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Brian De Palma: Dressed to Kill (1980)

En el que hay un problema de maladaptación

Dressed to Kill es una clase magistral sobre el ritmo narrativo. Este filme de Brian De Palma, a pesar de tener una duración de 104 minutos, da la sensación de abarcar tres largometrajes a la vez. La dilatación del tiempo es tan solo la primera de las múltiples distinciones de esta obra, que de manera impecable reformula y refresca el modo de realizar thrillers sin olvidar homenajear a los filmes que formaron a este icónico guionista y director.

De Palma había cosechado éxito a finales de la década de los setenta por la paleta fílmica que lo distinguía de sus coetáneos. Para entonces había trabajado con uno de sus héroes –Orson Welles (en Get to Know Your Rabbit) – y contribuyó a que la carrera actoral de Robert De Niro despegara al concederle sus primeros roles protagónicos. Incluso una de esas asociaciones, Greetings, obtuvo un Oso de Plata en el Festival Internacional de Cine de Berlín. Sin embargo, eso se quedaba corto frente a su mayor éxito a la fecha: en 1976 su adaptación de la novela Carrie hizo de él uno de los cineastas más arriesgados en conseguir triunfos abultados en taquilla. Fuera de ser el primero en apropiarse del trabajo de Stephen King mediante el celuloide, marcó un hito en los filmes de terror equiparable al de William Friedkin y su versión de The Exorcist. Su siguiente filme, The Fury (1978), también fue célebre y demostró que nadie igualaba a De Palma al momento de narrar historias de psíquicos y telequinesis.

Estas victorias comerciales y críticas le dieron vía libre con su estudio –MGM– para seguir cautivando a sus espectadores a través de historias que sacudieran sus expectativas. Si bien tuvo un breve periodo de transición en 1979 –año en el que dirigió la comedia Home Movies y contrajo matrimonio con la actriz Nancy Allen, de quien ya se hablará-, De Palma deseaba regresar a la producción de thrillers en los que pudiera incluir sus característicos elementos slasher. Él constantemente reiteraba cómo Blow-Up (de Michelangelo Antonioni) y The Conversation (de Francis Ford Coppola) lo habían impactado como cineasta por las maneras en las que los instrumentos de recolección audiovisual en sí (cámaras, grabadoras, fotografías, micrófonos boom) podían generar historias atractivas. Esto era dolorosamente cercano a él, pues cuando era adolescente De Palma seguía y grababa discretamente a su padre bajo la sospecha de que tenía relaciones extramaritales. Paralelamente, llevaba años luchando por los derechos de Cruising, una obra de Gerald Walker en la que una oleada de asesinatos horroriza a la población homosexual y sadomasoquista de Nueva York. Esta diversidad de fuentes de inspiración lo arrebató para crear un guion en el que expuso su interés por estas modalidades investigativas alternativas.

Aunque ya es un poco tarde para indicarlo, considero que es mejor adentrarse en Dressed to Kill desconociendo los pormenores de su argumento. Por esa razón, he acá una breve sinopsis que –espero- no perjudica la experiencia cinematográfica: Kate Miller (Angie Dickinson) es un ama de casa que anhela culminar las fantasías sexuales que le comparte a su psiquiatra Robert Elliott (Michael Caine) y de esa manera escapar de la rutina que la agobia; el amor por su hijo Peter (Keith Gordon) y sus extraños experimentos con circuitos y cámaras son su único polo a tierra, pero no son suficientes para acarrear con sus frustraciones. Paralelamente, Liz Blake (Nancy Allen) es una irresistible dama de compañía que se abre camino entre clientes con un considerable poder adquisitivo. Sus vidas se cruzan en extrañas circunstancias, pues sin razones nítidas una asesina encubierta persigue a ambas para cercenar sus gargantas con una cuchilla de afeitar. Aunque la policía está al tanto de la peligrosa mujer de gafas oscuras que las atormenta, pareciera que la única forma de detener el hostigamiento es haciendo justicia por cuenta propia y recolectando las pruebas sin ayuda jurídica.

De Palma recubre a cada protagonista de un lenguaje único, lo cual es fascinante para singularizar sus pensamientos y emociones. La angustia de Kate se manifiesta a través de superposiciones de imágenes de objetos (a manera de flashbacks) y de tomas desenfocadas que desorientan al espectador por el constante balanceo de la cámara. Incluso, el filme inicia con una alusión directa a Carrie en la que el vapor de ducha rodea el pulsante deseo de la reprimida madre. En cambio, las escenas en las que aparece Liz por lo general son locaciones nocturnas en las que no se distingue el erotismo de la violencia y en las que los diferentes hombres están al límite de agredir a la despampanante hetaira. La ambivalencia entre la presencia y la ausencia de luz aumenta la incertidumbre, en especial al momento de identificar el rostro de la mortífera acechadora.

El director de Dressed to Kill nunca dudó en expresar su admiración a Alfred Hitchcock por enseñarle a manejar el suspenso en un filme. El director inglés guio a su admirador norteamericano en la forma de abordar la dualidad física y psíquica de sus protagonistas, tal como ocurre en las inconfundibles Psycho (1960) y Rebecca (1940). En sus filmes Sisters (1972) y Obsession (1976) De Palma se apropió de dichos aprendizajes, pero ninguno de estos tributos se equiparaba a las licencias estilísticas presentes en Dressed to Kill. Para no perjudicar a quienes no han visto esta obra maestra aún, basta con mencionar que hay una emblemática persecución silenciosa en el Museo Metropolitano de Nueva York que no repara en recordar a Scottie Ferguson en Vertigo (1958). Dressed to Kill era, en cierta medida, un intento más por acaparar la atención de Hitchcock y buscar su aprobación. Al parecer, ninguno de ellos se ganó el visto bueno del maestro inglés, el cual murió en ese mismo año no sin antes desprestigiar sutilmente la ofrenda de De Palma (supuestamente la tildó de fromage, no de homage).

Hitchcock no fue el único en rechazar el filme. La recién iniciada década de los ochenta no parecía preparada para tal exhibición atroz y hubo una voraz lucha para que se prohibieran sus funciones que se acercaban más a la pornografía que al erotismo. Sumado a eso, una porción de su público no se identificó con el tratamiento de la historia y Caine, Allen y De Palma recibieron nominaciones respectivamente a los peores actores del año y al peor director en los recién inaugurados Golden Raspberry Awards (hoy conocidos como los Razzie). Aunque podía ser considerado una derrota, al menos el director compartió la nominación con Friedkin (curiosamente por quedarse con los derechos de la desalentadora Cruising) y Stanley Kubrick (por The Shining, otro caso de anacronismo cinematográfico). Sin embargo, esto no impidió que el filme fuera un éxito en taquilla, pues las discusiones sobre su contenido gráfico despertaron discusiones sobre lo que era permitido proyectarse en un telón.

Con el paso del tiempo Dressed to Kill ha ganado admiración y respeto. Al verse en retrospectiva, debió haber causado conmoción entre los espectadores de esa época por todo lo anterior y por las particularidades psicóticas de la asesina en serie. Es difícil entrar en detalles sin quebrantar su aura, sólo se puede garantizar que su destreza narrativa da de qué hablar y pensar. Incluso el material elaborado para dicho filmedio pie para otra sobresaliente obra: su siguiente filme, Blow Out, continuaría la exploración de la relación entre audio y video para la criminalística. Los años han favorecido a De Palma y Dressed to Kill en particular inició una prolífica década de producciones inolvidables en el palatino del cine estadounidense.

Brian De Palma: Blow Out (1981)

En el que sólo se debe doblar el grito

En 1964 los Óscares fragmentaron uno de sus galardones principales para dar mayor visibilidad a los encargados de los diferentes arreglos sonoros de un filme. Un año atrás John Cox, el ingeniero de sonido de la monumental Lawrence of Arabia, obtuvo la estatuilla por encima del trabajo de George Groves para The Music Man. Groves, denominado “el primer hombre de sonido de Hollywood” (en 1927 integró por vez primera música y voces a un filme en The Jazz Singer), era uno de los miembros predilectos de la Academia y sus repetidas derrotas posiblemente abrieron un debate sobre cómo interpretar los aspectos técnicos de ese campo. Sea ésta la razón o no, el tradicional premio a Mejor sonido se dividió entre Mejor edición de sonido (o Mejores efectos de sonido o Mejor edición de efectos de sonido, depende del año en el que se revise) y Mejor mezcla de sonido. Este último acarreó hasta 2004 el nombre originario (“Mejor sonido”); fue entonces, el año en que ganó The Lord of the Rings: The Return of the King, cuando se hizo la corrección nominativa que se conserva a la fecha.

Ambas categorías llegan a ser confusas para los seguidores de la ceremonia estadounidense, incluso en la actualidad. El periodista Jason Berman explica concisamente su distinción: mientras que la edición de sonido corresponde a los elementos individuales –diálogos, sonidos específicos (también llamados efectos Foley), doblaje de voces, entre otros–, la mezcla se encarga de su interacción, de la adecuación armónica de los niveles. Dicho artículo cita a Erik Adaahl y su adecuada analogía para exponer esta separación: el editor de sonido es al compositor de una sinfonía lo que el mezclador es a un director de orquesta. El uno indudablemente requiere del otro para que en conjunto deleiten los oídos de los espectadores.

En aproximadamente un tercio de las ediciones de los Óscares un mismo filme ha ganado tanto a Mejor Edición de sonido como a Mejor mezcla: Dunkirk, Gravity, The Matrix, Speed, E.T., entre muchas más. La diferenciación de las categorías es más clara cuando películas opuestas reciben cada premio: en 1987 Aliens ganó por edición y Platoon por mezcla; en 1987 ocurrió respectivamente con Robocop y The Last Emperor; en 2004, con The Incredibles y Ray; en 2014, con American Sniper y Whiplash; en 2016, con Arrival y Hacksaw Ridge. Estos ejemplos ilustran lo que esa academia destaca en cada caso; la captura del sonido de un disparo, monstruo o extraterrestre requiere habilidades diferentes a las que comprometen sus combinaciones con los diálogos o la banda sonora, bien sea en una confrontación balística o en un ensamble musical.

Pareciera que a la misma industria hollywoodense le tomó varios años comprender la segmentación sonora. Entre 1968 y 1981 se entregaron cuatro premios a Mejor edición y en todos los casos sólo hubo un filme nominado; en las otras diez oportunidades la categoría desapareció. Con el paso de los años esta labor creativa ha ganado más reconocimiento público, mucho más allá de lo que puede llegar a simbolizar una estatuilla desnuda. Blow Out, en ese sentido, contribuyó a visibilizar a estos guerreros armados de cintas y micrófonos boom.

Un año después de la bomba mediática ocasionada por Dressed to Kill, el director y guionista Brian De Palma estrenó un filme que continuó su interés por la narrativa gobernada desde la exploración audiovisual. El prolífero material creado para su filme anterior y su constante admiración por la obra de otros cineastas lo condujeron a escribir una historia centrada en esos anónimos editores de sonido. Aunque originalmente se pensó bajo el nombre Personal Effects y se situaba en Canadá, el proyecto se adecuó para ser relatado en Philadelphia –el hogar del director– e incluir a varios miembros de su habitual reparto: John Travolta, Nancy Allen, John Lithgow, Dennis Franz y J. Patrick McNamara.

La historia inicia cuando el activo editor de sonido Jack (Travolta) sale una noche a recolectar muestras para su fonoteca. Sin quererlo, registra un accidente vehicular en el que fallece el precandidato presidencial George McRyan. El asunto se complica cuando el equipo de campaña le exige a Jack olvidar lo que atestiguó y ocultar a Sally (Allen), la dama de compañía que aligeraba las cargas electorales de McRyan en el momento del siniestro. Al conversar con la ingenua mujer y cotejar múltiples inconsistencias en los relatos de los otros testigos del incidente, el sonógrafo decide investigar solitariamente qué fue lo que ocurrió a partir de lo apresado en sus cintas magnetofónicas. La meticulosa descomposición audiovisual revelará que detrás del infortunio hay una red de chantaje y corrupción que el psicótico Burke (Lithgow) pretende silenciar.

En términos narrativos, el filme es una reinterpretación de obras tanto ficticias (The Conversation de Coppola, uno de sus pilares inamovibles, y Don’t Look Nowde Nicolas Roeg) como reales (All the President’s Men, el subversivo reportaje de Carl Bernstein y Bob Woodward llevado al cine por Alan J. Pakula y Robert Redford). La tecnología de los sesenta y setenta revolucionó la forma en la que los individuos se relacionan con su privacidad; a su vez, desató colectivamente la paranoia por infundados (algunas veces acertados) delirios de persecución. Su título es más que un guiño a Blow Up, el filme de Michelangelo Antonioni: Blow Out es un juego de palabras que hace referencia a una llanta de automóvil estallada y connota diferentes implicaciones del acto de desinflar. Jack es un escéptico héroe que cuyos prodigiosos aciertos son desconectados por discretos criminales; sus subestimadas hazañas se debaten entre la justicia y la indiferencia. No en vano muchos espectadores consideran que éste es el mejor rol de Travolta, pues su noctámbula interpretación cala en varios niveles sensoriales. El pirotécnico y a la vez opaco desenlace de la película fue una arriesgada decisión que se alejó de las fórmulas de sus coetáneos y le costó a De Palma un éxito mayor en taquilla. Aunque el tiempo le ha dado la razón, aún puede generar divisiones.

Es inevitable darle crédito a las impactantes bondades técnicas de Blow Out. La cinematografía de Vilos Zsigmond y Lázlo Kovács es memorable: varios planos secuencia siguen tajantemente la impotencia de Jack al ver cohibida su investigación. Empero, y para ser consecuente con el contenido de la película, no se le da suficiente gratitud a los encargados de sonido, a quienes De Palma simbólicamente (mas no explícitamente) les dedica esta historia. A excepción de Paul Hirsch (el editor jefe) y del inmortal Pino Donaggio (el compositor), los créditos iniciales no nombran al departamento de sonido. Es por eso que a continuación se hará su recuento y se dará un uso justo al vocabulario aprendido previamente.

Michael Moyse –quien también trabajó con él en Dressed to Kill– fue el encargado jefe de la edición de sonido. Se podría afirmar que, con sus debidas proporciones, Moyse es el verdadero Jack de Blow Out. A su vez, fue asistido por Dan Sable –servidor de De Palma desde Phantom of the Paradise (1974)–, Randall Coleman, Lowell Mate y Dick Vorisek –la otra parte del equipo sonoro de Dressed to Kill–. Por último, aunque no menos importante, su trabajo fue mezclado por James Tanenbaum (quien años más adelante participaría en producciones más ostentosas como Avatar y Volcano). Si no fuera por ellos, De Palma no habría elucidado magistralmente la sonoridad que por limitaciones técnicas no podía crear.

Como suele ocurrir con las mejores obras artísticas, Blow Out pasó casi desapercibida en su momento y no recibió mayores elogios más allá de los de algunos críticos especializados. Irónicamente los premios Óscar de 1982, los correspondientes al año clasificatorio de este filme, reactivaron la categoría a Mejor edición de sonido (en contadas oportunidades como categoría especial) y desde entonces ha sido irremplazable. En esa oportunidad sólo hubo un nominado: Los cazadores del arca perdida, película que también recibió el premio a Mejor mezcla de sonido. Para el jurado, sólo los latigazos de Indiana Jones ameritaban atención mediática. Mal que bien, la omisión masiva sólo contribuye a engrandecer la leyenda de Brian De Palma. Dudo que después de ver Blow Out algún espectador ose a desvirtuar a estos genios sincrónicos.

Voyerismo, moral y género: De Palma y Hitchcock, Parte II

Nota ed. La primera parte de este ensayo intentó decodificar los filmes, las temáticas y las obsesiones de Brian De Palma a través del prisma del subconsciente y lo analítico. Esta segunda parte se concentra en su mayor influencia, el inigualable Alfred Hitchcock. Esperamos que el disfrute de ambas partes suscite preguntas y curiosidades de parte de usted, estimado lector.

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Alfred Hitchcock, a diferencia de Brian De Palma, era más pragmático en el uso de lo cinematográfico en función de la historia, dejando de lado sus creencias personales y concentrándose de lleno en la efectividad de la narración. Partiendo constantemente de material base literario de distintas procedencias, (rara vez adaptado por él mismo con la excepción de sus primeros filmes silentes) el director británico dedicaba la mayoría de sus esfuerzos al maridaje de la innovación técnica con lo narrativo, aún sí en ocasiones encontraba la fuente original inverosímil: “Una de las cosas que me molesta [de Vertigo] es una falla en la historia. El marido estaba planeando lanzar a su esposa de la punta de la torre. ¿Pero como iba a saber que James Stewart no podría subir las escaleras? ¿Por qué se mareó? ¡No podía estar seguro de eso!”[1] No obstante, aquellas fuentes siempre fueron escogidas personalmente por Hitchcock por apelar tanto a su sensibilidad humana (intensamente fetichista y mórbida en iguales medidas) como a su ambición profesional. 

Aquel es el caso de Rear Window (1954), que narra la historia de Jeff, un fotógrafo paralizado por una fractura de pierna quien en su convalecencia se obsesiona con la idea de que uno de sus vecinos ha matado a su mujer. El cuento original “It Had To Be Murder” (1942) de Cornell Woolrich le atrae tanto por sus posibilidades voyeristas como por su potencial fílmico: “Era la posibilidad de hacer un filme puramente cinematográfico. Tenemos un hombre paralizado que observa. Esa es la primera parte del filme. La segunda muestra lo que ve y la tercera es su reacción. Esa es la más pura expresión de la idea cinematográfica.”[2] Hitchcock construye la tensión del filme basado en aquella sencilla premisa (auxiliado por los experimentos de montaje de Kuleshov[3]). La sucesión de planos de un observador, seguida de su objeto de estudio, y de vuelta al observador crea en el espectador una ansiedad palpable atada de lleno a su imposibilidad de actuar: Stewart es el protagonista, pero también hace parte de la audiencia.

Desde el plano inaugural Hitchcock busca la forma más cinematicamente efectiva de narrar: “Iniciamos con el rostro sudoroso de James, nos movemos al yeso que cubre su pierna, y luego, sobre una mesa cercana, hay una cámara rota y una pila de revistas, y en la pared, fotos de carros de carrera que se han salido de la pista.”[4] De todos aquellos detalles, el más importante es la cámara fotográfica, no solo por ser descriptiva del protagonista sino por estar dispuesta a ser usada como una extensión de sus ojos. Allí Hitchcock revela una fascinación más íntima: “[Jeff] Es un auténtico mirón. (…) [Leí] comentarios sobre como Rear Window es un filme horrible porque el héroe se pasa toda la película espiando por la ventana. ¿Qué tiene eso de horrible? Sí, es un fisgón, ¿pero no lo somos todos?”[5] La motivación de Jeff nunca es completamente heroica o desinteresada, a pesar de la afabilidad nata con la que Stewart le imbuye, sino que parte del aburrimiento y luego se transforma en curiosidad: incluso hacia el final cuando es confrontado por el asesino (“¿Qué es lo que quiere de mi?”), Jeff no tiene respuesta porque sus acciones están injustificadas y, lo que es peor, son merecedoras de la ira del antagonista: “¡[Jeff] se merece lo que le está ocurriendo!”[6]

La dinámica voyerista está aún más exacerbada en la relación de Jeff con su novia Lisa (Grace Kelly). Aparentemente desinteresado en el sexo por su reciente lesión y por el temperamento sumiso, servicial y ético (respecto a su fisgoneo) de su novia, Jeff reencuentra su libido y su deseo por Lisa una vez esta abandona el espacio que ambos comparten activamentey se une al espacio lejano en el cual le observa pasivamente, sin ningún tipo de control: “Cuando cruza aquella barrera, su relación renace eróticamente.”[7] Sus papeles dentro de la dinámica son aparentes desde que los vemos por vez primera: Lisa, una exhibicionista fascinada con la moda y la vestimenta, constantemente modelando sus nuevos atuendos para su pareja, y Jeff, un voyerista, hasta el punto en que ha hecho la labor de su vida capturar fotográficamente la vida de los demás. Para él, ver a Lisa abandonando su tradicional perfección y confiando de lleno en su demente teoría es el primer acto de un juego de rol sexual. El segundo, mucho más riesgoso y por ello excitante, consiste en ponerse en peligro para él, sabiendo que quien le observa no puede defenderle. Lisa se encuentra expuesta, indefensa, propensa al castigo: dentro de sus roles de sumisa y dominante, la fantasía funciona para ambos personajes.

En sí mismos, los actos de dirección sugestiva de Hitchcock y la agresiva de De Palma son expresiones de voyerismo por individuos voyeristas: ambos son hombres cuyo trabajo consiste en observar (activamente) actrices quienes se exhiben (pasivamente) para la cámara. Pero ambas miradas también predicen fenómenos posmodernos donde la privacidad ha sido sacrificada y donde el libre acceso a dispositivos cinematográficos y fotográficos han creado una cultura de voyerismo activo y, en ciertos casos, adictivo. El video es una de estas primeras representaciones, apuntado hacia la búsqueda explícita de satisfacción sensorial a través del medio tecnológico. Su auge ocurrió a finales de los 80s y mediados de los 90s, y sus principales géneros fueron el horror, la pornografía y el thriller erótico, una suerte de punto intermedio entre los dos, aunque con políticas y demografías explícitamente femeninas: “Sin importar que tanto dinero se invierta en un thriller erótico, siempre se verá como entretenimiento sensacionalista de género, guiado por los valores del potboiler de explotación, con sus manos metidas en las cuentas de gastos de una superproducción pero sus pies apoyados sobre un barato tapete afelpado.”[8] Lo cardinal del género, no obstante, no yace en su escandalosa naturaleza sino en su sensible búsqueda de una sexualidad femenina más abierta y fetichista. 

Una de sus principales vertientes, la pornografía softcore, sacrifica el coito explícito del hardcore y presta mayor atención tanto al preámbulo del acto sexual (frecuentemente la observación estética de cuerpos desnudos, que ha sido por siglos uno de las principales fuentes del arte pictórico) como a las posibilidades narrativas de un género atravesado por el deber de ser estimulante eróticamente. Pero su estímulo no parte de un gráfico primer plano del culmen de la relación sexual (la eyaculación masculina o femenina), como sucede en el hardcore (el llamado money-shot), sino que busca una sensualidad tanto física como cerebral. La identificación es fundamental para venirseen el thriller erótico: al igual que en el cine de De Palma y Hitchcock, la fantasía yace en ser representado por un protagonista con aberraciones similares, si no circundantes, y cuyas acciones emulan lo que desearíamos hacerle a otro ser humano en carne propia. Siempre estará, sin embargo, el distanciamiento de la pantalla, recordándonos que estas imágenes son apenas un calmante (“cine narrativo ilusionista”[9]) para mantener a raya ciertos impulsos de orden sexual y violento, pero igualmente placenteros y frecuentemente inolvidables.

[1] Hitchcock en Hitchcock/Truffaut, Simon & Schuster, NY, 1984, P. 247

[2] Hitchcock en Hitchcock/Truffaut, P. 214

[3] El ‘Efecto Kuleshov’ fue uno de los experimentos de montaje más trascendentes en la gramática fílmica. En él, el realizador soviético seguía el primer plano del rostro de un actor de expresión neutra con un plano de un plato de sopa, luego con un plano de una niña en un ataud, y finalmente con un plano de una bella mujer rusa. En cada caso la audiencia tenía distintas reacciones al protagonista y su actuación idéntica: en el primero leía su expresión neutra como la de un hombre famélico, en la segunda como la de un hombre compasivo y en la tercera como la de un hombre lujurioso.

[4] Francois Truffaut en Hitchcock/Truffaut, P. 219

[5] Hitchcock en Hitchcock/Truffaut, P. 216

[6] Hitchcock en Hitchcock/Truffaut, P. 219

[7] Mulvey en Visual Pleasure And Narrative Cinema, P. 24

[8] Linda Williams en The Erotic Thriller In Contemporary Cinema, P. 5. La frase “un barato tapete afelpado” es traducida literalmente de “cheap shagpile carpet”, referencial a un objeto comunmente encontrado en los moteles de bajo perfil de Estados Unidos.

[9] Mulvey en Visual Pleasure And Narrative Cinema, P. 25


BIBLIOGRAFÍA:

  • BORDE, Raymond & CHAUMETONE, Etienne. A Panorama Of American Film Noir. San Francisco, E.U.: City Lights Publisher, 2002.
  • COUSINS, Mark. Scene By Scene. Londres, R.U.: Laurence King Publishing, 1997.
  • FREUD, Sigmund. Obras Completas, Vol. VII, Fragmento de Análisis de un Caso de Histeria, Tres Ensayos de Teoría Sexual y otras Obras (1901-05).Buenos Aires, Argentina: Amorrortu Editores, 1992.
  • FREUD, Sigmund. Obras Completas, Vol. XVIII, Más Allá del Principio de Placer, Psicología de las Masas y Análisis del Yo, y otras Obras (1920-1922). Buenos Aires, Argentina: Amorrortu Editores, 1992.
  • HABERMAS, Jürgen. Modernidad: Un Proyecto Incompleto. Buenos Aires, Argentina: Revista Punto de Vista, Núm. 21, Agosto de 1984.
  • HILDERBRAND, Lucas. Inherent Vice: Bootleg Histories of Videotape and Copyright. Durham, EU: Duke University Press, 2009.
  • MARTIN, Nina. Sexy Thrills: Undressing the Erotic Thriller.Chicago, E.U.: University of Illinois Press, 2007.
  • MCLUHAN, Marshall. Understanding Media: The Extensions of Man. Nueva York, E.U.: Sphere Books, 1967.
  • MULVEY, Laura. Visual And Other Pleasures. Nueva York, E.U.: Palgrave MacMillan, 2009.
  • NEWMAN, Michael Z. Video Revolutions: On the History of a Medium. Nueva York, E.U.: Columbia University Press, 2014.
  • RIMMER, Robert H. The X-Rated Videotape Guide II.Nueva York, E.U.: Prometheus Books, 1991.
  • TRUFFAUT, Francois. Hitchcock.Nueva York, E.U.: Simon & Schuster, 1984.
  • WILLIAMS, Linda Ruth. The Erotic Thriller in Contemporary Cinema. Edinburgh, R.U.:Edinburgh University Press, 2005.

Voyerismo, moral y género: De Palma y Hitchcock, Parte I

Oda a De Palma

Enaguas de seda que caen al suelo

Piernas rosáceas y pálidas

Mirones violentos y pérfidos

Sangre que corre río abajo

 

Ojos de ojos cerrados

Ojos de ojos abiertos

El rasguño feral de las medias veladas

El impacto sordo del golpe de mazo

Sangre que corre río abajo

Esta pequeña y asquerosamente mala oda abre el mes de Brian De Palma, una iniciativa de Filmigrana (denominada Clases Magistrales Express) que buscará prejuiciosamente traer al foco de luz la obra –incompleta– de variopintos realizadores a lo largo del año, desde las perspectivas y miradas oscilantes de distintos colaboradores de esta página web.

El siguiente ensayo fue escrito hace algún tiempo con la intención de desenmarañar las especificidades del director de Nueva Jersey (y su relación sumamente estrecha con los filmes de Alfred Hitchcock). He aquí la primera de dos partes de para el disfrute de ustedes, estimados lectores.

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“Analizar el placer, o la belleza, lo destruye.”[1]

Laura Mulvey

Loves of the Gods, Jacopo Caraglio, Grabado sobre Papel, 1520 – 1539

Existe en la imagen cinematográfica un inimitable placer atado a la observación incógnita: vemos activamente ventanas hacia vidas privadas, momentos íntimos, actos de orden violento o sexual, todo esto sin ser descubiertos. El placer de estas imágenes es gradual y subjetivo, y deriva de causas varias como competencia técnica, inmersión narrativa, curiosidad mórbida. Pero nuestro mayor aliado, no obstante, es una idea antigua y cínica, implantada por previos observadores y confirmada por la experiencia sensitiva: las imágenes que vemos proyectadas, por cercanas o empáticas que nos parezcan, son falsas, construidas.

Sabemos que lo que se nos presenta no es real (aún cuando lo es), es una creación previamente pensada, seleccionada y manufacturada por un grupo de individuos para activar ciertas respuestas emocionales e intelectuales en quienes escogen mirarla. Esto es confirmado por rituales de exhibición como la oscuridad del teatro y especificidades tecnológicas como la unidimensionalidad de la pantalla.

Sabemos que en cuanto las imágenes cesen de ser placenteras o interesantes podemos distanciarnos de ellas activando un interruptor, o cerrando los ojos o acercándonos a tal punto que dejan de ser reconocibles y discernibles, transformándose en un conjunto abstracto de luces, sombras y movimientos imposibles de palpar o sentir. Allí donde antes encontrábamos una narración y un lenguaje ahora solo existe una pared común y corriente, fría al tacto, llena de imperfecciones. Sin embargo, es cuando esas imágenes nos resultan inexplicablemente atractivas y fascinantes que las cosas se ponen mejores. Deseamos que duren para siempre, sumidos bajo su hechizo, anónimos, perturbados y excitados por su poder transgresivo y destructivo.

Cuando aquella mirada se torna sexual, tenemos un caso de voyerismo activo. A primera instancia el cine parecería el medio ideal la escopofilia, claramente presentando los dos sujetos necesarios para su compleción satisfactoria: aquel quien disfruta observando y aquel quien está siendo observado[2]. En un intercambio no muy distante de los Peep Shows, frecuentemente nos adentramos en filmes de los que no sabemos nada previamente simplemente porque existen y están disponibles: la identidad de los participantes no es importante, solo lo es su intención. No obstante, algunas dificultades pronto aparecen en la dinámica voyerista, cuyo placer parcialmente deriva de que el objeto del deseo a) desconozca la mirada y b) la resienta al descubrirla: “Lo que se ve de la pantalla es expuesto de manera manifiesta.”[3] Tanto en su naturaleza expositiva como en su incapacidad de proveer una respuesta a las perversiones el cine niega parcialmente al voyerista, pero al mismo tiempo le propone algo mucho más íntimo y subjetivo. La posibilidad de reconocerse plenamente en el otro, de facto lejana en la pornografía y en la realidad, se hace latente aquí: “En el cine altamente desarrollado de Hollywood es solo a través de ciertos códigos que el sujeto alienado (…) estuvo cerca de encontrar un vistazo de satisfacción: a través de su belleza visual y jugando con sus propias formaciones obsesivas.”[4]

Aquella identificación, entonces, no existe solo gracias a esas “formaciones obsesivas” colindantes entre la obra y el espectador, sino que es aumentada por el tratamiento personal que el director (la “belleza visual”) decide imponerle al filme: con frecuencia, su fetichismo inherente se apodera de las imágenes y sobrecoge las ideas intelectuales que le habitan para satisfacer su propio voyerismo. Esto no hace que el filme sea más claro ni más diciente, pero sí lo hace muchísimo más vívido y asfixiante. Es problemático, conflictivo. En lugar de enfrentarnos a una postura intelectual respaldada por imágenes, nos enfrentamos con un grupo de imágenes sin un discurso detrás, forzados a verlas sin entender su origen ni su lógica (en esencia, exhibicionismo): “Los exhibicionistas (…) enseñan sus genitales para que la otra parte les muestre los suyos como contraprestación.”[5] En su dinámica de exhibición y observación, un vínculo supremamente íntimo aparece entre el director y el espectador, causado por el entendimiento y aceptación de fetiches sobrepuestos.

Esta identificación (luego imitación, luego empatía[6]), abiertamente aberrante, frecuentemente se desarrolla de forma mucho más volátil y permeable en los hombres por ser la mujer quien frecuentemente es retratada como el objeto del deseo sexual: “En un mundo ordenado por el desbalance sexual, el placer de mirar se ha separado entre activo/macho y pasivo/hembra. La mirada masculina determinante proyecta su fantasía sobre la figura femenina, estilizada. En su tradicional rol exhibicionista las mujeres son simultáneamente observadas y expuestas, con su apariencia codificada para fuerte impacto visual y erótico (…). Las mujeres expuestas como objeto sexual es el leitmotiv del espectáculo erótico: de las pin-ups al striptease (…), ella sostiene la mirada, jugando con y significando el deseo masculino.”[7]

El espectáculo erótico hace largo tiempo forma parte del espectáculo fílmico. Los arquetipos femeninos en la narración clásica de Hollywood contienen siempre un elemento de sexualidad o sensualidad: la femme fatale, la doncella en peligro, la chica final, etc. Estos personajes nos resultan sumamente atrayentes, no solo por una buena escritura o interpretación, sino por ser idealizaciones de lo femenino creadas por otros individuos. Estas mujeres son imposibles de poseer y dominar (dado que no existen), por lo que lo más cercano a ello es verlas en situaciones de alto peligro las cuales, en muchas ocasiones, desembocan en una muerte violenta.

En Body Double (1984) de Brian De Palma, una acaudalada y hermosa mujer hace las veces de aquel objeto del deseo. En el filme, el claustrofóbico actor Jake Scully (Craig Wasson) acepta cuidar el apartamento de un extraño basado en el hecho de que su vecina de enfrente se desnuda frente a sus ojos (prolongados por un telescopio) todas las tardes. Pronto su voyerismo degenera en obsesión y Scully le sigue a todos lados a donde esta va: le observa mientras compra ropa interior, le observa mientras va a la playa, y le observa mientras otro hombre, un lascivo nativo americano, le observa con intenciones turbias que eventualmente le ponen en peligro. Scully, aunque lo intenta, no logra socorrerla y en su lugar es obligado a presenciar su salvaje asesinato, vía taladro. Concebido por De Palma como una venganza a la reacción negativa que uno de sus filmes anteriores, la magistral Dressed To Kill (1980), había causado, el filme funciona como una secuela espiritual abiertamente amoral y corrupta: “Si quieren una X, les daré una X real. Quieren ver suspenso, quieren ver terror, quieren ver SEXO–yo soy la persona para el trabajo.”[8]

Aquella frase puede parecer desconsiderada e inmadura en primera instancia, pero al observar el contexto que la causó resulta más consecuente: La respuesta critica y moral frente a Dressed to Killen 1980 estuvo fuertemente polarizada, por decir lo menos: De Palma fue acusado por varios grupos feministas (principalmente WAP, Women Against Pornography, y WAVPM, Women Against Violence in Pornography and Media) de misoginia y sadismo por su tendencia a mezclar constantemente sexo y violencia en sus filmes y fue un actor recurrente del popular debate sobre la influencia de los medios violentos en la sociedad; la longitud y carnicería de la escena central (en la cual una mujer es brutal y explícitamente asesinada en un ascensor con una navaja de afeitar) causaron varios cortes en la versión final cuando el MPAA estuvo a punto de otorgarle la temida X, básicamente la muerte monetaria[9]; los célebres críticos Andrew-Sarris y Richard Corliss le acusaron de “necrofilia, [por] tomar la gramática visual de la cual Alfred Hitchcock fue pionero, además de sus ideas y música.”[10]

Ahora, si la violencia de Dressed To Kill parecía injusta y moralista, la de Body Double es auténticamente cruel y repugnante. Sin embargo, ambos filmes apuntan hacia reflexiones distintas: mientras el primero desea poner en manifiesto la fina línea que separa el sexo y la violencia, y cómo ambos impulsos parten de lugares muy similares, el segundo se concentra de lleno en el poder intrusivo de la mirada: Scully desea actuar sobre lo que ve, pero no lo logra. Sin embargo, la muerte del taladro, sumamente fálica, es una realización mórbida e irónica de su fantasía: aquella de acostarse con esa mujer. Hay, sin embargo, coincidencias dicientes en los dos filmes: sus víctimas son mujeres maduras y opulentas, acostumbradas a un despiadado estilo de vida de consumo y agresión capitalista donde su riqueza es incapaz de salvarles de su brutal destino: “Sí la gente se preocupa sobre la agresión, entonces no deberíamos vivir en una sociedad capitalista. El capitalismo está basado en la agresión, y la violencia contra las mujeres tiene que ver con esa agresión.”[11]

El filme puede ser visto también como una revisión moderna (aunque ahora clásica) de la obra canónica de Alfred Hitchcock. De Palma está claramente influenciado por el director británico tanto en sus narrativas colindantes como en su gramática visual: Body Double es reminiscente de Vertigo (1958), inicialmente en la parálisis claustrofóbica de Scully impidiéndole hacer su trabajo a cabalidad (como lo hace el vértigo con Scotty (James Stewart) en la persecución de los tejados), más adelante en su fascinación y acechanza de Gloria (Deborah Shelton) a través de la calles de Los Ángeles (como lo hizo Scotty con Madeleine (Kim Novak) en las calles de San Francisco) y finalmente en el descubrimiento de que la mujer de sus fantasías es un constructo planeado por su empleador (Gregg Henry/Tom Helmore) en complicidad con una mujer físicamente impactante (Melanie Griffith/Kim Novak, nuevamente). El filme también nos recuerda a Rear Window (1954) por imitar su disposición arquitectónica exhibicionista, donde solo mirar por la ventana ya repercute en espiar la vida de nuestros vecinos.

Visualmente, De Palma adopta de Hitchcock lo que llama herramientas puramente cinematográficas, en particular el uso del plano de un personaje observando seguido del primer plano subjetivo de aquello que está siendo observado, proveyendo a la audiencia y al personaje exactamente la misma información.[12] El uso común de esta sintaxis fílmica en ambos autores expone un interés compartido por el voyerismo como parte inescrutable del cine mismo: “En las películas me siento cercano a Hitchcock porque me guía la mirada, como a él.”[13] El director estadounidense, no obstante, es más beligerante en su aproximación a las temáticas que le importan, en parte por pertenecer a una época de menor censura política e ideológica, y en parte por su recurrente sátira y crítica de la moral Hollywoodense.

En Body Double, la acción de mirar sin actuar de Scully (a su vez, una revisión de la mirada inactiva de Jeff (James Stewart) en Rear Window) es una compulsión peligrosa condenada por la policía tras la muerte de Gloria (“Hasta donde me concierne, usted es el verdadero responsable de la muerte de Gloria Revelle”), pero la audiencia es igualmente culpable por disfrutar de las imágenes. El voyerismo del filme es auto-reflexivo sobre el proceso de hacer películas, especialmente en Los Ángeles: “Body Doublees sobre Los Ángeles, sobre el estilo de vida erotizado, parcialmente creado por una cultura mediática en la cual exhibicionista y voyerista están unidos por una necesidad en común. La gente vive en casas con enormes ventanales (…); la privacidad no vale nada.”[14]

Pueden encontrar la segunda parte de este ensayo en este link.

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[1] Mulvey en Visual Pleasure And Narrative Cinema (1973) en Visual and Other Pleasures, Palgrave Macmillan, NY, 2009, P. 16

[2] Sigmund Freud en Tres Ensayos de Teoría Sexual en Obras Completas, Vol. VII, Amorrortu Ediciones, Buenos Aires, 1992, P. 174

[3] Mulvey en Visual Pleasure And Narrative Cinema, P. 17

[4] Mulvey en Visual Pleasure And Narrative Cinema, P. 16

[5] Freud en Tres Ensayos de Teoría Sexual, P. 142-43

[6] Freud en Psicología de las Masas y Análisis del Yoen Obras Completas, Vol. XVIII, Amorrortu Ediciones, Buenos Aires, 1992, P. 104

[7] Mulvey en Visual Pleasure And Narrative Cinema, P. 19

[8] De Palma en Brian De Palma: Interviews, P. 91.

[9] La X, normalmente asociada con la industria pornográfíca, significaba que los menores de 18 años no serían admitidos bajo ninguna circunstancia, ni siquiera acompañamiento de adulto responsable, razón por la cual muchos teatros se negaban a proyectarlas.

[10] De Palma en Brian De Palma: Interviews, University Press Of Mississippi, Jackson, 2003, P. 69

[11] De Palma en Brian De Palma: Interviews, P. 104

[12] De Palma en The Erotic Thriller In Contemporary Cinema, Edinburgh University Press, Edinburgh, 2005, P. 145

[13] De Palma en The Erotic Thriller In Contemporary Cinema, P. 146

[14] David Denby en The Erotic Thriller In Contemporary Cinema, P. 87

Gaspar Noé: Irréversible (2002)

En el que los túneles se quebrantan en dos

So it is perfectly correct to state that, in every happening with which our sensory nerves are associated, we find, after we have abstracted therefrom every known or imaginable physical component, certain categorically non-physical residua. But these remnants are the most obtrusive things in our universe. So obtrusive that, aided and abetted by our trick of imagining them as situated at our outer nerve-endings, or as extending beyond those endings into outer Space, they produce the effect of a vast external world of flaming lights and colours, pungent scents, and clamorous, tumultuous sounds. Collectively, they bulk into a most amazing tempest of sharply-differentiated phenomena. And it is a tempest which remains to be considered after physics has completed its say.

Dunne, J.W. (1929). An Experiment with Time. Londres:A. & C. Black. P. 8

Hace poco Gaspar Noé participó en un simposio en Locarno, Suiza. Aunque se suponía que el evento sería sobre creatividad musical en el cine (fue auspiciado por la Red Bull Music Academy), el argentino lo dirigió hacia su tema favorito: las drogas. La conversación, al igual que sus filmes, es incómoda: no es claro cuándo Noé bromea o habla en serio y los potenciales comentarios jocosos se pierden abruptamente por las barreras lingüísticas entre él y su entrevistador. En varias ocasiones se percibe la incertidumbre del público, el cual no sabe cómo reaccionar a su palabrería. Sin embargo, con todas sus implicaciones, fue una oportunidad para adentrarse en la mente del polémico provocador.

Dentro de esa exasperante oleada de divagaciones y apologías al consumo de opio u hongos, hay uno que otro destello de genialidad. En primera instancia expone su molestia hacia el cine estadounidense posterior a los años setenta: para él, ese país consolidó una industria que despoja a la violencia de la violencia, en la que un personaje o bando asesina a su oponente para impregnar a los espectadores de una falsa sensación de victoria que omite las implicaciones de lo que se acaba de presenciar. A manera de ejemplo, equipara a 300 con comerse una hamburguesa de una cadena de comidas; ambos son placeres fútiles en los que no hay conciencia sobre lo digerido.

Eventualmente los participantes son dirigidos hacia Irréversible, como suele ocurrir con muchas de sus entrevistas. Noé recuerda cuán importante es para un cineasta inflar sus propuestas de tal manera que sus potenciales productores asuman que están ad portas de una mina de diamantes. En su caso, a principios de milenio persuadió a Studio Canal de financiar la próxima Memento, el éxito art house del momento. A pesar de su corta experiencia –Carne (1991) y Seul contre tous (1998) sólo circulaban entre cinéfilos y amantes de John Waters- Noé logró que la gigantesca productora francesa y Monica Bellucci y Vincent Cassel -el matrimonio de actores que estaba en boca de todo tabloide europeo- participaran en su proyecto. A todos les prometió por igual que no filmaría nada explícito por lo cual preocuparse. Pareciera que ninguno dimensionaba lo que habría de materializarse durante el mes y medio en el que se extendió la filmación de esta obra (julio y agosto de 2001).

La otra anécdota que sobresale de esta charla corre por cuenta de la divisiva recepción de este filme. Noé cuenta que su madre le propuso a una amiga de 75 años que fuera por sí sola a ver Irréversible en cine. La siguiente vez que conversaron, dicha compañera comentó que quien se sentó a su lado se desabrochó el cinturón y comenzó a masturbarse tan pronto inició la infame escena por la cual resuena este filme; la señora, espantada, salió del teatro minutos después. Ante el espasmo del público suizo, Noé titubeó “Hay psicópatas por doquier”.

No hay mucho que decir sobre Irréversible que no se sepa aún y si está leyendo esto seguramente ya está al tanto sobre el contenido de este filme. Que tiene 13 escenas y se relata de derecha a izquierda. Que todos se embarcaron con un guion de apenas tres páginas, el resto corrió por cuenta del reparto. Que Thomas Bangalter -medio Daft Punk- compuso la cacofónica banda sonora mientras el creciente éxito de su álbum Discovery lo llevaba a la estratósfera. Que la famosa línea con la que inicia y finaliza el filme (“Le temps détruit tout”, el tiempo destruye todo) es tomada de Las Metamorfosis de Ovidio en referencia a Pitágoras y sus presocráticas reflexiones sobre el constante estado de fluctuación de las cosas. Que Noé filmó extensos y elípticos planos secuencias para que quienes la vieran padecieran en carne propia la focalización de sus protagonistas. Que Bellucci y Cassel temían que su interacción afectara su intimidad à-la-Kidman-Cruise en Eyes Wide Shut (el dúo de oro hollywoodense llegó a su final poco antes de que iniciaran las grabaciones). Que Noé se inspiró en Salò, o los 120 días de Sodoma para generar una repulsión catártica. Que la primera mitad del filme cuenta con un infrasonido de fondo que produce náuseas de manera culposa. Que durante su inauguración en Cannes (22 de mayo de 2002) tres espectadores se desmayaron y 200 abandonaron sus asientos.

Que hay una escena de violación. Una que rumea en la conciencia de todo aquel que la vea.

Para bien y para mal, Irréversible cuenta con una de las escenas más memorables del cine. Los minutos iniciales siguen la violenta represalia nocturna de Marcus (Cassel) y Pierre (Albert Dupontel) hacia los posibles culpables de un crimen parisino. La vendetta ocasiona un robo de un taxi, una persecución de travestis y -en la que es la segunda escena más memorable de esta proyección- el uso de un extintor para pulpificar a un cliente del bar sadomasoquista Rectum. Acá Noé da gusto a los cinéfilos estadounidenses contemporáneos: he ahí su trozo de carne visual para que se deleiten despedazándola sin preocuparse (aún) por lo que están consumiendo.

La pulsante narración in finis res no desaprovecha sus recursos: se sabe cómo terminará todo pero aún no es claro qué detona la furia que acongojaría al medieval Orlando. Después se devela a una mujer en coma, con el rostro totalmente magullado, que es ingresada a una ambulancia. Y así, por el flujo natural de la vida, el temporalizador del reproductor de video marca 41:00.

Puede que sea casualidad (lo dudo) pero la escena en la que todo se desmorona dura exactamente 13 malditos minutos (hasta que marca 54:00). No hay palabras que puedan desplegar la crudeza con la que Alex (Bellucci), la novia de Marcus y la expareja de Pierre, es violentada por Le Tenia (Joe Prescia), un sádico con el que se atraviesa accidentalmente en un túnel subterráneo. La ficción pocas veces posibilita una representación del mal tan auténticamente horrorífica: el pánico, el dolor, el deseo, la impotencia, la resignación y en últimas la muerte se juntan para instalarse de por vida en quien reciba estas imágenes. El golpe gutural se acrecienta a medida que el filme expone (en reversa, por supuesto) la cadena de acciones que derivó en el fatídico encuentro; si sólo una de ellas se hubiera transformado, el curso de sus vidas habría tomado un rumbo aligerado. ¿Qué hubiera pasado si la silueta que pasó por el túnel en ese instante hubiera reaccionado de otra forma que no fuera huir? ¿Y si Marcus no se hubiera comportado como un patán con Alex durante la fiesta? ¿Por qué accedieron a salir con Pierre? Aunque el futuro no se puede predecir y todo siempre puede ser peor, cuesta imaginar un devenir más traumático.

Son muchos los filmes que incluyen violaciones y se podría llegar a un listado interminable. Por nombrar algunos, se encuentran The Virgin Spring (Bergman), A Clockwork Orange (Kubrick)Straw Dogs (Peckinpah), Nocturnal Animals (Ford), I Spit on Your Grave (Zarchi), The Accused (Kaplan) y La Patota (Tinayre) / Paulina (Mitre). En la última década la popular serie Game of Thrones ha expuesto a sus protagonistas femeninas a múltiples accesos carnales violentos. Sin embargo, en todos ellos hay cierto grado de expectativa y redención; incluso ante sus momentos más desesperanzadores las víctimas directas o colaterales ven una salida. En la literatura hasta Esquilo se compadece de Casandra para que vengue a los troyanos del mal que la casta de Agamenón les causó, hasta Shakespeare permite que Tito Andrónico condene a quienes mutilaron a su hija Lavinia. Por el contrario, Noé no da pie a estas emociones, la misericordia es una vil mentira. Por eso su estilo narrativo es despiadadamente magistral: todo en Irréversible está perdido y no hay fuerza alguna que haga desvanecer lo ocurrido. Los más optimistas podrían pensar que lo ocurrido es ensueño de Alex mientras lee el ensayo An Experiment with Time de J.W. Dunne. Pero esa es una posición facilista: lo ya exhibido es indeleble.

Monica Bellucci relata que cada vez que debía filmar una toma de la decisiva escena (fueron seis en total) el malestar era peor, pues sabía cómo desembocaría la secuencia. Ocurre lo mismo con cada visita al mundo de Irréversible, visitas que se agudizan entre más información se revela sobre las formas en las que funcionan las sociedades de todomundo. Si bien #MeToo y Time’s Up han resonado un poco más que otros intentos reivindicativos, aún sólo se ha abarcado una minúscula porción de la problemática. En un mundo en el que hay 106 violaciones al día en India y en el que anualmente se reportan 22,155 casos en Colombia -73% correspondiente a menores de edad- el panorama es brutalmente opaco, peor aún si de una zona rural se trata.

Nadie puede garantizar cuáles son las verdaderas intenciones de Noé; de hecho, su nihilismo por fuera de la pantalla fastidia. Sin embargo, en otra oportunidad Noé indica que para realizar Irréversible capturó el dolor de personas cercanas a él que fueron violadas o padecieron enfermedades terminales: “es importante representar la violencia cotidiana en lugar de evitar esos temas dolorosos justamente porque son cercanos. La gente puede salir fortalecida del cine si ve esas experiencias representadas en la pantalla”. Dudo que un filme así pueda ingresar a un pensum escolar o a un programa de educación campesina, pero es una postura alternativa válida para reflexionar sobre la misoginia y la homofobia, por extrema e impactante que sea. La terapia de choque intensiva a la que expone a sus espectadores, por oposición, es una práctica apócrifa que puede contribuir a la sensibilización de estos deleznables actos.

Pero el mundo es un espacio vacuo y el tiempo un trazo degenerativo. A finales del año en el que Irréversible salió a cartelera, 2002, el portal AskMen.com anunció que Bellucci fue elegida la mujer más deseada del mundo entre 99 candidatas. El inconcebible resultado sólo puede ser explicado por este filme (su única otra aparición fue en un live-action de Ásterix y Óbelix). Ese mismo año un individuo se masturbó en una cadena de cinemas al lado de una amiga de la madre de Noé. Hoy en día un empoderado sector de la población sigue considerando la misoginia una cuestión de perspectiva. Y la justicia por cuenta propia es punible.

La brillante prosista Toni Morrison escribió a propósito de The Bluest Eye (de las pocas novelas que pueden llegar a causar una conmoción equiparable a la producida por Irréversible) que le molestaban los lectores que se conmovían mas no se compadecían. A la norteamericana no le interesa si su público llora o no, es preferible que se cuestione qué se puede hacer más allá del arte. Noé, al menos en esta oportunidad, apoya esa máxima e Irréversible seguirá siendo vigente hasta que haya un cambio significativo. Mejor aún: hasta que haya un desplazamiento en reversa que revele dónde empezó a fallar todo.

Paul Thomas Anderson: Phantom Thread (2017)

En el que nunca nos maldecirán

— Ho pensato di fabbricarmi da me un bel burattino di legno: ma un burattino maraviglioso, che sappia ballare, tirare di scherma e fare i salti mortali. Con questo burattino voglio girare il mondo, per buscarmi un tozzo di pane e un bicchier di vino: che ve ne pare?

Carlo Collodi (1983), La storia de un burattino. Pescia, Italia: Fondazione Nazionale Carlo Collodi.

El fragmento anterior hace parte de una de las fábulas más conocidas universalmente. En ella el maestro Ciliegia, un carpintero, encuentra un leño parlante que decide cederle a su temperamental amigo Polendina, también conocido como Geppetto. Con este tronco esculpe una marioneta a la cual le concederá el nombre de Pinocchio. Este homúnculo, para diversión de sus lectores, se enfrentará a diversas situaciones en las que debe demostrar si es un niño de verdad o simplemente una cabeza maciza de madera. Al final, como bien se sabe, una toma de postura de arrepentimiento le permite reivindicar sus travesuras y, por obra y gracia del Hada del cabello azur, su humanidad se materializa.

Al parecer la obra de Collodi es la historia secular más leída de la historia. Si esa afirmación es acertada o no, la nariz que no cesa de crecer, los consejos del Grillo Parlante y los desencuentros con el Zorro, el Gato y el terrible Tiburón son ejemplos universales para la formación moral de los niños. Además, la cultura popular se ha interesado en esta Bildungsroman por más de cien años e innumerables artistas la han recreado, unos de maneras más memorables que otras.

Ahora bien, el cine de esta década posiblemente será recordado como el del boom de las live-action. Recientemente el mercado se ha adaptado (por no decir “impuesto”) a las demandas de consumo millennials y las productoras ahora exprimen algunas gloriosas gallinas de huevos de oro tanto de su pertenencia como de la cultura popular. Si se dejan de lado los filmes de superhéroes, la taquilla global ha sido absorbida mayoritariamente por readaptaciones de ya exitosas películas infantiles bajo ópticas góticas/feministas/colonialistas. Aunque el pasado cuenta con sustanciales ejemplos de este tipo de reescrituras, este fenómeno nunca antes había infectado los teatros de manera tan amplia.

Éxitos recientes como Alice in Wonderland (2010), Maleficent (2014), Cinderella (2015), The Jungle Book (2016) y Beauty and the Beast (2017) y producciones venideras tales como Dumbo y The Lion King (2019), entre otras, confirman esta tendencia. El poder de influencia de Disney es, sin duda alguna, arrasador. Warner Bros., por supuesto, ha intentado absorber una parte de este exitoso patrón: filmes tales como Red Riding Hood (2011) y The Legend of Tarzan (2016) dan cuenta de su apropiación de ese modelo de negocios. Es por eso que durante años llevan fantaseando, al igual que la roedora corporación, en llevar a la pantalla grande una vez más la atemporalidad de las enseñanzas de Pinocho y compañía.

A principios de 2012 el estudio de Animaniacs anunció que adelantaba negociaciones con Tim Burton, Robert Downey Jr. y Bryan Fuller para perpetrar una extravagante reinterpretación de la fábula decimonónica. Aunque a los pocos meses esta cofradía se desbandó (Fuller prefirió responsabilizarse del piloto de Hannibal y Burton migró en dirección de Big Eyes y eventualmente hacia Miss Peregrine’s Home for Peculiar Children), el estudio se rehusó a desechar esta prometedora iniciativa. Además, al estar al tanto de la posible competitividad con otras versiones de Pinocchio[1], Warner no deseaba quedarse atrás y contrató a un guionista tras otro (Jane Goldman y Michael Mitnick, respectivamente) para mantener en vilo el proyecto; ninguno de sus esbozos, empero, prosperaron. Por esas razones, y al ver cómo su archirrival firmaba a reconocidos personajes de las altas esferas de Hollywood para sus producciones paralelas, Warner anunció en julio de 2015 el fichaje de un virtuoso titiritero para dominar esa colosal marioneta: Paul Thomas Anderson.

Los primeros reporteros no salían del asombro, pues pocos meses atrás Anderson había finalizado la gira promocional de Inherent Vice (y la secreta filmación de Junun) y ya estaba de nuevo en los tabloides cinéfilos. Además, no era el tipo de proyecto con el que se le pudiera asociar: nunca antes había realizado un filme remotamente dirigido al público infantil, ni siquiera al día de hoy. Para los escépticos, se sabe que él y Downey Jr. -el único sobreviviente de la triada original- son amigos cercanos[2] que durante años han intentado trabajar juntos y la obra de Collodi parecía ser una excusa apropiada. Un poco más adelante se precisó que para esa ocasión sólo había sido abordado para trabajar de guionista, no de director (Warner todavía mantenía la esperanza de que Burton retomara el proyecto).

No se sabe con certeza durante cuánto tiempo estuvo adscrito a Pinocchio, ni siquiera si fue una broma o no[3]. Lo que es un hecho es que estas declaraciones encubrieron sus otros proyectos: la producción de varios videos para los más recientes álbumes de Joanna Newsom y Radiohead (entre los cuales se encuentra el impecable “Daydreaming”) y el estreno de Junun. En ese sentido, el director siguió activo mientras que sus fanáticos seguían a la expectativa de ver la evolución de su Pinocchio. La noticias llegaron casi un año después, en junio de 2016. Sin embargo, no era el anuncio que se esperaba.

El magazín Variety dio a conocer la siguiente primicia: Anderson y Daniel Day-Lewis, la dupla artística inmortalizada por su trabajo en There Will Be Blood, planeaban un filme original. Esto llamó la atención por parte y parte: Day-Lewis reapareció (había mantenido un perfil bajo desde su Óscar por Lincoln en 2013) y Anderson despejaba las incógnitas relacionadas con su participación en la adaptación de la novela de Collodi, pues escribiría y dirigiría este nuevo proyecto. Adicionalmente la sinopsis preliminar del filme en cuestión era intrigante: una historia alrededor del mundo de la moda en la Nueva York de los años cincuenta. Más adelante se sabría díscolamente que esta idea surgió de un inocente comentario del compositor Jonny Greenwood, quien en un evento promocional de Inherent Vice le dijo a Anderson en tono burlesco que se parecía a Beau Brummell, el diseñador más icónico de la corte inglesa durante la primera mitad del siglo XIX.

Así no fuera mucha información, las expectativas se acrecentaron notablemente, pues la nueva colaboración de estos dos titanes auguraba el posible advenimiento de una nueva obra maestra. Unos meses más adelante -después de hacer otros videos para Radiohead y contribuir con un cameo en la serie Documentary Now! (el mockumentary de Fred Armisen, amigo de la familia vía Maya Rudolph)- Anderson estaba listo para comenzar su incursión en la haute couture, tanto en la investigación de la vida de figuras emblemáticas (Cristóbal Balenciaga y Charles James, principalmente) como en la escritura del guion. Además, de acuerdo con los conocidos parámetros de actuación metódica de Day-Lewis, éste se ejercitó en el arte de la confección, incluso al punto de crear una réplica exacta de una prenda de Balenciaga.

Las filmaciones comenzaron formalmente en enero de 2017 en Inglaterra, después de que Annapurna Pictures, Ghoulardi Films y Focus Features acordaran encargarse de la financiación y distribución del mismo. Para entonces se habían filtrado las primeras imágenes, una de ellas revelando el título del filme: Phantom Thread. También se confirmó que Lesley Manville (la musa de Mike Leigh) y Vicky Krieps (una prolífica pero poco conocida actriz) participarían en él. Esto corroboraría el notable cambio de dirección del proyecto, pues Anderson se enfocaría en una ambientación netamente europea, todo lo contrario a la California (y Nevada) que sitúa en sus filmes previos. Su música, además, sería orquestada de nuevo por el británico Greenwood, esta vez con unas composiciones de corte más clásico que sólo una figura de su talante podría concebir. Al igual que en los tres filmes previos de Anderson, el arreglista de Radiohead contaba con vía libre para producir armonías que recrearan las temáticas de la historia sin perder su marca personal sonora. El resultado, sin duda alguna, es descrestante.

Fuera de Anderson, hubo otro artista no-europeo de peso que se adhirió al proyecto: Mark Bridges. Para quienes no lo conocen, es un galardonado diseñador de vestuarios que ha creado icónicos disfraces para Barton Fink, Natural Born Killers, The Artist (por el cual le concedieron un Óscar) y The Fighter. Además, ha sido de los pocos individuos que han trabajado en todos los filmes de Anderson, incluso en Hard Eight. Si hay alguien a quién agradecerle por la visualización del libertinaje en patines de Dirk Diggler, Rollergirl y Amber Waves, de la rudeza prospectora de Daniel Plainview y de la candidez pasivoagresiva de Lancaster Dodd, Bridges merece todos estos elogios. Phantom Thread implicaría un reto mucho mayor para él, pues su trama se desprendería directamente de sus diseños.

Con el paso de los días el equipo técnico se percató de que Anderson también se había encargado (discretamente) de la dirección de fotografía del filme, descartando la participación de Robert Elswit, su colega recurrente que para entonces no estaba disponible. Con esa novedad, las grabaciones -más allá de la filtración de imágenes y la interrupción de londinenses curiosos en las locaciones- no tuvieron contratiempos y finalizaron en abril. Incluso Anderson tuvo tiempo para filmar paralelamente varios videos de la banda HAIM (incluyendo el mini-documental Valentine) mientras coordinaba la posproducción de Phantom Thread. De esa forma se acordó que ésta estuviera lista para ser lanzada en Navidad de ese mismo año.

El siguiente reporte agitó el creciente interés por el filme: en junio Day-Lewis anunció públicamente que después de Phantom Thread se retiraría de la actuación. Unas fuentes cercanas aseguraron que el filme lo impulsó a seguir descubriendo las maravillas de la alta costura y deseaba dedicarse a eso por el resto de sus días; otras, incluso Day-Lewis mismo, temían que la personificación lo había deprimido tanto que prefería no aparecer en pantalla de nuevo. Sea cual sea el devenir del actor, este anuncio advertía la vertiginosidad próxima a estrenarse. Nadie sospechaba que el rol de Vicky Krieps sería el responsable de ese padecimiento. Nadie sospechaba (ni sospecha, creo) el impacto que la historia de Pinocho tuvo en la sensibilidad de Anderson y, por consiguiente, de Day-Lewis y compañía.

Phantom Thread, situada en Londres a finales de la década de los cincuenta, es narrada desde el punto de vista de Alma Elson (Krieps), la única amante del modista Reynolds Woodcock (Day-Lewis) que ha logrado contrarrestar su temperamento y método de trabajo. Ella, una torpe y tímida camarera, conoció por accidente al inigualable diseñador en el restaurante en el cual atendía. El costurero a su vez fue impactado a primera vista por el físico de Alma; eventualmente corrobora sus sospechas y comprueba que ella cuenta con las medidas áureas para portar las más excelsos vestimentas. Su admiración mutua lleva a Reynolds a ofrecerle una posición irrechazable en su casa de modas: la exclusiva House of Woodcock.

Por el lado de Reynolds se sabe que sus creaciones son apetecidas por todas las esferas sociales europeas. Su elegante técnica es alabada por princesas y plebeyas, quienes añoran ser las mujeres del diseñador para que éste las cubra perpetuamente. El reconocimiento es válido: Reynolds es conocido por la descarga emocional que emite en cada una de sus creaciones, incluso al punto de ocultar piezas y mensajes personales entre sus finas costuras. Pocos saben, sin embargo, que estas obras son a costa de una apatía generalizada hacia la sociedad y, sobre todo, hacia las mujeres que lo desean o, como él lo ve, que desean arrebatarle su don. Esta descompensación la suple con un voraz apetito por una serie de alimentos específicos que contribuyen al dominio de su inasible perfeccionismo.

La única mujer que hasta entonces había tolerado sus procedimientos era Cyril (Manville), su hermana y único lazo familiar presente. A pesar de su distanciamiento verbal, ambos se acompañan y ella garantiza que el orden de su casa propicie la inspiración de Reynolds. Además, ella comprende la explosividad de su hermano porque conoce su raíz: su madre les enseñó las artes de la confección y administración y su muerte ha sido un golpe prácticamente irreparable para el modista. Por más leyendas que se difundan alrededor del estilo Reynolds, Cyril sabe que todas son desangradas por una irremplazable maternidad que pareciera que ninguna mujer (o alimento) puede suplir.

Por eso el encuentro entre Reynolds y Alma es sobrecogedor: sus primeras miradas reflejan esa curiosidad que despierta el uno por el otro. El amor de Alma por su señor -por su creador- se manifiesta en muestras de cariño, lealtad y gratitud por haberla elegido a ella, una humilde servidora, para vigorizar sus creaciones; el de Reynolds hacia su musa se exhibe en una prolífica racha de magistrales prendas para que ella las desfile. Esta prolífica relación, empero, no podía conservar una armonía pacífica por mucho tiempo: con el paso de los días su convivencia recae en una guerra de poderes entre las normas de la House of Woodcock y las amenazas que pretenden reorganizarla. En otras palabras, sus lazos de afecto comprometen la meticulosidad creativa de Reynolds y las convicciones de Alma.

Al ver este filme varias veces me he percatado que Phantom Thread es, en esencia, ese descartado guion de Pinocchio, uno que discretamente es embellecido por la enfermiza conexión entre Reynolds y Alma. El modista es Geppetto: un virtuoso pero obtuso artista que da vida para dominar a sus creaciones. Tal como si fuera Fausto o Pigmalión (otras referencias implícitas en Pinocchio), éste se enamora de sus obras hasta el punto de evitar que se transformen, hasta negarse a aceptar que puedan ser alguien más o de alguien más. A su vez, su aprendiz es Pinocho: esa burattina pérfida que elimina su ingenuidad al romper con los invisibles hilos que la someten. Ella se rehúsa a ser traída a la vida –así sea en el campo del diseño- sin explorar su potencial; ella, en cierta medida, también desea ser Geppetto. Anderson tiñe su obra de una elegante morbosidad, pues amo y esclava luchan por el dominio del otro mientras desfilan vestidos tras vestidos. He ahí el sentido de formación de Collodi: en la rebeldía y en las pulsiones se encuentran las particularidades de la educación humana.

Phantom Thread es la primera obra de Anderson que cuenta con una heroína central, lo cual la hace particularmente revoltosa dentro de su filmografía. Es cierto que la trayectoria de Day-Lewis engancha a los cinéfilos, pero la transformación de Vicky Krieps es la verdadera recompensa. Pinocho es un símbolo de la malsana dialéctica entre creador y musa, entre mito y habla. No sé exactamente qué pudo golpear a Day-Lewis para hacerlo aborrecer la actuación pero su síntoma general es plausible: Reynolds es una parodia del ego en el arte, una embestida a la torre de marfil. Si algunos espectadores encuentran semejanzas entre el diseñador ficticio y las vidas de otros modistas poco importa para apreciar el filme, lo que interesa es la apología a su desmitificación. Ocurre lo mismo con Lancaster Dodd en The Master: no hay que saber quién es L. Ron Hubbard para temer su carisma de predicador.

Alma, esa presencia perceptible pero incapturable[4], revela la fragilidad de los ídolos sin importar su tamaño. Ella no es Freddie Quell, pues sus motivaciones son más imponentes y, en cierta medida, indomables. Su teatralidad es tan natural que no cesa de irritar a Reynolds, quien creía que Alma se conformaría sólo con ser una extensión de su espíritu. Esta tergiversación es una sátira de la idiosincrasia, una que asombra por su silenciosa elegancia. Alma, en cierta medida, se revindica a sí misma con el sólo hecho de poner a Reynolds a dudar de sí mismo. El filme presentará más de una situación en la que esto potencia la admiración del uno por el otro y, por consiguiente, su amor fati. Cualquier semejanza con la realidad de una pareja moderna es pura coincidencia.

El filme es una de las más gratas sorpresas de la filmografía de Anderson, pues su contenido agarra desprevenidamente a sus espectadores. Antes de su estreno Phantom Thread parecía una obra cercana a There Will Be Blood; hay que darle crédito a su campaña de promoción (un tráiler laberíntico y un guiño a un afiche de Uwe Boll). Ahora, sin ánimo de coercer las sorpresas, se sabe que afortunadamente es más cercana a Punch-Drunk Love y que se sirve de un refinado sentido del humor. La ejecución de Anderson es impecable y, de nuevo, la triada Day-Lewis/Krieps/Manville asume la responsabilidad poética del filme de manera magistral. Es, sin titubeos, uno de esos filmes prácticamente inconcebible sin su reparto y sin el visionario que los ilumina.

Dudo que Phantom Thread permanezca en la conciencia colectiva como la obra más memorable del 2017. Espero que al menos se le conceda el crédito de ser recordada como una de las más arriesgadas. Aunque The Shape of Water, Get Out y Three Billboards Outside Ebbing, Missouri gocen de mayor popularidad inmediata, espero que el nuevo filme de Anderson sea reconocido por lo que es: una fábula para los tiempos modernos, una en la que Day-Lewis puede estar de frente y a los pies de la historia. Su recaudo en taquilla ha sido justo (en el sentido en el que no generó ni ganancias ni pérdidas), ha ganado algunos premios (dentro de los que se destaca el indiscutible Óscar a mejor diseño de vestuario) y el reconocimiento crítico ha sido amplio. No obstante, me extraña que no lo sea aún más; de hecho, es lamentable que la finura de Day-Lewis haya coincidido con las prótesis de Gary Oldman en Darkest Hour, pues este último se llevó la mayoría de los galardones. Es aún más deprimente que la genialidad del guion no haya recibido la atención merecida.

 Sin saber qué le deparará el futuro a la recepción de Phantom Thread, en este momento me gusta apreciarla por lo que es: una historia excepcional, una merecida despedida para Day-Lewis (si es que su anuncio llega a ser verdad), una apertura de puertas de Krieps para filmes de mayor divulgación en América y la confirmación de que Paul Thomas Anderson es el más grande cineasta de los últimos veinticinco años. Geppetto y Pinocho (¿y el Grillo Parlante?) han hecho una vez más una historia moralizante para todas las edades; una que, al igual que sus protagonistas, no parará de tejerse.

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[1] Paralelamente Disney y Guillermo Del Toro manifestaron su (re)interés en la novela de Collodi. A la fecha ninguna de estas propuestas ha oficializado su producción.

[2] Cfr. la propuesta original para Inherent Vice y la cercanía con su padre, Robert Downey Sr., en Boogie Nights.

[3] Recientemente en un Q&A señaló que la idea no estaba descartada del todo. El tiempo lo dirá…

[4] A un espectador angloparlante puede sorprender encontrar que Alma significa soul.

Wes Craven: The Serpent & The Rainbow (1988)

El 9 de noviembre de 1984 fue estrenada, en formato limitado, la ya seminal y enormemente exitosa primera entrega de A Nightmare On Elm Street. A pesar de abrir en tan solo 165 pantallas a través de los Estados Unidos, el filme acabó por recaudar más de 10 veces su presupuesto original, además de poner en movimiento una de las franquicias más célebres y lucrativas de la historia del cine de terror norteamericano. Pero mientras las futuras iteraciones del antagonista principal Freddy Krueger irían de lo ridículo a lo meta a lo racista, la película original siempre será recordada por ser una lograda y agobiante alegoría sobre los temores de la adolescencia, la transferencia de culpas de generación a generación, y el poder sugestivo de los sueños, así como por licuar a un joven Johnny Depp en una cama/geiser de sangre. Aquella elaborada muerte y su ubicación lógica dentro de una narrativa mayor es un sólido ejemplar del trabajo de Wes Craven, quien en sus mejores momentos era inmensamente creativo tanto en su utilización de la violencia como en su manipulación de las expectativas de los espectadores. No obstante, Nightmare no es una creación especialmente íntima ni personal para el director de Cleveland, OH, y a pesar de ser en últimas el filme que definió su legado, su herencia y su obituario[1], no es realmente representativo de su particular sensibilidad.

Aquella conexión eterna a un solo objeto creativo es un síntoma simultáneamente trágico y celebratorio. ¿No es mejor ser recordado por algo que ser olvidado en la ignominia? ¿No podría ser esa obra solo el primer paso, la dosis inicial, que eventualmente abre las puertas a una filmografía y una vida completa? Aquellas preguntas se mantienen sin respuesta por el momento. El lugar de Craven en el cine de horror aún no se esclarece del todo, y mientras todo apunta a que era uno de los auteurs de horror más celebrados de su generación y continente[2], existe en su filmografía un ritmo impredecible y anormal que le distancia de aquellos otros con una visión del cine más consistente. En muchas formas Craven era un realizador más versátil que sus colegas, pero esta maleabilidad también perjudicaba su especificidad como creador. La desagradable expresión (además en puto francés) auteur siempre indica una pretensión ineludible y egoísta, atada a querer ser único en la exploración artística. Esta característica es fácilmente visible en sus contrapartes: Estos directores nunca pudieron superar sus obsesiones, aun cuando sí pudieron superar una y otra vez sus obras iniciales, medias y tardías, entregando creaciones verdaderamente auténticas y reveladoras. Craven nunca pudo superar el éxito monetario ni el equilibrio[3] entre lo artístico y lo comercial de su filme más famoso, y tampoco pudo nunca superar con plenitud el poderío glorioso y crudo de sus filmes más tempranos. Nightmare[4] fue el fin de una carrera prometedora como uno más de estos individuos, y el comienzo de otra completamente nueva, más afín con la trayectoria de un journeyman camaleónico y profesional que dejaba atrás el espíritu punkero y dañino que hacían sus trabajos iniciales tan genuinamente peligrosos y perturbadores.

Sin embargo, los beneficios de una carrera prolífica le permitieron a Craven explorar distintas y variantes fascinaciones a través de toda su obra. Inicialmente su conciencia social izquierdista y su interés en las posibilidades antropológicas del género fueron revisadas en sus dos filmes más logrados, The Last House On The Left (1972) y The Hills Have Eyes (1977), ambas películas extremadamente críticas de las políticas bélicas e invasivas del gobierno estadounidense, pero además vistas a través del ojo explícito en 16mm de la prensa independiente que cubrió la carnicería y la barbarie de la guerra del Vietnam, al comienzo trayendo a la luz los horrores del conflicto armado pero más adelante desensibilizando a sus espectadores al punto de la indolencia. Su éxito con ambos filmes le llevaron hacia proyectos más comerciales donde podría explorar su predilección por los efectos prácticos[5], entre estos algunos filmes de TV, la chiflada y mediocre Deadly Blessing (1981, probable víctima de una siguiente Semana del Horror), una adaptación de Swamp Thing (1982) y finalmente A Nightmare On Elm Street. Una tercera etapa de su carrera se inclinó hacia la deconstrucción de las estructuras del horror, en ocasiones cortejando lo cómico (The People Under The Stairs de 1991, Vampire In Brooklyn de 1995 y la saga de Scream, respectivamente de 1996, 1997, 2000 y 2011[6]), y en ocasiones bordeando lo abstracto (Wes Craven’s New Nightmare de 1994 y Music Of The Heart de 1999, en muchas formas la creación más terrorífica e inconcebible de Craven).

Perteneciente a la primera línea narrativa arriba descrita, pero con una factura extremadamente pulida correspondiente a su experiencia en Hollywood y a un presupuesto relativamente acomodado (además del tema científico de esta Semana, ahora mes y medio, del Horror), The Serpent & The Rainbow es un ejemplar único que ilustra tanto en sus mejores como en sus peores secuencias el talento característico de Wes Craven. Hecha entre dos de sus trabajos más detestados (ambos cash-grabs particulares pero reductivos, respectivamente el atroz Deadly Friend de 1986 y Shocker de 1989), y adaptada liberalmente del libro del mismo nombre del etnobotanista Wade Davis[7], el filme sigue al antropólogo Dennis Alan (Bill Pullman) en sus aventuras alucinógenas en distintos países del tercer mundo.

Luego de un extraño preludio cerca del río Amazonas en 1985, en el cual Alan se yajéa, lucha amistosamente contra un enorme jaguar (su animal espiritual) y conoce a su eventual enemigo el capitán Dargent Petraud (Zakes Morae), la narrativa pronto coge un rumbo relativamente definido en Haití. Es allí donde el antropólogo, luego de ser patrocinado por el laboratorio farmacéutico Boston Biocorp para que busque y traiga de vuelta un polvo mágico que supuestamente levanta a los muertos de sus tumbas, conoce a la hermosa doctora nativa Marielle (Cathy Tyson, con doble función de guía turística e interés romántico) y emprende la laboriosa tarea de averiguar exactamente qué es lo que está ocurriendo en un país fracturado por la guerra, las supersticiones y la violencia gubernamental. Sus investigaciones eventualmente les llevan a Cristophe[8] (Conrad Roberts), un hombre local creído muerto hace 7 años, quien deambula los cementerios en un estado perpetuo de sumisión y miseria y quien es también el primer paso para esclarecer el proceso científico mediante el cual un hombre puede transformarse en un muerto viviente, pero también le acerca al peligro de caer en manos de Petraud, líder de los Tonton Macoute, la fuerza paramilitar principal bajo el mando del dictador “Papa Doc” Duvalier.

Craven utiliza esta trama básica para revisar los mitos fílmicos que existen detrás de los zombies y la brujería, temas que no parecen ser de su especial interés, pero cuya deconstrucción más realista y antropológica le resulta fascinante, especialmente dentro del marco de un país tan problemático, como lo es Haití, y a través de los ojos de un egoísta colonizador, como lo es Alan. Ahora, mientras la historia principal es frecuentemente confusa y poco desarrollada, las consecuencias de esta, y las exploraciones de Craven son verdaderamente cautivantes, y el resultado final es mucho más potente y logrado de lo que debería ser. Esto se debe a una multiplicidad de factores, principalmente la hábil dirección de Craven. Allí donde el guión flaquea, escrito por Richard Maxwell y Adam Rodman, el director se impone, creando una serie de imágenes memorables que exaltan la belleza natural del país y al mismo tiempo crean un tensionante ambiente de pesadilla y persecución que generan en el espectador una intensa claustrofobia.

Esta claustrofobia es aumentada al reconocer que la historia contada está dentro de un contexto de violencia política real y palpable. Petraud es un estupendo antagonista, verdaderamente malévolo, y su sadismo y regodeo en el mismo corresponde a los cientos de ejecutores en dictaduras a través del mundo[9]. Craven escoge narrar un filme de horror sobre lo sobrenatural, pero ubica el horror de lleno en lo humano y en lo real. Los protagonistas nunca temen su roce con lo inexplicable, de hecho, lo buscan constantemente, pero tienen miedo de las consecuencias de sus acciones para sus seres queridos y para sí mismos. Habitar un país tan desequilibrado e injusto socialmente como Haití (aunque en realidad esto cubre toda América Latina y la mayor parte del mundo) siempre trae la posibilidad de ser una víctima de un conflicto político mayor a uno, y esto se resuelve en torturas, desapariciones y muertes para las víctimas e impunidad para los victimarios.

No obstante, mientras esta sensación es bien lograda por Craven, una más problemática se asienta, partiendo del hecho de que es un norteamericano quien narra la historia a través de un alter ego, y su juicio crítico de otro país es injusto tanto por las acciones del país que representa en el orden mundial como por que su retrato a veces se cae en una simplificación superficial y pornográfica de los nativos y sus extrañas prácticas mágicas. No pertenecer a este mundo específico pone a Craven en clara desventaja, y a pesar de filtrar su experiencia a través del prisma que más conoce, el del género del horror, ocasionales deslices incómodos subrayan esta extraña tendencia[10]. El tercio final del filme es el que más sufre de este padecimiento altruista, cuando Alan finalmente enfrenta y vence al maquiavélico Petraud. Este acontecimiento tiene sentido, considerando que el antropólogo es el protagonista y debe conquistar el obstáculo principal para finalizar su transformación, pero también establece inconscientemente la idea de un salvador blanco como la solución lógica a los problemas de un país predominantemente negro. Eso, sumado al horrible tormento final al que es sometido el antagonista, que, aunque merecido, es al menos cuestionable en su mensaje vengativo y sanguinario de lo que la justicia debería implicar, dejan al espectador con un amargo sabor de boca terminada la película.

No obstante, esas quejas son menores y llorosas frente a la totalidad de la película, sumamente entretenida y con lujo de efectos prácticos asquerosos y maravillosos. El mayor responsable del éxito del filme, no obstante, es Bill Pullman, en la que es quizás la mejor actuación de una carrera bastante sólida, incluso subvalorada. Sus extraños manerismos y expresiones y su masculino estoicismo han sido utilizados más adelante con gratos e icónicos resultados, pero su compenetración y entrega a un único personaje nunca ha sido tan clara y tan concisa. Pullman entiende a Alan a la perfección, en su imprudente arrogancia y en su estúpida osadía, en su obsesión genuina por la botánica y las mujeres, en su gusto por lo psicodélico, en su astucia rápida y de liebre que corre escapando de las peores circunstancias, en sus aterradores temores nocturnos y pruebas físicas. En papel éste no parece un personaje particularmente agradable ni empático, pero en la encarnación es magnético. El horror no requiere normalmente de grandes actuaciones, y es extraño ver una verdaderamente memorable que no consista en devorar el escenario. El más grande acierto de Craven para esta creación, una de las más representativas de su verdadero estilo y de sus verdaderas preocupaciones, es la elección de su protagonista, enigmático, impredecible e insondable como él mismo.

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[1] Craven murió el año pasado en su hogar en Los Ángeles a causa de un tumor cerebral.

[2] Junto a David Cronenberg, John Carpenter, Sam Raimi, Frank Hennenlotter, Joe Dante, Stuart Gordon, entre muchos, muchos otros.

[3] Cómo otros grandes realizadores, Craven aparentemente incursionó en el audiovisual a través de la pornografía, una experiencia extremadamente formativa para sus filmes de ficción y que además presagiaba su futura dualidad monetaria/artística.

[4] Es extraño observar que el origen del filme apuntaba a algo mucho más alineado con los filmes previos del realizador y con sus fascinaciones sociales, puntualmente con el concepto de PTSD asociado a los sueños, en el cual veteranos de las guerras del Vietnam, Laos y Cambodia se rehusaban a dormir por temor a sus aterradoras y traumáticas pesadillas, y en algunos casos murieron por el llamado Asian Death Syndrome.

[5] Sólo sus últimas películas, entre estas las execrables Cursed (2005), My Soul To Take (2010) y Scream 4 (2011), y el sólido si menor thriller Red Eye (2005) tuvieron efectos digitales predominantes, con decepcionantes resultados.

[6] Vale la pena agregar que las últimas dos entregas de esta saga eran menos deconstrucciones críticas y más estereotipos mediocres de deconstrucciones críticas.

[7] Davis tiene alguna relevancia local por haber sido el autor del libro El Río (1996), que analiza de forma disciplinada y científica los efectos botánicos de la hoja de coca a través de un recorrido por el río Amazonas. También hizo esto el año pasado.

[8] Este evento es una dramatización de la experiencia de Davis con Clairvius Narcisse, la primera instancia documentada de zombificación.

[9] Algunas de estas dictaduras han sido justamente capturadas en la pantalla de plata, sea en el caso documental en Shoah (Claude Lanzmann, 1985) y S21: The Khmer Rouge Killing Machine (Rithy Panh, 2003), y en el caso ficcional con el cine de Costa-Gavras, The Year Of Living Dangerously (Peter Weir, 1982) y The Kiss Of The Spider Woman (Héctor Babenco, 1985).

[10] Otros realizadores que también hacen parte de esta tradición bienintencionada pero fallida incluyen a Steven Spielberg (Empire Of The Sun, Amistad), James Cameron (Avatar), Danny Boyle (Slumdog Millionaire), Marcel Camus (Orfeu Negro), y todos los antropólogos documentalistas que han vivido (aunque esas ratas de alcantarilla nunca tienen buenas intenciones).

Erle C. Kanton: Island Of Lost Souls (1932)

“Mientras el dolor audible o visible le dé nauseas, mientras lo manejen sus propios dolores, mientras el dolor subyazca a sus proposiciones sobre el pecado, mientras tanto, se lo digo, usted es un animal, que piensa con poco menos de oscuridad que un animal.”[1]

Moreau en La Isla del Doctor Moreau

Todos los años presentamos a los lectores Una Semana de Horror en Filmigrana con el objetivo de recomendar algunos títulos que sean poco comunes, inusualmente buenos, o incluso extremadamente raros y, como pertenecientes al género del horror, estos filmes tienen una responsabilidad y un propósito en sí mismo, bastante sencillo en concepto y terriblemente complicado en la práctica: asustarnos hasta perder el control de nuestros esfínteres. Claro está, la mayoría de los ejemplares aquí reseñados (y del género en sí mismo) nunca provocan el terror que prometen en sus afiches promocionales o en sus comerciales televisivos, y muchas veces los resultados son más confusos y entretenidos que genuinamente aterradores. Lo cierto es que el horror es completamente subjetivo. Es complejo explicar por qué una imagen parece absurda y ridícula, mientras otra nos paraliza de temor como a un zorro que ve su propia muerta desde lejos. Los zorros y otros animales, aún dentro del grueso de la cadena alimenticia, perciben el miedo como un peligro inminente, lo que causa que modifiquen su comportamiento para poder escaparlo. Los humanos, habiendo escapado de eso pero aún más que dispuestos a matarnos los unos a los otros, también cambian su comportamiento cuando la sensación está ligada al riesgo de muerte. Pero haber desarrollado una conciencia que puede articular y reflexionar lógicamente la idea de “tener miedo”, ha destilado dicha sensación de malestar e incomodidad en algo emocionante, incluso placentero, cuando es accedida en dosis controladas y solo superficialmente peligrosas.

Cuando se es niño, esta sensación es especialmente fuerte e indomable. Visiones, expresiones y situaciones que nunca hemos enfrentado se presentan por vez primera, y entenderlas y asimilarlas puede ser una tarea traumática. ¿Cómo puedo explicarle a mi mente lo que significa que un hombre enmascarado emerja de las sombras y, sin mayor motivo, apuñale el vientre y riegue las tripas de una hermosa bañista sin tener ningún punto de referencia? ¿Cómo puedo procesar la sangre que brota, las vísceras rojizas y brillantes que rebozan, los gritos, la pérdida del conocimiento y el dulce abrazo de la muerte? Todas estas cosas nos son completamente desconocidas, repulsivas e ilícitas en ese momento, y por eso nos son inolvidables. Sin embargo, el tiempo nos presenta una y otra vez variaciones infinitas del mismo asesinato, de las misma heridas, de las mismas armas blancas, del mismo homicida sin rostro y de la misma víctima genérica. Una y otra vez observamos la misma coreografía pagana hasta que pierde su filo. Nos tornamos indolentes, insensibles. Buscamos de forma incesante nuevas y macabras recreaciones de violencia, más explícitas, más chocantes, más irreverentes sin nunca alcanzar el zenit encontrado años atrás. Eventualmente, una verdad se nos revela, más vinculada con los horrores del mundo real que a los del mundo ficticio: No hay nada que nos aterre más que aquello que entendemos y conocemos bien, pero que escogemos ignorar por motivos de indiferencia.

Island Of Lost Souls, dirigida por Erle C. Kanton, es un filme que expresa de forma muy efectiva la noción de inicialmente temer a algo por encontrarlo ajeno, solo para asimilarlo poco tiempo después y, en últimas, olvidarlo por encontrarlo demasiado doloroso y problemático. Una adaptación de la novela corta de H. G. Wells La Isla del Doctor Moreau escrita por Philip Wylie[2] y Waldemar Young, el filme sigue a Edward Parker (Richard Arlen), un náufrago que es recogido por un barco de carga en el medio del océano Pacífico solo para encontrarse con una tripulación compuesta en su mayoría por animales exóticos enjaulados. Dicha carga está siendo supervisada por el estoico Montgomery (Arthur Hohl), a quien Parker acaba acompañando a su destino luego de una disputa con el capitán del barco, un borracho violento llamado Davies (Stanley Fields). El destino es una pequeña isla que no aparece en los mapas y no tiene nombre, pero todos quienes navegan el mar conocen por reputación: allí es donde el infame Doctor Moreau (Charles Laughton, habitualmente extraordinario) lleva a cabo sus extraños experimentos.

Una vez llegado a la isla, Parker empieza a desconfiar de las extrañas fisionomías y comportamientos de los locales, todos con fuerte aspecto animal y salvaje temperamento salvo por Montgomery, Moreau y la hermosa y tímida Lota (Kathleen Burke), una local que habita la casa principal con los dos científicos. Las sospechas de Parker se tornan en horrores reales cuando empieza a escuchar horribles alaridos en las noches y presencia por accidente uno de los brutales procedimientos de vivisección operados por Moreau y Montgomery, tras el cual se adentra apresurado en la jungla y encuentra a los nativos habitando rudimentarias chozas de barro y paja. Allí les observa mientras celebran un extraño y lúgubre ritual donde su recitan “La Ley”, repitiendo las palabras de un hombre excesivamente peludo que parece ser su líder (Bela Lugosi):

– “What is the Law?”

– “Not to spill blood. That is the Law.”

– “Are we not men?”

– “Are we not men?[3]

El filme de Kanton funciona como una adaptación bastante fiel al espíritu de la obra original[4], aún sí el resultado final se toma varias libertades de la novela, principalmente en la inclusión y desarrollo de dos personajes femeninos, ambos con una intensa conexión emocional con el protagonista Parker (quien también es mucho más espabilado y menos servil que su contraparte Packard del libro): El primero es su prometida Ruth Thomas (Leila Hyams), una flapper preocupada y proactiva quien espera la llegada de su novio a Apia sin saber sobre su desvío a la isla de Moreau. Aunque las escenas de Thomas en Samoa presionando a la burocracia local para que rescaten a su marido frenan el impulso narrativa de lo que ocurre en la isla y su rol de interés romántico era una obligación en el cine de Hollywood de la época, su presencia es importante porque le da a Parker tanto una conexión emotiva que hace del peligro al que se enfrenta mucho más dramático y urgente como una posibilidad de redención en el tercio final. El segundo es el personaje de Lota, la Mujer Pantera referenciada en el libro de Wells, quien toma un papel mucho más central en el filme y, propulsado por la sugestiva interpretación de la exótica Burke[5], subraya la posibilidad de un erotismo incontrolable en las creaciones de Moreau.

La dirección fetichista de Kanton recalca aún más las posibilidades sexuales de la historia original, donde solo hay unos cuantos figurantes femeninos, y su especial predilección por las piernas de sus actrices crea en el espectador una titilación que contrasta fuertemente con los violentos hechos ocurridos en la Casa del Dolor, el laboratorio donde Moreau hace sus experimentos. Gracias a que el filme fue producido y estrenado en 1932, dos años antes de la implementación del código Hays, Kanton no teme en sugerir ni mostrar contenido de carga erótica y violenta, lo que hace que su película sea sorprendentemente honesta en su representación del sadismo, la crueldad y el deseo sexual. El filme fue vetado por esto en doce países[6], y en los Estados Unidos las juntas de censura de cada estado editaron y cortaron las escenas y secuencias que les parecían más perturbadoras y nocivas[7].

Vista hoy en día, es lógico que Island Of Lost Souls haya perdido el poder de chocar a su audiencia, en gran parte por una creciente desensibilización a contenidos sórdidos pero también porque la cultura popular ha arruinado el twist central de la historia. No obstante, el filme se mantiene vigente como una obra maestra del género, sobriamente dirigida y fotografiada (por Karl Struss, también de Sunrise de F. W. Murnau, 1927), fuertemente actuada, e innovadora y original tanto en su expresivo lenguaje visual como en su maridaje entre los remanentes del cine de género mudo (el maquillaje teatral, la aceleración ocasional de los movimientos bruscos) y las posibilidades expresivas del cine sonoro. Haciendo uso solo del diálogo y la extensión necesarios (el filme dura apenas 71 minutos), la película aún es inquietante, conmovedora y horriblemente prevalente en su contenido principal y en sus mensajes más subversivos.

El más potente de estos es lucidamente ilustrado por Kanton en su elección de enmarcar a todos los personajes, tanto salvajes como humanos, entre barrotes y jaulas. Aquello sirve un propósito lógico, en el cual la casa habitada por los humanos está resguardada de la posibilidad latente de violencia del exterior y de escape del interior, pero también funciona como una metáfora de la falsa libertad que estos individuos creen tener: todos los hombres y animales están atrapados en prisiones hechas por otros o de su propio hacer. Parker, quien parece en primera instancia un individuo cuerdo y decente, está preso no solo de las circunstancias desafortunadas que le depositaron en la isla, sino también de un creciente deseo sexual por Lota, deseo que solo rechaza en cuanto se entera de su origen animal y que, de no ser por su amor por Ruth, probablemente habría perseguido hasta sus últimas consecuencias. Montgomery está preso de su pasado, ya que su negligencia médica en Londres años atrás le confinó a la exploración científica únicamente en la isla, además con la complicación moral de ser extremadamente permisivo, y en últimas cómplice, de las sucias acciones de Moreau. Moreau, por su lado, cree acercarse cada vez más a la obra que finalmente cementará su lugar en la historia de la humanidad, pero en realidad está cada vez más lejos de satisfacer su ego y sus deseos de grandeza. Solo quedan los animales, presos de un estado físico y mental transitorio, ni bestias ni hombres, solo objetos indignos esperando su reposo final.

Los animales son los que finalmente logran trascender su encarcelamiento, y tras romper por orden de Moreau la letra sagrada de la Ley, descubren que la sociedad a la que pertenecen es fácilmente quebrantable, incluso destructible. Basta con regar la sangre de un individuo para ver que este es sólo un hombre, y por ende, todos los hombres pueden sufrir el mismo destino. Romper con la imagen divina de su creador les permite a las criaturas extraer su venganza sin temor a las repercusiones. Lo mismo es cierto para todas las sociedades: una vez entendemos que las leyes existen como estructuras para mantener el caos y la violencia a raya, es fácil comprender porque hay tantos casos anómalos dentro de ellas. Sí tan solo hay unas palabras y escrituras pensadas por otros hombres sosteniéndolas, ¿por qué no habría quien se rehuse a seguirlas? ¿Por qué no habría individuos dispuestos a cometer actos tan desmedidos en su barbarie que atenten contra el mismo tejido que las compone? En últimas, Moreau, Lota y el resto de las criaturas sucumben (algunos merecidamente) ante las verdades inevitables del frágil ecosistema que habitaban: primero, no se puede controlar una multitud enfurecida, y segundo, no se puede escapar a lo que se es. Esperemos, por el futuro de los que habitan el resto del mundo, que esas verdades sean repetidas y escuchadas una y otra vez, ojalá de forma tan elocuente y memorable como en Island Of Lost Souls.

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[1] H. G. Wells en La Isla del Doctor Moreau, Norma Editorial, Bogotá, 1997 (Texto original de 1896), cit. P. 98.

[2] Wylie es solo una de las figuras fascinantes unidas como por destino manifiesto en este proyecto: autor de varias novelas de ciencia-ficción (las más célebres When Worlds Collide de 1933 y su secuela After Worlds Collide de 1934, ambas co-escritas por Edwin Balmer), una saga de cuentos cortos publicada en el Saturday Evening Post sobre el Capitán Crunch Adams (su influencia sobre el Cap’n Crunch es desconocida, pero le precede por más de 20 años), su ayudante Des Smith y sus aventuras de pesca de mar profundo (que fue la base de una poco exitosa serie televisiva en 1955 protagonizada por el célebremente bien dotado Forrest Tucker), varios ensayos sobre la amenaza nuclear y su impacto ambiental (uno de los cuales le mereció la casa por cárcel en 1945 por revelar información confidencial sobre las pruebas de lanzamiento de cohetes hechas en Alamagordo, Nuevo México) y un episodio de la serie de televisión de la cadena NBC The Name Of The Game llamado L.A. 2017, dirigido por el mismísimo Steven Spielberg.

[3] Q: Are we not men? A: We are Devo!

[4] Los registros sobre las opiniones de Wells sobre el filme son contradictorios: algunos decían que fue abiertamente critico de la película, argumentando que la atención al horror del filme opacaba las ideas filosóficas que le subyacían, mientras otras reportaban que el autor estaba encantado con el resultado, especialmente por haber sido censurado en el Reino Unido.

[5] Burke trabajaba como una asistente de dentista en Chicago hasta que ganó el concurso de talentos hecho por la Paramount Pictures para elegir a la interprete de la Mujer Pantera en este filme. La actriz solo estuvo en el medio fílmico hasta 1938, año en el cual se retiró de la actuación a los 25.

[6] Inglaterra, habitualmente moralista e hipócrita en sus prácticas de censura, decretó el filme inaceptable en tres ocasiones separadas (1933, 1951 y 1957) por ir “en contra lo natural”. Gran parte de su descontento partía de la siguiente cita, quizás las más reconocida del filme, pronunciada por Moreau al explicar el motivo de su trabajo: “Do you know what it means to feel like God?”

[7] A pesar de los intentos de suavizar el impacto del filme, los reportes de espectadores vomitando en sus asientos por repulsión a las imágenes fueron populares en la época.

Kazuki Ohmori: Godzilla vs. Biollante (1989)

“Kirishima, I don’t believe you understand science very well.”

Dr. Genichiro Shiragami

¡Salve Godzilla, Rey de los Monstruos! La cornucopia escamada del cine, the lizard that keeps on giving. La criatura que simultáneamente aterrorizó y cautivó al Japón en 1954 ha tenido muy poco descanso en los últimos 62 años y, aunque sus hilos narrativos se han desviado en numerosas ocasiones, su papel como alegoría del poder (y el abuso) nuclear siguen igual de vigentes. Godzilla, alentado por todo tipo de motivaciones, ha surgido de las frías aguas del Océano Pacífico una y otra vez, rugiendo con la fuerza de un guante encerado que frota un contrabajo, para combatir contra todo tipo de dignos y gigantescos oponentes, desde polillas, tortugas, dragones, pulpos y piojos hasta versiones mecánicas de sí mismo y basquetbolistas famosos.

Semejante a lo que sucede con los superhéroes que nacieron en los cómics de los años 30 y 40, un ecosistema de ficción tan vasto y diverso como el de Godzilla requiere purgas cada cierto tiempo, tanto para reajustar su mitología como para ofrecerse a una nueva generación de espectadores[1]. Godzilla 1985 (1984) fue el resultado de un largo proceso de reavivado, una re-entrega del original que se aleja de la sombra de la Segunda Guerra Mundial y del Tokio lúgubre y escasamente iluminado de ese entonces, con una nueva capa de pintura (¡A todo color!) y una amable mezcla entre efectos digitales primitivos y los artes del maquetismo y los títeres, llevados a cabo con éxito a pesar de la muerte de Eiji Tsuburaya en 1970 (el responsable del Tokusatsu o efectos especiales en las primeras entregas), y todas estas siendo áreas en las que el cine japonés había imitado y superado a sus maestros estadounidenses[2]. Con esta película también se pretendió hacer una tabula rasa del enorme bestiario acumulado hasta la fecha, por lo que no hubo apariciones de los clásicos enemigos de Godzilla.

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Justo donde termina Godzilla 1985 llega la entrega que nos concierne en esta pieza, Godzilla vs. Biollante, en una película extremadamente cargada de elementos en sus 110 minutos de duración. Godzilla, agotado tras su batalla con el ejército japonés, se retira de las ruinas de Tokio, dejando atrás algunas de sus escamas, material que los científicos se apresuran en recolectar hasta que son interceptados por mercenarios estadounidenses (quienes trabajan para un conglomerado de laboratorios llamado Bio Major) que quieren hacerse con las muestras. Los hombres de extraño acento están a punto de lograr su escape cuando son saboteados por un misterioso espía del reino de Saradia, una extraña amalgama de naciones del Medio Oriente, quien roba las muestras. De vuelta en Saradia conocemos al Dr. Genichiro Shiragami (Kôji Takahashi), autor de la cita que encabeza este artículo, un botanista expatriado tan proclive a la melancolía como al estoicismo, quien no tiene ninguna relación con Godzilla o con estas intrigas internacionales hasta que su hija y asistente de laboratorio Erika (Yasuko Sawaguchi) muere en una explosión provocada por los mercenarios estadounidenses, deseosos de recuperar las escamas de Godzilla. Un extraño giro de acontecimientos trae al trágico Dr. Shiragami de regreso a Tokio para trabajar para un laboratorio de dudosa moral, con el fin de desarrollar alternativas que permitan combatir la proliferación nuclear; a cambio, nuestro doctor solicita tener acceso a las escamas de Godzilla, para combinar su material genético con el de unas rosas que estaban en el laboratorio donde murió Erika.

Y así, de esta manera tan deliberada, nace Biollante, la rosa reptil gigante. Los chantajes frecuentes de la Bio Major para obtener las células de Godzilla los llevan a despertar a Godzilla de su profundo sueño al fondo de un volcán, y con esto inicia la carrera para detener al monstruo de las profundidades, quien pronto se lanza a combatir contra Biollante en un espectáculo de sangre, llamas y latigazos como nunca antes la Toho había puesto en escena.

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Si bien todo lo anterior suena como elementos estándar (dentro de todo lo estándar que una película de Godzilla puede ser), eso puede deberse a que no me he explayado en las excentricidades que la película se da el lujo de tener: de Godzilla 1985 regresa el Super-X, una especie de dron gigante o vehículo autónomo que parece salido de algún episodio de una serie Super Sentai[3], listo para fusionarse con otros de su misma calaña para formar un robot gigante. El Super-X es la principal plataforma de combate de los humanos contra Godzilla, esta vez capaz de reflejar sus célebres rayos azules, aunque el ejército no deja de usar las tácticas ingenuas de electrocución que se hicieron populares en la primera película; también hay una casta de niños psíquicos, capaces de comunicarse con las plantas (algo muy conveniente en la trama) y de tener otros tipos de percepción extrasensorial. Además de esto, hay una enorme y complicada subtrama de espionaje entre los mercenarios de Bio Major, el espía de Saradia y los humanos más carismáticos de la película, el teniente Goro Gondo (Tôru Minegishi[4]) y el joven científico Kazuhito Kirishima (Kunihiko Mitamura[5]), quien hace las veces de ancla moral para el resto de personajes. La razón de ser de esta subtrama responde a que Kazuki Ohmori, el director de esta película, tenía ganas de dirigir algo similar a James Bond en lugar de un tokusatsu, y quiso introducir disparos y espionaje alrededor de Godzilla. A pesar de lo que se pueda pensar, son elementos que Ohmori logra unir con relativa coherencia, sin dejar detrás la acción de monstruo-contra-monstruo, un aspecto que queda algo esquizofrénico y separado de la película debido al uso mixto de la banda sonora, con piezas originales de 1954 compuestas por el genio Akira Ifukube en compañía de canciones nuevas para todo lo demás, cortesía de un hombre llamado David Howell[6] cuyo único crédito cinematográfico es esta película.

En cuanto a la acción, Biollante es una de las estrellas de la película, y a pesar de que aparece durante muy poco tiempo, nos ofrece una extraña dicotomía de entrada: una criatura altamente violenta y repulsiva, que al mismo tiempo conserva la esencia de la dulce e inocente Erika, lo que hace de sus enfrentamientos con Godzilla algo más conflictivo de ver. Ella logra apuñalarlo y estrangularlo con sus raíces enredaderas en más de una ocasión, y su rugido se parece más al canto tierno de un coro de ballenas en comparación al gutural abrasivo de su contrincante. El movimiento de los tentáculos es convincente, gracias a un enorme esfuerzo por parte de los titiriteros para mover a una criatura tan compleja como Biollante, y la lluvia de ácido es sencillamente aterradora.

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Al final, tras cerrar con relativo éxito todas sus subtramas, Godzilla vs. Biollante termina siendo una de las entregas más sólidas del periodo entre 1970 y 1990, y buena parte de eso radica en su afán por experimentar, producto del tedio que Ohmori sentía hacia las secuelas anteriores, combinado con la confianza y seguridad que otorga el ver de nuevo a nuestro lagarto favorito en un papel despojado de infantilización, retomando su lugar como la terrible e incomprensible fuerza de la naturaleza que es. En esta ocasión los monstruos son los humanos, quienes inician toda la cadena de acontecimientos para la aparición de las criaturas gigantes, pero siempre que esto suceda Godzilla volverá de las profundidades para luchar una vez más.

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[1] Como bien sabrán nuestros estimados lectores, la purga (el conocido reboot del argot cinematográfico) puede no tener los resultados deseados y terminar con un producto que lleve con más fuerza a la añoranza del original, como sucedió con el desastrozo Godzilla (1998) de Roland Emmerich. El Godzilla (2014) de Gareth Edwards, oportuno para el sexagésimo aniversario del Dios Lagarto, puede considerarse un ejemplo opuesto de esto, donde se intenta rescatar la emoción del original sin dejar de introducir nuevos elementos. Se hablará de esto con más extensión en otra oportunidad.

[2] Esto hace parte de un carácter inherente de la cultura nipona, el del perfeccionamiento de un arte u oficio específico en lugar de abarcar muchos con mediocridad. Luego de la ocupación estadounidense y a través de la occidentalización del país, los japoneses se apropiaron de la música, el vestir, los deportes y las bebidas que habían llegado como novedades, y los hicieron parte de su cultura. Tom Downey escribió un ensayo en el Smithsonian Magazine que explica con detalle este fenómeno.

[3] Junto con lo que se conoce como la “serie Ultra” y la “serie Kamen Rider”, son las tres franquicias de entretenimiento audiovisual más longevas de todo Japón, después del mismísimo Godzilla. Los programas que han surgido de la serie Super Sentai son reconocibles por varios elementos en común, entre ellos los trajes de colores vivos, las secuencias de transformación de los protagonistas y, por supuestos, los mechas combinables. En Latinoamérica, los ejemplos más claros son Flashman (1986), Liveman (1988) y la adaptación estadounidense de Zyuranger, conocida como Mighty Morphin Power Rangers (1993).

[4] Como nota curiosa, tanto Minegishi como Kôji Takahashi compartirían set en la extraña y enloquecida Teito monogatari (1988), conocida en estos lados como Alien Invasion o Tokio: The Last Megalopolis. Al igual que otra película de esta Semana de Horror en Filmigrana, Alien Invasion también contó con diseños de concepto de H.R. Giger, a quien le interesaba la idea de la película pero no pudo trabajar directamente en ella por conflictos de horario.

[5] De él solo sabemos que es protagonista de Kagirinaku toumei ni chikai blue (1979), una película escrita y dirigida por Ryu Murakami, un novelista que apreciamos bastante en Filmigrana. Nos pondremos en la tarea de encontrarla y hablar en detalle sobre ella.

[6] No confundir con David Howell Evans, también conocido como The Edge, guitarrista y tecladista de U2.

Roger Donaldson: Species (1995)

“She was half us, half something else. I wonder which was the predatory half.”

Alguna vez conocí a un individuo que creía firmemente en la existencia de vida inteligente afuera de nuestro planeta. Su creencia, como las de todos, estaba basada en su experiencia empírica y filtrada a través de su estructura mental y su conocimiento. Pero su visión respecto a la gran pregunta difería radicalmente de las teorías ingenuas e idealistas de Claude Lacombe en Close Encounters Of The Third Kind o de las porno-destructivas y colonialistas de David Levinson en Independence Day. Para él, las visiones de luces brillantes desapareciendo a toda velocidad en el cielo nocturno estrellado del centro de la ciudad o en el atardecer rojizo de las playas de Centroamérica no significaban una vigilancia furtiva de la raza humana por parte de criaturas grisáceas, esperando el tiempo adecuado para contactarnos o cosecharnos por nuestros minerales. Simplemente eran OVNIs en su definición literal: Objetos Voladores No Identificados. Las pirámides egipcias, mayas y aztecas, junto a los círculos en maizales y plantaciones, eran todas obras extraterrestres. Pero su propósito no era maravillar a los hombres con su poderío monumental: simplemente eran señales de tránsito intergaláctico, fácilmente visibles desde el espacio como una enorme letrero que lee: “25 billones de Km hasta el siguiente Tiger Market”.

Inexplicablemente arrogantes, la humanidad siempre ha creído ser el centro del universo. Su etnocentrismo se traduce al tema alienígena de dos maneras: a) mediante la negación de la existencia de vida inteligente afuera del planeta Tierra, una afirmación estadísticamente muy poco probable y además contradictoria con la creencia popular[1], o b) la noción definida de que los extraterrestres no solo existen sino que además están interesados en contactarnos y explorar nuestra cultura, entablando así los precedentes necesarios para una relación de mutuo beneficio o una guerra inter-espacial a muerte. Las creencias de aquel individuo no se alineaban con ninguna de estas corrientes de pensamiento. Su lógica era aún más aterradora y pragmática a la hora de ignorar los fenómenos físicos y concentrarse en la naturaleza de nuestra relación con los seres de otros mundos. Para él, los extraterrestres están interesados en los humanos del mismo modo en que los humanos estamos interesados en las hormigas: sabemos que estas cohabitan el universo con nosotros, y conocemos su comportamiento hasta cierto punto, pero nunca nadie ha pensado en entablar una comunicación compleja con ellas para acceder a sus años de evolución como especie. ¿Qué propósito posible puede servir interactuar con ellas? Es una pérdida de tiempo.

Esta idea nos puede parecer deprimente y pesimista, pero es difícil no verla también como realista. Sólo porque tengamos un profundo miedo a ser inferiores a otros hombres y a otros seres más poderosos, más brillantes, más disciplinados y más físicamente aptos, la posibilidad de ser reconocidos como iguales por otra forma de vida inteligente no se hace más tangible. Lo cierto es que quizás nunca hemos sido vida inteligente para los demás, y del mismo modo en que encontramos el resto de las criaturas en el mundo prescindibles e inferiores, nosotros probablemente seamos las hormigas de alguien más, hormigas moralistas que han desarrollado una conciencia y una cultura, atrapadas y exhibidas en una enorme granja de vidrio, arena y agua.

No obstante, hay algo fascinante y divertido en observar hormigas, enjambres masivos de puntos rojizos y negros llevando cadáveres y prisioneros hacia un hormiguero, caminando en filas organizadas, trozando hojas verdes y terrones negros, alzando hasta 100 veces su propio peso, sacrificando sus vidas y facultades por la reina que les comanda. Si un ser de otro planeta escogiera observar a la raza humana con el mismo mórbido, irónico y pedante desapego, podría remitirse a los divertimientos cinematográficos vacuos y estúpidos excretados día tras día en Hollywood y en las grandes matrices fílmicas del mundo[2], y les serían tan arcanos y ajenos que no podrían evitar reírse. Por fortuna, nosotros podemos hacer lo mismo, especialmente en los mágicos casos en que estas formas de entretenimiento son tan extrañas que trascienden su propósito inicial (hacer dinero y entumecer a las masas), y observarlas puede ser una experiencia renovadora y estimulante. Aquel es el caso de Species de Roger Donaldson, una película terriblemente concebida y ejecutada, cuya visualización un par de décadas luego de su estreno nos revela un objeto extremadamente raro, empolvado y fallido, pero aún así, un objeto existente que intenta comunicarnos algo.

“We decided to make it female so it would be more docile and controllable.”

La historia sigue a Sil (Michelle Williams cuando joven, Natasha Henstridge cuando adulta), un espécimen de laboratorio creado y criado por el Dr. Xavier Fitch (Ben Kingsley) luego de que la Tierra recibe un mensaje del espacio exterior con instrucciones de cómo alterar, cruzar y perfeccionar la genética humana con ADN alienígena. Tras escapar de su cautiverio y ‘segura’ muerte vía gas venenoso, la extremadamente fuerte y de rapidísimo desarrollo Sil se refugia en la ciudad de Los Ángeles, no sin antes matar un buen número de civiles, razón por la cual Fitch reúne a un excéntrico grupo de captura compuesto por el caza recompensas Press (Michael Madsen), la bióloga molecular Laura (Marg Helgenberger), el antropólogo Stephen (Alfred Molina) y el telépata Dan (Forest Whitaker). Mientras este absurdo grupo congenia, coquetea y malgasta su tiempo haciendo experimentos inútiles y persiguiendo lenta e inefectivamente las pistas que Sil deja en su paso por la ciudad, la hermosa criatura evoluciona constantemente y llega a su madurez sexual. Comprendiendo rápidamente como sobrevivir en la Tierra[3], y aliviada parcialmente del peso que es la moral, Sil destruye a todo quien se atraviesa en su camino de formas sorpresivamente grotescas y brutales, pero es atormentada por pesadillas constantes, que paralelamente le enseñan la criatura reptiliana en la que eventualmente se convertirá y le confunden con los deseos y falencias de una joven humana deseosa de procrear.

Sobre el papel, la idea de Species es bastante sólida y podría dar para un filme sorprendentemente conmovedor sobre la idea de ser humano a través de los ojos de una criatura inhumana (como lo es por ejemplo Blade Runner (1982) de Ridley Scott) sin por esto descuidar su pertenencia a un género cinematográfico duro como lo es la ciencia ficción. En práctica, la película es un confuso y bipolar desastre cuyas múltiples ambiciones no dejan que ninguna prospere. He aquí un filme consumadamente malo, abrumado por las interpretaciones dispares de un reparto estelar, por la interferencia dañina de la casa productora MGM y su obsesión con los efectos especiales digitales, por un espantoso guión escrito por Dennis Feldman, quien escoge intercambiar todo rastro de realismo científico y sentido común por dosis innecesarias de sexo y violencia (aunque, ¿no son siempre necesarios el sexo y la violencia?). Species es una frenética y malograda alternación entre horror, ciencia-ficción, comedia, drama, acción e incluso animación computarizada sin ser un logro en ninguno de esos campos[4].

Sin embargo, el filme nunca llega a ser aburrido. Quizás es su falta de corrección política o su captura vívida de una década pasada, quizás es la dirección estilizada y confiable del veterano Donaldson[5] o quizás es la pesada influencia de la acción europea noventera (sobre todo de Luc Besson) donde una hermosa mujer rompe las columnas vertebrales de todos quienes se le acercan; quizás son los terriblemente datados efectos visuales cuyo referente más cercano son las producciones actuales del canal Syfy, quizás las interpretaciones del más aleatorio grupo de actores de carácter alguna vez reunido para una superproducción gringa. Lo cierto es que hay algo extrañamente seductor que impide quitar los ojos de este accidente de tránsito cinematográfico, y mientras la mezcla de todas las cosas arriba mencionadas crean un agradable vértigo al espectador en busca de basura sin adulterar, es el potencial desperdiciado del filme el que en últimas resulta tan atrayente. Species crea algunas imágenes y secuencias genuinamente memorables y perturbadoras, fácilmente comparables con las más icónicas del género, con el ligero inconveniente de que están perdidas en medio de un mar de clichés racistas y misóginos. La escena de la incubación y el parto de la Sil[6] adulta es el nadir indiscutible del filme (lo cual es desafortunado porque ocurre en el minuto 20 de casi dos horas de duración), y no en vano está en su mayoría logrado mediante efectos prácticos, hasta el día de hoy muy efectivos.

En últimas, lo más fascinante de la película tiene bastante que ver con aquella escena: el verdadero protagonista de Species no son los humanos sino el extraterrestre que crearon. Observamos la humanidad a través de sus ojos, aprendemos de ella de forma puramente sensorial, escuchando conversaciones y palabras sueltas, observando intercambios de dinero, programas de televisión, pornografía, vestidos de novias exhibidos en ventanas. Sil no es una criatura malintencionada, simplemente está dispuesta a hacer lo que tenga que hacer para lograr sus objetivos. Una vez el concepto de procrear se anida en su cabeza, elimina sin mayor arrepentimiento a su competencia sexual, a las parejas que no encuentra aptas, a los hombres que ya han servido su propósito. Los humanos le son fáciles de manipular y derrotar, un grupo de hormigas enormes y agobiadas por sentimientos y preceptos que les impiden llegar a su máximo potencial[7], distraídos por señales de tránsito que les instruyen quedarse quietos y por publicidades que les dictan detenerse en el próximo Tiger Market. Similar a la especie que retrata, Species es un filme cuyo valor y visibilidad residen más en lo que pudo haber sido que en lo que actualmente es[8].

Pero es, y ¿no es eso lo más importante?

Sí alguna vez voy a las pirámides de algún lugar, procuraré no pensar ni en este filme ni en las teorías de aquel individuo, e incluso puede que no piense ni siquiera en la historia que les contextualiza. Lo importante para mi no será su intención original, si orientan naves espaciales o si facilitan el rodar de cabezas decapitadas pendiente abajo, sino el hecho de que existen, y aún están allí para maravillar nuestras pequeñas mentes de colmena, para propulsar la industria del turismo de los países que las contienen, para ser capturadas en selfies semi-eróticas con citas descontextualizadas y carentes de significado que luego estarán en redes sociales con el más importante propósito de todos: Procrear (aunque no con todo el mundo, no somos animales después de todo).

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[1] En Alemania, Estados Unidos y el Reino Unido más de la mitad de la población cree en la existencia de vida extraterrestre inteligente, mientras que entre el 25 y el 30% opina lo contrario.

[2] Francia, por el amor de Dios.

[3] ¿Es Los Ángeles parte de la Tierra, o es más parte del infierno?

[4] La calidad del filme no impidió que este tuviera 3 secuelas, Species II (1998), Species III (2004) y Species: The Awakening (2007), las últimas dos directo-a-video.

[5] La carrera de journeyman de Donaldson también sufre la misma esquizofrenia que agobia al filme, con puntos altos tales como No Way Out (1987), White Sands (1992) y The World’s Fastest Indian (2005) y puntos bajos tales como Cocktail (1988), Dante’s Peak (1997) y The November Man (2014).

[6] Sil fue diseñada por H.R. Giger, en un no-muy-sutil intento de MGM de vender Species como el Alien de los noventas y de era de los efectos digitales.

[7] En otra gran secuencia con quizás el más elaborado e incidental homicidio alguna vez filmado, Sil le corta un dedo a una joven mujer esperando a ver sí lo regenera tan rápido como ella, replicando una acción que miles y miles de niños han hecho con miles y miles de insectos a través de los años.

[8] Species también podría ser vista como el prototipo original que inspiró la más enfocada y potente Under The Skin (2013) de Jonathan Glazer.