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John Ford: Stagecoach (1939)

This was one of those years in the Territory when Apache smoke signals spiraled up from the stony mountain summits and many a ranch cabin lay as a square of blackened ashes on the ground and the departure of a stage from Tonto was the beginning of an adventure that had no certain happy ending . . .

“Cuénteme una de vaqueros” puede surgir como una evidencia del desconocimiento de un género narrativo a través de su popularización masiva. Así se me ha antojado pensar al ver que, en muy raras circunstancias, el cine western es pregonado y elogiado en sí mismo. No vamos a mentirle a nadie, todos sabemos más o menos en qué consiste una película del viejo oeste, en la que mediante estructuras sencillas pero ingeniosas un hombre al margen de la sociedad debe elegir entre el amor y la venganza, siendo obligatorio un duelo de revólveres en medio de una calle abandonada por el choque de dos o más fuerzas en pugna. Pero, ¿A qué se debe este conocimiento esquemático de un género cuya sincera intención fue, en sus inicios, entretener con su retrato ficticio del oeste norteamericano mediante económicas lecturas en formato pulp?

El western es constantemente homenajeado como la aventura paradigmática, un arreglo cuidadoso de las teorías de Joseph Campbell, y al menos los países industrializados son enteramente conscientes de eso:

Casi que la filmografía entera de Quentin Tarantino apenas si merece más líneas de las que le estoy dando. Viajemos a Italia y nos toparemos con la obra reivindicativa del legendario Sergio Leone, así como el esmerado trabajo de Sergio Corbucci y muchos otros directores amparados por el Blasón (con B) del spaguetti western. En Japón, el más occidental de sus directores da cuenta del encuentro de dos primos lejanos que inadvertidamente pueden llegar a llevarse muy bien aunque principalmente se hablen por correspondencia, me refiero al chanbara (lucha de espadas) y los ya mencionados duelos de pistoleros, géneros que en Akira Kurosawa parecen fundirse sin mayor costura. En Alemania existe una apropiación del mito llamada Sauerkraut Western (la distinción nórdica del spaguetti) con títulos como Deadlock (1970) de Roland Klick o buena parte de la obra de Harald Reinl, expansor de la saga Mabuse, autor de Der Letze Mohikaner (1965) y de la saga Winnetou basada en las novelas de Karl May. Es más, incluso el infame DJ de trance Gigi d’Agostino parodia la dinámica del oeste en el video de su canción ‘Silence’, con resultados tan bochornosos y deleznables que me rehuso a discutir algo al respecto en este medio.

Salvo que haya licor de por medio.

He ahí un listado, bajo ninguna medida comprensivo o iniciático siquiera, acerca de las numerosas influencias que ha engendrado una de las piedras angulares del Hollywood patinado en oro y nitrato de plata, pero ¿Qué hay del western en sí, las películas que lo iniciaron todo? ¿Alguien las ve hoy en día, más allá del ámbito académico? Arrojemos un poco de cariño a la obra que catapultó el concepto a los más altos estándares de la realización cinematográfica.

Para empezar, John Ford no es un recién llegado al patio en el momento de filmar Stagecoach. No sólo tenía a sus espaldas más de 50 películas (más largometrajes que cortos) sino que también hay un buen grueso de westerns silentes entre ese número, varios de ellos fotografíados por Ben Reynolds (de quien ya he hablado en otras ocasiones) y cuyo flujo menguó debido a los valores de producción requeridos para filmar un sonoro en la intemperie a inicios de los años 30s. Rara vez mejor dicho, en 1937 decide volver al ruedo adaptando un relato corto de Ernest Haycox llamado “Stage to Lordsburg”, pero David O. Selznick se rehúsa a patrocinarlo, por lo que los derechos de la obra hallan ámparo con Walter Wanger en los estudios Universal, y nace así una película a la que, en palabras de David Cairns, “Ford se aproxima con una nueva seriedad, como el gran Mito Americano”.

“¿Fuera de foco, dicen? ¡A callar, estoy creando una LEYENDA!”

Y sí que se trata de un gran mito, coronado con un reparto de luminarias interpretando estereotipos sólidos. Stagecoach narra de manera suscinta y apasionada el cruce de una caravana de Tonto, Arizona, hasta Lordsburg, Nuevo México; otrora simple y ordinario hasta la llegada a la región de Gerónimo, acompañado por la violenta tribu de los indígenas Apache, algo de lo que nos enteramos a través de una comunicación telegráfica interrumpida de súbito.

El áuriga y responsable de la llegada a buen puerto de la caravana es Buck (Andy Devine y su increíblemente disonante voz), un hombre noble y honesto que es tratado como tonto en una tierra tan agreste como la suya, tierra de la que son despachados prontamente el Doctor Boone (Thomas Mitchell) y la joven Dallas (Claire Trevor, el mayor salario de la película), esto último a manos del comité de moralidad del pueblo representado por un grupo de señoras estiradas, que mantienen una estrecha relación con Gatewood (Berton Churchill) el intrigante banquero de Tonto. Cerca de ahí, la elegante Lucy Mallory (Louise Platt) busca a su marido, un oficial del ejército, y con prontitud percibe las atenciones especiales prestadas a ella por el misterioso Hatfield (John Carradine, el padre de David), quien es bien conocido en Tonto por su afición al juego. A lo largo de su último recorrido, Buck tiene noticia del trayecto que el fugitivo Ringo Kid tiene pensado emprender hacia Lordsburg, e ingenuamente se lo comenta al sheriff del pueblo, Curley (George Bancroft), que decide tomar cupo en la caravana, con escopeta en mano, para buscar al prófugo. Así pues, la caravana se dirige a Lordsburg con todos estos pasajeros nada relacionados entre sí… ¡Ah! Sin olvidar al señor Peacock (Donald Meek) quien de manera no-tan-accidental es nombrado por Doc como “Mr. Haycock”, en un movimiento que puede resultar tan homenajeante como ponzoñoso.

La caballería del ejército informa a los ocupantes de la caravana que, dada la amenaza activa de Gerónimo, el viaje queda bajo el riesgo de sus ocupantes. No obstante, nadie en el vehículo parece tener motivos para no querer adentrarse en el mundo de riesgo que supone el exterior, y es unánime la permanencia en el viaje. No tardan mucho en encontrarse, a lo largo del camino, con el célebre Ringo Kid (interpretado por John Wayne) y tras el obligatorio intercambio legal entre él y Curley, el vaquero renegado decide unirse a la comitiva, no sin antes hacer entrega de su característico Winchester, el cual lleva por motivos muy particulares. En la próxima parada los espera un cambio de guardia de caballería, pero el regimiento que se supone deberían hallar ahí, en el cual se halla el esposo de Lucy, no se halla presente, y el teniente (Tim Holt) se ve obligado a seguir órdenes y abandonarlos a su suerte, viendo impotente cómo se retiran al cruzar los hermosos paisajes de Monument Valley.

“Curley, es la tercera vez que pasamos por esta montaña, ¿Eso al lado no es un telón, acaso?”

El carácter de estos personajes, aunque parezca conflictivamente inmóvil durante la mayoría del trayecto, va cambiando a medida que las peligrosas circunstancias ascienden la apuesta de vida o muerte sobre los ocupantes de la caravana. Eventualmente descubrimos que Lucy está ávida de verse con su marido gracias a “Little Coyote”, un intempestivo nuevo pasajero, y Kid debe llegar a Lordsburg para vengar la muerte de su padre y su hermano a manos de Luke Plummer (Tom Tyler) y sus difícilmente competentes hermanos, mas se siente contrariado al encontrar el amor en Dallas, que le ofrece huir en lugar de seguir arriesgando su vida en lo que queda del viaje. Hasta Peacock se transforma en un hombre asertivo y decidido, aunque la actitud de los demás tripulantes de la caravana hacia él no se ve muy afectada por ese hecho. Incluso las relaciones intrínsecas que podrían darse por sentado van alterándose a lo largo del trayecto, desde la de Buck-Curley hasta Doc-Peacock.

Para tratarse de una producción de no mucho presupuesto, el trabajo final es bastante pulido y evocador. El fotógrafo Bert Glennon ya había trabajado con Cecil B. DeMille en The Ten Commandments (1923) y con Josef von Sternberg en Underworld (1927), justificando que sus planos de Monument Valley y los demás exteriores sean sencillamente exquisitos, más aún si se le comparan con los sets techados en los que se desarrolla la acción de interiores, éstos últimos responsabilidad de Alexander Toluboff, un experto en películas de época. En una nota curiosa, los editores Otho Lovering y Dorothy Spencer violan a menudo ‘reglas’ de continuidad espacial, raccord y ejes, pero aún así son nominados para los premios Oscar® en 1940, sin duda gracias a su habilidad para mantener la emoción en los espectadores.

Envolviendo este cigarro, a pesar de mostrar a los Apache como algo más que obstáculos y resortes para el argumento, hay un cierto grado de comentario social dentro de Stagecoach. Es necesario aclarar que, bajo muy pocas luces, el retrato de la sociedad norteamericana va más allá de la alegoría, y se trata de una reidealización romántica del oeste, aquella con la que hemos crecido y no renegamos en lo absoluto. Hay elementos sempiternos de la ficción ahí inscritos: el banquero corrupto, la noción (aludidamente sexista) de la mujer como una alternativa a la violencia, la civilización como un eje de indiferencia, pero a través de esas claves artesanales se narra una historia que no sólo resiste el embate del tiempo, sino que además crea un universo que, aunque explorado en más de una ocasión, sigue siendo salvaje y fantástico para muchos de nosotros. El río del western adquiere muchas tonalidades a lo largo de su cauce, pero es aquí, cerca a su nacimiento, donde lo vemos más puro y cristalino.

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Aprovecho el postscript para agradecerle a David Cairns por su ensayo publicado en la edición Criterion Collection de esta película, iluminó muchos aspectos que de otra manera habría ignorado. También gracias a Lalo, por verter el nombre de esta obra en una conversación a partir de la cual escribiría este artículo.

Erich von Stroheim: The Merry Widow (1925)

Tras haber visto, con sus propios ojos, la reducción de su obra maestra a niveles de comprensión magros, von Stroheim se armó de una indecible fuerza de voluntad para seguir trabajando en condiciones limitadas, aún con un ojo en la industria y otro en la exquisitez artística de sus largometrajes silentes. Gracias al contrato que lo ataba a la Metro Goldwyn Mayer y a la explotación de algún bug de la realidad, nuestro austríaco fue capaz de ensamblar, con toda la energía que eso hubiese requerido, una nueva pieza épica de elevado presupuesto y grandes ambiciones, con todo el toque que caracteriza al falso noble que hemos aprendido a querer a lo largo de estas Clases Magistrales.

Todavía trabajando con material de adaptación, von Stroheim fijó su mirada esta vez en la obra de uno de sus paisanos, Franz Lehár, compositor astro-húngaro y responsable de la opereta que nos concierne, Die lustige Witwe (La Viuda Alegre), de 1905. Es necesario recalcar que en esta ocasión particular la adaptación no se realizó al pie de la letra, como había sucedido un año atrás, y que la trama de La Viuda es apenas un lienzo para plasmar con energía todos los tópicos que habían venido siendo del interés del director. ¿Nobles y aristócratas? Hecho. ¿Confusiones amorosas? Hecho. ¿Personajes recalcitrantes con fetiches y manías obscuras? Hecho y hecho. ¿Que todas las locaciones conserven la sofisticación y elegancia que sólo von Stroheim puede dotar en sus romances? Denlo por sentado.

¿Ya mencioné los soberbios decorados?

En lo que a ficha técnica se refiere, ni siquiera Irving Thalberg recibió crédito por su producción, posiblemente como un gesto de cordialidad tras haber ordenado el recorte de Greed. La solidez del trabajo se presenta en muchos de los colaboradores estrechos de von Stroheim trabajando en departamentos clave, como William Daniels y Ben Reynolds en la cinematografía, Richard Day (director de arte en Greed y Merry-Go-Round) Cedric Gibbons (de fama “Ben-Hur”-esca) y el mismísimo director a cargo del arte, Louis Germonprez como el fiel asistente de dirección y, entre algunos otros, Ernest Belcher a cargo de la coreografía. Un momento, ¿Quién es este último individuo, hasta ahora no mencionado? Se amilanan las explicaciones si menciono que se trata del padre de Marge Champion, famosa bailarina y coreógrafa por su propia cuenta.

En cuanto al reparto, es apenas evidente que a von Stroheim se le restringió trabajar con sus actores de cabecera, viéndose obligado a congeniar con estrellas de la MGM de la talla de silentes como Mae Murray,  John Gilbert y George Fawcett, así como otros actores no menos respetados como Tully Marshall y el bombástico Roy D’Arcy, éste último en un papel muy apropiado para él: de antagonista. Las relaciones personales entre estos actores y el director no llegó a ser muy sana, dadas las excentricidades que hemos venido a apreciar; Norman Kerry, con estrechos lazos desde Merry-Go-Round, no obtuvo el papel protagónico que terminó en manos de Gilbert, pero la decisión de MGM da resultados agradables, y al final éste y von Stroheim ofrecen una obra que es producto de una agradable colaboración.

Nombres grandes, resultados grandes; así deberían funcionar las cosas.

Ya entrados en materia, me siento lo suficientemente cómodo como para dar un pequeño atisbo de la trama. Estamos en Monteblanco, que se nos antoja más similar a los suntuosos locales centroeuropeos de Foolish Wives (1922) y The Wedding March (1928) que a la nación balcánica en la que estaba basada la opereta original, Montenegro. Sin que lo anterior nos importe tanto, a través de una procesión militar (un momento sumamente stroheimiano) nos presentan inicialmente al príncipe heredero Mirko (D’Arcy) y a su primo, el aparentemente bienintencionado príncipe Danilo Petrovich (Gilbert). No pasan muchos minutos hasta que nos enteramos de que Mirko es un completo y miserable bastardo lleno de inquietantes tics, así como de un porte jorobado y notablemente ofensivo que no encuentra mucha resistencia a la hora de antipatizar con el espectador, aunque porte ciertos recordatorios de von Stroheim como actor, sin limitarse al monóculo y a la sonrisa amplia y socarrona; Danilo, por otro lado, es un hombre correcto en la piel de un príncipe taimado, por lo que tampoco deja de tener una cierta ambigüedad en su comportamiento, especialmente su habilidad para conquistar mujeres. Menudos protagonistas.

Como parte de un espectáculo itinerante de vaudeville, “The Manhattan Follies”, llega Sally O’Hara (Murray) acompañada de una comitiva de bailarinas poco agraciadas y un cameo (parecido al de The Wedding March) de Alec C. Snowdenn, esta vez como el músico negro de la banda. El hotel en el que deberían hospedarse se encuentra ya ocupado por la guarnición militar en la que se hallan los príncipes, pero Danilo, impulsado por la recursividad y el exotismo, se las arregla para dotar de habitaciones al grupo de foráneos. Sally, aunque es estadounidense, posee ascendencia irlandesa (¿McTeague, alguién?) dándole un ineludible aire de mujer poderosa y capaz de arreglárselas por sí sola. Rechaza, de esta manera, los avances iniciales de Danilo, pero la situación se complica a medida que el galante príncipe se torna más insistente, lo que coincide con la aparición del barón Sadoja (Marshall), un temible cruce entre el Nosferatu de Friedrich Murnau y un banquero acaudalado, adicional a un fetiche de pies. Sobra decir que este sombrío personaje cae rendido a los pies de Sally a primera vista.

¡Ah! Fetiches de pies, ya hacían falta.

Mirko, viajando a la altura de merecer numerosos epítetos derisivos, trabaja sin descanso para frustrar los esfuerzos de su primo e impedirle que conquiste a una simple bailarina de variedades. La interacción entre los dos se presenta inicialmente con sazonados elementos de comedia física y gags visuales, pero estos incuban paulatinamente el ascenso al odio visceral y sus macabras consecuencias, otra reluciente estampilla del trabajo de dirección. Danilo empieza a decantar sentimientos sinceros por Sally pero ella permanece incrédula e inflexible durante mucho tiempo, hasta que accede a las intenciones del príncipe en un cuarto contiguo a una clásica y desenfrenada orgía de opulencia.

A continuación, haciéndole un guiño a la opereta original (porque nada de lo anterior tiene mayor relación con ella) Danilo planea casarse con Sally, pero su tío, el rey Nikita I de Monteblanco se lo impide, recordándole que se trata de una cualquiera sin apellido, algo que va completamente en contra del protocolo de los matrimonios de la realeza: “Well – what’s marriage got to do with love?“.

Danilo se halla impotente y no puede discutir nada de esto con Sally, pero el barón Sadoja no descansa en sus esfuerzos, y le propone matrimonio a la bailarina, dejando de lado su aspecto físico y sus riquezas, y ofreciéndole como mejor dote la posibilidad de vengarse a su antojo de la familia real. A estas alturas ya se evidencia que al menos Danilo y Sally son personalmente realmente complejos, cuyos arcos de transformación son bastante sinuosos y, sin que sobre decirlo, extraños para la época. El matrimonio entre Sixtus Sadoja y Sally O’Hara, aunque es todo un acontecimiento nacional, no parece evocar ninguna reacción en la familia real, y todo parece irse al Tártaro cuando, en la noche de bodas, Sadoja muere de repente y nace La Viuda Alegre, adinerada pero con una enorme fuga emocional.

Licor: un paso obligatorio en el descenso a la miseria.

Desde este punto del argumento empieza más o menos la opereta, y figuran todos esos elementos que son tan familiares en esta, como la banda sonora (un arreglo de la original escrita por Lehár) y Maxim’s, el club parisino donde los antiguos amantes se reencuentran, aunque en esta ocasión Sally no tiene nada que ver con el establecimiento, ¡Ella ahora es millonaria! Y podría seguir contando la película, pero sinceramente es digna de verse completa, y la cantidad de sorpresas que se desenvuelven a partir de ahí es todo un frenesí, tanto narrativa como rítmicamente.

El producto final es de una alta calidad muy difícil de encasillar, demostrando que ha habido una notoria madurez en el trabajo del director desde su última ventura en el género con Foolish Wives. El apartado visual se halla en la cumbre, una vez más, empleando el mismo presupuesto de Greed para traer a la vida un costoso universo de militares pesadamente condecorados y bailarinas de cabaret, dos contextos en los que un vestuario convincente mantiene la carpa arriba; los riesgos tomados en la cinematografía no son para tomarse a la ligera, y von Stroheim se reserva la segunda mitad de la película para sacar los cañones y hacer alarde de complicadas maniobras de grúa y travellings ecuestres, al final todos muy bien recibidos.

Lamentablemente, esta sería la última película de von Stroheim con la MGM, y pasarían 3 años hasta que volviese al plató, esta vez de la mano de la Paramount. Resulta también triste el final, no por como cierra el argumento, sino por su realización tan pobre y apurada, algo que genera extrañeza en una historia tan limpia y tan dedicada a los detalles como lo es esta. Como cereza de la desgracia, me permito anotar que de todas las películas de este autor, The Merry Widow es una de las que más vale la pena ver y una de las más difíciles de conseguir, al menos en una copia medianamente decente. Quien quiera que tenga un ejemplar en VHS o tenga la oportunidad de verla digitalmente, puede considerarse muy afortunado. Esas dos horas le serán gratamente retribuidas.

NOTA ED.: La tecnología y la piratería han hecho posible encontrar esta subvalorada joya en YouTube. Saludos!