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Chantal Akerman: Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975)

En el que el centro no resiste

The darkness drops again; but now I know
That twenty centuries of stony sleep
Were vexed to nightmare by a rocking cradle

Los versos citados pertenecen a “The Second Coming”, uno de los poemas más conocidos en lengua inglesa. Sus palabras, escritas en 1919 por el irlandés William Butler Yeats, entrelazan la expectativa redentora del Segundo Advenimiento de Cristo con el nacimiento de una abominación que usurpará la cuna beatífica; ante eso, la voz poética se pregunta cuál será la bestia que inevitablemente tomará las riendas de este quebrantado mundo. Los desoladores símbolos no sólo son el eje del poemario Michael Robartes and the Dancer, son una muestra de las imágenes más recurrentes de la modernidad: la incertidumbre por saber en qué momento el mal abandonará las vestiduras del bien y se manifestará como tal.

El lenguaje del poema de Yeats –aunque breve– incomoda a sus lectores y les hace preguntarse por todo aquello que es incontrolable y que, a falta de una ubicación temporal concreta, se enmarca en la noción de futuro. El afán por manipular lo inasible es, en gran medida, un despropósito, pero eso no evita que sacuda a quienes prevén que lo peor está por llegar y les dificulte la expresión de sus premoniciones. La experiencia cinematográfica, entre muchos otros, es un claro ejemplo: el celuloide ya está revelado y el espectador es sometido al ritmo de la narración, así esté de acuerdo con lo que se proyecte o no, así se identifique con los triunfos y derrotas de los protagonistas o no. Los filmes de suspenso y los thrillers son los que más despabilan la atmósfera maligna: ¿sobrevivirá el personaje?, ¿capturarán al criminal? Hay otros que, por el contrario, son más sutiles para avivar su propio apocalipsis. Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles es uno de los mejores exponentes del gradual despertar de un punto sin retorno.

La obra más reconocida de la directora belga Chantal Akerman recorre tres días de la vida de Jeanne Dielman (Delphine Seyrig), una mujer que se reparte entre su rol de cabeza de hogar y su trabajo como prostituta. Las 48 horas que componen el filme son enmarcadas por las visitas de un primer y un tercer cliente, los cuales acuden al lecho a pocos metros del comedor-cuarto habitado por su hijo adolescente Sylvain (Jan Decorte) justo antes de que éste llegue de sus estudios y entrenamientos. El filme, entonces, se caracteriza por recrear situaciones en tiempo real en las que se expone la cotidianidad de Jeanne: la limpieza de una vajilla, la desinfección de un baño, la preparación de un almuerzo, la compra de lana para un suéter. Todas estas labores son realizadas con la mayor economía lingüística posible: Jeanne a duras penas cruza palabras con Sylvain, mucho menos con su vecina, sus tenderos y sus usuarios. Además, la historia transcurre principalmente en el apartamento de los Dielman y sus diferentes ambientes que en las noches son golpeados por la interminable titilación de las luces de neón del Quai du Commerce: la cocina, la recámara principal, el baño, la sala-habitación y el pasillo principal.

A medida que los eventos avanzan, el milimétrico espectro rutinario de Jeanne es interrumpido por situaciones adversas: la pérdida de un botón, la sobrecocción de unas papas, la ocupación de su mesa favorita en un café. Estos detalles a primera vista no inquietan ni al espectador ni a la protagonista, a fin de cuentas son ocurrencias que podrían pasar en un día común. No obstante, Jeanne los recibe como golpes a su identidad y la transformación de su parsimonia es discretamente perceptible. La acumulación de tropiezos conducirá a Jeanne a tomar una impulsiva (¿o premeditada?) decisión que ineludiblemente alterará la monotonía a la que ha estado acostumbrada.

Se dice que cuando Akerman buscó financiamiento para el filme, promocionó su libreto como la narración de “un régimen riguroso construido alrededor de comida y sexo rutinario comercializado en la tarde”. En efecto, Jeanne Dielman… toma una gran parte de su narración para exponer el antes, el durante y el después de una cena, incluso con la copulación transaccional de por medio. Allí es donde el filme cobra sus matices más familiares: el espectador se identifica con la excepcional simpleza de Jeanne para satisfacer al menos el estómago de su hijo. Akerman afirmó en múltiples ocasiones que se inspiró en la cándida relación con su madre Natalia -una sobreviviente de Auschwitz que siempre apoyó incondicionalmente las inclinaciones artísticas de su hija- para crear a la serena protagonista de su filme. En esa vía, Jeanne representa a todas las madres, las que tenemos, las que tuvimos o las que somos: devotas a nuestra familia, entregadas en cuerpo y alma a alimentar a sus descendientes por las vías que sean necesarias. La preparación de unos vegetales al vapor o una milanesa son una fundamental muestra del amor de Jeanne hacia Sylvain; así tome todo el día organizarla, es la simbólica recompensa con la que la madre premia la dedicación académica de su hijo y le pide disculpas por sus limitaciones económicas. Cabe mencionar que si Sylvain se aleja de la cocina, es mejor para ambos: ni Jeanne ni ninguna madre quiere que sus allegados padezcan su maternidad; además, implicaría cohibirla de su espacio de mayor libertad.

Por más convencional que sea el lazo entre Jeanne y Sylvain y por más significativos (y ordinarios) que sean sus rituales alimenticios, hay fantasmas que perturban su orden y golpean ciertos umbrales. El principal es el espectro masculino: el esposo y padre falleció seis años atrás y los allegados de Jeanne conspiran para que ella busque un reemplazo antes de que sea muy tarde. Una carta de Fernande, aquella hermana lejana que encontró su ideal de familia en Canadá, despierta la inquietud en Sylvain: ¿hasta cuándo durará el duelo de su madre? Por otra parte, una vecina sin rostro le encomienda diariamente a su recién nacido mientras hace compras; esos minutos sirven para que Jeanne reviva su afección y desinterés por la posibilidad de un nuevo hijo. Tal vez uno de los momentos más intrigantes del filme ocurre cuando Dielman agarra al bebé en una ráfaga de afecto y éste gime sin ser posible identificar con claridad si lo hace por agrado o terror. En todo caso, Jeanne no titubea en sus andanzas y ahuyenta la figura conyugal que no necesita. Tal como ella afirma, acostarse con alguien independientemente de su físico (así haya sido su marido) es tan sólo un detalle; además, para qué desgastarse acostumbrándose a alguien de nuevo si ya tiene su vida establecida. Para bien y para mal, perfecta o no, es su vida y con eso se conforma. Lo que jamás tolerará será un error causado por cuenta propia.

Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles ha sido discutida en múltiples oportunidades por críticos de todas las inclinaciones posibles. No es para menos la fascinación que genera, pues es un filme que desafía las convenciones tradicionales del lenguaje cinematográfico técnico y narrativo. Mientras que en la década de los setenta una toma duraba en promedio 6 segundos, el filme de Akerman distribuye sus 193 minutos (o 198 o 201, dependiendo de la versión) en 223 cortes para un promedio de 52 segundos por cada uno. Igual, no se necesita una calculadora para percatarse de la mesura de la filmación y su pausado seguimiento de las ocupaciones de Jeanne. En ningún momento la cámara se desprende de su trípode para moverse a la par de la protagonista; ésta prorroga la cinta hasta que sea necesario un cambio de ángulo, así pasen cuatro o cinco minutos. Vincent Canby, uno de los críticos más emblemáticos del New York Times, planteó una acertada analogía al respecto: el lente se comporta como un perro, leal a su dueño, siempre dispuesto a atender cualquier llamado y, sobre todo, domesticado para bajar la mirada cuando una imagen lo molesta.

Aunque hay momentos en los que la paciencia de Jeanne es desbordada, ella jamás pierde la elegancia de sus pasos. Aunque no soy un experto en la filmografía de Delphine Seyrig (sólo la he visto en Le charme discret de la bourgeoisie de Luis Buñuel y sé que tiene un rol menor en L’année dernière à Marienbad de Alain Resnais), cuesta creer que hubiera una actriz más idónea para el rol. La longitud del filme puede llegar a incomodar al espectador; sin embargo, en un momento inexplicable éste se entregará a la expresividad que oculta el laconismo de Jeanne. Además, a medida que el cronómetro corra, se preguntará por su siguiente andanza y si será aquélla la oportunidad en la que rebosará su estoicismo. Esta incomodidad mantendrá su interés al máximo y es innegable la percepción de que algo no anda bien, que entre tanta discreción debe gestarse una furia titánica.

El filme tomó cinco semanas en ser filmado y fue realizado en orden cronológico para no perder la naturalidad de la armonía dislocada. Además, fue tal vez la primera película en ser filmada por un equipo de sólo mujeres. En conjunto Jeanne Dielman… ha recibido elogios tanto en su estreno (14 de mayo de 1975, durante la programación de la Noche de Directores del Festival de Cannes) como en la actualidad. Sin embargo, su impacto se ha intensificado con el pasar de los años. De hecho, gracias al movimiento #MeToo ha sido acogida como uno de los pilares cinematográficos de los círculos feministas y ha recibido atención mediática reciente por un par de listados digitales (uno de la BBC, otro de Indiewire) en la que es proclamada “la mejor película (extranjera) dirigida por una mujer”. Incluso se promociona como “la primera obra maestra de lo femenino en la historia del cine”[1]. Sea ésta la manera apropiada de ingresar al filme o no, es un reconocimiento adicional a la majestuosidad de la obra y a la lección de ritmo a la que subyuga a sus espectadores.

Se puede abrir el debate sobre si Jeanne es una heroína o una villana, cualquiera de las posturas es demostrable. Considero más adecuado conectarse de forma empática con su día a día y sentirla, no psicologizarla. A diferencia de un filme contemporáneo en el que se alaban los vínculos laborales y afectivos de una indígena mexica y los hijos de su patrona (Roma), Jeanne Dielman… no necesita de besos, abrazos y situaciones de riesgo con finales felices para que uno se conmueva. Basta con que a Jeanne se le caiga una cuchara para preguntarse qué estará haciendo nuestra madre en este momento o qué hubiera hecho ante ese percance. Si un filme genera que uno inmediatamente indague por sus seres queridos de forma genuina, es una proeza más que virtuosa. Chantal Akerman es una maestra para decir tanto con poco y los espectadores son vestigios de su hipnótica influencia.

En una de las interacciones, Jeanne le toma la lección a Sylvain: la memorización de “L’ennemi”, el décimo poema de Les fleurs du mal de Charles Baudelaire. Éste inicia con los versos “Ma jeunesse ne fut qu’un ténébreux orage,/Traversé çà et là par de brillants soleils” (“Mi juventud no fue sino un temporal oscuro,/Atravesado aquí y allá por soles brillantes”). El hijo, sin embargo, no ha practicado el lúgubre cierre del soneto: “— Ô douleur! ô douleur! Le Temps mange la vie,/Et l’obscur Ennemi qui nous ronge le coeur/Du sang que nous perdons croît et se fortifie!” (“-¡Oh, dolor! ¡oh, dolor! ¡El Tiempo devora la vida/Y el oscuro Enemigo que nos roñe el corazón/De la sangre que perdemos crece y se fortalece!”). Así como ocurre con las líneas de Yeats, estas palabras y el filme en conjunto anuncian el advenimiento de Jeanne. Una visita a un banco cerrado o la compra de una bolsa de papas repentinamente pasan a ser acciones crepitantes; “Things fall apart; the centre cannot hold”. Además, el predominante silencio se hace insoportable para que el volumen de los escasos diálogos se incremente gradualmente[2]. No se garantiza si la sed por la akrasia de Jeanne se satisface una vez finaliza la proyección. La única certeza es que permeará una mezcolanza de sensaciones. Pero a Jeanne poco le importará eso siempre y cuando estemos atrás de las fronteras de su cocina.

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[1] Esta afirmación ha sido adjudicada a la primerísima reseña del New York Times que, hasta donde internet lo permite, corresponde al escrito de Canby. Sin embargo, en ninguna parte aparecen dichas palabras. Además, en caso de ser cierto y que se haga referencia a otro texto (lo cual lo dudo), Jeanne Dielman… fue estrenada en Estados Unidos en 1983, ocho años después de su lanzamiento original. Por lo tanto, es bastante factible que en ese lapso de tiempo ya se hubiera regado la voz de su monumentalidad en el continente americano. En conclusión y a menos de que se demuestre lo contrario: un editor de Wikipedia ha esparcido un bonito pero falso señalamiento #fakenews

[2] A riesgo de hacer un planteamiento erróneo, me dio la sensación de que el francés con pronunciación flamenca de Jeanne y Sylvain es casi inaudible al inicio del filme pero hacia el final es sustancialmente más nítido. A lo mejor es un efecto conductista producto de la longitud del filme, sin embargo valdría la pena hacer una revisión de los volúmenes en la mezcla de sonido.

Viviana Gómez Echeverry: Keyla (2017)

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La humanidad no puede jactarse de entender muchas cosas, muy a pesar de los avances científicos de las últimas décadas en diversas áreas del conocimiento, pero (dejando por fuera el espacio exterior[1]) el mar ha sido y sigue siendo un completo misterio, apenas explorado por un puñado de almas valientes entre las que se cuentan a Fernando de Magallanes, Jacques Cousteau, Leni Riefenstahl, James Cameron y Kevin Costner, entre muy pocas otras. Ese aire de misterio que la razón apenas puede elaborar es uno que las artes se complacen en preservar, y es a través de ellas y usando como medio la experiencia sensible, como el sonido de las olas y el azul de sus aguas, donde se evocan sentimientos difíciles de hallar en otros espacios geográficos: una profunda melancolía, la pérdida irremediable y la distancia imposible de navegar entre dos personas.

Incidentalmente, esta relación entre las emociones y los océanos ha sido escasamente explorada en el todavía adolescente cine nacional, al menos dentro de las convenciones de la ficción[2]. Acoto esto al tomar en cuenta el acceso privilegiado a dos (2) océanos completamente distintos entre sí, con climas, culturas y personalidades diversas, sin hablar del potencial de un cine en el que se han intentado pocas cosas y hay aún menos maestros de un narrar. Tomando provecho de todos los elementos flotando en el crisol étnico que todavía convive en esta república fallida, vemos el surgimiento de una película tan simultáneamente prometedora y frustrante como lo es Keyla.

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En lo que podríamos llamar un nuevo hito de la representatividad, Keyla es la ópera prima de Viviana Gómez Echeverry, quien ya había trabajado como directora de fotografía en La Eterna Noche de las Doce Lunas (2013) de Priscilla Padilla, pero en lugar de tratarse de una adolescente indígena en la Guajira que se enfrenta a crecer como mujer en una cultura determinada por otros, esta película es sobre una adolescente afro en la isla de Providencia que se enfrenta a crecer con la ausencia de su padre en un hogar determinado por otros. Esta ausencia, en realidad una súbita desaparición en medio del mar caribe, coincide con una visita sorpresa de una madrastra distante hace muchos años, y da pie a una inusual y dramática reforma del núcleo familiar.

Infortunadamente esta premisa tiene un arranque muy flojo por culpa de la protagonista epónima, interpretada por Elsa Whitaker, quien despliega un rango de emociones muy limitado y en general encarna a un personaje con el cual es muy difícil simpatizar. Esto puede ser deliberado, gracias a que la adolescencia es una etapa cruel y estúpida por la cual todos tenemos que pasar con mayor o menor gracia, y es especialmente difícil si está marcada por la ausencia de una entrañable figura paternal, interpretada por Anthony Assaf Howard a través de secuencias de sueños y flashback filmadas con un característico y convencional sobresaturado.

Los problemas de actuación no cesan con Keyla, y se extienden a otros miembros del reparto. Francisco (Sebastián Enciso Salamanca), el pequeño hermanastro de la protagonista, es su opuesto polar (lo cual podría entenderse como una decisión consciente) aunque también se siente algo impostado en su comportamiento y sus diálogos. Su madrastra, Helena, es interpretada por Mercedes Salazar, y aunque se trata de una actriz de formación con experiencia en la pantalla chica[3], le ha tocado la desagradecida labor de cargar con los diálogos más expositivos y enfáticos de toda la película. Salazar los entrega con aplomo y asertividad, pero su contenido está fraseado de forma ligeramente antinatural, y mientras esto ayuda a sortear las numerosas interrogantes que plantea el argumento, al final se siente como si ella tuviera que saltar como una catedrática entre bloque y bloque de información con el poco tiempo que tiene su personaje en pantalla.

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De los actores naturales o inexperimentados, los dos hombres de reparto son los que más cómodos se ven frente a la cámara: el tío y el novio de Keyla, Richard y Sony respectivamente, no solo por su entrega descomplicada que contrasta con la rigidez física y elocutiva de Keyla, sino también por la verosimilitud de su machismo velado. Tuve la fortuna de ver la película en compañía de alguien que había tenido la oportunidad de convivir con un nativo de Providencia, y resaltó que sus comportamientos frente a la vida, las tradiciones y las mujeres eran tal cual, pasados de la realidad al papel y de ahí al digital, en lo que parece un sano ejemplo de actuación natural bien ejecutada. En una extraña paradoja, estos son tal vez los personajes más ricos y desarrollados a pesar de tener muy poco tiempo relativo en pantalla, porque balancean el ser afectuosos y bienintencionados con sus tendencias marrulleras y solapadas, algo con lo que nos podemos identificar la gran mayoría de humanos no-beatificados.

Keyla se va armando con este reparto más bien intimista, y con una serie de piezas escénicas que muestran diversos aspectos de la vida en la isla, incluyendo una aventura que involucra un mapa del tesoro y un pequeño festival local que separa algunas almas y fortalece los vínculos de otras, de manera tal vez algo abrupta. No obstante, parte considerable del metraje está mediada menos por imágenes y más por los diálogos, que van desde variedades distintas del español hasta un inglés bastante antillano y acentuado, algo que dificulta seguir el ritmo de los acontecimientos. Y si bien el trabajo fotográfico de Mauricio Vidal es bueno y decente, ciertas convenciones se apoderan del buen juicio y resultan en imágenes que rayan de forma no muy positiva con el ritmo de forma, como las ya mencionadas secuencias de sueño, aunque se destacan contadas excepciones, como las escenas nocturnas. Nada muy atrevido, pero tampoco deslumbrante.

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El final trae una especie de cierre a algunos de los conflictos planteados, aunque hay otros cabos sueltos que se pierden en la marea de los acontecimientos: es tal vez consecuencia de contar con apenas 90 minutos de metraje, así las relaciones entre estos personajes merezcan algo más de tiempo. Sería idóneo que se le diera menos cabida a la música incidental, un poco inoportuna y manipuladora hacia los estándares del melodrama, pero diría que la decisión más extraña de la película es situarla en paralelo a la disputa territorial Nicaragua v. Colombia, cuyo más reciente fallo de la corte tuvo lugar en el 2012 y que no tiene ninguna repercusión clara para estos personajes, más allá de asociarlos con uno de los países que produjo esta realización. Quizás también una estrategia para hacerla más relevante o tópica, pero que lo trata de forma tan superficial que se siente como parte de otra realidad paralela que permea el pequeño universo definido de Keyla.

Estas referencias a los conflictos de territorio se antojan similares a las alusiones fantasmagóricas a Colombia hechas en el clásico Garras de Oro (P.P. Jambrina, 1926), donde se pregona la soberanía de un país que siquiera existe en el istmo panameño a principios del siglo XX, y en donde la idea de nacionalidad y pertenencia es apenas una excusa para iniciar una discusión sobre otros espacios con los que no estamos relacionados más allá de la intimidad de una sala oscura.

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¡Hey! Qué bien: si el cine ha de ser una ventana a vidas y lugares nunca antes imaginados, es buena idea usarla para mirar hacia una isla a 850km de distancia del territorio nacional.

Emhhh: a la protagonista le hace falta algo para llevar con fuerza los acontecimientos de la película. No sé todavía que es, pero los demás personajes parece que lo tienen en mayor medida.

Qué parche tan asqueroso hilarante: a Helena le saben a mierda los hombres y su oportunismo e incluso lo dice en voz alta, pero segundos después de recibir un abrazo y un bocado de pescadito asado ya está desprovista de su pareo y lista para flirtear en la playa.

[1] Espacio en el que no podemos existir siquiera sin morir de un cáncer rápido y doloroso, al menos no más allá de la magnetósfera con nuestra tecnología actual.

[2] Dejando por fuera a) toda la serie de mini-documentales de cocina típica  y ballenas que Cine Colombia nos ha ofrecido a lo largo de sus ya 90 años de existencia y b) la abominable Crimen Con Vista Al Mar (Gerardo Herrero, 2013).

[3] Salazar debutó como “la española” en la delirante y enloquecida El Colombian Dream (2005) de Felipe Aljure, y de ahí ha fungido como personaje de reparto en algunas series de televisión españolas, como Amistades Peligrosas (29 episodios en el 2006) y la muy longeva y prolífica Arrayán (89 episodios entre 2011-2012). Se espera que en algún punto del 2018 haga su segundo coprotagónico en Spaces and Silences de Juan David Cárdenas.

Reflexión sobre el Cine Silente Colombiano

“En el cine se refleja una época, la idea de lo nacional pervive en la creación artística de un país.”[1]

Nazly Maryith López Díaz

El argumento establecido arriba puede parecer lógico, incluso redundante a primera vista, pero lo cierto es que puesto en un contexto espacial y temporal específico trae a luz problemáticas más profundas que la ausencia de una industria cinematográfica. “La idea de nación, como la de comunidad y sociedad, cambia; no es estática.”[2] Entre estas problemáticas, la más compleja de abordar es la del concepto de nación. ¿Qué dicen nuestros primeros filmes de Colombia como una nación soberana e independiente? Peor aún, si estos resultan contradictorios, ¿Qué dice eso de nuestro país y nuestra historia? Habla de una falta de creación de memoria colectiva a la cual no somos ajenos, aún hoy en día. El caso cinematográfico, en sus inicios, es tan oscuro como la caverna de Platón, y en muchas formas igualmente ambiguo. Lo verdaderamente destacable del caso es que los tres filmes sobrevivientes [Bajo El Cielo Antioqueño (1925), Alma Provinciana (1926) y Garras De Oro (1926)] no restan a la mística o al desconcierto que tenemos frente al tema; si algo, logran ahondarla.

“Un hecho artístico y uno político  confluyen de modo insospechado en un mismo fin: dar materialidad a ideas, narrar una sociedad.[3]” Todo género cinematográfico, sin importar que tan ajeno se encuentre de la realidad actual, temporal y local, da cuenta de la sociedad en la que fue creada, sea esto de forma consciente o inconsciente. En el caso que atañe al presente ensayo, los filmes estudiados dan cuenta literal y lineal de la sociedad en la que fueron hechos: “Bajo El Cielo Antioqueño” de Arturo Acevedo y “Alma Provinciana” de Félix Joaquín Rodríguez pertenecen a una misma estética (e incluso comparten algunas similitudes del mismo grupo de dudosos valores morales) a la que López llamaría de la siguiente manera:

“[filmes] emparentados ampliamente con la literatura de la época y con un manejo del lenguaje que no es del todo cinematográfico sino que toma de la representación teatral algunos elementos, (…) historias locales con marcada tendencia costumbrista y romántica, heredada de los escritos que las inspiraron.”[4]

Pero es en su definición de lo que una sociedad debe ser, lo que la nación debe representar que difieren radicalmente, de la misma forma en que lo hace ¨Garras de Oro” de P.P. Jambrina en un género y estilo totalmente distinto. Pero al ser vistas desde una perspectiva moderna, permeada de imparables corrientes tecnológicas y una cinematografía global cada vez más vasta y pluricultural, las tres obras comparten algo que incluso en los trabajos de directores/escritores como Dago García y Sergio Cabrera está latente. El cine nacional no da una idea concisa de lo que la Nación es, pero sus dispares opiniones dan vista a una definición de la mal llamada Colombianidad: Es la creencia popular en una nación ideal e incorruptible, aún cuando 400 años de historia apuntan a la inexistencia de la misma.

“La nación (…) alude a las interrelaciones de tipo social, cultural, étnico, político y económico legal, que permiten dentro de una comunidad estrechar lazos emotivos entre sus miembros. La nación es un sentimiento de aceptación tácita construido día a día, que hermana en torno a mitos y creencias un pasado común y esperanzas colectivas, haciendo a cada comunidad única entre otras semejantes.”[5]

Desde su título, “Bajo El Cielo Antioqueño” se separa de la definición arriba establecida. El filme se anida en la alta sociedad paisa en pleno apogeo cafetero, y en su contexto (a pesar de involucrar miembros de las clases bajas, la más importante la mendiga que detiene a Lina en la estación de tren, reinyectándole sentido de vida y dignidad) deja ver tanto el regionalismo como el elitismo del que el filme es compuesto. El resultado da muestra de una lúgubre y fervorosa moral católica que opaca al estado y sus símbolos, haciendo de esta forma del buen ciudadano un buen católico, pero un buen católico del antiguo testamento, temeroso de un Dios (en el filme representado por la figuras paternas y el gran hermano estatal) castigador e inclemente. “La noción de lo correcto y lo incorrecto evidencia una mirada desde lo político que determina una forma de ciudadanía en que el poder del padre, sustituido por el estado, observa, contiene, castiga, mientras los ciudadanos sólo les resta acatamiento, so pena de ser presas de la justicia, ya divina, ya humana.”[6] Es curioso que este particular retrato del esquema político demócrata lo deje más cerca del absolutismo, a pesar de la presencia (formal) de un aparato de justicia y corte. El clímax del filme llega a través de un drama de juzgado, en el cual los protagonistas Álvaro y Lina deben vadear el más grande obstáculo (la justicia o injusticia, dependiendo de que punto de vista se le observe) para conquistar su amor. En el, la deposición de Lina, quien antes callaba para no traer deshonra a su padre y su apellido, acaba dando cuenta no sólo de la libertad de su interés romántico, sino además de uno de los más importantes mensajes de la película: “La verdad debe prevalecer sobre cualquier circunstancia”[7].

Es exactamente el mismo mensaje comunicado por Tom Cruise y Jack Nicholson en la emblemática escena central de “A Few Good Men” (1992, Rob Reiner), varias décadas después y en un país totalmente distinto. Pero mientras la segunda ahonda y martilla en el patriotismo el verdadero espíritu Americano, la primera encuentra, de forma inconsciente, en la reproducción infinita de los roles y las clases la idea de la nación colombiana.

“La presentación de valores sociales y morales cómo el trabajo, atados de modo implícito a las ideas de ciudadanía y poder constituido por vía de la autoridad divina, determinan una mirada de nación que en Bajo El Cielo Antioqueño se concreta por medio de la reafirmación del grupo social en sí y en sus tradiciones marcadamente católicas en continuo intercambio con el referente territorial.”[8]

El segundo caso, “Alma Provinciana”, no parece en primera instancia tan dispar del primero, pero tras ahondar en sus intereses y sus opiniones resultan filmes casi opuestos en su idea de Nación, a pesar de estar encerrados por la misma corriente y genero histórico. Filmada en Santander por un “un grupo de jóvenes y señoritas, amantes del arte nacional”, cómo dice su título introductorio (la mayoría descendientes o nativos europeos, a juzgar por sus apellidos), el filme trata dos historias de amor con desbalanceado interés y exótica estructura, siendo estas las de los hijos de un caporal llamado Don Julián. Este visita la finca con su hija María, quien empieza un pseudo-amorío con el encargado de la finca, Don Antonio, lo que no es bien visto por su padre. Pero en el filme la mirada de la figura paterna no es tan violenta como en el anterior, a pesar de sí ser fundamental y fundamentalmente clasista. El segundo romance, el de su hijo Gerardo con la pobre pero llena de carácter Rosa (la primera heroína sólidamente esbozada del cine colombiano, muy familiar a la Elizabeth Bennett de “Pride & Prejudice” de Jane Austen, obra que comparte varios puntos de vista con la actualmente discutida) es el que ocupa la mayoría del tiempo de la película y el que deja ver las enrevesadas opiniones del director: Para empezar, divide claramente los territorios de ciudad y provincia, sin por esto emitir juzgado de superioridad de alguno de los dos. En adición a esto, Rodríguez no le da nombre a los lugares retratados dejando de lado el regionalismo que Acevedo recalcaba: para Rodríguez, la Nación está compuesta de ambos, y ambos son igualmente importantes.

La división de clases también toma parte importante de la atención del director, quien, hasta cierto y moderado punto elabora una crítica social y política del funcionamiento de la sociedad. En el personaje de Rosa, especialmente, la dignidad es restaurada a las clases bajas sin por esto ser eliminada de las clases altas. “El lugar de la diferencia, de la exclusión, se da entonces en el encuentro entre ricos poderosos y pobres desvalidos, permitiendo a través de la cinta el reconocimiento de un orden inmutable y la legitimación y perpetuación del mismo.”[9] Estilísticamente, Rodríguez usa las costumbres populares y la lengua hablada para crear un retrato más vívido (cómo la habría hecho años antes Mark Twain en “The Adventures Of Huckleberry Finn” modificando el habla para acomodarlo a distintos personajes con distintos dialectos), ejemplificado por el “amigo Perejiles”, recursivo y colgado compañero de aventuras de Gerardo. Con ambos personajes y un tono cómico, el filme se distancia aún más del filme de Acevedo al escapar tanto de la religión (evitar ir a misa pretendiendo que se está enfermo) como de la justicia (una visita más anecdótica que traumática a la cárcel y un policía de amoríos con una planchadora). “En Alma Provinciana existe una mirada al poder instituido que se concreta en el planteamiento según el cual su evasión no conduce ya a todos los males (…), sino que sortearlo permite arbitrar las relaciones que se establecen entre los personajes.”[10]

¿Qué media la sociedad en “Alma Provinciana”? Se trata ya no de la religión y el estado, sino de la economía y el factor monetario quien rige los esquemas sociales. El filme presenta ¨situaciones a través de las que son puestos en escena valores que rescatan la dimensión humana de los personajes y vindican su dignidad, pero que al mismo tiempo propenden por que el orden establecido no sea alterado”[11], de esta forma cimentando la sociedad que enmarca el relato (algo similar es establecido por Harold Pinter en su filme “The Servant” de 1963, donde el reemplazo de la figura de poder por la figura oprimida simplemente revierte los roles sin por esto alterar el orden mayor ya establecido). Sí como crítica el filme resulta algo blando, su mensaje final es sumamente claro: “la dignidad debe prevalecer, aún cuando el destino lleve por caminos difíciles”[12].

El caso final más interesante, no obstante, y el más desconcertante proviene de la obra de P. P. Jambrina “Garras De Oro”, que narra con fuerza política y ambiguo mensaje anti-americano la pérdida del canal de Panamá a manos yanquis. Un filme con un compás moral y una agenda política más ajetreada que la de las obras anteriores, “Garras De Oro” parece tener un dominio del lenguaje fílmico en términos de fotografía, arte y semiótica tan avanzado y contrastante, que algunos historiadores (Juan G. Buenaventura en su tesis de la Universidad de Kansas “Colombian Silent Cinema: The Case of Garras De Oro”) han argumentado que el filme fue hecho en otro país, probablemente Italia, y que este mezcla partes de noticiarios de la época, una historia de amor e intriga y títulos colombianos. El filme, usando varios símbolos de patriotismo (el himno, la bandera) y de innovación técnica (secuencias originales coloreadas a mano), es un ejemplo especialmente interesante de temprano cine político y de protesta, pero no por esto logrado. En 50 minutos de duración actual, el filme incompleto deja ver una historia algo contradictoria en su idea de Nación, al ser sumamente crítica de las acciones gringas pero al depositar su confianza en héroes igualmente americanos a John Wayne y Harry el Sucio.

Su idea de nación yace completamente en su uso de los símbolos patrióticos y es en últimas la del patriotismo sobre todas las cosas (un mensaje muy estadounidense, cómo lo confirma “Top Gun” (1986) de Tony Scott y el resto del cine de acción de los 80s). Los emblemas son mostrados cómo el centro de atención: la bandera (amarilla, azul y roja desde la misma cinta), el himno y el discurso son representantes de una nación inconforme que busca reclamar su patria… Excepto que esto no ocurre. Los locales son retratados cómo corruptos e ignorantes (salvo por Don Pedro, que fallece al comienzo del filme), y la justicia local es una broma (El diputado Ratabizca y su hija son lacayos de las comodidades del imperio). Se trata, en palabras del héroe del filme en su editorial en el periódico The World, “de un pueblo incapaz de gobernarse, que no supo, o no quiso sacrificar la política malsana de la santidad de la patria”. En esta contradicción, “Garras de Oro” pierde fuerza y prevalencia, pero no por esto resulta la menos interesante de las tres (aunque sí la menos diciente), gracias también a sus esfuerzos técnicos y formales.

Las tres ideas de lo que logra una nación son contrastantes y hasta cierta medida complementarias. La búsqueda de la verdad, la búsqueda de la dignidad y el patriotismo son todos ideales de una nación concebida de forma ideal. Pero la actualidad y la historia social y política de un país tan polarizado y fragmentado cómo es Colombia, dejan claro que ninguno de los tres puntos existe en la actualidad ni ha existido en el pasado. Las tres ideas se quedan en teoría, en lo que pudo haber sido, lo que debe ser, lo que algún día será: pero ilustran de forma adecuada a un lugar que no existe salvo por la delineación y el espacio. Se trata de un país puramente imaginario, donde la unidad y las esperanzas comunes se reducen a eventos públicos, palabras vacías y figuras salvadoras que vaticinan cambio, politizan, cantan y practican deportes. Son todos ellos falsos emblemas, miradas esquivas.


[1] López Díaz, Nazly Maryith en “Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada”, Instituto Distrital de Cultura y Turismo, 2006, Bogotá, Op. Cit. P. 19.

[2] Márcos González Pérez en la introducción a “Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada”, Op. Cit. P. 14.

[3] López en “Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada”, Op. Cit. P. 19.

[4] López en “Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada”, Op. Cit. P. 21.

[5] López en “Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada”, Op. Cit. P. 22.

[6] López en “Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada”, Op. Cit. P. 37.

[7] López en “Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada”, Op. Cit. P. 38.

[8] López en “Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada”, Op. Cit. P. 42.

[9] López en “Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada”, Op. Cit. P. 51.

[10] López en “Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada”, Op. Cit. P. 56.

[11] López en “Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada”, Op. Cit. P. 60.

[12] López en “Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada”, Op. Cit. P. 62.