¿Significa el 28 de junio del 2007 una fecha importante para alguien? Quizás para los padres, amantes o dolientes de algún desconocido, pero para efectos de esta nota digamos que la fecha en sí tiene un valor notorio: Es el comienzo de una nueva (y quizás mesiánica) era deportiva para la desgraciada ciudad de Portland, Oregon. ¿O lo es? El equipo de baloncesto profesional de la ciudad de las rosas, los Trailblazers, escogen con la primera opción del sorteo de los mejores jugadores universitarios a Greg Oden, un joven de 19 años de edad y 2.13 metros de estatura, para suplir sus necesidades de pívot y su hambre de victoria. En papel se trata de una unión de ensueño; Oden, una auténtica fuerza ofensiva y defensiva en su etapa universitaria con Ohio State, está a punto de ser el centro de atención de varios periodistas, publicistas, estadistas, entrenadores y el estado entero de Oregon. Pero la madera encerada y las luces reflejadas y focalizadas no impedirían que su enorme complexión física sumada al desgaste del juego y la mala suerte le llevaran a una operación por micro-fractura en su rodilla derecha. 4 temporadas luego, y Oden ha jugado en agregado 82 partidos en la NBA, el equivalente de una sola temporada regular, promediando en este lapso de tiempo 7.3 rebotes y 9.4 puntos por partido. ¿La verdadera tragedia de la historia? El número dos del sorteo, Kevin Durant, es la piedra angular del joven, talentoso y muy probable próximo campeón de la liga Thunder de Oklahoma City (Ah, y para añadir insulto a la injuria: a) En 1984, los Trailblazers habían escogido con la segunda elección del sorteo a Sam Bowie, un puesto antes de que los Chicago Bulls escogieran a un Michael Jordan, y b) en su tiempo libre, Oden se dedicó a tomar fotos de su enorme órgano reproductivo, un comportamiento legal pero poco competitivo, considerando la situación y el tamaño en sí del aparato).
¿Qué tiene eso que ver con la imagen invertida de Bradley Cooper vomitando? Poco o nada, a primera vista, pero dejen que elabore sobre el párrafo introductorio. La posibilidad de que Oden se convierta en un buen jugador es alta, considerando su talento, edad y el desarrollo médico moderno. Lo que resulta complejo en este punto es que Oden se convierta en uno de los mejores jugadores de su época (algo que Kevin Durant ya es, y que, en papel, Oden prometía). La frase “en papel”, de hecho, resulta bastante ilustrativa para la comparación a la que me aproximo. En el cine, las cosas funcionan de la misma manera: el supuesto estipula una idea apropiada, atractiva, inteligente. Pero es en la translación a la realidad donde esta falla. En el cine, el guión reemplaza el supuesto y el filme reemplaza la realidad. Y con la misma frecuencia que en el mundo deportivo, la ejecución condena el concepto.
Todo esta palabrería pretensiosa, tras una lectura comprensiva, deletrearía que “Limitless”, el filme tópico de dicho artículo, es un ejemplo contundente de fracaso en ejecución frente a éxito en concepción. Pero lo cierto es que, en mi modesta opinión, “Limitless” se inclina muchísimo más hacia el triunfo que la derrota. Lo que ocurre es que es un tipo particular de victoria la que le rodea. Como obra artística, “Limitless” es vacua, superficial e intelectualmente estática. Como entretenimiento, no obstante, es magistral: emocionante, rápida, estimulante, y visualmente fantástica, el filme toma una fuerte influencia del ritmo de videoclip establecido por el MTV en los 80’s y 90’s (estilo que el mismo director Neil Burger ayudó a cultivar con sus videos de Meat Puppets y con la campaña “Books: Feed Your Head” contra el analfabetismo) y lo traduce en una forma lógica de narración en largometraje. ¿A que me refiero con esto? El filme no es vistoso simplemente por gusto o por lujo, lo es por la búsqueda de una auténtica estética y una forma de contar cohesiva.
Pero recordarán como hay un par de párrafos designados a tocar aquel delicado proceso de traducción de palabra-imagen. Y es cierto, “Limitless”, a pesar de todo lo bueno que tenga que decir respecto al producto final, definitivamente no aprovecha de lleno su estupenda idea original. En la década del “High-Concept”, donde todo se puede resumir en una frase (ie. “Real Steel”: Rocky con Robots, “Cowboys Vs. Aliens”, “Snakes On A Plane”), la premisa de “Limitless” es bastante profunda en términos de exploración temática y semiótica, pero es fácil de expresar: ¿Qué sí hubiese una droga que conectara todos nuestros conocimientos incidentales y los hiciese disponibles? Basada en el libro “The Dark Fields” de Alan Glynn (que lleva la idea en direcciones más ambiciosas), el filme sigue a Eddie Morra (Cooper, comprometido y convincente), un escritor de poca monta a quien Nueva York ha ido oprimiendo lentamente hacia una existencia inútil y hacia el alcoholismo. No ha escrito una sola palabra de su novela (por la que ya se le pagó un adelanto que ya gastó) y su novia Lindy (Abbie Cornish, desaprovechada pero muy atractiva) le acaba de dejar al ser ascendida en su trabajo en una editorial. Es tomando, sin embargo, que Eddie se reencuentra con su ex-cuñado, Vernon Gant (“Of all the useless relationships, better forgotten and put away in mothballs, was there any more useless than the ex-brother-in-law?” recapitula Morra en voz en off), un tipo de aspecto sospechoso que en tiempos del lejano matrimonio era un dealer de poca importancia. Tras un par de tragos Eddie le confiesa sus problemas, a lo que, magia del cine y de la peripecia, Vernon le responde tiene la solución. Esta particular solución viene en una bolsa de ziploc miniatura y se asemeja a una gota seca de silicona. ¿Lo que es en realidad? NZT-48 (en la novela MDT-48), una píldora que en palabras de Vernon, activa el 100% del cerebro frente al 30% usado por todas las personas (medicamente incorrecto, como “The Human Centipede”) y propulsa a las personas a metas antes inalcanzables e inimaginables.
Una vez Eddie toma la droga, todo cambia, desde su bloqueo mental hasta su apariencia personal (pasando por su dependencia alcohólica, reemplazada, en términos de Charlie Sheen, por una dosis periódica de “Winning!”), lo que le lleva a dos resultados principales: a) acabar su novela en un par de sesiones de medicación experimental y b) buscar y encontrar a Vernon para que continúe supliéndole con la valiosa pastilla invisible. Sin embargo, el destino tiene otros planes para los dos hombres, y mientras el traficante acaba muerto en su lujoso apartamento en Manhattan a manos de algún desconocido, Eddie acaba con una ración provechosa de NZT y un fajo de billetes sin nombre con las que comienza a forjar su nuevo destino:
“And then I began to form an idea. Suddenly, I knew exactly what I needed to do. It wasn’t writing. It wasn’t books. It was much bigger than that. But it would take money to get there.”
En pocos días, el renovado Eddie consigue trabajo en la bolsa de valores y comienza a multiplicar fácilmente sus ingresos (no sin antes pedirle un pequeño pero valioso préstamo a Gennady, un matón ruso interpretado con gusto por un estupendo Andrew Howard), con lo que logra capturar la atención de Carl Van Loon (Robert De Niro haciendo de Robert De Niro), un poderoso empresario con ansias de expandir sus riquezas y de saber los secretos del joven que ahora tiene bajo su ala.
Ah, pero la trama se complejiza, y Eddie empieza a sufrir súbitos dolores de cabeza y lagunas empiezan a formarse en su memoria. Un hombre con un abrigo largo empieza a seguirle a todos lados, y su ex-esposa (Anna Friel) vuelve a aparecer en su vida con noticias sobre el medicamento: Ella, brillante y exitosa, también lo tomó, pero una vez los dolores de cabeza comenzaron la dejó para encontrar que su cerebro había perdido todo su filo y velocidad. ¿Y los otros usuarios? Hospitalizados y/o muertos. Después de todo, nadie puede trabajar en un nivel tan alto todo el tiempo sin estrellarse. ¿O sí?
Repleta de información y de pequeños y deliciosos detalles en el camino, “Limitless” cuenta su historia de forma satisfactoria y adictiva (aún sí hacia el final pierde un poco de vapor). El guión de Leslie Dixon (también de “Mrs. Doubtfire” y el remake de “Freaky Friday”) es directo y sucinto, y la dirección de Burger, a pesar de ser ocasionalmente hiperactiva, es bastante apropiada (su trabajo con Cooper es particularmente bueno, creando un anti-héroe creíble llevado a sus extremos). A la hora de traducir el efecto de la droga en imagen, Burger hace uso de varios trucos (ninguno demasiado recalcitrante o trillado): multiplica a Eddie en varias conversaciones en el mismo cuarto, hace de él una secuencia infinita proyectada hacia la profundidad de campo en el cuadro, usa gran angulares y ojos de pez, convierte sus pensamientos en textos que se imponen sobre los encuadres, etc. Puede que sea cierto que el filme no haga todo lo que pueda en términos de profundidad, especialmente con una idea tan jugosa como la que tiene en frente, pero sí este es un ejemplo de lo que el cine comercial puede hacer hoy en día, uno puede pasar 105 minutos de formas mucho, mucho menos deseables. Estos pasan volando, y quizás acaben con sudor del bueno en sus palmas.