En el que se habla de todo menos de cine.
Le temo a la llegada del día en el que nada me importará. Hay mañanas y noches en las que este Día se disuelve en un hecho, en recuerdos, y manifiesta con violencia su inminente advenimiento. Angustiado, me pregunto por mis convicciones y aspiraciones; el resultado es el reconocimiento de que no se sofocan gracias a forzados agitamientos. Sin embargo, el miedo radica en la disminución de los mismos, asfixiados en mi famélica moral. El sueño y las distracciones experienciales se sobreponen inevitablemente, ofuscan la baraja de resoluciones y perpetúan a mis motivaciones a desplazarse en descendientes vértices hasta perderse. Son tiempos desesperados que carecen de medidas desesperadas correspondientes.
Probablemente, y después de tantos años, lo anterior sea lo más cercano que llegaré a definir la palabra “depresión”.
Y, a pesar de todo, hay chispas y fugas. Héroes como Bobby Sands lo toman a uno por sorpresa, obligando a radicalizar posturas de vida.
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En agosto de 1969, bajo la batuta del primer ministro Harold Wilson, la armada británica militariza a sus condados próximos, incluyendo a la frontera Irlanda del Norte. Esta reprochable táctica, la desesperada estrategia para distraer por medio de la recolonización a una sociedad en crisis y sin espíritu, provoca la organización paramilitar de la PIRA (Provisional Irish Republican Army) y el fortalecimiento del Sinn Féin (partido político republicano irlandés).
Este período documenta hasta dónde llegan las guerras semiológicas. Wilson -durante sus dos períodos- y sus sucesores Edward Heath y James Callaghan rinden alentadores discursos a sus compatriotas, en los que aseguran una recuperación económica y seguridad nacional. La PIRA, aunque limitada por la presencia invasora, mantiene su defensa y su comprometida congruencia. Los años siguientes a los primeros ataques en Belfast transcurren dentro de los parámetros reconocibles: ataques, contraataques, capturas y exceso de terquedad. Sin embargo, esta “normalidad” se interrumpe a finales de 1975 con la entrada en vigor del programa tripartita “The Way Ahead”. El gobierno británico estipula que aplicando la ulsterización (remplazo de militares británicos por soldados aliados provenientes de la provincia irlandesa de Ulster), normalización (la entrega de la seguridad civil a la policía extraordinaria RUC, “Royal Ulster Constabulary”) y criminalización (la eliminación del estatus político especial concedido a los republicanos) se garantizará la victoria. Es el comienzo de la lucha a muerte por una palabra: política.
El crítico francés Roland Barthes, fuente de consulta obligatoria durante la segunda mitad del siglo XX, considera que no se puede olvidar el sentido tan simple y a la vez tan complejo de la política, “como conjunto de relaciones humanas en su poder de construcción de mundo”. Esta reconsideración se evidencia en la mentalidad británica a través de la más simbólica y detonante de sus ofensivas. Margaret Thatcher, sucesora de Callaghan, declama en un famoso discurso que “there is no such thing as political murder, political bombing or political violence; there is only criminal murder, criminal bombing and criminal violence”, negando oficialmente la condición política de los paramilitares. Los presos republicanos, anclados a una pacífica protesta, exigen en vano que su condición sea restablecida. Sin embargo, necesitaban de una revolución más efectiva.
Ésta es la tragedia a la que se enfrentan los prisioneros de Long Kesh, la misma que el director Steve McQueen quiere representar en la escasez atmosférica de su ópera prima. Hunger recrea un capítulo épico[1] de este tenso enfrentamiento: la entrega a la muerte del simpatizante Bobby Sands, interpretado majestuosamente por Michael Fassbender. El joven líder de veintisiete años de edad, condenado a catorce años de cárcel por posesión de un arma de fuego, retoma la huelga de hambre que en 1975 había iniciado otro líder republicano, Billy McKee, y que concluyó rápidamente ante la inmediatez de sus efectos. Sands, conciente de la dureza de Thatcher y del breve plazo durante el que aplicaron las demandas de los prisioneros anteriores (entre McKee y “The Way Ahead” apenas hay unos cuantos meses de diferencia), reconoce que ni él ni sus oponentes darán la mano a torcer. Thatcher le respondería a manera de burla que esta decisión es la última posibilidad a la que un ser humano puede acudir: a la lástima. Su historia demostraría lo contrario.
Frecuentemente segmentada por la crítica en tres ejes, la película se posiciona sobre las reservadas perspectivas del guardia Raymond Lohan, del prisionero Davey Gillen y, por último, de Sands. Los primeros minutos contrastan la cómoda, incluso agraciada, vida que comparte Lohan con su esposa y el brusco trato hacia los prisioneros. Gillen es víctima y testigo de las despiadadas humillaciones a las que son sometidos. La protesta pacífica en la que los gaélicos usan ruanas, rehúsan asearse y cubren sus celdas de sus propias heces, irrita a los guardias, quienes responden con tijeras, jabón, vestimentas y exceso de golpizas. Las protestas no se hacen esperar, y Gillen se adscribe rápidamente con las reglas sus compatriotas. Unas imágenes desprendidas de la cárcel muestran el irónico final que le esperaría a un oficial que descuida su guardia. Despejadas las dos corazas con la mayor brevedad, se puede proceder al corazón.
La película tiene una experimental estructura a la que le ubico sólo un equivalente dentro de mis referencias culturales: la vanguardista 2001: A Space Odyssey de Stanley Kubrick. La complejidad y, a la vez, el talón de Aquiles de McQueen reside en su paso de los happenings al mundo cinematográfico. Con una sorprendente economía de lenguaje durante el primer tercio del filme (la opacidad de la cárcel contiene su mudez, sin permitir reproches), el espectador es sacudido repentinamente por un diálogo de diecisiete minutos de una sola toma -y unos minutos más, aunque editados- en el que Sands, hasta entonces un prisionero más, manifiesta y justifica sus intenciones a un párroco que, impotente, intenta persuadirlo para que desista. Sands sabe que morirá, no porque desee que le recuerden como un mártir sino por su compromiso de no defraudarse a sí mismo. Su contexto político necesariamente lo harían un símbolo pagano de las revoluciones irlandesas, como le reprocha el párroco, pero el contraste entre su futura significación histórica y las palabras que enuncia chocan dramáticamente. Sands quiere que le dejen morir en paz, que le permitan reencontrarse consigo mismo y, por último, que su espíritu nunca se corrompa, ni siquiera en las consecuencias más críticas.
El último tercio del filme es un carrusel de imágenes en el que espectador se enfrenta al más abominable de los vacíos. En 2001, Browman vence a su nave espacial HAL 9000 para después descubrir que el espacio mismo es una fuerza aún más alarmante por ser ajena al hombre, dando lugar a una de las epifanías más emblemáticas del cine. En Hunger ocurre lo mismo, conservando, por supuesto, las distancias. Sands rebosa todo código de comportamiento, sobrepasando a sus opresores, incluso a su propio partido. En vida comprendió a la perfección qué significa hacer mundo, entregando su libertad para coger las riendas del espíritu de su pueblo y después pasarlas a otras manos. Su condición de preso político está fuera de discusión, pero restaba todavía la prueba máxima: demostrárselo a sí mismo. Su descomunal descomposición corporal de Sands duele, más por el insoportable silencio tácito que la rodea que por la dureza de las imágenes. Imposible no conmoverse ante su acto de fe; sin embargo, se sigue omitiendo una pieza fundamental durante este recorrido.
En 1983 se publicó One Day in My Life, un manuscrito recuperado de 1979 escrito en papel higiénico por Sands, quien lo escondió dentro de su propio cuerpo. Al menos eso aseguran sus propagandísticos editores, de los que no dudo la responsabilidad de una vulgar manipulación, así carezca (lamentablemente) de las pruebas empíricas de mis sospechas. Queja aparte, el diario ilumina lo que al filme se le prohíbe: acordarnos de que Sands fue un hombre común y corriente, que padece hambre y frío y que interactúa con su entorno. Lo que lo diferencia son sus ideales, reconocidos por él mismo como “the spirit of one single Republican Political Prisoner-of-War who refuses to be broken”.
Con lo anterior no desmerito a Hunger, mucho menos hago uso peyorativo de la palabra “hombre”. Lo que sí quisiera detallar es que McQueen hace trampa a la mentalidad de Sands. Hunger embellece cruelmente el carácter doloso de un compromiso: bien sea por empatía, asco o morbo, el director no escatima recursos estéticos para exaltar una heroicidad. Fassbender es perfecto en su interpretación, tanto que le recuerda a sus espectadores que ellos no lo son. El distanciamiento es un logro admirable, pero no considero que sea la más excelsa de las impresiones.
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No recuerdo haberme sensibilizado con tanta fuerza por una película. Más de un mes después sigo impactado, con uno que otro efecto colateral. Me obligo a comentar el más ridículo de ellos: atónito, pretendí ponerme a prueba y dejar de comer por cuatro días, sin ninguna razón en particular. Durante tres días divagué, deliré, ingerí medio pan y bebí tres vasos de agua, hasta que rompí mi pacto por inercia, por el simple acto de llevar comida a la boca cuando se siente que el cuerpo se está drenando. Días después, avergonzado, entendí lo absurdo de mi práctica. Sin embargo, en los ingenuos tropiezos se delatan maravillas por oposición.
Alexis de Tocqueville escribió que a medida que el hombre se aleja de la juventud, éste tiene mayor consideración y respeto por las pasiones. Mi impresión inmediata fue un atropello y un insulto a cualquier consideración que le podría guardar a la memoria de Sands y de los huelguistas. Sin embargo, este acto hizo que recordara un simple principio: el arte es la única de las mentiras que conduce a una razón de ser; dentro de la paradoja de su justificación, ninguna otra irrealidad desprende tanta realidad. Debería castigarse a McQueen por extrapolar a un idealista, pero su error fortuito permite desprender una infinidad de esperanzas.
No interesa qué afinidad propagandística tenga cada espectador o lector, sea por esta película o por cualquier otra obra artística. Tampoco importa su impresión sobre lo que es un héroe. Lo importante es que haya impulsos y que se renueven a sí mismos. Hunger es una de esas escasas obras que desencadenan miríadas de posibilidades, aun en condiciones arbitrarias. Afortunadamente existen.
Sigo temiendo por ese día. Pero ahí vamos. Todos tonteamos, pero tonteamos bien.
[1] Pequeñísima acotación: esta categoría, desbordada hacia lo absurdo en nuestra decadente conciencia colectiva, rara vez vislumbra lo que originariamente implica –la única forma en la que una tribu puede declamar su grandeza y expresar su identidad nacionalista. Hugo y Flaubert tienen bastante que decir al respecto.