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Hayao Miyazaki: Mononoke Hime (1997)

“To see with eyes unclouded by hate”

Previo a la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro en 1992 era más bien poco lo que se hablaba en torno al cambio climático y nuestra situación de responsabilidad como amos y señores de la cadena alimenticia. Existía una noción de las transformaciones por las cuales estábamos llevando a nuestro entorno, y por supuesto, estaba la IUCN desde finales de los años 40’s, incluso aunque sus actividades no habían sido atendidas de manera comedida y apropiada; pero aún faltaba mucho tiempo para que el discurso medioambiental ganara impacto y se empezara a pensar no sólo en los pequeños cambios dentro de niveles locales, sino además en las consecuencias a futuro en escala global.

Pero, ¿Por qué estaría escribiendo esto yo, si se asume que la propiedad de este sitio no ha cambiado a manos de algún colectivo verde de poca monta? Pues bien, con el habitual fin de sentar un pequeño contexto histórico a los finales de los años 90’s, abrí con estas tímidas y cortas lineas el comentario hacia esta épica de acción animada con agenda de fábula ecológica. La constante lectura que se puede hacer de las películas de Hayao Miyazaki, más allá de una fascinación con el vuelo y el encanto de la imaginación infantil (que no están presentes en esta película en particular) es el de la preservación de la naturaleza, hecho patente en varias de sus producciones más exitosas: Kaze no tani no Naushika -Nausicaä of the Valley of the Wind- (1984) nos presenta el Fukai, un bosque corrompido por la acción de los hombres y su afán de violencia, así como las monstruosas creaturas que ahora viven ahí; Tenkû no shiro Rapyuta -Castle in the Sky Laputa- (1986) tiene su epónima construcción haciendo las veces de santuario de flora y fauna, cuidado por golems tan poderosos como enigmáticos; incluso Tonari no Totoro -My Neighbor Totoro- (1988) comparte la imagen del bosque, hábitat del mismísimo Totoro, en el que se desenvuelve la fantasía que se opone a lo regular. Mononoke Hime alude a esta temática recurrente, el bosque encantado que ha roto lazos con la humanidad (y ésta con aquel, en reciprocidad) sin que por ello sea algo cansino o gastado el producto final.

Varios consideran que la obra cumbre de Miyazaki es Spirited Away (2001, ya estuvo bueno de poner los nombres en japonés, igual nadie los va a recordar o siquiera leer), y bueno, ¿Por qué habríamos de exigir otra cosa, si incluso ganó un Premio de la Academia y fue un éxito absoluto en taquilla? Y sostener que Mononoke Hime es, en cambio, la síntesis y culminación de todo el eje temático desarrollado por el maestro nipón sería bastante reduccionista de mi parte. Personalmente considero que la conocida odisea de Chihiro está ligeramente sobrevalorada, pero esa es mi aberrada e inquietante opinión, que expondré en otro artículo, y aunque Mononoke Hime no es el culmen de Studio Ghibli o de Miyazaki como su mayor exponente, si presenta un punto muy alto en su propia categoría. Mejor vayamos por partes, y diseccionemos esto al calor de un ameno recuento.

Miyazaki es versátil, y tiene tanta pericia en la creación de mundos fantásticos y absorbentes tanto como sabe de historia de la humanidad, con un cierto énfasis en la modernidad (me inclinaría a pensar que una cosa lleva a la otra). Así como Nausicaä y Laputa se plantean en mundos ‘atemporales’, una suerte de mezcolanza entre algún pasado valiente y el sazón que añaden los tanques, rifles de asalto y los dirigibles, hay otros ambientes recreados con una puntual riqueza y atención al detalle, como en el caso de la ciudad que vemos en Kiki’s Delivery Service (1989) inspirada en centros urbanos suecos por los que no ha transcurrido la Segunda Guerra Mundial*, y ya nos sentimos más cómodos estableciendo un marco temporal en un espacio semejante, algo alrededor de los años 40’s o 5o’s, a lo sumo.

Mononoke Hime tiene una cualidad histórica semejante, lo que permite asimilar el vuelco fantástico con mayor entereza, aunque más adelante me explicaré en el carácter restringido de esta asimilación (pista: tiene que ver con otakus, hombres blancos que creen ser samurai y/o conocedores de la cultura e historia nipona).

El desmembramiento, no obstante, sigue siendo un lenguaje universal.

No siempre fue un drama de época, o al menos no en lo que concierne al argumento original; Miyazaki tenía inicialmente planeado adaptar un manga suyo de 1983, The Journey of Shuna, y esos volúmenes tan bellamente coloreados nos relatan la travesía que un príncipe hace para salvar a su pueblo de la hambruna**, encontrando en el camino a una joven, Tea, y su pequeña hermana, quienes lo acompañarán (hasta cierto punto) en la búsqueda de una tierra de gigantes, donde se cultivan plantas maravillosas que podrían ser la solución al problema de la aldea de Shuna.

A lo largo de varios años y trás muchos storyboards esta perspectiva se transforma, llevando a los cambios que podemos reconocer y los parentescos entre el manga y la película. Se entremezclan, con destreza y facilidad, el período Muromachi (que va del siglo XIV hasta finales del XVI) dentro del cual fungió la conocida Sengoku Jidai de la que se ha romantizado gran parte de la iconografía samurai, con un transfondo mítico en el que criaturas enormes coexisten con el hombre de manera no-pacífica. Los Emishi, un pueblo histórico de la isla que se opuso al mandato del Emperador, son barridos y llevados al decrecimiento de su casta y población, otrora formidables guerreros de los que sólo queda un heredero notable, Ashitaka, tan príncipe como Shuna. En ambos universos la montura por excelencia de los pueblos en declive es el Yakkul, una especie de antílope rojo resistente y apto para la cabalgadura, y el diseño de la criatura no cambia a lo largo de 25 años.

Un enorme jabalí transformado en demonio o Tatarigami, conocido como Nago, maldice a Ashitaka durante una amigable visita al pueblo de los Eboshi, con toda la gritería y flechazos que eso conlleva, y lo lleva a buscar las respuestas de su infortunio en el oeste, sin que nadie de su tribu le pueda ayudar. La peculiar maldición del príncipe se representa en una marca negra ó purpúrea que se extiende a lo largo de su brazo derecho y que, a pesar de su carácter trágico, le permite hacer demostraciones preternaturales de fuerza y puntería. En el curso de su exilio no puede evitar hacer justicia frente a los actos de pillaje y crimen que presencia, siendo apoyado por su mortífera maldición, y en un pueblo próximo se encuentra con el monje Jiko-bō, mejor descrito como “un espía, un ninja, un hombre de fe ambicioso y/o un buen tipo”. Éste impulsa a Ashitaka a buscar al Shishigami, el Espíritu de los Bosques, quien reside en un peligroso claro que nuevamente recuerda al Fukai de Nausicaä o, sin irnos más lejos, a la torre de los gigantes en el viaje de Shuna. Ahora, que el amigable Jiko-bō haya sido efectivamente rescatado de una posible muerte o que sea un plan de éste para llevarlo al infortunado bosque, se trata de una conjetura que espero desarrollar mejor en un futuro.

Los disparos son un regalo, en realidad.

El encuentro con el administrador de la flora y fauna agigantada se ve interrumpido por un combate entre una caravana de bueyes y unos lobos gigantes, éstos a su vez acompañados de una chica enmascarada. Ashitaka presencia tan solo una parte de las consecuencias de este encuentro, y es ahí donde ve por primera vez a la chica, limpiando las heridas del más descomunal de los lobos, Moro, la madre de la jauría. Se trata de San, la “Princesa de los Lobos”, esta última dejando absorto con su belleza feral al joven exiliado. Ashitaka no tarda mucho en conocer todas las demás partes del conflicto, y su pureza de espíritu y ausencia de odio personal lo llevará a ser observado por el mismísimo Espíritu de los Bosques, evento que es sucedido por un encuentro con la principal responsable de la demonización que consumió el alma de Nago, la impetuosa y vivaz Eboshi.

A medida que transcurre el argumento se empieza a notar mucho más la maestría de Miyazaki a la hora de construir sus personajes, especialmente sus villanos; Eboshi no está objetablemente sedienta de poder y riquezas como sí se podía inferir de Muska en Laputa, y comparte mayores semejanzas con la Princesa Kushana de Nausicaä, en cuanto a que son mujeres fuertes con grandes cicatrices de su pasado (en el caso de Kushana, son literales estas marcas); Jiko-bō, como ya se dijo, no es completamente bueno ni es un miserable mezquino, teniendo una agenda que permanece en misterio a lo largo de toda la película; Moro, a su vez, se muestra apática con los sentimientos crecientes de Ashitaka por su hija adoptiva, pero llega a resolver ese conflicto con el paso del tiempo a pesar de lo matizada que permanece su actitud. Curiosamente los únicos que salen ‘mal parados’ son los idealizados samurai, mostrados con mayor tino como una casta de canallas beligerantes.

La obstinación suicida y el ‘bushido’, amigos sin siquiera conocerse.

Es posible hallar los paralelos de ‘ficción’ y ‘realidad’ en ciertos hechos históricos retratados en la película, gracias a lo ya discutido del contexto y el transfondo, y dichos paralelos pueden ser observados transversalmente a lo largo de otras cinematografías y visiones. En todo el aspecto de la desmitificación del samurai, se da lugar también a otra revolución del pensamiento de la época, y es el advenimiento de las armas de fuego, relevantes en el argumento como los propulsores de la modernización y la apropiación de la tierra. El disparo que lleva a Nago a la locura, siendo el primero de estos hechos, y el aparente fin único de Tatara como centro de producción de armamento (cierto, el hierro lo comercian, pero en su mayoría es empleado para crear armas de pólvora). Los monjes-mercenarios emplean la pólvora como un game changer en su enfrentamiento contra los jabalíes del bosque que buscan venganza, y éstos a su vez son el último baluarte del combate cuerpo a cuerpo, “orgullosos” son llamados por algunos, “estúpidos” por la familia de Moro.

Como es de esperarse que en toda película que deba estar sujeta a un proceso de traducción y localización a un mercado distinto al local, Mononoke Hime sufre varios inconvenientes y tropiezos en esta área, aunque mucho menores de los que tuvo con Nausicaä (otorguense el placer de ver el tráiler enlazado). Para empezar con lo básico, el nombre por el que se conoce la película es “La Princesa de los Lobos”, cuando la palabra Mononoke no tiene nada que ver concretamente con lobos, siendo simplemente un término que engloba diversas criaturas o espíritus, y por ende, el acompañante ‘Hime’ no implica del todo un título nobiliario de princesa o hija de un rey, como se entiende en estas regiones. Muchos otros términos son más o menos intraducibles, teniendo que recurrir a imágenes más comunes para dar cuenta de lo que expresan: ‘Jibashiri’, como son conocidos los cazadores de Jiko-bō, no son cazadores como tal, estando más cerca de ser mercenarios que cualquier otra cosa; si nos vamos más lejos, encontraremos que la película en su idioma original está cundida de referencias de difícil entendimiento para el americano o europeo promedio.

¿En serio, prostitutas?

Eso sí, es necesario hacer una pequeña venia frente al trabajo de localización encabezado por Neil Gaiman, quien reescribió los diálogos para facilitar su comprensión, y el reparto de luminarias que prestan sus voces para esta traducción no es menos ejemplar, contando con Billy Crudup como Ashitaka, Billy Bob Thornton impersonando a Jiko-bō, Claire Danes hablando por San y Jillian Anderson otorgando la voz de Moro. La música, en cualquier idioma, permanece intacta, y consolida más de dos décadas de trabajo entre el compositor Joe Hisaishi y Hayao Miyazaki. Es más bien poco lo que debería hablar de ese último apartado, por lo que apenas añadiré esto.

Me he visto esta película un buen número de veces, aunque no tantas como yo quisiera***, y descubro elementos que le añaden profundidad, proporcionan preguntas o responden algunas que en un momento tuve. Siempre hubo una cierta inconformidad con la relación entre Ashitaka y San, de lo fría y desentendida que es para tratarse de un aventura dramática, pero he llegado a conciliar ese aspecto dentro del visionado, y comprender que puede tratarse de un pequeño telón de fondo, necesario para la firme sujeción de los cimientos que soportan esta maravillosa y atemporal historia de reconciliación del hombre con la naturaleza. Con certeza, tras un buen número adicional de visionados, haré una nueva entrega sobre esta misma película, intentando ahondar de manera más respetuosa en ella.

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*Estocolmo y Visby, si los señores de The Pink Smoke son de fiar.
**Por alguna razón el pueblo me recuerda a la inhóspita región en la que viven los protagonistas de Marili Svanets (1930), documental de Mikhail Kalatozov en el que se dan a conocer las vías por las cuales el Gobierno Comunista apoya a las poblaciones aisladas, con el fin de tecnificarlas y anexionarlas a su plan de progreso. Hagan caso omiso de esta referencia.
***Corta a plano medio de hombre con lentes, cruzado de piernas en el set de un programa de entrevistas, riendo y gesticulando mientras relata que aunque se dedicaba a la ingeniería, el Cine llegó a su vida como una musa inspiradora.