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Jim Jarmusch: Paterson (2016)

En el que tenemos una carga particular

Say it! Not ideas but in things. Mr.

Paterson has gone away

to rest and write. Inside the bus one sees

his thoughts sitting and standing. His

thoughts alight and scatter.

William Carlos Williams, Paterson

“Pierre Menard, autor del Quijote” (1941), uno de los cuentos más famosos del argentino Jorge Luis Borges, esboza a un críptico autor ficticio que se propone escribir la trasgresora novela de Cervantes. Según el narrador del cuento, Menard no pretende copiar el texto sino dejar que su experiencia de sujeto del siglo XX lo conduzca a esa historia (específicamente a lo acontecido en el capítulo XXXVIII de la Primera parte) para luego transcribirla. El resultado del ejercicio es el siguiente: “El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores; pero la ambigüedad es una riqueza)”. En efecto, se transcriben dos fragmentos –uno de Cervantes, otro de Menard– que son textualmente iguales, pero a la vez no lo son.

El cuento de Borges tergiversa un problema artístico conocido como “la angustia de las influencias”: ¿qué tan original puede llegar a ser una obra, si es que puede serla? Pierre Menard manifiesta que la autenticidad es, en últimas, un espejismo para llegar a la escritura literaria y, por ende, al arte. De igual forma, su Quijote es catalogado por sus lectores como una obra superior en comparación con el Quijote; Menard, a su vez, es considerado un autor más original que Cervantes porque por su contexto era improbable que interiorizara unos escenarios propios del siglo XVII. Es por eso que el narrador de “Pierre Menard, autor del Quijote” finaliza su investigación indicando que “Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas”.

La filmografía de Jim Jarmusch se caracteriza por el crudo realismo de sus diálogos. Sean cuales sean sus protagonistas –consumidores empedernidos de café, delincuentes, raperos samurái o vampiros rockeros– éstos conversarán con otros individuos hasta entablar conexiones perversamente cercanas a las de los espectadores con sus familiares, amigos o conocidos. Esta particularidad ha convertido a Jarmusch en uno de los directores independientes predilectos por la crítica; no obstante, esto también ahuyenta a su posible público o, peor aún, genera rechazo en quienes perciben algún grado de repetitividad entre sus filmes. No en vano se pueden trazar sin dificultad rasgos comunes entre Stranger than Paradise (1984), Mystery Train (1989), Coffee and Cigarettes (2003) y Broken Flowers (2005); todos ellos a su manera exhalan el tabaco de Jarmusch.

Paterson no es ajena a estos hilos estilísticos. En ella se siguen durante una semana los pasos de Paterson (Adam Driver), un conductor de bus de Paterson, Nueva Jersey, que en sus ratos libres escribe inspirado en varios libros, en particular Paterson de William Carlos Williams. El introvertido chofer aprovecha sus instantes de privacidad para escribir poemas que se basan en lo que observa o escucha y éstos, a su vez, capturan instantáneas de su vida común. En otros momentos, participa en limitadas conversaciones con su novia (¿o esposa?) Laura (Golshifteh Farahani), su barman Doc (Barry Shabaka Henley) y su colega conductor Donny (Rizwan Manji), entre otros.

La vida de Paterson es, en cierto grado, rutinaria: se levanta casi a la misma hora, cumple con su jornada de conducción, regresa a casa, comparte su día con Laura, saca a su perro Marvin[1] y bebe una cerveza con los otros clientes de Doc antes de regresar a casa. Cada día tiene su particularidad, pero éstas no interrumpen su programa habitual. Una falla mecánica de su autobús o un ataque armado de un romántico en ruinas (William Jackson Harper, el inconfundible Chidi de The Good Place) no quiebran sus quehaceres; es más, acontecimientos de esa índole sólo provocan en Paterson un pacífico deseo por regresar a la línea narrativa con la que se siente más cómodo.

Por esas razones se podría tildar a Paterson de ser vulgarmente corriente. Es posible que los espectadores que no conozcan otros filmes de Jarmusch sospechen de la tranquilidad del pueblo y sus habitantes; incluso, hay ángulos que recuerdan una escena célebre de Margaret (Kenneth Lonergan, 2011) en la que hay guiños a un fatídico accidente de tránsito. Pero no es el caso de este filme: en Paterson no hay grandes detonaciones ni clímax, ni siquiera hay premoniciones de un desenlace fatal como ocurren en otros filmes superficialmente tibios (véase Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles). Este universo convive en un eterno presente, tal como ocurre con la poesía de Paterson. Con esta premisa, se puede afirmar que Paterson es un buen ejemplo de un anti-filme, una narración que se niega a sí misma al anular el devenir de su tiempo. No todos los espectadores tienen la apertura para entrometerse en este pequeño cosmos.

A pesar de sus posibles detractores, Paterson es una hermosa oda a la vida cotidiana. Para muchos no hay méritos en calcar lo que se experimenta día a día en una ciudad relativamente desarrollada: para padecer el ennui moderno, basta con pertenecer a una rutina que produzca suficiente dinero para sobrevivir con ciertas comodidades. Aunque esa postura es válida, también hay arte en la plenitud de la sencillez. La poesía de William Carlos Williams, el autor que permea a este filme, fue en contravía de las expectativas de sus coetáneos de la primera mitad del siglo XX y su mal llamado Modernismo: ¿en un mundo en el que todo va tan deprisa, no es revolucionario detenerse a contemplar lo que nos rodea? Paterson funciona de la misma manera: ¿en una cartelera plagada de filmes de acción y una tecnología que desorienta a sus usuarios por su exceso, no valdría la pena hacer un alto en el camino?

Este filme, en esa vía, es asombrosamente literario. Hay bastantes símbolos que le recuerdan al espectador cómo el arte cinematográfico es un espejo de su autor (Jarmusch) que a su vez se hace analógico a la vida del espectador. No en vano la palabra Paterson alude a una multiplicidad. Además, casi todos los días aparecen gemelos de todas las edades: niños, adultos y abuelos. Superficialmente son iguales pero cada uno absorbe las propiedades del otro para darles un nuevo aliento; Paterson, como buen lector y guía, se percata de esos nimios detalles. Una niña poeta (Sterling Jerins) es un espejo tanto de su gemela como de Paterson, pero a su vez no pierde sus rasgos distintivos. Estas señales le recuerdan al conductor su misión escrituraria: impregnar sutilmente a diferentes objetos o emociones de su espíritu, con la hermosura con la que él los ve. En un universo tan pequeño, Paterson se diferencia de sus contemporáneos por hacer algo tan simple y complicado a la vez como lo es detenerse y reflexionar.

Los méritos literarios de Paterson también son explícitos. En un recorrido un pasajero lee Invisible Man de Ralph Ellison, una de las obras cumbres sobre la invisibilización social de los afroamericanos. La biblioteca personal de Paterson, además, cuenta con varios títulos sobre exploradores que se atrevieron a mirar diferente sus respectivos campos: una biografía de Lawrence de Arabia, varios tomos de la obra de David Foster Wallace, un volumen de poesía de Edgar Allan Poe, The New York Trilogy de Paul Auster y Save the Last Dance for Satan de Nick Tosches, entre otros. Sin embargo, sus dos guías son una antología de Williams (o Carlo William Carlos, como le llama Laura) y Lunch Poems de Frank O’Hara, uno de los discípulos directos de Williams y uno de las figuras más representativas de la que se conoce como la New York School of Poets[2]. En todo caso, Paterson no sólo lee poesía, él es poesía. Dudo que alguien más en este planeta cargue un retrato de Dante Alighieri en su lonchera.

Por consiguiente, fascina que por 119 minutos uno pueda adentrarse en la percepción de Paterson, en la gente que ama y en el amor que le retribuyen. Su relación con Laura, particularmente, manifiesta una comprensión absoluta y mutua a pesar de la escasez verbal. Ambos apoyan las añoranzas del otro incondicionalmente; entre más espontáneas, más se celebran. Son almas perdidas que, como intuyen la película que ven (y la canción), nadan en la misma pecera. Sea cual sea la excentricidad de Laura, allí estará Paterson acompañándola. La química entre Driver y Farahani es, a falta de una mejor palabra, conmovedora. Creería, incluso, que la interpretación del primero fue determinante para que Noah Bambach concibiera al Charlie de su Marriage Story[3].

En la película varios personajes se preguntan constantemente quién es la figura más importante de Paterson: ¿el boxeador Hurricane Carter?, ¿el comediante Lou Costello?,  ¿el poeta Allen Ginsberg?, ¿el prócer Alexander Hamilton?, ¿el rapero Fetty Wap?, ¿el mismo Williams? ¿Tal vez será alguno de los cameos como lo son el rapero Method Man o Kara Haywarth y Jared Gilman, la pareja ahora adolescente de Moonrise Kingdom? No hay respuestas únicas, sobre todo para Paterson. Por más que admire (o no) a estas figuras, él vive para sí mismo y para lo que captura en sus versos. Si bien su fotografía nunca aparecerá en el hall de la fama del bar, con que conserve el don de escribir y el hogar con Laura sentirá la plenitud de su vida.

No puedo asegurar que Jarmusch haya leído “Pierre Menard, autor del Quijote”, siquiera si haya leído a Borges. De lo que estoy convencido es que ambos artistas juegan con las vías en las que sus personajes perciben su mundo. Que Jarmusch haya escrito su Paterson es una grata casualidad direccionada. A su vez, Paterson no quiere emular a Williams ni rehacer el poemario Paterson; él quiere hacer su Paterson y declamar a partir de su experiencia cómo se configura su amada ciudad. Paterson puede ser cualquier cosmópolis occidental, pero nadie ve a su entorno con los mismos ojos. Ante todo, la escritura fluye eternamente y es deber de Paterson consignarla en una libreta; que llegue a escribir el Paterson de Williams es pura coincidencia.

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[1] Marvin es interpretado por el bulldog inglés Nellie. Su interpretación fue galardonada con el prestigioso Palm Dog en el Festival de Cannes.

[2] De hecho, otra colección de este último influenció la segunda temporada de Mad Men, otra pieza cultural que aborda el tedio como malestar y como fuente de inspiración. A su inicio, Don Draper recibe de un extraño una copia de Meditations in an Emergency y su lectura influye profundamente su manera de lidiar con su familia y su trabajo, especialmente su escape en California. De hecho, el último capítulo de dicha temporada recibe el mismo nombre.

[3] Esta afirmación, por cuestiones cronológicas, se hace con base en los trailers. En pocas semanas sabré si es cierta o no.

Chantal Akerman: Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975)

En el que el centro no resiste

The darkness drops again; but now I know
That twenty centuries of stony sleep
Were vexed to nightmare by a rocking cradle

Los versos citados pertenecen a “The Second Coming”, uno de los poemas más conocidos en lengua inglesa. Sus palabras, escritas en 1919 por el irlandés William Butler Yeats, entrelazan la expectativa redentora del Segundo Advenimiento de Cristo con el nacimiento de una abominación que usurpará la cuna beatífica; ante eso, la voz poética se pregunta cuál será la bestia que inevitablemente tomará las riendas de este quebrantado mundo. Los desoladores símbolos no sólo son el eje del poemario Michael Robartes and the Dancer, son una muestra de las imágenes más recurrentes de la modernidad: la incertidumbre por saber en qué momento el mal abandonará las vestiduras del bien y se manifestará como tal.

El lenguaje del poema de Yeats –aunque breve– incomoda a sus lectores y les hace preguntarse por todo aquello que es incontrolable y que, a falta de una ubicación temporal concreta, se enmarca en la noción de futuro. El afán por manipular lo inasible es, en gran medida, un despropósito, pero eso no evita que sacuda a quienes prevén que lo peor está por llegar y les dificulte la expresión de sus premoniciones. La experiencia cinematográfica, entre muchos otros, es un claro ejemplo: el celuloide ya está revelado y el espectador es sometido al ritmo de la narración, así esté de acuerdo con lo que se proyecte o no, así se identifique con los triunfos y derrotas de los protagonistas o no. Los filmes de suspenso y los thrillers son los que más despabilan la atmósfera maligna: ¿sobrevivirá el personaje?, ¿capturarán al criminal? Hay otros que, por el contrario, son más sutiles para avivar su propio apocalipsis. Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles es uno de los mejores exponentes del gradual despertar de un punto sin retorno.

La obra más reconocida de la directora belga Chantal Akerman recorre tres días de la vida de Jeanne Dielman (Delphine Seyrig), una mujer que se reparte entre su rol de cabeza de hogar y su trabajo como prostituta. Las 48 horas que componen el filme son enmarcadas por las visitas de un primer y un tercer cliente, los cuales acuden al lecho a pocos metros del comedor-cuarto habitado por su hijo adolescente Sylvain (Jan Decorte) justo antes de que éste llegue de sus estudios y entrenamientos. El filme, entonces, se caracteriza por recrear situaciones en tiempo real en las que se expone la cotidianidad de Jeanne: la limpieza de una vajilla, la desinfección de un baño, la preparación de un almuerzo, la compra de lana para un suéter. Todas estas labores son realizadas con la mayor economía lingüística posible: Jeanne a duras penas cruza palabras con Sylvain, mucho menos con su vecina, sus tenderos y sus usuarios. Además, la historia transcurre principalmente en el apartamento de los Dielman y sus diferentes ambientes que en las noches son golpeados por la interminable titilación de las luces de neón del Quai du Commerce: la cocina, la recámara principal, el baño, la sala-habitación y el pasillo principal.

A medida que los eventos avanzan, el milimétrico espectro rutinario de Jeanne es interrumpido por situaciones adversas: la pérdida de un botón, la sobrecocción de unas papas, la ocupación de su mesa favorita en un café. Estos detalles a primera vista no inquietan ni al espectador ni a la protagonista, a fin de cuentas son ocurrencias que podrían pasar en un día común. No obstante, Jeanne los recibe como golpes a su identidad y la transformación de su parsimonia es discretamente perceptible. La acumulación de tropiezos conducirá a Jeanne a tomar una impulsiva (¿o premeditada?) decisión que ineludiblemente alterará la monotonía a la que ha estado acostumbrada.

Se dice que cuando Akerman buscó financiamiento para el filme, promocionó su libreto como la narración de “un régimen riguroso construido alrededor de comida y sexo rutinario comercializado en la tarde”. En efecto, Jeanne Dielman… toma una gran parte de su narración para exponer el antes, el durante y el después de una cena, incluso con la copulación transaccional de por medio. Allí es donde el filme cobra sus matices más familiares: el espectador se identifica con la excepcional simpleza de Jeanne para satisfacer al menos el estómago de su hijo. Akerman afirmó en múltiples ocasiones que se inspiró en la cándida relación con su madre Natalia -una sobreviviente de Auschwitz que siempre apoyó incondicionalmente las inclinaciones artísticas de su hija- para crear a la serena protagonista de su filme. En esa vía, Jeanne representa a todas las madres, las que tenemos, las que tuvimos o las que somos: devotas a nuestra familia, entregadas en cuerpo y alma a alimentar a sus descendientes por las vías que sean necesarias. La preparación de unos vegetales al vapor o una milanesa son una fundamental muestra del amor de Jeanne hacia Sylvain; así tome todo el día organizarla, es la simbólica recompensa con la que la madre premia la dedicación académica de su hijo y le pide disculpas por sus limitaciones económicas. Cabe mencionar que si Sylvain se aleja de la cocina, es mejor para ambos: ni Jeanne ni ninguna madre quiere que sus allegados padezcan su maternidad; además, implicaría cohibirla de su espacio de mayor libertad.

Por más convencional que sea el lazo entre Jeanne y Sylvain y por más significativos (y ordinarios) que sean sus rituales alimenticios, hay fantasmas que perturban su orden y golpean ciertos umbrales. El principal es el espectro masculino: el esposo y padre falleció seis años atrás y los allegados de Jeanne conspiran para que ella busque un reemplazo antes de que sea muy tarde. Una carta de Fernande, aquella hermana lejana que encontró su ideal de familia en Canadá, despierta la inquietud en Sylvain: ¿hasta cuándo durará el duelo de su madre? Por otra parte, una vecina sin rostro le encomienda diariamente a su recién nacido mientras hace compras; esos minutos sirven para que Jeanne reviva su afección y desinterés por la posibilidad de un nuevo hijo. Tal vez uno de los momentos más intrigantes del filme ocurre cuando Dielman agarra al bebé en una ráfaga de afecto y éste gime sin ser posible identificar con claridad si lo hace por agrado o terror. En todo caso, Jeanne no titubea en sus andanzas y ahuyenta la figura conyugal que no necesita. Tal como ella afirma, acostarse con alguien independientemente de su físico (así haya sido su marido) es tan sólo un detalle; además, para qué desgastarse acostumbrándose a alguien de nuevo si ya tiene su vida establecida. Para bien y para mal, perfecta o no, es su vida y con eso se conforma. Lo que jamás tolerará será un error causado por cuenta propia.

Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles ha sido discutida en múltiples oportunidades por críticos de todas las inclinaciones posibles. No es para menos la fascinación que genera, pues es un filme que desafía las convenciones tradicionales del lenguaje cinematográfico técnico y narrativo. Mientras que en la década de los setenta una toma duraba en promedio 6 segundos, el filme de Akerman distribuye sus 193 minutos (o 198 o 201, dependiendo de la versión) en 223 cortes para un promedio de 52 segundos por cada uno. Igual, no se necesita una calculadora para percatarse de la mesura de la filmación y su pausado seguimiento de las ocupaciones de Jeanne. En ningún momento la cámara se desprende de su trípode para moverse a la par de la protagonista; ésta prorroga la cinta hasta que sea necesario un cambio de ángulo, así pasen cuatro o cinco minutos. Vincent Canby, uno de los críticos más emblemáticos del New York Times, planteó una acertada analogía al respecto: el lente se comporta como un perro, leal a su dueño, siempre dispuesto a atender cualquier llamado y, sobre todo, domesticado para bajar la mirada cuando una imagen lo molesta.

Aunque hay momentos en los que la paciencia de Jeanne es desbordada, ella jamás pierde la elegancia de sus pasos. Aunque no soy un experto en la filmografía de Delphine Seyrig (sólo la he visto en Le charme discret de la bourgeoisie de Luis Buñuel y sé que tiene un rol menor en L’année dernière à Marienbad de Alain Resnais), cuesta creer que hubiera una actriz más idónea para el rol. La longitud del filme puede llegar a incomodar al espectador; sin embargo, en un momento inexplicable éste se entregará a la expresividad que oculta el laconismo de Jeanne. Además, a medida que el cronómetro corra, se preguntará por su siguiente andanza y si será aquélla la oportunidad en la que rebosará su estoicismo. Esta incomodidad mantendrá su interés al máximo y es innegable la percepción de que algo no anda bien, que entre tanta discreción debe gestarse una furia titánica.

El filme tomó cinco semanas en ser filmado y fue realizado en orden cronológico para no perder la naturalidad de la armonía dislocada. Además, fue tal vez la primera película en ser filmada por un equipo de sólo mujeres. En conjunto Jeanne Dielman… ha recibido elogios tanto en su estreno (14 de mayo de 1975, durante la programación de la Noche de Directores del Festival de Cannes) como en la actualidad. Sin embargo, su impacto se ha intensificado con el pasar de los años. De hecho, gracias al movimiento #MeToo ha sido acogida como uno de los pilares cinematográficos de los círculos feministas y ha recibido atención mediática reciente por un par de listados digitales (uno de la BBC, otro de Indiewire) en la que es proclamada “la mejor película (extranjera) dirigida por una mujer”. Incluso se promociona como “la primera obra maestra de lo femenino en la historia del cine”[1]. Sea ésta la manera apropiada de ingresar al filme o no, es un reconocimiento adicional a la majestuosidad de la obra y a la lección de ritmo a la que subyuga a sus espectadores.

Se puede abrir el debate sobre si Jeanne es una heroína o una villana, cualquiera de las posturas es demostrable. Considero más adecuado conectarse de forma empática con su día a día y sentirla, no psicologizarla. A diferencia de un filme contemporáneo en el que se alaban los vínculos laborales y afectivos de una indígena mexica y los hijos de su patrona (Roma), Jeanne Dielman… no necesita de besos, abrazos y situaciones de riesgo con finales felices para que uno se conmueva. Basta con que a Jeanne se le caiga una cuchara para preguntarse qué estará haciendo nuestra madre en este momento o qué hubiera hecho ante ese percance. Si un filme genera que uno inmediatamente indague por sus seres queridos de forma genuina, es una proeza más que virtuosa. Chantal Akerman es una maestra para decir tanto con poco y los espectadores son vestigios de su hipnótica influencia.

En una de las interacciones, Jeanne le toma la lección a Sylvain: la memorización de “L’ennemi”, el décimo poema de Les fleurs du mal de Charles Baudelaire. Éste inicia con los versos “Ma jeunesse ne fut qu’un ténébreux orage,/Traversé çà et là par de brillants soleils” (“Mi juventud no fue sino un temporal oscuro,/Atravesado aquí y allá por soles brillantes”). El hijo, sin embargo, no ha practicado el lúgubre cierre del soneto: “— Ô douleur! ô douleur! Le Temps mange la vie,/Et l’obscur Ennemi qui nous ronge le coeur/Du sang que nous perdons croît et se fortifie!” (“-¡Oh, dolor! ¡oh, dolor! ¡El Tiempo devora la vida/Y el oscuro Enemigo que nos roñe el corazón/De la sangre que perdemos crece y se fortalece!”). Así como ocurre con las líneas de Yeats, estas palabras y el filme en conjunto anuncian el advenimiento de Jeanne. Una visita a un banco cerrado o la compra de una bolsa de papas repentinamente pasan a ser acciones crepitantes; “Things fall apart; the centre cannot hold”. Además, el predominante silencio se hace insoportable para que el volumen de los escasos diálogos se incremente gradualmente[2]. No se garantiza si la sed por la akrasia de Jeanne se satisface una vez finaliza la proyección. La única certeza es que permeará una mezcolanza de sensaciones. Pero a Jeanne poco le importará eso siempre y cuando estemos atrás de las fronteras de su cocina.

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[1] Esta afirmación ha sido adjudicada a la primerísima reseña del New York Times que, hasta donde internet lo permite, corresponde al escrito de Canby. Sin embargo, en ninguna parte aparecen dichas palabras. Además, en caso de ser cierto y que se haga referencia a otro texto (lo cual lo dudo), Jeanne Dielman… fue estrenada en Estados Unidos en 1983, ocho años después de su lanzamiento original. Por lo tanto, es bastante factible que en ese lapso de tiempo ya se hubiera regado la voz de su monumentalidad en el continente americano. En conclusión y a menos de que se demuestre lo contrario: un editor de Wikipedia ha esparcido un bonito pero falso señalamiento #fakenews

[2] A riesgo de hacer un planteamiento erróneo, me dio la sensación de que el francés con pronunciación flamenca de Jeanne y Sylvain es casi inaudible al inicio del filme pero hacia el final es sustancialmente más nítido. A lo mejor es un efecto conductista producto de la longitud del filme, sin embargo valdría la pena hacer una revisión de los volúmenes en la mezcla de sonido.

Paul Thomas Anderson: Phantom Thread (2017)

En el que nunca nos maldecirán

— Ho pensato di fabbricarmi da me un bel burattino di legno: ma un burattino maraviglioso, che sappia ballare, tirare di scherma e fare i salti mortali. Con questo burattino voglio girare il mondo, per buscarmi un tozzo di pane e un bicchier di vino: che ve ne pare?

Carlo Collodi (1983), La storia de un burattino. Pescia, Italia: Fondazione Nazionale Carlo Collodi.

El fragmento anterior hace parte de una de las fábulas más conocidas universalmente. En ella el maestro Ciliegia, un carpintero, encuentra un leño parlante que decide cederle a su temperamental amigo Polendina, también conocido como Geppetto. Con este tronco esculpe una marioneta a la cual le concederá el nombre de Pinocchio. Este homúnculo, para diversión de sus lectores, se enfrentará a diversas situaciones en las que debe demostrar si es un niño de verdad o simplemente una cabeza maciza de madera. Al final, como bien se sabe, una toma de postura de arrepentimiento le permite reivindicar sus travesuras y, por obra y gracia del Hada del cabello azur, su humanidad se materializa.

Al parecer la obra de Collodi es la historia secular más leída de la historia. Si esa afirmación es acertada o no, la nariz que no cesa de crecer, los consejos del Grillo Parlante y los desencuentros con el Zorro, el Gato y el terrible Tiburón son ejemplos universales para la formación moral de los niños. Además, la cultura popular se ha interesado en esta Bildungsroman por más de cien años e innumerables artistas la han recreado, unos de maneras más memorables que otras.

Ahora bien, el cine de esta década posiblemente será recordado como el del boom de las live-action. Recientemente el mercado se ha adaptado (por no decir “impuesto”) a las demandas de consumo millennials y las productoras ahora exprimen algunas gloriosas gallinas de huevos de oro tanto de su pertenencia como de la cultura popular. Si se dejan de lado los filmes de superhéroes, la taquilla global ha sido absorbida mayoritariamente por readaptaciones de ya exitosas películas infantiles bajo ópticas góticas/feministas/colonialistas. Aunque el pasado cuenta con sustanciales ejemplos de este tipo de reescrituras, este fenómeno nunca antes había infectado los teatros de manera tan amplia.

Éxitos recientes como Alice in Wonderland (2010), Maleficent (2014), Cinderella (2015), The Jungle Book (2016) y Beauty and the Beast (2017) y producciones venideras tales como Dumbo y The Lion King (2019), entre otras, confirman esta tendencia. El poder de influencia de Disney es, sin duda alguna, arrasador. Warner Bros., por supuesto, ha intentado absorber una parte de este exitoso patrón: filmes tales como Red Riding Hood (2011) y The Legend of Tarzan (2016) dan cuenta de su apropiación de ese modelo de negocios. Es por eso que durante años llevan fantaseando, al igual que la roedora corporación, en llevar a la pantalla grande una vez más la atemporalidad de las enseñanzas de Pinocho y compañía.

A principios de 2012 el estudio de Animaniacs anunció que adelantaba negociaciones con Tim Burton, Robert Downey Jr. y Bryan Fuller para perpetrar una extravagante reinterpretación de la fábula decimonónica. Aunque a los pocos meses esta cofradía se desbandó (Fuller prefirió responsabilizarse del piloto de Hannibal y Burton migró en dirección de Big Eyes y eventualmente hacia Miss Peregrine’s Home for Peculiar Children), el estudio se rehusó a desechar esta prometedora iniciativa. Además, al estar al tanto de la posible competitividad con otras versiones de Pinocchio[1], Warner no deseaba quedarse atrás y contrató a un guionista tras otro (Jane Goldman y Michael Mitnick, respectivamente) para mantener en vilo el proyecto; ninguno de sus esbozos, empero, prosperaron. Por esas razones, y al ver cómo su archirrival firmaba a reconocidos personajes de las altas esferas de Hollywood para sus producciones paralelas, Warner anunció en julio de 2015 el fichaje de un virtuoso titiritero para dominar esa colosal marioneta: Paul Thomas Anderson.

Los primeros reporteros no salían del asombro, pues pocos meses atrás Anderson había finalizado la gira promocional de Inherent Vice (y la secreta filmación de Junun) y ya estaba de nuevo en los tabloides cinéfilos. Además, no era el tipo de proyecto con el que se le pudiera asociar: nunca antes había realizado un filme remotamente dirigido al público infantil, ni siquiera al día de hoy. Para los escépticos, se sabe que él y Downey Jr. -el único sobreviviente de la triada original- son amigos cercanos[2] que durante años han intentado trabajar juntos y la obra de Collodi parecía ser una excusa apropiada. Un poco más adelante se precisó que para esa ocasión sólo había sido abordado para trabajar de guionista, no de director (Warner todavía mantenía la esperanza de que Burton retomara el proyecto).

No se sabe con certeza durante cuánto tiempo estuvo adscrito a Pinocchio, ni siquiera si fue una broma o no[3]. Lo que es un hecho es que estas declaraciones encubrieron sus otros proyectos: la producción de varios videos para los más recientes álbumes de Joanna Newsom y Radiohead (entre los cuales se encuentra el impecable “Daydreaming”) y el estreno de Junun. En ese sentido, el director siguió activo mientras que sus fanáticos seguían a la expectativa de ver la evolución de su Pinocchio. La noticias llegaron casi un año después, en junio de 2016. Sin embargo, no era el anuncio que se esperaba.

El magazín Variety dio a conocer la siguiente primicia: Anderson y Daniel Day-Lewis, la dupla artística inmortalizada por su trabajo en There Will Be Blood, planeaban un filme original. Esto llamó la atención por parte y parte: Day-Lewis reapareció (había mantenido un perfil bajo desde su Óscar por Lincoln en 2013) y Anderson despejaba las incógnitas relacionadas con su participación en la adaptación de la novela de Collodi, pues escribiría y dirigiría este nuevo proyecto. Adicionalmente la sinopsis preliminar del filme en cuestión era intrigante: una historia alrededor del mundo de la moda en la Nueva York de los años cincuenta. Más adelante se sabría díscolamente que esta idea surgió de un inocente comentario del compositor Jonny Greenwood, quien en un evento promocional de Inherent Vice le dijo a Anderson en tono burlesco que se parecía a Beau Brummell, el diseñador más icónico de la corte inglesa durante la primera mitad del siglo XIX.

Así no fuera mucha información, las expectativas se acrecentaron notablemente, pues la nueva colaboración de estos dos titanes auguraba el posible advenimiento de una nueva obra maestra. Unos meses más adelante -después de hacer otros videos para Radiohead y contribuir con un cameo en la serie Documentary Now! (el mockumentary de Fred Armisen, amigo de la familia vía Maya Rudolph)- Anderson estaba listo para comenzar su incursión en la haute couture, tanto en la investigación de la vida de figuras emblemáticas (Cristóbal Balenciaga y Charles James, principalmente) como en la escritura del guion. Además, de acuerdo con los conocidos parámetros de actuación metódica de Day-Lewis, éste se ejercitó en el arte de la confección, incluso al punto de crear una réplica exacta de una prenda de Balenciaga.

Las filmaciones comenzaron formalmente en enero de 2017 en Inglaterra, después de que Annapurna Pictures, Ghoulardi Films y Focus Features acordaran encargarse de la financiación y distribución del mismo. Para entonces se habían filtrado las primeras imágenes, una de ellas revelando el título del filme: Phantom Thread. También se confirmó que Lesley Manville (la musa de Mike Leigh) y Vicky Krieps (una prolífica pero poco conocida actriz) participarían en él. Esto corroboraría el notable cambio de dirección del proyecto, pues Anderson se enfocaría en una ambientación netamente europea, todo lo contrario a la California (y Nevada) que sitúa en sus filmes previos. Su música, además, sería orquestada de nuevo por el británico Greenwood, esta vez con unas composiciones de corte más clásico que sólo una figura de su talante podría concebir. Al igual que en los tres filmes previos de Anderson, el arreglista de Radiohead contaba con vía libre para producir armonías que recrearan las temáticas de la historia sin perder su marca personal sonora. El resultado, sin duda alguna, es descrestante.

Fuera de Anderson, hubo otro artista no-europeo de peso que se adhirió al proyecto: Mark Bridges. Para quienes no lo conocen, es un galardonado diseñador de vestuarios que ha creado icónicos disfraces para Barton Fink, Natural Born Killers, The Artist (por el cual le concedieron un Óscar) y The Fighter. Además, ha sido de los pocos individuos que han trabajado en todos los filmes de Anderson, incluso en Hard Eight. Si hay alguien a quién agradecerle por la visualización del libertinaje en patines de Dirk Diggler, Rollergirl y Amber Waves, de la rudeza prospectora de Daniel Plainview y de la candidez pasivoagresiva de Lancaster Dodd, Bridges merece todos estos elogios. Phantom Thread implicaría un reto mucho mayor para él, pues su trama se desprendería directamente de sus diseños.

Con el paso de los días el equipo técnico se percató de que Anderson también se había encargado (discretamente) de la dirección de fotografía del filme, descartando la participación de Robert Elswit, su colega recurrente que para entonces no estaba disponible. Con esa novedad, las grabaciones -más allá de la filtración de imágenes y la interrupción de londinenses curiosos en las locaciones- no tuvieron contratiempos y finalizaron en abril. Incluso Anderson tuvo tiempo para filmar paralelamente varios videos de la banda HAIM (incluyendo el mini-documental Valentine) mientras coordinaba la posproducción de Phantom Thread. De esa forma se acordó que ésta estuviera lista para ser lanzada en Navidad de ese mismo año.

El siguiente reporte agitó el creciente interés por el filme: en junio Day-Lewis anunció públicamente que después de Phantom Thread se retiraría de la actuación. Unas fuentes cercanas aseguraron que el filme lo impulsó a seguir descubriendo las maravillas de la alta costura y deseaba dedicarse a eso por el resto de sus días; otras, incluso Day-Lewis mismo, temían que la personificación lo había deprimido tanto que prefería no aparecer en pantalla de nuevo. Sea cual sea el devenir del actor, este anuncio advertía la vertiginosidad próxima a estrenarse. Nadie sospechaba que el rol de Vicky Krieps sería el responsable de ese padecimiento. Nadie sospechaba (ni sospecha, creo) el impacto que la historia de Pinocho tuvo en la sensibilidad de Anderson y, por consiguiente, de Day-Lewis y compañía.

Phantom Thread, situada en Londres a finales de la década de los cincuenta, es narrada desde el punto de vista de Alma Elson (Krieps), la única amante del modista Reynolds Woodcock (Day-Lewis) que ha logrado contrarrestar su temperamento y método de trabajo. Ella, una torpe y tímida camarera, conoció por accidente al inigualable diseñador en el restaurante en el cual atendía. El costurero a su vez fue impactado a primera vista por el físico de Alma; eventualmente corrobora sus sospechas y comprueba que ella cuenta con las medidas áureas para portar las más excelsos vestimentas. Su admiración mutua lleva a Reynolds a ofrecerle una posición irrechazable en su casa de modas: la exclusiva House of Woodcock.

Por el lado de Reynolds se sabe que sus creaciones son apetecidas por todas las esferas sociales europeas. Su elegante técnica es alabada por princesas y plebeyas, quienes añoran ser las mujeres del diseñador para que éste las cubra perpetuamente. El reconocimiento es válido: Reynolds es conocido por la descarga emocional que emite en cada una de sus creaciones, incluso al punto de ocultar piezas y mensajes personales entre sus finas costuras. Pocos saben, sin embargo, que estas obras son a costa de una apatía generalizada hacia la sociedad y, sobre todo, hacia las mujeres que lo desean o, como él lo ve, que desean arrebatarle su don. Esta descompensación la suple con un voraz apetito por una serie de alimentos específicos que contribuyen al dominio de su inasible perfeccionismo.

La única mujer que hasta entonces había tolerado sus procedimientos era Cyril (Manville), su hermana y único lazo familiar presente. A pesar de su distanciamiento verbal, ambos se acompañan y ella garantiza que el orden de su casa propicie la inspiración de Reynolds. Además, ella comprende la explosividad de su hermano porque conoce su raíz: su madre les enseñó las artes de la confección y administración y su muerte ha sido un golpe prácticamente irreparable para el modista. Por más leyendas que se difundan alrededor del estilo Reynolds, Cyril sabe que todas son desangradas por una irremplazable maternidad que pareciera que ninguna mujer (o alimento) puede suplir.

Por eso el encuentro entre Reynolds y Alma es sobrecogedor: sus primeras miradas reflejan esa curiosidad que despierta el uno por el otro. El amor de Alma por su señor -por su creador- se manifiesta en muestras de cariño, lealtad y gratitud por haberla elegido a ella, una humilde servidora, para vigorizar sus creaciones; el de Reynolds hacia su musa se exhibe en una prolífica racha de magistrales prendas para que ella las desfile. Esta prolífica relación, empero, no podía conservar una armonía pacífica por mucho tiempo: con el paso de los días su convivencia recae en una guerra de poderes entre las normas de la House of Woodcock y las amenazas que pretenden reorganizarla. En otras palabras, sus lazos de afecto comprometen la meticulosidad creativa de Reynolds y las convicciones de Alma.

Al ver este filme varias veces me he percatado que Phantom Thread es, en esencia, ese descartado guion de Pinocchio, uno que discretamente es embellecido por la enfermiza conexión entre Reynolds y Alma. El modista es Geppetto: un virtuoso pero obtuso artista que da vida para dominar a sus creaciones. Tal como si fuera Fausto o Pigmalión (otras referencias implícitas en Pinocchio), éste se enamora de sus obras hasta el punto de evitar que se transformen, hasta negarse a aceptar que puedan ser alguien más o de alguien más. A su vez, su aprendiz es Pinocho: esa burattina pérfida que elimina su ingenuidad al romper con los invisibles hilos que la someten. Ella se rehúsa a ser traída a la vida –así sea en el campo del diseño- sin explorar su potencial; ella, en cierta medida, también desea ser Geppetto. Anderson tiñe su obra de una elegante morbosidad, pues amo y esclava luchan por el dominio del otro mientras desfilan vestidos tras vestidos. He ahí el sentido de formación de Collodi: en la rebeldía y en las pulsiones se encuentran las particularidades de la educación humana.

Phantom Thread es la primera obra de Anderson que cuenta con una heroína central, lo cual la hace particularmente revoltosa dentro de su filmografía. Es cierto que la trayectoria de Day-Lewis engancha a los cinéfilos, pero la transformación de Vicky Krieps es la verdadera recompensa. Pinocho es un símbolo de la malsana dialéctica entre creador y musa, entre mito y habla. No sé exactamente qué pudo golpear a Day-Lewis para hacerlo aborrecer la actuación pero su síntoma general es plausible: Reynolds es una parodia del ego en el arte, una embestida a la torre de marfil. Si algunos espectadores encuentran semejanzas entre el diseñador ficticio y las vidas de otros modistas poco importa para apreciar el filme, lo que interesa es la apología a su desmitificación. Ocurre lo mismo con Lancaster Dodd en The Master: no hay que saber quién es L. Ron Hubbard para temer su carisma de predicador.

Alma, esa presencia perceptible pero incapturable[4], revela la fragilidad de los ídolos sin importar su tamaño. Ella no es Freddie Quell, pues sus motivaciones son más imponentes y, en cierta medida, indomables. Su teatralidad es tan natural que no cesa de irritar a Reynolds, quien creía que Alma se conformaría sólo con ser una extensión de su espíritu. Esta tergiversación es una sátira de la idiosincrasia, una que asombra por su silenciosa elegancia. Alma, en cierta medida, se revindica a sí misma con el sólo hecho de poner a Reynolds a dudar de sí mismo. El filme presentará más de una situación en la que esto potencia la admiración del uno por el otro y, por consiguiente, su amor fati. Cualquier semejanza con la realidad de una pareja moderna es pura coincidencia.

El filme es una de las más gratas sorpresas de la filmografía de Anderson, pues su contenido agarra desprevenidamente a sus espectadores. Antes de su estreno Phantom Thread parecía una obra cercana a There Will Be Blood; hay que darle crédito a su campaña de promoción (un tráiler laberíntico y un guiño a un afiche de Uwe Boll). Ahora, sin ánimo de coercer las sorpresas, se sabe que afortunadamente es más cercana a Punch-Drunk Love y que se sirve de un refinado sentido del humor. La ejecución de Anderson es impecable y, de nuevo, la triada Day-Lewis/Krieps/Manville asume la responsabilidad poética del filme de manera magistral. Es, sin titubeos, uno de esos filmes prácticamente inconcebible sin su reparto y sin el visionario que los ilumina.

Dudo que Phantom Thread permanezca en la conciencia colectiva como la obra más memorable del 2017. Espero que al menos se le conceda el crédito de ser recordada como una de las más arriesgadas. Aunque The Shape of Water, Get Out y Three Billboards Outside Ebbing, Missouri gocen de mayor popularidad inmediata, espero que el nuevo filme de Anderson sea reconocido por lo que es: una fábula para los tiempos modernos, una en la que Day-Lewis puede estar de frente y a los pies de la historia. Su recaudo en taquilla ha sido justo (en el sentido en el que no generó ni ganancias ni pérdidas), ha ganado algunos premios (dentro de los que se destaca el indiscutible Óscar a mejor diseño de vestuario) y el reconocimiento crítico ha sido amplio. No obstante, me extraña que no lo sea aún más; de hecho, es lamentable que la finura de Day-Lewis haya coincidido con las prótesis de Gary Oldman en Darkest Hour, pues este último se llevó la mayoría de los galardones. Es aún más deprimente que la genialidad del guion no haya recibido la atención merecida.

 Sin saber qué le deparará el futuro a la recepción de Phantom Thread, en este momento me gusta apreciarla por lo que es: una historia excepcional, una merecida despedida para Day-Lewis (si es que su anuncio llega a ser verdad), una apertura de puertas de Krieps para filmes de mayor divulgación en América y la confirmación de que Paul Thomas Anderson es el más grande cineasta de los últimos veinticinco años. Geppetto y Pinocho (¿y el Grillo Parlante?) han hecho una vez más una historia moralizante para todas las edades; una que, al igual que sus protagonistas, no parará de tejerse.

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[1] Paralelamente Disney y Guillermo Del Toro manifestaron su (re)interés en la novela de Collodi. A la fecha ninguna de estas propuestas ha oficializado su producción.

[2] Cfr. la propuesta original para Inherent Vice y la cercanía con su padre, Robert Downey Sr., en Boogie Nights.

[3] Recientemente en un Q&A señaló que la idea no estaba descartada del todo. El tiempo lo dirá…

[4] A un espectador angloparlante puede sorprender encontrar que Alma significa soul.

Douglas Sirk: Imitation Of Life (1959) y el Carácter Afirmativo de la Cultura

“Lo que antes tomaba lugar en el mundo de los reyes y príncipes ahora ha sido transportado al mundo de la burguesía.”[1]

Douglas Sirk

Imitation of Life comienza con una lluvia de diamantes que lentamente van cubriendo la pantalla mientras una orquesta de violines, violonchelos y la melódica voz de Earl Grant suenan en el fondo: “Qué es el amor sin la entrega? Sin amor sólo se vive una imitación, una imitación de la vida.” Es una frase descaradamente romántica, y dicta desde los créditos iniciales el tipo de filme que estamos a punto de presenciar, además del género al que pertenece. Un notorio éxito de taquilla que fue repudiado por la crítica en su estreno, el filme dirigido por Douglas Sirk es un claro ejemplo de melodrama al exaltar la emotividad e histrionismo de sus personajes y acentuar lo sórdido de la historia que les une. No obstante, es en su agenda (secretamente) social y filosófica que el filme verdaderamente es transgresivo e influencial, camuflada por su suntuoso lenguaje técnico y su pertenencia tanto a un género popular como a un contexto histórico característico por lo restrictivo políticamente: Imitation of Life adapta las ideas de Herbert Marcuse en su Acerca del Carácter Afirmativo de la Cultura en un largometraje superficialmente inofensivo pero en realidad brutalmente crítico tanto de la sociedad norteamericana y sus prejuicios, como de su preservación de la jerarquía social a través de la llamada cultura universal.

La historia sigue a dos madres y sus respectivas hijas: Lora Meredith (Lana Turner), una actriz aspirante que eventualmente obtiene la fama y riqueza que desea, su hija Susie (Sandra Dee) quien cae enamorada del futuro esposo de su madre, Annie (Juanita Moore), una mujer pobre y de raza negra que es recibida en casa de las Meredith junto a su resentida hija Sarah Jane (Susan Kohner), quien rechaza su raza (y tiene la piel lo suficientemente clara para pasar cómo blanca) y constantemente reprende a su madre. Apelando con frecuencia a la manipulación del espectador, la película trata en parte sobre las relaciones familiares, y las formas varias en que estas se tensionan y deterioran con el paso del tiempo y el egoísmo: Lora abandona a su hija por su carrera, Sarah Jane odia a su madre por su legado racial, Susie desea a su padrastro para sí misma y cómo venganza contra su ausente madre. El sufrimiento es la moneda común del género, y llevarlo a los extremos resulta particularmente provechoso para incitar una respuesta emocional más intensa de la audiencia.

Pero es en este uso de la exageración que el melodrama resulta verdaderamente fascinante, no sólo por el morbo humano al que apela, sino además por qué la brusquedad y falta de sutileza en su narración deja un amplio espacio para la subversión y la ironía (características ambas del melodrama crepuscular, hacia finales de los 50 e inicios de los 60). Sirk logra una producir una fuerte muestra de cine sensorial (lágrimas, risas) sin perder de vista su violenta crítica (problemas raciales, económicos) de la sociedad norteamericana de los 50s y de la condición humana en el siglo XX. “En el filme de Sirk es horrible ser negro en América, una pesadilla. La adolescente que trata pasar por blanca recuerda al judío que trata de pasar en la Alemania Nazi: en el momento en que sea descubierto no hay solución.”[2] Sirk, nacido en una Alemania que tuvo que abandonar en 1937 por sus afiliaciones políticas y por su esposa judía, encuentra en América problemáticas circundantes que claramente escapan del territorio, y que responden a un orden social basado en la superioridad relativa de unas personas frente a otras.

Aquel desbalance ocurre según Marcuse como herencia de la filosofía aristotélica, que divide el conocimiento en dos: “Hay una separación fundamental: entre lo necesario y útil por una parte, y lo “bello” por otra.”[3] En su adaptación y modificación de esta división crucial, la burguesía plantó los cimientos intelectuales de una sociedad donde se supone existe una “igualdad abstracta (que) era una de las condiciones del dominio de la burguesía que sería puesto en peligro en la medida en que se pasara de lo abstracto a lo concreto general.”[4] Esencialmente, lo que antes estaba dependiente de los valores supremos de la sociedad clásica ahora era dependiente de la “cultura universal”: “Sin distinción de sexo y de nacimiento, sin que interese su posición en el proceso de producción, todos los individuos tienen que someterse a los valores culturales. Tienen que incorporarlos en su vida, y dejar que ellos penetren e iluminen su existencia. “La civilización” recibe su alma de la cultura.”[5]

Esa aceptación de que la cultura determina, al contraponer el mundo espiritual y el mundo material, el rol de los individuos dentro del mundo y su finalidad última (sea esta tan solo obtener los necesario o disfrutar del placer y la verdad) es claramente representada en el filme de Sirk. Mientras la hermosa y caucásica Lora obtiene riquezas y éxito, y su mayor afronta es el desamor, Annie enfrenta desde el inicio de su vida un racismo incipiente y cruel que determina sus posibilidades laborales, intelectuales y sociales. Para Lora el cielo es el límite, literalmente convirtiéndose en una estrella de cine admirada por quienes le observan desde el firmamento; para Annie, ser su sirvienta es su mayor aspiración y honor. Ambas están atravesadas por la cultura norteamericana que tan solo unas décadas antes había erradicado la esclavitud y hasta el día de hoy mantiene el prejuicio racial como uno de sus mayores problemáticas.

La relación entre Annie y Lora funciona solo en términos de que ambas aceptan su rol en la cultura afirmativa: Cuando ambas se conocen, las dos tienen problemas de dinero y de amor. Y mientras ambas mujeres se reconocen como reflejo la una de la otra por ser madres solteras, las dos saben que el triunfo de las dos es dependiente de Lora (blanca, joven, hermosa), mientras Annie simplemente estará allí como su dependiente. La amistad de las dos crece con el tiempo, pero sus roles se mantienen iguales: Lora es la empleadora y Annie la Empleada: “La libre competencia enfrenta a los individuos como compradores y vendedores de trabajo. El carácter puramente abstracto al que han sido reducidos los hombres en sus relaciones sociales, se extiende también al manejo de los bienes ideales.”[6] Annie cría tanto a su hija como a la de Lora y es tanto confidente como conciencia de Lora, cuyo única labor es traer dinero a la incrementalmente opulenta mansión que ambas habitan.

Sus hijas, entonces, heredan tanto sus problemas como sus posiciones culturales y sociales: Susie eventualmente obtendrá toda la riqueza material que su madre amalgamó, pero también obtiene de ella su temperamento romántico y marcadamente elitista (pobreza espiritual), enamorándose de Steve (John Gavin), el futuro marido de su madre. Aquel es un problema que Sarah Jane añora, pero esta es enfrentada por las mismas limitaciones y agresiones que su madre: Sarah sale con un joven hombre blanco que le cree de su misma raza, y al ser descubierta como negra, es brutalmente golpeada en un callejón por salirse de su espacio cultural. Sarah resiente a su madre constantemente por su aceptación de aquel espacio, pero esta irónicamente es recipiente de una vida más apacible y cálida por aceptar su “lugar”. Sarah es castigada por su brecha de las reglas culturales de la peor manera, recibiendo tanto una pobreza del mundo material como del mundo espiritual, en el primero viéndose obligada a trabajar como bailarina exótica para obtener dinero y en el segundo colapsando emocionalmente en el funeral de su madre, a quien desea pedirle perdón en vida pero nunca lo logra.

Aprovechando de lleno la película Technicolor, Sirk (y su director de fotografía Russell Metty) causa que los tonos se saturen hasta crear una exuberante y asfixiante prisión de colores sólo liberados por los coreografiados movimientos de cámara, grúas que cuidadosa pero ágilmente capturan desde multitudes hasta rostros cerrados. Todo es sumamente expresivo en el mundo de los melodramas de Sirk, desde la música excesivamente operática (melodrama viene de música más drama) hasta los fondos falsos y la iluminación teatral. Pero nunca hay que olvidar que todo aquello que nos parece sensorial tiene siempre un propósito intelectual: “Las angulaciones son los pensamientos del director, la iluminación su filosofía.”[7]

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[1] Sirk en Sirk on Sirk, Viking Press, Nueva York, 1972, P. 94.

[2] Tag Gallagher en White Melodrama: Douglas Sirk en Senses of Cinema Edición 36, Senses of Cinema, Sidney, 2005

[3] Marcuse en Acerca del Carácter Afirmativo de la Cultura en Cultura y Sociedad, Ediciones Sur, Buenos Aires, 1970, P. 45

[4] Marcuse en Acerca del Carácter Afirmativo de la Cultura, P. 52

[5] Marcuse en Acerca del Carácter Afirmativo de la Cultura, P. 49

[6] Marcuse en Acerca del Carácter Afirmativo de la Cultura, P. 49

[7] Sirk en Sirk on Sirk, P. 40.

Mike Nichols: The Graduate (1967)

En el que observamos cómo se re-asientan las bases de generaciones venideras trilcemente.

Mi alacena es una porcina alcancía. Para abrirla, se debe martillar con la ingenua ilusión de una futura recomposición.

Hace siglo y medio la melancolía y el spleen eran la respuesta inmediata al por qué de la condición humana, la cual, asqueada por la superposición de sus creaciones sobre sí mismas y el fracaso de cualquiera de sus ideales de liberación, manifiesta sarcásticamente su decadencia mediante novedosas expresiones políticas, filosóficas y artísticas. Sin embargo, aún perseveraba discretamente la creencia de que era un mal de época pronto a agotar. Desafortunadamente, nuestros tiempos –tiempos de los que me abstengo de datar su surgimiento- detuvieron aquella desabrida gestación para practicarle cesárea, revelando así al abominable engendro que se alimenta de la fragilidad de la razón: la incertidumbre. Los famélicos sistemas de valores, las batallas que carecen de resoluciones y, sobre todo, la inexistencia de una luz guiadora son sus presas aledañas. La inminencia del estancamiento existencial desiste de considerar juicios cualitativos; el reconocimiento de nuestro sofocamiento castiga con severidad, y la perpetuación del qué-puedo-hacer es la sonrisa amarga con la que nuestros pensamientos reflejan sus condolencias. A veces quisiera creer que la incertidumbre no es el síntoma emblemático de esta era, pero la crisis de convenciones en la que estamos inmersos es tan profunda que nadie pretende ocultarla para evitar un innecesario acto de hipocresía extra.

Este y otros desvaríos pseudointelectuales me arrastran constantemente hacia “Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres” (“Über Sprache überhaupt und über die Sprache des Menschen”) de Walter Benjamin, aquel benditamente endemoniado ensayo por su corporeidad hídrica. Una de sus aristas encuentra en las creencias judeocristianas la justificación de la importancia de primer orden del lenguaje. Una de las dos versiones bíblicas de la Creación (Génesis 2:7) es interpretada de la siguiente manera: el hálito de Dios concede a una masa de barro la facultad del lenguaje, haciendo que ésta se eleve sobre todas las otras creaciones de la Naturaleza; sin embargo, el hombre se aleja del Paraíso y de su Árbol del Conocimiento cuando se apropia de esta cualidad para hacerla signo de juicio de valores externos a su amplitud. En términos menos confusos, se revela que la palabra es el don divino que se deterioró cuando el hombre se apropió de él sin ser consciente de su espíritu y lo rebajó a la abstracción, a que cada persona se sirviera del mismo indiscriminadamente para acomodarlo a su favor. A este egoísmo se le suma otro onírico pasaje: la caída de la Torre de Babel, la sepultura de cualquier futura pretensión por establecer una acertada comunicación entre los hombres. Desde allí el espíritu del lenguaje, aunque debilitado, lucha por el entendimiento, tanto de los hombres con la Naturaleza como entre sí.

Este agrietamiento, bello por su estilo, cruel por su ambigüedad, es una excelsa explicación a la opacidad de toda relación humana. Es más poético, más aliviante culpar de nuestros desencuentros a una ancestral maldición. Sin embargo, a falta de dichos paralelismos comunicativos, debemos conformarnos con sus remanentes. Todos los hombres se hermanan en la confusión que eufémicamente tildamos de pasión. ¿No es, acaso, el apasionamiento un espejismo de eternidad? ¿No es la pasión más que impulsos, un ejemplo más de fear in a handful of dust[1]? Esta fuerza vital diluye momentáneamente a la duda ya que, independientemente de que se accione o no, se valida una preferencia al reconocer un deseo latente. Las inquietudes se desprenden de lo ajeno al pequeño universo que se conforma en la pasión, de miríadas de puntos de vista (inestables, egocéntricos por definición) que se tornan críticos, incluyendo al del implicado. Éste funciona como fuerza centrífuga, donde el centro (el objeto de deseo) y su extremo (el sujeto que desea) penden de una delgada línea (el deseo en sí) que recubre ilusoriamente un abominable vacío con aquel enérgico movimiento giratorio; a su vez, repele hacia afuera todo aquello que se niega a convivir bajo la máquina, toda viruta de la insatisfacción. Si centro y extremo entran en contacto, la máquina eventualmente colapsará; si el extremo no despercude lo suficiente, no hay razón para que siga operando[2].

The Graduate es una de estas máquinas, tal vez la más perfecta jamás creada al servicio del arte.

Todo inicia con Buck Henry, Calder Willingham, (guionista de “Paths of Glory”) y Mike Nichols (cierto novato cineasta, acreedor de cierto reconocimiento por cierta ópera prima titulada “Who’s Afraid of Virginia Woolf?”) y su curiosidad por una deplorable novela de 1963. Su autor, Charles Webb, exorcizó en doscientas sesenta páginas del más ínfimo estilo el más retorcido de sus fetiches (recuerden, es Estados Unidos en 1963, no Francia a finales del siglo XIX): un inverosímil triángulo amoroso entre vecino, vecina y primogénita de vecina. Dustin Hoffmann, Anne Bancroft y Katharine Ross fueron elegidos para encarnar semejante insensatez. Aquel ávido equipo de trabajo iniciaría la laboriosa proeza de exteriorizar qué fue aquello tan revelador que percibieron en tan lamentable novela. A partir de ese instante, todo fue magia.

Breve reminiscencia: mi madre y yo solíamos visitar al extinto Betatonio de la Séptima con 60 para rentar VHS; cuando me encontré por primera vez con la borrosa copia de “El graduado” y leí su reseña, reí con la capacidad de exageración que sólo poseen los preadolescentes. Mi madre me dijo que me calmara, que en verdad era una buena película. Un año más tarde, creo, esas carcajadas se traducirían en lamentos y angustias. Cuán equivocado estaba.

Los dieciséis pasos del cortejo sexual – Paso # 1.

El filme abre con la llegada de Benjamin Braddock al aeropuerto y su inmediata participación en una celebración a su nombre y a sus logros. Su fatiga y reciente liberación de la opresión académica muta en lujuria ante los explícitos guiños de Mrs. Robinson; candoroso, acude intuitivamente hacia ella, confiado de que inaugurarse sexualmente con su vecina y esposa del socio jurídico de su padre y someterse a sus servicios sin cruzar palabra alguna no causará daño alguno. ¿No es esta la paz interior que todo fatalista graduado añora? Sin embargo, una minúscula querencia social se interpone entre en la cándida relación (m)hotelera: los Braddock y Mr. Robinson planean aparear a como dé lugar a Ben con Elaine Robinson para estrechar los únicos lazos sueltos. El próximo advenimiento de la delfina Robinson acciona a Ben hacia lo impensable, quebrando a su paso la rutina masoquista[3]: pronunciar palabras. El giro de deseo se detiene abruptamente cuando hay un primer intento fallido por entablar un diálogo y son concientes de que son niño y madre, que deben perpetuar la copulación y el silencio para que su unión perdure a costa de fragmentarse en más pedazos entre más tautológica se reconoce a sí misma la relación. Lamentablemente, este juego de espejos rotos es tan inestable como inasible. Y Elaine llega.

El espectador, por desprevenido que sea, jamás encontrará acá triángulo amoroso. Nichols es ese escaso genio que conoce a cabalidad el gran misterio de la psique de nuestros tiempos, que a su vez fue mayor descubrimiento de la década de los 60: uno ama en la otra persona, no a. Marcel Proust ya lo había anunciado en En busca del tiempo perdido con mayor ambigüedad[4]; The Graduate astutamente dilata a la incomunicación bajo la máscara de la ingenuidad. La película transcurre como una cita de juegos entre niños caprichosos, donde todos creen que someten a los otros. Benjamin, que está un-poco-preocupado-acerca-de-su-futuro, toma las riendas de su vida a través de pataletas cada vez más audibles. Ese lamento existencial es la imposibilidad de amarse a sí mismo en Mrs. Robinson y en Elaine. Lo mismo ocurre con las Robinson, quienes exponen arquetípicamente las inconsistencias de dos generaciones opuestas: una ilusoria y otra ilusoria sobre la desilusión.

Ahora, ¿se puede seguir creyendo inocentemente que es sólo una película que emblemáticamente clausura la turbulenta década de los 60?

April Come She Will”, mi composición favorita del aclamado dúo Simon & Garfunkel, termina con los versos “September, I’ll remember/a love once new has grown old”. Aceptar que el deseo se despliega, que muere, vive y nace de nuevo sin control alguno es doloroso, pero lo es aún más no aceptarlo. No quiero saber cómo termina la historia, no me interesa saber qué ocurre una vez el bus municipal se detiene en su última parada, aunque a otras personas sí[5]. Prefiero conservar esa última instantánea de una pareja recién desenmascarada. El golpe –y qué golpe- trasciende lo simbólico porque es un terror real; Ben y Elaine deben revolucionar ese vacío antes de que los devore la estropeada máquina. Con toda seguridad los devorará; sin embargo su reconocimiento les brindará mayor tranquilidad y tal vez más tiempo. Esta epifanía final es el llamado final al espectador. Todos deben admitir la querella contemporánea y aprender a aceptar que ese residuo de entendimiento sigue siendo entendimiento, por inferior que sea.

¿No es la pasión la única comunicación tangible? Si se reconoce sólo como medio y no como red, sí. Además, no sólo hay pasión sexual. El mal necesario de los románticos tardíos, por ejemplo, es acudir al Absoluto así sepan de entrada que no existe; su placer consiste en esa falsa búsqueda[6]. Nichols puede dormir tranquilo porque sabe que entre tantas trampas falsas nos ofreció una luz guiadora para enfrentar a esta catástrofe, a esta certeza de la incertidumbre.

Nos corresponde a nosotros actuar como Tiresias: ser profetas de lo que ya pasó, porque seguirá pasando.


[1] T.S. Eliot, “The Waste Land”. El célebre poeta reconoce la dificultad de superar nuestras crisis como humanidad puesto que todo es un conjunto de imágenes rotas.

[2] Espero que Jacques Lacan me apoye desde el Estigio por mi osado símil (¿no es éste acaso el frágil paso en el que todo lo Real recae en lo Imaginario?).

[3] Es reveladora la diferencia que señala Lacan: “El sadismo es para el padre, el masoquismo es para el hijo” (Seminario 23: el sympthome).

[4] Con la cabeza agachada confieso que sólo he leído “Por el camino de Swann” y “Tiempo recobrado”. Aun así, encuentro suficientes elementos en este último volumen para justificar que Marcel llega a la madurez comprendiendo que debe ser a pesar de Albertine y de Gilberta.

[5] El despiadado Webb se atrevió a escribir Home School. No me cargaré con la úlcera que implica su explicación.

[6] San Martín Bueno, mártir de Miguel de Unamuno es un excelente ejemplo de esta causa perdida.

Erich von Stroheim: Merry-Go-Round (1923)

A lo largo de este fructífero viaje, que cruza una década de ingeniosa realización cinematográfica, nos hemos dado cuenta de lo preciadas que resultaban las libertades creativas en los inicios del sistema de estudio, el cual imperó en Hollywood hasta la llegada de los grandes conglomerados de la información. Directores diligentes y comercialmente llamativos fueron dotados de rienda suelta para que ordenaran sus placeres y fantasías visuales sobre el plató, y en algunos casos (como en el del genial y venerable Victor Sjöstrom) estas libertades pagaban su cuota, posibilitando el carácter cíclico del proceso; en otros casos, como en el de nuestro infortunado austríaco, los estudios no confiaron en las capacidades (e inevitables excentricidades) expuestas, e hicieron lo posible por dejar la obra lo más blanda y genérica posible, lo que se traducía en una recepción tibia del público. Mala suerte.

Universal todavía tenía que prestarle las claquetas a von Stroheim, su contrato seguía en vigencia, y, aunque Foolish Wives le reportó jugosas ganancias, su reputación como director estaba erosionada en el estudio; Carl Laemmle se las había arreglado para dejar al joven Irving Thalberg como centinela del costoso y rebelde director, en una posición de autoridad difícil de rebatir, y este último tendría una experiencia de vida que le ayudaría en su desarrollo como futuro productor y mogul de la industria. Con muy poco tiempo de diferencia, von Stroheim decide empezar un nuevo relato de nobleza, mentiras, marchas nupciales y odio, odio sanguinario y virulento hacia la humanidad.

“Trato básico a la servidumbre.”

Lo que va a continuación me resulta muy difícil de escribir, debido a que por los mismos excesos y lujos con los que von Stroheim estaba dotando a su nueva película, tuvo que ser reemplazado por Rupert Julian, nadie menos ‘apropiado’ para esta labor que el director y protagonista de The Kaiser, the Beast of Berlin (1918). El problema en concreto es que el producto final, que presuntamente fue re-filmado casi que por completo tras el despido del director original, no es para nada malo, mezclando la majestuosidad visual que ya hemos visto junto con un guión escrito por/para un sociópata, cuyas proezas serán marcadas con un número y negrilla. ¿De quién es qué? Como primera pregunta es apenas ideal. Veremos si lo podemos descubrir.

El argumento es más bien clásico en el sentido Stroheimiano, con unas ligeras variaciones. Los créditos iniciales nos muestran un carrusel, eje temático que no hay que perder de vista, al parecer dirigido por el mismísimo Satán o una criatura mitológica afín al Hombre de Hierro que surgiría después en The Wedding March. Placenteramente pasamos a la fastuosa y elegante Viena de preguerra, las arcas de la corona y las líneas de mando están rebosantes, por lo que la nobleza vive su mejor momento, y ocasionalmente alguna que otra madre se suicida arrojándose de un puente, frente a su hijo (1). El emperador Franz-Joseph (interpretado por Anton Vaverka) tiene como ayuda de cámara y chamberlán al protagonista de esta historia, Conde Franz Maximilian von Hohenegg, capitán de la 6ª de Dragoneros Imperiales y Reales (Interpretado por Eri… Digo, Norman Kerry), quien está comprometido con la Condesa Gisella von Steinbruck (Dorothy Wallace) y esta, a su vez, es hija del anónimo y benevolente Ministro de Guerra (Spottiswoode Aitken).

Como inicio, es bastante cómodo y común. Gisella es una mujer dedicada a sus pasatiempos nobiliarios, tales como cabalgar y reclinarse ociosamente en una silla poltrona, pero Hohenegg no parece muy interesado o dedicado en ella, y de hecho no parece interesado en absolutamente nada, su vida pasa frente a sus ojos con mayor o menor desidia, sin notar siquiera que su propio doberman se baña en su tina. La primera noche diegética él cancela una cita con Gisella para poder salir con unos amigos y amigas a pasear al Prater, de acuerdo a los intertítulos, ‘El Coney Island de Viena’. ¡Tiene una noria enorme! Pero no vemos que alguien la use a lo largo de las dos horas de argumento.

Creo que ya hemos visto a este personaje en más de una ocasión.

De acuerdo a mis fuentes, es aquí donde acaba lo que filmó von Stroheim y empieza el trabajo de Rupert Julian. Las cosas no cambian mucho a lo largo de ese camino, dicho sea de paso.

Ya en el Prater, Hohenegg ‘prueba suerte’ en la galería de tiro al blanco y, como es de esperarse de alguien con su formación militar, halla una fácil victoria por la que obtiene de regalo dos muñecos, una cortesana y un soldadito. Llegan brevemente a los dominios de Schani Huber (George Siegmann, también conocido como “Sylas Lynch, el malvado político negro de The Birth of a Nation”), un hombre de porte recio que cuenta a su disposición con una joven organillera, Agnes Urban (la bella Mary Philbin), su padre el titiritero Sylvester (Cesare Gravina, parte del dream team de este director) y mantiene una relación altamente conflictiva con su rival Aurora Rossreiter (Lillian Sylvester) y los empleados de esta, el jorobado Bartholomew (George Hackathorne), de quien cabe anotar que se halla enamorado de Agnes. Bartholomew es amigo de un orangután, esto es relevante para el argumento, que hasta ahora parece ser bastante enredado y he querido mitigar esa sensación al máximo; mas, es así como la película los expone a todos… Claro, a través de unos intertítulos delicadamente ornados. Ya en Huber’s, la feliz comitiva de adinerados se monta al carrusel, todos excepto Hohenegg, que queda prendado de Agnes a primera vista.

Con mucho panache y seguridad personal, el Conde se acerca a la pobre organillera y empieza a coquetearle, obteniendo una respuesta más o menos favorable de parte de ella. Temiendo el recelo que los menos favorecidos le puedan tener a la población estúpidamente acaudalada, Hohenegg esconde su identidad imperial (va vestido de civil, por fortuna) y se presenta como Franz Meier, vendedor acorbatado. A manera de despedida le regala el muñeco del soldadito que recién acabó de ganar, y se retira con su cliqué de gente muy bien vestida, sin que Agnes note lo extraño que pueda ser eso. Ella se queda envuelta en suspiros, y Huber no tarda en instarla a trabajar de nuevo, y mientras la observa sonriente agarra el muñeco para arrojarlo súbitamente al suelo, destrozándole la cabeza (2). Nada más salir de la tienda donde está el carrusel, Huber ve a Bartholomew trabajando y lo lanza al suelo, pisoteándolo ante sus clientes (3), ganándose el rencor del jorobado y su orangután. No mucho después Sylvester y Agnes se enteran que la Sra. Urban está gravemente enferma, y le solicitan permiso a Huber para ir a verla; éste le da luz verde al pobre hombre, y a Agnes le hace zancadilla y, antes de caer, la intenta besar (4). Ahh, así es, no se toman muchas escenas para revelarnos que este hombre es un puto bastardo, al que no se le ha dificultado romper numerosas barreras prediseñadas en los melodramas; a su mujer (Dale Fuller, otra pieza básica en el equipo de von Stroheim) la mantiene a punta de mendrugos y diminutas tajadas de salchichón, y eso es suave en comparación con lo demás.

Pies, ¿Será un plano originalmente ideado por Rupert Julian? No lo creo.

En realidad, la película invierte buena parte de su tiempo manifestando lo horrendo que es Huber como ser humano, ya sea pisando a Agnes mientras le pide que sonría (5), evitando que ella y su padre asistan a los últimos momentos de vida de la Sra. Urban (6), o bien empleando un arnés con una cuerda amarrada para latiguear a Agnes dentro del carrusel (7). Sylvester logra salvarla, pero es envíado a prisión, lo cual manda la atención nuevamente a Hohenegg, quien llevaba mucho tiempo sin aparecer en pantalla. A partir de este punto es que el ritmo de la narración acelera, y tras una escena con una orgía (no es la primera película de von Stroheim que tiene una, y es claro que tampoco la última) la fachada de Franz Meier se vuelve cada vez más discutible, involucrando a más personajes y eventualmente llevando a un desenlace que, aunque esperado, se lleva a cabo en circunstancias altamente extravagantes. En cuanto a Huber, no es una sorpresa para nadie que la Parca lo encuentre antes de la resolución del conflicto principal, pero diría que lo interesante acá es cómo se desarrolla su muerte.

En materia técnica, esta película no está menos cargada de proezas que las obras anteriores, y realmente es una lástima el cambio de dirección, porque el equipo en sí está configurado especialmente para von Stroheim. En fotografía están Ben Reynolds y William H. Daniels, de cuyas maravillas ya me he explayado en otros artículos, y el arte es responsabilidad de Richard Day (con quien trabajaría en Greed) y el director en persona, lo que le dejó a Rupert Julian un elenco muy bien vestido y registrado, con el fin de armar el extraño y convulsionado romance que vemos en calidad de producto final. Curiosamente varios de los planos e ideas que vemos en la ejecución ya figuraban en las obras de von Stroheim, o bien, aparecerían después con un mayor refinamiento y estilo, dentro de su ocaso dorado de 1925-28. Atribuirle la autoría del contenido a Julian me resulta oprobioso, tras haber visto el resto de la obra del austríaco, aunque el tono de la película efectivamente difiere de obras como Foolish Wives y The Wedding March, dotadas estas de más cinismo y ambigüedad en los protagonistas.

Debo atribuirle la existencia de Huber a Julian: un psicópata depravado como pocos en el cine mudo.

Louis Germonprez es fiel a sus labores como asistente de dirección, y siendo alguien que ya venía agarrando la vena del maestro austríaco, es posible ver el tono desteatralizado en la mayoría de personajes, a excepción de circunstancias muy puntuales, tales como las escenas más altas de Agnes, un personaje con una emotividad discutible. Por otro lado, debo acotar en que la vinculación entre von Stroheim y Norman Kerry fue tan fuerte que aquel quiso involucrarlo en muchos de sus proyectos futuros, infortunadamente sin éxito alguno. Si ha habido alguien que represente el ideal de elegante bastardo plasmado por el director, aparte de sí mismo, no hay duda de que ha sido Kerry a lo largo de esta hora con 53 minutos.

Pasarían más de dos años hasta retornar a este género particular, ya que la obra que vendría a continuación sería una adaptación memorable, recordada como el “Santo Grial de la Cinematografía”. Así es, me refiero a la imponente y mítica Greed. En cuanto a Merry-Go-Round, el cambio de dirección no sólo la ocultaría más (en retrospectiva) del conocimiento público, sino que, por alguna razón, la convirtió en la película existente de von Stroheim más difícil de conseguir de todas. Una buena copia de VHS ha hecho lo suyo en este caso, pero recomendaría que si la ven por ahí le den una merecida oportunidad.

Erich von Stroheim: Queen Kelly (1932)

Hemos llegado, finalmente, a la triste e inmerecida despedida del legado que hemos estado observando durante casi todo un año, a lo largo del cual hemos presenciado la evolución del estilo de ese falso noble y carismático actor/director que es von Stroheim, inmortalizado y perdido en sus obras fragmentadas.

Su pasión por convertir pequeños romances en obras de arte inició en Blind Husbands (1919) y fue perfeccionad0 a lo largo de la desaparecida The Devil’s Passkey (1920) y Foolish Wives (1922), que podría ser vista como la revancha de Erich von Steuben tras regresar del Infierno al que fue arrojado desde el Monte Cristallo, con el fin de seguir seduciendo mujeres a través de la militaria y los placeres del juego. Este juego del hombre que aún rodeado de riqueza es auténticamente miserable se prolongaría por tres cuatro entregas adicionales, una de ellas perdida para siempre en las llamas implacables del nitrato de celulosa: aquella obra olvidada que se conoce como Merry-Go-Round (1923), la muy bien lograda The Merry Widow (1925), seguida de la espectacular The Wedding March (1928) y su secuela The Honeymoon (1928).

Curiosamente, hay dos películas que no guardan una relación tan estrecha con las anteriores, a pesar de compartir ciertos aspectos en materia de reparto y marco espacial. Me refiero (como nuestros estimados lectores ya habrán adivinado) a aquella obra cumbre, Greed (1924) y a una de las pocas obras de la época que ha permeado con sonoridad (en un arraigo de sentidos) a través de la cultura popular contemporánea, The Great Gabbo (1928). El eje de este binomio es algo que me precio de describir como la evaluación y deconstrucción de los valores humanos al ser puestos bajo situaciones de extrema deprivación emocional, e independientemente del carisma de los ‘protagonistas’ de toda la filmografía ya mencionada, usualmente anti-héroes de carácter byroniano, es en estas dos donde vemos que al final, todo está perdido para ellos.

Especialmente si insisten en utilizar uniformes prusianos.

¿De qué va todo lo anterior? ¿Es acaso una treta mía para cumplir con una cuota de miles de palabras? Queden bien advertidos todos, que tras la revisión de una obra tan extensa y con unos lineamientos morales más o menos definidos, se esperaría que la obra madura fuese un producto consecuente y muy bien desarrollado frente a todo lo anterior; es mi hora de negar con la cabeza, y explicar lo que viene a continuación.

Para von Stroheim, su único trabajo sonoro resultó ser otro motivo de despido e infuria con el puesto de la dirección, gracias a los desacuerdos que nunca faltaron entre él y James Cruze. Tras un prolífico año en el que había estrenado tres películas, los caminos del director y la diva del cine mudo Gloria Swanson se unieron como estrellas en un sistema binario, creando inicialmente un esplendor de proporciones astronómicas gracias a los fondos otorgados por Joseph Kennedy (pater familias de la célebre e infortunada dinastía estadounidense); eventualmente, como cualquier persona que tenga conocimientos en física podría haberlo adivinado, esta unión de fuerzas llevó a una desastroza ruptura y sentó la marca del final de una carrera prometedora.

El argumento es algo simple si se conocen los patrones de las películas analizadas anteriormente, pero antes, tendré que explayarme un poco en ciertos aspectos muy puntuales: nos encontramos en una región ya-no-tan-fantástica de Europa central con semblanzas y matices que se inclinan a lo prusiano, Kronberg, posiblemente basada en Kronberg im Taunus, un pequeño y próspero pueblo ubicado en el estado de Hesse, en el centro de Alemania. A la cabeza de este sitio se encuentra la despótica reina Regina V (Seena Owen, poderosa y con un muy buen papel), nombre que en italiano traduce directamente a “Reina” y nos invita a pensar que alguien no estaba muy concentrado cuando escribió esta historia; la reina Reina es la prometida del príncipe Wolfram (interpretado por Walter Byron, un actor usualmente de reparto) quien resulta ser la mezcolanza de toda la ruindad y vileza hallada tanto en el Príncipe Danilo de Monteblanco como en Sergius Karamzin el ruso, más una pizca de abuso sexual.

Clásico.

La impetuosa Regina desea contraer matrimonio con Wolfram, a pesar de la conducta reprochable de éste y sus arribos al palacio imperial con la desfachatez de un beodo. Durante una procesión militar cuya explicación se me escapa de las manos, Wolfram se topa con otra pasarela, esta vez de novicias de un convento, y posa sus ojos sobre una de ellas, posiblemente la de aspecto menos inocente, Kitty Kelly (¡Gloria Swanson!); aquel emplea un modus operandi similar al de von Wildeliebe-Rauffenburg, y así como ando arrojando referencias por doquier en espera de que ya hayan leído los artículos anteriores (que para eso son), Wolfram se empecina en coquetear con la notable novicia. Los caminos de ambos se separan, pero el príncipe no queda satisfecho con tan nimio encuentro y, displicente a las atenciones de la reina, prefiere emprender una gesta de atronador subtexto con el fin de secuestrar a Kelly y llevarla a sus dominios.

Kelly no tarda mucho en desarrollar un síndrome de Estocolmo por su captor, aproximadamente media hora de metraje y tiempo diegético por igual, y cuando los dos finalmente pueden entregarse a las delicias de la carne, son sorprendidos por una Regina que arde en la furia de un balrog de J. R. R. Tolkien, látigo en mano incluido, dispuesta a exiliar a la invasora. Kelly, sintiéndose despojada de toda virtud o entrega a una causa reconocible, decide suicidarse tras ver una imagen de la Virgen María, en un posible guiño a la “Vendedora de Cerillas” de Hans Christian Andersen; para su infortunio, es rescatada de las aguas a las que se había arrojado y emprende la huída al África germana, donde contraerá nupcias con el enfermizo dueño de una plantación (Tully Marshall, reiterando el papel de sádico acaudalado) y será posteriormente conocida como La Reina Kelly, preparando su regreso a Kronberg.

“No he olvidado nada de lo sucedido, un reflejo espectral de sus fechorías me ha estado acompañando.”

De vuelta a las desgracias de la realidad, es menester hacer notar que ese último trozo que narré es lo que se esperaría ver en una película cuya duración estimada sería de 5 horas, pero el producto final es una mofa a la paciencia del espectador. Habiendo rodado de manera más o menos cronológica, von Stroheim fue despedido un tiempo después de haber iniciado las secuencias del África, dados los roces con la productora y actriz protagónica que ya se mencionaron. Arreglándoselas como pudo, Swanson intentó amarrar con un cordel el trozo de argumento que había hasta ese momento y lo consideró una jornada completa, logrando exponer el producto finalizado en Europa tras 3 años de litigios (la película originalmente sería distribuida en el 2009); von Stroheim, por otro lado, conservaba parte de los derechos de la obra, por lo que impidió a toda costa que esta fuese expuesta al público americano mientras estuvo con vida.

La película ganó notoriedad por todos los inconvenientes que rodearon su producción, pero esta serie de accidentes no implicaron el éxito del producto cinematográfico en sí que, al ser enteramente silente en una época con sonido estandarizado, no recibió el aprecio de la crítica ni el público en general. Como los más ávidos lo habrán notado, esto genera sus ecos en una de las magníficas obras maestras del versátil Billy Wilder, Sunset Boulevard (1950), cuando el personaje de Norma Desmond (interpretado por la mismísima Swanson) comenta que el cine sonoro reduce la potencialidad del actor para poner de manifiesto su rostro, la tarjeta de reconocimiento en la era muda. En sus propias palabras, “We didn’t need dialogue. We had faces!“.

And faces they had!

Escarbando el fondo del barril de la ironía, notamos que es en esa misma película que nos muestran extractos de la vida de Desmond como actriz, y en la infame escena de la proyección es posible distinguir escenas de Queen Kelly, aún con el veto impuesto por el hombre detrás del papel de Max von Mayerling -mayordomo extraordinarie-, nadie más que Erich von Stroheim.

Queda pues, de nuevo velado en el misterio lo que habría podido ser esta obra, contando el director con un equipo de lujo en cada departamento: en asistencia no podía estar nadie más que el confiable Louis Germonprez; la fotografía se halla acreditada a Paul Ivano, pero los verdaderos Hefestos de la luz fueron los clásicos William Daniels y Ben Reynolds, apoyados por un ya curtido Gregg Toland (nominado a 5 premios Oscar® y ganador de 1); en materia de arte, von Stroheim y Richard Day trabajaron incansablemente para crear los sets exquisitos que pueden verse en pantalla, pero sus nombres (como de costumbre) no reciben reconocimiento en el área.

Existen actualmente dos versiones de la película, una de las cuales se halla restaurada y contiene algunas secuencias del segmento africano, y la autorizada por Gloria Swanson que dura apenas unos 74 minutos, en estado reprochable y disponible para descarga en libre dominio (con intertítulos en italiano), cómo no podía ser de otra manera. En cualquiera de los dos casos, tenemos en nuestras manos lo que parece ser el análogo a una hermosa rueda de carro, que a pesar de nuestros esfuerzos no podremos discernir si pertenecía a una vulgar caravana comercial o bien, si en su tiempo fue diseñada para hacer rodar un brillante carruaje, digno de reyes y conquistadores. Posiblemente el tiempo nunca nos lo dirá.

Erich von Stroheim: The Great Gabbo (1928)

Me encuentro con una serie de inconvenientes a la hora de escribir sobre una de las últimas películas conocidas de Erich von Stroheim, coincidiendo esta con el principio de toda una era en la cinematografía: el Advenimiento del Sonido. Las talkies, o (pobremente traducido como) películas parlantes supusieron un enorme avance técnico y una barrera franqueada en el acercamiento del séptimo arte hacia la realidad, suceso que cobró una alta cuota de deserciones, despidos e inconvenientes en la industria. El público, ya ‘entecado’ por el habla y sonido sincronizados, estaría difícilmente dispuesto a colaborar con el visionado del cine silente, una oferta que seguían otorgando los realizadores independientes del momento y las pequeñas productoras. Del mismo modo, los grandes magnates del plató se enfocaron en producciones que pudiesen sacar lo mejor de las nuevas propiedades sonoras de las películas, creando así un género exitoso en su momento (el musical) y dándole nuevas dimensiones a otros vehículos previos (thriller y horror, por citar un par).

Entonces, ¿Cuáles son los inconvenientes de los que hablaba hace unas líneas? El estilo de trabajo cambió radicalmente con los aparatosos equipos de grabación, retrasando años de avance en cinematografía y narración visual; del mismo modo, el número de producciones que recibirían luz verde se tornó mucho menor, y a pesar de ser una de las industrias más prolíficas durante la Gran Depresión estadounidense, no hubo cabida para todos los talentos, y aquellos que no pudieron adaptarse a la nueva tecnología tomaron bártulos y se retiraron.

Los encargados de un encuadre decente brillan por su ausencia.

The Great Gabbo, al igual que las otras dos obras que siguen en la lánguida carrera del genio, tiene un agudo problema de incompletitud, producto del desacuerdo del fuerte brazo de los productores frente al contenido que von Stroheim acostumbraba a manejar. Es tan fuerte la restricción que opera frente al director que ni siquiera se le atribuye relación alguna con el guión de la película, espacio al que había tenido acceso en todas sus empresas previas.

Lo inquietante de esta película es ver cómo funciona, de cierta manera, como una metáfora de una desafortunada carrera, símil a la del desgraciado director. Que él mismo interprete al protagonista, el ventrílocuo Gabbo, puede no indicar mucho (partiendo de alguien ya habituado a la auto-deprecación); pero al detallar el vestuario del mismo, una cierta mofa de la galantería militarística que lo había venido caracterizando, cruzada con un aire circense, pues ya viene siendo el ingreso a un territorio algo más velado. No hay ningún nombre asociado a las prolongadas colaboraciones que he querido hacer notar en entregas previas, ni siquiera Louis Germonprez se halla involucrado en esta producción (al menos frente a lo que ha sobrevivido de los créditos), por lo que el actor/director se encuentra tan sólo como su alter-ego en pantalla, apenas acompañado por un muñeco de madera que es su único talento y esperanza de sublimación, Otto (cuya voz es otorgada por un actor poco notorio, George Grandee).

“They can’t get Gabbos everyday!”

El argumento, tan bien montado y editado como los recortes de revista que se pueden hallar en cuadernos de Kindergarten [nota del editor: “posiblemente la peor metáfora que ha sido publicada en Filmigrana”], se puede sintetizar en que Gabbo, talentoso y consumado en su trabajo, enseña marcadamente su egoísmo y soberbia a la hora de compartir con sus compañeros de escena, un troupé de artistas de variedades que buscan ascender a la fama. La única persona que lo comprende y apoya es Mary (interpretada con sinceridad por Betty Compson), que halla alivio en la existencia del único vehículo que tiene Gabbo para desahogar su lado más humano y comprensivo, la marioneta Otto; mas ella no puede seguir resistiendo la opresiva presencia de su compañero de escena y decide abandonarlo, con el reto personal de buscar el éxito por su propia cuenta. Gabbo sigue trabajando en su acto en “compañía” de su singular confidente de madera y labra su camino hacia Brodway, donde le esperan el glamour y la sofisticación que groseramente ostenta; Mary, sin lugar para menos, también demuestra ser una joya esperando a ser pulida y es elevada a la fama por sus dotes de baile y canto, permitiéndose conocer a Frank (Donald Douglas), hombre que desarrollará sentimientosde amor y aversión hacia ella y su ex-novio ventrílocuo, respectivamente.

Gabbo, con ayuda de nadie más que Otto, cae en cuenta de lo importante que es Mary para su vida, pero resuena en sí misma lo tardía que resulta esta realización, pues ella ha decidido entablar una relación sana y libre de esquizofrenia con Frank. El desastre, contrastado con un elaboradísimo número de baile, apunta el toque especial que llegaremos a extrañar de von Stroheim, en una carrera próxima a su inevitable fin.

Espectáculos sucios y descuidados, esto no parece ser de todos los días.

¿Dónde comienzan las analogías? Como anillo que cae al dedo, la historia de un ventrílocuo que seduce a las masas a costa de su propia cordura es un ejemplo perfecto del funcionamiento del medio fílmico para esa época, y no me iría tan lejos para decir que es una fábula apropiada para la contemporaneidad. La industria, con los milagros del doblaje, puede darle verosimilitud al habla del títere, incluso cuando el artista a cargo se halla en actividades tan inapropiadas como beber o fumar. Nosotros, como espectadores, vemos consistente ese elemento sonoro en semejante universo, uno que intenta acercarse al nuestro; pero el genio detrás de la magia debe ahora responsabilizarse de su nuevo truco, impidiéndole cubrir otras áreas que eran de nuestro previo interés. Poco a poco van quedando rezagadas las sutilezas visuales, los detalles substanciales que había hallado el cine silente para capturar nuestra atención, y el artista ahora debe ser esclavo de su propio invento, perdiendo para siempre el amor de antaño, la simpleza del silencio.

A pesar de los valores de producción regulares y los muy magros 68 minutos que dura la versión restaurada, la actuación y dirección de von Stroheim son emergentes y cautivadoras: la poderosa presencia escénica de sí mismo es atenuada y complementada con la equilibrada sumisión interpretada por Compton (eso antes de que el mismísimo Gabbo sea el centro de su dicha y dolor) y siempre que se puede, hay lugar para los primeros planos y la caracterización, siendo ésta una fortaleza de obras pasadas. Hay motivos que se reiteran y cierran casi-que-satisfactoriamente la narración y los tratos de los personajes, aunque el corte final no nos permita ver mucho de todo eso, algo de cuya existencia es difícil dudar si somos atentos a lo poco que hay de material. El sonido monoaural es digno vástago del año 1928, previo a la estandarización técnica, pero esto deteriora muy pocos diálogos, y los segmentos más cruciales para entender la colcha de retazos se hallan intactos.

“*Aplaude* ¡La acústica es perfecta, es el mejor set en el que he estado en toda mi vida!”

Las apariencias engañan, y The Great Gabbo no es un musical, aunque se le pueda juzgar como tal por la preeminencia de los números de baile y canto: “Caught in the Web of Love”, apenas crucial para el argumento, dura alrededor de 15 ó 20 minutos, y tanto éste como los pocos restantes destilan una crudeza y sobriedad que acompañan el sombrío tono de la película ideada por von Stroheim, lo más parecido a un payaso que llora mientras saca pañuelos y alimañas de sus bolsillos. ¿Y acerca del final? Posiblemente no exista relación entre un material u otro, pero viene a la cabeza Der letzte Mann o “El último Hombre” (1924) de Friedrich Wilhelm Murnau, con todo el patetismo que denota ver a un hombre derrotado mientras porta aún su uniforme de trabajo.

Tras el descubrimiento del sonido, el público olvidó como reír con el silencio, y ahora sólo nos queda escuchar al muñeco, habiendo ya abandonado al hombre detrás de él. Lo que sigue es aún más desolado e inconsolable, sin desfiles militares, matrimonios opulentos o duelos entre caballeros.

Keep being fresh, Erich.

¡Ah! Por cierto hay un par de notas adicionales. La primera es que es posible descargar la película, en dominio público, haciendo click en este enlace. Suena bastante bien, ¿No?

Y la segunda es que el título en español de esta película es “Mi Otro Yo”, exactamente el mismo de otra película algo más reciente, una que involucra a un hombre destrozado y polémico tanto dentro como fuera del argumento, cuyo único medio de enmienda y redención es una marioneta. Hasta el sol de hoy no la he visto, pero así como la aparición en un episodio de The Simpsons (#83, final de la cuarta temporada) y otras menciones obscuras en la cultura popular, es posible que haya trazas de maní y galletas de un producto que pudo haber sido mejor. Eso sería honroso, cuando menos.

Erich von Stroheim: The Merry Widow (1925)

Tras haber visto, con sus propios ojos, la reducción de su obra maestra a niveles de comprensión magros, von Stroheim se armó de una indecible fuerza de voluntad para seguir trabajando en condiciones limitadas, aún con un ojo en la industria y otro en la exquisitez artística de sus largometrajes silentes. Gracias al contrato que lo ataba a la Metro Goldwyn Mayer y a la explotación de algún bug de la realidad, nuestro austríaco fue capaz de ensamblar, con toda la energía que eso hubiese requerido, una nueva pieza épica de elevado presupuesto y grandes ambiciones, con todo el toque que caracteriza al falso noble que hemos aprendido a querer a lo largo de estas Clases Magistrales.

Todavía trabajando con material de adaptación, von Stroheim fijó su mirada esta vez en la obra de uno de sus paisanos, Franz Lehár, compositor astro-húngaro y responsable de la opereta que nos concierne, Die lustige Witwe (La Viuda Alegre), de 1905. Es necesario recalcar que en esta ocasión particular la adaptación no se realizó al pie de la letra, como había sucedido un año atrás, y que la trama de La Viuda es apenas un lienzo para plasmar con energía todos los tópicos que habían venido siendo del interés del director. ¿Nobles y aristócratas? Hecho. ¿Confusiones amorosas? Hecho. ¿Personajes recalcitrantes con fetiches y manías obscuras? Hecho y hecho. ¿Que todas las locaciones conserven la sofisticación y elegancia que sólo von Stroheim puede dotar en sus romances? Denlo por sentado.

¿Ya mencioné los soberbios decorados?

En lo que a ficha técnica se refiere, ni siquiera Irving Thalberg recibió crédito por su producción, posiblemente como un gesto de cordialidad tras haber ordenado el recorte de Greed. La solidez del trabajo se presenta en muchos de los colaboradores estrechos de von Stroheim trabajando en departamentos clave, como William Daniels y Ben Reynolds en la cinematografía, Richard Day (director de arte en Greed y Merry-Go-Round) Cedric Gibbons (de fama “Ben-Hur”-esca) y el mismísimo director a cargo del arte, Louis Germonprez como el fiel asistente de dirección y, entre algunos otros, Ernest Belcher a cargo de la coreografía. Un momento, ¿Quién es este último individuo, hasta ahora no mencionado? Se amilanan las explicaciones si menciono que se trata del padre de Marge Champion, famosa bailarina y coreógrafa por su propia cuenta.

En cuanto al reparto, es apenas evidente que a von Stroheim se le restringió trabajar con sus actores de cabecera, viéndose obligado a congeniar con estrellas de la MGM de la talla de silentes como Mae Murray,  John Gilbert y George Fawcett, así como otros actores no menos respetados como Tully Marshall y el bombástico Roy D’Arcy, éste último en un papel muy apropiado para él: de antagonista. Las relaciones personales entre estos actores y el director no llegó a ser muy sana, dadas las excentricidades que hemos venido a apreciar; Norman Kerry, con estrechos lazos desde Merry-Go-Round, no obtuvo el papel protagónico que terminó en manos de Gilbert, pero la decisión de MGM da resultados agradables, y al final éste y von Stroheim ofrecen una obra que es producto de una agradable colaboración.

Nombres grandes, resultados grandes; así deberían funcionar las cosas.

Ya entrados en materia, me siento lo suficientemente cómodo como para dar un pequeño atisbo de la trama. Estamos en Monteblanco, que se nos antoja más similar a los suntuosos locales centroeuropeos de Foolish Wives (1922) y The Wedding March (1928) que a la nación balcánica en la que estaba basada la opereta original, Montenegro. Sin que lo anterior nos importe tanto, a través de una procesión militar (un momento sumamente stroheimiano) nos presentan inicialmente al príncipe heredero Mirko (D’Arcy) y a su primo, el aparentemente bienintencionado príncipe Danilo Petrovich (Gilbert). No pasan muchos minutos hasta que nos enteramos de que Mirko es un completo y miserable bastardo lleno de inquietantes tics, así como de un porte jorobado y notablemente ofensivo que no encuentra mucha resistencia a la hora de antipatizar con el espectador, aunque porte ciertos recordatorios de von Stroheim como actor, sin limitarse al monóculo y a la sonrisa amplia y socarrona; Danilo, por otro lado, es un hombre correcto en la piel de un príncipe taimado, por lo que tampoco deja de tener una cierta ambigüedad en su comportamiento, especialmente su habilidad para conquistar mujeres. Menudos protagonistas.

Como parte de un espectáculo itinerante de vaudeville, “The Manhattan Follies”, llega Sally O’Hara (Murray) acompañada de una comitiva de bailarinas poco agraciadas y un cameo (parecido al de The Wedding March) de Alec C. Snowdenn, esta vez como el músico negro de la banda. El hotel en el que deberían hospedarse se encuentra ya ocupado por la guarnición militar en la que se hallan los príncipes, pero Danilo, impulsado por la recursividad y el exotismo, se las arregla para dotar de habitaciones al grupo de foráneos. Sally, aunque es estadounidense, posee ascendencia irlandesa (¿McTeague, alguién?) dándole un ineludible aire de mujer poderosa y capaz de arreglárselas por sí sola. Rechaza, de esta manera, los avances iniciales de Danilo, pero la situación se complica a medida que el galante príncipe se torna más insistente, lo que coincide con la aparición del barón Sadoja (Marshall), un temible cruce entre el Nosferatu de Friedrich Murnau y un banquero acaudalado, adicional a un fetiche de pies. Sobra decir que este sombrío personaje cae rendido a los pies de Sally a primera vista.

¡Ah! Fetiches de pies, ya hacían falta.

Mirko, viajando a la altura de merecer numerosos epítetos derisivos, trabaja sin descanso para frustrar los esfuerzos de su primo e impedirle que conquiste a una simple bailarina de variedades. La interacción entre los dos se presenta inicialmente con sazonados elementos de comedia física y gags visuales, pero estos incuban paulatinamente el ascenso al odio visceral y sus macabras consecuencias, otra reluciente estampilla del trabajo de dirección. Danilo empieza a decantar sentimientos sinceros por Sally pero ella permanece incrédula e inflexible durante mucho tiempo, hasta que accede a las intenciones del príncipe en un cuarto contiguo a una clásica y desenfrenada orgía de opulencia.

A continuación, haciéndole un guiño a la opereta original (porque nada de lo anterior tiene mayor relación con ella) Danilo planea casarse con Sally, pero su tío, el rey Nikita I de Monteblanco se lo impide, recordándole que se trata de una cualquiera sin apellido, algo que va completamente en contra del protocolo de los matrimonios de la realeza: “Well – what’s marriage got to do with love?“.

Danilo se halla impotente y no puede discutir nada de esto con Sally, pero el barón Sadoja no descansa en sus esfuerzos, y le propone matrimonio a la bailarina, dejando de lado su aspecto físico y sus riquezas, y ofreciéndole como mejor dote la posibilidad de vengarse a su antojo de la familia real. A estas alturas ya se evidencia que al menos Danilo y Sally son personalmente realmente complejos, cuyos arcos de transformación son bastante sinuosos y, sin que sobre decirlo, extraños para la época. El matrimonio entre Sixtus Sadoja y Sally O’Hara, aunque es todo un acontecimiento nacional, no parece evocar ninguna reacción en la familia real, y todo parece irse al Tártaro cuando, en la noche de bodas, Sadoja muere de repente y nace La Viuda Alegre, adinerada pero con una enorme fuga emocional.

Licor: un paso obligatorio en el descenso a la miseria.

Desde este punto del argumento empieza más o menos la opereta, y figuran todos esos elementos que son tan familiares en esta, como la banda sonora (un arreglo de la original escrita por Lehár) y Maxim’s, el club parisino donde los antiguos amantes se reencuentran, aunque en esta ocasión Sally no tiene nada que ver con el establecimiento, ¡Ella ahora es millonaria! Y podría seguir contando la película, pero sinceramente es digna de verse completa, y la cantidad de sorpresas que se desenvuelven a partir de ahí es todo un frenesí, tanto narrativa como rítmicamente.

El producto final es de una alta calidad muy difícil de encasillar, demostrando que ha habido una notoria madurez en el trabajo del director desde su última ventura en el género con Foolish Wives. El apartado visual se halla en la cumbre, una vez más, empleando el mismo presupuesto de Greed para traer a la vida un costoso universo de militares pesadamente condecorados y bailarinas de cabaret, dos contextos en los que un vestuario convincente mantiene la carpa arriba; los riesgos tomados en la cinematografía no son para tomarse a la ligera, y von Stroheim se reserva la segunda mitad de la película para sacar los cañones y hacer alarde de complicadas maniobras de grúa y travellings ecuestres, al final todos muy bien recibidos.

Lamentablemente, esta sería la última película de von Stroheim con la MGM, y pasarían 3 años hasta que volviese al plató, esta vez de la mano de la Paramount. Resulta también triste el final, no por como cierra el argumento, sino por su realización tan pobre y apurada, algo que genera extrañeza en una historia tan limpia y tan dedicada a los detalles como lo es esta. Como cereza de la desgracia, me permito anotar que de todas las películas de este autor, The Merry Widow es una de las que más vale la pena ver y una de las más difíciles de conseguir, al menos en una copia medianamente decente. Quien quiera que tenga un ejemplar en VHS o tenga la oportunidad de verla digitalmente, puede considerarse muy afortunado. Esas dos horas le serán gratamente retribuidas.

NOTA ED.: La tecnología y la piratería han hecho posible encontrar esta subvalorada joya en YouTube. Saludos!

Ryan Murphy: Eat Pray Love (2010)

La Divina Comedia de Dante tiene una pintoresca descripción del Purgatorio que justo en estos momentos se me ha venido a la cabeza: después de haber salido del Infierno, Dante y Virgilio deben escalar una montaña chata y escalonada, con 7 niveles que representan los pecados capitales y cuyas laderas son sumamente pronunciadas. En un espíritu sólo posible en Filmigrana, se me ha encomendado expiar mis pecados sorteando una montaña escalonada de corte similar, aunque la dificultad que reina en el presente artículo hace que los muros sean ya demasiado empinados, rayando en lo vertical.

El comentario inicial del Purgatorio responde a unas circunstancias particulares de la película que nos atañe en esta ocasión, siendo su tema principal el de la redención y el encuentro consigo mismo. Si existen sospechas de que esto puede estar sonando a un libro de Deepak Chopra, lamento informarles que es mucho peor, y como diría Stephen Hawking en Breve Historia del Tiempo, “De ahí para abajo sólo hay tortugas”.

Libidinosas, indecisas y glotonas tortugas

Eat Pray Love fue dirigida por Ryan Murphy, protagonizada por Julia Roberts y Javier Bardem, se estrenó en las carteleras estadounidenses a alturas de agosto del 2010 y por fortuna nadie me obligó a experimentarla en una sala de cine. Este vendría siendo el primer emprendimiento en la pantalla grande para Murphy, el creador de la popular serie musical Glee (2009) y la ligeramente-menos-popular serie de cirugias plásticas Nip Tuck (2003), de la cuales admito que no me he visto un sólo capítulo. Los motivos por los cuales tuve que atestiguar recientemente esta obscena producción me resultan todavía desconocidos, existiendo un universo filmográfico para disfrutar y gozar a anchas zancadas.

Debí mencionar anteriormente a Nip-Tuck gracias a que Murphy comparte créditos de guión con Jennifer Salt, una actriz cuya notoriedad no puedo atestiguar. El vehículo de Julia Roberts está escrito por los mismos individuos, basado en un libro autobiográfico escrito por Elizabeth Gilbert.

Ahora ¿Cuál es el problema con la adaptación al celuloide de un biopic como este? Sinceramente no puedo converger la diversidad de puntos que me hacen sentir en desacuerdo y blasfemar con aspereza cuando veo un sólo fotograma de Julia Roberts y su peculiar iluminación pseudo-von Sternbergiana, lo cual constituye un desgraciadamente aproximado 90% de la película. No obstante, intentemos ir en orden.

En principio me inquieta el racismo con el que se trata a los asiáticos, considerados como criaturas pequeñas y mágicas, casi como equivalentes acanelados de los gitanos. La psicología de los personajes es un poco cínica, mostrando a Liz Gilbert (interpretada por Roberts) y a su círculo de amigos en consonante ignorancia con lo que significa el “mundo oriental”, aunque esta mujer pase la mayoría de su tiempo viajando, en presunto plan de trabajo. Eventualmente viaja a Balí y conocé a un sabio de aspecto miserable.

“Si no fuera por estos templos de piedra viviríamos en carromatos”

Después de una diciente y literal predicción a 6 meses de plazo (como si alguien se hubiese tomado sus clases de guión cinematográfico muy a pecho) vemos a Liz 6 meses después, regresando a su aburrida y monótona vida como pequeñoburguesa acaudalada y esposa de un atolondrado “soñador”, Stephen (interpretado por Billy Crudup, el Dr. Manhattan en Watchmen (2009) y otros papeles que no gustaría de recordar). Liz sospecha que aquello que le dijo el sabio balinés se cumpliría en cualquier momento, tratándose especificamente del fin de un matrimonio (¿El corto o el largo? Nunca se lo aclararon), la pérdida de su dinero y el regreso a Balí.

Por razones sumamente reprochables se lleva a cabo un triste Efecto Pygmalión, o lo que es lo mismo, una profecia autocumplida, en la medida que Liz busca desesperadamente llevarla a cabo al ver que Stephen quiere ser un individuo competente y volver a la universidad. Hay llanto y muchos rostros anonadados, el mío incluído. El divorcio no se hace esperar, y Elizabeth va a ver una obra de teatro que ella misma escribió, después del suceso… ¿O antes? La verdad no pude adivinarlo nunca, gracias a la dislocada estructura narrativa. La obra es interpretada por David Piccolo (que a su vez es interpretado por James Franco, ¡Ajá!) y un absurdo cue visual nos indica que entre ellos media la atracción física.

Pero a mí nada de eso me importó, ya que al fondo a la derecha se encuentra Jesucristo en un bar.

David es vegetariano, hace yoga y asiste a un templo krshna, y aunque en un momento lo vemos como un hombre sensible que sabe doblar la ropa interior de Liz, en cuanto le mencionan que es un sustituto de Stephen su actitud cambia radical e incomprensiblemente, negándose a copular con su adinerada novia y olvidando todas esas tardes de cantar y tocar ukelele en los parques. Eso sucede antes o después de que Liz decida emprender un viaje a Italia para encontrarse a sí misma… ¿Y no se suponía que había perdido su fortuna en algún momento? Estúpido gurú, estúpida predicción y estúpidos agujeros del guión.

“All’s good if it’s excessive.”

Es desde este punto que empieza una comedia que no resulta ser tan divinal. El paso por cada una de las estaciones indica un país diferente, “Comer” corresponde a Italia, donde lo cosmopólita y lo campestre conviven bajo el mismo techo, hay soccer para disfrutar y pizzas margarita por doquier. “Rezar” se lleva a cabo en la India, donde Liz encontrará a un Richard Jenkins todavía muy ‘indie’ y en modo Bukowski, algo que en hechos no se traduce muy bien. Se supone que en esas dos primeras estaciones el personaje de Julia Roberts debería haber subido y bajado de peso, respectivamente, pero a la producción parece no importarle y Elizabeth es fisicamente la misma en todo lugar, aunque finge ser distinta. El último estadio, “Amar”, lleva la acción de nuevo a Balí, en la que Felipe (un altamente cuestionable Javier Bardem), un atípico padre soltero del Brasil se enamora de Liz, y Liz de él, pero…
Dios, una vez más, ¿Qué tan difícil es lograr que le tengamos aprecio a un personaje, para que así nos importe lo que está haciendo, sus metas y su transformación dentro del argumento? Es posible que el material de fuente sea terrible, debemos admitirlo, y que Elizabeth Gilbert sea, en la realidad, una mujer insufrible; pero por un mínimo de compasión con el público, ¿No valdría la pena que los hechos narrados capturaran de alguna manera al espectador, sin apoyarse en locaciones exóticas e iluminaciones sugerentes? El párrafo que precede a este contiene una hora y treinta minutos de argumento, pero el desenvolvimiento de los hechos es tan frívolo, tan alicaído y distante que no provoca la más mínima gracia contarlo, aunque emplee de 2 a 5 comentarios de cultura general por párrafo para hacerlo alentador.

Eat Pray Love no sabe si ser una tragedia o una comedia, con personajes tan poco carismáticos y una autoconsciencia que la hace parecer un show que está a punto de acabarse, pero que desde la tramoya deja caer pedazos de libreto adicional y niega la salida a los espectadores e intérpretes por igual. Es una montaña dura de escalar, y dudo que al terminar la experiencia nos lleve a algún sitio nuevo dentro del Purgatorio.