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Martin Rosen: Watership Down (1978)

Este es uno de esos temas de conversación contenciosos que con el paso del tiempo he defendido más y más: los niños deben ser expuestos a la muerte cuanto antes.

No me malentiendan, por favor. Aunque no es necesario someter a alguien de escasos 6 años a una experiencia que comprometa su vida, o en su defecto obligarlo a decapitar una gallina para luego cocinarla en un sancocho, son situaciones de la vida que el tiempo, la vida urbana y la corrección política se han encargado de quitarnos; a cambio de estas, el discurso sobre la mortalidad se hace mucho más difuso y soterrado.

Tampoco insinúo que estemos en una era de regresión ante la comprensión de la muerte, gracias a los avances tecnológicos que nos han alejado a toda máquina del cabalgar de la Parca y su afilada guadaña, pero es necesario anotar que nuestra capacidad alarmante para extender y esconder los rasgos de la vejez y la descomposición absuelven algunas de las inquietudes de una vida finita.

Me considero alguien que creció en los años 90 y, aunque no viví a consciencia los hechos de violenta incertidumbre que marcaron a esa generación, tuve una idea más o menos clara sobre la muerte desde muy temprana edad. Esto marcaría una eventual fijación en mis trabajos e investigaciones posteriores. Los videojuegos (casi por defecto), la animación japonesa y el cine presentaban en su tiempo una puerta de reflexión ante la inevitabilidad de fallecer, y la casa Disney se pudo entecar del carácter sombrío de los cuentos de hadas que adaptó con éxito desde inicios de la década de los 40 hasta bien entrados los años 90. El final de la madre de Bambi y el deceso de Mufasa en El Rey León no sólo juegan con el tropo de la orfandad y le dan un clímax dramático a sus respectivas secuencias, sino que presentan una pequeña luz de lo innegable que tiende a escapar de la secuencia de créditos: todos los personajes, ganadores o vencidos, van a morir.

Así llegamos a esta magistral animación, lejos de los cánones de fluidez de movimiento y personajes de ojos grandes y empáticos. Para pertenecer a una película de animación occidental, los conejos protagonistas de Watership Down no son caricaturas sociales con rasgos animales en su físico humanoide, y de ahí parte la fidelidad a su material de inspiración, la novela del mismo nombre de Richard Adams y publicada 1972; a cambio, estos conejos son cuadrúpedos veloces y tímidos, que olisquean con cautela antes de aventurarse a un claro de bosque, durmiendo juntos para mitigar el frío y luchando con vehemencia por hierba fresca y un refugio en el cual vivir, la raíz del conflicto que mueve la película.

Watership Down (o “la colina Watership”) narra la epopeya de Hazel (John Hurt) y su hermano, el pequeño Fiver (Richard Briers), quien parece siempre al borde de un colapso nervioso y posee una suerte de clarividencia que guía a estos dos conejos, y un grupo de dispares y nutridos integrantes, a la búsqueda de una nueva madriguera. Las señales de esta destrucción están presentes desde antes (un aviso de finca raíz, una colilla de cigarrillo) pero no pueden ser interpretadas por la comunidad, que se atiene a la estabilidad y el statu quo. Entre los conejos que deciden unirse a este grupo están Bigwig (Michael Graham Cox), el macizo y valiente luchador del grupo, y Blackberry (Simon Cadell), capaz de razonamientos abstractos que distan mucho de la habilidad de los demás conejos, lo cual define la salvación del grupo en más de una ocasión. Acoto a estos personajes en particular porque son los que más permiten entrever este pequeño universo de los conejos, sus creencias y en últimas lo que más nos acerca a nosotros, que es la incomprensión de los fenómenos que se escapan de su control.

Los carros, los perros, los zorros, los tejones y los humanos tienen nombres que los caracterizan en la lengua lepina inventada por Richard Adams, y son todos ellos amenazas violentas para los conejos, pero no son antagonistas tradicionales o enemigos contra quienes luchar, y les guardan la reverencia que nosotros le tenemos a los temblores, los incendios y los huracanes, entre otros desastres de la naturaleza que se pueden predecir pero con los cuales resulta imposible razonar. Sus herramientas para sortearlos son la velocidad y la astucia intrínseca a su especie, y con esto lograr la pequeña pero significativa victoria de asegurar un hogar en Watership, lejos de la “épica” salvación de un reino o la destrucción de un gran mal.

Estas pequeñas diferencias resaltan uno de los muchos valores de esta película, una narración cíclica y (sin arruinar el final) que permite la continuación de la misma historia en otro momento o lugar. Este tono lo provee la secuencia inicial, animada por John Hubley[1], que encanta en su disposición mitológica y creacional, y que nos deja entender por qué los conejos huyen de todos los demás animales y poseen las habilidades de las que hacen uso a lo largo de la película. El Príncipe de los Conejos, El-Ahrairah[2], es el patrón de las huidas expeditivas y de vivir para contarlo al día siguiente (un tipo distinto de valentía), y su influencia es controlada por el Conejo Negro de Inlé, la Parca que mencionaba al principio de este artículo y una figura a cuya voluntad se someten todos y cada uno de los conejos sin excepción. Apreciar su existencia genera humildad, incluso en corazones tan parcos y endurecidos como el del gran Bigwig.

Ambos son venerados, en ocasiones de manera desproporcionada, pero es la simplicidad de  este entendimiento de la muerte en una película para niños lo que le da tanta fuerza a Watership Down. Existe el estímulo de supervivencia, pero también está la noción de que todo llegará a un fin eventualmente, y que es necesario llegar a ella absueltos y sin temor, en particular perteneciendo a una especie tan frágil y depredada. No es algo que se enseñe desde la niñez, pero resulta necesario, en especial ante los tiempos más difíciles que enfrentamos como especie. Los seres humanos, a pesar de estar en el ápice de los depredadores, somos igualmente frágiles y propensos a la mortalidad, y esa humildad permite apreciar los días pequeños y meniales como una gran aventura en las verdes colinas de Hampshire, Inglaterra. Tras estos esfuerzos, las generaciones venideras continuarán nuestra labor, mientras Frith despliegue su calor sobre la tierra.


[1] Gran cabeza detrás de la UFA y de personajes tan memorables como Mr. Magoo, entre otros íconos de la animación de mediados del siglo XX.

[2] Si se nos antoja, una suerte de Adán o figura brahamánica compuesta de algodón.

Jack Clayton: The Innocents (1961)

“We lay my love and I beneath the weeping willow.

A broken heart have I, Oh willow I die, oh willow I die.”

El cine de terror siempre ha sido un género irregular, donde los bajos llegan a ser cavernosos e infernales (en ocasiones de forma bastante placentera, en la mayoría de forma punitiva) y los altos llegan a ser miniaturas perfectas del poder emotivo del medio fílmico. ¿Grandilocuente? De seguro, pero lo cierto es que el cine de terror es en muchas formas el género más complejo por intentar acercarse a aquella emoción primal y compleja que todos albergamos en nuestras inquietas mentes: el miedo. ¿Pero que es esto del miedo? No es algo definible de forma simple, y de esta cualidad abstracta puede venir el problema con el porcentaje de efectividad del género cinematográfico. ¿Cómo incitar algo que es hasta cierto punto indefinible? En ocasiones la simple realización de una idea moral, física o mentalmente reprimible, auxiliada por violencia y repugnancia extremas, son suficientes para causar escalofríos en la espalda de quien mira, pero con frecuencia estos escalofríos van desapareciendo en la piel y el choque nos es más que momentáneo. Esto sin mencionar que la sobreestimulación y el acceso a todo tipo de información en la época moderna ha llevado de forma lenta pero segura al espectador hacia la indolencia, lo que eventualmente hace que lo exageradamente gráfico pierda el impacto que alguna vez tuvo. El éxito de los grandes altos, sin embargo, no ocurre en aquellas escenas memorables que todos recordamos: ocurre en todo lo que les rodea.

Ejemplo de un alto.

Pocos filmes logran este cometido de forma tan exacta como “The Innocents”. Dirigido por el subvalorado Jack Clayton, el filme se basa en la obra de teatro del mismo nombre (escrita por William Archibald, que escribe el guión cinematográfico junto a Truman Capote) y que a su vez es una adaptación bastante fiel de “The Turn Of The Screw”, la estupenda novela corta de Henry James. Pero mientras el filme omite y modifica ciertos detalles pequeños, el espíritu de la obra original queda intacto, muestra del cuidadoso y fetichista trabajo del director y sus colaboradores.

La película sigue a la sublime Deborah Kerr (continuando su racha de papeles de mujeres religiosas, luego de su trabajo en “Heaven Knows, Mr. Allison” y la favorita de Filmigrana “Black Narcissus”), en este caso una nerviosa institutriz de apellido Giddens que es contratada por un acaudalado solterón (Michael Redgrave) para cuidar a sus sobrinos huérfanos que viven en una gigantesca y desolada mansión en un pequeño pueblo a las afueras de Londres. Sus requerimientos: autonomía e imaginación, la primera para nunca lidiar con su empleador y la segunda para lidiar con sus nuevos alumnos. Inmediatamente le es otorgado el empleo y parte rumbo a Bly, donde conoce a la encargada del lugar, la Señora Grose (Megs Jenkins) y a la pequeña niña que quedará bajo su responsabilidad, Flora (Pamela Franklin, en su primer papel de una prolífica carrera de actuación infantil).

La mansión en Bly.

El escenario es perfecto para un trabajo pacífico y encantador, pero pronto empiezan los problemas, junto a una carta que explica que el joven Miles (Martin Stephens) ha sido expulsado del colegio al que atiende y va de camino hacia la casa. Pero aún peor es la curiosidad que llena a la Sra. Giddens frente a la historia que le contó el Tío (su nombre nunca es revelado) en la entrevista a modo de semi-advertencia: la institutriz pasada, la Sra. Jessel, murió en su puesto de trabajo. La llegada de la noche transforma el lugar en un laberinto lleno de sonidos extraños y vientos que mecen las cortinas y las sabanas, y pesadillas empiezan a abrumar su sueño. El joven Miles sólo complica las cosas, ya que este es un niño inteligente y manipulador que intenta atraer a la no tan joven y nueva institutriz (se refiere a ella como “my dear”, y su actitud es bastante desagradable en sumatoria). Pero la amistosa Sra. Giddens logra entablar una buena relación con los dos, y pronto se tornan cercanos.

Trouble lies ahead.

La felicidad es breve, de nuevo, una vez la institutriz empieza a escuchar el canto de una mujer y a divisar extraños en la propiedad que nadie más parece identificar. En un juego de escondidas, que revela tanto el carácter violento de Miles como el ático lleno de tenebrosos juguetes y una foto de un hombre joven y atractivo, la aparición de una presencia tras la ventana le lleva a un ataque de pánico que obliga a la Sra. Grose a confiarle que otro hombre murió en la propiedad, el antiguo Mayordomo Peter Quint.

Este es un resumen básico (y ojalá no muy revelador) del comienzo del filme, y lo que sigue a continuación acaba de conformar uno de los filmes de terror más completos que tengo el placer de haber visto. Aún cuando es vista hoy en día, Clayton logra crear un ambiente de tensión auténtico y espeluznante, ayudado por una fantástica fotografía en blanco y negro llena de movimientos exactos y composiciones complejas (a cargo de Freddie Francis, también de “The Elephant Man” y “Dune”). El arte, el uso del sonido y los efectos nada recargados, además, ayudan a crear un estilo gótico que guía el filme por corredores cada vez más oscuros y enrevesados, tanto temática como visualmente.

Su verdadero acierto, no obstante, viene de su perspectiva narrativa. Al igual que la novela de James, escrita en primera persona, el filme está contado siempre a través de los ojos de la Sra. Giddens (ojos muy expresivos gracias a la estupenda actuación de la Sra. Kerr y la ligera exotropia que la actriz padecía), lo que crea un espacio de ambigüedad frente a lo que está ocurriendo en la imaginación de la heroína y lo que en realidad está ocurriendo en el espacio que habitan. Es de esta ambigüedad que tanto la película como la novela pasan de ser una horrible fábula sobre fantasmas y se transforman en un tratado sobre la naturaleza humana y la obsesión. “The Innocents” parece dejar abiertas muchas más puertas que las que acaba cerrando, pero el camino que recorre y finaliza deja huellas que quedan con el espectador mucho más tiempo que un escalofrío. Se anidan bajo la piel.