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Viviana Gómez Echeverry: Keyla (2017)

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La humanidad no puede jactarse de entender muchas cosas, muy a pesar de los avances científicos de las últimas décadas en diversas áreas del conocimiento, pero (dejando por fuera el espacio exterior[1]) el mar ha sido y sigue siendo un completo misterio, apenas explorado por un puñado de almas valientes entre las que se cuentan a Fernando de Magallanes, Jacques Cousteau, Leni Riefenstahl, James Cameron y Kevin Costner, entre muy pocas otras. Ese aire de misterio que la razón apenas puede elaborar es uno que las artes se complacen en preservar, y es a través de ellas y usando como medio la experiencia sensible, como el sonido de las olas y el azul de sus aguas, donde se evocan sentimientos difíciles de hallar en otros espacios geográficos: una profunda melancolía, la pérdida irremediable y la distancia imposible de navegar entre dos personas.

Incidentalmente, esta relación entre las emociones y los océanos ha sido escasamente explorada en el todavía adolescente cine nacional, al menos dentro de las convenciones de la ficción[2]. Acoto esto al tomar en cuenta el acceso privilegiado a dos (2) océanos completamente distintos entre sí, con climas, culturas y personalidades diversas, sin hablar del potencial de un cine en el que se han intentado pocas cosas y hay aún menos maestros de un narrar. Tomando provecho de todos los elementos flotando en el crisol étnico que todavía convive en esta república fallida, vemos el surgimiento de una película tan simultáneamente prometedora y frustrante como lo es Keyla.

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En lo que podríamos llamar un nuevo hito de la representatividad, Keyla es la ópera prima de Viviana Gómez Echeverry, quien ya había trabajado como directora de fotografía en La Eterna Noche de las Doce Lunas (2013) de Priscilla Padilla, pero en lugar de tratarse de una adolescente indígena en la Guajira que se enfrenta a crecer como mujer en una cultura determinada por otros, esta película es sobre una adolescente afro en la isla de Providencia que se enfrenta a crecer con la ausencia de su padre en un hogar determinado por otros. Esta ausencia, en realidad una súbita desaparición en medio del mar caribe, coincide con una visita sorpresa de una madrastra distante hace muchos años, y da pie a una inusual y dramática reforma del núcleo familiar.

Infortunadamente esta premisa tiene un arranque muy flojo por culpa de la protagonista epónima, interpretada por Elsa Whitaker, quien despliega un rango de emociones muy limitado y en general encarna a un personaje con el cual es muy difícil simpatizar. Esto puede ser deliberado, gracias a que la adolescencia es una etapa cruel y estúpida por la cual todos tenemos que pasar con mayor o menor gracia, y es especialmente difícil si está marcada por la ausencia de una entrañable figura paternal, interpretada por Anthony Assaf Howard a través de secuencias de sueños y flashback filmadas con un característico y convencional sobresaturado.

Los problemas de actuación no cesan con Keyla, y se extienden a otros miembros del reparto. Francisco (Sebastián Enciso Salamanca), el pequeño hermanastro de la protagonista, es su opuesto polar (lo cual podría entenderse como una decisión consciente) aunque también se siente algo impostado en su comportamiento y sus diálogos. Su madrastra, Helena, es interpretada por Mercedes Salazar, y aunque se trata de una actriz de formación con experiencia en la pantalla chica[3], le ha tocado la desagradecida labor de cargar con los diálogos más expositivos y enfáticos de toda la película. Salazar los entrega con aplomo y asertividad, pero su contenido está fraseado de forma ligeramente antinatural, y mientras esto ayuda a sortear las numerosas interrogantes que plantea el argumento, al final se siente como si ella tuviera que saltar como una catedrática entre bloque y bloque de información con el poco tiempo que tiene su personaje en pantalla.

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De los actores naturales o inexperimentados, los dos hombres de reparto son los que más cómodos se ven frente a la cámara: el tío y el novio de Keyla, Richard y Sony respectivamente, no solo por su entrega descomplicada que contrasta con la rigidez física y elocutiva de Keyla, sino también por la verosimilitud de su machismo velado. Tuve la fortuna de ver la película en compañía de alguien que había tenido la oportunidad de convivir con un nativo de Providencia, y resaltó que sus comportamientos frente a la vida, las tradiciones y las mujeres eran tal cual, pasados de la realidad al papel y de ahí al digital, en lo que parece un sano ejemplo de actuación natural bien ejecutada. En una extraña paradoja, estos son tal vez los personajes más ricos y desarrollados a pesar de tener muy poco tiempo relativo en pantalla, porque balancean el ser afectuosos y bienintencionados con sus tendencias marrulleras y solapadas, algo con lo que nos podemos identificar la gran mayoría de humanos no-beatificados.

Keyla se va armando con este reparto más bien intimista, y con una serie de piezas escénicas que muestran diversos aspectos de la vida en la isla, incluyendo una aventura que involucra un mapa del tesoro y un pequeño festival local que separa algunas almas y fortalece los vínculos de otras, de manera tal vez algo abrupta. No obstante, parte considerable del metraje está mediada menos por imágenes y más por los diálogos, que van desde variedades distintas del español hasta un inglés bastante antillano y acentuado, algo que dificulta seguir el ritmo de los acontecimientos. Y si bien el trabajo fotográfico de Mauricio Vidal es bueno y decente, ciertas convenciones se apoderan del buen juicio y resultan en imágenes que rayan de forma no muy positiva con el ritmo de forma, como las ya mencionadas secuencias de sueño, aunque se destacan contadas excepciones, como las escenas nocturnas. Nada muy atrevido, pero tampoco deslumbrante.

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El final trae una especie de cierre a algunos de los conflictos planteados, aunque hay otros cabos sueltos que se pierden en la marea de los acontecimientos: es tal vez consecuencia de contar con apenas 90 minutos de metraje, así las relaciones entre estos personajes merezcan algo más de tiempo. Sería idóneo que se le diera menos cabida a la música incidental, un poco inoportuna y manipuladora hacia los estándares del melodrama, pero diría que la decisión más extraña de la película es situarla en paralelo a la disputa territorial Nicaragua v. Colombia, cuyo más reciente fallo de la corte tuvo lugar en el 2012 y que no tiene ninguna repercusión clara para estos personajes, más allá de asociarlos con uno de los países que produjo esta realización. Quizás también una estrategia para hacerla más relevante o tópica, pero que lo trata de forma tan superficial que se siente como parte de otra realidad paralela que permea el pequeño universo definido de Keyla.

Estas referencias a los conflictos de territorio se antojan similares a las alusiones fantasmagóricas a Colombia hechas en el clásico Garras de Oro (P.P. Jambrina, 1926), donde se pregona la soberanía de un país que siquiera existe en el istmo panameño a principios del siglo XX, y en donde la idea de nacionalidad y pertenencia es apenas una excusa para iniciar una discusión sobre otros espacios con los que no estamos relacionados más allá de la intimidad de una sala oscura.

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¡Hey! Qué bien: si el cine ha de ser una ventana a vidas y lugares nunca antes imaginados, es buena idea usarla para mirar hacia una isla a 850km de distancia del territorio nacional.

Emhhh: a la protagonista le hace falta algo para llevar con fuerza los acontecimientos de la película. No sé todavía que es, pero los demás personajes parece que lo tienen en mayor medida.

Qué parche tan asqueroso hilarante: a Helena le saben a mierda los hombres y su oportunismo e incluso lo dice en voz alta, pero segundos después de recibir un abrazo y un bocado de pescadito asado ya está desprovista de su pareo y lista para flirtear en la playa.

[1] Espacio en el que no podemos existir siquiera sin morir de un cáncer rápido y doloroso, al menos no más allá de la magnetósfera con nuestra tecnología actual.

[2] Dejando por fuera a) toda la serie de mini-documentales de cocina típica  y ballenas que Cine Colombia nos ha ofrecido a lo largo de sus ya 90 años de existencia y b) la abominable Crimen Con Vista Al Mar (Gerardo Herrero, 2013).

[3] Salazar debutó como “la española” en la delirante y enloquecida El Colombian Dream (2005) de Felipe Aljure, y de ahí ha fungido como personaje de reparto en algunas series de televisión españolas, como Amistades Peligrosas (29 episodios en el 2006) y la muy longeva y prolífica Arrayán (89 episodios entre 2011-2012). Se espera que en algún punto del 2018 haga su segundo coprotagónico en Spaces and Silences de Juan David Cárdenas.