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Trey Parker: South Park – Bigger, Longer & Uncut (1999)

“Oh, I’m sorry, I thought this was America!”

Randy Marsh

El 16 de diciembre de 1773 una multitud de colonos enojados abordó los barcos pertenecientes al East India Company, la explotadora empresa inglesa encargada del comercio en el sudeste asiático y la India, que estaban anclados en el puerto de Boston, MA. Pronto, la turba enardecida empezó a botar cajas de té al Océano Atlántico como forma de protesta ante los impuestos recientemente implementados por el gobierno británico a los locales. Dicho evento nos puede parecer en retrospectiva algo absurdo; después de todo, ¿que tanto importa que unas cuantas y sobrevaloradas hojas aromáticas se hundan en la oscura y gélida bahía de Massachusetts? No obstante, estas rupturas históricas de los poderes dominantes, catalizadas en un único momento, nos resultan memorables por su simpleza y efectividad. Que el té sea basura como bebida (salvo cuando inoculado con deliciosos y edulcorados químicos) es solo un añadido a lo que el Boston Tea Party en realidad significa hoy día: camuflado entre todo el misticismo y la idolatría que el pasado lejano nos permite imaginar, se trata del evento fundacional de la Revolución Americana, y por ende, de la cultura, las contradicciones, las especificidades y la locura intensa que tiñe aquel país conocido como los Estados Unidos de América, the U.S. of A., el Nuevo Mundo, las Estrellas y las Franjas, la Tierra de los Libres, el Tío Sam y el Hermano Jonathan, y, por supuesto, el Gran Satán.

El Gran Satán es sin lugar a dudas una de las culturas más fascinantes de la historia, beneficiada no solo por una vastedad, variedad y riqueza territorial insondable, sino también por pertenecer a una era histórica atravesada por un avance tecnológico e industrial que reafirma su hegemonía indiscutible. Sus cimientos legales, como los de cualquier civilización humana, son profundamente extraños y cuestionables, e incluyen entre otras cosas la libertad de expresión, culto y pensamiento (a menos que uno fuese negro, mujer u homosexual en 1776, o afroamericano o canino en el 2019) y el derecho a portar armas, incluyendo ametralladoras y rifles de asalto. Es en el espacio entre ambas enmiendas, la Primera y Segunda[1], en el cual ha proliferado todo tipo de comportamiento y labor atribuible a la mente moderna: obras de arte y literatura conmovedoras y transformadoras, asesinos en serie por montones, movimientos políticos tanto dementes[2] como dominantes, plataformas tecnológicas de comunicación imparables, bombas atómicas y armas y gases de destrucción masiva, automóviles enormes y voraces, deportes organizados y monetizados por ligas y protocolos y sindicatos, y programas animados de televisión subversivos y extraordinarios.

Uno de estos programas es South Park, el proyecto de pasión de los nativos de Colorado Trey Parker y Matt Stone, dos almas gemelas perdidas y cáusticas que se conocieron por vez primera en la Universidad de Colorado en Boulder, donde ambos empatizaron rápidamente gracias a su humor pueril y su afecto por las voces ridículas. Su afinidad cómica y creativa los llevó a colaborar en varios cortometrajes juntos (incluyendo The Spirit Of Christmas –también conocido como Jesus vs. Frosty– en 1992, la primera instancia del universo que eventualmente se transformaría en SP) y a coprotagonizar el primer largometraje de Parker, un musical de bajísimo presupuesto inspirado en la vida del buscador de oro Alfred “Alferd” Packer llamado Cannibal! The Musical (1993). Poco tiempo después, los dos jóvenes emularon el ejemplo de Alferd (salvo por las incidencias de antropofagia) y tomaron rumbo hacia las soleadas tierras californianas con hambre de riquezas y prospectos laborales.

Tras sufrir varios fracasos monetarios, entre ellos un piloto no producido para Fox Kids llamado Time Warped y un segundo largometraje sobre un misionero mormón/estrella porno llamado Orgazmo[3] (1997, estampado con el beso de la muerte de la MPAA, el temible NC-17), el dúo sobrevivió a partir de trabajos menores y encargos de pesos pesados de Hollywood que admiraban su particular irreverencia y humor; entre ellos se encontraban Scott Rudin, Pam Brady, David Zucker y Brian Graden. Este último, un ejecutivo de Fox deseoso de una tarjeta navideña original, fue quien les comisionó The Spirit Of Christmas –también conocida como Jesus vs. Santa, 1995– una especie de secuela espiritual/remake de la animación hecha unos años antes. Graden envío varias copias del VHS a distintos lugares de Los Ángeles[4], regando la voz respecto a la profana animación hasta llegar eventualmente a Doug Herzog, un ejecutivo de Comedy Central que contactó a Parker y a Stone para encargarles un piloto televisivo por la módica suma de 300,000 dólares.

Luego de tres meses de arduo trabajo de stop motion, la pareja presentó el primer capítulo de South Park el 13 de agosto de 1997, “Cartman Gets an Anal Probe”[5], y las reacciones no se hicieron esperar: “inmaduro, asqueroso y nada gracioso” (Hal Boedeker del Orlando Sentinel); “vil, grosero, enfermo, infantil y mezquino” (Tim Goodman, The San Francisco Examiner); “realmente peligroso para la democracia” (Peggy Charren, fundadora del Action for Children’s Television). Pero ninguna de estas virulentas críticas afectó el éxito masivo de la serie, que promedió entre dos y cinco millones de espectadores en su primera temporada, y escaló de allí en adelante, convirtiéndose en el eventual objeto de adoración de la crítica especializada y de la audiencia, además posicionando a Comedy Central como uno de los canales de cable más populares e innovadores de su época[6].

Tanto en sus orígenes como en su esencia, South Park sólo podría existir en un país tan obscenamente rico y profundamente trastornado como los Estados Unidos. El programa continúa una saludable y envidiable tradición de sátira que se remonta a la misma guerra de secesión, tiempo durante el cual era común encontrar caricaturas políticas que retrataban al Rey Jorge de Inglaterra como un bufón sin control sobre sus súbditos. Algunos de los escritores más reverenciados de Norteamérica eran especialistas en sátira, tal como Mark Twain y Ambrose Bierce, y estos a su vez retomaban un estilo y un lenguaje literario que llevaba siglos en desarrollo y que incluía en sus predecesores a Jonathan Swift y Lawrence Sterne. Estos magistrales prosistas exponen en sus obras cómo una gran sátira solo puede existir en un espacio y tiempo que pida a gritos ser apaleado, y los Estados Unidos de América es exactamente el lugar idóneo para poner en marcha una brutal y despiadada comedia negra que desinfle su airada mitología y su jingoísmo exacerbado, cuestione sus imposibles valores tradicionalistas y su hipócrita cultura de la corrección política, y subraye su disfunción extrema y su nociva e interminable polarización. “Lo que decimos con el show no es nada nuevo, pero creo que es importante decirlo. La gente que grita en este lado y la gente que grita en el otro es la misma, y está bien estar en algún punto del medio, riéndose de ambos”: es mediante esta máxima, dicha por Trey Parker al ahora desgraciado Charlie Rose en una mítica entrevista, que él y Stone han mantenido su sátira vigente, hilarante y perturbadora por más de 20 años.

Varios factores auxilian esta causa y la hacen funcional y sostenible. Primero, su punkero[7] formato de producción: semana a semana, Parker, Stone y sus colaboradores forjan de ceros cada episodio (desde la idea original hasta la animación y el doblaje[8]) en un proceso creativo que es virtualmente idéntico desde sus inicios. Este singular método de trabajo, inicialmente dado por necesidad, inyecta un aire de inmediatez y desespero a la serie que además le permite comentar momentos históricos que están ocurriendo en simultáneo con la producción. Segundo, sentido del humor: asentada alrededor de un estilo humorístico casi siempre vulgar y excesivamente negro, en ocasiones abiertamente cruel y revanchista, South Park se caracteriza por provocar carcajadas casi involuntarias, respuestas impulsivas que responden al choque de un acto súbito e impensable y se prolongan por las reacciones absurdas de quienes lo presencian. Tercero, destreza narrativa: Parker y Stone han trabajado y perfeccionado durante gran parte de sus vidas la habilidad de contar una historia y construir un universo diegético cohesivo y coherente. Su dominio de dicha destreza ha permitido que los horizontes de la serie se expandan hacia distintas estéticas visuales[9] y aproximaciones narrativas[10].

Ahora, una crucial distinción separa a South Park de la gran mayoría de las comedias gringas (incluida su más grande influencia, la seminal The Simpsons): el hijo pródigo de Parker y Stone está motivado por la búsqueda de un legado profesional y/o artístico, más que por un sustento económico. Para sus creadores, su reputación pende de un hilo único –aquel del siguiente episodio por hacer– y aunque algunos de los eslabones son más débiles que otros, todos están encadenados por la voz elocuente de sus artífices. Éste es un verdadero show de autor, en el cual las perspectivas de quienes lo escriben subyacen las historias contadas, frecuentemente inoculándolas con mensajes subversivos que se alinean con sus políticas libertarias y subversivas: desconfianza radical de las instituciones privadas y públicas, cuestionamiento del orden social y del sueño americano, profundo desagrado por la fama y por las celebridades que insisten en comunicar su opinión como informada[11]. Para bien o para mal, éste siempre será el show de Trey Parker y Matt Stone, y las revisiones y retrospectivas de su trabajo siempre proyectarán una imagen de lo que ocurría en su país natal en un momento dado, gracias a Dios contaminada por la visión de sus autores.

Es por esto que a través de su historia el programa ha buscado constantemente formas de reinventarse y de experimentar con la forma y el contenido. Aunque no siempre resulten efectivas, son vitales para continuar la circulación sanguínea de un mundo que hace mucho tomó vida propia. Este amplio rango de posibilidades y resultados no solo habla de la ambición creativa de dos individuos que no desean aburrirse ni repetirse, sino también predice su incursión en otros medios, entre ellos siete videojuegos distintos (dos de los cuales fueron escritos por Parker y Stone), tres CDs de música original, una máquina de pinball[12] y, por supuesto, un largometraje para la pantalla grande.

Estrenada en el verano de 1999, entre el fin de la segunda temporada y el estreno de la tercera, South Park: Bigger, Longer & Uncut sigue a los habituales protagonistas Stan Marsh, Kyle Broflovski, Eric Cartman y Kenny McCormick, cuatro niños de ocho años que viven junto a sus familias en el irracional y volátil pueblo de South Park, Colorado. En esta precisa aventura, el profano cuarteto está terriblemente ansioso por asistir al estreno del primer filme de sus ídolos televisivos, Terrance y Philip, dos escuálidos canadienses cuya entera premisa humorística está construida alrededor de pedorrearse y decir la mayor cantidad de obscenidades posibles. Ver a sus héroes vociferar insultos en la gran pantalla resulta una experiencia transformadora para los muchachos, y pronto sus bocas riegan la blasfema voz al resto de los estudiantes del South Park Elementary.

Estos aparentemente inofensivos hechos eventualmente suscitan una crisis espiritual en el país, que es de inmediato correspondida por los señalamientos, la gritería y el hambre de linchamiento de las figuras de autoridad (¿suena familiar?). La (habitual) muerte de Kenny lleva la retórica inflamatoria a su punto más álgido y es así como los EEUU, liderados por la avasalladora personalidad de Sheila Broflovski, declaran la guerra a Canadá, implantan chips de electrochoque en la cabeza de los niños más vulgares y pavimentan el camino para un reinado de maldad encabezado por Satanás y su abusivo amante homosexual Saddam Hussein.

BL&U es un ejemplar bastante excéntrico de las posibilidades expansivas de una adaptación fílmica cuando es bien lograda. Su gran ventaja yace en que como obra se para por sí sola y no se limita a resumir el estilo de su fuente originaria, sino que lo sintetiza y lo subvierte hacia uno de los géneros menos maleables: el musical[13]. Aunque parezcan insolubles, la mezcla de la brutal economía narrativa y humorística de Parker y Stone con el uso de canciones para avanzar la historia resulta exitosa, y en lugar de languidecer en interminables números musicales y en la redundancia azucarada que el género evidencia en sus ejemplares hollywoodenses, el filme dura apenas noventa minutos y las canciones promedian entre los dos y tres de duración.

Una buena parte del crédito debe ir al compositor Marc Shaiman, cuyos sencillos pero operáticos arreglos no solo impulsan las dementes líricas de Parker y Stone, sino que las vuelven sumamente pegajosas. Ya sea en la percusión militar que propulsa “Blame Canada”, o en la cítara que trompea a Saddam Hussein en “I Can Change”, o incluso en el vertiginoso solo de gases estomacales de “Uncle Fucka”, la música del filme es un hito tanto para el cine animado en general como para la carrera del mismo Shaiman, quien a pesar de tener más de 30 títulos a su nombre, nunca alcanzó los picos hilarantes de la reseñada colaboración[14]. A esto se suman las apariciones especiales de Isaac Hayes (la voz del Chef durante buena parte de la serie), Michael McDonald y James Hetfield, quienes acoplaron su singular estilo a la banda sonora del filme en distintos temas.

Sin embargo, mientras las canciones son un componente crucial para el éxito del filme y su pertenencia a un género, BL&U está de lleno construida sobre la sátira de la sociedad norteamericana de los tardíos noventas. Los Estados Unidos de South Park está compuesto por individuos trabajadores, amistosos y bien intencionados cuya mayor debilidad yace en su propensión a tornarse en una turba enardecida, ineducada y violenta cuando enfrentados a un problema serio. Su reacción a lo que consideran un atentado a la decencia –auxiliada por un universo mediático que propaga y refuerza la furia y el pánico moral– no solo ignora por completo las problemáticas y los cuestionamientos de cualquier nación que no sea la propia, sino también resalta la hipocresía fundamental de un país que respalda por completo la violencia, pero se escandaliza por las groserías y la sexualidad: “Just remember what the MPAA always says: horrific, deblorable violence is okay as long as people don’t say any naughty words.”

De todos los blancos atacados por sus ácidos apuntes, la doble moral y la censura son los que más ofuscan a Parker y a Stone, ya que la historia contada en el filme es, en esencia, la historia levemente velada de su propia experiencia con la serie. El estreno y la perseverancia de South Park crearon una suerte de crisis espiritual en los Estados Unidos, en la cual los límites de lo considerado como aceptable o de buen gusto fueron empujados semana tras semana para el horror de los espectadores menos dispuestos a ser escandalizados. Todo esto ocurre, además, en televisión por cable: el contenido de la serie era especialmente subversivo por estar al acceso de virtualmente todo el mundo. Su crudeza humorística y su discurso anti-establecimiento fue interrumpido cada siete minutos para dar lugar a pautas publicitarias de Ford y GM, propagandas políticas de George W. Bush y Al Gore, y anuncios de servicio público sobre huracanes, terremotos y accidentes de tránsito. Ancianos, adolescentes y niños inocentes e influenciables podían en cualquier momento pasar el canal y encontrarse con el Sr. Esclavo metiéndose un roedor por el ano[15], o con la venganza Andrónica de Eric Cartman, o con un debate político entre un emparedado de mierda y una ducha vaginal.

Que la lucha por clausurar el pueblo ficticio de Colorado haya sido una constante durante sus 22 años de edad habla en gran medida de lo importante que la serie es para los Estados Unidos. Republicanos, religiones, estrellas de Hollywood, liberales políticamente correctos: todos han intentando de una u otra manera demoler las murallas creativas que resguardan a Parker y a Stone de los lobos rabiosos. Pero ser ofensivo en una escala tan diversa habla de un producto que ha trascendido la provocación: atacar a South Park porque no está de acuerdo con nuestro punto de vista político, moral o ético no solo desconoce la pluralidad de opinión que debe existir en la libertad de expresión, sino que sostiene la absurda noción de que la cultura que consumimos debe reforzar lo que creemos en lugar de confrontarlo y cuestionarlo.

El propósito de la comedia siempre ha sido, sobre todas las cosas, hacer reír. Esta es (subjetivamente, como todo en la comedia) una de las actividades más satisfactorias de la vida, dislocada de una identidad y de un credo, de responsabilidades y obligaciones, de cargas laborales y deudas económicas, de problemas psiquiátricos, amorosos y de salud. Encontramos algo tan genuinamente absurdo, surreal e indecoroso que no podemos evitar caer en el acto físico de contraer y expandir el diafragma rítmicamente sin ningún motivo científico o utilitario. Dedicar gran parte de la vida a un único proyecto creativo cuyo principal propósito sea hacer reír –y reflexionar sobre el porqué estas imágenes nos provocaron dicha reacción– es una decisión sumamente valiosa. En algún momento, South Park se acabará, y junto a Kenny McCormick se disolverá entre las cenizas de un mundo que seguirá su rumbo sin requerir de su presencia. Pero su legado, ya sea llevado por los admiradores que fascinó o por los detractores que enfureció o por los nuevos contenidos animados que inspiró, continuará vivo. Y aún cuando eso perezca (y lo hará eventualmente), ¿no es más importante matar a una orca enviándola a la luna que dejándola reposar en el agua tibia y putrefacta de un parque acuático?

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[1] I. “El Congreso no podrá hacer ninguna ley con respecto al establecimiento de la religión, ni prohibiendo la libre práctica de la misma; ni limitando la libertad de expresión, ni de prensa; ni el derecho a la asamblea pacífica de las personas, ni de solicitar al gobierno una compensación de agravios.” II. “Siendo necesaria una Milicia bien organizada para la seguridad de un Estado libre, el derecho del pueblo a poseer y portar Armas, no será infringido.”

[2] Uno de los cuales dice ser heredero directo de la tradición vándala de tirar cajas llenas de té al Océano Atlántico.

[3] Tanto Orgazmo como Cannibal! fueron distribuidos por la infame Troma Entertainment y producidos por Avenging Conscience, una pequeña productora creada por Parker, Stone y un par de colegas más, bautizada sarcásticamente por el filme epónimo de D.W. Griffith, detestado de forma unánime por sus fundadores.

[4] En medio de las transacciones alguien digitalizó la cinta y la subió a internet, donde se convirtió en uno de los primeros videos virales de la historia.

[5] Este es, hasta el momento, el único capítulo de la serie animado de forma artesanal.

[6] Es lógico que cada época dorada llegue a su fin, y la de Comedy Central llegó a un abrupto y horrible final hace mucho puto tiempo.

[7] No en vano Parker y Stone se han referido en varias ocasiones a los capítulos de South Park como canciones y a las temporadas como álbumes, pensándose a si mismo menos como animadores y más como miembros de una banda.

[8] La pesadísima carga laboral y emocional de este método es aptamente capturada en el documental Six Days to Air (Arthur Bradford, 2011).

[9] Animé en “Good Times With Weapons”, live-action en “Mr. Hankey, the Christmas Poo”, videojuegos en “Make Love, Not Warcraft” y “Red Hot Catholic Love”, homenaje a Heavy Metal en “Major Boobage”, incluso libro infantil en “A Scause For Applause”.

[10] Adaptación literaria en “Pip”, teatro musical en “Hellen Keller! The Musical”, reality de supervivencia en “I Should Have Never Gone Ziplining”, reality de concurso en “Professor Chaos”, falso documental en “Terrance and Philip: Behind the Blow”, drama deportivo en “The Losing Edge” y “Stanley’s Cup”, comedia ochentera alpinista en “Asspen”, y serialización en “Imaginationland”, “Go God Go”, “Do Handicapped Go To Hell?”, “Cartman’s Mom is a Dirty Slut”, “Black Friday” y las temporadas 18 a la 22.

[11] Una lista reducida de los famosos ofuscados por su retrato del programa incluye a Barbra Streisand, Jennifer López, Tom Cruise, Sean Penn, Rob Reiner, Sarah Jessica Parker, e incluso los previos colaboradores Isaac Hayes y George Clooney.

[12] Este tipo de expansión nos recuerda a otra serie reseñada previamente en Filmigrana.

[13] Parker y Stone han trabajado este género en casi todos sus largometrajes, incluyendo el previamente mencionado Cannibal!, el acá reseñado Bigger, Longer & Uncut, y su filme de marionetas Team America: World Police (2004). A estos se suma su célebre producción de Broadway The Book Of Mormon.

[14] Vale la pena anotar que Shaiman y Parker fueron nominados al Óscar a Mejor Canción por “Blame Canada”, y que su asistencia al evento (junto a Stone) bajo la influencia de ácido lisérgico es una historia mejor escuchada de la boca de sus comensales.

[15] Sólo el diablo sabe cuantas búsquedas perdidas llevaran a Filmigrana por esta frase.

Paul Thomas Anderson: Magnolia (1999)

En el que perpetuamente habrá 82% de probabilidad de una lluvia torrencial.

“When the sunshine don’t work / the Good Lord bring the rain in”
Fragmento de la improvisación musical de Dixon

Para reflexionar sobre la monumentalidad de Magnolia antes hay que tomar un respiro profundo, exhalar con parsimonia, repetir este proceso tres o cuatro veces más y recordar rápidamente al cuentista Raymond Carver vía Robert Altman, el aclamado director de M*A*S*H, The Player y Gosford Park. En 1993, Altman presentó Short Cuts, un ambicioso LARGOmetraje cuyo tema central es la inquebrantable cadena de acción y reacción entre seres humanos. A partir de un heterogéneo grupo de angelinos, el filme se propone a entrecruzar los arcos narrativos de sus protagonistas desde la nimiedad o magnitud de sus acciones y, por supuesto, desde la casualidad de sus esporádicos encuentros. Este proyecto surgió a partir de la lectura de la obra de Carver, quien una década atrás se había consolidado como uno de los cuentistas norteamericanos más reconocidos tanto por su obra como por su alcoholizado estilo de vida. Su simbólica aridez y crudeza prosaica reflejaba un mundo suburbano occidental en el que sólo algunos trágicos detonantes –llamadas telefónicas tensionantes, desbordantes mentiras y muertes accidentales- permitían a los protagonistas de sus historias escapar del aburrimiento de la microscópica rutina de la urbe. Aunque su obra erróneamente se iguala a la de sus coetáneos Charles Bukowski y John Cheever y con frecuencia se cuestiona la autenticidad de su autoría, Carver discretamente le dio un nuevo hálito a la cuentística mundial al retratar el deteriorado espíritu de la vida en comunidad mediante la denuncia de su propio malestar: su inestable e inagotable repetición a la espera de una abrupta sacudida. Hoy en día es recordado por colecciones narrativas imprescindibles tales como Will You Please Be Quiet, Please?, What We Talk About When We Talk About Love y Cathedral, entre otras.

Altman y su coguionista Frank Barhydt -fieles admiradores de la técnica narrativa de Carver- empezaron a esbozar Short Cuts en 1989, un año después de la muerte del cuentista a causa de un cáncer de pulmón. Los guionistas se percataron de varias líneas de fuga en común dentro de la obra del ahora-mártir escritor, las cuales brotaban con naturalidad a medida que sus cuentos se agrupaban en distintas posibles lecturas. Todas éstas compartían una visión arbitraria de la vida, es decir, un mapa en el que cada sujeto no se encuentra preparado para enfrentarse a lo impredecible y se asombra al reconocerse como causa y efecto de otros sujetos. En la versión definitiva del guión, Altman y Barhydt lograron alinear sus sospechas y, a partir de nueve cuentos y un poema, crearon aquella amplia red de posibilidades vitales dentro de una pequeña área californiana. A propósito de una breve presentación que escribió para Short Cuts –una edición complementaria al filme y que, predeciblemente, reunía aquellas historias que inspiraron el largometraje-, Altman sostuvo lo siguiente: “In formulating the mosaic of the film Short Cuts… I’ve tried to do the same thing – give the audience one look. But the film could go on for ever, because its like life – lifting the roof off… and seeing some different behaviour”. Este enunciado no sólo se presentaría de forma simbólica; como se ve en el filme, el terremoto es el fenómeno que integra literal y metafóricamente el poder de cambio de todas estas líneas argumentales.

Short Cuts fue un desastre absoluto en taquilla. Su público difícilmente digirió sus más de tres horas de duración. Además, tanto la asistencia como los galardones se inclinaron por las populares apuestas de Amblin Entertainment, es decir, Jurassic Park y Schindler’s List. Sin embargo, su innovadora propuesta no pasó desapercibida y algunos circuitos críticos cercanos la celebraron; incluso obtuvo el Independent Spirit Award a mejor filme y el León de oro en el Festival internacional de cine de Venecia (premio que compartió con la igualmente impecable Trois couleurs: Bleu de Krzysztof Kieślowski). Además, para algunos adeptos de Altman esta obra significó el ápex de sus habilidades como guionista, tanto así que se dedicaron a conservar y dispersar su significación artística. Paul Thomas Anderson fue uno de esos devotos que llevó esta admiración a otro nivel. En definitiva, se requieren muchas agallas (y dinero) para emular un tributo que en teoría debía estar condenado al olvido.

1997 fue un año crucial para P.T. Anderson. En un texto previo se desarrolló cómo a través de Boogie Nights compensó sus ideales de adolescentes al materializarlos en un caricaturesco alter-ego. Hay que recordar que con este filme Anderson alcanzó un repentino esplendor crítico y de taquilla que fue sabiamente recompensado por sus patrocinadores. Su productora (New Line Cinemas), satisfecha por las virtudes del aún joven director y guionista, le premió con un regalo que sólo se podría denominar como un acto de fe absoluta: libertad creativa y presupuesto prácticamente ilimitado para que realizara su tercer largometraje tal como él quisiera. El director revelación, agradecido y a la espera por demostrarle a sus seguidores que Boogie Nights no fue un único golpe de suerte, inició la escritura de Magnolia. Además, alrededor de esos meses iniciaba una corta pero fructífera relación sentimental con la cantante Fiona Apple, relación que recibió atención mediática no sólo por la popularidad de ambos artistas sino por su compatibilidad: varios videos musicales, el álbum Extraordinary Machine y una que otra inspirada historia dentro de la filmografía de Anderson son algunos de sus más reconocidos retoños. Nada, en teoría, debía corroer el ascenso del hambriento guionista.

Sin embargo, algunas lamentables experiencias mancharon su pacifismo creacionista. En un principio pretendía narrar una pequeña historia que le permitiera escapar de ellas y,  a partir de las hipoglicémicas letras de Aimee Mann (quien al final tomaría el control de la música para Magnolia y relegaría a Apple a la pintura de algunos cuadros decorativos que se hallan a lo largo del filme), creó a la vulnerable Claudia Gator y esbozó su difícil relación tanto con su padre como con su cocainomanía. Posteriormente, algunas difusas imágenes empezaron a apropiarse de su fluidez creativa y terminaron por dominarlo. Este proceso cobró vida por sí solo hasta el punto de enraizarse en algunos dolorosos recuerdos, todos ellos relacionados con la muerte de su padre, Ernie Anderson, quien falleció a principios de aquel año. Su partida alimentaría los dos ejes principales de su naciente guión: el luto y la reconciliación familiar. Además, esta creciente purga fue detonada durante un breve retiro en la cabaña de su amigo William H. Macy (de nuevo: gracias por Fargo), retiro en el que al parecer Anderson se sintió acechado por una serpiente y lo obligó a encerrarse hasta finalizar la coraza de su guión. Este reptil símbolo confirmó la emergente sospecha de Anderson: su próximo proyecto, contra su voluntad, debía exorcizar sus demonios internos. Como sostiene una certera oración acuñada por el desmitologizante profesor Bergen Evans y utilizada en dos momentos cruciales del filme, “We may be through with the past, but the past is not through with us”. Sorpresivamente el proceso de escritura de Magnolia tardó sólo dos semanas según algunas fuentes cercanas.

Con cada creación, con cada personaje Anderson se percató de la necesidad de reestructurar su estilo si deseaba abarcar todas las líneas narrativas que entrelazaría. Esto, una vez más, lo condujo hacia su mentor técnico: Robert Altman. Si bien había expresado su particular obsesión por Altman durante las entrevistas promocionales de Boogie Nights, con su tercer filme se aseguró de que nadie más volviera a preguntarle qué director lo inspira a ser cada día más un mejor cineasta. De hecho, desde un nivel narratológico, Boogie Nights y Magnolia son dos caras de una misma moneda llamada Short Cuts y, mejor aún, de la totalización de la obra de Carver: la conceptualización de la inestabilidad en oposición a la rutina. Mientras que en la primera cara Anderson había explorado su faceta más exteriorizada, en la segunda exploró la más interiorizada. En otras palabras, Boogie Nights opera como una nuez deductiva, es decir, a partir de un personaje-causa (Dirk Diggler) el filme desarrolla todos los posibles efectos dentro de su nicho social; por el contrario, Magnolia es una nuez inductiva cuyo tema-efecto (la incertidumbre) es la constante que debe situarse en cada una de las líneas argumentativas hasta hallar las causas de esa aparente anomalía. Ambos filmes, como es bien sabido, cuentan con un extenso ensamble cuyo propósito principal es explayar las posibilidades de este par de detonantes y así sobrepasar los mismos límites embotellantes que padece el cine por definición. Aunque hayan ocurrido por motivaciones totalmente distantes entre sí, Anderson intentó (y logró) apresar la noción de infinitud para tomar, en este caso, los ideales de Altman y llevarlos a un público que pudiera darle una segunda oportunidad a Short Cuts. Ahora, sólo necesitaba al ensamble perfecto para desenterrar a todos estos muertos vivientes. Después de reunir a varios conocidos y seducir a otros venturosos actores, a manera de ceremonia inaugural proyectó la poderosa Network de Sydney Lumet para empezar a filmar ininterrumpidamente a lo largo de diez semanas.

Mientras que Akira Kurosawa, Federico Fellini y Werner Herzog eran autosuficientes siempre y cuando contaran con Toshirō Mifune, Marcello Mastroianni y Klaus Kinski, respectivamente, Anderson necesitaba de un numeroso ejército para impulsar cada una de sus ideas. El listado de participantes de Magnolia sorprendería a aquellos desprevenidos espectadores que desconocen del playbill de Boogie Nights. Sin embargo, para aquellos que sí lo recuerdan no cesa de sorprenderles que una gran parte del elenco principal regresara a la plantilla de Anderson y que, además, lo hicieran para interpretar personajes radicalmente opuestos sin morir en el intento: John C. Reilly abandonaría la magia y el karate para retraerse bajo la máscara del inseguro pero cándido oficial Jim Kurring; Philip Baker Hall pasaría de ser un cazatalentos y un oráculo del videocasete a ser Jimmy Gator, el moribundo presentador de un programa de concurso para niños; Melora Walters (la actriz revelación de este grupo) se desprendería de su ingenuidad histriónica para interpretar a Claudia, hija de Jimmy y de quien ya se habló hace algunas líneas; Julianne Moore (quien, por cierto, es la única actriz que participa tanto en ambos filmes de Anderson como en Short Cuts) ya no sería la exótica y maternal actriz porno sino Linda Partridge, una esposa por conveniencia adicta a los antidepresivos; por último, William H. Macy rechazaría la sumisión para evitar la pronunciada decadencia de “Quiz Kid” Donnie Smith. Philip Seymour Hoffman también regresaría al casting pero en un papel mucho menos demandante (Phil Parma, el torpe pero catalizador enfermero del que nada se esperaba y nada se esperó). Otros actores con los cuales nos reencontramos son Ricky Jay (aunque, en este caso, en un papel prácticamente similar al de Boogie Nights: un asistente de dirección ubicado en distintas décadas), Alfred Molina y Luiz Guzmán, quienes a pesar de no contar con papeles protagónicos ambientan la familiaridad del universo paralelo andersoniano.

Las dos novedades del reparto principal son aportes que maravillan por su significación histórica. La primera de ellas corre por cuenta del veterano Jason Robards –ganador de dos Óscares, uno de ellos por la pertinente All the President’s Men-, quien obtuvo su papel ante el abandono de Burt Reynolds (quien, si no lo recuerdan, chocó con Anderson después del resultado final de Boogie Nights) y el rechazo absoluto de George C. Scott (quien tildó el guión como la peor basura que jamás haya leído). El estoico intérprete trazaría honrosamente un paralelo entre su vida y su personaje Earl Partridge, dueño de la productora que patrocina el programa de Jimmy Gator y que busca confesarse tanto con su esposa Linda como con su hijo perdido antes de sucumbir ante una eutanasia por morfina líquida. Su entrega y compromiso con su papel son aun más honorables cuando se identifica que Magnolia fue su último largometraje y que moriría menos de un año después de su lanzamiento. La segunda novedad es más llamativa por sus excentricidades dentro y fuera del set: Tom Cruise. Éste interpretaría a Frank Mackey, aquel abandonado hijo de Partridge que huiría de su traumática infancia al ser el aclamado conferencista de Seduce & Destroy, el programa de charlas que justifica la misoginia mediante el lema “No pussy has nine lives”. Más allá de la excelente interpretación de Cruise (premiada en los Globo de oro), hay un acontecimiento del que no hay mayor registro pero que merece una digna documentación: cuando Anderson se vio en la obligación de viajar a Nueva York para proponerle su guión a Cruise, asistió a una de las grabaciones de Eyes Wide Shut. Esto implicó una obligada charla con el magnánimo Stanley Kubrick, quien no necesita ningún tipo de presentación. Éste es el único video que registra fragmentariamente los posibles temas de discusión y los consejos que el talentoso maestro pudo transmitirle a su modesto heredero. El encuentro de titanes, lastimosamente, sólo podrá recrearse en nuestras ambiciosas mentes.

Para hilar Magnolia mediante el uso de palabras se requiere más que todo concentración; sin duda alguna la tarea es mucho más sencilla cuando se tiene a la mano el registro fotográfico de cada uno de los personajes. Al igual que ocurre en el intrépido y colosal Ulysses de James Joyce, Anderson se sumerge durante veinticuatro horas en las vidas paralelas de variados habitantes de Los Ángeles, los cuales son causa y efecto de sus propios devenires. Después de que el narrador le recuerda al espectador la importancia del reconocimiento de la casualidad, los barridos de imágenes y el uso constante del estilo indirecto libre esparcen todas estas líneas argumentales de las que tanto ha hablado este escrito y que una vez más deben ser mencionadas para presentarlas con mayor orden –al menos hasta que el mismo lenguaje lo permita-.

De nuevo, tomen un respiro y empecemos: el magnate de la televisión Earl Partridge (Robards), en su lecho de muerte, reevalúa la falsedad nominal de su matrimonio con Linda (Moore) –la cual está al borde de un ataque de nervios por sus ambivalentes sentimientos hacia su protector- y reprocha haber desamparado a su hijo Frank (Cruise) -fanfarrón que promete a sus clientes el secreto para conquistar a cualquier mujer pero que pronto será develado por una exhaustiva reportera-; Earl, en uno de sus últimos destellos de lucidez, le pide a su enfermero privado Phil (Hoffman) que lo ayude a reencontrarse con su hijo y este último, sacudido por su responsabilidad, empieza a trazar telefónicamente la posible ubicación de Frank; a su vez, la empresa de Earl produce el programa “What Do Kids Know?”, el cual es comandado por Jimmy Gator (Hall) desde hace treinta años y que, debido a un cáncer homólogo al de su jefe, se ve obligado a confesar ese mismo día una vida llena de excesos, engaños y mentiras -las cuales no son toleradas por su drogadicta y frágil hija Claudia (Walters) y hacen dudar a su esposa Rose (Melinda Dillon)- mientras se presiona a conducir su programa una última vez; durante dicho programa, el niño genio Stanley (Jeremy Blackman) está a punto de romper un registro pero todos sus allegados –su padre incluido- hacen caso omiso de su sencilla solicitud de ir al baño, perjudicando significativamente su desempeño; este programa es visto por Donnie (Macy), actual poseedor del récord en el show de Gator y quien vive atormentado tanto por su descendiente fama como por su incompetencia en labores tanto sencillas (parquear su automóvil y ser un vendedor competente de electrodomésticos) como complejas (aceptar su homosexualidad); por último, Claudia, en un desesperado intento por encarrilar su vida, acepta salir con el discreto oficial Jim (Reilly), quien llega al apartamento de Claudia por un informante anónimo y que debe lidiar con su profesionalismo al ser blanco de una pandilla que roba su arma.

Como se mencionó en repetidas ocasiones, el estado de caos o de crisis es el eje generador de todos los conflictos de este melodramático filme. Así como Claudia y Frank son evidentes analogías de Anderson, Partridge y Gator lo son de su padre. Éstas centrales relaciones consanguíneas le permitieron al guionista exhumar artísticamente su luto, no sólo al otorgarles una digna despedida (o final abierto) sino al reconocer la ambivalencia entre la voluntad y el azar. Al jugar con todas estas gigantescas posibilidades narrativas y explorar sus vicios desde varios famélicos espíritus a la espera de completarse, puso en práctica las enseñanzas de Altman; Anderson, por leyes transitivas, habría de convertirse en Raymond Carver. Al explorar todas las posibles conexiones entre sus personajes, permitía que sus espectadores se preguntaran por los posibles destinos de esta miríada de protagonistas hasta el punto de hacerles creer que son prestidigitadores de la fatalista ciudad californiana. El mundo citadino, aunque pequeño dentro de sus historias, repite patrones suburbanos que no dejan de sorprender tanto por su verosimilitud como por su componente dramático. De hecho, su cadena de causas y efectos es el oxígeno de este tensionante filme. Incluso puede llegarse a creer que, después de pasada las primeras dos horas del filme, todos los personajes van a ser sepultados por las pésimas decisiones de aquellos que poseen dicho determinante poder causal; además, al ser una red, todos recaerían en un perpetuo ciclo de miseria.

Con la lluvia de ranas (spoiler alert) Anderson reitera su tesis inicial a partir de Short Cuts: por más que se crea que todo está predeterminado, siempre habrán peculiares coincidencias que reformularán estas aparentes secuencias lógicas. La simbología de la peste está presente a lo largo de todo el largometraje y hay artículos enteros dedicados al análisis de Éxodo 8:2 (“Y si te rehúsas a dejarlos ir, atente, heriré todas tus fronteras con ranas”). Aunque esta lluvia es inspirada en un acontecimiento real que ocurrió hacia 1997 en Villa Ángel Flores, México, de igual forma es casi imposible de creer, incluso mucho más después de terminar de ver este filme. Sin embargo, la intencionalidad de Anderson no es hacer una vulgar copia de Altman, como lo sugiere esta pésima comparación. Por el contrario, es un consecuente reconocimiento de la inferioridad racional, de la imposibilidad del control absoluto y de la apertura a la reorganización sistemática. La falsedad del dominio racionalista es fácilmente desmentida por la arbitrariedad. En definitiva, tiene sentido considerar dentro de un esquema ordinario (en cuanto a orden) que una lluvia de ranas es tan probable como el abandono de un familiar ya que ambas desbordan nuestros límites reguladores y totalizantes.

La apuesta de Anderson, aunque requirió de una producción excesiva, produjo los resultados esperados: un filme que aprendió de los límites de su mentor para celebrarlos al sobrepasarlos. Además, desde una perspectiva un poco más optimista, este filme se sostiene sobre la misericordiosa fracción de la ideología judeocristiana que sostiene la salvación autónoma, es decir, que los seres humanos dan lo mejor de sí ante situaciones críticas, tal como lo hace Job. En Magnolia esto se ve a partir de una anfibia alegoría, lo suficientemente clara para justificar más de tres horas de familiaridad emocional. El desenlace, acompañado de la emotiva y candidata al Óscar a mejor canción original “Save Me” (de Aimee Mann), reafirma la solidaridad incondicional entre desconocidos que unos años más adelante habría de cobrar mayor significación con la caída de las Torres gemelas, epítome de la generación que aclamaría años más tarde cada uno de los filmes de Anderson.

Afortunadamente este filme se sobrepuso a las pérdidas iniciales de su estreno (casi US$17M) y ganó un estatus crítico local que patrocinó una milagrosa recuperación financiera con el pasar de los años y una gran acogida por fuera de Estados Unidos. Además, a pesar de la puja de premios con la película arrasadora de ese año (American Beauty), el equipo de trabajo de Magnolia obtuvo uno que otro galardón especializado. Sin embargo las gratificaciones que este filme produjo fueron más personales que públicas, tanto así que Anderson afirmaría que es la mejor producción que podría llegar a realizar. Además, acaparó la admiración de tal vez el único individuo del cual Anderson podría necesitar algún tipo de aprobación: Robert Altman. Éste no sólo lo exaltó sino que lo nombró tentativamente como su heredero artístico directo; varios años más adelante, en el 2006, Altman le ofrecería a Anderson que lo sustituyera en la dirección de A Prairie Home Companion en caso de que muriera (hecho que ocurrió una vez finalizada la producción).

El drenaje emocional, energético y espiritual de Magnolia obligaría a Anderson a tomar un corto pero merecido descanso y a retirarse parcialmente de la vida pública. Tres años después, habría de regresar a los cines más cercanos en forma de Adam Sandler.