Tag Archives: Poesía

Jim Jarmusch: Paterson (2016)

En el que tenemos una carga particular

Say it! Not ideas but in things. Mr.

Paterson has gone away

to rest and write. Inside the bus one sees

his thoughts sitting and standing. His

thoughts alight and scatter.

William Carlos Williams, Paterson

“Pierre Menard, autor del Quijote” (1941), uno de los cuentos más famosos del argentino Jorge Luis Borges, esboza a un críptico autor ficticio que se propone escribir la trasgresora novela de Cervantes. Según el narrador del cuento, Menard no pretende copiar el texto sino dejar que su experiencia de sujeto del siglo XX lo conduzca a esa historia (específicamente a lo acontecido en el capítulo XXXVIII de la Primera parte) para luego transcribirla. El resultado del ejercicio es el siguiente: “El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores; pero la ambigüedad es una riqueza)”. En efecto, se transcriben dos fragmentos –uno de Cervantes, otro de Menard– que son textualmente iguales, pero a la vez no lo son.

El cuento de Borges tergiversa un problema artístico conocido como “la angustia de las influencias”: ¿qué tan original puede llegar a ser una obra, si es que puede serla? Pierre Menard manifiesta que la autenticidad es, en últimas, un espejismo para llegar a la escritura literaria y, por ende, al arte. De igual forma, su Quijote es catalogado por sus lectores como una obra superior en comparación con el Quijote; Menard, a su vez, es considerado un autor más original que Cervantes porque por su contexto era improbable que interiorizara unos escenarios propios del siglo XVII. Es por eso que el narrador de “Pierre Menard, autor del Quijote” finaliza su investigación indicando que “Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas”.

La filmografía de Jim Jarmusch se caracteriza por el crudo realismo de sus diálogos. Sean cuales sean sus protagonistas –consumidores empedernidos de café, delincuentes, raperos samurái o vampiros rockeros– éstos conversarán con otros individuos hasta entablar conexiones perversamente cercanas a las de los espectadores con sus familiares, amigos o conocidos. Esta particularidad ha convertido a Jarmusch en uno de los directores independientes predilectos por la crítica; no obstante, esto también ahuyenta a su posible público o, peor aún, genera rechazo en quienes perciben algún grado de repetitividad entre sus filmes. No en vano se pueden trazar sin dificultad rasgos comunes entre Stranger than Paradise (1984), Mystery Train (1989), Coffee and Cigarettes (2003) y Broken Flowers (2005); todos ellos a su manera exhalan el tabaco de Jarmusch.

Paterson no es ajena a estos hilos estilísticos. En ella se siguen durante una semana los pasos de Paterson (Adam Driver), un conductor de bus de Paterson, Nueva Jersey, que en sus ratos libres escribe inspirado en varios libros, en particular Paterson de William Carlos Williams. El introvertido chofer aprovecha sus instantes de privacidad para escribir poemas que se basan en lo que observa o escucha y éstos, a su vez, capturan instantáneas de su vida común. En otros momentos, participa en limitadas conversaciones con su novia (¿o esposa?) Laura (Golshifteh Farahani), su barman Doc (Barry Shabaka Henley) y su colega conductor Donny (Rizwan Manji), entre otros.

La vida de Paterson es, en cierto grado, rutinaria: se levanta casi a la misma hora, cumple con su jornada de conducción, regresa a casa, comparte su día con Laura, saca a su perro Marvin[1] y bebe una cerveza con los otros clientes de Doc antes de regresar a casa. Cada día tiene su particularidad, pero éstas no interrumpen su programa habitual. Una falla mecánica de su autobús o un ataque armado de un romántico en ruinas (William Jackson Harper, el inconfundible Chidi de The Good Place) no quiebran sus quehaceres; es más, acontecimientos de esa índole sólo provocan en Paterson un pacífico deseo por regresar a la línea narrativa con la que se siente más cómodo.

Por esas razones se podría tildar a Paterson de ser vulgarmente corriente. Es posible que los espectadores que no conozcan otros filmes de Jarmusch sospechen de la tranquilidad del pueblo y sus habitantes; incluso, hay ángulos que recuerdan una escena célebre de Margaret (Kenneth Lonergan, 2011) en la que hay guiños a un fatídico accidente de tránsito. Pero no es el caso de este filme: en Paterson no hay grandes detonaciones ni clímax, ni siquiera hay premoniciones de un desenlace fatal como ocurren en otros filmes superficialmente tibios (véase Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles). Este universo convive en un eterno presente, tal como ocurre con la poesía de Paterson. Con esta premisa, se puede afirmar que Paterson es un buen ejemplo de un anti-filme, una narración que se niega a sí misma al anular el devenir de su tiempo. No todos los espectadores tienen la apertura para entrometerse en este pequeño cosmos.

A pesar de sus posibles detractores, Paterson es una hermosa oda a la vida cotidiana. Para muchos no hay méritos en calcar lo que se experimenta día a día en una ciudad relativamente desarrollada: para padecer el ennui moderno, basta con pertenecer a una rutina que produzca suficiente dinero para sobrevivir con ciertas comodidades. Aunque esa postura es válida, también hay arte en la plenitud de la sencillez. La poesía de William Carlos Williams, el autor que permea a este filme, fue en contravía de las expectativas de sus coetáneos de la primera mitad del siglo XX y su mal llamado Modernismo: ¿en un mundo en el que todo va tan deprisa, no es revolucionario detenerse a contemplar lo que nos rodea? Paterson funciona de la misma manera: ¿en una cartelera plagada de filmes de acción y una tecnología que desorienta a sus usuarios por su exceso, no valdría la pena hacer un alto en el camino?

Este filme, en esa vía, es asombrosamente literario. Hay bastantes símbolos que le recuerdan al espectador cómo el arte cinematográfico es un espejo de su autor (Jarmusch) que a su vez se hace analógico a la vida del espectador. No en vano la palabra Paterson alude a una multiplicidad. Además, casi todos los días aparecen gemelos de todas las edades: niños, adultos y abuelos. Superficialmente son iguales pero cada uno absorbe las propiedades del otro para darles un nuevo aliento; Paterson, como buen lector y guía, se percata de esos nimios detalles. Una niña poeta (Sterling Jerins) es un espejo tanto de su gemela como de Paterson, pero a su vez no pierde sus rasgos distintivos. Estas señales le recuerdan al conductor su misión escrituraria: impregnar sutilmente a diferentes objetos o emociones de su espíritu, con la hermosura con la que él los ve. En un universo tan pequeño, Paterson se diferencia de sus contemporáneos por hacer algo tan simple y complicado a la vez como lo es detenerse y reflexionar.

Los méritos literarios de Paterson también son explícitos. En un recorrido un pasajero lee Invisible Man de Ralph Ellison, una de las obras cumbres sobre la invisibilización social de los afroamericanos. La biblioteca personal de Paterson, además, cuenta con varios títulos sobre exploradores que se atrevieron a mirar diferente sus respectivos campos: una biografía de Lawrence de Arabia, varios tomos de la obra de David Foster Wallace, un volumen de poesía de Edgar Allan Poe, The New York Trilogy de Paul Auster y Save the Last Dance for Satan de Nick Tosches, entre otros. Sin embargo, sus dos guías son una antología de Williams (o Carlo William Carlos, como le llama Laura) y Lunch Poems de Frank O’Hara, uno de los discípulos directos de Williams y uno de las figuras más representativas de la que se conoce como la New York School of Poets[2]. En todo caso, Paterson no sólo lee poesía, él es poesía. Dudo que alguien más en este planeta cargue un retrato de Dante Alighieri en su lonchera.

Por consiguiente, fascina que por 119 minutos uno pueda adentrarse en la percepción de Paterson, en la gente que ama y en el amor que le retribuyen. Su relación con Laura, particularmente, manifiesta una comprensión absoluta y mutua a pesar de la escasez verbal. Ambos apoyan las añoranzas del otro incondicionalmente; entre más espontáneas, más se celebran. Son almas perdidas que, como intuyen la película que ven (y la canción), nadan en la misma pecera. Sea cual sea la excentricidad de Laura, allí estará Paterson acompañándola. La química entre Driver y Farahani es, a falta de una mejor palabra, conmovedora. Creería, incluso, que la interpretación del primero fue determinante para que Noah Bambach concibiera al Charlie de su Marriage Story[3].

En la película varios personajes se preguntan constantemente quién es la figura más importante de Paterson: ¿el boxeador Hurricane Carter?, ¿el comediante Lou Costello?,  ¿el poeta Allen Ginsberg?, ¿el prócer Alexander Hamilton?, ¿el rapero Fetty Wap?, ¿el mismo Williams? ¿Tal vez será alguno de los cameos como lo son el rapero Method Man o Kara Haywarth y Jared Gilman, la pareja ahora adolescente de Moonrise Kingdom? No hay respuestas únicas, sobre todo para Paterson. Por más que admire (o no) a estas figuras, él vive para sí mismo y para lo que captura en sus versos. Si bien su fotografía nunca aparecerá en el hall de la fama del bar, con que conserve el don de escribir y el hogar con Laura sentirá la plenitud de su vida.

No puedo asegurar que Jarmusch haya leído “Pierre Menard, autor del Quijote”, siquiera si haya leído a Borges. De lo que estoy convencido es que ambos artistas juegan con las vías en las que sus personajes perciben su mundo. Que Jarmusch haya escrito su Paterson es una grata casualidad direccionada. A su vez, Paterson no quiere emular a Williams ni rehacer el poemario Paterson; él quiere hacer su Paterson y declamar a partir de su experiencia cómo se configura su amada ciudad. Paterson puede ser cualquier cosmópolis occidental, pero nadie ve a su entorno con los mismos ojos. Ante todo, la escritura fluye eternamente y es deber de Paterson consignarla en una libreta; que llegue a escribir el Paterson de Williams es pura coincidencia.

___________________________________________________________________________

[1] Marvin es interpretado por el bulldog inglés Nellie. Su interpretación fue galardonada con el prestigioso Palm Dog en el Festival de Cannes.

[2] De hecho, otra colección de este último influenció la segunda temporada de Mad Men, otra pieza cultural que aborda el tedio como malestar y como fuente de inspiración. A su inicio, Don Draper recibe de un extraño una copia de Meditations in an Emergency y su lectura influye profundamente su manera de lidiar con su familia y su trabajo, especialmente su escape en California. De hecho, el último capítulo de dicha temporada recibe el mismo nombre.

[3] Esta afirmación, por cuestiones cronológicas, se hace con base en los trailers. En pocas semanas sabré si es cierta o no.

Chantal Akerman: Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975)

En el que el centro no resiste

The darkness drops again; but now I know
That twenty centuries of stony sleep
Were vexed to nightmare by a rocking cradle

Los versos citados pertenecen a “The Second Coming”, uno de los poemas más conocidos en lengua inglesa. Sus palabras, escritas en 1919 por el irlandés William Butler Yeats, entrelazan la expectativa redentora del Segundo Advenimiento de Cristo con el nacimiento de una abominación que usurpará la cuna beatífica; ante eso, la voz poética se pregunta cuál será la bestia que inevitablemente tomará las riendas de este quebrantado mundo. Los desoladores símbolos no sólo son el eje del poemario Michael Robartes and the Dancer, son una muestra de las imágenes más recurrentes de la modernidad: la incertidumbre por saber en qué momento el mal abandonará las vestiduras del bien y se manifestará como tal.

El lenguaje del poema de Yeats –aunque breve– incomoda a sus lectores y les hace preguntarse por todo aquello que es incontrolable y que, a falta de una ubicación temporal concreta, se enmarca en la noción de futuro. El afán por manipular lo inasible es, en gran medida, un despropósito, pero eso no evita que sacuda a quienes prevén que lo peor está por llegar y les dificulte la expresión de sus premoniciones. La experiencia cinematográfica, entre muchos otros, es un claro ejemplo: el celuloide ya está revelado y el espectador es sometido al ritmo de la narración, así esté de acuerdo con lo que se proyecte o no, así se identifique con los triunfos y derrotas de los protagonistas o no. Los filmes de suspenso y los thrillers son los que más despabilan la atmósfera maligna: ¿sobrevivirá el personaje?, ¿capturarán al criminal? Hay otros que, por el contrario, son más sutiles para avivar su propio apocalipsis. Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles es uno de los mejores exponentes del gradual despertar de un punto sin retorno.

La obra más reconocida de la directora belga Chantal Akerman recorre tres días de la vida de Jeanne Dielman (Delphine Seyrig), una mujer que se reparte entre su rol de cabeza de hogar y su trabajo como prostituta. Las 48 horas que componen el filme son enmarcadas por las visitas de un primer y un tercer cliente, los cuales acuden al lecho a pocos metros del comedor-cuarto habitado por su hijo adolescente Sylvain (Jan Decorte) justo antes de que éste llegue de sus estudios y entrenamientos. El filme, entonces, se caracteriza por recrear situaciones en tiempo real en las que se expone la cotidianidad de Jeanne: la limpieza de una vajilla, la desinfección de un baño, la preparación de un almuerzo, la compra de lana para un suéter. Todas estas labores son realizadas con la mayor economía lingüística posible: Jeanne a duras penas cruza palabras con Sylvain, mucho menos con su vecina, sus tenderos y sus usuarios. Además, la historia transcurre principalmente en el apartamento de los Dielman y sus diferentes ambientes que en las noches son golpeados por la interminable titilación de las luces de neón del Quai du Commerce: la cocina, la recámara principal, el baño, la sala-habitación y el pasillo principal.

A medida que los eventos avanzan, el milimétrico espectro rutinario de Jeanne es interrumpido por situaciones adversas: la pérdida de un botón, la sobrecocción de unas papas, la ocupación de su mesa favorita en un café. Estos detalles a primera vista no inquietan ni al espectador ni a la protagonista, a fin de cuentas son ocurrencias que podrían pasar en un día común. No obstante, Jeanne los recibe como golpes a su identidad y la transformación de su parsimonia es discretamente perceptible. La acumulación de tropiezos conducirá a Jeanne a tomar una impulsiva (¿o premeditada?) decisión que ineludiblemente alterará la monotonía a la que ha estado acostumbrada.

Se dice que cuando Akerman buscó financiamiento para el filme, promocionó su libreto como la narración de “un régimen riguroso construido alrededor de comida y sexo rutinario comercializado en la tarde”. En efecto, Jeanne Dielman… toma una gran parte de su narración para exponer el antes, el durante y el después de una cena, incluso con la copulación transaccional de por medio. Allí es donde el filme cobra sus matices más familiares: el espectador se identifica con la excepcional simpleza de Jeanne para satisfacer al menos el estómago de su hijo. Akerman afirmó en múltiples ocasiones que se inspiró en la cándida relación con su madre Natalia -una sobreviviente de Auschwitz que siempre apoyó incondicionalmente las inclinaciones artísticas de su hija- para crear a la serena protagonista de su filme. En esa vía, Jeanne representa a todas las madres, las que tenemos, las que tuvimos o las que somos: devotas a nuestra familia, entregadas en cuerpo y alma a alimentar a sus descendientes por las vías que sean necesarias. La preparación de unos vegetales al vapor o una milanesa son una fundamental muestra del amor de Jeanne hacia Sylvain; así tome todo el día organizarla, es la simbólica recompensa con la que la madre premia la dedicación académica de su hijo y le pide disculpas por sus limitaciones económicas. Cabe mencionar que si Sylvain se aleja de la cocina, es mejor para ambos: ni Jeanne ni ninguna madre quiere que sus allegados padezcan su maternidad; además, implicaría cohibirla de su espacio de mayor libertad.

Por más convencional que sea el lazo entre Jeanne y Sylvain y por más significativos (y ordinarios) que sean sus rituales alimenticios, hay fantasmas que perturban su orden y golpean ciertos umbrales. El principal es el espectro masculino: el esposo y padre falleció seis años atrás y los allegados de Jeanne conspiran para que ella busque un reemplazo antes de que sea muy tarde. Una carta de Fernande, aquella hermana lejana que encontró su ideal de familia en Canadá, despierta la inquietud en Sylvain: ¿hasta cuándo durará el duelo de su madre? Por otra parte, una vecina sin rostro le encomienda diariamente a su recién nacido mientras hace compras; esos minutos sirven para que Jeanne reviva su afección y desinterés por la posibilidad de un nuevo hijo. Tal vez uno de los momentos más intrigantes del filme ocurre cuando Dielman agarra al bebé en una ráfaga de afecto y éste gime sin ser posible identificar con claridad si lo hace por agrado o terror. En todo caso, Jeanne no titubea en sus andanzas y ahuyenta la figura conyugal que no necesita. Tal como ella afirma, acostarse con alguien independientemente de su físico (así haya sido su marido) es tan sólo un detalle; además, para qué desgastarse acostumbrándose a alguien de nuevo si ya tiene su vida establecida. Para bien y para mal, perfecta o no, es su vida y con eso se conforma. Lo que jamás tolerará será un error causado por cuenta propia.

Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles ha sido discutida en múltiples oportunidades por críticos de todas las inclinaciones posibles. No es para menos la fascinación que genera, pues es un filme que desafía las convenciones tradicionales del lenguaje cinematográfico técnico y narrativo. Mientras que en la década de los setenta una toma duraba en promedio 6 segundos, el filme de Akerman distribuye sus 193 minutos (o 198 o 201, dependiendo de la versión) en 223 cortes para un promedio de 52 segundos por cada uno. Igual, no se necesita una calculadora para percatarse de la mesura de la filmación y su pausado seguimiento de las ocupaciones de Jeanne. En ningún momento la cámara se desprende de su trípode para moverse a la par de la protagonista; ésta prorroga la cinta hasta que sea necesario un cambio de ángulo, así pasen cuatro o cinco minutos. Vincent Canby, uno de los críticos más emblemáticos del New York Times, planteó una acertada analogía al respecto: el lente se comporta como un perro, leal a su dueño, siempre dispuesto a atender cualquier llamado y, sobre todo, domesticado para bajar la mirada cuando una imagen lo molesta.

Aunque hay momentos en los que la paciencia de Jeanne es desbordada, ella jamás pierde la elegancia de sus pasos. Aunque no soy un experto en la filmografía de Delphine Seyrig (sólo la he visto en Le charme discret de la bourgeoisie de Luis Buñuel y sé que tiene un rol menor en L’année dernière à Marienbad de Alain Resnais), cuesta creer que hubiera una actriz más idónea para el rol. La longitud del filme puede llegar a incomodar al espectador; sin embargo, en un momento inexplicable éste se entregará a la expresividad que oculta el laconismo de Jeanne. Además, a medida que el cronómetro corra, se preguntará por su siguiente andanza y si será aquélla la oportunidad en la que rebosará su estoicismo. Esta incomodidad mantendrá su interés al máximo y es innegable la percepción de que algo no anda bien, que entre tanta discreción debe gestarse una furia titánica.

El filme tomó cinco semanas en ser filmado y fue realizado en orden cronológico para no perder la naturalidad de la armonía dislocada. Además, fue tal vez la primera película en ser filmada por un equipo de sólo mujeres. En conjunto Jeanne Dielman… ha recibido elogios tanto en su estreno (14 de mayo de 1975, durante la programación de la Noche de Directores del Festival de Cannes) como en la actualidad. Sin embargo, su impacto se ha intensificado con el pasar de los años. De hecho, gracias al movimiento #MeToo ha sido acogida como uno de los pilares cinematográficos de los círculos feministas y ha recibido atención mediática reciente por un par de listados digitales (uno de la BBC, otro de Indiewire) en la que es proclamada “la mejor película (extranjera) dirigida por una mujer”. Incluso se promociona como “la primera obra maestra de lo femenino en la historia del cine”[1]. Sea ésta la manera apropiada de ingresar al filme o no, es un reconocimiento adicional a la majestuosidad de la obra y a la lección de ritmo a la que subyuga a sus espectadores.

Se puede abrir el debate sobre si Jeanne es una heroína o una villana, cualquiera de las posturas es demostrable. Considero más adecuado conectarse de forma empática con su día a día y sentirla, no psicologizarla. A diferencia de un filme contemporáneo en el que se alaban los vínculos laborales y afectivos de una indígena mexica y los hijos de su patrona (Roma), Jeanne Dielman… no necesita de besos, abrazos y situaciones de riesgo con finales felices para que uno se conmueva. Basta con que a Jeanne se le caiga una cuchara para preguntarse qué estará haciendo nuestra madre en este momento o qué hubiera hecho ante ese percance. Si un filme genera que uno inmediatamente indague por sus seres queridos de forma genuina, es una proeza más que virtuosa. Chantal Akerman es una maestra para decir tanto con poco y los espectadores son vestigios de su hipnótica influencia.

En una de las interacciones, Jeanne le toma la lección a Sylvain: la memorización de “L’ennemi”, el décimo poema de Les fleurs du mal de Charles Baudelaire. Éste inicia con los versos “Ma jeunesse ne fut qu’un ténébreux orage,/Traversé çà et là par de brillants soleils” (“Mi juventud no fue sino un temporal oscuro,/Atravesado aquí y allá por soles brillantes”). El hijo, sin embargo, no ha practicado el lúgubre cierre del soneto: “— Ô douleur! ô douleur! Le Temps mange la vie,/Et l’obscur Ennemi qui nous ronge le coeur/Du sang que nous perdons croît et se fortifie!” (“-¡Oh, dolor! ¡oh, dolor! ¡El Tiempo devora la vida/Y el oscuro Enemigo que nos roñe el corazón/De la sangre que perdemos crece y se fortalece!”). Así como ocurre con las líneas de Yeats, estas palabras y el filme en conjunto anuncian el advenimiento de Jeanne. Una visita a un banco cerrado o la compra de una bolsa de papas repentinamente pasan a ser acciones crepitantes; “Things fall apart; the centre cannot hold”. Además, el predominante silencio se hace insoportable para que el volumen de los escasos diálogos se incremente gradualmente[2]. No se garantiza si la sed por la akrasia de Jeanne se satisface una vez finaliza la proyección. La única certeza es que permeará una mezcolanza de sensaciones. Pero a Jeanne poco le importará eso siempre y cuando estemos atrás de las fronteras de su cocina.

___________________________________________________________________________

[1] Esta afirmación ha sido adjudicada a la primerísima reseña del New York Times que, hasta donde internet lo permite, corresponde al escrito de Canby. Sin embargo, en ninguna parte aparecen dichas palabras. Además, en caso de ser cierto y que se haga referencia a otro texto (lo cual lo dudo), Jeanne Dielman… fue estrenada en Estados Unidos en 1983, ocho años después de su lanzamiento original. Por lo tanto, es bastante factible que en ese lapso de tiempo ya se hubiera regado la voz de su monumentalidad en el continente americano. En conclusión y a menos de que se demuestre lo contrario: un editor de Wikipedia ha esparcido un bonito pero falso señalamiento #fakenews

[2] A riesgo de hacer un planteamiento erróneo, me dio la sensación de que el francés con pronunciación flamenca de Jeanne y Sylvain es casi inaudible al inicio del filme pero hacia el final es sustancialmente más nítido. A lo mejor es un efecto conductista producto de la longitud del filme, sin embargo valdría la pena hacer una revisión de los volúmenes en la mezcla de sonido.

D.A. Pennebaker: Dont Look Back (1967)

En el que tus hijos están más allá de tu mandato

La década de los sesenta se destaca por sembrar la semilla de la discordia social a una escala global. Tal como lo retrata el impecable drama Mad Men, durante esos años los ideales liberales estallaron en manifestaciones sociales de todo tipo: el movimiento de derechos civiles de los afroamericanos, el surgimiento de posturas feministas, la liberación sexual, las protestas en contra de la Guerra de Vietnam, entre muchas otras. Las secuelas de la Segunda Guerra Mundial, las crisis económicas y el asesinato de Kennedy fueron tan solo algunos de los factores que desencadenaron el sinsabor en multitudes que no hallaban justicia en las convenciones políticas de Occidente. La proliferación del arte fue fundamental para darle una voz de aliento estético a todos estos reclamos, y la música fue su medio más efectivo para conquistar a aquellas juventudes revoltosas que buscaban reconstruir su crisis de identidad.

A finales de 1964 Bob Dylan ya era un icono de la música protesta. Aunque no era una categoría de su agrado, sus composiciones inevitablemente marcaron un hito en varios de los movimientos sociales señalados anteriormente. Sus letras, cargadas de añoranzas y de personajes que se enfrentaban en la lucha de clases, conmovieron a aquellos oyentes que buscaban en la música más que un escandaloso movimiento de caderas. En un lapso de quince meses publicó The Freewheelin’ Bob Dylan, The Times They Are a-Changin’ y Another Side of Bob Dylan, tres álbumes fundamentales para la renovación lírica de la música popular. La monumentalidad de canciones como “Blowin’ in the Wind” y de “The Times They Are a-Changin’” y la crudeza de “Masters of War”, “The Lonesome Death of Hattie Carroll” y “Chimes of Freedom” cautivaron a los oyentes que buscaban alternativas al ingenuo populismo de las primeras composiciones de The Beach Boys y de The Beatles[1]. Varios líderes sociales –Martin Luther King, Jr., Joan Baez, Joyce Carol Oates- exaltaron los versos de Dylan, los cuales acompañaron varias protestas pacíficas, particularmente la multitudinaria Marcha de Washington de 1963. Sumado a eso, varios artistas de élite cosecharon éxito (y dinero) al versionar varios de estos temas. En cierta medida el joven Dylan había logrado su cometido: hacer eco con sus denuncias sociales en pro de un futuro esperanzador.

Sin embargo, el entusiasmo propio de cualquier joven adulto contagió de experimentación a Dylan y en marzo 8 de 1965 dio a conocer su composición más radical: “Subterranean Homesick Blues”. Este tema, interpretado con una guitarra eléctrica y plagado de versos libres declamados con la velocidad de una borrasca, fue una aberración para aquellos puristas que se rehusaban a perder la imagen de aquel bardo que era admirado por su guitarra acústica y su armónica. Con “Subterranean…” Dylan le escupió a la tradición que él mismo había instalado y, para no dejar su cambio al azar, publicó dos semanas después Bringing It All Back Home, su obra más polémica a la fecha. Cargada de bromas, sonidos distorsionados y rudeza, el cantautor mostró una faceta influenciada fuertemente por la literatura beat (en especial por su gran amigo Allen Ginsberg) y por el fluir de conciencia vanguardista. El ejemplo más evidente es el contraste entre la apaciguante “Bob Dylan’s Dream” del lado B de The Freewheelin’ Bob Dylan y “Bob Dylan’s 115th Dream”, su escandalosa y electrizante contraparte. Los cambiantes tiempos de los cuales Dylan pregonaba hace algunos meses por fin lo habían alcanzado.

Dont Look Back documenta las secuelas inmediatas de esta radical propuesta. Dirigido por el virtuoso D.A. Pennebaker (más conocido por su trabajo en el Monterrey Pop Festival), este filme retrata la gira de verano de 1965 en Inglaterra, justo después de haber publicado Bringing It All Back Home y antes de su emblemática aparición en el Newport Folk Festival, aquel repertorio en el que apareció por primera vez en público junto a su guitarra eléctrica. La rústica técnica de Pennebaker acompaña adecuadamente la transformación de Dylan al retratar a un artista en un estado de plenitud creativa y de mudas dubitaciones. El compositor defiende su nueva postura y la ruptura de las expectativas de su público mientras halla la vitalidad que lo acompañará el resto de su vida artística. Aunque sea acompañada de un estado de intranquilidad y del excesivo consumo de cigarrillo que degradará su voz en la siguiente década, es justamente esta renovación la que cementará la leyenda de Dylan tal como la conocemos.

La primera escena del documental es un tropo cinematográfico como ningún otro: el minimalista pero emancipador video de “Subterranean Homesick Blues”. Para quienes no lo conocen, es considerado como el primer video musical en stricto sensu: en éste Dylan despliega varios atractivos carteles cuyos mensajes se sincronizan con las imágenes dadá de la canción mientras un histriónico Allen Ginsberg charla con Bob Neuwirth, su tour manager. A pesar de su sencillez, este experimental corto no sólo abre el documental sino una infinitud de posibilidades para cualquier futuro videoclip: éstos no sólo debían limitarse a grabaciones de presentaciones en vivo o de falsos sets televisivos, también podían proponer una mirada suplementaria a la música que retratan.

El espíritu de dichos minutos merodeará el resto del documental: ¿acaso los oyentes de Dylan están preparados para el cambio o es necesario darles un tiempo prudente de amnistía? ¿Es el nuevo Dylan una parodia que desfigura los mensajes de esperanza compuestos anteriormente? La respuesta que ofrece Pennebaker es contundente: ningún cambio radical está libre de polémica, sobre todo si es una deconstrucción iconoclasta. Cabe mencionar que este filme fue lanzado en 1967, es decir, dos años después de la tormenta mediática que ocasionó la adopción de una inofensiva guitarra eléctrica. Todos aquellos espectadores que reciben el documental deben extrañarse al ver los pasos en falso con los que Dylan recibió a su público meses antes de desatar la inundación.

La gira retratada por el documentalista captura esos momentos de incertidumbre, esos puntos de fuga en los que Dylan lidia con su nuevo arte. Aunque su público todavía se complace de escuchar sus clásicos en formato acústico (todas las canciones de dicha gira lo son), Bringing It All Back Home ya hacía estragos entre sus fanáticos más acérrimos. Los periodistas lo invaden de preguntas relacionadas con su identidad, con la autenticidad de su mensaje y con su conexión con el movimiento folk. A esta y a otras incógnitas Dylan responde con “The Times They Are a-Changin’” (la cual es interpretada al menos cinco veces a lo largo del filme) o con un derroche de intolerancia en el que devela un somero delirio de persecución. Aunque la historia le hallará la razón, no deja de ser llamativo cómo al artista incluso le cuesta reconocer cuánto le fastidia su popularidad o la comparación con otros artistas (en especial con Donovan). Es ese mismo armazón el que lo cubre cada vez que quiere destrozar a un reportero al tergiversar sus preguntas, un acto cobarde pero efectivo para evitar preguntas estúpidas. Ante todo, Dylan debe defender el aura de misticismo de cada una de sus composiciones. Tal como lo afirma uno de los reporteros, eso ocurre cuando un poeta llena una sala de conciertos y no un artista pop.

Cabe mencionar que el único reclamo directo a su sonido eléctrico corre por cuenta de un grupo de jóvenes groupies, es decir, de aquellos seguidores que deberían estar más de acuerdo con su nueva postura. Dylan, no obstante, quiere divertirse y darle un respiro a la pesadez de sus composiciones pasadas. Pennebaker está de acuerdo con su postura libertaria y por eso contribuye a documentar su cambio sin que lo acusen de traidor. ¿De qué le sirve a Dylan que lo aplaudan si no entienden su sermón? Sus canciones son demonios expulsados, los cuales dejan de ser parte de él una vez son publicados. Si se apropia de la nueva ola eléctrica es porque este sonido es el único que puede canalizar su angustia escrituraria. Su música no contradice el mensaje original: el arte es emancipación y debe estar por fuera de cualquier régimen totalizante. La arrogancia del compositor es abiertamente documentada en sus biografías oficiales y apócrifas[2]; sin embargo, verlo disfrazar su genialidad de desinterés es cautivante. Nadie quiere creerle cuando asegura que su obra es puro entretenimiento: puede que Dylan quiere vaciar sus mensajes pero no podrá extinguir la llama de la creatividad. Es este acto contestatario el más radical de los movimientos artísticos de los sesenta, incluso mayor que el de sus colegas beatniks. Dont Look Back es el llamado simbolista[3] que tanto le gusta a Dylan: hay que ser siempre modernos, hay que estar siempre a la vanguardia.

En los días previos a la publicación de este artículo se ha debatido con fuerza el reciente premio Nobel en literatura que recibió nuestro aclamado compositor. Aunque es un problema que se seguirá discutiendo en los próximos meses, Dont Look Back es un gran recordatorio de las barreras trasgredidas por su exuberante obra. Pennebaker hace un sabio trabajo al filmar a un Bob Dylan próximo a estallar; ni siquiera menciona a “Like a Rolling Stone” o a Highway 61 Revisited, su magnum opus publicada una semanas después de finalizar su gira por Inglaterra. Esos dos años de distancia entre lo filmado y lo estrenado pueden ser la vara de lo que se cuestionan en este momento: antes de juzgar, hay que tomar distancia de los hechos para contemplar su futuro impacto. Si bien se puede discutir si Dylan es un poeta o no (aunque para el autor de este artículo evidentemente lo es, y es uno de los más excelsos), no se puede negar su importancia cultural. Tal como ocurrió en el momento en el que agarró una guitarra eléctrica o en el que recibió esta condecoración, la postura de Bob Dylan es una: no mirar atrás. Lo que encuentre adelante será el arte del que usted es digno.

__________________

[1] Todos somos conscientes de la empalagosa popularidad de “Surfin’ U.S.A.” y de “I Wanna Hold Your Hand”, canciones que dominaron los listados de Billboard durante dichos meses. Espero que también seamos conscientes de la pobreza de sus letras; sin decir que sean malas canciones (aunque para mí lo son), sus perpetuos estribillos no está a la altura siquiera de un verso de “Don’t Think Twice, It’s All Right”.

[2] Es bien sabido que en su prolongado “Never Ending Tour” (el cual ha estado vigente desde 1988) Dylan suele tocar de espaldas al público o murmurar sus canciones sin vocalizar. No cualquier artista puede presumir de que sus espectadores compren entradas a sus conciertos solo para ver su gabardina.

[3] No hay que olvidar que la guitarra de Dylan se llama Rimbaud, tal como el poète maudit.