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Charlotte Corday came to our town heard the people talking saw the banners wave weariness had almost dragged her down weariness had dragged her down.

Erle C. Kanton: Island Of Lost Souls (1932)

“Mientras el dolor audible o visible le dé nauseas, mientras lo manejen sus propios dolores, mientras el dolor subyazca a sus proposiciones sobre el pecado, mientras tanto, se lo digo, usted es un animal, que piensa con poco menos de oscuridad que un animal.”[1]

Moreau en La Isla del Doctor Moreau

Todos los años presentamos a los lectores Una Semana de Horror en Filmigrana con el objetivo de recomendar algunos títulos que sean poco comunes, inusualmente buenos, o incluso extremadamente raros y, como pertenecientes al género del horror, estos filmes tienen una responsabilidad y un propósito en sí mismo, bastante sencillo en concepto y terriblemente complicado en la práctica: asustarnos hasta perder el control de nuestros esfínteres. Claro está, la mayoría de los ejemplares aquí reseñados (y del género en sí mismo) nunca provocan el terror que prometen en sus afiches promocionales o en sus comerciales televisivos, y muchas veces los resultados son más confusos y entretenidos que genuinamente aterradores. Lo cierto es que el horror es completamente subjetivo. Es complejo explicar por qué una imagen parece absurda y ridícula, mientras otra nos paraliza de temor como a un zorro que ve su propia muerta desde lejos. Los zorros y otros animales, aún dentro del grueso de la cadena alimenticia, perciben el miedo como un peligro inminente, lo que causa que modifiquen su comportamiento para poder escaparlo. Los humanos, habiendo escapado de eso pero aún más que dispuestos a matarnos los unos a los otros, también cambian su comportamiento cuando la sensación está ligada al riesgo de muerte. Pero haber desarrollado una conciencia que puede articular y reflexionar lógicamente la idea de “tener miedo”, ha destilado dicha sensación de malestar e incomodidad en algo emocionante, incluso placentero, cuando es accedida en dosis controladas y solo superficialmente peligrosas.

Cuando se es niño, esta sensación es especialmente fuerte e indomable. Visiones, expresiones y situaciones que nunca hemos enfrentado se presentan por vez primera, y entenderlas y asimilarlas puede ser una tarea traumática. ¿Cómo puedo explicarle a mi mente lo que significa que un hombre enmascarado emerja de las sombras y, sin mayor motivo, apuñale el vientre y riegue las tripas de una hermosa bañista sin tener ningún punto de referencia? ¿Cómo puedo procesar la sangre que brota, las vísceras rojizas y brillantes que rebozan, los gritos, la pérdida del conocimiento y el dulce abrazo de la muerte? Todas estas cosas nos son completamente desconocidas, repulsivas e ilícitas en ese momento, y por eso nos son inolvidables. Sin embargo, el tiempo nos presenta una y otra vez variaciones infinitas del mismo asesinato, de las misma heridas, de las mismas armas blancas, del mismo homicida sin rostro y de la misma víctima genérica. Una y otra vez observamos la misma coreografía pagana hasta que pierde su filo. Nos tornamos indolentes, insensibles. Buscamos de forma incesante nuevas y macabras recreaciones de violencia, más explícitas, más chocantes, más irreverentes sin nunca alcanzar el zenit encontrado años atrás. Eventualmente, una verdad se nos revela, más vinculada con los horrores del mundo real que a los del mundo ficticio: No hay nada que nos aterre más que aquello que entendemos y conocemos bien, pero que escogemos ignorar por motivos de indiferencia.

Island Of Lost Souls, dirigida por Erle C. Kanton, es un filme que expresa de forma muy efectiva la noción de inicialmente temer a algo por encontrarlo ajeno, solo para asimilarlo poco tiempo después y, en últimas, olvidarlo por encontrarlo demasiado doloroso y problemático. Una adaptación de la novela corta de H. G. Wells La Isla del Doctor Moreau escrita por Philip Wylie[2] y Waldemar Young, el filme sigue a Edward Parker (Richard Arlen), un náufrago que es recogido por un barco de carga en el medio del océano Pacífico solo para encontrarse con una tripulación compuesta en su mayoría por animales exóticos enjaulados. Dicha carga está siendo supervisada por el estoico Montgomery (Arthur Hohl), a quien Parker acaba acompañando a su destino luego de una disputa con el capitán del barco, un borracho violento llamado Davies (Stanley Fields). El destino es una pequeña isla que no aparece en los mapas y no tiene nombre, pero todos quienes navegan el mar conocen por reputación: allí es donde el infame Doctor Moreau (Charles Laughton, habitualmente extraordinario) lleva a cabo sus extraños experimentos.

Una vez llegado a la isla, Parker empieza a desconfiar de las extrañas fisionomías y comportamientos de los locales, todos con fuerte aspecto animal y salvaje temperamento salvo por Montgomery, Moreau y la hermosa y tímida Lota (Kathleen Burke), una local que habita la casa principal con los dos científicos. Las sospechas de Parker se tornan en horrores reales cuando empieza a escuchar horribles alaridos en las noches y presencia por accidente uno de los brutales procedimientos de vivisección operados por Moreau y Montgomery, tras el cual se adentra apresurado en la jungla y encuentra a los nativos habitando rudimentarias chozas de barro y paja. Allí les observa mientras celebran un extraño y lúgubre ritual donde su recitan “La Ley”, repitiendo las palabras de un hombre excesivamente peludo que parece ser su líder (Bela Lugosi):

– “What is the Law?”

– “Not to spill blood. That is the Law.”

– “Are we not men?”

– “Are we not men?[3]

El filme de Kanton funciona como una adaptación bastante fiel al espíritu de la obra original[4], aún sí el resultado final se toma varias libertades de la novela, principalmente en la inclusión y desarrollo de dos personajes femeninos, ambos con una intensa conexión emocional con el protagonista Parker (quien también es mucho más espabilado y menos servil que su contraparte Packard del libro): El primero es su prometida Ruth Thomas (Leila Hyams), una flapper preocupada y proactiva quien espera la llegada de su novio a Apia sin saber sobre su desvío a la isla de Moreau. Aunque las escenas de Thomas en Samoa presionando a la burocracia local para que rescaten a su marido frenan el impulso narrativa de lo que ocurre en la isla y su rol de interés romántico era una obligación en el cine de Hollywood de la época, su presencia es importante porque le da a Parker tanto una conexión emotiva que hace del peligro al que se enfrenta mucho más dramático y urgente como una posibilidad de redención en el tercio final. El segundo es el personaje de Lota, la Mujer Pantera referenciada en el libro de Wells, quien toma un papel mucho más central en el filme y, propulsado por la sugestiva interpretación de la exótica Burke[5], subraya la posibilidad de un erotismo incontrolable en las creaciones de Moreau.

La dirección fetichista de Kanton recalca aún más las posibilidades sexuales de la historia original, donde solo hay unos cuantos figurantes femeninos, y su especial predilección por las piernas de sus actrices crea en el espectador una titilación que contrasta fuertemente con los violentos hechos ocurridos en la Casa del Dolor, el laboratorio donde Moreau hace sus experimentos. Gracias a que el filme fue producido y estrenado en 1932, dos años antes de la implementación del código Hays, Kanton no teme en sugerir ni mostrar contenido de carga erótica y violenta, lo que hace que su película sea sorprendentemente honesta en su representación del sadismo, la crueldad y el deseo sexual. El filme fue vetado por esto en doce países[6], y en los Estados Unidos las juntas de censura de cada estado editaron y cortaron las escenas y secuencias que les parecían más perturbadoras y nocivas[7].

Vista hoy en día, es lógico que Island Of Lost Souls haya perdido el poder de chocar a su audiencia, en gran parte por una creciente desensibilización a contenidos sórdidos pero también porque la cultura popular ha arruinado el twist central de la historia. No obstante, el filme se mantiene vigente como una obra maestra del género, sobriamente dirigida y fotografiada (por Karl Struss, también de Sunrise de F. W. Murnau, 1927), fuertemente actuada, e innovadora y original tanto en su expresivo lenguaje visual como en su maridaje entre los remanentes del cine de género mudo (el maquillaje teatral, la aceleración ocasional de los movimientos bruscos) y las posibilidades expresivas del cine sonoro. Haciendo uso solo del diálogo y la extensión necesarios (el filme dura apenas 71 minutos), la película aún es inquietante, conmovedora y horriblemente prevalente en su contenido principal y en sus mensajes más subversivos.

El más potente de estos es lucidamente ilustrado por Kanton en su elección de enmarcar a todos los personajes, tanto salvajes como humanos, entre barrotes y jaulas. Aquello sirve un propósito lógico, en el cual la casa habitada por los humanos está resguardada de la posibilidad latente de violencia del exterior y de escape del interior, pero también funciona como una metáfora de la falsa libertad que estos individuos creen tener: todos los hombres y animales están atrapados en prisiones hechas por otros o de su propio hacer. Parker, quien parece en primera instancia un individuo cuerdo y decente, está preso no solo de las circunstancias desafortunadas que le depositaron en la isla, sino también de un creciente deseo sexual por Lota, deseo que solo rechaza en cuanto se entera de su origen animal y que, de no ser por su amor por Ruth, probablemente habría perseguido hasta sus últimas consecuencias. Montgomery está preso de su pasado, ya que su negligencia médica en Londres años atrás le confinó a la exploración científica únicamente en la isla, además con la complicación moral de ser extremadamente permisivo, y en últimas cómplice, de las sucias acciones de Moreau. Moreau, por su lado, cree acercarse cada vez más a la obra que finalmente cementará su lugar en la historia de la humanidad, pero en realidad está cada vez más lejos de satisfacer su ego y sus deseos de grandeza. Solo quedan los animales, presos de un estado físico y mental transitorio, ni bestias ni hombres, solo objetos indignos esperando su reposo final.

Los animales son los que finalmente logran trascender su encarcelamiento, y tras romper por orden de Moreau la letra sagrada de la Ley, descubren que la sociedad a la que pertenecen es fácilmente quebrantable, incluso destructible. Basta con regar la sangre de un individuo para ver que este es sólo un hombre, y por ende, todos los hombres pueden sufrir el mismo destino. Romper con la imagen divina de su creador les permite a las criaturas extraer su venganza sin temor a las repercusiones. Lo mismo es cierto para todas las sociedades: una vez entendemos que las leyes existen como estructuras para mantener el caos y la violencia a raya, es fácil comprender porque hay tantos casos anómalos dentro de ellas. Sí tan solo hay unas palabras y escrituras pensadas por otros hombres sosteniéndolas, ¿por qué no habría quien se rehuse a seguirlas? ¿Por qué no habría individuos dispuestos a cometer actos tan desmedidos en su barbarie que atenten contra el mismo tejido que las compone? En últimas, Moreau, Lota y el resto de las criaturas sucumben (algunos merecidamente) ante las verdades inevitables del frágil ecosistema que habitaban: primero, no se puede controlar una multitud enfurecida, y segundo, no se puede escapar a lo que se es. Esperemos, por el futuro de los que habitan el resto del mundo, que esas verdades sean repetidas y escuchadas una y otra vez, ojalá de forma tan elocuente y memorable como en Island Of Lost Souls.

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[1] H. G. Wells en La Isla del Doctor Moreau, Norma Editorial, Bogotá, 1997 (Texto original de 1896), cit. P. 98.

[2] Wylie es solo una de las figuras fascinantes unidas como por destino manifiesto en este proyecto: autor de varias novelas de ciencia-ficción (las más célebres When Worlds Collide de 1933 y su secuela After Worlds Collide de 1934, ambas co-escritas por Edwin Balmer), una saga de cuentos cortos publicada en el Saturday Evening Post sobre el Capitán Crunch Adams (su influencia sobre el Cap’n Crunch es desconocida, pero le precede por más de 20 años), su ayudante Des Smith y sus aventuras de pesca de mar profundo (que fue la base de una poco exitosa serie televisiva en 1955 protagonizada por el célebremente bien dotado Forrest Tucker), varios ensayos sobre la amenaza nuclear y su impacto ambiental (uno de los cuales le mereció la casa por cárcel en 1945 por revelar información confidencial sobre las pruebas de lanzamiento de cohetes hechas en Alamagordo, Nuevo México) y un episodio de la serie de televisión de la cadena NBC The Name Of The Game llamado L.A. 2017, dirigido por el mismísimo Steven Spielberg.

[3] Q: Are we not men? A: We are Devo!

[4] Los registros sobre las opiniones de Wells sobre el filme son contradictorios: algunos decían que fue abiertamente critico de la película, argumentando que la atención al horror del filme opacaba las ideas filosóficas que le subyacían, mientras otras reportaban que el autor estaba encantado con el resultado, especialmente por haber sido censurado en el Reino Unido.

[5] Burke trabajaba como una asistente de dentista en Chicago hasta que ganó el concurso de talentos hecho por la Paramount Pictures para elegir a la interprete de la Mujer Pantera en este filme. La actriz solo estuvo en el medio fílmico hasta 1938, año en el cual se retiró de la actuación a los 25.

[6] Inglaterra, habitualmente moralista e hipócrita en sus prácticas de censura, decretó el filme inaceptable en tres ocasiones separadas (1933, 1951 y 1957) por ir “en contra lo natural”. Gran parte de su descontento partía de la siguiente cita, quizás las más reconocida del filme, pronunciada por Moreau al explicar el motivo de su trabajo: “Do you know what it means to feel like God?”

[7] A pesar de los intentos de suavizar el impacto del filme, los reportes de espectadores vomitando en sus asientos por repulsión a las imágenes fueron populares en la época.

Roger Donaldson: Species (1995)

“She was half us, half something else. I wonder which was the predatory half.”

Alguna vez conocí a un individuo que creía firmemente en la existencia de vida inteligente afuera de nuestro planeta. Su creencia, como las de todos, estaba basada en su experiencia empírica y filtrada a través de su estructura mental y su conocimiento. Pero su visión respecto a la gran pregunta difería radicalmente de las teorías ingenuas e idealistas de Claude Lacombe en Close Encounters Of The Third Kind o de las porno-destructivas y colonialistas de David Levinson en Independence Day. Para él, las visiones de luces brillantes desapareciendo a toda velocidad en el cielo nocturno estrellado del centro de la ciudad o en el atardecer rojizo de las playas de Centroamérica no significaban una vigilancia furtiva de la raza humana por parte de criaturas grisáceas, esperando el tiempo adecuado para contactarnos o cosecharnos por nuestros minerales. Simplemente eran OVNIs en su definición literal: Objetos Voladores No Identificados. Las pirámides egipcias, mayas y aztecas, junto a los círculos en maizales y plantaciones, eran todas obras extraterrestres. Pero su propósito no era maravillar a los hombres con su poderío monumental: simplemente eran señales de tránsito intergaláctico, fácilmente visibles desde el espacio como una enorme letrero que lee: “25 billones de Km hasta el siguiente Tiger Market”.

Inexplicablemente arrogantes, la humanidad siempre ha creído ser el centro del universo. Su etnocentrismo se traduce al tema alienígena de dos maneras: a) mediante la negación de la existencia de vida inteligente afuera del planeta Tierra, una afirmación estadísticamente muy poco probable y además contradictoria con la creencia popular[1], o b) la noción definida de que los extraterrestres no solo existen sino que además están interesados en contactarnos y explorar nuestra cultura, entablando así los precedentes necesarios para una relación de mutuo beneficio o una guerra inter-espacial a muerte. Las creencias de aquel individuo no se alineaban con ninguna de estas corrientes de pensamiento. Su lógica era aún más aterradora y pragmática a la hora de ignorar los fenómenos físicos y concentrarse en la naturaleza de nuestra relación con los seres de otros mundos. Para él, los extraterrestres están interesados en los humanos del mismo modo en que los humanos estamos interesados en las hormigas: sabemos que estas cohabitan el universo con nosotros, y conocemos su comportamiento hasta cierto punto, pero nunca nadie ha pensado en entablar una comunicación compleja con ellas para acceder a sus años de evolución como especie. ¿Qué propósito posible puede servir interactuar con ellas? Es una pérdida de tiempo.

Esta idea nos puede parecer deprimente y pesimista, pero es difícil no verla también como realista. Sólo porque tengamos un profundo miedo a ser inferiores a otros hombres y a otros seres más poderosos, más brillantes, más disciplinados y más físicamente aptos, la posibilidad de ser reconocidos como iguales por otra forma de vida inteligente no se hace más tangible. Lo cierto es que quizás nunca hemos sido vida inteligente para los demás, y del mismo modo en que encontramos el resto de las criaturas en el mundo prescindibles e inferiores, nosotros probablemente seamos las hormigas de alguien más, hormigas moralistas que han desarrollado una conciencia y una cultura, atrapadas y exhibidas en una enorme granja de vidrio, arena y agua.

No obstante, hay algo fascinante y divertido en observar hormigas, enjambres masivos de puntos rojizos y negros llevando cadáveres y prisioneros hacia un hormiguero, caminando en filas organizadas, trozando hojas verdes y terrones negros, alzando hasta 100 veces su propio peso, sacrificando sus vidas y facultades por la reina que les comanda. Si un ser de otro planeta escogiera observar a la raza humana con el mismo mórbido, irónico y pedante desapego, podría remitirse a los divertimientos cinematográficos vacuos y estúpidos excretados día tras día en Hollywood y en las grandes matrices fílmicas del mundo[2], y les serían tan arcanos y ajenos que no podrían evitar reírse. Por fortuna, nosotros podemos hacer lo mismo, especialmente en los mágicos casos en que estas formas de entretenimiento son tan extrañas que trascienden su propósito inicial (hacer dinero y entumecer a las masas), y observarlas puede ser una experiencia renovadora y estimulante. Aquel es el caso de Species de Roger Donaldson, una película terriblemente concebida y ejecutada, cuya visualización un par de décadas luego de su estreno nos revela un objeto extremadamente raro, empolvado y fallido, pero aún así, un objeto existente que intenta comunicarnos algo.

“We decided to make it female so it would be more docile and controllable.”

La historia sigue a Sil (Michelle Williams cuando joven, Natasha Henstridge cuando adulta), un espécimen de laboratorio creado y criado por el Dr. Xavier Fitch (Ben Kingsley) luego de que la Tierra recibe un mensaje del espacio exterior con instrucciones de cómo alterar, cruzar y perfeccionar la genética humana con ADN alienígena. Tras escapar de su cautiverio y ‘segura’ muerte vía gas venenoso, la extremadamente fuerte y de rapidísimo desarrollo Sil se refugia en la ciudad de Los Ángeles, no sin antes matar un buen número de civiles, razón por la cual Fitch reúne a un excéntrico grupo de captura compuesto por el caza recompensas Press (Michael Madsen), la bióloga molecular Laura (Marg Helgenberger), el antropólogo Stephen (Alfred Molina) y el telépata Dan (Forest Whitaker). Mientras este absurdo grupo congenia, coquetea y malgasta su tiempo haciendo experimentos inútiles y persiguiendo lenta e inefectivamente las pistas que Sil deja en su paso por la ciudad, la hermosa criatura evoluciona constantemente y llega a su madurez sexual. Comprendiendo rápidamente como sobrevivir en la Tierra[3], y aliviada parcialmente del peso que es la moral, Sil destruye a todo quien se atraviesa en su camino de formas sorpresivamente grotescas y brutales, pero es atormentada por pesadillas constantes, que paralelamente le enseñan la criatura reptiliana en la que eventualmente se convertirá y le confunden con los deseos y falencias de una joven humana deseosa de procrear.

Sobre el papel, la idea de Species es bastante sólida y podría dar para un filme sorprendentemente conmovedor sobre la idea de ser humano a través de los ojos de una criatura inhumana (como lo es por ejemplo Blade Runner (1982) de Ridley Scott) sin por esto descuidar su pertenencia a un género cinematográfico duro como lo es la ciencia ficción. En práctica, la película es un confuso y bipolar desastre cuyas múltiples ambiciones no dejan que ninguna prospere. He aquí un filme consumadamente malo, abrumado por las interpretaciones dispares de un reparto estelar, por la interferencia dañina de la casa productora MGM y su obsesión con los efectos especiales digitales, por un espantoso guión escrito por Dennis Feldman, quien escoge intercambiar todo rastro de realismo científico y sentido común por dosis innecesarias de sexo y violencia (aunque, ¿no son siempre necesarios el sexo y la violencia?). Species es una frenética y malograda alternación entre horror, ciencia-ficción, comedia, drama, acción e incluso animación computarizada sin ser un logro en ninguno de esos campos[4].

Sin embargo, el filme nunca llega a ser aburrido. Quizás es su falta de corrección política o su captura vívida de una década pasada, quizás es la dirección estilizada y confiable del veterano Donaldson[5] o quizás es la pesada influencia de la acción europea noventera (sobre todo de Luc Besson) donde una hermosa mujer rompe las columnas vertebrales de todos quienes se le acercan; quizás son los terriblemente datados efectos visuales cuyo referente más cercano son las producciones actuales del canal Syfy, quizás las interpretaciones del más aleatorio grupo de actores de carácter alguna vez reunido para una superproducción gringa. Lo cierto es que hay algo extrañamente seductor que impide quitar los ojos de este accidente de tránsito cinematográfico, y mientras la mezcla de todas las cosas arriba mencionadas crean un agradable vértigo al espectador en busca de basura sin adulterar, es el potencial desperdiciado del filme el que en últimas resulta tan atrayente. Species crea algunas imágenes y secuencias genuinamente memorables y perturbadoras, fácilmente comparables con las más icónicas del género, con el ligero inconveniente de que están perdidas en medio de un mar de clichés racistas y misóginos. La escena de la incubación y el parto de la Sil[6] adulta es el nadir indiscutible del filme (lo cual es desafortunado porque ocurre en el minuto 20 de casi dos horas de duración), y no en vano está en su mayoría logrado mediante efectos prácticos, hasta el día de hoy muy efectivos.

En últimas, lo más fascinante de la película tiene bastante que ver con aquella escena: el verdadero protagonista de Species no son los humanos sino el extraterrestre que crearon. Observamos la humanidad a través de sus ojos, aprendemos de ella de forma puramente sensorial, escuchando conversaciones y palabras sueltas, observando intercambios de dinero, programas de televisión, pornografía, vestidos de novias exhibidos en ventanas. Sil no es una criatura malintencionada, simplemente está dispuesta a hacer lo que tenga que hacer para lograr sus objetivos. Una vez el concepto de procrear se anida en su cabeza, elimina sin mayor arrepentimiento a su competencia sexual, a las parejas que no encuentra aptas, a los hombres que ya han servido su propósito. Los humanos le son fáciles de manipular y derrotar, un grupo de hormigas enormes y agobiadas por sentimientos y preceptos que les impiden llegar a su máximo potencial[7], distraídos por señales de tránsito que les instruyen quedarse quietos y por publicidades que les dictan detenerse en el próximo Tiger Market. Similar a la especie que retrata, Species es un filme cuyo valor y visibilidad residen más en lo que pudo haber sido que en lo que actualmente es[8].

Pero es, y ¿no es eso lo más importante?

Sí alguna vez voy a las pirámides de algún lugar, procuraré no pensar ni en este filme ni en las teorías de aquel individuo, e incluso puede que no piense ni siquiera en la historia que les contextualiza. Lo importante para mi no será su intención original, si orientan naves espaciales o si facilitan el rodar de cabezas decapitadas pendiente abajo, sino el hecho de que existen, y aún están allí para maravillar nuestras pequeñas mentes de colmena, para propulsar la industria del turismo de los países que las contienen, para ser capturadas en selfies semi-eróticas con citas descontextualizadas y carentes de significado que luego estarán en redes sociales con el más importante propósito de todos: Procrear (aunque no con todo el mundo, no somos animales después de todo).

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[1] En Alemania, Estados Unidos y el Reino Unido más de la mitad de la población cree en la existencia de vida extraterrestre inteligente, mientras que entre el 25 y el 30% opina lo contrario.

[2] Francia, por el amor de Dios.

[3] ¿Es Los Ángeles parte de la Tierra, o es más parte del infierno?

[4] La calidad del filme no impidió que este tuviera 3 secuelas, Species II (1998), Species III (2004) y Species: The Awakening (2007), las últimas dos directo-a-video.

[5] La carrera de journeyman de Donaldson también sufre la misma esquizofrenia que agobia al filme, con puntos altos tales como No Way Out (1987), White Sands (1992) y The World’s Fastest Indian (2005) y puntos bajos tales como Cocktail (1988), Dante’s Peak (1997) y The November Man (2014).

[6] Sil fue diseñada por H.R. Giger, en un no-muy-sutil intento de MGM de vender Species como el Alien de los noventas y de era de los efectos digitales.

[7] En otra gran secuencia con quizás el más elaborado e incidental homicidio alguna vez filmado, Sil le corta un dedo a una joven mujer esperando a ver sí lo regenera tan rápido como ella, replicando una acción que miles y miles de niños han hecho con miles y miles de insectos a través de los años.

[8] Species también podría ser vista como el prototipo original que inspiró la más enfocada y potente Under The Skin (2013) de Jonathan Glazer.

Una Semana de Horror en Filmigrana V: A New Beginning

Una vez más nos encontramos con el rito anual de celebrar el mes de las brujas en compañía de ustedes, queridos lectores, con un selecto número de recomendaciones pensadas para quienes desean evitar la polución emocional y sensorial de las fiestas modernas, la confusión entre quien simplemente está trabajando de noche como habitualmente y quien es un civil disfrazado desviando a los clientes, y por supuesto, años y años de invasivo tratamiento dental con taladros, fresas, garfios y demás creaciones metálicas dignas de un procurador de la inquisición. Sí, entendemos perfectamente que reunir y procesar a todos los odontólogos y ortodoncistas de este mundo es tan solo justo, pero no malgastemos energía en ello cuando existe una venia menos trabajosa y mucho más divertida a su macabra profesión (y la de demás sádicos interventores de la ciencia): ¡Una Semana de Horror Temática! ¡En vivo, por vez primera! Así es, este año decidimos hilvanar y canalizar nuestros caótico y dañinos cerebros en un solo horripilante tema: Intervención y Atrocidad Científica.

¿Qué incluye entonces dicha temática? Cualquier tipo de intervención proactiva médica, científica, incluso robótica, supuestamente en orden de la ciencia y la humanidad, pero que por obvias razones del género se saldrá de control y será terriblemente destructiva con quien tenga la mala (o quizás merecida) suerte de estar merodeando en los alrededores. Así es que, deténganse y visítennos a lo largo de toda esta semana, si su corazón les dicta enfrentar brutales cirugías maxilofaciales, cruces inter-especies abominables, criaturas enormes y hambrientas de pelea, titilantes escenas de sexo y violencia que harían sonrojar a una mantis religiosa.

Para finalizar les dejamos una portada de VHS, como es parte crucial de este aquelarre demoniaco.

Rachel Talalay: Ghost In The Machine (1993)

“El vicio es contrario a la virtud, como se ha dicho. Pero las virtudes no las tenemos por naturaleza (no son innatas), sino que son causadas por infusión o por el ejercicio habitual, como hemos dicho. Luego los vicios no son contra la naturaleza.”

Santo Tomás de Aquino en Summa Theologiae (1265–1274), Primera Parte de la Segunda Parte, Cuestión 71

“I found a sex program!”

Josh Munroe en Ghost In The Machine

No creo que los placeres de la procrastinación sean ningún misterio para quienes deambulan el océano cibernético día tras día, en busca de una carnada sanguinolenta que los arrastre de un lado al otro de la internet, siempre entretenida, accesible, inagotable. ¿Cómo llegaron a este lugar, por ejemplo? ¿A este artículo? ¿Fue a través de una imagen que activó algún recuerdo de su infancia tardía, quizás reprimida[1], por razones que veremos más adelante? ¿O fue una inmersión ciega en un buscador masivo, una sumatoria de palabras y caracteres cuyo resultado algorítmico fue lo acá presente? ¿O quizás fue el mal olor de esta caneca abierta la que estimuló su curiosidad, como quien camina por los pasillos de pescaderías buscando tripas negruzcas, hinchadas? ¿Quién haría tal cosa? ¿Por qué existe esto?

Frecuentemente nos remontamos al origen de las cosas cuando nos parecen inexplicables, cuando el tiempo y el polvo las han petrificado de tal forma que ya las encontramos irresolubles. Antes íbamos a la biblioteca y buscábamos en enormes tomos con lomo en cuero rojo, explicando en castellano antiguo qué significa cada cosa. Ahora nos sentamos frente a una pantalla luminosa, donde tenemos una fuente insondable de conocimiento, pero cuya principal actividad, si no su objetivo, consiste en desviarnos de aquella consulta original. ¿No es este el punto en el cual la procrastinación se torna peligrosa, cuando pasa de simplemente distraernos de aquello que nos es más importante en la vida a ser lo más importante en nuestra vida? Esta pregunta alumbra esquinas filosas: Primero, ¿qué es lo que es más importante en la vida? ¿La seguridad monetaria, la compenetración emocional, el legado que dejamos a quienes nos suceden, el hedonismo? Muchos de los constructos ideales de lo que una vida debería ser están nublados por la estructura social que los impone en primer lugar, mediante un bombardeo publicitario y mediático que martilla impulsos moralistas, consumistas y con frecuencia inalcanzables. Segundo, ¿no es la procrastinación la destilación más pura de la existencia? ¿No es el constante aplazamiento de las responsabilidades lo que constituye la vida misma? ¿No es el divertimiento un contrapeso necesario a las acciones más puntuales como comer, dormir, matar, desear a la mujer del prójimo y traicionar a la patria?

Todas estas generalizaciones son verdaderamente irresponsables (de hecho llevo aplazando este artículo meses), y como generalizaciones obstruyen los beneficios innegables de una red de información dispuesta para todos los seres humanos. Sí, la internet subraya las peores tendencias de los hombres: su cobardía violenta cuando se oculta en el anonimato, sus tendencias misóginas y misantrópicas, su fetichismo sexual incontrolable al servicio de una industria explotadora y reductiva, su construcción narcisista y ególatra de una imagen propia enaltecida y sesgada. Pero también da voz a TODOS los individuos que quieren ser oídos, muchos de los cuales tienen cosas verdaderamente valiosas que decir, en forma de denuncias, ensayos, sátiras, creaciones artísticas, incoherencias emotivas, notas suicidas.

Tomemos como ejemplo lo siguiente: en junio del 2013, el estadounidense Edward Snowden filtró desde una habitación de hotel en Hong Kong miles de documentos clasificados de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) donde revelaba al público mundial las invasivas políticas de vigilancia electrónica del gobierno estadounidense, en las cuales un oficial calificado podía leer, escuchar y ver todo aquello que virtualmente quisiera del ciudadano promedio, bajo la idea de que éste podía ser una amenaza para la seguridad de la nación. Dicho evento, acompañado de varios otros delatores a nivel mundial, infundió temor en los gobiernos, y el término ciberterrorismo, de facto una estupidez lingüística, nació como un Coco abstracto[2] para asustar a los individuos comunes, cuyas infidelidades y deseos secretos podían ser descubiertos por adolescentes y sus computadoras en cualquier momento, cuando en realidad lo que tenía mayor riesgo de ser expuesto eran los secretos nacionales de quienes les gobiernan, mucho más peligrosos, indescifrables y temibles tanto en su lenguaje como en su motivación. Créase lo que se crea sobre Snowden y los demás whistleblowers, hay algo innegable en sus acciones: Estos individuos tenían algo importante que decir.

“You give us Ticketron and bank machines, but then we get some sort of Big Brother who keeps a record of everytime you sneeze… I’ll tell you: paranoia is underrated.”

Resulta bastante irónico que el mismo mensaje de vigilancia gubernamental no-regulada que causó a Edward Snowden el exilio de su país natal hubiera sido revelado en los 90s por decenas de atroces tecno-thrillers, uno de los cuales es el tópico de este escrito. El inexplicable y verdaderamente demente Ghost In The Machine sigue a Terry Munroe (Karen Allen) y a su irritante y precoz hijo Josh (Wil Hornef), quienes luego de encontrarse por accidente a Karl Hochman (Ted Marcoux), el ‘Asesino en Serie de la Libreta de Teléfonos’ (The Address Book Killer originalmente[3]), deben lidiar con su espectro electrónico una vez éste muere en un accidente (¿suicidio?) automovilístico en una lluviosa autopista. ¿Cómo puede ocurrir tal cosa? Bueno, Hochman es rescatado moribundo de la humeante pila de metal que antes era su carro y, tras ser llevado a un hospital donde los médicos deciden hacerle una resonancia magnética en medio de una tormenta eléctrica, un rayo fríe los circuitos de la clínica y le electrocuta hasta matarle, pero no sin antes dejar que su alma se fugue de cuerpo[4] y se refugie en las ondas electrónicas y cibernéticas de la ciudad de Cleveland, el mismísimo infierno en la tierra estadounidense.

Pronto Hochman está amedrentando a la inconspicua y constantemente estresada madre soltera, así como a la pequeña mierda que es su hijo, desfalcándoles, enviando al trabajo de ella sugestiva ropa interior con notas amenazantes, venciéndoles en juegos de realidad virtual y matando a sus conocidos en formas sorprendentemente creativas y grotescas. Es por esto que Terry, sin poder dar una explicación racional o sobrenatural a su extendida y contagiosa racha de pésima suerte (quien diablos podría explicar una muerte vía microondas seguida de una vía secador de manos), solicita la ayuda del célebre hacker Bram Walker[5] (Chris Mulkey), haciendo la doble y poco deseable tarea de interés romántico y comic relief. La unión de los Munroe y Walker finalmente cementa el trío poco convencional y vagamente definido de héroes que se enfrentarán a la versión tecnológica de Hochman en el desenlace, dejando atrás el resto de estereotipos que aparecieron de cuando en cuando a través del metraje fílmico: la híper-sexuada (y probablemente menor de edad) niñera, el joven amigo negro, el jefe viejo y lascivo, la madre elitista y despreocupada, etcétera, etcétera.

Un tercio final sin ningún tipo de motivación o impulso es tan solo una de las desconcertantes decisiones tomadas en el guión escrito por William Davies y William Osborne, (también responsables de Twins (1988) y Stop! Or My Mom Will Shoot (1992), respectivos vehículos cómicos de las estrellas de acción Arnold Schwarzenegger y Sylvester Stallone) quienes en ningún momento parecen tener control ni convicción sobre lo que el esquizofrénico filme debería ser. Ghost In The Machine inicia como un lineal y bastante protocolario thriller sobre un asesino en serie (al parecer modelado por el éxito de filmes The Stepfather y The Silence Of The Lambs), seguido de una breve visita al drama familiar, explorando la increíblemente delgada relación entre los miembros del clan Munroe, y luego asentándose por largo rato en una serie de increíblemente elaboradas secuencias de acción (o secuencias de homicidio, en realidad) que funcionan como el eslabón perdido entre la saga completa de Final Destination[6] y las máquinas de Rude Goldberg, si éste fuera un psicópata y no un ingeniero (aunque probablemente era un psicópata, no nos engañemos). Dicha mezcolanza de géneros no solo es convulsiva, sino que además no tiene ningún tipo de lógica dramática: las primeras dos partes son completamente inservibles, y a pesar de querer crear vínculos emocionales con los horribles personajes, sus intenciones originales son hundidas por escritura mediocre[7] y terribles actuaciones.

Esto no nos impide divertirnos durante gran parte del filme, tanto por su completamente descontrolada chifladura como por su esfuerzo descomunal en masacrar a sus levemente esbozados personajes secundarios de formas verdaderamente horripilantes e impredecibles. Sin darse cuenta, la película cambia el foco de interés de lo que normalmente vamos a recibir en las salas de cine (una historia, una conexión emotiva, una meditación sobre la vida) y lo ubica de lleno en el deseo titilante de recibir una dosis de violencia, inicialmente reteniendo y negando las imágenes que pedimos pero constantemente construyendo hacia el inevitable y cruel deceso de personas que no conocemos.

Aquel es un claro sobre-análisis de un filme al cual, hay que otorgarle, su falta de pretensión es admirable. Ghost In The Machine puede no saber qué diablos es, pero sabe también muy bien qué no es. Aquello es gracias a la confiada mano estilística de Rachel Talalay, quien en este momento paga por sus pecados del pasado dirigiendo capítulos de Dr. Who (sí existe un peor destino para las almas del audiovisual, no puedo concebirlo). Talalay hace uso frecuente de angulaciones extrañas y cámaras subjetivas, iluminaciones inexplicables e inmersiones digitales datadas, derrochando toda posible gota de energía y opción creativa en un proyecto que lo necesita gravemente. En su hiperactividad fotográfica la directora resulta siendo igualmente profética del estilo visual de la era de la internet, nunca concentrado con nada específico y constantemente bombardeando a sus híper-estimulados espectadores con impulsos y alertas brillantes y coloridas (la reciente Nerve, dirigida este año por Ariel Schulman y Herny Joost, es un ejemplar idóneo para ilustrar dicho déficit de atención y probablemente sea el tema de un futuro artículo de esta página).

Pero mientras Talalay puede ser una mujer claramente capacitada para crear imágenes memorables, su trabajo como directora de actores deja muchísimo que desear[8]: trabajando con un ecléctico grupo de actores de carácter, es evidente que ninguno de estos se hallaba particularmente interesado en el proyecto, más allá de recibir un cheque y algo de notoriedad (hoy en día infamia). Karen Allen está perpetuamente preocupada, y ese es básicamente el rango de su actuación (su cabellera corta y pelirroja también le hace perturbadoramente parecida a Eric Stoltz). Chris Mulkey recita one-liners humorísticos y mordaces, pero su golpeada expresión natural da a entender que lo hace con dolor y agobio más que con confianza. Wil Hornef era un niño, y no es su culpa que su personaje sea un privilegiado y grosero mocoso que además tiene serios y confusos tonos de apropiación racial afroamericana, pero su rostro arrogante, su corte de pelo, su gorra de medio lado y su vestimenta estrafalaria le suma a la indeseable galería de infantes noventeros supuestamente-irreverentes-pero-en-realidad-creados-por-unos-ejecutivos-de-marketing. Ni siquiera la siempre confiable Jessica Walter sale bien librada, aquí en una especie de ensayo y error para la futura Lucille Bluth pero sin su fantástica risa o sentido del humor.

A pesar de todas sus particularidades, el filme no parece tener una opinión muy formada sobre el impacto de la internet sobre sus usuarios o la vida moderna más allá de la paranoia intensa que en algún momento enuncia Terry. Filmes previamente reseñados en este lugar tenían perspectivas mucho más únicas, aunque extraviadas, de los poderes y placeres de la red, mientras que Ghost In The Machine está demasiado preocupado con malabarear las decenas de bolas que escoge tener en el aire simultáneamente. Sin embargo, como una primera (o cuarta) re-inmersión en las arenas movedizas de la tecnología noventera, la película cumple su propósito: algún día desearía saber cual es, exactamente, pero probablemente solo en mi lecho moribundo lo descubra.

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[1] Mi primera memoria de esta película se remonta a dicho periodo, y solo recordaba vagamente una escena en la cual un hombre se prendía en llamas tras usar un secador de manos de un baño.

[2] Véase también “castro-chavismo”, “narcoterrorismo”, “ideología de género”, “islamismo radical”, entre otros.

[3] En toda la historia de los Estados Unidos hasta el momento ningún asesino en serie ha ostentado dicho apodo ni su modus operandi, robar libretas telefónicas y matar en orden a quienes aparezcan en una página al azar, a menos que dicho MO se interprete como una variación de la ideada por Franklin Clarke en The A.B.C. Murders (1936) de Agatha Christie.

[4] El título del filme y esta secuencia en particular funcionan como un dudoso (y bastante malintencionado, en caso de ser intencional) homenaje al concepto acuñado y desarrollado por el filósofo británico Gilbert Ryle en su obra The Concept Of Mind (1949), donde refutó decididamente las creencias básicas del dualismo Cartesiano, puntualmente la existencia de una dualidad mente-cuerpo. Ryle argumentaba que la idea de que la mente pudiera sobrevivir al cuerpo no solo era descaradamente absurda, sino que además partía de un error de lógica al intentar apilar cuerpo y mente en una misma categoría, complementario el uno del otro. No obstante, dicho concepto fue retomado en 1967 por Arthur Koestler en su libro The Ghost in the Machine, (1967) cuya premisa central era la carrera sin frenos de la humanidad hacia la destrucción, algo que según el periodista húngaro-británico era inevitable dado que la evolución cerebral del hombre nunca erradicó sus impulsos primales. Koestler probablemente habría disfrutado de esta película, de no haber muerto una década antes de su estreno.

[5] Walker probablemente debería estar en la cárcel tras infiltrar y hackear el IRS, no trabajando en una empresa genérica de software en Ohio.

[6] Saga que si deciden enfrentar, tiene una sorprendentemente sólida tercera entrega.

[7] No creo que exista ningún otro tipo de creación en la tierra tan absurdamente obsesionada con la importancia de las libretas telefónicas en la vida de las personas.

[8] La producción no le hizo ningún favor a la joven realizadora, quien hasta ese momento solo había dirigido la sexta parte de la saga de Freddy Krueger, Freddy’s Dead: The Final Chapter (1991), obligándole a filmar múltiples escenas de los actores reaccionando a una pantalla verde. Dichas reacciones varían de ligeramente sorprendidas a completamente inexpresivas.

Rob Bowman, The X-Files: Fight The Future (1998) / Chris Carter, The X-Files: I Want To Believe (2008)

La nostalgia tiene un efecto poderoso sobre los seres humanos, especialmente en estos tiempos modernos de procrastinación rampante donde es más sencillo ocuparse pensando en el pudo-haber-sido que preocuparse por el-ahora-y-el-mañana (aun cuando el-ahora-y-el-mañana son mucho más importantes para la preservación de nuestra especie y la cultura que le rodea). “Try to remember the times that were good”, le recuerda A.J. a Tony Soprano en la cena familiar que cierra la serie: Aquella costumbre de revisitar los momentos más felices de nuestra vida idealiza el pasado de una forma peligrosa y reductiva. La felicidad pasada nos fue solo posible gracias al resto del espectro sentimental que le acompaña día tras día. Eso no obstruye que ansiemos los viejos y buenos días: aquellos eran los días, todo lo que sucede aquellas décadas lejanas nos resulta incrementalmente complejo e inentendible y aterrador. ¿Los peligros de las NSA del mundo y de las fortunas fraudulentas de príncipes nigerianos y del sexo virtual? Nada de eso existía en aquel entonces (aunque sí existía el robo de órganos y el autoestopismo y los cultos satanistas, todos eventos que aún perduran). Sin embargo, olvidamos con frecuencia que nuestro revisionismo histórico personal excluye el hecho de que nuestra perspectiva crítica ha sido forjada con el pasar de los años y los días y los minutos que han transcurrido desde el punto A hasta el punto B.

Hay cosas que definitivamente eran mejores en aquellos buenos días: Por ejemplo, en ese entonces buitres corporativos y entes humanoides llenos de codicia aún no se habían percatado de lo lucrativa que es la nostalgia como contenido y estilo cinematográfico. Aquello es un proceso largo, posible solo gracias a la gentrificación[1] de los objetos de culto, impulsada por la explosión de las convenciones monetizadas diseñadas para excretar variaciones del perpetuamente mediocre y miserable fan-service. ¿Es usted fanático de una blanda serie de ciencia-ficción británica que destroza la obra original de algún tuberculoso escritor victoriano que tosió sangre hasta colapsar sin vida sobre sus hijos? Estoy seguro que le interesaría tener una camiseta temática, y una billetera y una licuadora y un set de cepillos de dientes, y un juego de mesa para jugar con sus igualmente horribles y pudientes amigos. ¿O quizás lo suyo es una obscura película de horror de Charles Band sobre un parásito caníbal que habita los estómagos de los seres humanos? ¿No le gustaría una mini-serie/secuela producida por Netflix y Chat-Roulette y dirigida por el mismo Charles Band? ¿O quizás un documental que rescate irónicamente los valores de producción baratos y la historia medio-cocinada de aquella película sin hacer ningún esfuerzo por ser una creación artística válida en sus propios méritos? ¡BAZINGA!

Aquella visión distópicamente neoliberal[2] de la nostalgia jamás habría sido posible sin la reestructuración creativa ocurrida en Hollywood en la década de los 80s, casi en su totalidad impulsada por la fuerza sobrehumana de Star Wars de George Lucas. Considerado por su estudio patrocinador, 20th Century Fox, como un modesto filme de ciencia-ficción y el plan B de la estrategia de taquilla (centrada alrededor de la olvidada The Other Side Of Midnight) de aquel fatídico verano, la película de Lucas abrió el 25 de Mayo de 1977[3] en menos de 32 teatros y en unas cuantas semanas se convirtió en el fenómeno masivo que recaudó más de 750 millones de dólares (más Dios sabe cuanto en mercancías) y cerró la ventana de un Hollywood interesado en narrativas profundas y dramáticas para dar luz a un nuevo Hollywood obsesionado con los blockbusters, el marketing, las secuelas y los efectos especiales.

Para ponerlo en perspectiva, en 1981 las 10 películas más taquilleras estaban conformadas por siete creaciones originales, una adaptación y dos secuelas. 30 años más tarde en el 2011, aquella lista está compuesta por ocho secuelas y dos adaptaciones de, ustedes adivinaron, cómics de Marvel. ¿Cómo asimilar estos inevitables eventos sin perder fe en la humanidad? ¿Es posible luchar una guerra contra ellos sabiendo que solo existe una posibilidad microscópica de ganar? ¿No es la creencia, o el deseo de creer, en ideales mayores a uno la forma de mantener viva la resistencia hasta que llegue la revolución?

Existieron en los noventas un par de detectives que se enfrentaron al sistema constante y acérrimamente, con terribles y trágicas consecuencias personales y laborales, pero nunca amainados por los crueles azares del hado, ni por las vengativas acciones del 1%, y nunca disuadidos de la posibilidad de saber más y más con cada episodio de 40 minutos que pasaba: estos eran los agentes del FBI Fox “Spooky” Mulder y Dana “Starbuck” Scully, quienes investigaron más de 200 casos paranormales en la (inicialmente) extraordinaria serie televisiva The X-Files (1993-2002, 2016), creada por Chris Carter. Carter, un extranjero en el mundo televisivo, utilizó sus poderosas conexiones familiares y amistosas para propulsar con definido ímpetu lo que él consideraba necesario para la televisión de género noventera, inspirado fuertemente por los programas que veía en su infancia (principalmente Kolchak: The Night Stalker y The Twilight Zone). Su visión no-canónica fue fundamental para el éxito del programa: su abierta hostilidad hacia las entidades gubernamentales, su perspectiva constantemente pesimista sobre la naturaleza humana, su afecto indiscriminado por las teorías conspiracionistas (así éstas respaldaran en más de una ocasión hipótesis sugeridas por partidos políticos de extrema derecha), su extraña estructura parcialmente-serializada-parcialmente-independiente[4].

Carter se comportaba como un hombre con nada que perder (fuera de un jugoso contrato con Fox), pero The X-Files nunca habría funcionado de no ser por el casting perfecto de David Duchovny y Gillian Anderson. Balanceando una deslumbrante química sexual, casi siempre platónica, con avanzados y complejos bloques de información científica/histórica que se mezclaba con súbitos brotes de humor negro, Duchovny y Anderson hacían entretenidos incluso los más absurdos y ridículos episodios. Verles trabajando juntos era (y continua siendo hasta el día de hoy) una experiencia única y redentora en la ficción televisiva, ya fuera mientras intentaban alcanzar la elusiva verdad alienígena de un gobierno paternalista/egoísta, desmantelaban un culto de profesores de bachillerato satanistas con la ayuda del mismísimo demonio, o resolvían el caso de un asesino en serie en una comunidad circense[5].

Mi fanatismo casi religioso por The X-Files no me ciega ante su más clara debilidad, consecuencia de la ambición de su creador y maestro de ceremonias: Chris Carter simplemente no sabe cuando detenerse. Aquello tiene sus razones económicas lógicas, después de todo ¿quién mataría a la gallina de los huevos de oro? Pero Carter también ha querido desde los inicios de la serie explorar las posibilidades de su extensiva mitología[6]: Dos series (Millenium y The Lone Gunmen), tres videojuegos (incluyendo un Pinball diseñado por Sega), varios cómics, un juego de cartas, una próxima serie de libros para jóvenes adultos sobre la adolescencia de los protagonistas, dos películas y una reciente resurrección en forma de mini-serie sugieren simultáneamente un pago de deudas y una vívida obsesión creativa que no siempre resulta necesaria. De todos estas salientes, los dos casos más atractivos y relevantes para nuestra empresa son los filmes, rodados con 10 años de diferencia entre ellos, en momentos muy distintos de la saga.

“Survival is the ultimate ideology.”

El primero, The X-Files: Fight The Future, continúa la narrativa entre el último capítulo de la quinta temporada (The End) y el primero de la sexta (The Beginning), luego de que (Spoiler Alert) los Archivos X han sido quemados hasta quedar hechos cenizas y la facción del FBI en la cual estaban empleados Mulder y Scully ha sido cerrada hasta futuro aviso. Dirigido por Rob Bowman, uno de los frecuentes colaboradores de la serie[7], y escrito por Carter y Frank Spotnitz, el propósito del primer filme fue tanto dar una especie de culminación a los primeros cinco años de la serie para quienes la habían seguido asiduamente, mientras que el universo le era presentado simultáneamente a nuevos espectadores que se adentraran en la sala por accidente (no creo que exista nadie en la tierra que vaya a ver la película de Alf sin saber con antelación quién diablos es Alf). La historia comienza en la era paleolítica, 35,000 años a.C., cuando un agresivo alienígena ataca e infecta a un par de cavernícolas con un virus desconocido, virus que es redescubierto en 1998 por un niño llamado Stevie (un joven Lucas Black) quien lo contrae mientras explora una cueva en el Norte de Texas.

Una vez terminado este pequeño preludio pasamos a nuestros protagonistas, los reasignados agentes Mulder y Scully, quienes han sido llamados a responder a una alerta de bomba en un edifico federal de la capital estadounidense. A pesar de encontrar dicho artefacto explosivo, el edificio estalla en la primera gran secuencia de acción del filme (y probablemente el más costoso también, junto al alquiler de no menos de 15 helicópteros), y pronto un extraño contacta a Mulder para advertirle que dicha explosión es solo una pantalla de humo para distraer de algunos cadáveres incinerados en la morgue, entre ellos el del joven Stevie. Esta pequeña información pone en ruedo la investigación semi-ilegal de los dos agentes, quienes una y otra vez ponen en riesgo su propia vida y carrera profesional en búsqueda de la prueba irrefutable de la existencia de vida extraterrestre inteligente (Mulder por razones simbólicas, Scully por razones científicas).

Aunque resulte difícil complacer a un grupo de fanáticos rabiosos mientras simultáneamente se es condescendiente con ellos, el filme funciona sorprendentemente bien, y el resultado final es un sólido (si cursi) thriller que alterna entre divertido y ligero, y paranoico y pesimista. Bowman salta rápidamente de un género a otro, pasando por horror de criatura (con ecos de Alien y de Invasion Of The Body Snatchers, versión 1978), thriller político, procedural policiaco, y ciencia-ficción. Este trastorno de personalidad múltiple es visible también en la estructura del filme, donde el paso de una secuencia obligatoria a la siguiente es al mismo tiempo predecible y refrescante: nuestros héroes sobreviven a una costosa explosión (así demostrando que no estamos en territorio conocido) pero poco después un caso es revelado, y éste es investigado en una locación lejana y específica donde testigos son entrevistados y decisiones impulsivas y reveladoras son tomadas (no muy disímil de un episodio común). No obstante, el caso fue expuesto por un nuevo y extraño personaje[8] (básicamente una variación de los muchos informantes que suplen a Mulder a través de la serie), pero en cuanto los agentes se enredan en problemas son viejos conocidos quienes les auxilian/perjudican (The Lone Gunmen, La Corporación, el Hombre-Cáncer, el siempre bienvenido Walter Skinner).

Fight The Future es básicamente un capítulo más largo y más caro de The X-Files, pero también uno efectivo (quizás es el último gran capítulo de mitología de la serie, antes de la ridícula aparición de los Super Soldados). Aquello abre una lata de gusanos: el filme no es del todo necesario, al tratarse de una oportunidad perdida que no explora las facilidades del formato fílmico[9] (como, por ejemplo, sí lo hizo South Park en South Park: Bigger, Longer & Uncut), pero no es del todo redundante por ser sumamente entretenido. El estilo de dirección de Bowman[10] camina aquella fina línea también, al ser vistoso pero no característico, aptamente emulando los blockbusters de verano dirigidos por Tony Scott[11] y Roland Emmerich, y bajando la intensidad en los momentos más íntimos entre los dos agentes (incluyendo el ansiado preámbulo a un beso que nunca se da).

Fight The Future significó también el final del modelo de producción original de la serie: el rodaje se trasladó de la fría Columbia Británica en Canadá (cuyas misteriosas tierras fueron parcialmente responsables de la memorable atmósfera sombría del programa) hacia las tierras más soleadas de Los Ángeles, California, por petición de David Duchovny, quien deseaba tanto estar en cercanía de su mujer como tener la oportunidad de participar en más proyectos fuera de los financiados por Fox. Fue a partir de este momento que la mitología de The X-Files se fue tornando progresivamente confusa, mientras los capítulos aislados eran cada vez más auto-referenciales, cómicos y románticos (tonos que la serie exploraba esporádicamente antes, pero que dieron resultados estupendos en The Unnatural, Triangle, Field Trip, X-Cops, Je Sohuaite, Sunshine Days, entre otros).

El mayor sacrificio vino en el lenguaje cinematográfico, que se alejó progresivamente de los movimientos de cámara sugestivos y expresivos que inicialmente caracterizaron la producción (inclinándose más hacia fílmico que lo televisivo) y de la iluminación naturalista que otorgaba un realismo intrínseco a la imagen, dando paso en las últimas dos temporadas a un lenguaje incrementalmente blando y genérico, a varias cámaras, cuyos negativos eran escaneados inmaculadamente en los laboratorios del estudio para un resultado tristemente estéril[12].

“This is God’s work.”

Ese estilo anodino impregna The X-Files: I Want To Believe, un procedural policiaco dirigido por Carter seis años tras el final de la serie, que parece debatirse entre un caso no particularmente interesante y un slice of life de la vida post-gubernamental de los agentes, quienes ahora son una pareja. Influenciado fuertemente por el auge de ficción de crimen escandinavo, el filme encuentra a un huraño Mulder y a una Scully dedicada de tiempo completo a la medicina no forense, cuando son contactados de forma inesperada por la joven agente Dakota Whitney (Amanda Peet) y su compañero Moseley Drummy (Alvin “Xzibit” Joiner) quienes requieren de su ayuda para lidiar con los aspectos más extraños de su más reciente caso: Una joven agente de la sección de Virginia ha desaparecido en lo que parece ser un secuestro, y las únicas pistas provienen de un desgraciado cura con pasado pederasta que tiene visiones reveladoras sobre los crímenes locales.

Escrita por Carter y Spotnitz y fotografiada por Bill Roe, el fotógrafo de cabecera de la serie desde la sexta temporada, I Want To Believe no es muy estimulante visualmente, pero sí presenta un retrato bastante inusual de dos de los personajes más emblemáticos del mundo televisivo. Alejándose por completo del arco mitológico, la película se asemeja sobre todo a los Monster-Of-The-Week de las temporadas tardías, recorriendo territorio previamente explorado (“asesinos con inexplicables conexiones psíquicas”) por algunos de los mejores capítulos de la serie, entre ellos Aubrey, Clyde Bruckman’s Final Repose y Oubliette. Sin embargo, la extensión fílmica y la ubicación temporal de la película media década luego del último episodio, expone perspectivas sobre estas dos personas previamente inexploradas.

Mulder, por ejemplo, se ha convertido desde su desaparición en un conspiracionista obsesivo quien deambula de extrañeza a extrañeza sin norte aparente. Los límites impuestos por su puesto, su salario y la burocracia gubernamental eran el polo a tierra para Fox, quien se ha dejado crecer una larga y espesa barba, y ha reubicado su desorden oficinal a una aislada cabaña en Cualquier-Lugar, USA, completa con su célebre poster motivacional, lápices clavados en el dry-wall del techo y un plato lleno de semillas de girasol. Mulder sonríe ante la preocupación amorosa de Scully, pero parece perdido sin la amenaza de muerte y revelación que antes rondaba su vida, día tras día alejándose de la época más emocionante e importante de ésta. El caso le presenta la oportunidad de replicar sus años dorados, pero el tiempo que ha transcurrido hace parecer sus impulsos previamente valientes peligrosos, casi suicidas.

Scully, por su lado, ha encontrado en el fin de su afiliación con el FBI una igualmente satisfactoria continuación a su carrera profesional, utilizando tratamientos experimentales en un hospital católico con la esperanza de curar niños enfermos. El caso no significa lo mismo para ella que para Mulder, ya que su mente se encuentra ocupada y activa, pero igual le ayuda a confrontar una parte de sí misma que siempre fue fundamental: la religión y la creencia. Frecuentemente encasillada como el yang escéptico al ying crédulo de Mulder, Scully siempre ha estado más dispuesta a creer de lo que se le reconoce, pero su mente científica constantemente domina las reacciones emotivas e instintivas que propulsan a su compañero. La película le presenta una oportunidad a Anderson de exhibir lados más sensibles y ambiciosos de su personaje que los vistos en la serie, mientras Carter aprovecha la dinámica entre Scully y el cura Joseph Fitzpatrick (Billy Conolly en un extraño casting) para librar una confusa batalla contra el clero y su poderío.

Aquellas exploraciones, aunque originales, no distraen de las múltiples fallas que atormentan I Want To Believe, la más flagrante que no es muy entretenida. La dirección pesada y desprovista de humor de Carter[13] es la principal causante de esto, haciendo el ritmo lento y quejumbroso en lugar de rápido y emocionante, como el género lo requeriría. Pero el filme también expone algunas de las razones por las cuales la serie era tan exitosa y lograda en los noventas mientras sus reanimaciones póstumas parecen incrementalmente datadas. Principalmente, está el concepto del asco y el miedo: La exposición y el fácil acceso a productos cada vez más violentos en televisión ha hecho que lo que antes era considerado perturbador y chocante haya perdido potencia, en parte gracias a una censura recesiva. Tanto I Want To Believe como la reciente mini-serie hacen uso explícito de gore, pero en lugar de ser herramientas inventivas para causar conflicto en los espectadores, parecen respuestas a una época y una audiencia más indolente. Mientras antes la sensibilidad común permitía que lo absurdo permeara lo real en la representación fílmica de la violencia, hoy en día el hiperrealismo y la porno-tortura ubican el asco en un lugar genuinamente repulsivo pero sin complicarlo ideológicamente. No problematizar las imágenes violentas es una forma de aceptarlas, y hacerlas extremadamente reales no solo las hace indeseables, también elimina el placer sensorial y visceral que anteriormente implicaban[14].

The X-Files nunca se trató sobre lo gráfico, porque ver un misterio explícito es un oxímoron. ¿Qué sentido tiene ver imágenes claras y nítidas de criaturas inconcebibles si eso solo subraya lo ridículas que éstas son inicialmente? El propósito de la saga creada por Chris Carter nunca fue revelar la verdad (así los capítulos finales se titulen obviamente The Truth), sino destacar la importancia de buscarla consistentemente, ya fuera en teorías conspiracionistas, autopsias extraterrestres, venganzas familiares, cajas de cereal o experiencias de vida. Aquel mensaje aún es poderoso y subversivo, y en tiempos de resurrección de franquicias antiguas por motivos nostálgicos y monetarios[15] resulta especialmente relevante. El simple hecho de que la obra original de The X-Files aún tenga mucho que decir, más de veinte años luego de su estreno, no es simplemente admirable: es en sí mismo, la elusiva verdad.

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[1] Aunque el término gentrificación normalmente se aplica a la restauración arquitectónica de áreas urbanas anteriormente problemáticas con intereses económicos, creo que encaja metafóricamente a la situación.

[2] Cash rules everything around me, C.R.E.A.M., get the money, dollar, dollar bill y’all.

[3] El mismo día fue estrenada la magistral Sorcerer de William Friedkin, que fue reciente y nostálgicamente restaurada en todo su esplendor.

[4] The X-Files introdujo la muy imitada y reverenciada división entre mitología (todos los capítulos con afiliación extraterrestre, con algunas excepciones) y Monster-of-the-Week (el resto de los capítulos, casi siempre tratando una actividad paranormal que iniciaba en el minuto uno y se resolvía en el 40).

[5] El otro gran acierto de Chris Carter fue rodearse de escritores supremamente talentosos, entre ellos James Wong, Glen Morgan, Frank Spotnitz, Vince Gilligan y el legendario Darin Morgan.

[6] Vale la pena mencionar que The X-Files fue también, en muchas maneras, la primera serie de culto estadounidense que fue improvisando su mitología a medida que avanzaba, y a pesar de presentar un retrato completo de la relación extraterrestre-humana ya acabado su trayecto, muchos de los trazos inicialmente esbozados fueron ignorados, olvidados y más de una vez contradichos.

[7] Bowman dirigió 33 episodios, de los cuales se destacan especialmente End Game, F. Emasculata, Our Town, Jose Chung’s From Outer Space y Paper Hearts.

[8] Carter y Bowman eligieron a varios actores reconocidos para que trabajaran en el filme, entre ellos Martin Landau, Armin Mueller-Stahl y Blythe Danner, rompiendo así su política de emplear mayoritariamente a actores desconocidos para mantener un mayor grado de realismo.

[9] Hay que decir que al menos la película tiene suficiente gore y sangre para ser uno de los PG-13s más violentos existentes.

[10] Habría sido fascinante ver la hábil mano del ya fallecido Kim Manners detrás del filme. Su afecto por los planos secuencias y por las angulaciones extrañas habrían abierto puertas estilísticas que por desgracia se mantienen cerradas en la versión de Bowman.

[11] Esta noción es reforzada por el empleo de Ward Russell como director de fotografía, quien trabajó con el fallecido Scott en Days Of Thunder y The Last Boy Scout como DP y en Top Gun, Beverly Hills Cop II y Revenge como técnico jefe de iluminación.

[12] La salida de Duchovny de la serie y su demanda laboral a Fox, ya memorias lejanas, no ayudaron tampoco.

[13] Los episodios escritos por Carter siempre fueron criticados por esas dos características, y aunque las dos se manifiestan de forma narcisista en este ejemplar, muchos de sus mejores capítulos evidencian un gran sentido del humor (Syzygy, The Postmodern Prometheus, Triangle) o una seriedad merecida y respaldada por la historia detrás (Darkness Falls, The Erlenmeyer Flask, Irresistible).

[14] Esto es especialmente notorio en los remakes modernos de las sagas de horror de los 80s, cuyo reemplazo de efectos prácticos por CGI es solo uno de sus estúpidos delitos.

[15] Hay excepciones a la regla sumamente valiosas, por ejemplo, Mad Max: Fury Road de George Miller (2015).

Yoshitaro Nomura: Castle Of Sand (1974)

En la juventud, aún cuando conservadora y tímida, frecuentemente nos encontramos con procesos y experiencias que no logramos digerir por completo. Tomemos por ejemplo una salida cuyo punto sea comer una hamburguesa. El contexto local y temporal no son importantes: el punto de dicho evento es en parte hedonista (la acción de consumir un producto que no es particularmente saludable por el simple hecho de disfrutar su sabor, textura, olor) y en parte utilitarista (la ingestión de dicho plato es intrínsecamente valioso para mí por ser un sustento agradable que me permite continuar con mi vida). Aquello, por supuesto, depende de la calidad misma de la hamburguesa: cuando ésta no es particularmente destacable, su precio es inflado, la compañía es ingrata, el espacio incómodo, la iluminación inquisitiva, y etcétera, etcétera ocurre que la experiencia deja de tener una razón puntual. ¿Por qué me encuentro en este lugar en este momento?, la incomodidad de la situación nos lleva a preguntarnos. ¿Pero para qué? ¿Vale la pena en realidad buscar respuestas que nunca podremos encontrar? ¿No es estar en ese lugar y en ese momento más que suficiente? ¿No es aquel el propósito de la vida?

Todo esto apesta a privilegio social. Sólo cierta parte de la población puede malgastar su tiempo en problemas tan inanes e imaginarios como esos. No son el tipo de problemas que enfrentan los personajes del procesal policiaco japonés Castle Of Sand. Pero las preguntas que terminan por hacerse son muy similares, si no las mismas, a las arriba propuestas. Iniciando con la enorme ilustración del Monte Fuji que acompañó por varias décadas a la casa productora Shochiku, el filme de Yoshitaro Nomura evoca desde sus primeros arpegios (compuestos por Yasushi Akutagawa) el cine épico hollywoodense de los 50s: Un niño está esculpiendo cuidadosamente torres de arena en el atardecer rojizo, mientras la operática músicalización truena en el fondo. La historia pronto pasa a una pareja de detectives de la policía de Tokio, el veterano Imanishi (Tetsuro Tanba) y el joven Yoshimura (Kensaku Morita), cuyo más reciente caso concierne a un cadáver destrozado sobre los rieles de un tren, su cráneo aplastado con una roca embadurnada de sangre. Tras una breve interrogación a los bares vecinos, dos pistas surgen: un pueblo cercano llamado Kameda, y el dialecto de la región de Tohoku.

“Our work requires waste of time and labour.”

Los dos hombres visitan el pueblo con poco éxito. Hay reportes de un hombre extraño que pasó algún tiempo en un hostal local, y cuya actividad principal consistió en quedarse quieto en las bancas del río, observando el paso del tiempo: Su inactividad fue sospechosa por que todos a su alrededor se encontraban trabajando. Los detectives visitan la playa, sudando profusamente sus camisas blancas en el inclemente verano, y miran hacia el mar brillante. Trabajan el caso con sumo profesionalismo y paciencia. La información se nos presenta gradualmente, datos puntuales de lugares, fechas y acciones en el Japón de los setentas revelados frecuentemente a través de subtítulos[1], y la mezcla de este recurso con un lenguaje fílmico documental nos provee una ventana periodística a un sector laboral cuyo trabajo parece nunca acabar ni avanzar. Los eventos ocurren con una calma y desapego que les hace parecer carentes de importancia. Pero al no subrayarlos Nomura hace explícito el hecho de que estas pistas son todas iguales[2]: ninguna es especial hasta ser investigada, y dicha investigación es la vida misma de los detectives. El joven Yoshimura se ve frustrado ante estos constantes callejones sin salida, pero Imanishi continúa con su labor, imperturbable: sabe que su trabajo es, en gran medida, su vida. Viaja a través del país en trenes y buses, persiguiendo huellas falsas y borrosas que desaparecen en cuanto les alcanza. Nada parece afectarle; el frío rigor de su investigación contrasta con el hirviente calor que sofoca a Japón en esta particular estación.

Pronto llega el primer gran descubrimiento de la investigación: El cadáver es identificado. Un hombre viaja desde la prefectura de Shimane anunciando que el fallecido era su padre adoptivo, un ex–policía llamado Kenichi Miki (Ken Ogata, en uno de sus primeros papeles). A medida que el pasado de la víctima es esclarecido el retrato de un hombre bondadoso, justo y valiente aparece, y a pesar de nunca haber visto a Miki en vida el peso de sus acciones es evidente para los detectives. Reconstruyen su vida de forma retrospectiva, iniciando con su cuerpo malogrado e inerte, continuando con el relato oral de sus adeptos y admiradores, presentes en todo lugar donde éste pasó alguna vez este, y finalizando con una infancia lejana e imprecisa. Su legado es poderoso y conmovedor, envidiable. Miki era un modelo de excelencia humana. En el segmento más logrado y ambiguo de la película, Imanishi escucha estos testimonios sumergido en medio de un Japón más rural y selvático, donde el verde devora todo aquello que le rodea, intentando resolver los motivos de este brutal asesinato. ¿Por qué alguien usaría violencia tan barbárica en contra de este hombre? “Who would raise his hand against a saint?”

Las respuestas a estas preguntas son, por desgracia, el fin de un filme y el inicio de otro, considerablemente menos logrado aunque igualmente ambicioso. Nomura pasa el foco de atención a un famoso director de orquesta famoso llamado Eyrio Waga (Go Kato) con obvias conexiones con el caso y el filme lentamente se torna melodramático y manipulador. El estilo cinematográfico cambia, atrás quedan los enormes zooms que proveían una especie de punto de vista divino a la narrativa fílmica, haciendo parecer a los personajes hormigas en un mar lleno de estas, y atrás queda la cámara en hombro, móvil y vívida, para dar lugar a un lenguaje mucho más mesurado y adormilado (aunque todavía con secuencias de auténtica belleza y virtuosismo, como el viaje en taxi de los detectives hacia el conservatorio, el alucinatorio sólo de piano de Waga y la historia de la familia Motoura, la sección más estética y paisajista de toda la película). Aquello no es particularmente problemático, como sí lo es el extraño y lloroso tono que impregna la narrativa, mudando su piel analítica y sombría para dejar descubierto un núcleo problemático e injustificado.

El tercio final, que toma más o menos una hora de duración de la película, es especialmente insultante con el espectador tanto en su explicación condescendiente (los detectives explican absolutamente todo el caso de inicio a fin para un comité policial) como en su manipulación enfermiza y sentimentalista (aunque genuinamente trágico en algunos momentos). Propulsado por la composición principal de la banda sonora, una larga y sentida sinfonía llamada de forma redundante Destiny por el egocéntrico Waga, la dramatización histórica de cómo el crimen llegó a ser desde la infancia de su victimario parece más un capítulo borrado de la telenovela coreana Coffee Prince[3] y menos la continuación de un exhaustivo film noir.

Aquella resolución prosaica es uno de los varios momentos en que Nomura revela una dirección irregular: Las actuaciones fluctúan no solo por el talento de los actores, sino también por el dramatismo exagerado que el director ocasionalmente escoge imprimirles. Su estilo poco sutil (que no es para nada negativo en sí mismo) funciona cuando la historia está anclada en lo sórdido, pero le traiciona en los momentos emotivos haciéndole parecer sensiblero. La influencia del cine norteamericano es notoria en su labor en ambos ejemplos, no solo del antes mencionado cine épico, sino también del cine negro clásico y de los melodramas de Douglas Sirk, los últimos especialmente notorios en la locura intensa que domina la pantalla cuando Imanishi decide humillar y reprender a un viejo y moribundo leproso hasta llevarlo a la histeria y las lágrimas.

Por desgracia, aquellos placeres culposos no pueden distraer del enorme potencial desperdiciado en Castle Of Sand. Es admirable que Nomura nunca deje de intentar ser ambicioso, pero el resultado final no funciona de forma cohesiva. Las preguntas existenciales que el filme sugiere en su primera mitad vuelven a atormentarle cuando se ha transformado en un animal completamente distinto, una épica histórica sobre la bondad y el sufrimiento. Aquella segunda mitad no es particularmente contundente, pero sí es concordante con la visión del mundo y la humanidad de Nomura y Matsumoto, constantemente en conflicto, entre el fatalismo y la esperanza. Su sentimiento es fraseado literalmente por Waga, cuando su novia le pregunta el significado del destino: “To be here, and to exist.” El legado del filme hace eco al de este personaje, simultáneamente percudido y cimentado.

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[1] Los textos son tomados literalmente de la novela original en la que el filme está basado: Inspector Imanishi Investigates de Seicho Matsumoto. La adaptación fue escrita por Nomura, el frecuente colaborador de Akira Kurosawa, Shinobu Hashimoto, y Yoji Yamada, el creador del célebre Tora-san, un amable vagabundo interpretado por Kiyoshi Atsumo quien protagonizó 48 de estos filmes entre 1969 y 1995.

[2] Un ejemplo similar de investigación juiciosa y compleja, aunque vista desde varios puntos de vista adicionales al policial, puede ser vista en Zodiac (2007) de David Fincher.

[3] Al menos Coffee Prince juega constantemente con su noción retrógrada y demente de género, aunque su blanda y estéril fotografía de balada de K-Pop juega en su contra.

Bernard Rose: Candyman (1992)

Los 90s fueron una época decididamente oscura para las películas de horror: sus fanáticos fueron sometidos durante una década a pésimas secuelas de franquicias ya exhaustas, adaptaciones mediocres de Stephen King, mezclas dudosas de comedia y horror, y thrillers baratos sobre asesinos en serie titilando entre lo grotesco y lo ridículo. Eso significa que la década es, hoy en día, un terreno fértil por recorrer para el granjero cuya preferencia sean los frutos dañados. Sin embargo, cuando aquel granjero desea darse un descanso de la barbarie fílmica sumamente entretenida, existen algunas excepciones que realmente iluminaron nuevos senderos en el género y funcionan hasta el día de hoy a pesar de su edad, idiosincrasias y ocasionales malos hábitos. Varias de estas fueron responsables de crear o renovar sub-géneros verdaderamente reprochables que hasta el día de hoy arruinan las noches de espectadores insospechados, entre ellas las excelentes The Silence Of The Lambs de Jonathan Demme (1991) con el thriller procedural de asesinos en serie y The Blair Witch Project de Eduardo Sánchez y Daniel Myrick (1997) con el horror de found-footage. Afuera de los Estados Unidos, Japón presentó un par de obras ejemplares que también auxiliaron el alza de imitaciones considerablemente más pobres que la fuente que les originó, entre ellas Audition de Takashi Miike (1999) con la porno-tortura y Ringu de Hideo Nakata (1997) con el J-Horror y sus interminables remakes (una temática que veremos más adelante esta misma semana, ¡estén atentos!).[1]

Una particular rama de curioso éxito, quizás por su predilección de mezclar sexo y violencia en su narrativa, provino de las adaptaciones (o inspiraciones) de las creaciones literarias de Clive Barker: Hellraiser III: Hell On Earth de Anthony Hickox (1992) y Hellraiser: Bloodline de Kevin Yagher (1996) fueron las dos últimas secuelas de la saga antes de sumergirse en las profundidades del directo-a video, Event Horizon de Paul W.S. Anderson (1997) fue una grata sorpresa espacial inspirada por su discurso sadomasoquista, Nightbreed[2] (1990) y Lord Of Illusions (1995) fueron ambas dirigidas por el mismo Barker basado en sus novelas y cuentos, y finalmente la saga de Candyman, inaugurada por Bernard Rose en 1992, continuada por Bill Condon en 1995 con Candyman: Farewell To The Flesh y finalizada en 1999 con el directo-a-video Candyman: Day Of The Dead de Turi Meyer. La primera de estas es quizás la mejor adaptación de la obra del escritor y uno de los filmes de horror más logrados de la década, a pesar de tener varias problemáticas en su contra de origen propio y ajeno.

“They will say that I have shed innocent blood. But what’s blood for if not for shedding?”

Iniciando con un impecable cenital de una autopista que atraviesa la ciudad de Chicago, Candyman cuenta la historia de Helen Lyle (Virginia Madsen), una bella y ambiciosa antropóloga quien se encuentra en el proceso de finalizar su tesis junto a su compañera Bernardette (Kasi Lemmons). Su tema: Candyman, una vieja leyenda urbana en la cual un asesino mata con un garfio a quienes se atrevan a repetir su nombre cinco veces en un espejo. Casada con un pretencioso[3] y adúltero profesor de la Universidad de Illinois (Xander Berkeley), Helen está en el proceso de transcribir algunas genéricas entrevistas con otros estudiantes cuando encuentra algo que le llama la atención, cortesía de una mujer de raza negra que está haciendo aseo en el salón:  El mito continúa vivo en Cabrini-Green, un proyecto de clase baja compuesto por una serie de enormes edificios donde el crimen es rampante e impune, y donde recientemente una mujer llamada Ruthie Jean fue salvajemente asesinada con un garfio. Sus últimas palabras: “There’s somebody coming thorugh the walls.”

Pronto Helen y Bernardette se dirigen al barrio, curiosamente solo a ocho cuadras de distancia de su acomodado apartamento, donde su presencia es rápida y hostilmente advertida por los locales, en su mayoría jóvenes afroamericanos. Al explorar una de las deterioradas torres se encuentran con su primera pista, escrita en un grafiti enorme: “Sweets to the sweet”. Aquella cita de Hamlet, dicha por Gertrudis al dejar un ramo de flores sobre la tumba de su hija recién fallecida, da inicio al descenso de la joven y prometedora Helen. Su obsesiva búsqueda le conduce a ella y a su reticente compañera a las ruinas del apartamento de Ruthie, y luego a través de un estrecho pasadizo a la guarida de la bestia, donde las paredes están decoradas con tétricas imágenes de su enorme guardián y donde una manta yace en el piso cobijando un puñado de dulces/navajas. Una joven mujer, Anne Marie (una joven Vanessa Williams), les intercepta en su supuestamente inofensiva y filantrópica labor para devolverles a la realidad: “You know, whites don’t ever come here, except to cause us a problem.”

Las palabras de Anne Marie claramente están cargadas, y hacen eco en el resto del filme. Mientras Helen continúa visitando los proyectos escondida tras una fachada académica y social, su éxito personal es lo que media sus visitas al lugar. Desde su perspectiva blanca y antiséptica, la creencia en aquellos mitos le resulta absurda pero entendible: “These stories are modern oral folklore: they are the unselfconscious reflection of the fears of urban society.” Gracias a esta idea tácita de superioridad intelectual, la ironía dramática del filme golpea de forma dura y justa. A medida que Helen indaga más y más en las creencias de la cultura, las historias se hacen más reales y escalofriantes, los lugares más puntuales, las visiones más traumáticas, la realidad más incierta. ¿Cómo es eso posible sí ella no pertenece a ese mundo? ¿Sí es tan solo una turista blanca, universitaria y hermosa?

Rose logra hacer un estudio sobre la división e injusticia racial americana paralelo a la historia de horror contada a través de la obsesiones de Barker. La mezcla de estas dos intenciones funciona sorprendentemente bien en la primera mitad del filme. Grabada en locación en Cabrini-Green, los espacios observados están imbuidos tanto del pasado violento del lugar como de su presente desolador: aquella decisión es especialmente valiosa hoy día, cuando aquellos edificios ya han sido demolidos, y ahora existe como un documento histórico de una época perdida[4]. Pero Rose no se conforma con documentar, sino que potencia estos espacios con movimientos de cámara pacientes y milimétricamente controlados. Aquello crea una tensión inclemente[5] respaldada por un espacio arquitectónica e históricamente hostil. Cuando aquella tensión se rompe surgen momentos de súbita y brutal violencia. Aquella combinación resulta agobiante, creando en el espectador el deseo auténtico de no querer continuar viendo.

“The pain, I assure you, will be exquisite.”

Eventualmente, aquella extraordinaria primera mitad da lugar a una igualmente extraña pero menos lograda segunda parte, donde las ideas de Barker se toman el filme y donde aparecen gran parte de los problemas del cine de horror de la época. Las creaciones de Barker siempre son interesantes y honestas, aun cuando fallidas, y esta no es ninguna excepción. Con la aparición de Candyman (Tony Todd), un personaje prototípico de Barker (“Be my victim!”), el filme se torna conscientemente fabulesco y pierde potencia, aún si todavía lo encontramos sumamente atractivo a la mirada (el imaginario pensado por Barker nunca ha sido más poderoso ni sugestivo que con la sobria dirección de Rose) y profundamente emotivo: aquello es desafortunado no porque la historia contada por Barker sea menor en su ambición, sino porque no es concordante con la intensa crítica social hasta ahora construida. La salvaje carnicería presenciada por Helen (y el espectador) nunca tiene tintes eróticos ni humorísticos, por lo que el sentimiento recurrente de Barker de perverso disfrute del castigo otorgado por Candyman resulta inconcebible. Además, la conmovedora actuación de Virginia Madsen[6] constantemente nos atrae hacia un personaje que no debería sernos particularmente empático, aunque sí lo es trágico. Aquella mezcla de sensibilidades causa que el resultado final de Candyman sea único, inquietante y decididamente romántico (una sensación reforzada por la evocativa música de Philip Glass).

Otros problemas resultan muchísimo menos aceptables que el choque de ideas entre dos individuos sumamente talentosos. El filme sufre de una entrometida intervención de estudio que obligó a sus participantes a rodar la última (y atroz) escena para dejar abierta la posibilidad de una secuela. Aquella sensibilidad noventera es también notoria en el diseño sonoro, sumamente efectista, y en el uso mandatorio de jump-scares cada cierto tiempo que interrumpen la narración clásica. Aquellas malas costumbres, no obstante, son un precio bastante módico a pagar para ver un filme tan genuino como lo es Candyman, que atrapado dentro de un mar de películas mediocres y genéricas, aún resulta verdaderamente aterrador y prevalente.

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[1] Algunas otras recomendaciones para quien ya haya visto lo nombrado: The Sect (1990) de Dario Argento, In The Mouth Of Madness (1994) de John Carpenter, The Exorcist III (1990) de William Peter Blatty, Jacob’s Ladder (1990) de Adrian Lyne, Body Snatchers (1993) de Abel Ferrara y Los Sin Nombre (1999) de Jaume Balagueró.

[2] El artículo inaugural de la primera Semana de Horror de Filmigrana fue escrito por Valtam sobre esta extraña película.

[3] Dato curioso: Tanto este filme como Of Unknown Origin cuentan la misma historia de tabloide sobre como en NY habitaban en los 70s cocodrilos en las alcantarillas, aquí narrado por Berkeley en una de sus clases magistrales.

[4] Todo esto es aún más impresionante cuando recordamos que Rose grabó allí con el apadrinamiento de las pandillas locales, muchos de los cuales fueron extras. Esto no impidió que en el último día de rodaje un francotirador anidara una bala en el costado de la van de producción.

[5] La reciente It Follows (2014) de David Robert Mitchell parece haber tomado seria inspiración de su cinematografía.

[6] Madsen aún observa el filme con cariño, pero tiene traumáticas memorias sobre sus experiencias de rodaje. Al parecer, Rose le hipnotizó durante ciertos segmentos para obtener de ella una actitud marcadamente sumisa y una expresión perdida en sus ojos.

George P. Cosmatos: Of Unknown Origin (1983)

“A rat is a survivor. The best there is.”

Desde que recuerdo he odiado las ratas. Creo que son animales repulsivos, verlas caminando con su panza tambaleante raspando el asfalto callejero me provoca escalofríos. He visto ratas gigantescas, fácilmente confundibles con perros pequeños que han caído en un tarro de engrudo y ahora merodean las alcantarillas y los caños y las bolsas de basura en busca de sustento y refugio y almas (los perros pequeños deberían ser ilegales, por cierto). Sin embargo, cuando veo una rata muerta echada en la acera, sus protuberantes dientes amarillos abriendo su boca y dejando que su lengua caiga de lado y sus patas rosadas recogidas sumisamente ante el aplastante peso de la derrota, o cuando veo una arrollada en la carretera con las tripas regadas cubiertas de polvo y con la clara imprenta del diseño electrizado de una llanta a alta velocidad, no puedo evitar compadecerme por su corta y sucia vida. Sí, la rata traficó en la suciedad y la miseria, transmitió enfermedades vía su saliva, sangre, habitantes, orina y masticó a través de cableados funcionales, paredes de concreto y tubos de PVC. Pero igual murió, como todos los otros seres vivos, y ahora su cadáver está al aire libre para ser devorado por otras ratas. Quizás simplemente admiro su vehemencia que, por anti-higiénica que nos resulte, es bastante efectiva en términos tanto de supervivencia como de destruir la tela de la sociedad que le contiene.

El cine, como el resto del mundo, no ha sido amable en su trato con las ratas. Tan solo en el género que nos concierne hay al menos quince filmes que retratan a los roedores como el villano principal: Hay ratas sumisas y amigables, dispuestas a matar a empleadores y vecinos tan solo con el pensamiento telepático de su dueño (Willard de 1971, su secuela Ben de 1972 y su remake Willard del 2003), ratas humanoides con sed de sangre (el filme yugoslavo Izbavitelj de 1976, en realidad un curioso rip-off de Invasion On The Body Snatchers pero con ratas en lugar de extraterrestres, la locura ultra-violenta italiana Rat-Man de 1980 y el filme japonés sobre una rata mutante Nezulla del 2002), ratas gigantes con sed de sangre (The Food Of The Gods de 1976 y su secuela The Food Of The Gods II de 1989, Deadly Eyes de 1982 y Rat-Scratch Fever del gran Jeff Leroy del 2011), y, por supuesto, hordas voraces, recursivas y enojadas de ratas comunes (Rats: A Night Of Terror de 1984, Graveyard Shift de 1990, The Rats del 2002 y Killer Rats del 2003).[1]

Pero no existe mejor película en el sub-genero de las ratas asesinas que Of Unknown Origin de George P. Cosmatos, cuya obra visitamos el octubre pasado. Contrario a la mayoría de sus contrincantes, el estupendo thriller psicológico de Cosmatos se concentra en una única rata y su batalla campal con Bart Hughes (Peter Weller), un acomodado y arrogante yuppie cuyo posible ascenso en el trabajo le impide salir de su casa recién remodelada (¡por él mismo!) a unas vacaciones con su mujer Meg[2], su hijo Pete y su familia política. Pronto la sensación inicial de que una lección moralista Dickensiana será enseñada a nuestro protagonista desaparece, y en su lugar aparece algo mucho más oscuro y demencial, sugerido por la cámara subjetiva que le observa desde su casa, a través de las cortinas, en cuanto emprende rumbo hacia al trabajo. Hughes no está solo en casa, y mientras su jefe Eliot (Lawrence Dane) le asigna el caso fundamental que puede cementar su carrera, un invitado no deseado empieza a hacer estragos en su hogar incrementalmente agresivos. Hughes acude al experto local, el conserje Clete (Louis del Grande, víctima de la más célebre muerte en Scanners de David Cronenberg), y este le indica la fuente de sus problemas: una rata. Un animal que le está confrontando en el lugar que él mismo erigió con sus propias manos (relativamente) y no se detendrá a menos que se le enfrente. De repente, se trata menos de una plaga y más de dignidad y hombría: “I got no problems getting my hands dirty.”

Hemos llegado al meollo del asunto: La rata. Hughes pone algunas trampas viejas en la casa y una vez más sale a enfrentarse a la jungla de cemento, donde sus colegas intentan constantemente desequilibrarle y su blanda secretaria (Jennifer Dale) seducirle (¿apoyarle quizás?, los personajes femeninos tridimensionales nunca han sido el fuerte de Cosmatos). Al volver, la rata ha destrozado las trampas y se ha hecho con la carnada en forma de queso Cheddar. Al consultar nuevamente a Clete este le explica el porque de su fracaso: Mientras él le está dedicando máximo 20% de su atención al roedor, el roedor le dedica el 100% de su atención, todas las horas, todos los días. Las palabras de Clete resuenan en su cabeza, como un llamado de sirena a la locura, que lentamente (auspiciada por la soledad y la presión laboral) va ocupando más y más la mente de Hughes. Perturbado, el ejecutivo va a la biblioteca pública y lee respecto al animal proverbial, y en unas cuantas horas sabe exactamente a que se enfrenta: Un enemigo sin piedad.

Hughes desarrolla empatía por la criatura, incluso admiración. En una escena fenomenal, los integrantes principales de la compañía hacen una cena para festejar a su cliente principal, y Hughes describe en un intenso monólogo tanto su frágil y obsesivo estado mental como la extraña relación del mundo con su más indomable plaga. Hughes lo intenta todo: Veneno, trampas más modernas, bloqueos, gatos. Pero lo que realmente le afecta es que el animal le haga cuestionar todo por lo que ha trabajado hasta el momento: Su trabajo, su familia, su hogar, sus prioridades. Hughes se pone de pie frente al ventanal de su oficina y mira a las multitudes trabajadoras caminando decididas de un lado a otro. “It never ends.” Las palabras de Clete vuelven a su cabeza nuevamente mientras se cuestiona su sanidad. ¿Qué tan distinto es dedicarle el 100% de su atención a su trabajo que una rata? ¿Que a su familia? ¿Que a la muerte? Como si esto no fuera suficiente, la rata ha tenido el descaro de cruzar su más sagrada barrera: Le ha atacado en su hogar, en su fortaleza. Desde el primer plano de la fachada oscura de su casa, no coincidencialmente muy similar a un castillo, está presente la amenaza de invasión de privacidad. En cuanto la guerra estalla, Hughes no tiene un lugar en el cual sentirse seguro. No puede dormir, no puede ir al baño, no puede comer. Y la idea de que la rata aún esté allí cuando vuelvan su esposa y su hijo le aterra. Hughes no tiene pesadillas: su vida es una continua.

Aquello hace sonar el filme como uno considerablemente más pesado y meditabundo de lo que en realidad es: una película de horror sumamente entretenida, imaginativa y angustiante. Su complejidad surge gracias a la ágil y lograda dirección de Cosmatos, auxiliado por la cuidadosa fotografía de René Verzier y el impecable montaje de Roberto Silvi. Cosmatos utiliza las superficies reflexivas de la casa, espejos, metales y vidrios, para hacer una clara distinción entre el reflejo inicial que estos proveen de un hombre sano y su familia feliz y la distorsión que eventualmente escupen de un protagonista y un antagonista aislados de la sociedad a medida en que se sumen más y más en su conflicto irresoluble, incluso multiplicando sus imágenes y fracturándolas de la realidad que les rodea, una estrategia que repetiría de nuevo en Leviathan.[3]

Pero el peso del filme es cargado por Weller, en su primer papel protagónico. Hughes podría resultarnos arrogante y desagradable, pero desde que le vemos por primera vez manoseando a su hermosa pareja nos es extrañamente simpático. Nunca le envidiamos más de lo que le apoyamos, y una innombrable cualidad trabajadora en su comportamiento nos hace pensar que Hughes se ha ganado su espacio en el capitalismo salvaje que habita. Pero nos resulta aún más empático en su descenso a las tinieblas mentales, cuando la rata le libera de toda preocupación de una vida opulenta. Apoyándose en su natural carisma realista, Weller aprovecha de lleno su particular fisionomía (más apta para un actor de carácter que para un principal) para enfatizar la locura intensa que eventualmente llena a su personaje de vida y propósito. Aquella vívida y expresiva locura causa en el espectador una incertidumbre palpable, acompañada de una buena dosis de sudor y estrés. La pregunta que ronda a quien mira Of Unknown Origin cambia rápidamente de ¿qué pasará a continuación? a ¿podría esto de verdad ocurrir? No puedo pensar en una mejor incógnita para resolver en estas épocas de festividades paganas.

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[1] Pixar ha sido el más comprensivo en su depicción de estos animales, partiendo por su rata/chef principal de un restaurante catalogado por la guía Michelin en la gran Ratatouille (2007) de Brad Bird y finalizando por su filme de propaganda ratonil Your Friend, The Rat.

[2] Shannon Tweed, quien luego se convertiría en la reina del thriller erótico. Aquí hay tempranos indicios del porqué.

[3] Cosmatos también evidencia un muy saludable fetichismo de pies en el filme, cortesía de Tweed, Dale y la rata.

Una Semana de Horror IV: Blood Feud

Aprovechando el homenaje hecho en el título a la saga de Pumpkinhead (puntualmente al subtítulo de su cuarta entrega), damos inicio a esta versión de la Semana de Horror con un atroz relato de la edad feudal europea, donde en efecto es la sangre (y las vísceras) el precio a pagar por cualquier infracción, por menor que sea. A continuación:

“Los penitenciales de la alta Edad Media —tarifas de castigos que se aplicaban a cada clase de pecado— podrían figurar en los infiernos de las bibliotecas. No solo sale a la superficie el viejo fondo de las supersticiones campesinas, sino que se desatan las mayores aberraciones sexuales, se exasperan las violencias: golpes y heridas, glotonería y borrachera. (…) El refinamiento de los suplicios inspirará durante largo tiempo la iconografía medieval. Lo que los romanos paganos no hicieron soportar a los mártires cristianos, lo hicieron soportar a los suyos los francos católicos: Se cortan de ordinario las manos y los pies, la punta de la nariz, se arrancan los ojos, se mutila el rostro mediante hierros candentes, se clavan estacas puntiagudas de madera bajo las uñas de las manos y los pies…”[1]

Una vez más, estimados lectores, es hora de aventurarnos en las turbias y polutas aguas del horror, uno de nuestros géneros preferidos acá en la barca de Filmigrana. ¿Qué horribles criaturas nos visitaran este año? ¿Dentistas sociopáticos y con esposas infieles para completar, quizás? ¿Asesinos de campamentos de verano cuya arma de preferencia son un par de tijeras de jardinería? ¿Babosas corrosivas? ¿Mosquitos gigantes? ¿Cultos satanistas que conforman la junta directiva de una preparatoria norteamericana? ¿Fetichistas descontrolados? Solo el futuro lo sabrá. Esperamos, no obstante, que naveguen este río con nosotros y que, ojalá, se decidan a echarse al agua fangosa que nos rodea, en búsqueda de nuevas experiencias visuales y sensoriales, ojalá traumáticas y divertidas en igual medida. Feliz día de San Crispín.

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[1] Jacques Le Goff en La Civilización del Occidente Medieval, Paidós, 1999, Barcelona, P. 36. Hay muchas más descripciones horribles y sumamente informativas de la época en este libro fácilmente obtenible en las mareas de la red.

Alexander Payne: Sideways (2004)

El presente ensayo es una nueva visita a una entrega que el autor publicó el 6 de marzo de 2013. Esa versión ya no se encuentra disponible, debido a que la actual se considera mucho más completa e integra a nuestra visión. Así mismo, esperamos que la puedan disfrutar en igual o mayor medida.

Valtam

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Vi Sideways, traducida al español sobriamente cómo Entre Copas, por primera vez en el cine del Centro Comercial Portoalegre, una curiosidad, quizás atrocidad, arquitectónica y económica que subsiste a punta de peluquerías y comidas rápidas[1]. El teatro en sí tenía tres salas competentes, reservadas para éxitos de taquilla con producción sonora elaborada y recargada mientras la sala número cuatro, reservada para filmes pequeños, independientes o con más de 3 semanas en cartelera, era (o es, pendiente a remodelación, debo aceptar que no he ido hace un tiempo considerable) un lugar miniatura con no más de 10 filas al que se llegaba a través de una empinada escalera y que parecía una pesadilla soñada por un claustrofóbico y/o tremofóbico. Ahora, recuerdo haber ido a la función de estreno con un par de amigos, y sentarme en primera fila gracias a la multitud aglomerada de más o menos 40 personas, multitud que además subía considerablemente la temperatura del teatro gracias al pobre/inexistente sistema de ventilación de dicha bóveda con proyector. Poco tiempo después inició el filme. Hasta que empecé a escribir este artículo no había vuelto a rememorar el teatro, ni las escaleras, ni la pantalla miniatura, ni el sonido de salón comunal, ni la larga caminata a mi casa tras la función, ni las opiniones desdeñosas de los otros espectadores. La película, no obstante, se enfrenta conmigo varias veces al año, y tras revisarla y desentrañarla por más de 10 años, memorizar varios de sus diálogos, haber leído la estupenda novela original escrita por Rex Pickett, perder la sorpresa de sus varios giros y el filo de algunas de sus bromas, la emotividad de aquella primera función nunca ha desaparecido. Continúa, hasta el momento, intacta. Todavía entiendo a todos los personajes, creo saber por qué actúan como actúan, por qué hablan como hablan, porque comienzan en un punto A y llegan a un punto B. Y, tras haberla visto por enésima vez, sigue siendo igualmente accesible y enigmática, familiar y desconocida. Es un filme, y quizás ya lo saben, que habla sobre el fracaso.

Un tema verdaderamente complejo de capturar con honestidad, el fracaso, y uno que el cine norteamericano ha retratado con variantes grados de éxito desde sus más entrañables inicios (Frank Capra y Billy Wilder, dos de sus mejores exponentes). Hoy día, no obstante, pocos realizadores han dedicado su labor artística a capturar con tanto rigor la tristeza inherente, brutal y frecuentemente ridícula que lo acompaña como Alexander Payne. Nativo de Omaha, Nebraska, un estado reconocido por sus largos, verdes y monótonos pastales[2], Payne inició su carrera cinematográfica haciendo cortometrajes amateurs hasta graduarse en 1990 con un master en finas artes de la escuela de cine de la UCLA[3]. Seis años más tarde, tras incurrir brevemente en la pornografía softcore (puntualmente la saga Inside Out de Playboy), Payne estrenaría su primer largometraje Citizen Ruth (1996) en el cual evidenciaba ya claros aspectos de su estilo de comedia, balanceando humor acerbo, ácido y oscuro con una obsesión con perdedores compulsivos e irredimibles (sin por esto ser compasivo con ellos). Citizen Ruth sigue a la no-particularmente-brillante indigente drogadicta Ruth (interpretada sin rastro de ego actoral por Laura Dern) quien se ve encerrada en una lucha entre dos bandos radicales (fanáticos religiosos y hippies de contracultura) luego de que un juez le recomiende abortar para reducir su sentencia carcelaria. Payne seguiría su opera prima con Election (1999), adaptando exitosamente (junto a su frecuente compañero de escritura Jim Taylor) la mordaz sátira del agresivo sistema electoral norteamericano escrita por Tom Perrotta, trasladando la acción de las casas gubernamentales a un bachillerato en busca de representante estudiantil. Su tercer filme, About Schmidt (2002), sigue al viejo Warren Schmidt (un comprometido y conmovedor Jack Nicholson) a través de su retiro laboral, la muerte de su mujer y el matrimonio de su hija con un vendedor de colchones de agua con cola de caballo (el gran Dermot Mulroney), e hilvana los eventos en su vida con un viaje de carretera en un lujoso y solitario tráiler. About Schmidt presenta un cambio de actitud para Payne,  ya que al escoger emotividad genuina sobre shock humorístico suaviza ligeramente los bordes de su comedia misantrópica al permitir que en esta se filtre una vena de madurez emocional, sin por esto perder el filo de su sátira. Aquella reconciliación de dualidades permitiría que Payne llegara a su mejor trabajo hasta el día de hoy, en Sideways.

Pero sus filmes previos servirían al director a encontrar tanto su nicho narrativo como su estilo fotográfico. Trabajando en conjunto primero con el ya fallecido James Glennon y más adelante con Phedon Papamichael, Payne usa una mezcla de cuidadosos y simétricos planos generales de espacios comunes y primeros planos cerrados para capturar los particulares rostros de sus varios personajes, interpretados por una mezcla de actores naturales con anomalías físicas y expresiones singulares y de reconocidos actores profesionales desapegados de su aura de estrellato, que entrelaza mediante sobreimposiciones y transiciones lentas donde una imagen se deshace en la otra, no sin antes compartir una composición juntas. Encuadrando a sus sujetos con la misma fascinación que habría usado Pier Paolo Pasolini varias décadas antes (aunque sin genitales), Payne conserva su perturbador y voyerista efecto beligerante pero lo vuelca hacia lo cómico. El realizador encuentra también en la clase media trabajadora norteamericana su tema predominante, y logra profundizar sus aparentemente insignificantes dilemas morales y emocionales hacia una metáfora mucho más grande y lograda: América (Estados Unidos de América[4]), y las consecuencias emocionales de ser “la tierra de las oportunidades”. El país que es retratado con mayor frecuencia como el paraíso en la tierra está roto bajo los ojos de Payne, y el fracaso es la sangre que llena sus venas. Para él sus habitantes más interesantes no son los dominantes, ni los poderosos, sino las personas que luchan toda su vida y nunca logran el éxito que les fue prometido en su juventud y temprana adultez (y aquellos que lo alcanzan han sacrificado su humanidad y empatía en el proceso[5]). Es fundamental que estos fracasos sean vistos, no obstante, porque aquellos conforman la mayoría y bajo otra luz reflejan la verdad del espíritu humano en tiempos difíciles: el simple hecho de continuar intentando es suficiente.

Half my life is over and I have nothing to show for it.

¿Qué tiene de especial Sideways que la separe del resto de la filmografía mencionada arriba, aún cuando es regida por los mismos preceptos estilísticos y temáticos que definen la obra de Alexander Payne? Todo radica en el personaje principal, el perenne perdedor Miles, interpretado por Paul Giamatti en la mejor actuación de su prolífica carrera hasta el momento[6]. El filme inicia con una habitación completamente oscura, gradualmente inundada por golpes en una puerta, y los gruñidos de un hombre que no quiere despertar: “Oh, fuck”. Se trata un regordete profesor de literatura que abre la puerta en calzones y una camisa gris, frente a su casero que le pide mueva su carro. Sale en una vieja bata pidiendo disculpas a los obreros que vienen a arreglar el techo de la comunidad cercada, y pronto entra corriendo a su apartamento nuevamente para ver en el reloj del microondas que va tarde para su aventura. Miles, sin embargo, se toma su tiempo, se baña lentamente, lee en el inodoro, usa seda dental agresivamente, pide un croissant y una copia del New York Times en una cafetería cercana, y empieza a llenar el crucigrama sobre el timón de su viejo convertible rojo (un Saab 900), para los entusiastas de la industria automotriz). Miles nunca es sometido a escrutinio, simplemente es observado de cerca en su intimidad, en sus errores, en sus derrotas. El fracaso de Miles en vida es emocional, laboral y familiar, pero sobre su espíritu pesa más que nada la oscura nube del fracaso creativo, flotando como un recordatorio del tiempo que ha pasado. Miles es un intelectual que se detesta a si mismo, pero aún así un intelectual. Su entusiasmo por la literatura y, por supuesto, la enología es tan auténtico como contagioso, y aún en sus momentos más oscuros sus dos pasiones están allí para rescatarle (o mandarle aún más lejos en el oscuro abismo): Payne simpatiza genuinamente con este hombre, lo entiende. De haber tomado un par de caminos distintos, podría haber sido él mismo.

Su mejor amigo, Jack (Thomas Haden Church, en un estupendo papel que revivió su carrera del cementerio televisivo de los 90s), es un animal completamente distinto. Miles finalmente llega a su cita en una gigantesca mansión blanca, donde su antiguo compañero de cuarto le espera impaciente para comenzar su despedida de soltero: un viaje de una semana por los viñedos de California. La casa pertenece a una rica familia de origen Armenio, los Erganian, compuesta de varios hermanos incluyendo a la hermosa prometida de Jack, Christine (interpretada por Alysia Reiner), y sus padres, quienes revelan que Miles tiene un libro acabado y listo a ser publicado (pendiente a revisión, les aclara el protagonista). Pronto, tras un corto intercambio sobre pastelería y una sana despedida, los amigos toman rumbo hacia las hermosas colinas verdes del estado dorado, algo que celebran con una tibia botella de champaña tras el volante. Una parada más, no obstante, es necesaria antes de proseguir con el viaje proverbial, que significa cosas muy distintas para las personas que lo emprenden: Jack, un actor semi-retirado con poco interés en las cosas que son fundamentales para Miles (salvo por la amistad que les une), lo divisa como una última oportunidad de hedonismo y libertad sexual antes de una boda de la que no parece estar muy seguro, mientras Miles lo ve como una posibilidad de introducir a su viejo compañero en el mundo de los vinos y la cultura de los mismos para despedirle con estilo de su soltería, mientras aplaza sus preocupaciones y dilemas por un corto tiempo.

La parada final ocurre en la casa de la madre de Miles, la Sra. Raymond (Marylouise Burke, consecuente con el estilo naturalista de actores secundarios arriba mencionados), con la aparente razón de saludarle en la víspera antes de su cumpleaños. Pero los motivos reales de la visita pronto son evidentes, cuando Miles se excusa de la mesa en la que están cenando para escabullirse dentro del cuarto de su madre y sacar una fuerte suma de sus ahorros, escondidos en una lata de detergente. Tras el robo, Miles se toma un momento para observar las fotos que su madre tiene enmarcadas: Su matrimonio y su padre, ambas relaciones perdidas para Miles aunque por motivos radicalmente distintos. Temprano en la mañana siguiente, Miles despierta a Jack y escapan de la casa en silencio dejando a su madre dormida frente a la programación matinal. El viaje de verdad ha comenzado, y el desayuno de campeones con el que comienzan el nuevo día lleva a Jack a una conclusión definitiva: antes de que todo haya acabado, logrará que su padrino de bodas se acueste con alguien. Pronto nos vemos rodeados de los varios tipos de uvas y avestruces, cubiertos por el manto naranja del cálido sol californiano, y, lo más importante, nadando entre botellas de vino junto a dos mujeres que respectivamente proveen a la pareja de amigos aquello que estaban buscando, con consecuencias emocionantes, trágicas y últimamente redentoras.

La primera de estas es Maya (una conmovedora Virginia Madsen), una mesera recientemente divorciada y antigua conocida de Miles por sus previas visitas al condado de Santa Bárbara. La segunda es Stephanie (Sandra Oh, en ese entonces casada con el director[7]), una carnal vinatera con quien Jack coquetea abiertamente. Una cita doble es agendada y las dos parejas crean químicas paralelas, casi opuestas. Mientras Miles y Maya desarrollan una relación afectuosa y cerebral, centrada en su interés compartido por la enología, Jack y Stephanie se dedican exclusivamente a fornicar ruidosamente en varios lugares distintos. Miles, inseguro, tropezando constantemente con su neurosis y falta de destreza con las mujeres, parece inicialmente reacio a participar en la situación que se le ha presentado. Pero Maya ve en él a un hombre sumamente inteligente, decepcionado y derrotado por no alcanzar su potencial. Es cuando hablan de vinos que su relación resplandece y se estrecha. En una de las mejores secuencias del filme, Miles describe la uva del Pinot Noir (una sepa con la que está particularmente obsesionado) mientras al mismo tiempo, sin darse cuenta, se describe a si mismo. Maya responde explicando su relación con los vinos, revelando el corazón de una mujer fuerte, sensual y herida por el pasado (y que a su vez es el corazón del filme mismo).

Sideways expone una hábil sensibilidad romántica antes inexplorada por Payne, sin por esto sacrificar su narración inclemente ni su búsqueda de un retrato honesto, a veces brutal. Los personajes son extremadamente vívidos y reconocibles, y esto se debe en gran parte a la reticencia de Payne, Taylor y Pickett a alejarse de los defectos y las contradicciones que en ellos habitan. Aun cuando sus acciones nos parecen cuestionables moral o éticamente, entendemos de donde provienen y tienen lógica dentro de las creencias y filosofías de los personajes. Miles es un intelectual consumado, honesto y auténtico pero su odio por si mismo se desborda constantemente hasta el punto en que se torna asfixiante para todos quienes le rodean. Al enterarse que su ex-mujer se ha casado de nuevo, Miles se embriaga con alarmante rapidez y vuelve a su habitación a ver golf en televisión mientras Jack se ve confinado al jacuzzi del hotel. Cuando su novela es rechazada finalmente, Miles hace un agresivo escándalo en una vinería barata y acaba por echarse encima el contenido de una escupidera. Su comportamiento autodestructivo va a la par con su enamoramiento del vino, la literatura y las mujeres. Jack, por su parte, es un mujeriego compulsivo y entretenido que ve en el matrimonio tanto el fin de su libertad como un seguro económico para el resto de su vida. Pero su deseo intenso de tener sexo a toda costa en su despedida de soltero le enfrenta a personas totalmente distintas a su prometida, que saben, huelen y cogen distinto, y la duda es plantada en su cabeza sobre lo que debe hacer en vida: ¿Desea casarse con una hermosa, controladora y acaudalada mujer sabiendo que puede ver de lejos todo su camino hacia la tumba? ¿O desea una aventura con alguien novedoso y enigmático e impredecible, sin pensar mucho en que particularidades pueda tener esa persona que le sean repelentes? Aún cuando una lección le ha sido enseñada, Jack recae de nuevo y finalmente revela a su mejor amigo una franqueza y vulnerabilidad acerca de sí mismo que es humillante y dolorosa, pero también muy real: “You understand movies, literature, wine. But you don’t understand my plight.”

De lo escrito hasta el momento es entendible que pocas personas consideren la película una comedia, pero al igual que con el resto de la filmografía de Payne, su balance de la comedia y el drama siempre está inclinado hacia lo cómico. Payne mezcla tres cosas distintas para crear humor en su filme, la primera de estas siendo un fino humor verbal que se beneficia tanto del material literario original y de su adaptación como de la dicción y el timing perfecto de los actores (Giamatti, especialmente, aprovecha sus estallidos de rabia y sarcasmo magistralmente), la segunda el uso de slapstick o comedia física y la tercera el filo satírico y critico que había desarrollado en sus pasados filmes (evidenciado en una de las escenas finales que involucra simultáneamente anastimafilia y una conferencia de prensa con George W. Bush y Donald Rumsfeld). Pero Payne nunca pierde de vista la tristeza inherente que tiñe tanto la historia como la comedia misma, producto de la situación sin salida en la que se encuentran sus personajes. Ninguno de ellos quiere verse sometido a la rutina, ni ser individuos corrientes y olvidables, pero todos ellos están presos de una estratificación social más grande que ellos, y por esto incontrolable. Hacen parte de la América promedio, sea por los negocios familiares que están a punto de heredar, o por su trabajo atendiendo mesas, o por su lectura de John Knowles con estudiantes de 8vo grado.

Todos los personajes se encuentran en sus 40s, una década definida por Louis C.K. como el espacio de vida en el cual se está medio muerto. Ya suficiente tiempo ha pasado, y suficientes decepciones les han forjado para saber que las cosas no van a cambiar demasiado en la segunda mitad. Pero tanto en su amistad como en sus romances, Miles y Jack encuentran otras fuerzas de vida más importantes que las laborales y las libidinales, sean estas de orden amoroso o amistoso. El viaje resulta traumático para ambos hombres, y a pesar de salir de él relativamente ilesos, sus vidas no podrán ser las mismas tras su culminación. Una última esperanza, no obstante, está latente en el espíritu de Sideways: Nunca es tarde para seguir intentando. Es tan solo lógico que el filme comience con golpes en la puerta de un hombre que no desea ser despertado y termine con el mismo hombre golpeando en la puerta de otra persona, con ansias de entrar y no salir jamás.

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[1] El lugar tuvo brevemente un fugaz apogeo de juego organizado, inspirado tanto por el pequeño y oscuro casino que auspició como por las pandillas coreanas que frecuentemente lo visitaban.

[2] Paisajes que el director escogería capturar en blanco y negro, como una pesadilla gótica americana, en su más reciente filme Nebraska (2013).

[3] Curiosamente, antes de entrar de lleno en el mundo del cine, Payne hizo una doble titulación en la universidad de Stanford en Español e Historia, y vivió por un corto tiempo en Medellín, donde publicó el artículo: Crecimiento y cambio social en Medellín: 1900 – 1930.

[4] La ignorancia, a veces opresiva, de la cultura estadounidense es el tema puntual de 14e Arrondissement, su cortometraje final hecho para Paris, je t’aime (2006).

[5] Cómo es el caso de Tracy Enid Flick en Election.

[6] Aunque no para Giamatti, quien confesó en el show de Howard Stern que su actuación en el filme le parece sobrevalorada.

[7] Tras el filme la pareja se divorció en términos bastante cruentos, lo que repercutió en que en la secuela literaria (ahora parte de una trilogía) Vertical Rex Pickett cambiara la ocupación de Stephanie (llamada Terra originalmente) a desnudista.