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Darren Aronofsky: The Wrestler (2008)

El siguiente ensayo es un aporte de un nuevo Fortuito de Filmigrana, sebastianhinestrosa, quien gusta del film noir y del tequila paralelamente. Esperamos lo disfruten.

Dato #1:

El mediocre compositor contemporáneo de música clásica Roberto Da Silva fue expulsado de su último trabajo como cajero de Starbucks en el sector de Copacabana (Rio de Janeiro) a causa de su obsesión absoluta con la lucha libre, tres meses antes de su suicido en julio de 2014. Durante sus infrecuentes recitales de piano en el Amazonas brasileño, los fines de semana en los que no laboraba en Rio, Da Silva realizaba demostraciones de candados en el cuello clásicos de la WWF con la ayuda de su erudito público aborigen. Además de este extravagante comportamiento, también era habitual, durante sus horas de trabajo en el mencionado cafetín, hallarlo vestido simulando a “The Undertaker” o a “Lex Luger”, o dando largos y extenuantes discursos a sus clientes, con un conocimiento enciclopédico, sobre la historia de la lucha libre mexicana. Da Silva se denominaba a sí mismo como una mezcla entre Antonio Salieri y “Stone Cold” Steve Austin. Su último día de vida es recordado por sus vecinos quienes mencionan unánimemente que lo vieron caminando taciturno, vistiendo una camiseta de la película: Requiem for a Dream (2000) de Darren Aronofsky y recuerdan con especial curiosidad que las últimas palabras que escribió en una servilleta antes de su deceso, y que fueron halladas afuera de una tina al lado de un desangrando Da Silva, fueron: Satoshi Kon.

Dato #2:

El gran director japonés Satoshi Kon, considerado por mí como la mente más profunda del anime -sobrepasando por muy poco a Satoshi Tajiri-, tuvo una vida corta pero sustanciosa. Desde el estudio MADHOUSE en Japón dejó inconmensurables legados audiovisuales para la humanidad. Kon destaca por múltiples factores; entre ellos, diré aleatoriamente: su gran edición, su extraordinaria composición fotográfica y su constante pesquisa temática por la materia: sueños/realidad. Sus películas Paprika (2006) y Perfect Blue (1997), que exploran este asunto, son consideradas piezas maestras en el mundo del cine. Para multitud de críticos a nivel mundial es innegable y descomunal, incluso más que sobre otros directores –incluyendo a Christopher Nolan-, la influencia del magnánimo director japonés de animación sobre el aclamado Darren Aronofsky. Es más: la nominada al Oscar como mejor película a los premios No 83: Black Swan (2010) de Aronofsky es en realidad un remake de la arriba mencionada Perfect Blue.

La síntesis:

Las tres primeras películas del escritor y director Darren Aronofsky: Pi (1998), Requiem for a Dream (2000) y The Fountain (2006) comparten una estética que hasta antes de su película del 2008 podría describirse como definitoria para el director. Los rasgos estéticos en fotografía se plasman en tomas sobre trípode con una composición equilibrada –y muy cuidada- y con una iluminación con altos contrastes; ésto bajo la magistral dirección de fotografía de Matthew Libatique. En edición destaca la rapidez y la creatividad (por supuesto, ahí están las famosas secuencias de los muy rememorados primerísimos primeros planos de Aronofsky). En el diseño de producción, en conjunción con la fotografía, el cuidado del color es detallado con monocromías que reflejan como subtexto los sentimientos de los personajes. Musicalmente, con música compuesta esencialmente por Clint Mansell o por el mismo Aronofsky, se imprime un ritmo frenético acorde con la edición, con bandas sonoras que ayudan a dar intensidad a las propuestas. Ahora bien, para The Wrestler (2008) la postura narrativa y estilística de Aronofsky da un vuelco total, podríamos decir que ahora la propuesta estética es todo lo contrario a lo que solía ser una película de Aronofsky: así las cosas, con una descripción escueta y mediocre, yo definiría su estilo en The Wrestler como: sencillo y calmado.

Es importante no confundir esta película con: The Fighter (2010) de David O. Russell, autor ícono del cine independiente norteamericano y conocido principalmente por ser el director y guionista de Silver Linings Playbook (2012) y por perder el control durante sus rodajes, especialmente en el set de I Heart Huckabees (2004)– en una perdida de compostura memorable-. Se pueden confundir porque las dos películas fueron traducidas en Colombia al español como: El luchador.

The Wrestler narra la historia de Randy “The Ram” (Mickey Rourke), un legendario ex-luchador profesional de lucha libre de los 80s que, ahora, 20 años después, trabaja en un mercado durante la semana y su pasado de éxito es rememorado los fines de semana en los que hace exhibiciones de lucha como pasatiempo y por poco dinero. Randy, con dificultades económicas, con su gloria desvanecida y con un gran carisma y un gran corazón, enfrenta una vida solitaria, causada por errores del pasado, y tiene únicamente una relación afectiva –si se puede llamar así- con Cassidy (Marisa Tomei), una bailarina erótica también en decadencia.

La segunda toma de la película marca un parámetro narrativo vital de la historia: es un follow shot a Randy con cámara al hombro (toma de persecución desde atrás al personaje mientras este camina) que nos induce a adentrarnos en la subjetividad del personaje (“¿Aronofsky usando cámara al hombro?” Me pregunté la primera vez que ví The Wrestler). Este tipo de toma se va a repetir constantemente durante la película y nos hace penetrar en la perspectiva del protagonista –viendo tal como él ve el mundo-, en la subjetividad de Randy “The Ram” y eso es lo que quiere el director: volcarnos hacia la subjetividad del personaje y, por ende, a su punto de vista, a sus sentimientos y a entender cómo es la vida desde el fracaso. De esta manera, la película temáticamente no es solo sobre un ex-luchador en decadencia; lo que muestra es la perspectiva desde el “fracaso” y desde el vacío existencial que es tan común en la vida moderna, carente de relaciones verdaderamente significativas; de ausencia de sentido y que, en realidad, es un retrato de cualquier persona inmiscuida en los vericuetos de la vida moderna –es decir, usted Señor lector-: multitud de relaciones poco significativas, una vida vacía y la necesidad de “aparentar” el “no-fracaso”. Tanto por su tema como por su propuesta estética audiovisual sobria se puede decir que en The Wrestler hay más cercanía del director, por ejemplo, con el realismo social británico y con autores como Mike Leigh, Ken Loach o Andrea Arnold, que con el mismo Satoshi Kon o con el “anterior Aronofsky”. Incluso se podría decir que hay más influencia de Ciro Guerra[1] y de Andrei Tarkovsky en esta película que del mismo Satochi Kon. Entonces, ¿Qué pasó con la influencia del japonés que era determinante en el estilo de Aronofsky? Según palabras del mismo director, durante una entrevista que vi hace unos años por internet y de la que no puedo afirmar su veracidad para no comprometerme ni con derechos de autor ni con sus juicios, en sus tres anteriores películas ya había agotado su estética narrativa y sentía que debía explorar otra estilística. Me gusta pensar en esta opción. Ese giro en Aronofsky es significativamente llamativo para quienes conocían la obra del autor hasta antes de 2008. Dándome cuenta de esto también, paulatinamente, mi discurso sobre la relación y la influencia de Satoshi Kon sobre Aronofsky ha bajado de intensidad para fortuna de mis tendencias suicidas.

No puede pasar, por supuesto, desapercibida la magnánima actuación y regreso a la gloria de Mickey Rourke, actor que en la vida real comparte rasgos similares a los de Randy. Rourke, que durante los 80s fue la estrella y el niño lindo de Hollywood, tiene ahora la cara deformada después de que a comienzos de los 90s decidiera renunciar a la actuación y dedicarse al boxeo. Luego trató de volver a la actuación sin mucho éxito, su carrera como actor entró en decadencia y se vio redimida en 2008 cuando logró una inmejorable actuación en este papel estelar.

La película es una gran joya por Rourke, porque a través de la sencillez y de la sobriedad Aronofsky crea un relato intimo, profundo y estéticamente coherente, porque técnicamente está perfectamente ejecutada y conceptualizada y porque plasma un retrato del ser humano mostrando; en este caso, la decadencia de una persona que logró una gloria que ya no existe marcada por el inexorable paso del tiempo: una reminiscencia de aquellos brillantes 80s de juventud, Heavy Metal, Hard Rock, Nintendo, Atari, lucha libre, striptease, cocaína que, de la misma manera, ya no existen.

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[1] Se tienen registros recogidos por parte de la Academia Austro-Otomana de Cine (Das Kino und Die Sheiße), en el 2007, confirmando la visita de Darren Aronofsky al Festival Internacional de Cine del Tirol en Austria, asistiendo a la función de gala de La Sombra del Caminante (2004).

David Wain: Wet Hot American Summer (2001)

Antes, unas pocas palabras sobre Paul Rudd. Paul Rudd, actor de Nueva Jersey de 42 años, no será reconocido como el mejor actor de su generación. Su popularidad hoy día se debe en gran parte a sus múltiples colaboraciones laborales con la productora Apatow Productions, al mando de Judd Apatow, de quien hemos hablado anteriormente. Pero lejos de estos exitosos proyectos, Rudd tiene a sus espaldas una carrera fascinante, compuesta por filmes tan variados como secuelas de sagas antes-exitosas-ahora-perdidas de terror (“Halloween: The Curse Of Michael Myers”), adaptaciones australianas y modernistas de Shakespeare (“Romeo + Juliet”), premiados melodramas de Lasse Hallström (“The Cider House Rules”) o seminales comedias románticas para adolescentes con fuerte contenido incestuoso (“Clueless”). Paul Rudd no será reconocido como el mejor actor de su generación, en parte porque no lo es. Sí es, sin embargo, una presencia cómica y actoral única, por lo que aquí en Filmigrana se le hará un pequeño homenaje este mes con cuatro artículos sobre muy distintos filmes en los que ha participado, filmes que van desde aceptables tirando a flojos hasta pequeñas joyas por descubrir. Eso sí, todas enlistadas bajo la columna de “Where’s the Love?”

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Este es el poster promocional (elocuente, excelente) de “Wet Hot American Summer” del director David Wain, cuyos orígenes, al igual que los de la mayoría de los integrantes del reparto, comienzan en aquella cuna de güidos y promiscuos llamada MTV, antes un canal preocupado por la creación de nuevas voces: el caso de Wain, Michael Showalter, Ken Marino, Michael Ian Black y Joe Lo Truglio pertenece a el grupo de comedia de sketch noventero llamado “The State”. ¿Y el caso del filme? Aún con este talentoso pedigrí fue un desastre financiero. Hecho por un poco menos de dos millones de dólares y estrenado en el festival de Sundance (cuatro funciones vendidas por completo), el filme paso un tiempo largo sin encontrar distribuidor, y una vez encontrado, fue prácticamente regalado a USA Films por 100,000 dólares (100,000 dólares que no pararon ni cerca de los bolsillos de los realizadores). Su estreno limitado en unas cuantas ciudades de Norteamérica recaudó poco menos de 300,000 dólares, y la crítica (incluyendo una particularmente virulenta a manos de Roger Ebert sans cáncer) no ayudó la venta de boletas. Pero el fácil acceso al DVD (al igual que en varios casos de la década incluyendo a “Donnie Darko”) y la cualidad y particularidad de la obra últimamente salvaron al filme de la desaparición absoluta y crearon a su paso un fuerte y creciente culto respaldado por los fanáticos de “The State” y más adelante “Reno 9/11” y “The Ten”, el segundo igualmente irregular e inspirado filme del director.

Por que si hay un par de adjetivos que definen de forma apropiada “Wet Hot American Summer” son irregular e inspirado. Establecida por completo en un campo judío en los años 80, el filme es un obvio y preciso homenaje a este específico sub-género de la comedia estadounidense, género cuyo pico indiscutible vino en 1979, cortesía de Ivan Reitman y Bill Murray, con “Meatballs”. Pero la película de Wain no busca capturar la esencia de estos filmes (cómo sí lo intenta, digamos, “The House Of The Devil” de Ti West con el sub-género setentero de “satanic panic”), en su mayoría inofensivos, lineales y algo ingenuos: a pesar de poner mucha atención al detalle, al arte, el vestuario y el lenguaje, el resultado no podría apuntar hacia algo más diferente que aquellos filmes ya veinteañeros. Su producto, básicamente una narración compuesta de muchas pequeñas narraciones durante un solo día de campo (el día final antes de volver al hogar, al colegio y a la civilización), está obsesionada con hacernos reír a cómo de lugar, sin importar que tan enloquecido esté su compás moral o centro emocional. Esta disposición a eliminar toda conexión entre el espectador y los personajes propulsa al filme a funcionar tanto cómo sátira como comedia.

Lo Truglio y Marino, en una de las viñetas más logradas.

Pero que absurdo y complejo resulta referirse en estos términos a la obra presente, cuando ella misma no se atribuye esa seriedad. “Wet Hot American Summer” es ante todo, hora y media en buena y relajada compañía, aún cuando no todos sus estratagemas funcionan, la mayoría logra su cometido sin problema alguno. Claro está, nada más subjetivo en el mundo cinematográfico que la comedia, ya que la opinión frente a lo que vemos y lo que nos resulta genuinamente divertido o humorístico está ceñida a la mentalidad y la personalidad del autor. El éxito, o la falta del mismo en el filme de Wain, elabora sobre un punto muy diciente del tipo de comedia que estamos presenciando. Al revisar la película una y otra vez, dos cosas saltan a la vista inmediatamente: a) que es obvio desde el principio que el filme iba a fracasar monetariamente por el específico de su demografía y b) que, aún con este elefante en el cuarto, alguien hubiese dado luz verde a este proyecto, en muchas formas un callejón sin salida de sueño frustrado (algo similar ocurre con “Observe and Report” de Jody Hill, un artículo más aún por escribir). Estos dos eventos, algo trágicos, dan lugar a un tercero mucho más esperanzador, el estatus de culto del filme en sí. Lo cual, una vez más, es consecuente desde un punto de vista fenomenológico, donde la producción y realización de una obra de arte dirigida hacia un público extremadamente específico no crea un gran número de seguidores, pero sí un séquito acérrimo y frecuentemente fanático.

Pero una vez más me he desviado del camino que la inteligente y muy graciosa película deja a su paso. A pesar de ser un filme preocupado por un periodo y una tipología muy exactos, su comedia es lo suficientemente abierta como para seducir a espectadores que la desconozcan y la encuentren casualmente en su video-tienda de elección, en el inmenso e insondable internet o en la programación de medianoche de algún televisor accesible. Escrito por Wain y Showalter, el filme logra una balanceada combinación entre improvisación actoral (con la presencia de los jóvenes y en aquel entonces semi-desconocidos Bradley Cooper, Amy Poehler, Elizabeth Banks y el homenajeado Rudd) y diálogo absurdo. Esta ganadora combinación de director y actores, nada demasiado formal (como este desconsiderado y maltrecho artículo lo hace parecer), crea personajes sobre arquetipos y los hace verdaderamente memorables (y citables, otro punto a favor del cultismo que hoy día rodea a la película). En palabras de Beth, la directora del campo (Janeane Garofalo, siempre estupenda salvo en política): I’d like to take this opportunity to thank you all for making the last eight weeks without rival, THE BEST SUMMER OF MY ENTIRE LIFE!

Whoo!

Beth, una ex-hippie de jeans y blusa gruesa con vistas liberales sobre la educación vacacional (Well, we made it through the end of the summer in one piece, except for the lepers), es quien maneja el lugar ayudada por varios jóvenes de 16 (claramente interpretados por actores de 25 en adelante, a propósito), pero tiene su interés romántico en el profesor de física que vino a descansar en una enorme cabaña de madera al lado del campo (David Hyde Pierce, brillante, lo cual es un adjetivo común a la hora de describir los involucrados en este rodaje, por lo que dejaré de usarlo), Henry Newman, cuyas teorías conspiracionistas y además acertadas apuntan a un pedazo de laboratorio espacial (Skylab) que va a caer en todo el centro del lugar. Otros adultos incluyen a Gene (Christopher Meloni), el cocinero/veterano del Vietnam con tendencias sexuales inapropiadas, Nancy, la enfermera, y Gail, la profesora de arte obsesionada con el marido que la dejó recientemente (Molly Shannon en la único historieta que falla por completo en el filme, y no por falta de esfuerzo o tiempo).

Los adolescentes están conformados principalmente por el cuarteto amoroso de Coop (Showalter), joven judío sin éxito amoroso, Katie (Marguerite Moreau), su amor platónico, Andy (Rudd, cuya escena en el comedor podría ser descrita aptamente como mítica), su abusivo novio (Fuck you, dyke!) y Lindsay (Elizabeth Banks), el objeto del deseo y adulterio de Andy. Paralelo a este grupo, JJ (Zak Orth) y Gary (A.D. Miles) intentan lograr que McKinley (Black) se acueste con alguien, pero McKinley está un poco ocupado acostándose con Ben (Cooper), que a su vez es el productor/coreógrafo del número musical más esperado del show de talentos de esa noche, dirigido por Susie (Poehler). Para cerrar el círculo, Victor (Marino), un mitómano virgen cuya oportunidad sexual se presenta en la fácil Abbie (You snooze, you lose, dude.), debe llevar a un grupo de exploradores a una excursión en el río junto a su amigo Neil (Lo Truglio). El conjunto funciona como una especie de Robert Altman del infierno, pero un Robert Altman igualmente.

A pesar de la prosopopeya y la pretensión, el presente funciona cómo una recomendación eufórica de WHAS, en mi opinión nada menos que una de las mejores comedias de los últimos años, y prueba viviente de que ciertos conceptos absurdos llevados al extremo funcionan, así sea en el plano más errático y viciado de la realidad, muchas veces el mejor plano para habitar.

Mierda, se me olvidó hablar de la música de Craig Wedren y Theodore Shapiro. Bueno, que mejor forma de despedirlos.