las mismas inquietudes que existían 50 años antes en el noir, pero el avance tecnológico y el desapego por el contacto humano en la modernidad eliminan los métodos de los investigadores de antaño y transforman las historias del género en nebulosas reflexiones donde las preguntas sobre lo sobrenatural (hipnosis, espíritus, fiebre de cabaña, por mencionar algunas) son preponderantes a las incógnitas del whodunnit tradicional. Para Kurosawa ya no existen filmes de género:

“No one knows whether these are horror or not. But just by uttering the word “horror,” countless works that cross eras, nationality, and authorship loom in front of our eyes, buzzing “me too, me too” all together. Just like a crowd of zombies. Now that I think about it, since there are no works that have failed to change my life even a little bit, all films are horror films. When people are trapped in the maze of genre, they arrive at this kind of reckless conclusion.”[2]

Cure sigue a Takabe, un melancólico detective con trágica historia familiar quien busca la lógica en una serie de asesinatos cometidos por ciudadanos comunes y corrientes, en los cuales las víctimas son personas cercanas al agresor y el modus operandi incluye cortar una enorme X en el cuerpo, a modo ritual. Entrevistando a los culpables, estos dicen no recordar nada respecto al crimen, salvo por la presencia unánime de un joven perdido con un encendedor quien pasa por sus vidas un par de días antes del crimen en cuestión. Kurosawa toma esta historia para exponer sus preocupaciones del Japón moderno: la soledad, el aislamiento, la desaparición del núcleo familiar y la creciente locura, sin perder de vista el marco genérico en el cual sitúa a Cure: Por un lado está el horror, fuertemente introspectivo y acompañado de un fuerte influjo de imágenes de pesadilla, indescifrables y violentas que desequilibran, incomodan y atraen al espectador en igual medida; por otro lado está el noir, con la perspectiva amoral y sesgada del detective Takabe, donde la información que recibe el espectador es la misma que recibe el protagonista, su duelo con el antagonista quien es igualmente ambiguo y abierto que el personaje principal, la búsqueda truncada de la verdad reemplazada por una conclusión abierta, fuertemente ligada al interés en desorientar a la audiencia (similar a la técnica de John Sayles en Limbo) cuando se añade a una estructura de rompecabezas. Kurosawa pide de quien vea la película (sus filmes, con la excepción de Tokyo Sonata, tienen este mismo requerimiento) aguzada atención y reflexividad sobre lo que presenta. Sus imágenes son indelebles tanto por su contexto cómo subtexto. La X, desde Scarface de Howard Hawks, es premonición de que algo verdaderamente terrible está a punto de suceder: Kurosawa, no se limita meramente a continuar el legado, sino que lleva este simbolismo a nuevas y emocionantes posibilidades.


[1] Shinoda, citado por Stephens en Pale Flower: Loser Takes All, Criterion, 2011, NY

[2] Kurosawa en What Is Horror Cinema? en Ritererû, Seidosha, Sept. 2011, Tokyo, Op. Cit. P. 23

El Cine Negro en Japón: Referentes, Influencias e Inferencias, parte I

De nuevo, en nuestro recorrido por las cosas que admiramos con el suficiente respeto como para dedicarles una sana investigación, Filmigrana les ofrece una nueva perspectiva tacada de curiosidad ante todas esas películas que podríamos estar viendo más a menudo, admirando las transformaciones y pintorescas divergencias de géneros y estilos que usualmente damos ya por sentados. Del Imperio del Sol nos llegan estos experimentos que, hoy por hoy, son tan esenciales como ocultos y herméticos. Vale anotar, esta es la primera de dos partes, esperamos que las disfruten.

Valtam

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“The pursuit of knowledge, brother, is the askin’ of many questions. I ain’t heard. Try the phone book.”

Raymond Chandler en Farewell, My Lovely[1]

La frase de arriba, propuesta a Philip Marlowe por un viejo barman negro, ilustra de forma involuntaria pero efectiva el problema de llegar a precisar la especificidad del film noir cómo género: Comienza con preguntas, como todo buen sabueso, y es seguido de varias golpizas, engaños, trampas, desvíos y erratas (en el caso teórico debates, discusiones, subjetividades, non sequiturs y generalizaciones) para llegar a una conclusión que con frecuencia no apunta a un culpable o a una versión completa y decisiva de los hechos (una definición, un solo cuerpo teórico) sino a un perverso coda al caso en cuestión (un acercamiento, la imposibilidad y lo absurdo de cerrar o matar un género del todo). Definir un género, al igual que resolver un caso, resulta problemático de entrada: se trata, después de todo, de una estructura enciclopédica, más valiosa a nivel intelectual, histórico y referencial que a nivel ontológico o sensorial. Los títulos existen sin importar el saco en que se les eche y responden a inquietudes de orden no revisionista. Es un asunto caprichoso, y llegar a una definición concluyente resulta igualmente caprichoso, pero no por esto carente de valor y significado. Esta es, palabras más palabras menos, la razón por la cuál existe el presente ensayo y, con ánimo de ser lo más concreto posible, se concentra únicamente en el caso de Japón. A continuación, el marco teórico trabajado.

Intentado por vez primera en 1955 por dos teóricos franceses, Raymond Borde y Etienne Chaumeton, quienes fascinados por la creciente oleada de thrillers hollywoodenses de la posguerra y su visión abstracta de la violencia y la sexualidad, su crítica del capitalismo salvaje y su búsqueda realista de las características más desagradables del individuo, ignoraron los lamentos moralistas del análisis existente (proveniente, entre otros, de Siegfried Kracauer) y se adentraron en la tarea. Proponiendo una serie de particularidades no existentes en otros géneros similares (puntualmente el documental policíaco, término de los autores para referirse a filmes de ficción que giran en torno a heroicos policías que resuelven distintos crímenes), Borde y Chaumeton exponen algunas características fundamentales del contenido de los filmes, sin adentrarse en los aspectos formales del género, entre las más importantes la omnipresencia temática del crimen pero visto desde la perspectiva criminal (repetidamente simpatizando con estos) o del detective (amoral, vicioso, inteligente, audaz), la inexistencia de moralidad en términos de blanco y negro en los personajes y especialmente en las figuras autoritarias, el manejo erótico y apasionante de la violencia y la muerte (“El dinamismo de una muerte violenta, cómo diría Nino Frank, y la expresión es excelente. (…) Sórdida o extraña, la muerte siempre emerge al final de un viaje tortuoso. El film noir es un filme sobre muerte, en todo sentido de la palabra”[2]) y sobre todo el extraño devenir de los sucesos, de forma casi onírica (“La historia se mantiene opaca, cómo una pesadilla o los recuerdos de un borracho”[3]). Su conclusión: el cine negro busca un “estado de tensión creado en el espectador con la desaparición de sus puntos de guía psicológicos. La vocación del film noir es la de causar una específica sensación de malestar emocional.”[4]

Revisiones más modernas del cine negro se han alejado de las concisas declaraciones de los franceses, e, influenciadas por el paso del tiempo que ha dejado ver varias mutaciones, variaciones y desplazamientos del discurso noir han optado por tomar un punto de vista menos excluyente en cuanto lo que es, y no es, cine negro. Carlos Heredero y Antonio Santamaría, por ejemplo, se aproximan al tema en 1996 desde una perspectiva más lacaniana por su énfasis en lo lingüístico. Los autores españoles empiezan explicando lo paradójica que resulta la discusión de ¿Qué es el cine negro? al ser propuesta inicialmente por un teóricos franceses, cuyas sensibilidades eran muy disimiles del país cuyo cine deseaban examinar. El asunto sólo se pone más turbio a medida que aparecían nuevas y muy variadas obras, no sólo locales, a ser consideradas. Estableciendo el género cómo un “marco operativo, un estereotipo cultural socialmente reconocido como tal, industrialmente configurado y capaz, al mismo tiempo, de producir formas autónomas cuyos códigos sostienen, indistinta- mente, el feedback del reconocimiento social, la evolución de sus diferentes y cambiantes configuraciones históricas y la articulación de su textualidad visual, dramática y narrativa”[5], Heredero y Santamaría acuden a tres conjuntos de normas, propuestos inicialmente por Román Gubern, para definir la noción de género: los cánones iconográficos (de origen expresionista), los cánones diegético-rituales (“la relación dialéctica del cine negro con el presente histórico de la sociedad en la que nace”[6]) y los cánones mítico-estructurales (“la producción de sentido dentro de estos filmes”[7]). Resulta fundamental que, a modo de conclusión, los españoles observen el cine negro cómo una especie de super-género por “la amplitud que el modelo manifiesta para acoger en su seno diferentes corrientes y ramificaciones”[8].

Tomando una postura similar a la concluida por Heredero y Santamaría, pero despojando gran parte de su influencia filosófica, el historiador británico Andrew Spicer propone el film noir cómo una categoría sumamente plural (en el incluye también el neo-noir y el noir global) y cambiante, pero retoma y revalúa el espíritu de los estudios galos, no sin antes advertir de lo insensato que resultan las puntualidades: “Sobre todo, intentar definir el film noir cómo un set de componentes formales esenciales -estilísticos, narrativos y temáticos- tiende a ser reductivo e incluso engañoso”[9]. Para Spicer el error del análisis específico yace en ignorar la capacidad del género para abarcar un rango enorme de representaciones fílmicas, lo que es testamento de la habilidad del cine negro de renovarse, de ser atemporal y de ser ubicuo (tanto en espacio cómo en presupuesto). Lo determinado del género, no obstante, “no yace en su extensión, sino en continua capacidad de chocar y provocar a las audiencias, en su trato de temas difíciles tales como el trauma psicológico, las relaciones disfuncionales, el desasosiego existencial, la seducción del dinero y el poder e indiferencia de las grandes corporaciones y gobiernos.”[10] El autor llega finalmente, a un punto medio entre los orígenes críticos europeos del género (Borde y Chaumeton, Nino Frank, Georges Sadoul) y las revisiones modernas (Heredero y Santamaría, Alain Silver, Slavoj Zizek): “El matrimonio francés con el cine negro expresaba no sólo gran placer en el descubrimiento del cine popular elevado a arte sino también en un arte popular que era opositor, explorando las corrientes oscuras del sueño americano. Porque los sueños forman el núcleo de la mitología del capitalismo global, el cine negro (…) es un importante y evolutivo fenómeno cultural que, aún sí elude una definición precisa, continúa siendo un vehículo crucial a través del cual se critican y cuestionan las mitologías.”[11]

Ya establecido este singular e incierto marco teórico (“You’ve been beaten to a pulp and shot full of God knows how many kinds of narcotics and I suppose all you need is a night’s sleep to get up bright and early and start out being a detective again”[12], diría Anne Riordan, femme fatale en Farewell, My Lovely) podemos entrar en la materia puntual que nos concierne: el caso específico del género negro en Japón, visto a través de 5 ejemplos específicos, sus influencias y particularidades, contenidos y legados.

Stray Dog (1949) de Akira Kurosawa

El segundo noir de posguerra de Kurosawa (el primero, Drunken Angel, realizado un año antes) gira en torno al joven detective Murakami, interpretado por un joven Toshiro Mifune, quien pierde su arma en un llenísimo bus en lo que parece ser el verano más caliente de la historia de Tokyo. Humillado y confundido, el joven policía se pierde de incógnito en la capital en búsqueda del arma perdida, usando su uniforme de soldado. El arma en cuestión es usada en varios robos domésticos a través de la ciudad, por lo que Murakami une sus fuerzas a Shimura, el veterano detective encargado del caso y estos avanzan la investigación hasta encontrar que los crímenes están siendo perpetrados por un joven veterano llamado Yusa, muy similar en historia de vida a Murakami, pero que se ha desviado del camino de lo correcto (de allí el título del filme, propuesto por Shimura: “A stray dog becomes a rabid dog, a mad dog only sees straight paths.”).

Kurosawa, fuertemente criticado en su país natal por ser el más occidentalizado de los directores emblemáticos japoneses para hacer más accesible su contenido a audiencias extranjeras, tiene fuertes influencias Europeas y Norteamericanas en el filme. Originalmente escrita cómo una novela policíaca inspirada en los escritos de Georges Simenon, Kurosawa vio el resultado inmediato como fallido por su incapacidad de capturar el estilo y la limpieza narrativa del autor francés. No obstante, en retrospectiva, el filme resulta mucho más similar al existencialismo de Fyodor Dostoyevski (otro héroe del director) que a las novelas de Simenon por su complejidad emocional y social, que proviene, no en poca medida, de la gran influencia estadounidense, en cierto modo forzosa.

Haciendo uso ominoso de fotografía llena de sombras y de arte americano (la vestimenta no tradicional, las armas importadas) el filme logra su más poderosa afirmación en la crítica disfrazada de imitación. Filmada durante la ocupación americana en Japón tras la segunda guerra mundial (ocupación que atendía con mucho cuidado la representación de los Estados Unidos en el cine local y además traía consigo su cine nacional para imponerlo en los teatros de Tokyo), Stray Dog, al igual que su predecesora, contrabandea símbolos de la opresión y miseria vivida en el momento dentro de una historia policial, aparentemente inofensiva: la presencia de pang-pangs (prostitutas locales que sólo atendían soldados gringos), la obsesión de los yakuza por emular la moda de sus contrapartes neoyorquinas, entre otros.

Aún más importantes a estos detalles son las consecuencias de la guerra, retratadas en los personajes y no en los paisajes. Tanto Murakami cómo Yusa (el criminal)  son veteranos de guerra robados, aislados y humillados, perros callejeros excluidos de la sociedad. El paralelo entre ambos personajes se hace más fuerte hacia el final del filme donde tras una persecución ambos personajes acaban echados el uno al lado del otro, empapados de barro y exhaustos, sobre un pastizal lleno de flores blancas mientras lo único que les separa es quien tiene el arma y las esposas. En palabras del jefe de policía: “Bad luck either makes a man or breaks him.”

Continúa este análisis en su segunda parte con Pale Flower (1964), Tokyo Drifter (1966), Branded to Kill (1967) y Cure (1997, que tiene su propio artículo)


[1] Chandler, Raymond en “Farewell, My Lovely”, Pocket Books, 1967, N.Y., P. 17
[2] Borde y Chaumeton en “A Panorama Of American Film Noir”, City Lights Books, 2002, San Francisco, Op. Cit. P. 5
[3] Borde y Chaumeton en “A Panorama Of American Film Noir”, Op. Cit. P. 11
[4] Borde y Chaumeton en “A Panorama Of American Film Noir”, Op. Cit. P. 13
[5] Heredero y Santamaría en “El Cine Negro”, Op. Cit. P. 17
[6] Heredero y Santamaría en “El Cine Negro”, Op. Cit. P. 23
[7] Heredero y Santamaría en “El Cine Negro”, Op. Cit. P. 23
[8] Heredero y Santamaría en “El Cine Negro”, Op. Cit. P. 23
[9] Spicer en “Historical Dictionary Of Film Noir”, Scarecrow Press, 2010, Plymouth, Op. Cit. P. XL
[10] Spicer en “Historical Dictionary Of Film Noir”, Op. Cit. P. XLIX
[11] Spicer en “Historical Dictionary Of Film Noir”, Op. Cit. P. XLIX
[12] Chandler en “Farewell, My Lovely”, P. 139

Phillip Noyce: Blind Fury (1989)

“I can’t see anything.”

No ver absolutamente nada, la ceguera, ha sido una premisa explorada ampliamente y con variantes grados de comprensión y compasión a través de la azarosa historia del cine: Audrey Hepburn fue estafada/aterrorizada por una pandilla liderada por Alan Arkin en Wait Until Dark (1967), Val Kilmer apeló a la emotividad romántica de la audiencia y de Mira Sorvino en At First Sight (1999, dirigida por nuestro viejo conocido Irwin Winkler), el mundo fue negro para una Rani Mukerji sorda y ciega hasta que conoció su mentor en Black (2005), los reputados miembros del ejército Vittorio Gassman y Al Pacino (“Hoo-ah!”) guiaron a sus aprendices y sedujeron a distintas mujeres en ambas versiones de Scent of a Woman (1972 y 1992, respectivamente), Andy García buscaba proteger a la ciega pianista prospecto Uma Thurman en Jennifer 8. Pero ninguna de estas películas alcanza siquiera a rasguñar la superficie de corrupto frenesí propuesto por Blind Fury, dirigida por el australiano Phillip Noyce, donde Rutger Hauer (soberbio y sorprendentemente sutil) pierde su vista en el Vietcong para convertirse en un Samurai/vagabundo errante al mejor estilo Zatoichi. Demencial, impredecible y furiosamente entretenida, es evidente desde la primera línea el tipo de sensibilidad con el que el tema será tratado, y sí no queda claro, pronto habrá hora y media más de absurdo abuso por parte de las personas frente al discapacitado personaje principal y reciprocidad vía espada.

El filme inicia con una corta secuencia en Vietnam (acompañada de créditos y falsa música oriental provista por J. Peter Robinson, gamelán y sintetizadores en cantidades oprobiosas) en la cual vemos a Nick Parker (Hauer) poco después del evento que le quita la vista, acogido por una tribu local donde es entrenado y reformado para blandir su cuchilla a diestra y siniestra en pro del bien común. 20 años más tarde en las playas de Miami, Parker (cuyo único defecto es su blando nombre además de, bueno, estar ciego) se encuentra en busca de uno de sus compañeros de escuadrón, no sin antes hacer una parada en un agujero de mala muerte para probar la comida local (aparentemente mexicana). Este es tan buen momento cómo cualquier otro para hacernos la pregunta ¿Cuál es el maldito problema de los personajes con los ciegos? Una banda de latinos,  claramente hinchas del Heat, entra al lugar y procede a fastidiar de inmediato al afable veterano de guerra: “Hey man, you want to have some salsa on your burrito!”. Una desafortunada mujer distrae a los maleantes con su cartera, y pronto estos acaban en el mal lado de una violenta y cómica golpiza, a pesar de contar con cuchillos, superioridad numérica y la habilidad de ver.

Y no serán los únicos.

La narración salta a Reno, Nevada, donde un grupo de mafiosos sostiene de las piernas a Frank Deveraux (Terry O’Quinn, listado en esa temprana fama cómo Terrance), el camarada de batalla buscado por Parker, ahora un químico industrial con dudosas decisiones de vida a juzgar por su primera aparición (situación que nos lleva a la pregunta ¿Qué diablos hace un químico en una ciudad conocida por sus casinos?). Dicha mafia es liderada por MacCready (Noble Willingham), quien desea que Deveraux cocine una droga sintética sin nombre, muy probablemente crystal meth, o de lo contrario habrá un pronóstico corto y oscuro para si mismo y su familia. Nuestro protagonista, mientras tanto, ha conocido a su ex-esposa Lynn (Meg Foster de They Live) y su hijo Billy (Brandon Call, luego J. T. en Paso a Paso), un mocoso alérgico y malcriado obsesionado con los reptiles de goma y con serios problemas familiares. Estos sólo empeoran a la llegada de Slag (Randall “Tex” Cobb), la grasosa y barbada mano derecha de MacCready y un par de (claramente) falsos policías que vienen en busca de Billy. Al encontrar algo de resistencia por parte de la entendiblemente desconfiada familia Devereaux, Lynn es rapidamente despachada con una escopeta, lo que deja a los maleantes cara a cara con el bastón/espada samurái de Nick Parker.

Maestro del arte de trozar personas sin remordimiento (y mucho mejor si son ratas sin escrúpulos cómo todos los villanos acá representados), el vagabundo pronto mutila a uno de los policías (¿para qué disfrazarse de policías si van a volarle las tripas a sus víctimas de la forma más ruidosa y desconsiderada posible?), asesina al otro y hiere a Slag, de lejos el más cruel de todos los enemigos enfrentados. Parker toma a Billy, sin avisarle de la muerte de su madre a él ni a nadie, y juntos toman un bus rumbo Reno (el sensible Billy: “I get the window seat, you don’t need it, you’re blind”), donde esperan encontrar respuestas y reunir a la diezmada familia. Allí se encontraran con varios adversarios más, incluyendo una pareja de rednecks, un vaquero de poca monta y un auténtico samurái (Shô Kosugi, nada menos que el auténtico Black Eagle), el interés romántico de Deveraux en forma de mesera burlesque (la hermosa y recursiva Lisa Blount), y una aventura llena de humor políticamente incorrecto, caos controlado y una notoria ausencia de profesionalismo criminal y policía local o cualquier institución de ley y orden (la cuenta de cuerpos es de más de 20, por cierto).

Lo que debería ser el nuevo eslogan de Reno, Nevada.

El producto final, a pesar de su amigable y relajada actitud, tiene en su contra un par de obstáculos por franquear. El más notorio de ellos viene en el centro emocional del filme que, a pesar de todo la locura que le rodea, es la incipiente y fallida relación de Nick y Billy (quien nunca deja de ser irritante, cómo la mayoría de los niños actores que cundieron la década de los 90). Un esquema común en el cine norteamericano, darle el puesto de copiloto “romántico” a un niño en lugar de una mujer para darle profundidad y humanidad al personaje principal, el “tío” Nick se convierte en el ángel guardián del desagradecido infante, quien al final acaba sintiendo en el ciego lo más cercano a una figura paterna en su trágica vida (“Please don’t leave me, everybody leaves me!”). Esta curiosa mezcla de comedia screwball y melodrama causa que la narración sea fragmentada y episódica (aunque consistente en calidad y eficacia), algo que no es auxiliado por la excesiva cantidad de personajes con los que Noyce tiene que hacer malabares.

Sólo escribí “malabares” cómo excusa para poner esto.

Por fortuna para todos, los problemas no son tan molestos para lograr detener este desenfrenado tren de puro e inadulterado entretenimiento. Comandado con confianza y lucidez por Noyce y Hauer, el tiempo se pasa volando y la película es satisfactoria tanto en comedia cómo en acción (la última coreografiada expertamente por Steve Lambert). Noyce, cuya carrera ha sido una bolsa mezclada de sólidos éxitos de género (el thriller de altamar Dead Calm, el tenso drama político Catch A Fire), esfuerzos personales sobre su país natal (los dramas históricos Rabbit-Proof Fence y Newsfront) y variopintos proyectos hollywoodenses (Patriot Games y Clear and Present Danger de la saga de Jack Ryan con Harrison Ford, los inclementes bodrios The Saint, The Bone Collector y Salt), logra con esfuerzo ubicar el presente en la primera categoría. Ayudado por admirables y exacerbadas actuaciones de su amplio reparto, Noyce crea lo más cercano posible a una caricatura con humanos. Hauer, por su lado, tiene una de las mejores actuaciones de su excelente carrera, llevando al extremo su cuerpo, compromiso y talento por una obra que le necesita para funcionar. Su sola expresión al tragarse una piedra en una pesada broma de Billy (piedra que luego escupe con violencia sobre la frente del niño con una carcajada de victoria) es suficiente razón para conseguir Blind Fury a de través sus medios predilectos y dedicarle una velada. Sí este suena cómo su tipo de distracción, no habrá arrepentimiento alguno.

“Do it, Jim: Fill me up!”

Ocurre a finales del mes actual, tras un prolongado y probablemente intencional (si inconsciente) periodo de letargo/hibernación, que considero es hora de romper el “voto de silencio” en el que me encontraba sumergido. ¿Los motivos para volver a poner en escrito mis irrelevantes, tercas y frecuentemente viciadas opiniones? Terapéuticas, principalmente: Creo que es importante hacer algo en la temprana vida adulta que aplace las inescapables y densas nieblas del fracaso mientras espero que lleguen los esclarecedores vientos de la madurez (y sentarse a esperarlos es prueba definitiva de la ausencia del concepto). Es por eso, una razón puramente egoísta, que intento volver a Filmigrana a hacer lo que por un par de años me dio un sensación de estabilidad y un falso sentido de superioridad (qué, aceptémoslo, no me ha dejado del todo y probablemente exista en años por venir) y orientación.

No obstante, ya lo decía George Constanza a un temeroso Jerry Seinfeld que buscaba evadir los resultados de un detector de mentiras que le acusaba de estar obsesionado con Melrose Place: It’s not a lie if you believe it. Y mientras es cierto que nunca he sentido remordimiento o pena por lo que veo, aprecio y defiendo (lo más cercano a Melrose Place serían las telenovelas brasileras de Wolf Maya, una suerte de William Faulkner del melodrama televisivo moderno), sí encuentro sano mentalmente tener un espacio de agnosticismo en el cual no se muy bien sí aún existe un lugar para nuestra pequeña (pero específica y nunca vacía, espero) lancha de prejuicios y enfermedades, y sí la respuesta es afirmativa, sí está va en el sentido correcto hacia el destino deseado. Es una manera más divertida y más fantástica de ver el mundo que nos rodea (en palabras de Kyle Christian Kinane: “¿Qué nos sigue un hombre con un cuchillo? ¡Quizás es un chupacabras!”), y en el caso pertinente, me deja una sensación de tranquilidad y distanciamiento lo suficientemente poderosa para poder seguir con mi tarea de ofrecer lo mejor que puedo en el tiempo que considero pertinente (Dios quiera, un par de artículos por semana junto a mi viejo compañero de batalla Valtam, más varios regalos por parte de los demás Fortuitos ya conocidos y por conocer) a aquel lector desconocido que busca en este lugar un escape honesto a la dura realidad del día a día.

Y después de todo, honestidad es lo mejor que podemos ofrecerles, queridos lectores, tras desnudar nuestros escritos de su prosopopeya rococó lo que queda es la opinión de un par de personas que creen fervorosamente en el cine y en su poder artístico, nihilista y sexual, y que buscan a través de pequeños pero elaborados esfuerzos dar un vistazo íntimo al intenso cariño y respeto que le tenemos, aunque ocasionalmente se trate de un cariño similar al de un amante abusivo. Estos vistazos, sin embargo, sólo estarán completos al ser leídos, destruidos o celebrados por ustedes, quienes cierran de esa forma el círculo lógico en el cual algo se hace para alguien por una razón.  Les podría, a continuación, dar un abrebocas de lo que tenemos planeado para el futuro próximo y lejano de este espacio, pero creo que es mejor sí no lo hago y dejo que se sorprendan (para bien o para mal). Por ahora, sólo se que aún tenemos algo que decir. A continuación, una imagen de coito.

Election
Just like that.

Reflexión sobre el Cine Silente Colombiano

“En el cine se refleja una época, la idea de lo nacional pervive en la creación artística de un país.”[1]

Nazly Maryith López Díaz

El argumento establecido arriba puede parecer lógico, incluso redundante a primera vista, pero lo cierto es que puesto en un contexto espacial y temporal específico trae a luz problemáticas más profundas que la ausencia de una industria cinematográfica. “La idea de nación, como la de comunidad y sociedad, cambia; no es estática.”[2] Entre estas problemáticas, la más compleja de abordar es la del concepto de nación. ¿Qué dicen nuestros primeros filmes de Colombia como una nación soberana e independiente? Peor aún, si estos resultan contradictorios, ¿Qué dice eso de nuestro país y nuestra historia? Habla de una falta de creación de memoria colectiva a la cual no somos ajenos, aún hoy en día. El caso cinematográfico, en sus inicios, es tan oscuro como la caverna de Platón, y en muchas formas igualmente ambiguo. Lo verdaderamente destacable del caso es que los tres filmes sobrevivientes [Bajo El Cielo Antioqueño (1925), Alma Provinciana (1926) y Garras De Oro (1926)] no restan a la mística o al desconcierto que tenemos frente al tema; si algo, logran ahondarla.

“Un hecho artístico y uno político  confluyen de modo insospechado en un mismo fin: dar materialidad a ideas, narrar una sociedad.[3]” Todo género cinematográfico, sin importar que tan ajeno se encuentre de la realidad actual, temporal y local, da cuenta de la sociedad en la que fue creada, sea esto de forma consciente o inconsciente. En el caso que atañe al presente ensayo, los filmes estudiados dan cuenta literal y lineal de la sociedad en la que fueron hechos: “Bajo El Cielo Antioqueño” de Arturo Acevedo y “Alma Provinciana” de Félix Joaquín Rodríguez pertenecen a una misma estética (e incluso comparten algunas similitudes del mismo grupo de dudosos valores morales) a la que López llamaría de la siguiente manera:

“[filmes] emparentados ampliamente con la literatura de la época y con un manejo del lenguaje que no es del todo cinematográfico sino que toma de la representación teatral algunos elementos, (…) historias locales con marcada tendencia costumbrista y romántica, heredada de los escritos que las inspiraron.”[4]

Pero es en su definición de lo que una sociedad debe ser, lo que la nación debe representar que difieren radicalmente, de la misma forma en que lo hace ¨Garras de Oro” de P.P. Jambrina en un género y estilo totalmente distinto. Pero al ser vistas desde una perspectiva moderna, permeada de imparables corrientes tecnológicas y una cinematografía global cada vez más vasta y pluricultural, las tres obras comparten algo que incluso en los trabajos de directores/escritores como Dago García y Sergio Cabrera está latente. El cine nacional no da una idea concisa de lo que la Nación es, pero sus dispares opiniones dan vista a una definición de la mal llamada Colombianidad: Es la creencia popular en una nación ideal e incorruptible, aún cuando 400 años de historia apuntan a la inexistencia de la misma.

“La nación (…) alude a las interrelaciones de tipo social, cultural, étnico, político y económico legal, que permiten dentro de una comunidad estrechar lazos emotivos entre sus miembros. La nación es un sentimiento de aceptación tácita construido día a día, que hermana en torno a mitos y creencias un pasado común y esperanzas colectivas, haciendo a cada comunidad única entre otras semejantes.”[5]

Desde su título, “Bajo El Cielo Antioqueño” se separa de la definición arriba establecida. El filme se anida en la alta sociedad paisa en pleno apogeo cafetero, y en su contexto (a pesar de involucrar miembros de las clases bajas, la más importante la mendiga que detiene a Lina en la estación de tren, reinyectándole sentido de vida y dignidad) deja ver tanto el regionalismo como el elitismo del que el filme es compuesto. El resultado da muestra de una lúgubre y fervorosa moral católica que opaca al estado y sus símbolos, haciendo de esta forma del buen ciudadano un buen católico, pero un buen católico del antiguo testamento, temeroso de un Dios (en el filme representado por la figuras paternas y el gran hermano estatal) castigador e inclemente. “La noción de lo correcto y lo incorrecto evidencia una mirada desde lo político que determina una forma de ciudadanía en que el poder del padre, sustituido por el estado, observa, contiene, castiga, mientras los ciudadanos sólo les resta acatamiento, so pena de ser presas de la justicia, ya divina, ya humana.”[6] Es curioso que este particular retrato del esquema político demócrata lo deje más cerca del absolutismo, a pesar de la presencia (formal) de un aparato de justicia y corte. El clímax del filme llega a través de un drama de juzgado, en el cual los protagonistas Álvaro y Lina deben vadear el más grande obstáculo (la justicia o injusticia, dependiendo de que punto de vista se le observe) para conquistar su amor. En el, la deposición de Lina, quien antes callaba para no traer deshonra a su padre y su apellido, acaba dando cuenta no sólo de la libertad de su interés romántico, sino además de uno de los más importantes mensajes de la película: “La verdad debe prevalecer sobre cualquier circunstancia”[7].

Es exactamente el mismo mensaje comunicado por Tom Cruise y Jack Nicholson en la emblemática escena central de “A Few Good Men” (1992, Rob Reiner), varias décadas después y en un país totalmente distinto. Pero mientras la segunda ahonda y martilla en el patriotismo el verdadero espíritu Americano, la primera encuentra, de forma inconsciente, en la reproducción infinita de los roles y las clases la idea de la nación colombiana.

“La presentación de valores sociales y morales cómo el trabajo, atados de modo implícito a las ideas de ciudadanía y poder constituido por vía de la autoridad divina, determinan una mirada de nación que en Bajo El Cielo Antioqueño se concreta por medio de la reafirmación del grupo social en sí y en sus tradiciones marcadamente católicas en continuo intercambio con el referente territorial.”[8]

El segundo caso, “Alma Provinciana”, no parece en primera instancia tan dispar del primero, pero tras ahondar en sus intereses y sus opiniones resultan filmes casi opuestos en su idea de Nación, a pesar de estar encerrados por la misma corriente y genero histórico. Filmada en Santander por un “un grupo de jóvenes y señoritas, amantes del arte nacional”, cómo dice su título introductorio (la mayoría descendientes o nativos europeos, a juzgar por sus apellidos), el filme trata dos historias de amor con desbalanceado interés y exótica estructura, siendo estas las de los hijos de un caporal llamado Don Julián. Este visita la finca con su hija María, quien empieza un pseudo-amorío con el encargado de la finca, Don Antonio, lo que no es bien visto por su padre. Pero en el filme la mirada de la figura paterna no es tan violenta como en el anterior, a pesar de sí ser fundamental y fundamentalmente clasista. El segundo romance, el de su hijo Gerardo con la pobre pero llena de carácter Rosa (la primera heroína sólidamente esbozada del cine colombiano, muy familiar a la Elizabeth Bennett de “Pride & Prejudice” de Jane Austen, obra que comparte varios puntos de vista con la actualmente discutida) es el que ocupa la mayoría del tiempo de la película y el que deja ver las enrevesadas opiniones del director: Para empezar, divide claramente los territorios de ciudad y provincia, sin por esto emitir juzgado de superioridad de alguno de los dos. En adición a esto, Rodríguez no le da nombre a los lugares retratados dejando de lado el regionalismo que Acevedo recalcaba: para Rodríguez, la Nación está compuesta de ambos, y ambos son igualmente importantes.

La división de clases también toma parte importante de la atención del director, quien, hasta cierto y moderado punto elabora una crítica social y política del funcionamiento de la sociedad. En el personaje de Rosa, especialmente, la dignidad es restaurada a las clases bajas sin por esto ser eliminada de las clases altas. “El lugar de la diferencia, de la exclusión, se da entonces en el encuentro entre ricos poderosos y pobres desvalidos, permitiendo a través de la cinta el reconocimiento de un orden inmutable y la legitimación y perpetuación del mismo.”[9] Estilísticamente, Rodríguez usa las costumbres populares y la lengua hablada para crear un retrato más vívido (cómo la habría hecho años antes Mark Twain en “The Adventures Of Huckleberry Finn” modificando el habla para acomodarlo a distintos personajes con distintos dialectos), ejemplificado por el “amigo Perejiles”, recursivo y colgado compañero de aventuras de Gerardo. Con ambos personajes y un tono cómico, el filme se distancia aún más del filme de Acevedo al escapar tanto de la religión (evitar ir a misa pretendiendo que se está enfermo) como de la justicia (una visita más anecdótica que traumática a la cárcel y un policía de amoríos con una planchadora). “En Alma Provinciana existe una mirada al poder instituido que se concreta en el planteamiento según el cual su evasión no conduce ya a todos los males (…), sino que sortearlo permite arbitrar las relaciones que se establecen entre los personajes.”[10]

¿Qué media la sociedad en “Alma Provinciana”? Se trata ya no de la religión y el estado, sino de la economía y el factor monetario quien rige los esquemas sociales. El filme presenta ¨situaciones a través de las que son puestos en escena valores que rescatan la dimensión humana de los personajes y vindican su dignidad, pero que al mismo tiempo propenden por que el orden establecido no sea alterado”[11], de esta forma cimentando la sociedad que enmarca el relato (algo similar es establecido por Harold Pinter en su filme “The Servant” de 1963, donde el reemplazo de la figura de poder por la figura oprimida simplemente revierte los roles sin por esto alterar el orden mayor ya establecido). Sí como crítica el filme resulta algo blando, su mensaje final es sumamente claro: “la dignidad debe prevalecer, aún cuando el destino lleve por caminos difíciles”[12].

El caso final más interesante, no obstante, y el más desconcertante proviene de la obra de P. P. Jambrina “Garras De Oro”, que narra con fuerza política y ambiguo mensaje anti-americano la pérdida del canal de Panamá a manos yanquis. Un filme con un compás moral y una agenda política más ajetreada que la de las obras anteriores, “Garras De Oro” parece tener un dominio del lenguaje fílmico en términos de fotografía, arte y semiótica tan avanzado y contrastante, que algunos historiadores (Juan G. Buenaventura en su tesis de la Universidad de Kansas “Colombian Silent Cinema: The Case of Garras De Oro”) han argumentado que el filme fue hecho en otro país, probablemente Italia, y que este mezcla partes de noticiarios de la época, una historia de amor e intriga y títulos colombianos. El filme, usando varios símbolos de patriotismo (el himno, la bandera) y de innovación técnica (secuencias originales coloreadas a mano), es un ejemplo especialmente interesante de temprano cine político y de protesta, pero no por esto logrado. En 50 minutos de duración actual, el filme incompleto deja ver una historia algo contradictoria en su idea de Nación, al ser sumamente crítica de las acciones gringas pero al depositar su confianza en héroes igualmente americanos a John Wayne y Harry el Sucio.

Su idea de nación yace completamente en su uso de los símbolos patrióticos y es en últimas la del patriotismo sobre todas las cosas (un mensaje muy estadounidense, cómo lo confirma “Top Gun” (1986) de Tony Scott y el resto del cine de acción de los 80s). Los emblemas son mostrados cómo el centro de atención: la bandera (amarilla, azul y roja desde la misma cinta), el himno y el discurso son representantes de una nación inconforme que busca reclamar su patria… Excepto que esto no ocurre. Los locales son retratados cómo corruptos e ignorantes (salvo por Don Pedro, que fallece al comienzo del filme), y la justicia local es una broma (El diputado Ratabizca y su hija son lacayos de las comodidades del imperio). Se trata, en palabras del héroe del filme en su editorial en el periódico The World, “de un pueblo incapaz de gobernarse, que no supo, o no quiso sacrificar la política malsana de la santidad de la patria”. En esta contradicción, “Garras de Oro” pierde fuerza y prevalencia, pero no por esto resulta la menos interesante de las tres (aunque sí la menos diciente), gracias también a sus esfuerzos técnicos y formales.

Las tres ideas de lo que logra una nación son contrastantes y hasta cierta medida complementarias. La búsqueda de la verdad, la búsqueda de la dignidad y el patriotismo son todos ideales de una nación concebida de forma ideal. Pero la actualidad y la historia social y política de un país tan polarizado y fragmentado cómo es Colombia, dejan claro que ninguno de los tres puntos existe en la actualidad ni ha existido en el pasado. Las tres ideas se quedan en teoría, en lo que pudo haber sido, lo que debe ser, lo que algún día será: pero ilustran de forma adecuada a un lugar que no existe salvo por la delineación y el espacio. Se trata de un país puramente imaginario, donde la unidad y las esperanzas comunes se reducen a eventos públicos, palabras vacías y figuras salvadoras que vaticinan cambio, politizan, cantan y practican deportes. Son todos ellos falsos emblemas, miradas esquivas.


[1] López Díaz, Nazly Maryith en “Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada”, Instituto Distrital de Cultura y Turismo, 2006, Bogotá, Op. Cit. P. 19.

[2] Márcos González Pérez en la introducción a “Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada”, Op. Cit. P. 14.

[3] López en “Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada”, Op. Cit. P. 19.

[4] López en “Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada”, Op. Cit. P. 21.

[5] López en “Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada”, Op. Cit. P. 22.

[6] López en “Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada”, Op. Cit. P. 37.

[7] López en “Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada”, Op. Cit. P. 38.

[8] López en “Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada”, Op. Cit. P. 42.

[9] López en “Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada”, Op. Cit. P. 51.

[10] López en “Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada”, Op. Cit. P. 56.

[11] López en “Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada”, Op. Cit. P. 60.

[12] López en “Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada”, Op. Cit. P. 62.

Reflexión sobre el Cine Colombiano y la Violencia: José María Arzuaga y la Violencia Emocional.

Más de 500 años de historia de violencia, aquel es el legado reinante e intocable de la historia patria, y es uno que nuevas tendencias culturales y tecnológicas como los movimientos estudiantiles medio comprometidos y la fe en el proceso democrático no ayudarán a reescribir, a cambiar; si algo, son parte de lo que ayudará a cementar aquel legado por un rato más mientras nuevos y falsos ideales surgen para reemplazarlos y continuar donde estos dejaron la última marca: el cambio que prometen, con el que sueñan, es tan sólo superficial. ¿Y qué se puede esperar? Incluso antes de que comenzara el mal-llamado periodo de la “conquista”, esta tierra estaba en guerra. Cuenta el padre Pedro de Mercado en sus relatos históricos sobre sus encuentros con los indígenas que al llegar los españoles (y ya sabemos que calaña de españoles eran estos) a las costas del país fueron recibidos por los indígenas Caribes, quienes les ofrecieron hospedaje, incluso comida. ¿El plato principal? Un niño de 7 años a escogencia de los huéspedes, ofrenda que sacó corriendo despavoridos a los visitantes, los que pudieron hacerlo, al menos: “El uno era que esta gente era inclinada al homicidio, porque era caribe, esto es, amiga de comer carne humana, porque la ocupación y ejercicio de estos indios sólo era matar la gente, comer sus carnes, cortarles las cabezas y bailar con ellas.”[1] La solución, por supuesto, acudir a los indígenas de la cordillera más cercana, quienes les miraban a ellos y a sus enemigos de lejos, y proponerles un trueque: Su soberanía por el exterminio de sus contrincantes. Entran ahí los criminales moros, expulsados de su país natal y de su país adoptivo para convertirse en mercenarios, y en un baño de sangre, sale victoriosa la corona. ¿Suena familiar? ¿Qué tanto ha cambiado desde ese entonces? Las armas son más certeras, los métodos igualmente fríos y salvajes.

La historia del mundo es una historia de violencia, y trae a la mente el filme del mismo título: “A History of Violence” (2004) de David Cronenberg. ¿Cómo extirpar algo que es tan parte de la cultura? El problema yace, no en los actos físicos (que son consecuencia de algo más), sino en los actos intelectuales. Aceptamos la cultura de violencia cómo la nuestra, la celebramos, la disfrutamos. El personaje principal, Tom Stall, dueño de un cafetín y próximo héroe americano, se enfrenta uno a dos contra un par de seviciosos sociópatas (recién llegados de un triple homicidio con infante a bordo) que amenazan la integridad de su pueblo (Anywhere, U.S.A) y de sus comensales, sexual, física, mentalmente. Stall rompe una cafetera con violencia sobre la cabeza de uno de ellos, toma su arma y abalea al segundo, su cuerpo expulsado por la puerta de vidrio del local. El primero, en el piso y sangrando, saca un puñal de su bota y lo entierra con fuerza en el tenis de Tom, su reacción es disparar casi a quemarropa hacia la cabeza del hombre. El pueblo celebra, su familia lo admira, los medios lo enaltecen, realeza redneck, pero Cronenberg lo lleva un paso más allá: momentos después del disparo muestra el rostro mutilado del maleante, su mandíbula suelta, piel y carne desgarrada aún colgando de su convulso cadáver. ¿Es esto lo que quieren? Regocíjense. Nuestra celebración tiene un precio, y estamos más que dispuestos a pagarlo: Observen si no, al pasado gobernante de la nación.

No podría haber estilo más contrario al del director canadiense que el del español José María Arzuaga, cuyo grueso de trabajo se concentra en una variación del neo-realismo aplicado a la capital colombiana y sus cercanías. Pero sus temáticas, especialmente aquella de la violencia emocional y sus consecuencias en una sociedad (también tratadas por Michael Haneke, Krzysztof Kieslowski, Ingmar Bergman, et al.), son muy afines, si no en ejecución por lo menos en conclusión. Sus dos obras más logradas, “Raíces de Piedra” (1961) y “Pasado el Meridiano” (1967), hablan en su lenguaje fílmico (aún precario por motivos tanto de presupuesto cómo de experiencia) sobre lo que significa ser íntimamente colombiano, quimérico mártir de nacimiento abusado, humillado e impotente, y lo hacen de forma más diciente que la mayoría de los nativos (Víctor Gaviria, quien fue fuertemente influenciado por sus filmes, le supera en elocuencia). Sus filmes no hablan de la violencia, de la historia o del conflicto puntualmente, pero apuntan a sus orígenes de forma contundente e inconsciente. Todo esto es logrado por Arzuaga a través de su tratamiento de la problemática social.

“Raíces de Piedra” trata la vida de dos hermanos, Firulais (un carterista de poca monta) y Clemente (un albañil enfermo pronto a ser despedido), que habitan un barrio de invasión en el sur de la ciudad. Clemente cae en enfermedad y locura acelerada tras perder su trabajo y queda en responsabilidad de su problemático hermano su sanidad y salud. “Las imágenes tienen una fuerza, un realismo vital, una presencia que ninguna otra película colombiana había tenido hasta ese momento, unas imágenes que revelan a Arzuaga cómo un hombre de gran sensibilidad, un extranjero que, en poquísimo tiempo, fue capaz de captar maravillosamente nuestro país inédito.”[2] Esta fuerza puede responder al hecho de que, cómo extranjero, Arzuaga puede mirar hacia el país desde afuera (incluso sí el país mismo acabó acogiéndole como una más de sus fallidas promesas), de forma más imparcial, pero también acompañado de una tradición cinematográfica más rica y compleja que la nacional. A pesar de tener obvios problemas técnicos (los más dolorosos de sonido, al doblar todo el filme en España), la perspectiva crítica de Arzuaga frente al desempleo y la vivienda es clara y concisa. Anidado bajo una sombrilla pesimista pero con lona de humanismo, el director escoge seguir a los personajes y sus cambios de humor y suerte, sin juzgarles, casi a modo de documental ocasionalmente, con el movimiento de cámara para complementarle (en tono y estilo, la contraparte neorrealista de ambos filmes vendría siendo “Umberto D” (1952) de Vittorio de Sica, por su común manejo de la desesperanza y el uso de la aporía cómo estructura narrativa, especialmente en “Pasado el Meridiano”).

La censura juega un papel importante en lo que significa “Raíces” y la filmografía de Arzuaga en el espectro nacional: “La película fue rechazada por los exhibidores por <<falta de calidad>> y la censura la mútilo por lo que llamó <<distorsión de la realidad nacional>>”[3]. Es diciente la postura de la censura nacional, donde se toma un filme con cierto reconocimiento internacional y un buen recorrido de festivales, y se antepone la moral (en este entonces católica, ya que un integrante de la iglesia siempre estaba presente en este comité) y la falsa idea de una nación unida y progresiva, lo que causó un retraso de dos años al estreno de la obra. No ayudó, por supuesto, que una vez esta fue finalmente vislumbrada fue un fracaso de taquilla, una filme solitario y particular con una estética notoriamente europea pero con los defectos de una producción sin industria, ofreciendo así al público escapista un pedazo de ficción que no le correspondía. Otro problema culmen de la película, no obstante, es la fragmentación de su narrativa, donde el intercambio de personajes principales (inicialmente Clemente, luego Firulais que queda desvirtuado de su sagacidad inicial una vez su hermano se encuentra en problemas) y los cambios súbitos de carácter de los personajes afectan más profundamente el filme que los tecnicismos. No obstante, el filme se agrupa y propicia un sólido y devastador final, una estrategia que repetiría Arzuaga con más éxito en “Pasado el Meridiano.”

“Sí Raíces de piedra era el neorrealismo del cine colombiano, Pasado el meridiano es su <<nueva ola>>. Es una película claramente marcada por el lenguaje cinematográfico de los años sesenta, pero sin poses, espontáneamente. Es la interiorización de un personaje, una jornada hacia sí mismo, como en Antonioni por aquellos mismo años.”[4] El filme sigue, sin pretensiones ni emocionalidad, a Augusto, un portero de una empresa publicitaria que contrasta fuertemente en su riqueza, opulencia y vacuidad la precaria y solitaria existencia del hombre. Pero la fuerza del filme yace en su caracterización del protagonista, cobarde, temeroso, híper-estimulado y trágico desde sus inicios. Nadie pone atención a Augusto cuando este avisa que su madre ha muerto y debe ir a su pueblo natal para asistir al entierro, por lo que este pasa la mayoría del filme esperando el momento adecuado para pedir permiso. Cabizbajo, el filme le sigue a través de varias travesías (incluyendo algunos flashbacks) de en una ciudad que no da bienvenida a los extranjeros sino que los carcome: especialmente brutales en su contundencia son la escena de la violación  (“Pisingaña” (1985) de Leopoldo Pinzón y “Canaguaro” (1981) de Dunav Kuzmanich le dan la talla en uso de violencia sexual para crear genuina angustia existencial, algo de lo que Sam Peckinpah es experto) y la escena final, que deja al dolido, pobre y humillado Augusto en el espejo retrovisor de un carro lleno de niños ricos: “Lo interesante de Pasado el meridiano es Augusto, un personaje perdido en el mundo. No protesta ni reclama, como si fuera consciente de que no tiene derechos”[5]. Una vez más problemas de factura atormentan el filme, el doblaje siendo el más problemático de ellos: “Se crea una lucha entre la realidad de la imagen y la falsedad de las voces, que les resta credibilidad a los personajes.”[6]

La tragedia, no obstante, va más allá del filme. Arzuaga una vez más ve su filme destruido por la censura e ignorado por el público, aún sí más adelante este es rescatado por nuevos cineastas y cinéfilos (Gaviria, Andrés Caicedo). Su actitud se asemeja en cierta forma a la de sus personajes, derrotado y desilusionado por una tierra que busca comprender pero que no le ofrece comprensión a cambio. “Cuando yo hice estas películas tenían una gran importancia para mí. Ahora, criticándome, encuentro que podían haber sido una cosa más importante. Las encuentro desfasadas, y desde luego, como autor, corresponden a una etapa superada que ya no me interesa. Yo tengo que hacer otra cosa, algo que tenga más vigencia, trabajar con una serie de conceptos más elaborados: eso sí me interesa, ahí sí discutiría.”[7]

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[1] De Mercado en “Historia de la Provincia del Nuevo Reino y Quito de la Compañía de Jesús, Tomo II”, Empresa Nacional de Publicaciones, 1957, Bogotá, Op. Cit. P. 220.

[2] Luis Alberto Álvarez, “Historia del cine colombiano” en Nueva Historia de Colombia Vol. VI, Editorial Planeta, 1989, Bogotá, Op. Cit. P. 257.

[3] Luis Alberto Álvarez en “Historia del cine colombiano”, Op. Cit. P. 257.

[4] Luis Alberto Álvarez en “Historia del cine colombiano”, Op. Cit. P. 257.

[5] Hernando Martínez Pardo, “José María Arzuaga” en Cuadernos de Cine Colombiano No. 7: Extranjeros en el cine colombiano I, Cinemateca Distrital, 2003, Bogotá, Op. Cit. P. 34. en Revista Kinetoscopiopla esceo en el mundo. No protesta ni reclama, como si fuera consciente de que no tiene derechos”la esce

[6] Hernando Martínez Pardo en “José María Arzuaga”, Op. Cit. P. 32.

[7] Entrevista con Andrés Caicedo y Luis Ospina, en el No. 1 de Ojo al Cine, citada por Martínez Pardo en “José María Arzuaga”, P. 29.

Bibliografía:

Mercado, Pedro de. Historia de la Provincia del Nuevo Reino y Quito de la Compañía de Jesús, Tomo IIEmpresa Nacional de Publicaciones, 1957, Bogotá.

Álvarez, Luis Alberto, et alHistoria del cine colombiano en Nueva Historia de Colombia Vol. VIEditorial Planeta, 1989, Bogotá.

Hernando Martínez Pardo, et al. “José María Arzuaga” en Cuadernos de Cine Colombiano No. 7: Extranjeros en el cine colombiano I. Cinemateca Distrital / Fundación Patrimonio Fílmico, 2003, Bogotá.

Oscar Iván Salazar Arenas, et al. “Raíces de Piedra: dobles recorridos por la urbanización de Bogotá” en Colección 40/25. Cinemateca Distrital / Fundación Patrimonio Fílmico, 2011, Bogotá.

Mitchell Lichtenstein: Teeth (2007)

My goodness, you’re tight.

El primer plano de “Teeth” nos muestra la verde arboleda de un tradicional suburbio americano, las hojas mecidas por el viento e iluminadas por el sol, tejados blancos se asoman entre las ramas, calma, paz y tranquilidad hasta que el desarrollo asoma su fea cabeza, interrumpiendo el cielo azul y las nubes: lentamente, un paneo hacia la izquierda nos descubre dos torres humeantes de una planta nuclear y, a sus pies, un hogar de cuatro con dos adultos (Madre, Padre) tomando el sol y dos infantes (Hermano, Hermana) bañándose en una pequeña piscina inflable. Es allí, en ese círculo de plástico, que vemos por vez primera el monstruo proverbial del que habla el título del filme: el chico, tras mostrar su parte íntima a su compañera, pide a cambio un despliegue similar de voyerismo. Segundos después, los padres, temerosos por sus gritos de dolor, acuden con velocidad a ver que ha ocurrido y encuentran que el joven tiene cercenada la punta de su dedo índice. La niña mira el dedo con calma, sangre y solución acuosa corriendo río abajo.

Esta es la estupenda escena inicial de la fenomenal e irregular “Teeth”, una injustamente ignorada película de terror independiente dirigida por el antes actor Mitchell Lichtenstein (hijo del reconocido artista pop Roy Lichtenstein), quien da a su opera prima el justo balance entre chocante horror artístico y descarnada sátira feminista. El filme evoca desde las novelas gráficas de Charles Burns hasta “Splendor in the Grass” de Elia Kazan (del cual Lichtenstein toma más que inspiración e incluso homenajea sus paisajes rurales) donde una joven Natalie Wood es recluida en un sanatorio mental tras caer locamente enamorada del hijo de la familia más rica del pueblo, Warren Beatty. La joven de la presente, no obstante, evoca cuadro a cuadro la imponente y seductiva presencia de Wood pero sobre un lienzo más moderno y salpicado de sangre: Dawn (interpretada en su joven adultez por la fantástica Jess Weixler, en un papel que le significó el premio especial del jurado en el festival de Sundance), ya crecida, se ha convertido en una acérrima defensora de la abstinencia sexual en adolescentes mientras su medio-hermano Brad (John Hensley de “Nip/Tuck) se ha refugiado en una espiral de drogas, sexo anal y screamcore. Ambos habitan lado a lado en la misma casa donde crecieron, el cuarto de Dawn lleno de lilas y rosas pasteles y el de Brad, lleno de negros y marrones, recortes de mujeres desnudas y una jaula donde vive su belicoso Rottweiler apodado “Madre”. ¿Su madre adoptiva, sin embargo? Esta se encuentra recluida a una cama en un avanzado estado de cáncer, probable producto de las mismas causas que le dieron a Dawn su regalo.

¿Av. Suba con 95?

We have a gift. A very special gift, dice nuestra protagonista mientras se dirige a un grupo de adolescentes para explicarles el por qué de su anillo de promesa. Cómo los regalos, este se encuentra envuelto alrededor de su dedo y sólo puede ser abierto una vez sea reemplazado por un nuevo aro, uno de oro y diamantes que a su vez haga una nueva y conocida promesa, la de devoción y fidelidad en esta vida y la otra. Pero su ideal de pureza se ve amenazado por la tentación, representada en el filme en Tobey (Hale Appleman, con un notorio parecido físico a Giovanni Ribisi), el nuevo chico de la escuela y la iglesia que promete con su mirada la pérdida de la inocencia sexual para ambos. En efecto, este juego de miradas (y la mirada de Weixler lo dice todo) lleva a Dawn por un camino largo y pecaminoso, que comienza con un intento de masturbación tarde en una noche lluviosa (en la cual se imagina con Tobey en el día de su boda) y acaba en una tarde de natación en el riachuelo local, un paradisiaco escondite con cascadas y cuevas donde los jóvenes locales van a cometer pecados mayores. Ninguno tan grande, por supuesto, cómo los cometidos en ese fatídico atardecer por la nueva pareja religiosa, donde besos llevan a caricias, caricias llevan a negativas, negativas a violencia y violencia a más violencia: Tras ver ligeramente corrupta la fachada de santidad de Dawn, Tobey usa la fuerza para hacerle suya y sólo suya (I haven’t even jerked off since easter!), y una vez ha ocurrido el himeneo, este descubre la gravedad de sus acciones, representada en la imagen de abajo por su falo cercenado.

Here come the crabs!

Esta es, de lejos, la más intensa y perturbadora escena de la película (contrapuesta por la clásica y operática partitura musical, a cargo de Robert Miller), en la cual Lichtenstein da una prueba a la audiencia de que tan lejos está dispuesto a ir, en términos de violencia gráfica y decisiones morales (más no artísticas, con frecuencia las correctas), para narrar con éxito la historia que ha escogido contar. Aún cuando el choque inicial ha pasado, las brutales imágenes de castración y los escalofriantes alaridos de Tobey quedan han quedado cementados cómo precedente de lo que puede (cómo puede no) venir por delante. Dawn, al igual que el espectador (quien al menos tiene el salvaje humor negro del filme para refugiarse), ha quedado traumatizada no sólo por ver su pureza y su virginidad interrumpida, sino porque ha descubierto en su cuerpo un rasgo físico que poco tiene que ver con la anatomía purista que dictan en su escuela. Aterrorizada ante la desaparición de su pareja de coito no consensual y de su anomalía física, Dawn pierde rápidamente la claridad y convicción con la que se dirigía a los nuevos reclutas y empieza a balbucear incoherencias frente a un inclemente grupo de antes-aceptantes-ahora-rábidos fanáticos religiosos quienes citan segmentos de la biblia sin siquiera pensar dos veces o que aquellos significan para su angustiada líder: There is something in me that’s lethal, proclama la oradora; The Snake!, responde el rebaño.

Es difícil decir que tan justa es “Teeth” con sus personajes. ¿Que parte es caricatura y que parte es fiel depicción? Al encontrarse a medio camino entre la sátira y el cine de género, Lichtenstein se enfrenta a un común problema del cine: ¿Es posible simpatizar y burlarse de los personajes al mismo tiempo? Mientras en papel suena cómo un acto de cuerda floja complejo, en resultado resulta mucho más problemático, ya que, ¿no resulta un poco egoísta querer lo mejor de ambos mundos? Por fortuna, la fuerza del guión, las actuaciones y especialmente la cuidadosa atención al detalle fotográfico, a cargo de Wolfgang Held (tanto en composición cómo en color Held evoca a Norman Rockwell en búsqueda del ideal pictórico Americano) ahuyentan estas problemáticas de nuestra mente y la enfocan en la travesía del personaje principal para convertirse en heroína feminista (junto a Jamie Lee Curtis, Sigourney Weaver y Heather Langenkamp). Desesperada, abandonada, y en búsqueda de una respuesta médica, Dawn visita al ginecólogo local (un sórdido y excelente Josh Pais) en una de las más memorables escenas del horror moderno.

Siempre y cuando uno sepa a lo que enfrenta.

Don’t worry, I won’t bite you.

La entrada del Dr. Godfrey  significa muchas cosas para a película, la más importante, la entrada de lleno al género. Con sus madre seriamente debilitada por la enfermedad (y su padre dedicándole su atención completa), Dawn recurre a otro adulto para buscar catarsis y explicación frente a los recientes y traumáticos eventos. Esta llega, un clímax emocional tanto para los que observamos cómo para la que es observada con sus piernas en los estribos y ligera bata de papel, pero no de la forma esperada: Este resulta siendo un pervertido sexual, quien se quita el guante de la mano derecha y la lleva mucho más allá de lo legalmente establecido. En medio de su desagradable maniobra las fauces claman su segunda víctima, y sus graves gritos de agonía y pánico se intercalan con los de sorpresa y temor de su paciente (el intercambio de ambos actores es perfecto). Sus dedos acaban en el tapete gris barato, sangre salpicada por todo el consultorio y la profecía ginecológica realizada: It’s true, vagina dentata!

La escena es la última en caminar honestamente la línea entre lo humorístico y lo realista sin poner pie decisivo en área alguna. Su éxito, por desgracia, va en detrimento del resto del trabajo, que palidece en comparación. Para empezar, la secuencia funciona tan bien cómo filme de horror que degenera la metáfora sexual que había sido construida hasta el momento, alejándola de la realidad u sumergiéndola en lo fantástico. También, el choque de la mutilación gráfica pierde filo en cada ocasión en que se vuelve a ella, pasando su poderío de lo turbio a lo ridículo. No ayuda, por supuesto, que el último tercio sea de lejos el menos logrados, apretando en poco tiempo y de forma forzada varios temas que Lichtenstein siente la obligación de tocar (entre ellos la relación entre los medio-hermanos, un tema auténticamente fascinante que es dejado de lado acá). Esto no impide, sin embargo, disfrutar de esta sólida entrada en los anales del género, que en resultado es mucho menos presuntuoso y más placentero de lo que este escrito deja ver. Es por eso que observar finalmente la realización de Dawn como una heroína sexualmente libre no sólo es un satisfactorio final, sino un recuerdo que lo más importante no es la meta, sino el proceso que lleva a ella. Es en su luchada experiencia que el significado recobra validez.

Jim Wynorski: Chopping Mall (1986)

Ah, Halloween: época de brujas, disfraces, dulces, vandalismo ligero, mujeres escasamente vestidas y confusión masiva. Los shows en la televisión hacen especiales, los locales decoran pasivamente mientras se preparan para la violenta arremetida de la navidad y los mercaderes de calabazas ven su octubre (de hecho, octubre) realizado. ¿Lo mejor del asunto, en mi opinión? Cine de terror u horror, thrillers, slashers, giallo, expresionismo y porno-tortura toda reunida en una sola noche. ¿Entonces por qué mierdas decido comenzar mi parte de la semana con “Chopping Mall”, producida por Julie Corman, esposa de Roger Corman, muy probablemente la película más cochambrosa reseñada en la página hasta el momento y uno de los más dementes espectáculos de los que tengo memoria? En el papel, debo decir que la idea suena encantadora y no soy un purista de la forma, el contenido o la moral (cierto policía que conozco me dará la razón). ¿Tripas y sangre? Bienvenidas. ¿One-liners penosos y desarrollo inexistente de personajes? Keep ‘em coming. ¿Herejía? Más, por favor. Sólo imagínenlo: ¡Chopping Mall! ¡Robots! ¡Lasers! ¡Muerte y desnudez gratuita! ¡La familia Bland de “Eating Raoul”! ¡Un centro comercial suburbano de varios pisos llenode  adolescentes hormonales! ¿Que podría salir mal?

¿Cómo comenzar a describir una obra tan profundamente enferma? Un claro ejemplo de sub-slasher y de la explotación Cormanesca, Chopping Mall no escatima en violencia ridícula, sexo injustificado ni actuaciones acartonadas y exacerbadas (vale la pena aclarar, si van a ver esta joya, háganlo acompañados y intoxicados con su barbitúrico o alucinógeno de preferencia), pero sí se ahorra más de unos cuantos centavos en historia, lógica y desarrollo de personajes. Es bizantino disecar con un filme hecho hace ya más de 25 años, y por obvias razones es importante no comparar este filme con los maestros del género, sea Carpenter, Cronenberg, Craven o Fulci. Pero, ¿No puede existir un solo personaje simpático que no merezca su muerte vía láser de Robot? Incluso los malditos robots merecen la muerte tecnológica vía láser de robot, una mezcla entre R2D2 y una aspiradora General Electric (que hace su cameo con un delicado product placement) son llamados de forma poco inspirada Killbots (nunca en el filme, sí en los créditos).

No obstante, aquel es el meollo del asunto. Chopping Mall trae la carne (de cañón, abajo desmenuzada) al asador. Quienes deciden entrar al centro comercial de noche están dispuestos a pagar las consecuencias: ser explotados laboral y sexualmente, hacer parte de un espectáculo hedonista y voyerista verdaderamente romano, perder sus trabajos, su dignidad y su dinero, incluso morir violentamente a manos de creaciones sin alma ni sentimientos. Lo mismo ocurre con los espectadores: “Abandon all hope all ye who enter here”. El filme y la labor de Wynorski no son sutiles en lo más mínimo, pero demonios sí que son diabólicamente entretenidos y satisfactorios. He aquí un producto B verdaderamente logrado, en gran parte por pertenecer a una tradición y una productora que sabe lo que hace (aún cuando lo hace a medias), y en parte por rebosar de espíritu e intención (aún cuando no de altos presupuestos, ideales artísticos o pretensiones de autor).

“Killbot” por Fritz Lang.

La historia es simple: un mall decide reemplazar a los tradicionales guardias de seguridad por robots (asesinos, aunque ni ellos ni las maquinas lo saben todavía) sin razón alguna. Tras una rápida introducción donde un video institucional muestra a un ladrón rompiendo la vitrina de una joyería que ni siquiera tiene un sistema de alarma o rejas (para qué seguridad tradicional donde hay androides sedientos de sangre, después de todo) y llevándose el botín para ser prontamente detenido por el taser del Protector 101 (Secure-Tronics®), pronto pasamos a una reunión de propietarios locales que plantean preguntas a un científico de bajo rango que presenta sin atisbo de risa o incredulidad a un trío de robots cómo su nuevo equipo de seguridad. ¡Ooh! ¡Aah! Entre los invitados se encuentran Paul y Mary Bland, los protagonistas del clásico de culto “Eating Raoul” (interpretados por los mismos Paul Martel, quien también dirigió el filme, y Mary Woronov), que miran con desdén y sarcasmo la estúpida presentación (a lo que surge la incógnita: ¿Por qué aceptaron ir en primera instancia?). Básicamente es una sesión de preguntas y respuestas para establecer las reglas del juego: por ejemplo, cómo pueden distinguir de los buenos y los malos (hay que presentar la tarjeta de seguridad frente a su lector), por qué diseñar aparatos tan violentos (there is plenty to protect) o por qué implementar láseres que pueden cortar a través de cualquier superficie (…). Para colmo de males, el científico hace en voz alta la siguiente afirmación: Absolutely nothing can go wrong. Corte a los créditos iniciales (escenas de la dura vida del centro comercial) y al techno de Detroit ochentero compuesto por Chuck Cirino, un especialista en música para cine B y un frecuente colaborador de Cirino, de lejos lo único en todo el filme capaz de emular una sensación parecida al frenesí (Me voy a quitar el sombrero proverbial para el enloquecido y acelerado teclado que acompaña la mayoría de las escenas).

Poco después son presentados los recortes de cartón que protagonizan el filme y el predicamento particular que les pondrá a la merced de sus verdugos tecnócratas: 3 yuppies del negocio de las sábanas (!), el geek sensible Ferdy (Tony O’Dell), el muy tradicional Greg (Nick Segal también de “Breakin’ 2: Electric Boogaloo” y esta gema perdida de la familia Corman) y el agresivo matón Mike (el siempre fantástico John Terlesky, ¡que rostro 100% americano!) planean una fiesta en su tienda de colchones a la que invitan a dos meseras de una cafetería/restaurante, Allison (Kelli Maroney, de “Fast Times at Ridgemont High”, blanda cómo un malvavisco) y Suzie, novia de Greg (Barbara Crampton, una de las favoritas del gran Stuart Gordon). Su empleador, una racista caricatura italiana, resume el espíritu de la película al ver que Allison deja caer un plato (“America: porca miseria”). También invitados a la gran fiesta está la pareja de mecánicos casados, Ray (Russell Todd de “Friday the 13th Part II”) y Linda Stanton (Karrie Emerson, figurante en “White Dog” de Samuel Fuller), y la novia de Mike, Leslie (Suzee Slater), empleada de la tienda de ropa de su padre (quien ve cómo su abusivo novio le manosea durante horas de trabajo) con altísima frecuencia de grito y enormes senos falsos.

Juzguen ustedes.

Una tormenta eléctrica, dos científicos muertos y 20 minutos después, nos adentramos en el clímax prolongado de la sencilla narración: androides matando gente, mujeres desnudándose y atroces one-liners. ¿Suena fantástico? Lo es, salvo por algunos inconvenientes. Wynorski (quien encontraría su nicho en producciones del mismo estilo y hasta el día de hoy trabaja cuan mula) dirige a sus actores hacia un histrionismo radical, una técnica que a veces raya en lo irritante. Las muertes no son particularmente innovadoras e incluso a veces resultan un poco repetitivas (vale la pena mencionar que tiene una explosión de cabeza verdaderamente brillante, solo al sur de Scanners en calidad). Quizás lo más problemático es que la película está contada de una forma demasiado dislocada, siguiendo un estilo relajado que gira entorno a suplir la dosis de sangre y sexo de los voraces mirones. Esto causa que el resultado final sea una conexión de viñetas varias sin mucho impulso más allá del esencial, y aún en su corta duración el ritmo a veces languidece. Ahora, eso no nos impedirá un cuidadoso saboreo de la carne que hay en estos roídos huesos.

Kill List: 1. Supervisor #1, llamado Marty, su garganta es perforada por uno de los bracitos retráctiles del robot No. 1 mientras mira una revista porno durante la tormenta eléctrica.

2. Supervisor #2: Tras llegar al lugar y no encontrar a su compañero, su espalda es atravesada con un arpón que el robot No. 1 esconde tras una escotilla metálica. ¿Cómo saben tanto sobre matar estas máquinas?

3. El encargado de la limpieza (Dick Miller, con escenas borradas y pequeños papeles en “Pulp Fiction”, “The Terminator” y “Gremlins”) recibe una brutal descarga eléctrica que literalmente le frita mientras trapea. Su plegaria de respeto a los hombres trabajadores es ignorada por su asesino.

4. Mike, tras una sesión de sexo (sin oral, ya que Leslie no apoya este tipo de nociones, muy a pesar de acabar de tener sexo al lado de sus amigos), va a comprar cigarrillos para su novia y es degollado por el robot No. 2 (modus operandi favorito de los antagonistas).

5. Leslie, tras encontrar el cuerpo de su novio, es quemada por varios disparos de láser, el último de los cuales le estalla la cabeza. Sus amigos le miran desde las vitrinas. A+.

6. (Fallido) Robot No. 1, a pesar de estar al lado de un tanque de gas metano mientras este explota en un mar de balas de ametralladora, sobrevive y vuelve con sed de venganza.

7. Suzie (gracias a Dios), es alcanzada por las llamas de una bomba Molotov creada por ella misma y muere ante los ojos de sus amigos y su novio Greg, que enloquece poco después. Satisfactoria.

8. Robot No. 2, es atrapado en un ascensor trampa que a su vez es detonado por Allison de un solo tiro (My father was in the navy).

9. Greg, ya corroído por la demencia, da un grito de victoria al anunciar que no hay moros en la costa solo para ser lanzado de un tercer piso por el sarraceno de aleación que falló en ver.

10. Linda, muerte por láser perdido en el estómago. Curiosamente inmediata, y el más doloroso de los decesos.

11. Ray, tras ver la muerte de su amada esposa Linda se monta en un carrito de limpieza a base de diesel y se estrella con el Robot No. 3, quien ya está sufriendo una descarga eléctrica y está muy próximo a su deceso, e infructuosamente pierde su propia vida en la rabia que tiene con este bastardo de la ciencia.

12. Robot No 3, recibe el reflejo de un láser que escoge disparar contra un espejo, lo que le causa una espiral de voltajes y estallidos internos. Chispas por doquier. El peor de los 3 androides, no causa una sola muerte intencional en una penosa actuación.

14. (Fallido) Ferdy, interés romántico de Allison, va a rescatarla al verla acorralada por el robot No. 1, y recibe una caneca/cenicero en el pecho a toda velocidad. Ver sangre salir de su cabeza es suficiente para la máquina, que le da por muerto (una máquina que debería saber mejor a la hora de identificar señales de vida) y va en busca de su último adversario. Sale más tarde tratando su herida con un rollo de papel higiénico.

15. Robot No. 1, que por desgracia, es vencido por su último adversario: cubierto en gasolina y con pintura bajo sus orugas que le impiden escapar, Allison le lanza una bengala que acaba con su “vida” en una violenta explosión.

16. Peckinpah ya está muerto, ¿por qué no bailar con su cadáver?

Nude List: 1. Mujer anónima anda topless en el vestier femenino del centro comercial, donde Allison y Suzie hablan.

2. Suzie, tras ser comparada con una carne fría, se desnuda para Greg y los espectadores.

3. Leslie (Fig. 3) muestra sus senos falsos a Mike prometiéndole una recompensa si le trae cigarrillos. Probablemente ignora que hay robots asesinos afuera.

One-Liners List: 1. Tras sobrevivir el primer ataque de las máquinas, Greg le pregunta a Ray: “How much do I owe you for the beer?” Prioridades en desorden.

2. Linda haciendo cálculos de supervivencia: According to my calculations, provided we survive, we’re going to be trapped in this place for the next 85 years. No provee explicación al por qué de su razonamiento.

3. Ferdy, poeta de lo obvio (y algo de flair de por parte de Wynorski): The moment we go out there we’re dead meat, yesterday’s news.

4. I guess I’m not used to being chased in a mall in the middle of the night by killer robots. En retrospectiva, Linda es uno de los mejores personajes (lo cual hace su muerte mucho más triste).

5. Thank you, have a nice day!, coda dado por los robots luego de cada homicidio.

6. La época de Reagan: This is not a democracy, you have no choice!

7. Greg, estratega del amor: You smell like pepperoni. I like pepperoni. Seguido del desnudo #2.

8. Ray y Ferdy, tras admirar su trabajo (mal hecho) sobre el robot No. 1: What’s that? Robot blood.