Desde los inicios de la historia del cine el horror, la fantasía y la ciencia han tenido una conexión, aunque sea al menos circunstancial. Producto de una mentalidad científica y emprendedora de finales del siglo XIX, el cinematógrafo ofreció una ventana de difusión tecnológica que se fue desarrollando a la par de las historias de ficción, cada vez más elaboradas y apropiadas de su medio. Más allá de pensar en las adaptaciones de Julio Verne hechas por “el otro Georges”, saltamos a Das Cabinet des Dr. Caligari (Robert Wiene, 1920) y sus observaciones sobre la psiquiatría y las pesadillas totalitarias[1], la celebración de la egiptología moderna en The Mummy (Karl Freund, 1932) o la seminal Frankenstein (1931) de James Whale, una película tan influyente que incluso 60 años después se sigue jugando con la misma premisa del homicida reanimado a partir de electrochoques.
Si nos detenemos a observar, estas tres películas están vinculadas con la guerra de alguna manera: los guionistas Hans Janowitz y Carl Mayer (quien luego sería el guionista de cabecera de F. W. Murnau, otro titán del horror) escriben Das Cabinet tras sus horribles experiencias con el ejército durante la Primera Guerra Mundial; en esa misma guerra James Whale es hecho prisionero por los alemanes, y es tras las líneas enemigas donde descubre su pasión por el drama y la puesta en escena. Karl Freund, cinematógrafo de Metropolis (1927), no vive la guerra de primera mano, aunque su ascendencia judía lo motiva a huir de Alemania para evitar un horrible destino, inminente a la vuelta de unos pocos años.
La Segunda Guerra Mundial trae consigo más imágenes escalofriantes para todos los frentes involucrados: los pogroms y linchamientos de diferentes grupos étnicos; la “medicina” sádica y sin propósito del Ángel de la Muerte, Josef Mengele; las pilas de cadáveres congelados en el frente oriental y, por supuesto, los campos de concentración en todas sus variedades, desde los gulags rusos hasta los muros de Auschwitz II-Birkenau, pasando por las prisiones de la guerra Sino-Japonesa. El fin del conflicto en agosto de 1945 no disipa los fantasmas de estos crímenes, y en Europa se pretende no traerlos de vuelta a través del entretenimiento, por lo que aparece una censura implícita en el cine de horror, de entrada un medio narrativo vilipendiado y considerado de poca monta entre los círculos artísticos de la época.
La censura francesa a los excesos de sangre, la aversión británica al maltrato animal y la inquietud que generaban los científicos locos en Alemania (ver: Mengele) generaron un caldo de cultivo para la existencia de Les Yeux Sans Visage (Los ojos sin rostro), una afrenta directa a estas normas tácitas, en la que un médico loco tortura animales mientras corta rostros de mujeres frente a la cámara.
Partiendo de esa premisa tal vez sea prudente pensar en Les Yeux como una curiosidad de autocinema, proyectada en doble función con alguna película de escaso presupuesto dirigida por William Castle (¿Quizá House on Haunted Hill con Vincent Price?), y pueden sentirse en lo correcto si llegaron a pensarlo, estimados lectores. En efecto, la película viajó a Estados Unidos con un nuevo nombre en su pasaporte, The Horror Chamber of Dr. Faustus[2], y fue proyectada de la mano de The Manster (1962), aunque Les Yeux se hizo destacar por lo especial de su factura y la elegancia y sutileza de su texto. Aunque sea posible leerla como una denuncia de los horribles límites de la ciencia al ser empleada con fines nefastos, es un relato sobre identidad, culpa y castigo en el que la crueldad comparte la luz del escenario junto a la inmensa y cuidada cantidad de objetos quirúrgicos con los que el Dr. Génessier (Pierre Brasseur) intenta restaurar el rostro de su hija, la joven y trastornada Christiane (Edith Scab), quien ha sufrido un horrible accidente automovilístico y ahora requiere un suministro constante de mujeres igual de jóvenes y bellas.
La dirección meticulosa y cuidada se nota desde la primera escena, en la que somos invitados a una vista subjetiva desde un carro que recorre la oscuridad de la campiña francesa mientras suena una versión malvada del tema musical de Les 400 Coups[3], compuesta por el excéntrico polímata Maurice Jarre. Pierre Brasseur lleva sobre su espalda buena parte del éxito de esta película, en la que su interpretación del Dr. Génessier es tan macabra y espeluznante como cercana a la realidad: un hombre pragmático y de familia (que podría ser cualquiera de nosotros) hace lo indecible para ayudar a su hija, y así mismo logra aprovechar sus influencias como médico respetado para eludir a las autoridades y a los investigadores que están tras la pista de las mujeres desaparecidas. Volviendo a las comparaciones inapropiadas, es tal vez un sano regreso a Metropolis, donde el Dr. Rotwang construye el robot de Maria en un intento de emular a Hel, su amada y difunta esposa.
No obstante, es en el inusual papel de Christiane donde el horror se complementa con la compasión, un personaje que subvierte a futuro al “monstruo desfigurado”, dotándolo no solo de personalidad sino también de un inmenso dolor por su condición. La película toma la leyenda de la condesa Bathory y la dobla en la punta como un alambre dulce, permitiéndole a Christiane reconocerse en las otras mujeres que, como ella, desaparecieron de las vidas de los otros tras un accidente, y llegan a hacer parte de su rostro necrotizado. Las numerosas iteraciones de máscaras, vendajes y espejos refuerzan este efecto, y transforman una horrible experiencia médica en un evento etéreo y sublime, como el vuelo de unas palomas blancas que, como Christiane, han sido enjauladas en contra de su voluntad. Franju tiene una habilidad excepcional para hacer esta transformación, algo que se evidencia en su primer cortometraje, Blood of the Beasts (1949), en la que escenas de un matadero de caballos y reses son yuxtapuestas con vistas de la Ciudad de las Luces, una Paris quieta de madrugada. Así mismo, la belleza que surge de los actos horribles del Dr. Génessier es retratada con las herramientas de la objetividad documental, pero con la disposición de narrar un relato fantástico.
El reconocimiento a esta película no es tan alto como debería ser, pero da evidencia de lo proclives que son los franceses al horror altamente estilizado, sensual y ultraviolento, y ha sido la semilla para producciones audiovisuales de todo tipo de factura, desde la intrigante y delicada La Piel que Habito (2011) de Pedro Almodóvar, pasando por Face-Off (1997) de John Woo, el remake poco elegante que es Les Predateurs de la Nuit (1987) de Jess Franco, y por supuesto el episodio A Imagen y Semejanza de la serie hispanoamericana Decisiones Extremas. De todas estas producciones, sin importar su mensaje, propósito o calidad, hay un elemento que prevalece y nos lleva a imágenes de profunda belleza e incomodidad: un par de ojos muy abiertos y observantes, detrás de una máscara.
____________________________
[1] Para ampliar en este tema se recomienda leer el libro From Caligari to Hitler de Sigfried Kracauer, en el que el teórico de cine indaga sobre la mentalidad y obediencia inherente de los ciudadanos de la Alemania del Weimar, y su necesidad subconsciente de un dictador.
[2] Lo cual nos debería llevar inmediatamente a otro Dr. Faustus, particularmente a Faust (1926) del ya mencionado Friedrich Wilhelm Murnau. Recordada hoy en día por sus hermosos efectos especiales y por su influencia sobre Fantasia (1940) de Walt Disney, en particular la secuencia “Night on Bald Mountain”.
[3] Otra película de 1959 que, como sobra recordarlo, empieza con una vista de Paris desde un vehículo en movimiento, mientras ruedan los créditos iniciales.