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La Revolución Representada: Marat/Sade de Peter Brook (1967)

La Persecución y Asesinato de Jean-Paul Marat Representada por el Grupo Teatral de la Casa de Salud Mental de Charenton bajo la Dirección del Marqués de Sade (también conocida como Marat/Sade) escrita por Peter Weiss en 1963 tiene una clara conexión temática con la modernidad y la Revolución Francesa; después de todo se trata de una representación imaginaria de una obra de teatro hecha tan sólo 15 años luego del asesinato de Marat (su título es bastante diciente en cuanto a lo que la obra trata). No obstante, es en otros aspectos más allá de la coincidencia narrativa donde la obra de verdad funciona como un símil vibrante de la revolución, sus causas y consecuencias, y aquellos aspectos son especialmente notorios en la adaptación fílmica hecha por Peter Brook en 1967. ¿Cuáles son aquellos aspectos? Veamos primero cuál es la historia contada.

La obra inicia con la introducción del Señor Coulmier el abad a cargo de la casa de salud de Charenton, quien presenta a un público burgués invisible, y a la audiencia, el montaje teatral a cargo del más famoso residente del lugar, el Marqués de Sade, y cuyo resultado es una demostración de los efectos liberadores de los métodos liberales de sanación de la nueva Francia sobre los mentalmente desbalanceados. Pronto el hilo es retomado por el Heraldo quien introduce a los personajes y a los actores quienes los interpretarán, con la supervisión de las monjes y los empleados de seguridad de la clínica: Jean-Paul Marat, célebre revolucionario y autor, Charlotte Corday, la hermosa joven quien le asesinó en su bañera, el Marqués de Sade, interpretado por sí mismo y quien frecuentemente entra en diálogo con Marat confrontando ambos puntos de vista, Jacques Roux, un sacerdote radical que apoya fervientemente la revolución como propuesta por Marat, y una suerte de coro griego compuesto por bufones cuyas canciones frenan constantemente el ritmo de la historia contada para proveer contexto y comentario, entre otros.

La narración, caótica y provocadora (Coulmier detiene la obra de cuando en cuando iracundo para asegurar a la audiencia que escenas previamente cortadas han aparecido nuevamente), sigue las tres visitas de Charlotte Corday a Marat, la tercera la final y letal, pero estas son yuxtapuestas con la aparición de otros personajes menores que representan facciones distintas (El Clero, La Aristocracia, El Pueblo, Los Animales) con opiniones radicales que frecuentemente acaban en ataques violentos hacia Coulmier, su esposa e hija, y que terminan siendo controlados por la seguridad del lugar (hasta el catártico y anárquico final). Las más fundamentales interrupciones vienen en forma de un debate continuo propuesto por De Sade a Marat, trayendo de su experiencia propia en la Revolución para apuntar hacia lo salvaje y primitiva que resulta la violencia y matanza cómo método y tentando al enfermo autor a ceder ante sus bajos deseos sexuales y sus dudas sobre lo que se ha logrado hasta el momento.

Escrita por el dramaturgo alemán Peter Weiss en 1963, Marat/Sade está notoriamente influenciada por el trabajo de dos dramaturgos anteriores, siendo estos Bertol Brecht y Antonin Artaud. El uso de música a través del montaje, y la de proporcionar comentario sobre lo que observamos contrario a avanzar la historia y darle continuidad y lógica, crea en el espectador un claro efecto de alienación y distanciamiento, ambos lineamientos sumamente Brechtianos. El constante desborde de la locura (en el caso presente natural al ocurrir en un sanatorio) y su transición hacia lo absurdo y lo grotesco son elementos del Teatro del Absurdo desarrollado por Artaud. La obra fue sumamente controversial a su estreno e incluso se le calificó de latitudinaria[1] por su quizás injustificado desprestigio de la iglesia. No obstante, en términos de innovación narrativa y técnica el trabajo de Weiss es innegable: la estructura de muñecas rusas, el uso de diálogo altamente simbólico y la ambiciosa búsqueda de un montaje desbordante y móvil le hacen un referente único e influyente de teatro moderno.

Traducida al inglés en 1964 por Geoffrey Skelton, la obra fue adaptada por Peter Brook y la Royal Shakespeare Company y estrenada el mismo año ante recepción mixta y polarizada. Brook lleva la obra a Estados Unidos el año siguiente, y con el grupo de actores original (salvo por pequeñas variaciones) empieza a trabajar en la adaptación fílmica. Esta es finalizada en 1967 y es estrenada en el Festival de Locarno donde el director recibe una mención especial por su trabajo. Tanto la obra cómo su adaptación han resultado igualmente influyentes en el Reino Unido, donde son considerados uno de los precursores principales del ‘in-yer-face theatre’ (teatro en-tu-cara) y cuyos dramaturgos más representativos son Sarah Kane, Mark Ravenhill y Martin McDonagh, entre otros.

Aquella búsqueda artística, sumamente transgresora, es el primer aspecto en que Marat/Sade funciona de verdad cómo representante de la Revolución Francesa. En lugar de presentar una visión pacífica e histórica del conflicto, Weiss y Brook logran con un montaje incrementalmente más provocador y beligerante reacciones más genuinas y reales en su audiencia que la simple aceptación de aquello que se les presenta o, peor aún, pasividad ante un divertimiento vacío. “La Revolución no fue más que un procedimiento violento y rápido, con cuya ayuda se adaptó el estado político al estado social, los hechos a las ideas, y las leyes a las costumbres.”[2] Marat/Sade funciona de una forma similar, donde a través de la confrontación directa (y violenta) se cuestionan las bases y propósitos del teatro clásico y narrativo, y se pone en vista su poder corruptivo y disruptivo. El arte no puede permanecer estático sí busca ser duradero, argumentan Weiss y Brooks, debe estar dispuesto a destruir y politizar, debe cuestionar aquello que le ha precedido, aún cuando le ha influenciado.

La adaptación de Brook lleva aquellas ideas del teatro hacia lo fílmico: En lugar de caer en la categoría del teatro filmado que ignora tanto la capacidad expresiva el lenguaje fílmico cómo fomenta la ilusión de presenciar algo notoriamente falso sin reconocerlo (un grupo de actores disfrazados hablando en lenguaje ajeno y extraño), Brook borra de entrada la llamada “cuarta pared”, dejando que los actores se dirijan directamente hacia la cámara, tanto uniendo a la audiencia fílmica con la audiencia burguesa que mira la obra en la oscuridad cómo haciéndole responsable de su elección de presenciar lo que hay frente a ellos/nosotros. Brook hace uso frecuente, ocasionalmente intrusivo, del primer plano, explorando con el las expresiones faciales más sutiles y dicientes que se pierden en la distancia del montaje teatral: la actuación deja de ser teatral, aunque continúa siendo exacerbada (el material lo requiere), y pasa a ser fílmica, más naturalista. Igualmente efectivas resultan la composición fotográfica y la profundidad de campo, ambas usadas como complementarias a la historia que se está contando, más no redundantes: Por ejemplo, en uno de los debates entre Marat y Sade, estos son ubicados en partes opuestas del cuadro, mientras sus puntos de vista son actuados por el coro (el Pueblo) en el centro del mismo:

Otro ejemplo ocurre en un discurso de Marat (en primer término). Mientras el autor explica la permanencia de las estrategias de dominación y sumisión subconscientes usadas por aquellos que están en el poder, la figura de Duperret (El Aristócrata de la obra) aparece en el fondo antes negro:

De forma contradictoria al espíritu innovador arriba descrito, vemos en la línea narrativa de la obra y su adaptación una clara desconfianza del cambio y de los ideales puros. Todo está problematizado: el Marqués de Sade, cuya presencia en la obra es mucho más que referencial e histórica (sus novelas lascivas fueron en su momento síntomas necesarios de aquella latente Revolución cultural y social), juega el rol de abogado del diablo. Sade cuestiona la Revolución y su violencia descarnada, especialmente al confrontarla con el puritanismo de quienes la sobreviven. Aquella confrontación crea dudas en Marat, quien al desconocer el componente animal del ser humano está malentendiendo sus acciones cómo revolucionarias en lugar de primitivas: “Antes de decidir que está bien y que está mal primero debemos averiguar que es lo que somos.”

Marat acepta los límites de la Revolución (“Inventamos la revolución, pero no supimos que hacer con ella”), pero destaca su fuerza destructiva cómo algo positivo (“La fuerza vital de la naturaleza es la destrucción” dice citando al mismo De Sade) y redentor, incluso cómo una suerte de justicia retardada: “¿Qué es la sangre de estos aristócratas comparada con la sangre que el pueblo derramó por ellos?”. Lo primitivo de sus métodos es apenas una parte, inicial, de la creación a la que ha abierto paso. Su verdad es única y absoluta: “Su filosofía sólo resultaba adecuada para ellos, pero su método demostró ser un instrumento idóneo para todas las manos deseosas de destruir.”[3] Su carácter vengativo era otro claro componente de lo que impulsó la revolución, el hastío general del pueblo frente a los excesos de una aristocracia crecientemente inservible llevo a un punto culmen de violencia “justificada”: “Mortificaban y empobrecían al pueblo, pero no lo gobernaban. Se hallaban en medio de él como extraños favorecidos por el príncipe, y no como guías y jefes; al no tener nada que dar, no atraían los corazones por la esperanza; y al no poder exigir más de la medida ya fijada invariablemente, inspiraban odio pero no temor.”[4] Pero entre todo esto, está la falla primordial, una verdad trágica a la que la Revolución no escapa: “La parte democrática de la sociedad (…) aún no está compuesta más que de una multitud de individuos igualmente débiles e igualmente incapaces de luchar aisladamente contra las grandes individualidades de la nobleza. Siente el deseo instintivo de gobernar, pero le faltan los instrumentos de gobierno.”[5]

Sin embargo, la lógica argumental de Marat eventualmente llega a un punto de no retorno, y su muerte a manos de Charlotte Corday conduce a la victoria de las ideas más radicales y auténticamente dañinas de Sade. La obra finaliza y los internos ceden a la locura sin un líder que les gobierne ideológicamente. Aquella locura es la de sus bajos instintos y pronto se transforma en una celebración de aquellos defectos por los cuales les encerraron en primera instancia: los criminales sexuales asaltan sexualmente a la Sra. Coulmier y a su hija, los criminales violentos arremeten con violencia contra las monjas y los cuidanderos, y los demás aúllan y gritan contra el público que les observa en la oscuridad, como animales. Sade ríe ante el caos que le rodea.

BIBLIOGRAFÍA:

  • Mark Ravenhill, Castro, Verónica. Universitat de Barcelona. Barcelona, 2011
  • El Antiguo Regimen y la Revolución I, Alexis de Tocqueville. Alianza Editorial. Madrid, 1994
  • Modern Drama, Whybrow, Graham. Methuen. Londres, 2001

[1] El editorial The Thing at the Museum en el Richmond News Leader, Octubre 10 de 1969

[2] Alexis de Tocqueville en El Antiguo Regimen y la revolución I, Alianza Editorial, 1994, Madrid, P.  42

[3] Tocqueville en El Antiguo Regimen y la revolución I, P.  10

[4] Tocqueville en El Antiguo Regimen y la revolución I, P.  17

[5] Tocqueville en El Antiguo Regimen y la revolución I, P.  31

La imagen-signo en  Salò, o los 120 días de Sodoma

A lo largo de ésta, la última película de Pier Paolo Pasolini, se puede descubrir cómo su teoría del cine poesía, elaborada años atrás (pero después de haber realizado ya gran parte de su obra), es puesta eficazmente en práctica.  Al intentar definir esta forma de cine,  Pasolini marca ciertas pautas que permiten tanto caracterizar como comprender el cine de poesía, pautas que dependen completamente de la posición que el director-autor tome frente a su propia obra y a su contenido.

La primera pauta propuesta por Pasolini es la necesidad que tiene un director de crear un lenguaje para lograr, gracias a él, llenar el vacío del cine al momento de comunicar ya que éste, ontológicamente, carece de palabras (significados y significantes) y solo contiene imágenes. Pier Paolo Pasolini dice que “la operación del autor cinematográfico no es una sino doble. En la práctica: 1) debe tomar del caos el im-signo, hacerlo posible, y presuponerlo aposentado en un diccionario de los im-signos significativos (mímica, ambiente, sueño, memoria); 2) realizar luego la operación del escritor: osea, añadir a este im-signo puramente morfológico la calidad expresiva individual. En suma, mientras la operación del escritor es una invención estética, la  del autor cinematográfico es en primer lugar lingüística y luego estética.”[1]

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Pasolini crea varios im-signos dentro de Salò, y tal vez uno de los más fuertes es la ventana y el acto de cruzarla (ya sea físicamente o con la mirada). Su primera aparición, un contraluz desde el interior, en donde el exterior figura justo en el centro de la imagen, enmarcado por un rectángulo negro (el interior), sugiriendo desde ya que la vida, o por lo menos la existencia, solo es posible afuera del reciento en el que se encuentran los personajes. Esto queda claro, un poco más adelante, cuando organizan a los hombres para seleccionarlos y esta vez el punto de vista de la cámara está afuera, dirigido hacia adentro a través de un gran ventanal. La particularidad de este plano es la carencia total de audio, lo cual ratifica la división radical que representa la ventana entre dos universos opuestos: el interior, infierno sádico (recordemos que Salò está basada en Los 120 días de Sodoma del Marqués de Sade y también en La Divina Comedia de Dante) y el exterior (¿?). De esto mismo son conscientes los personajes: hacia la mitad de la película, una de las mujeres, desesperada, intenta escapar a su tortuoso destino a través de la ventana de la sala de las orgías, solo para ser detenida antes de lograrlo por los soldados.

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Poco a poco, la ventana adquiere una dimensión lingüística y consecuentemente un significado: la libertad. Su significante estético varía según avanza la película pero mantiene su esencia, no en la manera en la que es representado sino en el hecho de ser representado, es decir: las ventanas que aparecen durante la película son distintas entre sí pero siguen siendo todas ventanas (Pasolini a pesar de llamar su teoría cine-poesía, no busca la singularidad sino la generalidad casi platónica).

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Pero, como bien lo dice él, “las imágenes son siempre concretas, nunca abstractas […] Por este motivo, el cine es, de momento, un lenguaje artístico no filosófico. Puede ser parábola, nunca expresión conceptual directa”[2]. Esto significa que una misma imagen, dependiendo del contexto y la forma como se utilice, puede ser metáfora o alegoría de prácticamente cualquier cosa y, además, esto quiere decir que conceptos como la libertad pueden ser transmitidos por diferentes im-signos. La generalidad es entonces autocontenida y limitada a una única obra, cada vez que una película empieza, esta debe definir sus propios im-signos. Aún así, Pasolini trasciende sus propias normas y sorprende.

**Spoiler Alert**

En vez de dar un acostumbrado giro narrativo (en donde el desenlace se da a provecho de los personajes de manera súbita y resolutoria), la película da un giro retórico-estructural, casi semiológico. Los im-signos son redefinidos. Es el retorno a la poesía. Esto queda claro en la última escena de la película. En ella vemos que la pianista de la casa, impactada por la tortura que está siendo ejecutada en el patio, salta por la ventana y muere mientras los líderes observan todo lo que sucede desde otras ventanas. Con esto, Pasolini transgrede completamente el significado que hasta el momento la ventana, y el exterior, poseían. Pasa de simbolizar la libertad a simbolizar simplemente la ilusión de ella, ya que el infierno ahora se esparce igualmente en el exterior. La libertad se vuelve sinónimo de muerte, o es por lo menos simbolizada ella. El único refugio parece ser el ensimismamiento, o la apatía, o la falta de compasión con el otro. Así, se replantea el punto de vista de la película, y se asume la misma posición conceptual de los líderes, no la de los torturados. Ya le queda al espectador decidir cuál asumirá él.

** ! **

Esto nos lleva a otra pauta del cine de poesía: “la subjetiva libre indirecta”.  Esta forma de narrar intenta recrear estilísticamente a lo largo de toda la película el “monólogo interior” de alguno de los personajes. En el caso de Salò, el monólogo presentando es el de los líderes. Por esta razón, vemos en diversos contenidos de la película reflejada la forma de ver de ellos. Planos generales extremadamente abiertos en interiores dan la sensación de un ser humano disminuido y oprimido por el ambiente de la casa (que simboliza la falsa moral). Una dirección de arte impecable y barroca que pretende ilustrar el engaño en el que están las personas, ya que la realidad no podría ser más distinta. Una banda sonora completamente suave y relajante que entra en disonancia completa con el ambiente tenso de las acciones y que invita a reflexionar sobre la falta de ímpetu y de coraje que tienen los hombres para hacer valer sus derechos. Esto se evidencia en la última escena, cuando por primera vez la música concuerda con el sufrimiento de los torturados y uno de los soldados simplemente cambia de emisora, demostrando el poder que poseen sobre el pueblo. En cuanto a los diálogos, la citación descontextualizada de escritos de tan grandes pensadores como Roland Barthes y Simone de Beauvoir ilustran como la ignorancia de cualquier régimen totalitario tiende a esconderse detrás de falsos argumentos. Además, Pasolini también dice que “Cuando un escritor “revive la narración” de su personaje, se sumerge en su psicología pero también en su lengua: la narración libre indirecta, por consiguiente, está siempre lingüísticamente diferenciada respecto a la lengua del escritor.”[3] Esto se ve claramente en la película, ya que Pasolini acostumbra crear sobre todo a partir del montaje, cosa que también hace en Salò, pero que disminuye a tal punto que son las acciones presentadas dentro de cada plano las que llevan el hilo narrativo, doblegándose así al poder de las historias, de la misma forma que lo hacen los líderes al escuchar a las narratrices en el salón de las orgías.

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Curiosamente, Pasolini evita la parcialidad total y basa todo su argumento en exponer de la mejor manera la tesis opuesta, haciendo que sucumba bajo sus propios excesos. En vez de contrariarla, aprovecha para explorar el carácter estético de las torturas y violaciones. Evidentemente, al ser tan ilustrativo y explícito, no solo comparte sino que también goza con el sadismo. Eventualmente uno también lo disfruta.


[1] “Cine de Poesía”, Pier Paolo Pasolini,1965, página 14

[2] “Cine de Poesía”, Pier Paolo Pasolini,1965, páginas 17-18

[3] “Cine de Poesía”, Pier Paolo Pasolini,1965, página 27