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Yoshitaro Nomura: Castle Of Sand (1974)

En la juventud, aún cuando conservadora y tímida, frecuentemente nos encontramos con procesos y experiencias que no logramos digerir por completo. Tomemos por ejemplo una salida cuyo punto sea comer una hamburguesa. El contexto local y temporal no son importantes: el punto de dicho evento es en parte hedonista (la acción de consumir un producto que no es particularmente saludable por el simple hecho de disfrutar su sabor, textura, olor) y en parte utilitarista (la ingestión de dicho plato es intrínsecamente valioso para mí por ser un sustento agradable que me permite continuar con mi vida). Aquello, por supuesto, depende de la calidad misma de la hamburguesa: cuando ésta no es particularmente destacable, su precio es inflado, la compañía es ingrata, el espacio incómodo, la iluminación inquisitiva, y etcétera, etcétera ocurre que la experiencia deja de tener una razón puntual. ¿Por qué me encuentro en este lugar en este momento?, la incomodidad de la situación nos lleva a preguntarnos. ¿Pero para qué? ¿Vale la pena en realidad buscar respuestas que nunca podremos encontrar? ¿No es estar en ese lugar y en ese momento más que suficiente? ¿No es aquel el propósito de la vida?

Todo esto apesta a privilegio social. Sólo cierta parte de la población puede malgastar su tiempo en problemas tan inanes e imaginarios como esos. No son el tipo de problemas que enfrentan los personajes del procesal policiaco japonés Castle Of Sand. Pero las preguntas que terminan por hacerse son muy similares, si no las mismas, a las arriba propuestas. Iniciando con la enorme ilustración del Monte Fuji que acompañó por varias décadas a la casa productora Shochiku, el filme de Yoshitaro Nomura evoca desde sus primeros arpegios (compuestos por Yasushi Akutagawa) el cine épico hollywoodense de los 50s: Un niño está esculpiendo cuidadosamente torres de arena en el atardecer rojizo, mientras la operática músicalización truena en el fondo. La historia pronto pasa a una pareja de detectives de la policía de Tokio, el veterano Imanishi (Tetsuro Tanba) y el joven Yoshimura (Kensaku Morita), cuyo más reciente caso concierne a un cadáver destrozado sobre los rieles de un tren, su cráneo aplastado con una roca embadurnada de sangre. Tras una breve interrogación a los bares vecinos, dos pistas surgen: un pueblo cercano llamado Kameda, y el dialecto de la región de Tohoku.

“Our work requires waste of time and labour.”

Los dos hombres visitan el pueblo con poco éxito. Hay reportes de un hombre extraño que pasó algún tiempo en un hostal local, y cuya actividad principal consistió en quedarse quieto en las bancas del río, observando el paso del tiempo: Su inactividad fue sospechosa por que todos a su alrededor se encontraban trabajando. Los detectives visitan la playa, sudando profusamente sus camisas blancas en el inclemente verano, y miran hacia el mar brillante. Trabajan el caso con sumo profesionalismo y paciencia. La información se nos presenta gradualmente, datos puntuales de lugares, fechas y acciones en el Japón de los setentas revelados frecuentemente a través de subtítulos[1], y la mezcla de este recurso con un lenguaje fílmico documental nos provee una ventana periodística a un sector laboral cuyo trabajo parece nunca acabar ni avanzar. Los eventos ocurren con una calma y desapego que les hace parecer carentes de importancia. Pero al no subrayarlos Nomura hace explícito el hecho de que estas pistas son todas iguales[2]: ninguna es especial hasta ser investigada, y dicha investigación es la vida misma de los detectives. El joven Yoshimura se ve frustrado ante estos constantes callejones sin salida, pero Imanishi continúa con su labor, imperturbable: sabe que su trabajo es, en gran medida, su vida. Viaja a través del país en trenes y buses, persiguiendo huellas falsas y borrosas que desaparecen en cuanto les alcanza. Nada parece afectarle; el frío rigor de su investigación contrasta con el hirviente calor que sofoca a Japón en esta particular estación.

Pronto llega el primer gran descubrimiento de la investigación: El cadáver es identificado. Un hombre viaja desde la prefectura de Shimane anunciando que el fallecido era su padre adoptivo, un ex–policía llamado Kenichi Miki (Ken Ogata, en uno de sus primeros papeles). A medida que el pasado de la víctima es esclarecido el retrato de un hombre bondadoso, justo y valiente aparece, y a pesar de nunca haber visto a Miki en vida el peso de sus acciones es evidente para los detectives. Reconstruyen su vida de forma retrospectiva, iniciando con su cuerpo malogrado e inerte, continuando con el relato oral de sus adeptos y admiradores, presentes en todo lugar donde éste pasó alguna vez este, y finalizando con una infancia lejana e imprecisa. Su legado es poderoso y conmovedor, envidiable. Miki era un modelo de excelencia humana. En el segmento más logrado y ambiguo de la película, Imanishi escucha estos testimonios sumergido en medio de un Japón más rural y selvático, donde el verde devora todo aquello que le rodea, intentando resolver los motivos de este brutal asesinato. ¿Por qué alguien usaría violencia tan barbárica en contra de este hombre? “Who would raise his hand against a saint?”

Las respuestas a estas preguntas son, por desgracia, el fin de un filme y el inicio de otro, considerablemente menos logrado aunque igualmente ambicioso. Nomura pasa el foco de atención a un famoso director de orquesta famoso llamado Eyrio Waga (Go Kato) con obvias conexiones con el caso y el filme lentamente se torna melodramático y manipulador. El estilo cinematográfico cambia, atrás quedan los enormes zooms que proveían una especie de punto de vista divino a la narrativa fílmica, haciendo parecer a los personajes hormigas en un mar lleno de estas, y atrás queda la cámara en hombro, móvil y vívida, para dar lugar a un lenguaje mucho más mesurado y adormilado (aunque todavía con secuencias de auténtica belleza y virtuosismo, como el viaje en taxi de los detectives hacia el conservatorio, el alucinatorio sólo de piano de Waga y la historia de la familia Motoura, la sección más estética y paisajista de toda la película). Aquello no es particularmente problemático, como sí lo es el extraño y lloroso tono que impregna la narrativa, mudando su piel analítica y sombría para dejar descubierto un núcleo problemático e injustificado.

El tercio final, que toma más o menos una hora de duración de la película, es especialmente insultante con el espectador tanto en su explicación condescendiente (los detectives explican absolutamente todo el caso de inicio a fin para un comité policial) como en su manipulación enfermiza y sentimentalista (aunque genuinamente trágico en algunos momentos). Propulsado por la composición principal de la banda sonora, una larga y sentida sinfonía llamada de forma redundante Destiny por el egocéntrico Waga, la dramatización histórica de cómo el crimen llegó a ser desde la infancia de su victimario parece más un capítulo borrado de la telenovela coreana Coffee Prince[3] y menos la continuación de un exhaustivo film noir.

Aquella resolución prosaica es uno de los varios momentos en que Nomura revela una dirección irregular: Las actuaciones fluctúan no solo por el talento de los actores, sino también por el dramatismo exagerado que el director ocasionalmente escoge imprimirles. Su estilo poco sutil (que no es para nada negativo en sí mismo) funciona cuando la historia está anclada en lo sórdido, pero le traiciona en los momentos emotivos haciéndole parecer sensiblero. La influencia del cine norteamericano es notoria en su labor en ambos ejemplos, no solo del antes mencionado cine épico, sino también del cine negro clásico y de los melodramas de Douglas Sirk, los últimos especialmente notorios en la locura intensa que domina la pantalla cuando Imanishi decide humillar y reprender a un viejo y moribundo leproso hasta llevarlo a la histeria y las lágrimas.

Por desgracia, aquellos placeres culposos no pueden distraer del enorme potencial desperdiciado en Castle Of Sand. Es admirable que Nomura nunca deje de intentar ser ambicioso, pero el resultado final no funciona de forma cohesiva. Las preguntas existenciales que el filme sugiere en su primera mitad vuelven a atormentarle cuando se ha transformado en un animal completamente distinto, una épica histórica sobre la bondad y el sufrimiento. Aquella segunda mitad no es particularmente contundente, pero sí es concordante con la visión del mundo y la humanidad de Nomura y Matsumoto, constantemente en conflicto, entre el fatalismo y la esperanza. Su sentimiento es fraseado literalmente por Waga, cuando su novia le pregunta el significado del destino: “To be here, and to exist.” El legado del filme hace eco al de este personaje, simultáneamente percudido y cimentado.

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[1] Los textos son tomados literalmente de la novela original en la que el filme está basado: Inspector Imanishi Investigates de Seicho Matsumoto. La adaptación fue escrita por Nomura, el frecuente colaborador de Akira Kurosawa, Shinobu Hashimoto, y Yoji Yamada, el creador del célebre Tora-san, un amable vagabundo interpretado por Kiyoshi Atsumo quien protagonizó 48 de estos filmes entre 1969 y 1995.

[2] Un ejemplo similar de investigación juiciosa y compleja, aunque vista desde varios puntos de vista adicionales al policial, puede ser vista en Zodiac (2007) de David Fincher.

[3] Al menos Coffee Prince juega constantemente con su noción retrógrada y demente de género, aunque su blanda y estéril fotografía de balada de K-Pop juega en su contra.