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George Mihalka: My Bloody Valentine (1981)

“What the hell are you guys doing with a loose heart?”

He aquí una pregunta perfectamente válida para la época de brujas, propuesta por un inexpresivo doctor del pueblo de Valentine’s Bluff tras encontrar un corazón amputado en una caja de bombones. Otra pregunta, proveniente también del mismo filme que originó esa frase, podría ser ¿qué constituye exactamente un slasher? Es fácil de identificar a simple vista, en gran medida por sus referentes principales: enormes sagas del horror han cimentado sus inicios y progresos en este simultáneamente aborrecido y adorado subgénero, entre ellas Halloween, Friday The 13th, Black Christmas, Scream, Silent Night, Deadly Night

La tendencia definitoria parecería favorecer a maniacos homicidas que blanden armas cortopunzantes entre las carnes y pieles de jóvenes sexualmente alborotados en territorios aislados, pero aquella terminología incluiría también algunos ejemplares del giallo italiano, que sin duda inspiró y se retroalimentó de su contraparte americana. Podríamos enfatizar el trauma pasado como el factor decisivo que guía a sus antagonistas a cometer actos repudiables e infames (y a juzgar por el culto y la taquilla, fascinantes para audiencias variopintas, servidor presente incluido), o a la revelación de su identidad secreta en el clímax de la narración, pero esto podría llevarnos por caminos del thriller psicológico e incluso del cine de acción. Quizás sea el acto homicida en sí, y la creatividad a la hora de apilar cadáveres de formas explícitas y nauseabundas, lo que guía su espíritu, pero allí entramos también en territorio del gore y el splatter.

La respuesta, similar a la de la pregunta inicial del doctor, no es fácil ni sencilla, tanto así que incluso el mismo John Dunning no fue capaz de proveerla. Dunning, cabeza fundadora de la legendaria productora Cinépix (junto al montrealés André Link), fue el responsable de llevar a la gran pantalla múltiples clásicos del cine canadiense, entre ellos Shivers (1975) y Rabid (1977) de David Cronenberg, Meatballs (1979) de Ivan Reitman, y los seminales slashers Happy Birthday To Me (J. Lee Thompson, 1981) y My Bloody Valentine. No obstante, al ser entrevistado por Adam Rockoff para su estupendo libro Going to Pieces: The Rise and Fall of the Slasher Film (1978–1986), Dunning encontró el término confuso y preguntó verbatim: “¿Qué es un slasher?”.

La definición del subgénero es un tema en el cuál Rockoff ahonda con sumo detalle[1] y que a nosotros nos concierne solo de forma periférica. Resulta mucho más diciente el hecho de que Dunning no sabía exactamente qué era lo que estaba replicando: simplemente vio una ventana económica y narrativa provechosa que decidió explotar con presupuestos moderados en su versión maple de Hollywood. Los resultados, quizás por eso mismo, y sin duda por las sensibilidades de sus equipos creativos elegidos para llevar a cabo los proyectos, son de los más únicos y auténticos en el panorama del horror ochentero. Caso a revisar #1: My Bloody Valentine, dirigida por el húngaro nacionalizado canadiense George Mihalka y escrita por el fallecido guionista americano John Beaird.

La historia es sencilla. Es la noche de San Valentín de 1960 en el pueblo minero de Valentine’s Bluff y una explosión de gas metano en la mina principal ha sepultado a cinco de sus trabajadores (explosión que pudo haber sido prevista de no ser porque los supervisores decidieron irse temprano a la fiesta de San Valentín). ¿El único sobreviviente? Harry Warden, quien logra perseverar mediante la canibalización a sus colegas, y que luego de un cruento rescate seis semanas después, es institucionalizado en un hospital cercano. No obstante, Warden escapa en la víspera de San Valentín el año siguiente, viste su uniforme con máscara de gas y pica incluidos, y prosigue a masacrar brutalmente a los civiles responsables del accidente, disecando su corazón con sorprendente precisión, y enmarcándolo simbólicamente en una caja de chocolates románticos. Warden es atrapado y encerrado nuevamente, pero el eco de sus asesinatos retumba en las calles de Valentine’s Bluff durante las siguientes dos décadas.

No obstante, en 1981 el pueblo está listo para pasar la página, y el alcalde decide celebrar nuevamente la fiesta de San Valentín, propulsado en gran medida por los nuevos trabajadores de la mina y sus parejas, entre los cuales destacan el taciturno TJ (Paul Kelman), quien ha vuelto recientemente de la gran ciudad para retomar labores mineras en la empresa de su padre; Sarah (Lori Hallier), su dulce ex-novia con sentimientos contradictorios frente a su regreso; Axel (Neil Affleck), un enorme hombre rubio y el nuevo novio de Sarah; Hollis (Keith Knight), un simpático gordo con acento y temperamento sumamente canadienses; su novia Mabel (Patricia Hamilton), mejor amiga de Sarah; Howard (Alf Humphreys), el irritante bufón del grupo; y Gretchen (Gina Dick), la voluptuosa rubia que lidera la organización del evento. No obstante, la nueva generación pronto encuentra que las tribulaciones del chisme y los triángulos amorosos son insignificantes en comparación con las víctimas que empiezan a aparecer mutiladas y sin corazón, sus órganos enmarcados en el grotesco ritual iniciado por Harry Warden, acompañados de notas de amenaza que sugieren fuertemente que cualquier tipo de celebración de San Valentín sea pospuesta.

Dunning concibió el proyecto en primer lugar al identificar que la MPAA (Motion Picture Assocation of America, ángel de la muerte de la censura estadounidense) estaba siendo sumamente estricta con los grandes estudios americanos y su involucramiento en el slasher, por considerarlo inmoral en su explotación del imaginario sexual y violento, dando así espacio a los estudios independientes para competir en este mercado. Las audiencias estaban ávidas de contenido luego del éxito masivo de Halloween (John Carpenter, 1978) y Friday The 13th (Sean S. Cunningham, 1980). Cada proyecto nuevo intentaba dar un giro particular a la fórmula cementada, así que Dunning se decidió por la temática de San Valentín y el escenario minero, y empezó a mover el filme con la promesa de distribución de Paramount Pictures y con un presupuesto de alrededor de 2 millones de USD.

Dunning describió el rodaje como “horrendo”, ya que las minas que utilizaron de locación estaban activas en el momento del rodaje, y solo tenían algunos pasajes abandonados que se ajustaban a la estética buscada por el equipo del filme. La empresa que dirigía las Minas de Sidney hizo una limpieza profunda que causó un sobrecosto de producción de 30,000 USD, obligando al departamento de arte a ensuciar y empolvar espacios previamente idóneos para rodaje. Incluso los mismos mineros empezaron a crear problemas para la producción y se tornaron agresivos, argumentando que la potente iluminación utilizada podría resultar en una explosión. El sindicato local le dio un ultimátum de 24 horas a Cinépix para finalizar la producción, y el rodaje tuvo que ser acabado en el costoso triple gold time, la versión de industria de horas extra. Varias demandas afectaron el rodaje también, la principal proveniente de un electricista del equipo técnico que fue atropellado por uno de los actores que había dicho, falsamente, que era un conductor experto[2].

A pesar de lo tradicional que resulta su narrativa en el contexto del slasher, My Bloody Valentine tiene algunas variaciones inmediatamente notorias que juegan a su favor en términos de distinción y calidad. Para empezar, está la locación y el talento humano: se trata de un filme suma y orgullosamente canadiense, rodado en las minas de Nova Scotia, y protagonizado por una mezcla de actores locales de cine, TV y teatro, caracterizados en su gran mayoría por fuertes acentos y jovial franqueza. Los protagonistas son mayores que los habitualmente encontrados en el género, y a pesar de ser hormonales, promiscuos y ocasionalmente caricaturescos, tienen una delicadeza y un naturalismo que normalmente evaden el slasher. Esto se debe en gran medida a la precisa dirección de Mihalka, al guion sin pretensiones de Baird, y a las actuaciones de los jóvenes actores. Esto no exime al filme de traficar en el campo del cine B con algunas interpretaciones fascinantemente acartonadas/exageradas (el doctor arriba mencionado, la empleada del instituto psiquiátrico que no tiene la menor idea de quien es Harry Warden, o el borracho local obsesionado con el epónimo asesino) y una buena cantidad de gore y efectos prácticos. Esta mezcla de color local y fílmico hacen del filme una experiencia abiertamente entretenida, aunque ligeramente derivada de los clásicos del subgénero.

Mihalka y su equipo también destacan en su uso de una cinematografía y un lenguaje pulido y apropiadamente siniestro. Tomando prestado tanto de Halloween y Black Christmas (Bob Clark, 1974) como del giallo italiano (Deep Red de Dario Argento, Torso de Sergio Martino), el director de cinematografía Rodney Gibbons utiliza cámara al hombro y subjetivas para aumentar la tensión en las escenas de violencia (apoyado por la orquesta disonante comandada por el compositor Paul Zaza[3]), y juega con la oscuridad de su locación principal sin por esto alejarse de la paleta de colores pasteles que tradicionalmente acompaña el imaginario de San Valentín. Las muertes son grotescas y sumamente originales: lavadoras, picas, pistolas de puntillas y griferías son utilizadas para hacer correr ríos de sangre brillante y chillona por las calles de Valentine’s Bluff, gracias al sólido trabajo de maquillaje y SFX de Thomas R. Burman, Ken Diaz, Tom Hoerber, John Logan y Louise Mignolt.

Una vez finalizada la posproducción, Dunning hizo una proyección especial del filme para Frank Mancuso, ejecutivo de Paramount Pictures, quien encontró la violencia realista del filme repulsiva y chocante. El estudio pidió cortes antes de acceder a distribuirla, luego la MPAA pidió cortes, y una versión fuertemente editada fue estrenada finalmente en febrero del ‘81[4]. El filme recaudó alrededor de 6 millones de dólares en taquilla, pero ni un centavo del dinero llegó a manos de Cinépix, de acuerdo a Dunning, quien mantuvo derechos sobre el material cortado. Este vio la luz del día finalmente en el 2009 en una versión sin censura[5], cuando Lionsgate Films licenció el material y produjo un remake (My Bloody Valentine 3D de Patrick Lussier).

La respuesta crítica de la época fue, como era costumbre con los filmes post-Halloween del subgénero, atroz. Gene Siskel y Roger Ebert lideraron la fila de antorchas candentes, pero el New York Times, el New York Daily News y el Edmonton Journal todos hicieron reseñas negativas sobre el filme, centrándose en su similitud a otros slasher y su uso de violencia explícita. No obstante, con el tiempo el filme ha recobrado un merecido espacio de culto dentro de los fanáticos del horror, entre los cuales se incluyen Quentin Tarantino, las publicaciones Cinefantastique y Entertainment Weekly, y los escritores Rockoff (arriba mencionado) y Jim Harper, autor de Legacy of Blood: A Comprehensive Guide to Slasher Movies (2004). Lo cierto es que, aun dentro de su aproximación a la fórmula, el filme de Mihalka encuentra una mezcla exitosa entre el usufructo económico y la sobria narración de género, algo extremadamente raro en la producción de explotación y B de presupuesto mediano. Y para los tengan dudas, ¿cuántos filmes pueden nombrar en el cual se cocine el cadáver de una anciana en una secadora?


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[2] El actor no-identificado terminó con una lesión de pie tras el accidente y estuvo muy cerca de ser arrestado por las autoridades locales. El dolor de su lesión y el cansancio una ardua producción hizo que se tornara agresivo con el equipo técnico, que le dio un bastón para facilitar su movilidad, pero también empezaron a limar una pulgada de su bastón a diario, causándole una ciática adrede que el intérprete nunca pudo explicar.

[3] Uno de los detalles más curiosos del filme es la balada folk con la que cierra, interpretada por el tenor escocés John McDermott, quien también ha cantado el himno nacional en partidos de los Boston Red Sox, los Toronto Blue Jays, y los Toronto Maple Leafs. McDermott era amigo familiar de Zaza, de allí su involucramiento en el filme.

[4] Mihalka atribuyó esta censura al asesinato de John Lennon y la reacción adversa a la violencia cinematográfica tras el mismo.

[5] Dunning había dicho desde los 80s que alrededor de 9 minutos de material habían sido cortados en el crudo proceso de edición, pero esta versión del ’09 solo restauró 3 minutos de gore extensivo. Mihalka aprobó esta versión y dijo que era la que esperaba estrenar en 1981, lo cual siembra dudas sobre cuánto material había en primer lugar y cuánto se perdió. Para quienes deseen adentrarse en un visionado, esta es de lejos la versión que vale la pena buscar.

D.A. Pennebaker: Dont Look Back (1967)

En el que tus hijos están más allá de tu mandato

La década de los sesenta se destaca por sembrar la semilla de la discordia social a una escala global. Tal como lo retrata el impecable drama Mad Men, durante esos años los ideales liberales estallaron en manifestaciones sociales de todo tipo: el movimiento de derechos civiles de los afroamericanos, el surgimiento de posturas feministas, la liberación sexual, las protestas en contra de la Guerra de Vietnam, entre muchas otras. Las secuelas de la Segunda Guerra Mundial, las crisis económicas y el asesinato de Kennedy fueron tan solo algunos de los factores que desencadenaron el sinsabor en multitudes que no hallaban justicia en las convenciones políticas de Occidente. La proliferación del arte fue fundamental para darle una voz de aliento estético a todos estos reclamos, y la música fue su medio más efectivo para conquistar a aquellas juventudes revoltosas que buscaban reconstruir su crisis de identidad.

A finales de 1964 Bob Dylan ya era un icono de la música protesta. Aunque no era una categoría de su agrado, sus composiciones inevitablemente marcaron un hito en varios de los movimientos sociales señalados anteriormente. Sus letras, cargadas de añoranzas y de personajes que se enfrentaban en la lucha de clases, conmovieron a aquellos oyentes que buscaban en la música más que un escandaloso movimiento de caderas. En un lapso de quince meses publicó The Freewheelin’ Bob Dylan, The Times They Are a-Changin’ y Another Side of Bob Dylan, tres álbumes fundamentales para la renovación lírica de la música popular. La monumentalidad de canciones como “Blowin’ in the Wind” y de “The Times They Are a-Changin’” y la crudeza de “Masters of War”, “The Lonesome Death of Hattie Carroll” y “Chimes of Freedom” cautivaron a los oyentes que buscaban alternativas al ingenuo populismo de las primeras composiciones de The Beach Boys y de The Beatles[1]. Varios líderes sociales –Martin Luther King, Jr., Joan Baez, Joyce Carol Oates- exaltaron los versos de Dylan, los cuales acompañaron varias protestas pacíficas, particularmente la multitudinaria Marcha de Washington de 1963. Sumado a eso, varios artistas de élite cosecharon éxito (y dinero) al versionar varios de estos temas. En cierta medida el joven Dylan había logrado su cometido: hacer eco con sus denuncias sociales en pro de un futuro esperanzador.

Sin embargo, el entusiasmo propio de cualquier joven adulto contagió de experimentación a Dylan y en marzo 8 de 1965 dio a conocer su composición más radical: “Subterranean Homesick Blues”. Este tema, interpretado con una guitarra eléctrica y plagado de versos libres declamados con la velocidad de una borrasca, fue una aberración para aquellos puristas que se rehusaban a perder la imagen de aquel bardo que era admirado por su guitarra acústica y su armónica. Con “Subterranean…” Dylan le escupió a la tradición que él mismo había instalado y, para no dejar su cambio al azar, publicó dos semanas después Bringing It All Back Home, su obra más polémica a la fecha. Cargada de bromas, sonidos distorsionados y rudeza, el cantautor mostró una faceta influenciada fuertemente por la literatura beat (en especial por su gran amigo Allen Ginsberg) y por el fluir de conciencia vanguardista. El ejemplo más evidente es el contraste entre la apaciguante “Bob Dylan’s Dream” del lado B de The Freewheelin’ Bob Dylan y “Bob Dylan’s 115th Dream”, su escandalosa y electrizante contraparte. Los cambiantes tiempos de los cuales Dylan pregonaba hace algunos meses por fin lo habían alcanzado.

Dont Look Back documenta las secuelas inmediatas de esta radical propuesta. Dirigido por el virtuoso D.A. Pennebaker (más conocido por su trabajo en el Monterrey Pop Festival), este filme retrata la gira de verano de 1965 en Inglaterra, justo después de haber publicado Bringing It All Back Home y antes de su emblemática aparición en el Newport Folk Festival, aquel repertorio en el que apareció por primera vez en público junto a su guitarra eléctrica. La rústica técnica de Pennebaker acompaña adecuadamente la transformación de Dylan al retratar a un artista en un estado de plenitud creativa y de mudas dubitaciones. El compositor defiende su nueva postura y la ruptura de las expectativas de su público mientras halla la vitalidad que lo acompañará el resto de su vida artística. Aunque sea acompañada de un estado de intranquilidad y del excesivo consumo de cigarrillo que degradará su voz en la siguiente década, es justamente esta renovación la que cementará la leyenda de Dylan tal como la conocemos.

La primera escena del documental es un tropo cinematográfico como ningún otro: el minimalista pero emancipador video de “Subterranean Homesick Blues”. Para quienes no lo conocen, es considerado como el primer video musical en stricto sensu: en éste Dylan despliega varios atractivos carteles cuyos mensajes se sincronizan con las imágenes dadá de la canción mientras un histriónico Allen Ginsberg charla con Bob Neuwirth, su tour manager. A pesar de su sencillez, este experimental corto no sólo abre el documental sino una infinitud de posibilidades para cualquier futuro videoclip: éstos no sólo debían limitarse a grabaciones de presentaciones en vivo o de falsos sets televisivos, también podían proponer una mirada suplementaria a la música que retratan.

El espíritu de dichos minutos merodeará el resto del documental: ¿acaso los oyentes de Dylan están preparados para el cambio o es necesario darles un tiempo prudente de amnistía? ¿Es el nuevo Dylan una parodia que desfigura los mensajes de esperanza compuestos anteriormente? La respuesta que ofrece Pennebaker es contundente: ningún cambio radical está libre de polémica, sobre todo si es una deconstrucción iconoclasta. Cabe mencionar que este filme fue lanzado en 1967, es decir, dos años después de la tormenta mediática que ocasionó la adopción de una inofensiva guitarra eléctrica. Todos aquellos espectadores que reciben el documental deben extrañarse al ver los pasos en falso con los que Dylan recibió a su público meses antes de desatar la inundación.

La gira retratada por el documentalista captura esos momentos de incertidumbre, esos puntos de fuga en los que Dylan lidia con su nuevo arte. Aunque su público todavía se complace de escuchar sus clásicos en formato acústico (todas las canciones de dicha gira lo son), Bringing It All Back Home ya hacía estragos entre sus fanáticos más acérrimos. Los periodistas lo invaden de preguntas relacionadas con su identidad, con la autenticidad de su mensaje y con su conexión con el movimiento folk. A esta y a otras incógnitas Dylan responde con “The Times They Are a-Changin’” (la cual es interpretada al menos cinco veces a lo largo del filme) o con un derroche de intolerancia en el que devela un somero delirio de persecución. Aunque la historia le hallará la razón, no deja de ser llamativo cómo al artista incluso le cuesta reconocer cuánto le fastidia su popularidad o la comparación con otros artistas (en especial con Donovan). Es ese mismo armazón el que lo cubre cada vez que quiere destrozar a un reportero al tergiversar sus preguntas, un acto cobarde pero efectivo para evitar preguntas estúpidas. Ante todo, Dylan debe defender el aura de misticismo de cada una de sus composiciones. Tal como lo afirma uno de los reporteros, eso ocurre cuando un poeta llena una sala de conciertos y no un artista pop.

Cabe mencionar que el único reclamo directo a su sonido eléctrico corre por cuenta de un grupo de jóvenes groupies, es decir, de aquellos seguidores que deberían estar más de acuerdo con su nueva postura. Dylan, no obstante, quiere divertirse y darle un respiro a la pesadez de sus composiciones pasadas. Pennebaker está de acuerdo con su postura libertaria y por eso contribuye a documentar su cambio sin que lo acusen de traidor. ¿De qué le sirve a Dylan que lo aplaudan si no entienden su sermón? Sus canciones son demonios expulsados, los cuales dejan de ser parte de él una vez son publicados. Si se apropia de la nueva ola eléctrica es porque este sonido es el único que puede canalizar su angustia escrituraria. Su música no contradice el mensaje original: el arte es emancipación y debe estar por fuera de cualquier régimen totalizante. La arrogancia del compositor es abiertamente documentada en sus biografías oficiales y apócrifas[2]; sin embargo, verlo disfrazar su genialidad de desinterés es cautivante. Nadie quiere creerle cuando asegura que su obra es puro entretenimiento: puede que Dylan quiere vaciar sus mensajes pero no podrá extinguir la llama de la creatividad. Es este acto contestatario el más radical de los movimientos artísticos de los sesenta, incluso mayor que el de sus colegas beatniks. Dont Look Back es el llamado simbolista[3] que tanto le gusta a Dylan: hay que ser siempre modernos, hay que estar siempre a la vanguardia.

En los días previos a la publicación de este artículo se ha debatido con fuerza el reciente premio Nobel en literatura que recibió nuestro aclamado compositor. Aunque es un problema que se seguirá discutiendo en los próximos meses, Dont Look Back es un gran recordatorio de las barreras trasgredidas por su exuberante obra. Pennebaker hace un sabio trabajo al filmar a un Bob Dylan próximo a estallar; ni siquiera menciona a “Like a Rolling Stone” o a Highway 61 Revisited, su magnum opus publicada una semanas después de finalizar su gira por Inglaterra. Esos dos años de distancia entre lo filmado y lo estrenado pueden ser la vara de lo que se cuestionan en este momento: antes de juzgar, hay que tomar distancia de los hechos para contemplar su futuro impacto. Si bien se puede discutir si Dylan es un poeta o no (aunque para el autor de este artículo evidentemente lo es, y es uno de los más excelsos), no se puede negar su importancia cultural. Tal como ocurrió en el momento en el que agarró una guitarra eléctrica o en el que recibió esta condecoración, la postura de Bob Dylan es una: no mirar atrás. Lo que encuentre adelante será el arte del que usted es digno.

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[1] Todos somos conscientes de la empalagosa popularidad de “Surfin’ U.S.A.” y de “I Wanna Hold Your Hand”, canciones que dominaron los listados de Billboard durante dichos meses. Espero que también seamos conscientes de la pobreza de sus letras; sin decir que sean malas canciones (aunque para mí lo son), sus perpetuos estribillos no está a la altura siquiera de un verso de “Don’t Think Twice, It’s All Right”.

[2] Es bien sabido que en su prolongado “Never Ending Tour” (el cual ha estado vigente desde 1988) Dylan suele tocar de espaldas al público o murmurar sus canciones sin vocalizar. No cualquier artista puede presumir de que sus espectadores compren entradas a sus conciertos solo para ver su gabardina.

[3] No hay que olvidar que la guitarra de Dylan se llama Rimbaud, tal como el poète maudit.