No ver absolutamente nada, la ceguera, ha sido una premisa explorada ampliamente y con variantes grados de comprensión y compasión a través de la azarosa historia del cine: Audrey Hepburn fue estafada/aterrorizada por una pandilla liderada por Alan Arkin en Wait Until Dark (1967), Val Kilmer apeló a la emotividad romántica de la audiencia y de Mira Sorvino en At First Sight (1999, dirigida por nuestro viejo conocido Irwin Winkler), el mundo fue negro para una Rani Mukerji sorda y ciega hasta que conoció su mentor en Black (2005), los reputados miembros del ejército Vittorio Gassman y Al Pacino (“Hoo-ah!”) guiaron a sus aprendices y sedujeron a distintas mujeres en ambas versiones de Scent of a Woman (1972 y 1992, respectivamente), Andy García buscaba proteger a la ciega pianista prospecto Uma Thurman en Jennifer 8. Pero ninguna de estas películas alcanza siquiera a rasguñar la superficie de corrupto frenesí propuesto por Blind Fury, dirigida por el australiano Phillip Noyce, donde Rutger Hauer (soberbio y sorprendentemente sutil) pierde su vista en el Vietcong para convertirse en un Samurai/vagabundo errante al mejor estilo Zatoichi. Demencial, impredecible y furiosamente entretenida, es evidente desde la primera línea el tipo de sensibilidad con el que el tema será tratado, y sí no queda claro, pronto habrá hora y media más de absurdo abuso por parte de las personas frente al discapacitado personaje principal y reciprocidad vía espada.
El filme inicia con una corta secuencia en Vietnam (acompañada de créditos y falsa música oriental provista por J. Peter Robinson, gamelán y sintetizadores en cantidades oprobiosas) en la cual vemos a Nick Parker (Hauer) poco después del evento que le quita la vista, acogido por una tribu local donde es entrenado y reformado para blandir su cuchilla a diestra y siniestra en pro del bien común. 20 años más tarde en las playas de Miami, Parker (cuyo único defecto es su blando nombre además de, bueno, estar ciego) se encuentra en busca de uno de sus compañeros de escuadrón, no sin antes hacer una parada en un agujero de mala muerte para probar la comida local (aparentemente mexicana). Este es tan buen momento cómo cualquier otro para hacernos la pregunta ¿Cuál es el maldito problema de los personajes con los ciegos? Una banda de latinos, claramente hinchas del Heat, entra al lugar y procede a fastidiar de inmediato al afable veterano de guerra: “Hey man, you want to have some salsa on your burrito!”. Una desafortunada mujer distrae a los maleantes con su cartera, y pronto estos acaban en el mal lado de una violenta y cómica golpiza, a pesar de contar con cuchillos, superioridad numérica y la habilidad de ver.
La narración salta a Reno, Nevada, donde un grupo de mafiosos sostiene de las piernas a Frank Deveraux (Terry O’Quinn, listado en esa temprana fama cómo Terrance), el camarada de batalla buscado por Parker, ahora un químico industrial con dudosas decisiones de vida a juzgar por su primera aparición (situación que nos lleva a la pregunta ¿Qué diablos hace un químico en una ciudad conocida por sus casinos?). Dicha mafia es liderada por MacCready (Noble Willingham), quien desea que Deveraux cocine una droga sintética sin nombre, muy probablemente crystal meth, o de lo contrario habrá un pronóstico corto y oscuro para si mismo y su familia. Nuestro protagonista, mientras tanto, ha conocido a su ex-esposa Lynn (Meg Foster de They Live) y su hijo Billy (Brandon Call, luego J. T. en Paso a Paso), un mocoso alérgico y malcriado obsesionado con los reptiles de goma y con serios problemas familiares. Estos sólo empeoran a la llegada de Slag (Randall “Tex” Cobb), la grasosa y barbada mano derecha de MacCready y un par de (claramente) falsos policías que vienen en busca de Billy. Al encontrar algo de resistencia por parte de la entendiblemente desconfiada familia Devereaux, Lynn es rapidamente despachada con una escopeta, lo que deja a los maleantes cara a cara con el bastón/espada samurái de Nick Parker.
Maestro del arte de trozar personas sin remordimiento (y mucho mejor si son ratas sin escrúpulos cómo todos los villanos acá representados), el vagabundo pronto mutila a uno de los policías (¿para qué disfrazarse de policías si van a volarle las tripas a sus víctimas de la forma más ruidosa y desconsiderada posible?), asesina al otro y hiere a Slag, de lejos el más cruel de todos los enemigos enfrentados. Parker toma a Billy, sin avisarle de la muerte de su madre a él ni a nadie, y juntos toman un bus rumbo Reno (el sensible Billy: “I get the window seat, you don’t need it, you’re blind”), donde esperan encontrar respuestas y reunir a la diezmada familia. Allí se encontraran con varios adversarios más, incluyendo una pareja de rednecks, un vaquero de poca monta y un auténtico samurái (Shô Kosugi, nada menos que el auténtico Black Eagle), el interés romántico de Deveraux en forma de mesera burlesque (la hermosa y recursiva Lisa Blount), y una aventura llena de humor políticamente incorrecto, caos controlado y una notoria ausencia de profesionalismo criminal y policía local o cualquier institución de ley y orden (la cuenta de cuerpos es de más de 20, por cierto).
El producto final, a pesar de su amigable y relajada actitud, tiene en su contra un par de obstáculos por franquear. El más notorio de ellos viene en el centro emocional del filme que, a pesar de todo la locura que le rodea, es la incipiente y fallida relación de Nick y Billy (quien nunca deja de ser irritante, cómo la mayoría de los niños actores que cundieron la década de los 90). Un esquema común en el cine norteamericano, darle el puesto de copiloto “romántico” a un niño en lugar de una mujer para darle profundidad y humanidad al personaje principal, el “tío” Nick se convierte en el ángel guardián del desagradecido infante, quien al final acaba sintiendo en el ciego lo más cercano a una figura paterna en su trágica vida (“Please don’t leave me, everybody leaves me!”). Esta curiosa mezcla de comedia screwball y melodrama causa que la narración sea fragmentada y episódica (aunque consistente en calidad y eficacia), algo que no es auxiliado por la excesiva cantidad de personajes con los que Noyce tiene que hacer malabares.
Por fortuna para todos, los problemas no son tan molestos para lograr detener este desenfrenado tren de puro e inadulterado entretenimiento. Comandado con confianza y lucidez por Noyce y Hauer, el tiempo se pasa volando y la película es satisfactoria tanto en comedia cómo en acción (la última coreografiada expertamente por Steve Lambert). Noyce, cuya carrera ha sido una bolsa mezclada de sólidos éxitos de género (el thriller de altamar Dead Calm, el tenso drama político Catch A Fire), esfuerzos personales sobre su país natal (los dramas históricos Rabbit-Proof Fence y Newsfront) y variopintos proyectos hollywoodenses (Patriot Games y Clear and Present Danger de la saga de Jack Ryan con Harrison Ford, los inclementes bodrios The Saint, The Bone Collector y Salt), logra con esfuerzo ubicar el presente en la primera categoría. Ayudado por admirables y exacerbadas actuaciones de su amplio reparto, Noyce crea lo más cercano posible a una caricatura con humanos. Hauer, por su lado, tiene una de las mejores actuaciones de su excelente carrera, llevando al extremo su cuerpo, compromiso y talento por una obra que le necesita para funcionar. Su sola expresión al tragarse una piedra en una pesada broma de Billy (piedra que luego escupe con violencia sobre la frente del niño con una carcajada de victoria) es suficiente razón para conseguir Blind Fury a de través sus medios predilectos y dedicarle una velada. Sí este suena cómo su tipo de distracción, no habrá arrepentimiento alguno.