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Orson Welles: The Trial (1962)

En el que aprendemos a perder.

It has been said that the logic of this story is the logic of a dream, of a nightmare.

Orson Welles

El panorama de la relación entre las telecomunicaciones y sus usuarios es desalentador y, francamente, predecible. Por el contrario, sería una sorpresa no estrellarse a diario con reportajes que detallan cómo las siglas se han entrometido en nuestra privacidad, llámense CIA, NSA, DGSE, PRISM o DAS. Los variopintos esquemas de espionaje disfrazados de programas de seguridad y prevención se salieron de control; por esto no se quiere señalar que los abominables sistemas se hayan independizado de sus creadores cual Jurassic Park sino que no supieron regular y contener a aquellos anarquistas computarizados que pudieran poner en peligro su constitución. Anonymous, Julian Assange y Edward Snowden son los anti-héroes de los principios de cualquier programa coercitivo: todavía hay pruebas fehacientes de algo conocido vulgarmente como voluntad. Estos mártires mediáticos revelaron las limitaciones operativas de gobiernos que aún deben reevaluar el silencio de sus sirenas democráticas. Acto seguido, estas hazañas se proliferarán hasta donde la ubre del oportunismo lo permita.

Entre todas estas ingenuas denuncias surge un acontecimiento que invita a la reflexión: las ventas de 1984, aquella terrorífica novela final de George Orwell escrita en 1948, se dispararon lo suficiente para acaparar la atención de una población poco sacudida por el amarillismo literario. Los canales especializados calculan que el incremento se sitúa entre el 5,000% y el 10,000%, aproximaciones lo suficientemente imprecisas para desatar todo tipo de acercamientos, malentendidos y, por qué no, celebraciones. Hasta el más fantoche de los pregoneros podrá afirmar que en las angustias de Orwell está el cerrojo del autoritarismo que nos controla sin fallar en el intento. La misma sociedad que presionó el botón de encendido de los realities (“Ahhh, con que Big Brother…”, podrán exclamar muchos) se tapa boca, orejas y oídos cuando entienden que siempre hubo una cámara tras de ellos. Después, si el silencio lo permite, se preguntarán en qué momento cada lengua recayó en su estado más transaccional y reduccionista. Y así, cada hombre se dará espaldarazos a sí mismo.

Aun así, no hay que ser negativos. Como mínimo se debe destacar en este gesto el intento de un sector de la población por hallar respuestas a nuestra lamentable y lamentada contemporaneidad, así no haya sido lo suficiente como para sobrepasar las pilatunas de Robert Langdon. Tal vez la mayor contribución de Orwell fue la popularización la noción de distopia, noción que cada hombre debe descubrir a su manera, tan así que no aparece en fragmento alguno de 1984 o de Animal Farm, sus obras más divulgadas. Su impacto indudablemente perdurará; para todo aquel que no haya leído la obra en cuestión en su totalidad, sobra mencionar que todos estamos destinados a adentrarnos en las excentricidades del Cuarto 101 porque amamos a nuestros líderes más que a nosotros mismos.

Me limitaré a señalar dos aspectos irrefutables sobre Franz Kafka, el escritor que se vino a mi cabeza cuando todo este contentillo mediático se desató y que por estos días también fue agraciado por su cumpleaños número 130: es un precursor de la develación[1] de la denominada era del caos y se adelantó a Orwell por varias décadas. Ambos escritores gozan de una privilegiada popularidad dentro de los escritores del siglo XX y afortunadamente sus tendencias literarias son compatibles, así sus técnicas no lo sean. La fluida prosa de Orwell permite que sus lectores se familiaricen con sus denuncias con naturalidad. Por el contrario, Kafka posee una aureola de dificultad y complejidad que le impide simpatizantes comprometidos. En efecto, esta fama no es gratuita pero tampoco implica que su acercamiento se deba esquivar[2].

Su última obra, El proceso (Der Prozeß), es un texto de monumentales pretensiones y de abominables revelaciones. Su trama es uno de los grandes tesoros de la humanidad: el burócrata Josef K. debe averiguar por qué fue iniciado un proceso en su contra y encontrar que nadie está autorizado para informarle; todos, por el contrario, deben torturarle y castigarle. A la manera del desgastado Winston Smith, Josef divagará en los laberintos de un universo que debe conspirar en contra de él para mantener su equilibrio. Sin embargo, estos recorridos le sugerirán al osado Josef que no hay adaptación viable, que entregarse al sistema político no es una opción y, sobre todo, que no hay fe que ilumine senderos. Desde el derrumbe de todas las utopías posibles entre el hombre y el estado, todos andan en busca de un polo a tierra. La sugerencia de Kafka es devastadora, incluso para nuestros días: no los hay, no es necesario agarrar puñados de tierra y creer que se apresan sombras.

La arista más problemática de esta narración es la indeleble cadena que ata al proceso con la culpa. ¿Es Josef responsable del juicio en su contra? ¿Puede que hayan condenas sin preámbulos? El proceso suplantó al Juicio Final para deleitarse con las imperfecciones del hombre. Es conocido aquel aforismo que se popularizó en The Usual Suspects: el mejor truco del diablo es pretender que no existe. Más allá de cualquier connotación religiosa (y de una cuestión judía tan fundamental para la obra de Kafka), Josef, al igual que todo aquel que se indigne por los monitoreos, debe satisfacer las necesidades del juez para que el juicio sea válido, así sea por oposición. Éstos son ejemplos de cómo el estado moderno venció y cómo logró que sus creadores se clavaran sus propias dagas al buscar sus propias justificaciones. Esto se ensancha desde los ámbitos más estériles –la insulsa noción de privacidad por la que estos cibernautas luchan, cuando la contradicción de sus exigencias es más que evidente- hasta los más ontológicos, como le ocurre a Josef. En el caso del pobre oficinista, es un imán de culpas que reconstruye una red de problemas para luego lavarse las manos con un taco de dinamita. Los espectadores conocen sus errores y sus pecados, pero también conocemos sus legítimas negaciones y sus falsas acusaciones. Nunca sabremos por qué fue condenado, pero sí sabemos que luchó por demostrar una inocencia por la que nadie preguntó.

La benevolente difusión (siempre y cuando conserve su coherencia) de los estatutos orwellianos ensanchan la multitud de recepciones y discusiones que pueden surgir a partir de la infinitud de la cáscara de nuez kafkiana. Este escrito es, ante todo, una invitación al acercamiento al libro y al deleite de la excelente adaptación del maestro Orson Welles. Quizás fue éste uno de los mejores lectores de Kafka y un artista que comprendió a la perfección lo que Jorge Luis Borges había afirmado un par de décadas antes: “El argumento, como el de todos los relatos de Kafka, es de una terrible simplicidad”[3]. La película es, en efecto, un cruel enfrentamiento con la simpleza de nuestra condena detrás de claustrofobizantes[4] juegos; la sutileza con la que todos los escenarios se transforman, con la que la baja altura de la entrada al departamento de Josef muta en un portón zarista sólo ahondan la brecha. Hacia el final, las acciones serán recreativas hasta que llegue el momento decidido para cobrar todo aquello por lo cual se le culpó a priori. Es el destino de aquel que conviva dentro del sistema y se rehúse a aceptar sus reglas de juego. Por eso vivimos rodeados de mártires mas no de hombres libres.

La galería de imágenes con la que inicia la película es apenas el abrebocas de esta derrota anunciada. Todo hombre posee la desabrida voluntad y el malsano deseo de buscar respuestas a preguntas que no debería formularse por su propia impotencia empírica. Josef, por más que lo intente, morirá como un villano que espera a un lado del camino a que la puerta de las revelaciones no le niegue el acceso.

Y recordar, siempre recordar que apenas nos enfrentamos a la primera barrera y al primero de los guardias…

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[1] La palabra “develación” no existe. Debería.

[2] La descripción del curso “Kafkaesque” sintetiza estos y otros sentimientos de desasosiego por ignorancia a la perfección.

[3] Borges, J. (2007), “The Trial, de Franz Kafka” en Obras completas IV, Bogotá D.C., Planeta.

[4] Hoy me di carta blanca para inventar palabras.

Richard Linklater: A Scanner Darkly (2006)

Hallo una enorme dificultad en asumir este honor, inicialmente ligado (aunque tácitamente) a uno de nuestros colegas; pero de todos modos, emprenderé la tarea.

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No vale mucho recordarle a nuestros estimados lectores la ausencia de satisfacción que sienten muchos autores (cuando tienen la desdicha de seguir vivos) al ver como sus obras adaptadas al celuloide pierden su sentido a mitad de camino, enredándose en vaguedades y propuestas formuláicas que transforman el material original en un divertimento de verano, o posiblemente algo peor.

Pero este artículo, aparentemente ponzoñoso en principio y que presuntamente atacaría el cinema como entretenimiento -y bueno, es que todos estamos metidos en esta noria del capital artístico- prudentemente se desviará hacia el elogio de las adaptaciones, naturalmente las buenas adaptaciones, no especificamente aquellas que trasliteren la tinta o los carácteres escritos por situaciones en pantalla, sino las que capturan el espíritu original de la obra escrita, a mi juicio personal. Hay escritores infortunados, alguna suerte de F. Scott Fitzgerald o Gabriel García Márquez que nunca vieron una obra suya llevada satisfactoriamente al celuloide, por diversas razones, aunque hubiesen querido desde siempre lo contrario; en el otro lado de la mesa tenemos a un hombre dichoso (y clinicamente enfermo) en vida, amado por sus fans y que, hasta donde le fue posible, estuvo de acuerdo con la visión de las imágenes que alguna vez fueron sus letras. Me refiero, sin lugar a dudas, a Philip K. Dick.

Seguro que las portadas de sus primeras ediciones tuvieron influencia sobre ese éxito.

Escritor sumamente prolífico, a pesar de los tormentos psicológicos a los que estuvo adscrito desde su juventud, PKD fue un hombre entregado a la divulgación filosófica a partir de la literatura, a través de un género usualmente considerado como vulgar y vano como lo es la Ciencia Ficción, y su enfoque hacia los problemas de las relaciones humanas con las instituciones, la memoria y la alienación fue notorio y recurrente a lo largo de su obra. Como todo individuo que haya sobrevivido a los años 60’s detrás de una máquina de escribir, Philip no fue ajeno a los influjos de las drogas, y su círculo cercano de amistades estuvo envuelto en el maremágnum que significó la divulgación del LSD como un método terapéutico en psicología y un entretenimiento más allá de lo mundano. Parte de la recolección de sus errores y enmiendas puede hallarse en estas dos cartas, que evidencian su preocupación posterior por las contingencias a las que un adicto debe enfrentarse en su universo solipsista y altamente alterado.

Eventualmente escribe A Scanner Darkly, a alturas de 1977 (en una época mucho más conservadora y franca frente a los alucinógenos, algunos observarán) y él mismo considera que es la novela más brillante que haya generado hasta el momento. Tras una dedicada participación en el polvorín que renueva el interés por la ciencia ficción como vehículo cinematográfico, Blade Runner (1982), Philip K. Dick cruza el Límite de la Realidad y su sabiduría entre los mortales aparentemente queda congelada para siempre; hasta que la mencionada obra de Ridley Scott se convierte en un clásico infaltable y el interés por PKD y su obra se torna repentinamente en una romería literaria, llevando consecuentemente a la adaptación de un número mayor de obras suyas, mediante auteurs de facturas muy diversas. Los resultados de estas obras serán motivo de discusión en artículos posteriores a la publicación de este.

Me limito por ahora, no obstante, a plantear una de las dificultades que presenta la realización de películas de Ciencia Ficción, y es el de las responsabilidades del departamento del Arte, en ocasiones con especial énfasis en los efectos especiales. ¿Cómo traer a la vida esos universos posibles y, en muchas ocasiones, distantes perceptualmente a nuestra cotidianidad, logrando con ello un mínimo de verosimilitud?

¡Con Scanners, por supuesto!

En el caso que nos atañe, tenemos a un director versátil y relativamente desconocido que, a través de la magia de la rotoscopia (porque todo en la rotoscopia es magia, no nos engañemos), nos trajo una pieza que es simultáneamente una aventurada empresa en términos de animación y una delicadeza de cóctel, elemento casi que infaltable para impresionar chicas en algún bar alternativa con toda la cantidad de trivia que ofrece. Sí, me refiero a Waking Life (2001) y a su artífice, Richard Linklater. Cinco años después de trabajar con la Fox Searchlight se cubre bajo el ámparo de la Warner Independent Pictures, y ensambla -con un elegantísimo reparto- la película de la que he estado intentando hablar, hasta ahora sin mucho éxito.

A Scanner Darkly es un relato inscrito en un futuro phildickiano, que podría ser hoy mismo o dentro de un par de meses, en el cual un estado de California como cualquier otro ha perdido la guerra contra las drogas, en especial frente a la “Substancia D”, una cápsula altamente adictiva y con efectos no del todo deseables. Robert Arctor (un Keanu Reeves muy emotivo, por paradójico que pueda sonar), apenas entrado en los 30, convive en una casa de suburbio con una liga de inadaptados sociales, entre los que se cuentan James Barris, charlatán (Robert Downey Jr. rejuvenecido en extremo), Ernie Luckman, holgazán (Woody Harrelson) y ocasionalmente Donna Hawthorne, la chica (Winona Ryder, siempre bella) y Charles Freck (Rory Cochrane)… Un personaje algo difícil de describir, pero es quien en última instancia habla con más fidelidad acerca del estado de cuentas de estos sujetos. La casa es un refugio cultural para ellos, y a su vez refleja todas las impresiones de aquello que pudo ser, como el hábitat de una familia, pero que ha sido transformada gracias a la mentalidad de sus variopintos ocupantes. Ah, y las drogas.

“Drippy little things”

El inconveniente es introducido a través del mismo Bob Arctor, quien resulta ser también “Fred”, un agente encubierto al servicio de la policía y cuya misión, como es de esperarse, consiste en desmantelar lo que se sospecha que es una enorme red de narcotráfico, de los que aquellos confundidos seres probablemente hacen parte. Bob debe dividir su vida en partes más o menos iguales, dedicando tiempo a su ‘vida real’ con los compadres, así como invirtiendo esfuerzos y paciencia en descubrir más acerca de la fabulosa red de narcotráfico y la identidad real de las personas con las que se encuentra, siendo el término persona el más adecuado con creces para esta situación, empleado de manera clásica.

La transición entre identidades se nos presenta de una manera que probablemente el mismísimo Dick imaginó como tal en su visionado de la novela, y la ejecución roba el aliento: se trata del “Scramble Suit“, un McGuffin textil que permite al portador pasar desapercibido gracias a que, en la práctica, hace todo lo contrario, convirtiendo al portador en una masa de rostros y aparejos fluctuantes y dotándolo de un timbre y tono de voz neutros, con tecnología que se podría deducir como de vocoder. ¿Cómo funciona esto? Me ahorraré mil palabras más, con una imagen (un .gif, para ser más precisos).

Háganse una idea.

Y es a partir de esta división de personalidades que Bob empieza a perder la confianza en el trabajo de “Fred” y viceversa, mientras que las intenciones de los inquilinos parecen enrevesarse más y más de lo que nos ofrece el diálogo, escrito con fluidez y tino para los ritmos cambiantes del argumento. No es para menos, y excusarán la notoria aliteración, si la fuente proviene de un escritor muy bien versado en escribir diálogos, y quien adapta es un director cuyas películas más importantes han sido sobre gente que dialoga. Básico. No es un Public Service Announcement de hora y media de duración, y de hecho, la película no está dirigida a una población muy joven, dada la suma complejidad del tema tratado (aparte de las drogas). La sensación de salir y entrar constantemente en el laberinto gelatinoso e inseguro de una conspiración política y social se halla siempre presente, climatizándose a medida que la película fluye con facilidad a través de tan poco tiempo; hasta el punto en el que quisieramos ver algo más de metraje, sólo para despejar la gran cantidad de dudas que nos quedan tras el visionado de este vidrio oscuro, con una banda sonora cortesía de Thom Yorke:

“What does a scanner see? Into the head? Down into the hear? Does it see into me, into us? Clearly or darkly? I hope it sees clearly, because I can’t any longer see into myself.”

Y es este monólogo que, a final de cuentas, nos intitula informalmente como scanners, como aquellos que ven la realidad del descenso de Bob Arctor y de muchos otros anónimos caídos, apenas parpadeando ante los sucesos fantásticos que se desenvuelven frente a nuestros ojos. Por si sirve de referencia, Steven Soderbergh es productor ejecutivo.

Aunque no se le refiere a menudo como una película de Ciencia Ficción obligada, creo firmemente en que debería entrar en el canon del nuevo milenio, con preocupaciones y dilemas que, a pesar de tener sus bases en un escrito de hace 40 años, son afortunadamente el producto de un hombre muy adelantado a su tiempo, por cualquiera que sea la razón a la que se le atribuye eso. Linklater, por otro lado, conserva su imagen de cineasta independiente, seguro preparando algo de gran factura para los tiempos venideros.

“Don’t do drugs”

Como nota final, es posible ver esta película en streaming a través de HBO MAX y YouTube (Nota ed: Nov. 2022), para quienes quieran disfrutar del visionado íntegro de la obra. Quedan advertidos.

Michael Radford: 1984

“Cuidado, el suelo está hecho un charco”

El día de hoy quiero apuntarle a una película relativamente antigua, que posiblemente se tomó a sí misma con mucha seriedad, y de la cual yo vine a enterarme un poco después de salida V for Vendetta (2006). Seguramente la mayoría de ustedes ya habrá leído o tendrá noticia de una célebre novela distópica que lleva por nombre 1984. Confíamos en que sí, sanos lectores, tengan noticia previa de la famosa obra del ensayista y periodista británico George Orwell, en la que se nos muestra una sociedad corroída por el totalitarismo político e intelectual, durante la época epónima de la obra, y cuya travesía por tópicos como la libertad de prensa, el amor, la memoria y la verdad nos lleva a un final desgarrador.

Con este pequeño prólogo puedo empezar a hablar acerca de la película que nos atañe. Previa a su concepción, ya en 1956 la BBC había desarrollado una adaptación de la novela, dirigida por Michael Anderson (autor del clásico de culto Logan’s Run en 1976) y con un reparto exitoso de la época, contando al vaquero Edmond O’Brien, Jan Sterling y a Donald Pleasence (¿Dónde lo hemos visto ya?). Es difícil saber qué podría salir mal, pero lo cierto es que los resultados no agradaron mucho a la casta Orwell, dada la concepción futurista del material, rayando en la ciencia ficción. La película es un clásico oculto, pero habían muchas cosas en ella (como cambiar el nombre del antagonista, de O’Brien a O’Connor) que sencillamente no dieron el golpe.

Les hacía falta una treintena de años y un par de revoluciones de género.

Tras varios años de espera y flagrantes litigios legales, un osado documentalista británico con muy poco trabajo tras sus espaldas decidió abordar el proyecto adquirido hacía unos años, tras la muerte de la mujer de Orwell. Siguiendo al pie de la letra las indicaciones dejadas por ésta tras ceder los derechos, Michael Radford se abstuvo de efectos especiales, alusiones futuristas o incluso manejar situaciones referentes a los 80’s, los verdaderos y ciertamente desinhibidos 80’s que se vivían por fuera del set. Los papeles protagónicos de Winston Smith (John Hurt), Julia (Suzanna Hamilton) y el descarnado O’Brien (Richard Burton) parecen aptos, a simple vista. Dentro del recinto de la producción, incluso las fechas anotadas en el diario de Winston eran guías precisas para el cronograma de producción. ¿He dicho ya en que año se filmó y se intentó distribuir la película? 1984, sí señores.

No soy enemigo de la fidelidad en las adaptaciones, e incluso se me puede alegar la notoria encrucijada en la que me encuentro actualmente… No, no tiene nada que ver con Suzanna Hamilton y sus diversas apariciones sans overall, sino a uno de los directores cuya obra aprecio enormemente, si no lo adivinan aún, Erich von Stroheim. Pues bien, hay diversos puntos que le han sido criticados a la producción, en primer lugar, por haberse tomado la molestia de filmar en fechas tan puntuales, debido a que como todos lo sabían (y alguien con dos dedos de frente lo habría asumido desde antes) los eventos y situaciones descritas en la novela no se cumplirían. 1984 fue escrito como una suerte de ‘cuento cautelar’ para prevenir a las sociedades futuras de los peligros que habían alcanzado a germinar en el período de entreguerras, y que en sociedades como la Rusia estalinista seguirían dándose; no se trataba, bajo ninguna circunstancia, de una premonición.

“La cama, la ventana… Da igual, las leyes de la perspectiva también fueron abolidas.”

Otro de los puntos que se citan para criticar la postura de la película frente al libro es su manifestación visual. Algo que cautiva enormemente, sin importar lo que se piense frente a la labor de adaptación, es la cohesiva dirección de arte que prima a lo largo de la película, y tal vez un poco excedida la atmósfera en cuanto a la escasa iluminación (como pueden ver a través de las capturas de pantalla) pero curiosamente, lo relacionado con las torturas y el sexo también van de la mano con esta visión sórdida y ensopada de la vida en la Oceanía orwelliana. El contacto carnal entre Winston y Julia es tan pobre dramática como visualmente, con ángulos de cámara desatinados, una música horriblemente inapropiada (de la que hablaré pronto) y un desempeño lánguido, como dos personas que hace mucho tiempo (o tal vez nunca) han tenido sexo, aunque Winston nos demuestra lo contrario, e incluso Julia, trabajando para la sección del gobierno que realiza y distribuye material pornográfico, con el fin de mantener el torpor en el proletariado, es pésima en el acto. Qué terrible es 1984 en materia a comercio sexual. ¿Es acaso intencional esta aproximación visual al relato, en la que nos ponen del lado del régimen y sentimos desagrado cuando dos seres humanos intentan amarse? De la mano con la mencionada “estética”, las numerosas torturas a las que son sujetos los desertores del régimen del Gran Hermano son de carácter ‘retro’, con un tufillo a la mítica Inquisición española que impacta a la media de los espectadores.

Los temas musicales compuestos por el británico Dominic Muldowney fueron pensados originalmente para acompañar el inquietante sosiego que genera la Plaza de la Victoria y las calles en ruinas de Oceanía, lo que es un detalle de agradeceder; lamentablemente, Virgin Films, con el archimagnate y excéntrico Richard Branson a la cabeza, decidieron darle un toque auténticamente 1984 a una película ‘deseosa de atraer a las masas’, añadiéndole pistas de Eurythmics, luego de que David Bowie (fan de la novela) exigiera cantidades obscenas de dinero. Hay que imaginar si los sobregiros/ralentizaciones de la cámara fueron también hechos en postproducción, para empatar con el larguísimo videoclip en el que la obra eventualmente se convertiría.

“♫ I wanna use you and abuse you, I wanna know what’s inside you ♪”

La carrera de un compositor posteriormente atada a los telefilmes, una lectura muy personal de una novela convertida en una película olvidab… ¿Qué? Un momento. Debo decir que la película fue nominada para los premios BAFTA por su magistral diseño de producción y dirección de arte, pero fue retirada de concurso por el mismo Radford, perturbado por el hecho de saber que 1984 se había convertido en una película producida en 1984. Aún así, ganó premios a mejor director y actor en diversos festivales como Fantasporto, Valladolid, Estambul y otro par.

El cuerpo de la obra pronto cae al suelo, otro competidor corre con ahínco y un año después se lleva el título de la quintaesencial y más memorable adaptación de la advertencia orwelliana. Pista: es una canción del brasileño Ary Barroso.

Una serie de decisiones erróneas en las últimas etapas de producción llevaron a que, eventualmente, esta sea una película condenada al olvido, de no ser rescatada por fans de la novela como tal, hombres obsesionados con directores que adaptan obras al pie de la letra y los lectores de dichos hombres. Mi intención original era dispararle a esta obra e invocar un innecesario escarnio público ante una producción risible; pero unos momentos frente al teclado y a la película como tal me han hecho cambiar de parecer, e incluso tomarle un poco de respeto al resultado final. Sólo un poco.