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D.A. Pennebaker: Dont Look Back (1967)

En el que tus hijos están más allá de tu mandato

La década de los sesenta se destaca por sembrar la semilla de la discordia social a una escala global. Tal como lo retrata el impecable drama Mad Men, durante esos años los ideales liberales estallaron en manifestaciones sociales de todo tipo: el movimiento de derechos civiles de los afroamericanos, el surgimiento de posturas feministas, la liberación sexual, las protestas en contra de la Guerra de Vietnam, entre muchas otras. Las secuelas de la Segunda Guerra Mundial, las crisis económicas y el asesinato de Kennedy fueron tan solo algunos de los factores que desencadenaron el sinsabor en multitudes que no hallaban justicia en las convenciones políticas de Occidente. La proliferación del arte fue fundamental para darle una voz de aliento estético a todos estos reclamos, y la música fue su medio más efectivo para conquistar a aquellas juventudes revoltosas que buscaban reconstruir su crisis de identidad.

A finales de 1964 Bob Dylan ya era un icono de la música protesta. Aunque no era una categoría de su agrado, sus composiciones inevitablemente marcaron un hito en varios de los movimientos sociales señalados anteriormente. Sus letras, cargadas de añoranzas y de personajes que se enfrentaban en la lucha de clases, conmovieron a aquellos oyentes que buscaban en la música más que un escandaloso movimiento de caderas. En un lapso de quince meses publicó The Freewheelin’ Bob Dylan, The Times They Are a-Changin’ y Another Side of Bob Dylan, tres álbumes fundamentales para la renovación lírica de la música popular. La monumentalidad de canciones como “Blowin’ in the Wind” y de “The Times They Are a-Changin’” y la crudeza de “Masters of War”, “The Lonesome Death of Hattie Carroll” y “Chimes of Freedom” cautivaron a los oyentes que buscaban alternativas al ingenuo populismo de las primeras composiciones de The Beach Boys y de The Beatles[1]. Varios líderes sociales –Martin Luther King, Jr., Joan Baez, Joyce Carol Oates- exaltaron los versos de Dylan, los cuales acompañaron varias protestas pacíficas, particularmente la multitudinaria Marcha de Washington de 1963. Sumado a eso, varios artistas de élite cosecharon éxito (y dinero) al versionar varios de estos temas. En cierta medida el joven Dylan había logrado su cometido: hacer eco con sus denuncias sociales en pro de un futuro esperanzador.

Sin embargo, el entusiasmo propio de cualquier joven adulto contagió de experimentación a Dylan y en marzo 8 de 1965 dio a conocer su composición más radical: “Subterranean Homesick Blues”. Este tema, interpretado con una guitarra eléctrica y plagado de versos libres declamados con la velocidad de una borrasca, fue una aberración para aquellos puristas que se rehusaban a perder la imagen de aquel bardo que era admirado por su guitarra acústica y su armónica. Con “Subterranean…” Dylan le escupió a la tradición que él mismo había instalado y, para no dejar su cambio al azar, publicó dos semanas después Bringing It All Back Home, su obra más polémica a la fecha. Cargada de bromas, sonidos distorsionados y rudeza, el cantautor mostró una faceta influenciada fuertemente por la literatura beat (en especial por su gran amigo Allen Ginsberg) y por el fluir de conciencia vanguardista. El ejemplo más evidente es el contraste entre la apaciguante “Bob Dylan’s Dream” del lado B de The Freewheelin’ Bob Dylan y “Bob Dylan’s 115th Dream”, su escandalosa y electrizante contraparte. Los cambiantes tiempos de los cuales Dylan pregonaba hace algunos meses por fin lo habían alcanzado.

Dont Look Back documenta las secuelas inmediatas de esta radical propuesta. Dirigido por el virtuoso D.A. Pennebaker (más conocido por su trabajo en el Monterrey Pop Festival), este filme retrata la gira de verano de 1965 en Inglaterra, justo después de haber publicado Bringing It All Back Home y antes de su emblemática aparición en el Newport Folk Festival, aquel repertorio en el que apareció por primera vez en público junto a su guitarra eléctrica. La rústica técnica de Pennebaker acompaña adecuadamente la transformación de Dylan al retratar a un artista en un estado de plenitud creativa y de mudas dubitaciones. El compositor defiende su nueva postura y la ruptura de las expectativas de su público mientras halla la vitalidad que lo acompañará el resto de su vida artística. Aunque sea acompañada de un estado de intranquilidad y del excesivo consumo de cigarrillo que degradará su voz en la siguiente década, es justamente esta renovación la que cementará la leyenda de Dylan tal como la conocemos.

La primera escena del documental es un tropo cinematográfico como ningún otro: el minimalista pero emancipador video de “Subterranean Homesick Blues”. Para quienes no lo conocen, es considerado como el primer video musical en stricto sensu: en éste Dylan despliega varios atractivos carteles cuyos mensajes se sincronizan con las imágenes dadá de la canción mientras un histriónico Allen Ginsberg charla con Bob Neuwirth, su tour manager. A pesar de su sencillez, este experimental corto no sólo abre el documental sino una infinitud de posibilidades para cualquier futuro videoclip: éstos no sólo debían limitarse a grabaciones de presentaciones en vivo o de falsos sets televisivos, también podían proponer una mirada suplementaria a la música que retratan.

El espíritu de dichos minutos merodeará el resto del documental: ¿acaso los oyentes de Dylan están preparados para el cambio o es necesario darles un tiempo prudente de amnistía? ¿Es el nuevo Dylan una parodia que desfigura los mensajes de esperanza compuestos anteriormente? La respuesta que ofrece Pennebaker es contundente: ningún cambio radical está libre de polémica, sobre todo si es una deconstrucción iconoclasta. Cabe mencionar que este filme fue lanzado en 1967, es decir, dos años después de la tormenta mediática que ocasionó la adopción de una inofensiva guitarra eléctrica. Todos aquellos espectadores que reciben el documental deben extrañarse al ver los pasos en falso con los que Dylan recibió a su público meses antes de desatar la inundación.

La gira retratada por el documentalista captura esos momentos de incertidumbre, esos puntos de fuga en los que Dylan lidia con su nuevo arte. Aunque su público todavía se complace de escuchar sus clásicos en formato acústico (todas las canciones de dicha gira lo son), Bringing It All Back Home ya hacía estragos entre sus fanáticos más acérrimos. Los periodistas lo invaden de preguntas relacionadas con su identidad, con la autenticidad de su mensaje y con su conexión con el movimiento folk. A esta y a otras incógnitas Dylan responde con “The Times They Are a-Changin’” (la cual es interpretada al menos cinco veces a lo largo del filme) o con un derroche de intolerancia en el que devela un somero delirio de persecución. Aunque la historia le hallará la razón, no deja de ser llamativo cómo al artista incluso le cuesta reconocer cuánto le fastidia su popularidad o la comparación con otros artistas (en especial con Donovan). Es ese mismo armazón el que lo cubre cada vez que quiere destrozar a un reportero al tergiversar sus preguntas, un acto cobarde pero efectivo para evitar preguntas estúpidas. Ante todo, Dylan debe defender el aura de misticismo de cada una de sus composiciones. Tal como lo afirma uno de los reporteros, eso ocurre cuando un poeta llena una sala de conciertos y no un artista pop.

Cabe mencionar que el único reclamo directo a su sonido eléctrico corre por cuenta de un grupo de jóvenes groupies, es decir, de aquellos seguidores que deberían estar más de acuerdo con su nueva postura. Dylan, no obstante, quiere divertirse y darle un respiro a la pesadez de sus composiciones pasadas. Pennebaker está de acuerdo con su postura libertaria y por eso contribuye a documentar su cambio sin que lo acusen de traidor. ¿De qué le sirve a Dylan que lo aplaudan si no entienden su sermón? Sus canciones son demonios expulsados, los cuales dejan de ser parte de él una vez son publicados. Si se apropia de la nueva ola eléctrica es porque este sonido es el único que puede canalizar su angustia escrituraria. Su música no contradice el mensaje original: el arte es emancipación y debe estar por fuera de cualquier régimen totalizante. La arrogancia del compositor es abiertamente documentada en sus biografías oficiales y apócrifas[2]; sin embargo, verlo disfrazar su genialidad de desinterés es cautivante. Nadie quiere creerle cuando asegura que su obra es puro entretenimiento: puede que Dylan quiere vaciar sus mensajes pero no podrá extinguir la llama de la creatividad. Es este acto contestatario el más radical de los movimientos artísticos de los sesenta, incluso mayor que el de sus colegas beatniks. Dont Look Back es el llamado simbolista[3] que tanto le gusta a Dylan: hay que ser siempre modernos, hay que estar siempre a la vanguardia.

En los días previos a la publicación de este artículo se ha debatido con fuerza el reciente premio Nobel en literatura que recibió nuestro aclamado compositor. Aunque es un problema que se seguirá discutiendo en los próximos meses, Dont Look Back es un gran recordatorio de las barreras trasgredidas por su exuberante obra. Pennebaker hace un sabio trabajo al filmar a un Bob Dylan próximo a estallar; ni siquiera menciona a “Like a Rolling Stone” o a Highway 61 Revisited, su magnum opus publicada una semanas después de finalizar su gira por Inglaterra. Esos dos años de distancia entre lo filmado y lo estrenado pueden ser la vara de lo que se cuestionan en este momento: antes de juzgar, hay que tomar distancia de los hechos para contemplar su futuro impacto. Si bien se puede discutir si Dylan es un poeta o no (aunque para el autor de este artículo evidentemente lo es, y es uno de los más excelsos), no se puede negar su importancia cultural. Tal como ocurrió en el momento en el que agarró una guitarra eléctrica o en el que recibió esta condecoración, la postura de Bob Dylan es una: no mirar atrás. Lo que encuentre adelante será el arte del que usted es digno.

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[1] Todos somos conscientes de la empalagosa popularidad de “Surfin’ U.S.A.” y de “I Wanna Hold Your Hand”, canciones que dominaron los listados de Billboard durante dichos meses. Espero que también seamos conscientes de la pobreza de sus letras; sin decir que sean malas canciones (aunque para mí lo son), sus perpetuos estribillos no está a la altura siquiera de un verso de “Don’t Think Twice, It’s All Right”.

[2] Es bien sabido que en su prolongado “Never Ending Tour” (el cual ha estado vigente desde 1988) Dylan suele tocar de espaldas al público o murmurar sus canciones sin vocalizar. No cualquier artista puede presumir de que sus espectadores compren entradas a sus conciertos solo para ver su gabardina.

[3] No hay que olvidar que la guitarra de Dylan se llama Rimbaud, tal como el poète maudit.

Alexander Payne: Sideways (2004)

El presente ensayo es una nueva visita a una entrega que el autor publicó el 6 de marzo de 2013. Esa versión ya no se encuentra disponible, debido a que la actual se considera mucho más completa e integra a nuestra visión. Así mismo, esperamos que la puedan disfrutar en igual o mayor medida.

Valtam

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Vi Sideways, traducida al español sobriamente cómo Entre Copas, por primera vez en el cine del Centro Comercial Portoalegre, una curiosidad, quizás atrocidad, arquitectónica y económica que subsiste a punta de peluquerías y comidas rápidas[1]. El teatro en sí tenía tres salas competentes, reservadas para éxitos de taquilla con producción sonora elaborada y recargada mientras la sala número cuatro, reservada para filmes pequeños, independientes o con más de 3 semanas en cartelera, era (o es, pendiente a remodelación, debo aceptar que no he ido hace un tiempo considerable) un lugar miniatura con no más de 10 filas al que se llegaba a través de una empinada escalera y que parecía una pesadilla soñada por un claustrofóbico y/o tremofóbico. Ahora, recuerdo haber ido a la función de estreno con un par de amigos, y sentarme en primera fila gracias a la multitud aglomerada de más o menos 40 personas, multitud que además subía considerablemente la temperatura del teatro gracias al pobre/inexistente sistema de ventilación de dicha bóveda con proyector. Poco tiempo después inició el filme. Hasta que empecé a escribir este artículo no había vuelto a rememorar el teatro, ni las escaleras, ni la pantalla miniatura, ni el sonido de salón comunal, ni la larga caminata a mi casa tras la función, ni las opiniones desdeñosas de los otros espectadores. La película, no obstante, se enfrenta conmigo varias veces al año, y tras revisarla y desentrañarla por más de 10 años, memorizar varios de sus diálogos, haber leído la estupenda novela original escrita por Rex Pickett, perder la sorpresa de sus varios giros y el filo de algunas de sus bromas, la emotividad de aquella primera función nunca ha desaparecido. Continúa, hasta el momento, intacta. Todavía entiendo a todos los personajes, creo saber por qué actúan como actúan, por qué hablan como hablan, porque comienzan en un punto A y llegan a un punto B. Y, tras haberla visto por enésima vez, sigue siendo igualmente accesible y enigmática, familiar y desconocida. Es un filme, y quizás ya lo saben, que habla sobre el fracaso.

Un tema verdaderamente complejo de capturar con honestidad, el fracaso, y uno que el cine norteamericano ha retratado con variantes grados de éxito desde sus más entrañables inicios (Frank Capra y Billy Wilder, dos de sus mejores exponentes). Hoy día, no obstante, pocos realizadores han dedicado su labor artística a capturar con tanto rigor la tristeza inherente, brutal y frecuentemente ridícula que lo acompaña como Alexander Payne. Nativo de Omaha, Nebraska, un estado reconocido por sus largos, verdes y monótonos pastales[2], Payne inició su carrera cinematográfica haciendo cortometrajes amateurs hasta graduarse en 1990 con un master en finas artes de la escuela de cine de la UCLA[3]. Seis años más tarde, tras incurrir brevemente en la pornografía softcore (puntualmente la saga Inside Out de Playboy), Payne estrenaría su primer largometraje Citizen Ruth (1996) en el cual evidenciaba ya claros aspectos de su estilo de comedia, balanceando humor acerbo, ácido y oscuro con una obsesión con perdedores compulsivos e irredimibles (sin por esto ser compasivo con ellos). Citizen Ruth sigue a la no-particularmente-brillante indigente drogadicta Ruth (interpretada sin rastro de ego actoral por Laura Dern) quien se ve encerrada en una lucha entre dos bandos radicales (fanáticos religiosos y hippies de contracultura) luego de que un juez le recomiende abortar para reducir su sentencia carcelaria. Payne seguiría su opera prima con Election (1999), adaptando exitosamente (junto a su frecuente compañero de escritura Jim Taylor) la mordaz sátira del agresivo sistema electoral norteamericano escrita por Tom Perrotta, trasladando la acción de las casas gubernamentales a un bachillerato en busca de representante estudiantil. Su tercer filme, About Schmidt (2002), sigue al viejo Warren Schmidt (un comprometido y conmovedor Jack Nicholson) a través de su retiro laboral, la muerte de su mujer y el matrimonio de su hija con un vendedor de colchones de agua con cola de caballo (el gran Dermot Mulroney), e hilvana los eventos en su vida con un viaje de carretera en un lujoso y solitario tráiler. About Schmidt presenta un cambio de actitud para Payne,  ya que al escoger emotividad genuina sobre shock humorístico suaviza ligeramente los bordes de su comedia misantrópica al permitir que en esta se filtre una vena de madurez emocional, sin por esto perder el filo de su sátira. Aquella reconciliación de dualidades permitiría que Payne llegara a su mejor trabajo hasta el día de hoy, en Sideways.

Pero sus filmes previos servirían al director a encontrar tanto su nicho narrativo como su estilo fotográfico. Trabajando en conjunto primero con el ya fallecido James Glennon y más adelante con Phedon Papamichael, Payne usa una mezcla de cuidadosos y simétricos planos generales de espacios comunes y primeros planos cerrados para capturar los particulares rostros de sus varios personajes, interpretados por una mezcla de actores naturales con anomalías físicas y expresiones singulares y de reconocidos actores profesionales desapegados de su aura de estrellato, que entrelaza mediante sobreimposiciones y transiciones lentas donde una imagen se deshace en la otra, no sin antes compartir una composición juntas. Encuadrando a sus sujetos con la misma fascinación que habría usado Pier Paolo Pasolini varias décadas antes (aunque sin genitales), Payne conserva su perturbador y voyerista efecto beligerante pero lo vuelca hacia lo cómico. El realizador encuentra también en la clase media trabajadora norteamericana su tema predominante, y logra profundizar sus aparentemente insignificantes dilemas morales y emocionales hacia una metáfora mucho más grande y lograda: América (Estados Unidos de América[4]), y las consecuencias emocionales de ser “la tierra de las oportunidades”. El país que es retratado con mayor frecuencia como el paraíso en la tierra está roto bajo los ojos de Payne, y el fracaso es la sangre que llena sus venas. Para él sus habitantes más interesantes no son los dominantes, ni los poderosos, sino las personas que luchan toda su vida y nunca logran el éxito que les fue prometido en su juventud y temprana adultez (y aquellos que lo alcanzan han sacrificado su humanidad y empatía en el proceso[5]). Es fundamental que estos fracasos sean vistos, no obstante, porque aquellos conforman la mayoría y bajo otra luz reflejan la verdad del espíritu humano en tiempos difíciles: el simple hecho de continuar intentando es suficiente.

Half my life is over and I have nothing to show for it.

¿Qué tiene de especial Sideways que la separe del resto de la filmografía mencionada arriba, aún cuando es regida por los mismos preceptos estilísticos y temáticos que definen la obra de Alexander Payne? Todo radica en el personaje principal, el perenne perdedor Miles, interpretado por Paul Giamatti en la mejor actuación de su prolífica carrera hasta el momento[6]. El filme inicia con una habitación completamente oscura, gradualmente inundada por golpes en una puerta, y los gruñidos de un hombre que no quiere despertar: “Oh, fuck”. Se trata un regordete profesor de literatura que abre la puerta en calzones y una camisa gris, frente a su casero que le pide mueva su carro. Sale en una vieja bata pidiendo disculpas a los obreros que vienen a arreglar el techo de la comunidad cercada, y pronto entra corriendo a su apartamento nuevamente para ver en el reloj del microondas que va tarde para su aventura. Miles, sin embargo, se toma su tiempo, se baña lentamente, lee en el inodoro, usa seda dental agresivamente, pide un croissant y una copia del New York Times en una cafetería cercana, y empieza a llenar el crucigrama sobre el timón de su viejo convertible rojo (un Saab 900), para los entusiastas de la industria automotriz). Miles nunca es sometido a escrutinio, simplemente es observado de cerca en su intimidad, en sus errores, en sus derrotas. El fracaso de Miles en vida es emocional, laboral y familiar, pero sobre su espíritu pesa más que nada la oscura nube del fracaso creativo, flotando como un recordatorio del tiempo que ha pasado. Miles es un intelectual que se detesta a si mismo, pero aún así un intelectual. Su entusiasmo por la literatura y, por supuesto, la enología es tan auténtico como contagioso, y aún en sus momentos más oscuros sus dos pasiones están allí para rescatarle (o mandarle aún más lejos en el oscuro abismo): Payne simpatiza genuinamente con este hombre, lo entiende. De haber tomado un par de caminos distintos, podría haber sido él mismo.

Su mejor amigo, Jack (Thomas Haden Church, en un estupendo papel que revivió su carrera del cementerio televisivo de los 90s), es un animal completamente distinto. Miles finalmente llega a su cita en una gigantesca mansión blanca, donde su antiguo compañero de cuarto le espera impaciente para comenzar su despedida de soltero: un viaje de una semana por los viñedos de California. La casa pertenece a una rica familia de origen Armenio, los Erganian, compuesta de varios hermanos incluyendo a la hermosa prometida de Jack, Christine (interpretada por Alysia Reiner), y sus padres, quienes revelan que Miles tiene un libro acabado y listo a ser publicado (pendiente a revisión, les aclara el protagonista). Pronto, tras un corto intercambio sobre pastelería y una sana despedida, los amigos toman rumbo hacia las hermosas colinas verdes del estado dorado, algo que celebran con una tibia botella de champaña tras el volante. Una parada más, no obstante, es necesaria antes de proseguir con el viaje proverbial, que significa cosas muy distintas para las personas que lo emprenden: Jack, un actor semi-retirado con poco interés en las cosas que son fundamentales para Miles (salvo por la amistad que les une), lo divisa como una última oportunidad de hedonismo y libertad sexual antes de una boda de la que no parece estar muy seguro, mientras Miles lo ve como una posibilidad de introducir a su viejo compañero en el mundo de los vinos y la cultura de los mismos para despedirle con estilo de su soltería, mientras aplaza sus preocupaciones y dilemas por un corto tiempo.

La parada final ocurre en la casa de la madre de Miles, la Sra. Raymond (Marylouise Burke, consecuente con el estilo naturalista de actores secundarios arriba mencionados), con la aparente razón de saludarle en la víspera antes de su cumpleaños. Pero los motivos reales de la visita pronto son evidentes, cuando Miles se excusa de la mesa en la que están cenando para escabullirse dentro del cuarto de su madre y sacar una fuerte suma de sus ahorros, escondidos en una lata de detergente. Tras el robo, Miles se toma un momento para observar las fotos que su madre tiene enmarcadas: Su matrimonio y su padre, ambas relaciones perdidas para Miles aunque por motivos radicalmente distintos. Temprano en la mañana siguiente, Miles despierta a Jack y escapan de la casa en silencio dejando a su madre dormida frente a la programación matinal. El viaje de verdad ha comenzado, y el desayuno de campeones con el que comienzan el nuevo día lleva a Jack a una conclusión definitiva: antes de que todo haya acabado, logrará que su padrino de bodas se acueste con alguien. Pronto nos vemos rodeados de los varios tipos de uvas y avestruces, cubiertos por el manto naranja del cálido sol californiano, y, lo más importante, nadando entre botellas de vino junto a dos mujeres que respectivamente proveen a la pareja de amigos aquello que estaban buscando, con consecuencias emocionantes, trágicas y últimamente redentoras.

La primera de estas es Maya (una conmovedora Virginia Madsen), una mesera recientemente divorciada y antigua conocida de Miles por sus previas visitas al condado de Santa Bárbara. La segunda es Stephanie (Sandra Oh, en ese entonces casada con el director[7]), una carnal vinatera con quien Jack coquetea abiertamente. Una cita doble es agendada y las dos parejas crean químicas paralelas, casi opuestas. Mientras Miles y Maya desarrollan una relación afectuosa y cerebral, centrada en su interés compartido por la enología, Jack y Stephanie se dedican exclusivamente a fornicar ruidosamente en varios lugares distintos. Miles, inseguro, tropezando constantemente con su neurosis y falta de destreza con las mujeres, parece inicialmente reacio a participar en la situación que se le ha presentado. Pero Maya ve en él a un hombre sumamente inteligente, decepcionado y derrotado por no alcanzar su potencial. Es cuando hablan de vinos que su relación resplandece y se estrecha. En una de las mejores secuencias del filme, Miles describe la uva del Pinot Noir (una sepa con la que está particularmente obsesionado) mientras al mismo tiempo, sin darse cuenta, se describe a si mismo. Maya responde explicando su relación con los vinos, revelando el corazón de una mujer fuerte, sensual y herida por el pasado (y que a su vez es el corazón del filme mismo).

Sideways expone una hábil sensibilidad romántica antes inexplorada por Payne, sin por esto sacrificar su narración inclemente ni su búsqueda de un retrato honesto, a veces brutal. Los personajes son extremadamente vívidos y reconocibles, y esto se debe en gran parte a la reticencia de Payne, Taylor y Pickett a alejarse de los defectos y las contradicciones que en ellos habitan. Aun cuando sus acciones nos parecen cuestionables moral o éticamente, entendemos de donde provienen y tienen lógica dentro de las creencias y filosofías de los personajes. Miles es un intelectual consumado, honesto y auténtico pero su odio por si mismo se desborda constantemente hasta el punto en que se torna asfixiante para todos quienes le rodean. Al enterarse que su ex-mujer se ha casado de nuevo, Miles se embriaga con alarmante rapidez y vuelve a su habitación a ver golf en televisión mientras Jack se ve confinado al jacuzzi del hotel. Cuando su novela es rechazada finalmente, Miles hace un agresivo escándalo en una vinería barata y acaba por echarse encima el contenido de una escupidera. Su comportamiento autodestructivo va a la par con su enamoramiento del vino, la literatura y las mujeres. Jack, por su parte, es un mujeriego compulsivo y entretenido que ve en el matrimonio tanto el fin de su libertad como un seguro económico para el resto de su vida. Pero su deseo intenso de tener sexo a toda costa en su despedida de soltero le enfrenta a personas totalmente distintas a su prometida, que saben, huelen y cogen distinto, y la duda es plantada en su cabeza sobre lo que debe hacer en vida: ¿Desea casarse con una hermosa, controladora y acaudalada mujer sabiendo que puede ver de lejos todo su camino hacia la tumba? ¿O desea una aventura con alguien novedoso y enigmático e impredecible, sin pensar mucho en que particularidades pueda tener esa persona que le sean repelentes? Aún cuando una lección le ha sido enseñada, Jack recae de nuevo y finalmente revela a su mejor amigo una franqueza y vulnerabilidad acerca de sí mismo que es humillante y dolorosa, pero también muy real: “You understand movies, literature, wine. But you don’t understand my plight.”

De lo escrito hasta el momento es entendible que pocas personas consideren la película una comedia, pero al igual que con el resto de la filmografía de Payne, su balance de la comedia y el drama siempre está inclinado hacia lo cómico. Payne mezcla tres cosas distintas para crear humor en su filme, la primera de estas siendo un fino humor verbal que se beneficia tanto del material literario original y de su adaptación como de la dicción y el timing perfecto de los actores (Giamatti, especialmente, aprovecha sus estallidos de rabia y sarcasmo magistralmente), la segunda el uso de slapstick o comedia física y la tercera el filo satírico y critico que había desarrollado en sus pasados filmes (evidenciado en una de las escenas finales que involucra simultáneamente anastimafilia y una conferencia de prensa con George W. Bush y Donald Rumsfeld). Pero Payne nunca pierde de vista la tristeza inherente que tiñe tanto la historia como la comedia misma, producto de la situación sin salida en la que se encuentran sus personajes. Ninguno de ellos quiere verse sometido a la rutina, ni ser individuos corrientes y olvidables, pero todos ellos están presos de una estratificación social más grande que ellos, y por esto incontrolable. Hacen parte de la América promedio, sea por los negocios familiares que están a punto de heredar, o por su trabajo atendiendo mesas, o por su lectura de John Knowles con estudiantes de 8vo grado.

Todos los personajes se encuentran en sus 40s, una década definida por Louis C.K. como el espacio de vida en el cual se está medio muerto. Ya suficiente tiempo ha pasado, y suficientes decepciones les han forjado para saber que las cosas no van a cambiar demasiado en la segunda mitad. Pero tanto en su amistad como en sus romances, Miles y Jack encuentran otras fuerzas de vida más importantes que las laborales y las libidinales, sean estas de orden amoroso o amistoso. El viaje resulta traumático para ambos hombres, y a pesar de salir de él relativamente ilesos, sus vidas no podrán ser las mismas tras su culminación. Una última esperanza, no obstante, está latente en el espíritu de Sideways: Nunca es tarde para seguir intentando. Es tan solo lógico que el filme comience con golpes en la puerta de un hombre que no desea ser despertado y termine con el mismo hombre golpeando en la puerta de otra persona, con ansias de entrar y no salir jamás.

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[1] El lugar tuvo brevemente un fugaz apogeo de juego organizado, inspirado tanto por el pequeño y oscuro casino que auspició como por las pandillas coreanas que frecuentemente lo visitaban.

[2] Paisajes que el director escogería capturar en blanco y negro, como una pesadilla gótica americana, en su más reciente filme Nebraska (2013).

[3] Curiosamente, antes de entrar de lleno en el mundo del cine, Payne hizo una doble titulación en la universidad de Stanford en Español e Historia, y vivió por un corto tiempo en Medellín, donde publicó el artículo: Crecimiento y cambio social en Medellín: 1900 – 1930.

[4] La ignorancia, a veces opresiva, de la cultura estadounidense es el tema puntual de 14e Arrondissement, su cortometraje final hecho para Paris, je t’aime (2006).

[5] Cómo es el caso de Tracy Enid Flick en Election.

[6] Aunque no para Giamatti, quien confesó en el show de Howard Stern que su actuación en el filme le parece sobrevalorada.

[7] Tras el filme la pareja se divorció en términos bastante cruentos, lo que repercutió en que en la secuela literaria (ahora parte de una trilogía) Vertical Rex Pickett cambiara la ocupación de Stephanie (llamada Terra originalmente) a desnudista.

Alex de la Iglesia: Payasos en la lavadora (1997)

Estimados lectores, les damos nuevamente la bienvenida a Filmigrana Academia, el espacio de los textos sesudos, reflexivos, con referencias al pie de página y un mínimo de credibilidad. En esta ocasión contamos con un ensayo que funciona como abrebocas para una tesis de grado, if that’s what you’re into. Su autor, Daniel Bonilla, es profesor de la Pontificia Universidad Javeriana y tiene una columna en una conocida revista de libre distribución, por lo que los dejamos frente al texto para que lo disfruten y relean.

Valtam

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POR QUÉ UNA NOVELA Y NO OTRA PELÍCULA

EL CASO DE PAYASOS EN LA LAVADORA DE ÁLEX DE LA IGLESIA

En mi propia manera incoherente y alucinada, traté de dibujar las imágenes que veía en mi mente cuando oía música pop moderna estando en LSD… Tontos payasos moviéndose en la pila de basura en la que estaban convirtiendo a la Tierra… Me engañé con mis propios dibujos. Otra gente pensó que eran imágenes felices de muñecos relajados teniendo un buen rato… ¡Así que eso terminé pensando yo mismo! Se me olvidó lo que eran realmente: ¡Fotografías de la danza de la muerte!

ROBERT CRUMB

¿Qué tienen las novelas para que aún las sigamos leyendo como el género completo por excelencia? ¿Qué las ha caracterizado desde siempre para que sigan ocupando un lugar privilegiado en el competido mundo de las narrativas contemporáneas? ¿Por medio de qué mecanismos algunas novelas siguen raptando adeptos y haciendo que los cinéfilos muerdan el anzuelo?

Dos problemas surgen en este punto, el primero de ellos es la coexistencia y en ocasiones dependencia de la novela frente a otras formas de expresión contemporáneas, lo que redunda en una suerte de mutación del género para asegurar su supervivencia en un mundo donde los tiempos de lectura se han reducido considerablemente, y ante lo cual, otro tipo de narrativas emergen y se alzan, aparentemente, como reinas. Tal es el caso de la televisión, el cine, la publicidad, el video clip, los cómics e Internet.

El segundo problema, un poco más complejo, tiene que ver con los registros de escritura en un mundo habitado por las narrativas arriba mencionadas. Cuál es el verdadero estatus de la escritura –léase, el verdadero estatus de la búsqueda y construcción de discurso y sentido desde lo sucesivo del lenguaje verbal–, frente a formatos que hallan su principal medio expresivo en la inmediatez de la imagen audiovisual. Podríamos partir de la suposición, aún no de la afirmación, de que ciertos productos culturales que dependen de la imagen recrean de diferentes modos una narrativa subyacente a ellos, y en cuanto narrativas, se soportan en procedimientos escriturales previos, que les dan origen. No podemos concebir narrativas por fuera de la sucesividad del lenguaje verbal, que es el mismo registro en el que funciona el pensamiento, y de allí que todo redunde en procesos comunicativos. Es más, toda narrativa es lenguaje, cualquiera que este sea.

Ahora bien, a partir de esta suposición, nos encontramos con un fenómeno: se siguen leyendo novelas, y por toneladas, la industria editorial alrededor del mundo sigue percibiendo ingresos altísimos cada año, pero de igual manera el cine. Y todo esto sucede ante la mirada atónita de muchos que han vaticinado la muerte del libro y el decrecimiento de los índices de lectura en países que antaño se mofaban de tener los promedios más altos.

El error radica, creo, en plantear un ‘enfrentamiento’ sin cuartel entre la literatura y otras formas de lectura; proponemos el asunto un poco más allá, pensar que la actitud pesimista de algunos frente a la lectura de novelas tiene que ver con que han aparecido, y seguirán apareciendo, relatos en los más variados registros que dan cuenta del mundo en el que vivimos; relatos, vale la pena aclarar, no menos interesantes y cautivadores que las novelas, y que eso simplemente es un fenómeno cultural apenas normal. En el siglo diecinueve el divertimento para muchos estaba en los libros y en otro tipo de publicaciones, ese era el lugar donde se contaban las historias que los grandes públicos querían conocer. Más de cien años después, somos testigos de una pléyade de maneras para contar esas mismas historias, que se metamorfosean y mutan constantemente hasta el límite y el delirio de la disolución de los géneros.

La novela que señalo en este artículo es claro ejemplo de esa ruptura de fronteras entre géneros y formatos, se trata de Payasos en la lavadora, escrita por el director de cine español Álex de la Iglesia, recordado por cintas memorables como El día de la bestia, La comunidad, 800 balas o Crimen ferpecto. Esta es, hasta la fecha, la única incursión de largo aliento en la literatura por este autor, y de allí surge la pregunta que motiva este artículo: ¿por qué una novela y no otra película? Pregunta ociosa, diría alguien, daría lo mismo decir “¿por qué no más novelas en lugar de diez películas?”, y tendría toda la razón. Hay algo detrás de todo esto que nunca podremos saber con certeza, porque posiblemente este sea un ejemplo de guión fallido que terminó en novela, o como se puede extrapolar de su lectura, una especie de descanso en medio de alguno de los extenuantes rodajes encarados por Álex de la Iglesia.

Payasos en la lavadora arranca con una introducción escrita por el mismo Álex de la Iglesia en la que se libera de su condición de escritor, explicando, a modo de advertencia, que él no es el autor de la novela que estamos a punto de leer, sino que la encontró en la única carpeta de un portátil abandonado en una parada de autobús en la ciudad de Bilbao. Lo que allí tenemos es una primera versión del texto que de la Iglesia decide editar y publicar (repetimos, no escribir). De esa manera libera el texto del concepto moderno de autoría y le otorga un estatus de simulacro, en el que supone un autor posible que adquiere principio de realidad a partir de su condición de ente ficcional, un autor, por cierto, que funge como personaje y narrador de la novela. Y simulacro también en la medida que este relato es un conglomerado de motivos recurrentes de las películas de Álex de la Iglesia; solo por mencionar algunos: la televisión, la basura, las cucarachas y las cruzadas por las causas perdidas. Temáticas fáciles de rastrear en películas como Muertos de risa, La comunidad, 800 balas y Perdita Durango. Justamente esta última presenta un tipo de armazón similar al de Payasos en la lavadora, en el cual, por medio de analepsis y prolepsis claramente definidas, se configuran formas de la memoria individual de los protagonistas. Payasos en la lavadora está narrada utilizando la técnica del zapping, dando como resultado un texto caótico y heterogéneo, pero a la vez, es un ejemplo válido de cómo una novela adapta y transforma un recurso: el montaje, heredero del audiovisual, para contar una historia.

Con esto ya podemos encarar el problema de un texto cuyas operaciones de escritura se asemejan de no pocas maneras a los modos de configuración narrativa del cine, principalmente en un punto, el proceso de montaje. Y es que no podemos desconocer que antes de ser un escritor, Álex de la Iglesia es director de cine; claro, cabe una salvedad y es que la gran mayoría de los guiones de sus películas han sido escritos por él junto con su compañero eterno de fórmula, Jorge Guerricaechevarría. Con lo cual tenemos que, de cualquier forma, sí hay un entrenamiento como escritor, así los escenarios de la escritura sean otros distintos a los que habitualmente se podrían dar en los formatos convencionales literarios.

Álex de la Iglesia se graduó de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Deusto en Bilbao, es dibujante de cómic y responsable de algunos de los personajes de culto dentro de los fanáticos españoles, cuyas historias ya son exquisiteces de coleccionistas, restringidas completamente para el público promedio. Esta herencia del cómic puede rastrearse perfectamente en Payasos en la lavadora, la cual, por qué no, puede tomarse como todo un homenaje a este formato narrativo.

Álex de la Iglesia ha sabido combinar con inteligencia y visión lo que para algunos son productos ‘basura’ de la cultura popular, e incorporarlos a un aparato simbólico complejo que involucra los más variados horizontes narrativos. Su incursión en el cine con el cortometraje Mirindas asesinas, ya anunciaba, en 1991, sus intereses por uno de los aspectos más relevantes dentro del panorama contemporáneo, los productos de consumo.

La intención de revisar una novela escrita por un cineasta parte de esa inquietud por la asimilación de modos narrativos heredados de un formato audiovisual, e incorporados a la escritura de ficción. O lo que también podría considerarse como la disolución de las fronteras entre los diversos productos provenientes de la cultura popular, los géneros, los formatos y los gustos.

En general, el fenómeno al que asistimos es el de una novela que dialoga constantemente con la filmografía de su autor y con otros textos de la cultura, configurando una visión de mundo y un todo simbólico coherente, frente a lo cual podemos decir que a pesar de la diferencia en el formato, Álex de la Iglesia escribió una novela que circula de forma análoga a sus películas, una novela de consumo, que no por ello deja de soportar un abordaje desde las herramientas que nos brinda la crítica literaria y que, un poco más allá, abre la puerta para mirar mucha de la producción literaria de nuestra época en relación con la dinámicas de la cultura contemporánea y sus particularidades.

Muchos son los que hoy en día limitan las relaciones entre la literatura y el cine a las diferentes modalidades de la adaptación de una obra literaria en un producto audiovisual. Muchos son los que optan por la valoración y el juicio en términos absolutamente utilitarios: que si una es mejor que la otra, que si el efecto producido por aquella es superior al de esta, en fin. Payasos en la lavadora ha servido como excusa para aventurar la siguiente afirmación: más allá de los vicios de las interpretaciones frente a los diversos tipos de adaptación, que redundan en una suerte de competencia implícita entre la narrativa literaria y la cinematográfica, estamos asistiendo constantemente a una explosión de la creatividad de realizadores y escritores, unos y otros alimentados de toda la carga, no solo audiovisual, del mundo contemporáneo, sino en mayor medida y casi imperceptiblemente, de las narrativas y las historias que nunca dejarán de contarse.

Y de esa manera arribo al final de mi argumentación para decir simplemente que, muy a pesar de quienes afirman que la nuestra es una época audiovisual, que tiende desesperadamente a la aniquilación de las formas convencionales de narrar argumentos y a la atomización de la linealidad de los relatos, la novela, como género completo por excelencia -y al decir completo me refiero a su carácter implícito de verosimilitud y configuración de universos- ha dejado su pasado estático y canónico de formas preestablecidas, para mutar y apropiarse desde el lenguaje verbal de todo aquello que le pueden proveer las demás narrativas contemporáneas. La novela podrá, cada vez que quiera, ser veloz, de consumo, fragmentada, polifónica, gráfica, hermética, anti-novela, deformada; podrá recurrir a la alteración de los tiempos narrativos y verbales, a la puesta a prueba de la capacidad expresiva de los lenguajes; podrá jugar a la no significación, al vacío de sentido, pero siempre seguirá siendo novela, así se nos antoje similar a la televisión, al cine, a la publicidad, el cómic o el video clip. Su recurso: las palabras; su truco: poder ser su propia contradicción y encerrar dentro de su esencia la capacidad de volverse lo que no es, sin dejar de ser lo que es: un artefacto sólido construido sobre la linealidad y la sucesividad del lenguaje verbal.

La novela es institución y transgresión a la vez, y esto se puede extrapolar de una novela como Payasos en la lavadora, cuyo trama es justamente esa: las formas contemporáneas de transgresión; aunque superando el nivel argumental es posible encontrar una transgresión en el discurso, pero solo posible en el discurso mismo. Es decir, en esta novela que se asemeja a una película, encontramos la ruptura como tema y como estructura. Payasos en la lavadora ataca la oficialidad de un discurso (la tradición), pero para lograrlo, debe necesariamente existir como novela, no como película, y al hacerlo, se convierte en aquello que quería destronar. Por extensión todo discurso destronador, termina convirtiéndose en discurso destronado. Toda narrativa que intenta destronar sus predecesoras, se convierte finalmente en una forma mutada de dichas narrativas y así sucesivamente, hasta la disolución inevitable de las fronteras y los géneros.

Operando en la misma dirección que el tiempo, una novela puede romperlo y seguir siendo lineal. Ningún formato narrativo puede escapar a esa especie de cárcel que el tiempo impone: algunos pretenden ir hacia atrás pero necesitan dar vuelta a la página, avanzar a la siguiente secuencia, ver el próximo capítulo. Somos inevitablemente seres hechos de tiempo y de lenguaje. Las novelas, hechas de lo mismo, son aparentemente construidas sobre la conciencia de esta limitación que a su vez y paradójicamente, las potencia y les da un lugar de privilegio en el ya no tan competido mundo de las narrativas contemporáneas.

BIBLIOGRAFÍA

– Baudrillard, Jean (1978), Cultura y simulacro, Barcelona, Kairós.

– Eco, Umberto (2004), Apocalípticos e Integrados, Barcelona, De Bolsillo.

– Iglesia, Álex de la (1998), Payasos en la lavadora, Barcelona, Planeta.

– Kristeva, J. (1974), El texto de la novela, Barcelona, Lumen.

– Ordóñez, Marcos (1997), La bestia anda suelta: Álex de la Iglesia lo cuenta todo, Barcelona, Glénat.

– Sánchez Navarro, Jordi (2005), Freaks en acción. Álex de la Iglesia o el cine como fuga, Madrid, Calamar.