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Rodman Flender: Idle Hands (1999) – Anticapitalismo gore

“As usual, marijuana saves an otherwise disastrous day.”

Pnub

Hay tantos tipos de huérfanos, que algunos hasta tienen papás. Lo importante del asunto es tener un espacio vacío en donde debería existir una figura que ponga reglas arquetípicamente paternas.

¿Y acaso la política no es un masivo “Papito ahora tiene otra familia, pero no creas que no te quiere; es más, de vez en cuando va a darte un día sin IVA, una salida a Salitre Mágico o charlas sobre la posibilidad de acabar con el ICETEX”?

Si uno vive en una sociedad de clase media-alta en el país más poderoso del mundo; la ausencia se traduce en narrativas sobre stoners, películas de jóvenes drogados haciendo estupideces bajo el influjo de una o más sustancias, intentando llamar la atención de un padre político ausente: la promesa de tener algún camino en la vida más allá de un intensísimo presente. Algo así como la versión cómica de la filmografía temprana de Víctor Gaviria con SUM 41 de fondo. En Latinoamérica, por la falta de oportunidades, el abandono se vuelve rebelión, pero en Estados Unidos se vuelve pasividad bajo el peso de las comodidades.

En este espacio vacío pre-Y2K, nace Idle Hands (1999) de Rodman Flender[1], una comedia stoner sobre Anton Tobias (Devon Sawa[2]), un vago que, termina con su mano derecha poseída por un espíritu no especificado que comete homicidios bastante ingeniosos. Por eso, Anton debe, con su grupo de amigos no-muertos, detener a su mano tanto cuando es parte de él, como después de cortarla[3]. Esta narrativa bebe de varias tradiciones:

  1. La de vagos, derivada de Slackers (1990), sobre las aventuras y charlas sin conexión de un grupo de personas al margen de la sociedad. Esta fue una de las mayores influencias de la stoner comedy.
  2.  Porky’s (1981), en la que la comedia se da por chistes sexuales y de mal gusto que, cuando se codifican en la narrativa de horror de los años noventa, se vuelven gore extremo y entretenido.
  3. Las películas de terror en donde un grupo de adolescentes debe adquirir agencia sobre su situación de peligro. Ellos se encuentran al margen del mundo de los adultos, que no los ayudan. Ese es el caso de Nightmare on Elm Street (1984), que nutrió narrativas televisivas similares, como Buffy The Vampire Slayer (1997-2003)[4], en donde la presencia de los adultos y las figuras paternas son difusas o completamente ausentes.

Vamos a hablar del comienzo de la Mano. En la película no se dice muy bien cómo funciona la burocracia sobrenatural del asunto, ni el nombre del espíritu. Sin embargo, Debi LeCure (Vivica A. Fox), da un panorama general: “I come from a long line of druidic priestesses sworn to fight a certain evil force that possesses the laziest fuck up it can find. It will kill as many people as possible, and then drag a free soul into the Netherworld”.

Este ser parasitario debe conectarse a una persona que no haga nada, alguien considerado socialmente[5] vago. En El manifiesto comunista, Marx y Engels piensan en la idea de la pereza, ya que muchos de sus detractores aseguraban que la abolición de la propiedad privada iba a llevar a la pasividad absoluta y al final del trabajo. Pero ellos señalan que el sistema capitalista ya tiene arraigada una fuerte pereza, ya que los que trabajan no adquieren nada, mientras que los que adquieren son los que no trabajan, perpetuando la inactividad en la sociedad burguesa (2004). Así, hay dos maneras de pensar en el vago dentro del capitalismo: por una parte, como un fruto de la burguesía, donde se vuelve un ser inmóvil por la acumulación de ganancias. Por otro lado, si está del lado del proletario, se trata de una falla por pasividad en el sistema.

Así que, bajo la cobija de la clase media-alta norteamericana, Anton Tobias es un hijo de la burguesía. En su caso, el concepto de vagancia es el exceso paralizante: una continua satisfacción de su deseo por medio de la adquisición de beneficios económicos, sociales y familiares. En este caso, el slacker es un comentarista de la sociedad desde una posición de privilegio.

En Análisis del carácter, Wilhem Reich muestra que la configuración del yo es “la parte de la personalidad expuesta al mundo exterior, es donde tiene lugar la formación del carácter; se trata de un amortiguador en la lucha entre el ello y el mundo exterior” (2005). Por su parte, Anton se configura por medio de partes muy diferentes: su ello (el organismo narcisista-libidinal), compuesto por una serie de necesidades primitivas, el Mundo externo, que es el culpable de la complacencia burguesa pero que, al mismo tiempo lo juzga por esa vagancia. El sistema del capital le da tranquilidad a Anton por medio de un flujo constante de beneficios económicos, cantidades inmensas de marihuana, amor familiar y una especie de manifest destiny[6] sobre el territorio y el futuro. Pero, ese orden externo también plantea una moralidad, que “es un cuerpo extraño tomado del amenazante y prohibido mundo exterior” (Reich, 2005). El Capitalismo juzga a Anton por esa serie de beneficios, pero no lo hace de maneras prácticas, sino para darle un ejemplo al proletariado, como un no-deber-ser, una falla en el sistema si se da en los trabajadores. Por eso es un objeto de burla constante, no solo por parte de los otros personajes de la película, sino también de los espectadores. Es el Capitalismo riéndose de sí mismo para amaestrar al proletariado.

Según Reich, esta amenaza-conversación entre el Ello y el Mundo exterior genera una coraza que protege al sujeto, aunque está configurada por elementos del eso externo. Las relaciones entre el afuera-adentro van a generar modos de hablar, de moverse, de interactuar. Ese el carácter, la coraza caracterológica, nacida a través de la represión y contención de las demandas del instinto en el Ello por medio de los límites y la moral establecida por el Mundo exterior (Reich, 2005).

Debi LeCure dice que el espíritu que posee la mano de Anton, es más o menos indeterminado: “Certain evil force”. Podemos pensar que este nivel de ambigüedad está dado porque Terri Hughes and Ron Milbauer, los escritores de la película, no estaban particularmente interesados en generar una estructura y genealogía del mal en la película, tal vez estaban más enfocados en la comedia y el gore. Posiblemente es así.

Sin embargo, esa falta de una definición del parásito espiritual posesor, independientemente de las razones por que haya sido así en el proceso de producción de la película, le da una serie de cualidades relacionadas con una definición más posmoderna y aceleracionista del horror. Freddy Krueger (por citar manos famosas) o Jason Vorhees son individuos en cuanto tienen caracterizaciones propias, historias definidas, modos de actuar y cierta empatía por parte del espectador. En la otra esquina, tenemos un horror completamente abstraído, en forma de enjambres o proliferaciones de objetos que no exhiben otra agencia que su propagación (Sanchiz, 2019). El espíritu que posee manos no tiene un nombre y sólo tiene agencia cuando se une a un ser vivo; en ese punto, se trata de un horror abstraído, pero con una potencialidad de existir en otra forma que le permita un nivel de interacción con el mundo real por medio del asesinato.

La Mano tiene dos manifestaciones, primero, está unida a Anton, quién sufre un horror corporal: la pérdida de agencia sobre el propio cuerpo. En una gran muestra de actuación física por parte de Sawa, su personaje mata a Mick y Pnub (Seth Green y Elden Henson), sus dos mejores amigos, con movimientos que, según vemos, hubieran sido casi imposibles sin la posesión. La mano no sólo logra agencia propia, sino que acelera sus posibilidades y las de su huésped por medios sobrenaturales. Esta amalgama parasitaria ayuda a Anton a entrar en una relación con Molly (Jessica Alba). Esta primera manifestación de la mano es una ruptura del circuito establecido por la coraza caracterológica, ya que altera la barrera; hace que los deseos y necesidades primordiales del Ello (la lujuria y la violencia) choquen contra el mundo exterior. Es un proceso liberador del sujeto ante el sistema capitalista que estableció su carácter y moral. Esta alteración también es simbólica; ya que el cuerpo como como una unidad funcional es parte del sistema de generación de ganancia, pero el cuerpo alterado no forma parte del mecanismo. La medicina en el Capitalismo está enfocada en el avance, que cada trabajador pueda mantener su estado físico, de fuerza y mental para poder producir día a día en un ciclo continuo (Marx, 2017). Un cuerpo que funciona de manera divergente (en este caso con Anton sin control de su mano), o que está mutilado (después de la mutilación), es una ruptura del sistema hegemónico: anticapitalismo gore.

En la visión capitalista del cuerpo, las manos son un apoyo para los modos de comunicación verbal establecidos; cuando expresan un lenguaje propio mediante expresividad y señas, están usando los medios de una disidencia anatómica y de salud. El horror capitalista no está al ver un cuerpo muerto en sí, ni en un cuerpo alterado físicamente, sino al considerar que se trata de parte de un mecanismo generador que ya no funciona de un modo determinado hegemónicamente, sino que ahora tiene un funcionamiento que no se entiende respecto a la producción. Es, en palabras de Mark Fisher sobre lo eerie (popularmente traducido como espeluznante): lo que plantea preguntas metafísicas sobre por qué hay algo que no debe estar, o por qué no hay algo que debe estar. Y se refiere directamente a la mutilación o a órganos sin funcionamiento, como los ojos de los muertos o los de un amnésico (Fisher, 2017). Sin embargo, lo eerie apunta más hacia la incomodidad que genera una zona; por su parte, la mano no está en la pasividad de un pueblo vacío como al comienzo de Resident Evil 4, sino en movimiento de violencia, en un funcionamiento no-propio de un pueblo abandonado, como en el resto de Resident Evil 4. Ahí es donde Idle Hands se mueve más hacia el territorio de lo weird (lo raro, en una traducción más afortunada), cuando se habla de que los concepto y marcos de referencia que solíamos emplear, ahora son obsoletos (Fisher, 2017). Es el nuevo uso de objetos antiguos o la construcción de nuevos sistemas lo que genera la sensación de algo que no pertenece y de ahí nace el horror.

Al comienzo de la película, la mamá de Antón ve un mensaje grabado en letras fluorescentes en el techo “I’M UNDER THE BED”; una mutación simbólica del uso tradicional del lenguaje escrito, ya que el órgano fuera del sistema lo usa para generar amenaza. También cabe resaltar que la función de la mano no es alterada de un modo eléctro-cibernético, como parte de una singularidad cyberpunk donde el lenguaje de la amputación y los nuevos órganos hablan de una aceleración de la tecnología capitalista, sino que la alteración se da desde una visión sobrenatural ritual, como un modo alterno de modificación del cuerpo y de ruptura de la unidad capitalista.  

Así, Idle Hands es una película nacida de la orfandad política; un grupo de adolescentes sin supervisión (por razones sociales y por asesinatos) alteran el orden de lo capitalista que los tenía en un loop de complacencia. La alteración corpo-sobrenatural rompe el circuito establecido por la coraza caracterológica y libera necesidades primarias, lo que resulta en una serie de actos de violencia. La mano de Anton, prolifera por medio de las mutilaciones y asesinatos, generando corporalidades divergentes, erradicaciones por plazos del sistema. La revolución pre Y2K se logra por medio del gore, cameos de Blink-182 y música de The Offspring.

BIBLIOGRAFÍA

  • Marx, Karl & Engels, Friederich. (2011). El manifiesto comunista. Alianza Editorial.
  • Reich, Wilhem. (2005). Análisis del carácter. Ediciones Paidós.
  • Marx, Karl. (2015 [1887]) Capital, vol. 1. Siglo XXI.
  • Fisher, Mark. (2017). The Weird and the Eerie. Repeater.

[1] Director, también, de Leprechaun 2, hermosa película de la que soy un fuerte defensor. Aunque no llega al nivel de maestría camp de la 3, es una película que traduce a los 90 algunas partes del humor incómodo de Porky’s, codificado con algunas escenas sólidas de gore.

[2] Actor que estaba armando una gran filmografía, especialmente de horror a finales de milenio, hasta desaparecer por un tiempo. Fue el protagonista de Final Destination (2000) y “Stan”(2000), el video de Eminem. Hace poco regresó con varios papeles en Chucky (2021-).

[3] Mano interpretada por Christopher Hart; quien también fue Dedos, la mano cortada de The Addams Family (1991), Addams Family Values (1993), y Addams Family Reunion (1998). Además, también interpretó a las manos de un cirujano asesino que podía desmembrarse a voluntad en el capítulo “I Fall To Pieces” de Angel (1999-2004), spin-off de Buffy The Vampire Slayer.

[4] Idle Hands y Buffy the Vampire Slayer también comparten a Seth Green.

[5] Tomo acá un concepto general de pereza bajo el consenso social neoliberal.

[6] La idea culturalmente arraigada en el siglo XIX de que, sin duda alguna, los conquistadores estaban destinados a expandirse por Norteamérica, que consideraban como propia.

Trey Parker: South Park – Bigger, Longer & Uncut (1999)

“Oh, I’m sorry, I thought this was America!”

Randy Marsh

El 16 de diciembre de 1773 una multitud de colonos enojados abordó los barcos pertenecientes al East India Company, la explotadora empresa inglesa encargada del comercio en el sudeste asiático y la India, que estaban anclados en el puerto de Boston, MA. Pronto, la turba enardecida empezó a botar cajas de té al Océano Atlántico como forma de protesta ante los impuestos recientemente implementados por el gobierno británico a los locales. Dicho evento nos puede parecer en retrospectiva algo absurdo; después de todo, ¿que tanto importa que unas cuantas y sobrevaloradas hojas aromáticas se hundan en la oscura y gélida bahía de Massachusetts? No obstante, estas rupturas históricas de los poderes dominantes, catalizadas en un único momento, nos resultan memorables por su simpleza y efectividad. Que el té sea basura como bebida (salvo cuando inoculado con deliciosos y edulcorados químicos) es solo un añadido a lo que el Boston Tea Party en realidad significa hoy día: camuflado entre todo el misticismo y la idolatría que el pasado lejano nos permite imaginar, se trata del evento fundacional de la Revolución Americana, y por ende, de la cultura, las contradicciones, las especificidades y la locura intensa que tiñe aquel país conocido como los Estados Unidos de América, the U.S. of A., el Nuevo Mundo, las Estrellas y las Franjas, la Tierra de los Libres, el Tío Sam y el Hermano Jonathan, y, por supuesto, el Gran Satán.

El Gran Satán es sin lugar a dudas una de las culturas más fascinantes de la historia, beneficiada no solo por una vastedad, variedad y riqueza territorial insondable, sino también por pertenecer a una era histórica atravesada por un avance tecnológico e industrial que reafirma su hegemonía indiscutible. Sus cimientos legales, como los de cualquier civilización humana, son profundamente extraños y cuestionables, e incluyen entre otras cosas la libertad de expresión, culto y pensamiento (a menos que uno fuese negro, mujer u homosexual en 1776, o afroamericano o canino en el 2019) y el derecho a portar armas, incluyendo ametralladoras y rifles de asalto. Es en el espacio entre ambas enmiendas, la Primera y Segunda[1], en el cual ha proliferado todo tipo de comportamiento y labor atribuible a la mente moderna: obras de arte y literatura conmovedoras y transformadoras, asesinos en serie por montones, movimientos políticos tanto dementes[2] como dominantes, plataformas tecnológicas de comunicación imparables, bombas atómicas y armas y gases de destrucción masiva, automóviles enormes y voraces, deportes organizados y monetizados por ligas y protocolos y sindicatos, y programas animados de televisión subversivos y extraordinarios.

Uno de estos programas es South Park, el proyecto de pasión de los nativos de Colorado Trey Parker y Matt Stone, dos almas gemelas perdidas y cáusticas que se conocieron por vez primera en la Universidad de Colorado en Boulder, donde ambos empatizaron rápidamente gracias a su humor pueril y su afecto por las voces ridículas. Su afinidad cómica y creativa los llevó a colaborar en varios cortometrajes juntos (incluyendo The Spirit Of Christmas –también conocido como Jesus vs. Frosty– en 1992, la primera instancia del universo que eventualmente se transformaría en SP) y a coprotagonizar el primer largometraje de Parker, un musical de bajísimo presupuesto inspirado en la vida del buscador de oro Alfred “Alferd” Packer llamado Cannibal! The Musical (1993). Poco tiempo después, los dos jóvenes emularon el ejemplo de Alferd (salvo por las incidencias de antropofagia) y tomaron rumbo hacia las soleadas tierras californianas con hambre de riquezas y prospectos laborales.

Tras sufrir varios fracasos monetarios, entre ellos un piloto no producido para Fox Kids llamado Time Warped y un segundo largometraje sobre un misionero mormón/estrella porno llamado Orgazmo[3] (1997, estampado con el beso de la muerte de la MPAA, el temible NC-17), el dúo sobrevivió a partir de trabajos menores y encargos de pesos pesados de Hollywood que admiraban su particular irreverencia y humor; entre ellos se encontraban Scott Rudin, Pam Brady, David Zucker y Brian Graden. Este último, un ejecutivo de Fox deseoso de una tarjeta navideña original, fue quien les comisionó The Spirit Of Christmas –también conocida como Jesus vs. Santa, 1995– una especie de secuela espiritual/remake de la animación hecha unos años antes. Graden envío varias copias del VHS a distintos lugares de Los Ángeles[4], regando la voz respecto a la profana animación hasta llegar eventualmente a Doug Herzog, un ejecutivo de Comedy Central que contactó a Parker y a Stone para encargarles un piloto televisivo por la módica suma de 300,000 dólares.

Luego de tres meses de arduo trabajo de stop motion, la pareja presentó el primer capítulo de South Park el 13 de agosto de 1997, “Cartman Gets an Anal Probe”[5], y las reacciones no se hicieron esperar: “inmaduro, asqueroso y nada gracioso” (Hal Boedeker del Orlando Sentinel); “vil, grosero, enfermo, infantil y mezquino” (Tim Goodman, The San Francisco Examiner); “realmente peligroso para la democracia” (Peggy Charren, fundadora del Action for Children’s Television). Pero ninguna de estas virulentas críticas afectó el éxito masivo de la serie, que promedió entre dos y cinco millones de espectadores en su primera temporada, y escaló de allí en adelante, convirtiéndose en el eventual objeto de adoración de la crítica especializada y de la audiencia, además posicionando a Comedy Central como uno de los canales de cable más populares e innovadores de su época[6].

Tanto en sus orígenes como en su esencia, South Park sólo podría existir en un país tan obscenamente rico y profundamente trastornado como los Estados Unidos. El programa continúa una saludable y envidiable tradición de sátira que se remonta a la misma guerra de secesión, tiempo durante el cual era común encontrar caricaturas políticas que retrataban al Rey Jorge de Inglaterra como un bufón sin control sobre sus súbditos. Algunos de los escritores más reverenciados de Norteamérica eran especialistas en sátira, tal como Mark Twain y Ambrose Bierce, y estos a su vez retomaban un estilo y un lenguaje literario que llevaba siglos en desarrollo y que incluía en sus predecesores a Jonathan Swift y Lawrence Sterne. Estos magistrales prosistas exponen en sus obras cómo una gran sátira solo puede existir en un espacio y tiempo que pida a gritos ser apaleado, y los Estados Unidos de América es exactamente el lugar idóneo para poner en marcha una brutal y despiadada comedia negra que desinfle su airada mitología y su jingoísmo exacerbado, cuestione sus imposibles valores tradicionalistas y su hipócrita cultura de la corrección política, y subraye su disfunción extrema y su nociva e interminable polarización. “Lo que decimos con el show no es nada nuevo, pero creo que es importante decirlo. La gente que grita en este lado y la gente que grita en el otro es la misma, y está bien estar en algún punto del medio, riéndose de ambos”: es mediante esta máxima, dicha por Trey Parker al ahora desgraciado Charlie Rose en una mítica entrevista, que él y Stone han mantenido su sátira vigente, hilarante y perturbadora por más de 20 años.

Varios factores auxilian esta causa y la hacen funcional y sostenible. Primero, su punkero[7] formato de producción: semana a semana, Parker, Stone y sus colaboradores forjan de ceros cada episodio (desde la idea original hasta la animación y el doblaje[8]) en un proceso creativo que es virtualmente idéntico desde sus inicios. Este singular método de trabajo, inicialmente dado por necesidad, inyecta un aire de inmediatez y desespero a la serie que además le permite comentar momentos históricos que están ocurriendo en simultáneo con la producción. Segundo, sentido del humor: asentada alrededor de un estilo humorístico casi siempre vulgar y excesivamente negro, en ocasiones abiertamente cruel y revanchista, South Park se caracteriza por provocar carcajadas casi involuntarias, respuestas impulsivas que responden al choque de un acto súbito e impensable y se prolongan por las reacciones absurdas de quienes lo presencian. Tercero, destreza narrativa: Parker y Stone han trabajado y perfeccionado durante gran parte de sus vidas la habilidad de contar una historia y construir un universo diegético cohesivo y coherente. Su dominio de dicha destreza ha permitido que los horizontes de la serie se expandan hacia distintas estéticas visuales[9] y aproximaciones narrativas[10].

Ahora, una crucial distinción separa a South Park de la gran mayoría de las comedias gringas (incluida su más grande influencia, la seminal The Simpsons): el hijo pródigo de Parker y Stone está motivado por la búsqueda de un legado profesional y/o artístico, más que por un sustento económico. Para sus creadores, su reputación pende de un hilo único –aquel del siguiente episodio por hacer– y aunque algunos de los eslabones son más débiles que otros, todos están encadenados por la voz elocuente de sus artífices. Éste es un verdadero show de autor, en el cual las perspectivas de quienes lo escriben subyacen las historias contadas, frecuentemente inoculándolas con mensajes subversivos que se alinean con sus políticas libertarias y subversivas: desconfianza radical de las instituciones privadas y públicas, cuestionamiento del orden social y del sueño americano, profundo desagrado por la fama y por las celebridades que insisten en comunicar su opinión como informada[11]. Para bien o para mal, éste siempre será el show de Trey Parker y Matt Stone, y las revisiones y retrospectivas de su trabajo siempre proyectarán una imagen de lo que ocurría en su país natal en un momento dado, gracias a Dios contaminada por la visión de sus autores.

Es por esto que a través de su historia el programa ha buscado constantemente formas de reinventarse y de experimentar con la forma y el contenido. Aunque no siempre resulten efectivas, son vitales para continuar la circulación sanguínea de un mundo que hace mucho tomó vida propia. Este amplio rango de posibilidades y resultados no solo habla de la ambición creativa de dos individuos que no desean aburrirse ni repetirse, sino también predice su incursión en otros medios, entre ellos siete videojuegos distintos (dos de los cuales fueron escritos por Parker y Stone), tres CDs de música original, una máquina de pinball[12] y, por supuesto, un largometraje para la pantalla grande.

Estrenada en el verano de 1999, entre el fin de la segunda temporada y el estreno de la tercera, South Park: Bigger, Longer & Uncut sigue a los habituales protagonistas Stan Marsh, Kyle Broflovski, Eric Cartman y Kenny McCormick, cuatro niños de ocho años que viven junto a sus familias en el irracional y volátil pueblo de South Park, Colorado. En esta precisa aventura, el profano cuarteto está terriblemente ansioso por asistir al estreno del primer filme de sus ídolos televisivos, Terrance y Philip, dos escuálidos canadienses cuya entera premisa humorística está construida alrededor de pedorrearse y decir la mayor cantidad de obscenidades posibles. Ver a sus héroes vociferar insultos en la gran pantalla resulta una experiencia transformadora para los muchachos, y pronto sus bocas riegan la blasfema voz al resto de los estudiantes del South Park Elementary.

Estos aparentemente inofensivos hechos eventualmente suscitan una crisis espiritual en el país, que es de inmediato correspondida por los señalamientos, la gritería y el hambre de linchamiento de las figuras de autoridad (¿suena familiar?). La (habitual) muerte de Kenny lleva la retórica inflamatoria a su punto más álgido y es así como los EEUU, liderados por la avasalladora personalidad de Sheila Broflovski, declaran la guerra a Canadá, implantan chips de electrochoque en la cabeza de los niños más vulgares y pavimentan el camino para un reinado de maldad encabezado por Satanás y su abusivo amante homosexual Saddam Hussein.

BL&U es un ejemplar bastante excéntrico de las posibilidades expansivas de una adaptación fílmica cuando es bien lograda. Su gran ventaja yace en que como obra se para por sí sola y no se limita a resumir el estilo de su fuente originaria, sino que lo sintetiza y lo subvierte hacia uno de los géneros menos maleables: el musical[13]. Aunque parezcan insolubles, la mezcla de la brutal economía narrativa y humorística de Parker y Stone con el uso de canciones para avanzar la historia resulta exitosa, y en lugar de languidecer en interminables números musicales y en la redundancia azucarada que el género evidencia en sus ejemplares hollywoodenses, el filme dura apenas noventa minutos y las canciones promedian entre los dos y tres de duración.

Una buena parte del crédito debe ir al compositor Marc Shaiman, cuyos sencillos pero operáticos arreglos no solo impulsan las dementes líricas de Parker y Stone, sino que las vuelven sumamente pegajosas. Ya sea en la percusión militar que propulsa “Blame Canada”, o en la cítara que trompea a Saddam Hussein en “I Can Change”, o incluso en el vertiginoso solo de gases estomacales de “Uncle Fucka”, la música del filme es un hito tanto para el cine animado en general como para la carrera del mismo Shaiman, quien a pesar de tener más de 30 títulos a su nombre, nunca alcanzó los picos hilarantes de la reseñada colaboración[14]. A esto se suman las apariciones especiales de Isaac Hayes (la voz del Chef durante buena parte de la serie), Michael McDonald y James Hetfield, quienes acoplaron su singular estilo a la banda sonora del filme en distintos temas.

Sin embargo, mientras las canciones son un componente crucial para el éxito del filme y su pertenencia a un género, BL&U está de lleno construida sobre la sátira de la sociedad norteamericana de los tardíos noventas. Los Estados Unidos de South Park está compuesto por individuos trabajadores, amistosos y bien intencionados cuya mayor debilidad yace en su propensión a tornarse en una turba enardecida, ineducada y violenta cuando enfrentados a un problema serio. Su reacción a lo que consideran un atentado a la decencia –auxiliada por un universo mediático que propaga y refuerza la furia y el pánico moral– no solo ignora por completo las problemáticas y los cuestionamientos de cualquier nación que no sea la propia, sino también resalta la hipocresía fundamental de un país que respalda por completo la violencia, pero se escandaliza por las groserías y la sexualidad: “Just remember what the MPAA always says: horrific, deblorable violence is okay as long as people don’t say any naughty words.”

De todos los blancos atacados por sus ácidos apuntes, la doble moral y la censura son los que más ofuscan a Parker y a Stone, ya que la historia contada en el filme es, en esencia, la historia levemente velada de su propia experiencia con la serie. El estreno y la perseverancia de South Park crearon una suerte de crisis espiritual en los Estados Unidos, en la cual los límites de lo considerado como aceptable o de buen gusto fueron empujados semana tras semana para el horror de los espectadores menos dispuestos a ser escandalizados. Todo esto ocurre, además, en televisión por cable: el contenido de la serie era especialmente subversivo por estar al acceso de virtualmente todo el mundo. Su crudeza humorística y su discurso anti-establecimiento fue interrumpido cada siete minutos para dar lugar a pautas publicitarias de Ford y GM, propagandas políticas de George W. Bush y Al Gore, y anuncios de servicio público sobre huracanes, terremotos y accidentes de tránsito. Ancianos, adolescentes y niños inocentes e influenciables podían en cualquier momento pasar el canal y encontrarse con el Sr. Esclavo metiéndose un roedor por el ano[15], o con la venganza Andrónica de Eric Cartman, o con un debate político entre un emparedado de mierda y una ducha vaginal.

Que la lucha por clausurar el pueblo ficticio de Colorado haya sido una constante durante sus 22 años de edad habla en gran medida de lo importante que la serie es para los Estados Unidos. Republicanos, religiones, estrellas de Hollywood, liberales políticamente correctos: todos han intentando de una u otra manera demoler las murallas creativas que resguardan a Parker y a Stone de los lobos rabiosos. Pero ser ofensivo en una escala tan diversa habla de un producto que ha trascendido la provocación: atacar a South Park porque no está de acuerdo con nuestro punto de vista político, moral o ético no solo desconoce la pluralidad de opinión que debe existir en la libertad de expresión, sino que sostiene la absurda noción de que la cultura que consumimos debe reforzar lo que creemos en lugar de confrontarlo y cuestionarlo.

El propósito de la comedia siempre ha sido, sobre todas las cosas, hacer reír. Esta es (subjetivamente, como todo en la comedia) una de las actividades más satisfactorias de la vida, dislocada de una identidad y de un credo, de responsabilidades y obligaciones, de cargas laborales y deudas económicas, de problemas psiquiátricos, amorosos y de salud. Encontramos algo tan genuinamente absurdo, surreal e indecoroso que no podemos evitar caer en el acto físico de contraer y expandir el diafragma rítmicamente sin ningún motivo científico o utilitario. Dedicar gran parte de la vida a un único proyecto creativo cuyo principal propósito sea hacer reír –y reflexionar sobre el porqué estas imágenes nos provocaron dicha reacción– es una decisión sumamente valiosa. En algún momento, South Park se acabará, y junto a Kenny McCormick se disolverá entre las cenizas de un mundo que seguirá su rumbo sin requerir de su presencia. Pero su legado, ya sea llevado por los admiradores que fascinó o por los detractores que enfureció o por los nuevos contenidos animados que inspiró, continuará vivo. Y aún cuando eso perezca (y lo hará eventualmente), ¿no es más importante matar a una orca enviándola a la luna que dejándola reposar en el agua tibia y putrefacta de un parque acuático?

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[1] I. “El Congreso no podrá hacer ninguna ley con respecto al establecimiento de la religión, ni prohibiendo la libre práctica de la misma; ni limitando la libertad de expresión, ni de prensa; ni el derecho a la asamblea pacífica de las personas, ni de solicitar al gobierno una compensación de agravios.” II. “Siendo necesaria una Milicia bien organizada para la seguridad de un Estado libre, el derecho del pueblo a poseer y portar Armas, no será infringido.”

[2] Uno de los cuales dice ser heredero directo de la tradición vándala de tirar cajas llenas de té al Océano Atlántico.

[3] Tanto Orgazmo como Cannibal! fueron distribuidos por la infame Troma Entertainment y producidos por Avenging Conscience, una pequeña productora creada por Parker, Stone y un par de colegas más, bautizada sarcásticamente por el filme epónimo de D.W. Griffith, detestado de forma unánime por sus fundadores.

[4] En medio de las transacciones alguien digitalizó la cinta y la subió a internet, donde se convirtió en uno de los primeros videos virales de la historia.

[5] Este es, hasta el momento, el único capítulo de la serie animado de forma artesanal.

[6] Es lógico que cada época dorada llegue a su fin, y la de Comedy Central llegó a un abrupto y horrible final hace mucho puto tiempo.

[7] No en vano Parker y Stone se han referido en varias ocasiones a los capítulos de South Park como canciones y a las temporadas como álbumes, pensándose a si mismo menos como animadores y más como miembros de una banda.

[8] La pesadísima carga laboral y emocional de este método es aptamente capturada en el documental Six Days to Air (Arthur Bradford, 2011).

[9] Animé en “Good Times With Weapons”, live-action en “Mr. Hankey, the Christmas Poo”, videojuegos en “Make Love, Not Warcraft” y “Red Hot Catholic Love”, homenaje a Heavy Metal en “Major Boobage”, incluso libro infantil en “A Scause For Applause”.

[10] Adaptación literaria en “Pip”, teatro musical en “Hellen Keller! The Musical”, reality de supervivencia en “I Should Have Never Gone Ziplining”, reality de concurso en “Professor Chaos”, falso documental en “Terrance and Philip: Behind the Blow”, drama deportivo en “The Losing Edge” y “Stanley’s Cup”, comedia ochentera alpinista en “Asspen”, y serialización en “Imaginationland”, “Go God Go”, “Do Handicapped Go To Hell?”, “Cartman’s Mom is a Dirty Slut”, “Black Friday” y las temporadas 18 a la 22.

[11] Una lista reducida de los famosos ofuscados por su retrato del programa incluye a Barbra Streisand, Jennifer López, Tom Cruise, Sean Penn, Rob Reiner, Sarah Jessica Parker, e incluso los previos colaboradores Isaac Hayes y George Clooney.

[12] Este tipo de expansión nos recuerda a otra serie reseñada previamente en Filmigrana.

[13] Parker y Stone han trabajado este género en casi todos sus largometrajes, incluyendo el previamente mencionado Cannibal!, el acá reseñado Bigger, Longer & Uncut, y su filme de marionetas Team America: World Police (2004). A estos se suma su célebre producción de Broadway The Book Of Mormon.

[14] Vale la pena anotar que Shaiman y Parker fueron nominados al Óscar a Mejor Canción por “Blame Canada”, y que su asistencia al evento (junto a Stone) bajo la influencia de ácido lisérgico es una historia mejor escuchada de la boca de sus comensales.

[15] Sólo el diablo sabe cuantas búsquedas perdidas llevaran a Filmigrana por esta frase.

Paul Thomas Anderson: Inherent Vice (2014)

En el que necesitamos tu ayuda, Doc

Doc went over and had a look at the manual on the desk. Titled Golden Fang Procedures Handbook, it was open to a chapter titled “Interpersonal Situations.” “Section Eight-Hippies. Dealing with the Hippie is generally straightforward. His childlike nature will usually respond positively to drugs, sex and/or rock and roll, although in which order these are to be deployed must depend on conditions specific to the moment”.

Pynchon, T. (2014). Inherent Vice. Nueva York: Penguin. P. 170.

-o-

DON: Who are these people?

JOY: They’re friends. We’re nomads together.

DON: And what are you all doing here?

JOY: There’s an open door policy.

Mad Men – “The Jet Set”

Durante el recuento de los acontecimientos que le permitieron a The Master ser la inigualable realidad fílmica que conocemos hoy en día, se señalaron algunos episodios que pausaron laboralmente a Paul Thomas Anderson. Para el tema que nos interesa, es necesario remitirse a uno de esos paréntesis: los meses previos al nacimiento de su hija Lucille. En julio de 2009 Anderson y su encinta compañera sentimental Maya Rudolph se valieron de la cálida temporada veraniega para instalarse en Gloucester, Massachusetts, un pueblo marítimo y turístico cuyos muelles han propiciado películas tales como Manchester By the Sea y The Perfect Storm. El director, como lo haría cualquier vacacionista, aprovechó el viaje para estar junto a su familia, reposar, tomar el sol y leer junto al paisaje pesquero.

Una de las obras con las que se equipó era una copia de lectura avanzada[1] de la más reciente novela del reservado Thomas Pynchon, autor de las clásicas Gravity’s Rainbow y The Crying of Lot 49. El recluso autor, tan característico por su meticulosidad como por los extensos intervalos de publicación entre sus obras (los cuales han superado los quince años), había reaparecido tres años atrás con Against the Day, una exhaustiva narración sobre la Primera Guerra Mundial. El anuncio de una novela a tan pocos años de distancia tomó por sorpresa a sus seguidores más devotos y les permitió fantasear con una prometedora racha de ácida fecundidad escrituraria.

Anderson, uno de esos adeptos, tuvo el privilegio de obtener la primicia pynchoniana un poco antes de su publicación oficial (programada para agosto de 2009). Sin embargo, éste no era un regalo totalmente desinteresado: Penguin, la editorial matriz de Pynchon, contemplaba con sensatez el potencial cinematográfico de dicha obra y buscaba a directores del rango de Anderson para entablar propuestas comerciales. Esto, sin duda alguna, adquiere mayor relevancia si se tiene en cuenta que esa misma empresa también es la propietaria del legado de Upton Sinclair, el autor de Oil! y de la cual el virtuoso director ya ha ofrecido un resultado más que satisfactorio. Sumado a eso, en años anteriores Anderson había proyectado escribir un libreto sobre Vineland, otra novela menos recordada de Pynchon. Aunque él mismo desechó sus bocetos, la idea de adaptar al emblemático escritor seguía latente y esta nueva novela sería una nueva oportunidad para redescubrir esas pulsiones.

La novela en cuestión, Inherent Vice, es una elaborada broma y un deleite sui generis. Con ella Pynchon hace algo poco usual: combinar las mayores virtudes de la novelas de género negro con los peculiares gajes de la década de los sesenta. Su protagonista, Larry “Doc” Sportello, es un detective californiano cuya filantropía es amenazada tanto por la ambición de sus investigaciones como por los distractores que amplían su horizonte. Lo que comienza siendo un caso cualquiera (un seguimiento a un empresario para evitar que lo extorsionen) desemboca en una lucha contra carteles de droga, neonazis y dentistas. A pesar de las adversidades, las cuales lo llevan por espesos pasajes de Los Ángeles y Las Vegas, Doc mantiene intacta su filosofía de vida: resolver sus investigaciones sin perder la frescura. Él es un personaje con el que es fácil simpatizar: carismático, astuto, distraído y, ante todo, efectivo. Todo esto, por supuesto, es patrocinado por un incesante uso de calmantes, alucinógenos y guías espirituales (tan imprescindibles en la vasta mayoría de personajes), los cuales divierten y a la vez contrarrestan la pesadez de la corrupción estatal e impunidad criminal que plaga a estas investigaciones.

Hay un dicho que señala que si alguien se acuerda de los sesenta no pudo haber estado allí. Sin embargo, también sabemos que Pynchon la habitó durante todo su apogeo. Por lo tanto, ¿por qué este autor quiere evocar la esencia de un lugar y una época que por definición son amnésicas? Inherent Vice es cautivadora al introducir a sus lectores en un pastiche del sueño hippie en su más colorida expresión. Seguramente Pynchon escribió más de la mano de sus ofuscados recuerdos que de una investigación rigurosa y he allí su grandeza: para los sesenta importa más una perspectiva que un registro factual. Por eso me gusta creer que la novela fue escrita para aquellos que no pudieron estar allí y que desean saborear cómo debió sentirse tanto éxtasis y exceso acumulado en un mismo tiempo y espacio. En otras palabras: lectores como nosotros (jóvenes en su gran mayoría, o al menos eso intuyo) somos los descendientes directos de aquellos espíritus que sobrevivieron a esa década y cargamos en nuestros sueños con el ideal de sus depravaciones.

En una posterior entrevista a Vice, Anderson sostuvo que Pynchon obliga a poner un aviso de “No molestar” mientras se le lee. Indudablemente da cuenta de sus palabras: devoró sus más de 350 páginas en tan sólo dos días. La remembranza de la promesa hippie, la ambientación de su amada California, la agresividad narrativa y, sobre todo, la vasta cantidad de hilos narrativos (tan característicos de la obra de Pynchon) atraparon al cineasta, quien aprovechó su embriaguez lectora y esbozó cómo podría plasmar tal vastedad de historias en la pantalla grande sin insultar al respetado novelista. Sin embargo, tal ejercicio lo desencantaba por la dificultad misma de la narración y por temor a hacer un mal trabajo. Además, de entrada asumía que ningún estudio grande apostaría por un guion tan difícil de plasmar. El reto era prometedor pero parecía imposible incluso idealizarlo; no en vano nadie antes que Anderson, ni siquiera él mismo, había logrado siquiera hacer una propuesta de adaptación sensata.

Para mantener su cordura, contrastó su tormenta de ideas con la materialización de un filme al que muchos le auguraron un rotundo fracaso pero que la historia cinematográfica ha acogido como una de sus crías contemporáneas más adoradas: The Big Lebowski. La fugaz y onírica obra de los hermanos Coen (la cual se asemeja a sus hermanas espirituales Fargo, Barton Fink y Burn After Reading, entre otras) es uno de los mejores ejemplos que demuestran que una película puede entrelazar multitudinarios acontecimientos y personajes arbitrarios sin fracasar en el intento. Además, Anderson también ha comprobado ser un maestro de la escritura de guiones ambiciosos: no hay que olvidar que una de las virtudes de Magnolia es su poder de sugestión ante su vastedad narrativa.

Las intenciones del guionista, por lo tanto, eran plausibles y prontamente Penguin y la CAA (Creative Artists Agency) con bombos y platillos prometieron durante el lanzamiento oficial de la novela que prontamente la llevarían a los cinemas más cercanos. Aunque diversos compromisos alejaron la inmediatez de su realización, se firmó un pacto silencioso entre las agencias y Anderson. Mientras tanto, el director disfrutaría durante unos días más de la agraciada brisa de Massachusetts a la espera de tomar las riendas de la adaptación cuando el tiempo lo exigiese.

Más de un año después, en diciembre de 2010, un conflicto de intereses le permitió que Anderson anunciara oficialmente su participación en la tan esperada adaptación de Inherent Vice. En los meses anteriores había trabajado arduamente en el guión de The Master y, como ya sabemos, cierta campaña de desprecio detuvo su iniciativa por unos cuantos meses. Esa bofetada lo redirigió inmediatamente hacia la novela de Pynchon y, a pesar de no ser su prioridad, se alegró por los resultados iniciales. En la propuesta comercial primaria Penguin afirmó que el mismo Pynchon estaba de acuerdo con que Anderson se encargara de tal proeza, se confirmó la elaboración de una primera versión del guion y se planteó que Robert Downey Jr. protagonizara el filme, lo cual aparentemente aseguraría un triunfo tanto comercial como crítico. Esto entusiasmó al director ya que él y Downey Jr. comparten un curioso lazo: sus padres fueron amigos muy cercanos y todos se conocían desde jóvenes.

Todo parecía indicar que Inherent Vice estaría más próximo de lo que se esperaba. No obstante, en febrero de 2011 la inesperada mecenas Megan Ellison y su productora Annapurna intercedieron en las funciones de Anderson y aplazaron la producción de este filme por un par de años. The Master era la prioridad contractual y hasta que no la finalizara Ellison no le permitiría a Anderson continuar con Inherent Vice. Tanto tiempo dilatado le permitiría al director apropiarse más de la novela de Pynchon y, eventualmente, resurgir con un resultado más elaborado.

Cuatro meses después del estreno de The Master, es decir, en enero de 2013, Anderson anunció que era el momento adecuado para retomar su postergado proyecto pynchoniano. Aunque para entonces Annapurna ya no estaba anclada al proyecto (optaron por las taquilleras American Hustle y Her), IAC Films y Ghoulardi Film Company (su propia productora) se encargaron de su financiación. Inicialmente se reportó que Downey Jr. seguía adscrito al proyecto y que Charlize Theron parecía interesada en el mismo. Sin embargo, pocos días después ambos rumores fueron desmentidos y, para alegría de muchos, se confirmó que Joaquin Phoenix se apoderaría del papel protagónico. La buena conexión que entablaron durante las grabaciones de The Master convenció a Anderson de trabajar con el prodigioso actor una vez más[2].

La producción del filme fue confirmada en abril de ese mismo año y programada desde mayo hasta agosto. Durante esos meses Anderson recuperó a su cinematógrafo predilecto Robert Elswit, quien únicamente no había participado en The Master, y se consagró a reunir su nuevo equipo de trabajo lo más pronto posible que no tuviera nada que envidiarle a Magnolia o a Boogie Nights. Josh Brolin, Owen Wilson, Benicio Del Toro y Reese Witherspoon[3] confirmaron prontamente su participación apenas unos días después del anuncio de rodaje. Durante las semanas subsecuentes se adhirieron Martin Short, Eric Roberts, Michael K. Williams, Martin Dew (quien también había tenido un pequeño papel en The Master como uno de los miembros de La Causa) y la aclamada cantante Joannna Newsom en su debut actoral, entre muchos otros. Incluso habría espacio para que Anderson le otorgara un pequeño cameo a su amada Maya Rudolph. También se rumoró que Pynchon aparecería en el filme como un extra que nadie, evidentemente, podría descifrar (su última fotografía data de 1955). Si bien esto ni se ha confirmado o negado con rotundidad, es un buen detalle decorativo tanto para la futura promoción del filme como para la leyenda que rodea al indescifrable novelista. Por último, hubo dos grandes anuncios: la primera, la hasta entonces desconocida Katherine Waterston (cuyo papel más protagónico era un pequeño rol en Michael Clayton) interpretaría a Shasta Fay, uno de los roles centrales de la obra; la segunda, el escudero andersoniano Philip Seymour Hoffman, a quien muchos esperaban en algún rol representativo, no tendría cabida en el proyecto.

Esta alineación de estrellas se asentó durante cuatro meses en algunas icónicas locaciones californianas. El proceso de grabación fue fiel al estilo narrativo de la novela, es decir, tan libre y caóticamente controlado como fuera posible. Anderson le daba pocas indicaciones a los actores y ellos tenían la opción de interpretar sus roles como quisieran. Phoenix, el más veterano del reparto (en términos de conocer cómo era trabajar bajo el lente de Anderson), sabía que aquella era la única manera de hacer adecuadamente el trabajo: sin mostrar preocupación alguna por la aparente ausencia de direccionamiento. Otros menos expertos tales como Brolin y Waterston se extrañaban de los planes de Anderson y, si bien estaban fascinados con el director, también sentían la desordenada atmósfera análoga a la novela misma. Al final todos confiaban en los dotes de Anderson en la sala de edición y sabían que el resultado sería el mejor posible. En agosto de 2013, tal como estaba programado, las grabaciones finalizaron sin mayores contratiempos.

La posproducción del filme fue pausada. El profesionalismo de Anderson y su equipo les impedía cometer algún irreparable error y por eso se tomaron su trabajo con mesura. Además, la repentina muerte de Hoffman a principios de 2014 golpeó duramente a Anderson durante algunas semanas[4] y frustró a quienes esperaban una nueva alianza creativa entre ambos pares artísticos. Por esa razón el siguiente gran anuncio corrió por cuenta de Jonny Greenwood en febrero de 2014, casi seis meses después de haber finalizado las grabaciones, al confirmar su participación en los arreglos musicales del filme. Esta vez no sólo brindaría composiciones originales tal como hizo para There Will Be Blood y The Master sino que compilaría una serie de piezas acordes con la época. Aunque no son los éxitos esperados (seguramente muchos esperaban desgastadas canciones de The Rolling Stones o de Jefferson Airplane), son elecciones apropiadas que equilibran lo conocido (Neil Young, Can, Sam Cooke) con olvidadas viejas glorias (The Tornados, Kyu Sakamoto, The Cascades). Además, Greenwood incluyó una variación de “Spooks”, uno de los cortes más ocultos de Radiohead. Al igual que en los casos anteriores, el compositor británico hizo un ejemplar trabajo (es especial con todas las variaciones de la instrumental “Shasta”) y la banda sonora de Inherent Vice, fuera de complementar armónicamente al filme, es un agradable recorrido por la música popular y alternativa de los sesenta.

Todo estaba alineado y, a pesar de que la posproducción fue mayor a lo esperado (más de un año, la cual superó incluso a la de The Master), el resultado prometía ser triunfante. La unión de todas esas leyendas bajo una misma obra mantenía en vilo al público tanto del director como del novelista. En septiembre se apaciguaron las ansias y el primer tráiler oficial fue divulgado. Sumado a eso, se anunció que en el marco del Festival de Cine de Nueva York (en octubre de 2014) se proyectaría por primera vez ante una comunidad de expertos y después continuaría por un circuito de certámenes. Sus primeras exhibiciones fueron acogidas gratamente y en poco tiempo recibió una unánime aprobación crítica. En pocos meses se convertiría, sin lugar a dudas, en un filme de culto contemporáneo. Las razones, como lo vieron y verán sus seguidores, son fácilmente distinguibles.

El firmamento narrativo es asentado por la mística Sortilège (Newsom), quien relatará los acontecimientos y advertirá sus peligros como si fuera un distante oráculo grecolatino. La juvenil Shasta Fay Hepworth (Waterston) aparece espontáneamente en el apartamento de Doc (Phoenix), quien no oculta la sorpresa de reencontrarse con aquella exnovia a quien no ha podido olvidar. Su reaparición tiene un único propósito: ella está involucrada sentimentalmente con el magnate Mickey Wolfmann (Roberts) y teme que su esposa Sloane (Serena Scott Thomas) y su amante Riggs (Andrew Simpsons) se aprovechen de su romance para extorsionarlo e internarlo en un hospital psiquiátrico. A pesar de reciente falta de comunicación, Doc recurre a su profesionalismo detectivesco y decide ayudarla; a fin de cuentas él es la única persona que conoce Shasta que por lo menos no se inyecta heroína.

Varias de sus fuentes le confirman a Doc que Wolfmann es un reconocido mujeriego cuyo imperio se consolida en la construcción de edificios residenciales. Curiosamente, el teniente Christian “Bigfoot” Bjornsen (Brolin), quien matonea a Doc y a cualquier hippie ante la falta de una tarea más importante, participa en los comerciales de su más reciente proyecto arquitectónico: Channel View Estates. Además, los guardaespaldas de Wolfmann pertenecen a la Hermandad Aria, algo contradictorio si se tiene en cuenta que el apoderado constructor es de origen judío. Como si no fuera poco, al día siguiente Tariq Khalil (Williams), un miembro de la Familia Guerrillera Negra, aparece en la oficina de Doc y le solicita que busque a Glen Charlock, uno de los susodichos guardaespaldas bajo el pretexto de que le debe dinero. Los acontecimientos subsecuentes rasguñarían aún más estos sospechosos vínculos y, tal como lo recuerda Sortilège, la lozanía de Doc le impide reconocer la cantidad de fuerzas externas que están conspirando en su contra.

En el momento en el que Doc pretende interrogar a Glen (en una sexualizada sala de masajes), es atacado por un desconocido; cuando despierta, descubre que el buscado guardaespaldas yace muerto a su lado y que Bigfoot lo ha incriminado. Además, el teniente le revela que tanto Wolfmann como Shasta han desaparecido y que a Doc le imputarán los cargos por todas estas extrañas coincidencias. Auque su descuidado abogado Sauncho (Del Toro) lo libera, Doc sabe que la investigación será diligente y que ahora una desconocida red de delincuentes lo tiene en la mira. Tres encuentros adicionales agrietarían aun más su investigación: en primer lugar, la heroinómana en remisión Hope Harlingen (Jena Malone) acude a sus servicios puesto que cree que su esposo Coy, a quien se le dio por muerto por una sobredosis, en realidad está en la fuga y en peligro; después, una de las masajistas que le imputó la muerte de Charlock (Hong Chau) se disculpa por el montaje criminal y le dice que se cuide del colmillo dorado (Golden Fang); por último; tal como lo supuso Hope, Coy (Wilson) está vivo y él, quien solía ser un saxofonista para una banda de surf rock, ahora es un agente encubierto para el FBI que necesita de Doc para que cuide de Hope y de su hija Amethyst a cambio de información sobre el paradero de Wolfmann.

El filme, para este entonces, ha planteado cerca de cuatro o cinco misterios en menos de un cuarto de su duración. ¿Dónde están Wolfmann y Shasta? ¿Por qué Charlock está muerto? ¿Qué pretende el FBI con Coy? ¿Es acaso el Golden Fang un barco o una red de dentistas de la cual Doc tiene vagos recuerdos? ¿Qué hay detrás de Channel View Estates? Las apuestas son grandes y el rollo en las latas de cine no parece suficiente para que Doc resuelva todo ese entramado con prudencia. Sin embargo, Doc decide (momentáneamente) contra sus adicciones y se alía (momentáneamente) tanto con Bigfoot como con la fiscal Penny (Witherspoon) para averiguar cómo otros crímenes sin resolver se conectan con el presente de Shasta y sus alrededores. El lodo es espeso y el tiempo es limitado para que el insolente detective encuentre todas las llaves.

Tal como ocurre con la novela misma, Inherent Vice puede abrumar por su extensión y abundante cantidad de personajes. Sin embargo, esto no es un impedimento para disfrutarla: simplemente hay que estar un poco más concentrados de lo normal para no perder de vista las historias principales y los desquiciados nombres autóctonos. Anderson hizo un excelente trabajo al adaptar la gran mayoría de los relatos centrales de la novela y lograr estamparlas en el celuloide para exigirle atención y risas a su público. Por supuesto que algunos fervorosos lectores de la novela pueden quedar desconcertados ante la ampliación del protagonismo de varios personajes (Shasta y Sortilège, principalmente), la omisión de unos cuantos (Trillium Fortnight, la novia de Puck, y Fabian Fazzo, el administrador de un casino, por ejemplo) y la elipsis de uno de los acontecimientos más relevantes: la búsqueda de Mickey en Las Vegas y su subsecuente abducción por parte del FBI. Empero, el guionista agarró las mejores historias (una enorme mayoría, vale la claración) y las representó con fidelidad para alcanzar algo mucho más admirable: traducir el lenguaje literario de Pynchon a la pantalla grande. Esto es aun más heroico si se tiene en cuenta que la estética misma del filme es indiscutiblemente andersoniana: tanto el novelista como el director demostraron ser hermanos espirituales de generaciones paralelas.

Ahora bien, hay una mirada seria, incluso inspiradora, que merece ser reconocida dentro de tanta abundancia. Una de las lecturas subrepticias del filme (y de la novela) devela que Doc, dentro de todos sus abusos, es el menos enfermizo de todos los pintorescos personajes al ser la representación de un ideal en decadencia. Él, en su rol protagónico, asume la responsabilidad de limpiar y ajustar todo el libertinaje de aquellos que actuaron sin pensar en las consecuencias de lo que ellos creían que significaba libertad. Para eso ayuda a todos los que lo necesitan sin importar su origen (policías, abogados, extremistas afroamericanos o fugitivos) y busca la manera (si bien no suele ser la más óptima) de resolver sus múltiples investigaciones lo más pacíficamente posible. No obstante, entre más indaga a quienes los rodea, más encuentra a personas solitarias, miserables y sumisas. Inherent Vice exalta el consumo de drogas, la falta de respeto a la autoridad y el sexo casual. Sin embargo, también admite que la independencia es una ilusión en la que el desasosiego es un trasfondo que invita a evadir el mundo empírico y que bajo el sol californiano se ocultan almas en pena. Este círculo vicioso, característico del hipismo, es la representación de una reaccionaria época que agoniza por las promesas que no pudieron cumplir; no en vano la obra transcurre en 1970, justo en el final de una era[5].

A pesar de eso, esto no era excusa para no entusiasmarse, incluso puede llegar a ser divertido. Inherent Vice es una apología a los vicios extramorales, así suene tautológico. Si bien los vicios inherentes son espacios de ambigüedad al llegar al fondo de un asunto (tal como lo menciona Sauncho), los habitantes de los sesenta encontraron la manera de llenarlos con un superávit de hachís, sexo desinteresado y LSD. Ni Doc ni sus colegas son pesimistas; pueden parecer derrotados pero siempre sabrán que hay un camino facilista para evitar cargar con la angustia de la existencia. Todos ellos son los marginados californianos que por sus excesos sobrevivieron para imponerse como íconos culturales; quién creería que en el exceso habrían de hallar un reconocimiento imbatible. Incluso en su mejor lectura Doc y Wolfmann son símbolos de dos aristas de una misma postura reaccionaria: el rechazo al mundo material los hará ser despreciados por el vulgo pero a su vez los enaltecerá como héroes discretos. Puede que al final del filme poco haya cambiado y que el final oscile entre lo lánguido y lo hermético; sin embargo, la paradoja se construye en que la ejemplaridad de Doc debe ser olvidada para ser comprendida. De nuevo: si se quiere entender los sesenta, es necesario no recordar cómo fueron.

Entre diciembre de 2014 y febrero de 2015 Inherent Vice llegó a las salas de cine de todo-mundo. Aunque no fue recibida por numerosos espectadores (sólo recaudó 14.7 millones de dólares contrario a su presupuesto de 20 millones, el golpe financiero más bajo de su carrera), se convirtió rápidamente en un filme de culto. Logró dos nominaciones a los premios Óscar (que palidecieron ante otras dos azucaradas obras) y una a los Globos de Oro por cuenta del trabajo de Phoenix. Sin embargo, apenas han pasado unos cuantos años y lentamente ha encontrado su espacio entre las listas de los grandes hitos cinematográficos de este siglo.

Si bien hasta la fecha es el filme más difícil de digerir de toda la obra de Anderson, también es uno de sus más necesarios y regenerativos. Anderson canalizó el idioma de otro artista, algo que nunca antes había implementado con tanta firmeza. Además, el resultado es un regreso a sus obras más abultadas pero también un avance hacia una narrativa más purificadora. Por eso mismo unos meses más adelante, después de finalizar el tour promocional, huiría a India con Greenwood para refugiarse en un fuerte sagrado en el que sólo estaría acompañado de música oriental. Tal como lo indica la novela, la vida es como un disco: basta con que cambie el ritmo y el universo se ubicará en una canción diferente. A veces es necesario salirse de sí mismo y, en el caso de Anderson y de Doc, esto es lo más cercano que pueden estar de su propia libertad.

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[1] Una prueba de impresión promocional de una obra próxima a publicarse.

[2] Varios años después Downey Jr. aseguró que el tiempo muerto le pasó una mala jugada ya que siempre estuvo interesado en interpretar a Doc pero que para entonces su edad era poco conveniente para encarnar al jovial detective. A pesar de eso ambos conservan en la actualidad la hereditaria amistad con la cual crecieron.

[3] Hay que recordar que Witherspoon no pudo participar en The Master por obligaciones contractuales en las que el tiempo le había jugado una mala pasada. Esta vez no estaba dispuesta a dejar que ocurriera lo mismo.

[4] Su cercanía a Philip Seymour Hoffman era tan estrecha que Anderson tuvo la enorme responsabilidad de declamar el elogio fúnebre frente a los más de 400 asistentes de la ceremonia privada. Los que lo escucharon aseguraron que su honesto tributo retrataró algunos fragmentos de su armónica camaradería y amistad.

[5] La última temporada de Man Men se titula así. Vale aclarar que tanto Inherent Vice como el galardonado drama son dos excelentes estudios sobre un mismo cuestionamiento.

Alexander Payne: Sideways (2004)

El presente ensayo es una nueva visita a una entrega que el autor publicó el 6 de marzo de 2013. Esa versión ya no se encuentra disponible, debido a que la actual se considera mucho más completa e integra a nuestra visión. Así mismo, esperamos que la puedan disfrutar en igual o mayor medida.

Valtam

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Vi Sideways, traducida al español sobriamente cómo Entre Copas, por primera vez en el cine del Centro Comercial Portoalegre, una curiosidad, quizás atrocidad, arquitectónica y económica que subsiste a punta de peluquerías y comidas rápidas[1]. El teatro en sí tenía tres salas competentes, reservadas para éxitos de taquilla con producción sonora elaborada y recargada mientras la sala número cuatro, reservada para filmes pequeños, independientes o con más de 3 semanas en cartelera, era (o es, pendiente a remodelación, debo aceptar que no he ido hace un tiempo considerable) un lugar miniatura con no más de 10 filas al que se llegaba a través de una empinada escalera y que parecía una pesadilla soñada por un claustrofóbico y/o tremofóbico. Ahora, recuerdo haber ido a la función de estreno con un par de amigos, y sentarme en primera fila gracias a la multitud aglomerada de más o menos 40 personas, multitud que además subía considerablemente la temperatura del teatro gracias al pobre/inexistente sistema de ventilación de dicha bóveda con proyector. Poco tiempo después inició el filme. Hasta que empecé a escribir este artículo no había vuelto a rememorar el teatro, ni las escaleras, ni la pantalla miniatura, ni el sonido de salón comunal, ni la larga caminata a mi casa tras la función, ni las opiniones desdeñosas de los otros espectadores. La película, no obstante, se enfrenta conmigo varias veces al año, y tras revisarla y desentrañarla por más de 10 años, memorizar varios de sus diálogos, haber leído la estupenda novela original escrita por Rex Pickett, perder la sorpresa de sus varios giros y el filo de algunas de sus bromas, la emotividad de aquella primera función nunca ha desaparecido. Continúa, hasta el momento, intacta. Todavía entiendo a todos los personajes, creo saber por qué actúan como actúan, por qué hablan como hablan, porque comienzan en un punto A y llegan a un punto B. Y, tras haberla visto por enésima vez, sigue siendo igualmente accesible y enigmática, familiar y desconocida. Es un filme, y quizás ya lo saben, que habla sobre el fracaso.

Un tema verdaderamente complejo de capturar con honestidad, el fracaso, y uno que el cine norteamericano ha retratado con variantes grados de éxito desde sus más entrañables inicios (Frank Capra y Billy Wilder, dos de sus mejores exponentes). Hoy día, no obstante, pocos realizadores han dedicado su labor artística a capturar con tanto rigor la tristeza inherente, brutal y frecuentemente ridícula que lo acompaña como Alexander Payne. Nativo de Omaha, Nebraska, un estado reconocido por sus largos, verdes y monótonos pastales[2], Payne inició su carrera cinematográfica haciendo cortometrajes amateurs hasta graduarse en 1990 con un master en finas artes de la escuela de cine de la UCLA[3]. Seis años más tarde, tras incurrir brevemente en la pornografía softcore (puntualmente la saga Inside Out de Playboy), Payne estrenaría su primer largometraje Citizen Ruth (1996) en el cual evidenciaba ya claros aspectos de su estilo de comedia, balanceando humor acerbo, ácido y oscuro con una obsesión con perdedores compulsivos e irredimibles (sin por esto ser compasivo con ellos). Citizen Ruth sigue a la no-particularmente-brillante indigente drogadicta Ruth (interpretada sin rastro de ego actoral por Laura Dern) quien se ve encerrada en una lucha entre dos bandos radicales (fanáticos religiosos y hippies de contracultura) luego de que un juez le recomiende abortar para reducir su sentencia carcelaria. Payne seguiría su opera prima con Election (1999), adaptando exitosamente (junto a su frecuente compañero de escritura Jim Taylor) la mordaz sátira del agresivo sistema electoral norteamericano escrita por Tom Perrotta, trasladando la acción de las casas gubernamentales a un bachillerato en busca de representante estudiantil. Su tercer filme, About Schmidt (2002), sigue al viejo Warren Schmidt (un comprometido y conmovedor Jack Nicholson) a través de su retiro laboral, la muerte de su mujer y el matrimonio de su hija con un vendedor de colchones de agua con cola de caballo (el gran Dermot Mulroney), e hilvana los eventos en su vida con un viaje de carretera en un lujoso y solitario tráiler. About Schmidt presenta un cambio de actitud para Payne,  ya que al escoger emotividad genuina sobre shock humorístico suaviza ligeramente los bordes de su comedia misantrópica al permitir que en esta se filtre una vena de madurez emocional, sin por esto perder el filo de su sátira. Aquella reconciliación de dualidades permitiría que Payne llegara a su mejor trabajo hasta el día de hoy, en Sideways.

Pero sus filmes previos servirían al director a encontrar tanto su nicho narrativo como su estilo fotográfico. Trabajando en conjunto primero con el ya fallecido James Glennon y más adelante con Phedon Papamichael, Payne usa una mezcla de cuidadosos y simétricos planos generales de espacios comunes y primeros planos cerrados para capturar los particulares rostros de sus varios personajes, interpretados por una mezcla de actores naturales con anomalías físicas y expresiones singulares y de reconocidos actores profesionales desapegados de su aura de estrellato, que entrelaza mediante sobreimposiciones y transiciones lentas donde una imagen se deshace en la otra, no sin antes compartir una composición juntas. Encuadrando a sus sujetos con la misma fascinación que habría usado Pier Paolo Pasolini varias décadas antes (aunque sin genitales), Payne conserva su perturbador y voyerista efecto beligerante pero lo vuelca hacia lo cómico. El realizador encuentra también en la clase media trabajadora norteamericana su tema predominante, y logra profundizar sus aparentemente insignificantes dilemas morales y emocionales hacia una metáfora mucho más grande y lograda: América (Estados Unidos de América[4]), y las consecuencias emocionales de ser “la tierra de las oportunidades”. El país que es retratado con mayor frecuencia como el paraíso en la tierra está roto bajo los ojos de Payne, y el fracaso es la sangre que llena sus venas. Para él sus habitantes más interesantes no son los dominantes, ni los poderosos, sino las personas que luchan toda su vida y nunca logran el éxito que les fue prometido en su juventud y temprana adultez (y aquellos que lo alcanzan han sacrificado su humanidad y empatía en el proceso[5]). Es fundamental que estos fracasos sean vistos, no obstante, porque aquellos conforman la mayoría y bajo otra luz reflejan la verdad del espíritu humano en tiempos difíciles: el simple hecho de continuar intentando es suficiente.

Half my life is over and I have nothing to show for it.

¿Qué tiene de especial Sideways que la separe del resto de la filmografía mencionada arriba, aún cuando es regida por los mismos preceptos estilísticos y temáticos que definen la obra de Alexander Payne? Todo radica en el personaje principal, el perenne perdedor Miles, interpretado por Paul Giamatti en la mejor actuación de su prolífica carrera hasta el momento[6]. El filme inicia con una habitación completamente oscura, gradualmente inundada por golpes en una puerta, y los gruñidos de un hombre que no quiere despertar: “Oh, fuck”. Se trata un regordete profesor de literatura que abre la puerta en calzones y una camisa gris, frente a su casero que le pide mueva su carro. Sale en una vieja bata pidiendo disculpas a los obreros que vienen a arreglar el techo de la comunidad cercada, y pronto entra corriendo a su apartamento nuevamente para ver en el reloj del microondas que va tarde para su aventura. Miles, sin embargo, se toma su tiempo, se baña lentamente, lee en el inodoro, usa seda dental agresivamente, pide un croissant y una copia del New York Times en una cafetería cercana, y empieza a llenar el crucigrama sobre el timón de su viejo convertible rojo (un Saab 900), para los entusiastas de la industria automotriz). Miles nunca es sometido a escrutinio, simplemente es observado de cerca en su intimidad, en sus errores, en sus derrotas. El fracaso de Miles en vida es emocional, laboral y familiar, pero sobre su espíritu pesa más que nada la oscura nube del fracaso creativo, flotando como un recordatorio del tiempo que ha pasado. Miles es un intelectual que se detesta a si mismo, pero aún así un intelectual. Su entusiasmo por la literatura y, por supuesto, la enología es tan auténtico como contagioso, y aún en sus momentos más oscuros sus dos pasiones están allí para rescatarle (o mandarle aún más lejos en el oscuro abismo): Payne simpatiza genuinamente con este hombre, lo entiende. De haber tomado un par de caminos distintos, podría haber sido él mismo.

Su mejor amigo, Jack (Thomas Haden Church, en un estupendo papel que revivió su carrera del cementerio televisivo de los 90s), es un animal completamente distinto. Miles finalmente llega a su cita en una gigantesca mansión blanca, donde su antiguo compañero de cuarto le espera impaciente para comenzar su despedida de soltero: un viaje de una semana por los viñedos de California. La casa pertenece a una rica familia de origen Armenio, los Erganian, compuesta de varios hermanos incluyendo a la hermosa prometida de Jack, Christine (interpretada por Alysia Reiner), y sus padres, quienes revelan que Miles tiene un libro acabado y listo a ser publicado (pendiente a revisión, les aclara el protagonista). Pronto, tras un corto intercambio sobre pastelería y una sana despedida, los amigos toman rumbo hacia las hermosas colinas verdes del estado dorado, algo que celebran con una tibia botella de champaña tras el volante. Una parada más, no obstante, es necesaria antes de proseguir con el viaje proverbial, que significa cosas muy distintas para las personas que lo emprenden: Jack, un actor semi-retirado con poco interés en las cosas que son fundamentales para Miles (salvo por la amistad que les une), lo divisa como una última oportunidad de hedonismo y libertad sexual antes de una boda de la que no parece estar muy seguro, mientras Miles lo ve como una posibilidad de introducir a su viejo compañero en el mundo de los vinos y la cultura de los mismos para despedirle con estilo de su soltería, mientras aplaza sus preocupaciones y dilemas por un corto tiempo.

La parada final ocurre en la casa de la madre de Miles, la Sra. Raymond (Marylouise Burke, consecuente con el estilo naturalista de actores secundarios arriba mencionados), con la aparente razón de saludarle en la víspera antes de su cumpleaños. Pero los motivos reales de la visita pronto son evidentes, cuando Miles se excusa de la mesa en la que están cenando para escabullirse dentro del cuarto de su madre y sacar una fuerte suma de sus ahorros, escondidos en una lata de detergente. Tras el robo, Miles se toma un momento para observar las fotos que su madre tiene enmarcadas: Su matrimonio y su padre, ambas relaciones perdidas para Miles aunque por motivos radicalmente distintos. Temprano en la mañana siguiente, Miles despierta a Jack y escapan de la casa en silencio dejando a su madre dormida frente a la programación matinal. El viaje de verdad ha comenzado, y el desayuno de campeones con el que comienzan el nuevo día lleva a Jack a una conclusión definitiva: antes de que todo haya acabado, logrará que su padrino de bodas se acueste con alguien. Pronto nos vemos rodeados de los varios tipos de uvas y avestruces, cubiertos por el manto naranja del cálido sol californiano, y, lo más importante, nadando entre botellas de vino junto a dos mujeres que respectivamente proveen a la pareja de amigos aquello que estaban buscando, con consecuencias emocionantes, trágicas y últimamente redentoras.

La primera de estas es Maya (una conmovedora Virginia Madsen), una mesera recientemente divorciada y antigua conocida de Miles por sus previas visitas al condado de Santa Bárbara. La segunda es Stephanie (Sandra Oh, en ese entonces casada con el director[7]), una carnal vinatera con quien Jack coquetea abiertamente. Una cita doble es agendada y las dos parejas crean químicas paralelas, casi opuestas. Mientras Miles y Maya desarrollan una relación afectuosa y cerebral, centrada en su interés compartido por la enología, Jack y Stephanie se dedican exclusivamente a fornicar ruidosamente en varios lugares distintos. Miles, inseguro, tropezando constantemente con su neurosis y falta de destreza con las mujeres, parece inicialmente reacio a participar en la situación que se le ha presentado. Pero Maya ve en él a un hombre sumamente inteligente, decepcionado y derrotado por no alcanzar su potencial. Es cuando hablan de vinos que su relación resplandece y se estrecha. En una de las mejores secuencias del filme, Miles describe la uva del Pinot Noir (una sepa con la que está particularmente obsesionado) mientras al mismo tiempo, sin darse cuenta, se describe a si mismo. Maya responde explicando su relación con los vinos, revelando el corazón de una mujer fuerte, sensual y herida por el pasado (y que a su vez es el corazón del filme mismo).

Sideways expone una hábil sensibilidad romántica antes inexplorada por Payne, sin por esto sacrificar su narración inclemente ni su búsqueda de un retrato honesto, a veces brutal. Los personajes son extremadamente vívidos y reconocibles, y esto se debe en gran parte a la reticencia de Payne, Taylor y Pickett a alejarse de los defectos y las contradicciones que en ellos habitan. Aun cuando sus acciones nos parecen cuestionables moral o éticamente, entendemos de donde provienen y tienen lógica dentro de las creencias y filosofías de los personajes. Miles es un intelectual consumado, honesto y auténtico pero su odio por si mismo se desborda constantemente hasta el punto en que se torna asfixiante para todos quienes le rodean. Al enterarse que su ex-mujer se ha casado de nuevo, Miles se embriaga con alarmante rapidez y vuelve a su habitación a ver golf en televisión mientras Jack se ve confinado al jacuzzi del hotel. Cuando su novela es rechazada finalmente, Miles hace un agresivo escándalo en una vinería barata y acaba por echarse encima el contenido de una escupidera. Su comportamiento autodestructivo va a la par con su enamoramiento del vino, la literatura y las mujeres. Jack, por su parte, es un mujeriego compulsivo y entretenido que ve en el matrimonio tanto el fin de su libertad como un seguro económico para el resto de su vida. Pero su deseo intenso de tener sexo a toda costa en su despedida de soltero le enfrenta a personas totalmente distintas a su prometida, que saben, huelen y cogen distinto, y la duda es plantada en su cabeza sobre lo que debe hacer en vida: ¿Desea casarse con una hermosa, controladora y acaudalada mujer sabiendo que puede ver de lejos todo su camino hacia la tumba? ¿O desea una aventura con alguien novedoso y enigmático e impredecible, sin pensar mucho en que particularidades pueda tener esa persona que le sean repelentes? Aún cuando una lección le ha sido enseñada, Jack recae de nuevo y finalmente revela a su mejor amigo una franqueza y vulnerabilidad acerca de sí mismo que es humillante y dolorosa, pero también muy real: “You understand movies, literature, wine. But you don’t understand my plight.”

De lo escrito hasta el momento es entendible que pocas personas consideren la película una comedia, pero al igual que con el resto de la filmografía de Payne, su balance de la comedia y el drama siempre está inclinado hacia lo cómico. Payne mezcla tres cosas distintas para crear humor en su filme, la primera de estas siendo un fino humor verbal que se beneficia tanto del material literario original y de su adaptación como de la dicción y el timing perfecto de los actores (Giamatti, especialmente, aprovecha sus estallidos de rabia y sarcasmo magistralmente), la segunda el uso de slapstick o comedia física y la tercera el filo satírico y critico que había desarrollado en sus pasados filmes (evidenciado en una de las escenas finales que involucra simultáneamente anastimafilia y una conferencia de prensa con George W. Bush y Donald Rumsfeld). Pero Payne nunca pierde de vista la tristeza inherente que tiñe tanto la historia como la comedia misma, producto de la situación sin salida en la que se encuentran sus personajes. Ninguno de ellos quiere verse sometido a la rutina, ni ser individuos corrientes y olvidables, pero todos ellos están presos de una estratificación social más grande que ellos, y por esto incontrolable. Hacen parte de la América promedio, sea por los negocios familiares que están a punto de heredar, o por su trabajo atendiendo mesas, o por su lectura de John Knowles con estudiantes de 8vo grado.

Todos los personajes se encuentran en sus 40s, una década definida por Louis C.K. como el espacio de vida en el cual se está medio muerto. Ya suficiente tiempo ha pasado, y suficientes decepciones les han forjado para saber que las cosas no van a cambiar demasiado en la segunda mitad. Pero tanto en su amistad como en sus romances, Miles y Jack encuentran otras fuerzas de vida más importantes que las laborales y las libidinales, sean estas de orden amoroso o amistoso. El viaje resulta traumático para ambos hombres, y a pesar de salir de él relativamente ilesos, sus vidas no podrán ser las mismas tras su culminación. Una última esperanza, no obstante, está latente en el espíritu de Sideways: Nunca es tarde para seguir intentando. Es tan solo lógico que el filme comience con golpes en la puerta de un hombre que no desea ser despertado y termine con el mismo hombre golpeando en la puerta de otra persona, con ansias de entrar y no salir jamás.

***

[1] El lugar tuvo brevemente un fugaz apogeo de juego organizado, inspirado tanto por el pequeño y oscuro casino que auspició como por las pandillas coreanas que frecuentemente lo visitaban.

[2] Paisajes que el director escogería capturar en blanco y negro, como una pesadilla gótica americana, en su más reciente filme Nebraska (2013).

[3] Curiosamente, antes de entrar de lleno en el mundo del cine, Payne hizo una doble titulación en la universidad de Stanford en Español e Historia, y vivió por un corto tiempo en Medellín, donde publicó el artículo: Crecimiento y cambio social en Medellín: 1900 – 1930.

[4] La ignorancia, a veces opresiva, de la cultura estadounidense es el tema puntual de 14e Arrondissement, su cortometraje final hecho para Paris, je t’aime (2006).

[5] Cómo es el caso de Tracy Enid Flick en Election.

[6] Aunque no para Giamatti, quien confesó en el show de Howard Stern que su actuación en el filme le parece sobrevalorada.

[7] Tras el filme la pareja se divorció en términos bastante cruentos, lo que repercutió en que en la secuela literaria (ahora parte de una trilogía) Vertical Rex Pickett cambiara la ocupación de Stephanie (llamada Terra originalmente) a desnudista.

Paul Thomas Anderson: Punch-Drunk Love (2002)

En el que las líneas calientes nos hacen más románticos.

Blossoms and Blood (2003) es un extraño collage de Paul Thomas Anderson el cual no es propiamente un cortometraje, mucho menos un comercial. A lo largo de sus doce minutos de duración, se recorren algunos breves episodios de la vida de un extraño sujeto para presentar su particular forma de ser: en un primer momento pretende impresionar a su aparente pareja al intentar aprender a tocar por sí mismo un harmonio de dudoso origen y, como era de esperarse, fracasa; después, olvida las instrucciones para atravesar un laberíntico edificio y ubicar el apartamento de su pareja; por último, el sujeto entra a un supermercado y toma indiscriminadamente todo el pudín de chocolate que pueda arrojar hacia un carrito de supermercado, tanto así que más de la mitad termina en el suelo. A su vez, estas escenas son separadas por unos coloridos salvapantallas que, gracias a su composición digital, oscilan verticalmente como si fueran llamaradas vistas desde un vidrio levemente polarizado.

Esta galería es inquietante, sobre todo si se adentra en ella sin previa preparación. Pareciera que este breve filme fuera un ejercicio dadá ya que, argumentalmente hablando, las escenas no tienen relación entre sí. Por si fuera poco, sus últimos minutos son un tanto incómodos: esos mismos salvapantallas se funden con algunas imágenes del protagonista, el cual ahora iracundamente destruye vidrios y golpea repetitivamente una pared mientras que la cámara amplía el zoom hasta convertirlo en una mancha amorfa. Además, esta amalgama es acompañada por una sinfonía cacofónica que parece haber influenciado a más de una canción de Crystal Castles. A pesar de esta bizarra mezcolanza, en una de las esquinas de los salvapantallas aparece un tenue corazón que, si bien es apenas visible, sobrevive a la pixelación que acompaña al ataque de ira del protagonista. Este vulgar símbolo no podría representar más que la latente consumación que sostiene la vida del excéntrico protagonista.

Este abstracto entretejido es el resultado de la compilación de algunas escenas excluidas de la edición definitiva de Punch-Drunk Love y que fue incluido como material extra para su edición casera. A pesar de su ambigüedad y posteridad, es un sintético y justo abrebocas a la magnificencia del cuarto largometraje de Anderson. Las breves escenas sirven como reminiscentes puertas giratorias de los padecimientos de un hombre inquieto emocionalmente. Aunque no tiene ninguna pretensión artística a gran escala, Blossoms and Blood recrea en pocas escenas varios tiránicos sentimientos: impotencia, frustración, compulsividad y, ante todo, amor. Su personaje principal –el mismo que ha de hacerlo a lo largo del largometraje matriz- canaliza de múltiples maneras la vertiginosidad emocional que implica convivir consigo mismo. Como su título podría sugerirlo, el florecimiento de una relación es también el florecer de la entrega y, a la vez, de la incertidumbre del sufrimiento. Sin duda alguna se podrían trazar muchas más posibilidades (y habladurías) interpretativas; en definitiva, Barry Egan –nuestro perturbado héroe en común- es a pequeña y a gran escala un circo patológico para cualquier espectador.

Se puede afirmar que Punch-Drunk Love -después de Hard Eight– es el filme menos recordado de Anderson. No nos es posible rastrear empíricamente las razones de su inexcusable olvido, en especial porque de todos sus filmes es el único por el cual la labor de Anderson ha sido reconocida en uno de los grandes certámenes fílmicos mundiales (premio a Mejor Director en el festival de Cannes). Seguramente su condena se rastrea hacia 1999, justamente en Cannes, durante el mesurado desempeño inaugural de Magnolia. Durante una rueda de prensa, un periodista le preguntó con cuáles estrellas de cine desearía trabajar en su próximo proyecto. Para nadie era un secreto la precisión con la que Anderson elegía a los protagonistas y al ensamble de sus obras, así que era una pregunta que intrigaría a más de un asistente. Contra todo pronóstico, afirmó que deseaba reclutar a Adam Sandler, a quien consideraba un excelente humorista y un gran amigo. Los periodistas creyeron que era una broma y, como era de esperarse, el auditorio estalló en carcajadas. La reputación de Sandler era objeto de cuestionamientos ya que su comedia física, aunque era un éxito rotundo a nivel internacional, representaba el peor malestar de la generación X: su inmadurez para asumir cualquier responsabilidad adulta.

Rotten Tomatoes, página que domina el termómetro de las estadísticas críticas, ilustra algunos números que corroboran este justificado escepticismo. El promedio de calificación de sus quince largometrajes previos al 2002 -dentro de los que se encuentran joyas escatológicas como Big Daddy, The Animal y The Waterboy- es de un soberbio 30,53%. Para ser justos, hay un par de comedias decentes dentro de su filmografía (Happy Gilmore y la coreográfica The Wedding Singer de Frank Coraci); sin embargo, por cada Robbie Hart hay siete Billy Madisons.

La seriedad de la sentencia de Anderson no se hizo esperar. Después de un corto pero merecido descanso, empezó a esbozar un escrito con el que pretendía liberarse de las magnitudes épicas de sus dos filmes anteriores. El desgaste espiritual de sus últimos tres años lo encaminaron hacia tierras inexploradas que prometían un futuro esperanzador y libre de lluvias de anfibios: la comedia romántica. Además, su ruptura con Fiona Apple (quien no ocultaría su decepción en su álbum Extraordinary Machine) y posterior compromiso en el 2001 con la actriz Maya Rudolph (recordada por sus aportes a Saturday Night Live) apaciguaron sus ansias por abarcar redes sociales infinitas para concentrarse en un emergente núcleo familiar. Este giro radical implicó, indudablemente, nuevos retos para un autor que estaba acostumbrado a esculpir monumentos tanto colosales como totalizantes. Ahora que deseaba escribir una historia tan sencilla como le fuera posible, debía vaciarse de sus melodramas argumentales para inclinarse por el poder de la sugestión simbólica. Al igual que ocurrió con David Lynch al filmar The Straight Story después de Lost Highway, Anderson se purgó de sus aclamada megalomanía altmaniana para reencontrarse con la sublimación de las relación primarias, es decir, con la simplicidad en la cadena de afecto entre dos seres humanos.

Al cocinar un guion que tentativamente fue conocido como Just Desserts y como Punchdrunk Knucle Love, Anderson moldeó a Barry Egan -el comerciante con ciertas dificultades relacionales del que se habló al reseñar Blossoms and Flowers– a partir de las virtudes histriónicas de Sandler. Este enigmático y contradictorio personaje se enraizaba al hombre-niño que el comediante de carne y hueso había creado y criado sin interrupciones a lo largo de toda su carrera humorística. Esta arriesgada propuesta de Anderson, no obstante, no pretendía engalgar el mito del comediante y servirse de su precoz mito para embolsillarse el dinero de las familias norteamericanas sin siquiera intentarlo. De hecho, giró la tuerca del retruécano sandleriano a su favor: mientras que todas sus comedias anteriores se desarrollaban alrededor de un insulso pastiche de hombre que pretende interiorizarse como un niño pero que descubría a lo largo del filme cuán adulto es, en el guión de Punch-Drunk Love Anderson presentó a un hombre que pretende interiorizarse como un adulto pero que descubre a lo largo del escrito cuán infantil es. Sandler, al visualizar el potencial de esta propuesta y para agradecer el esfuerzo de su talentoso amigo, aceptó sin mucha dificultad encarnar al protagonista de esta odisea de llamadas telefónicas inapropiadas.

El elenco complementario a Sandler fue sustancialmente menos cuantioso al de Boogie Nights y al de Magnolia sin que esto comprometiera su integridad creativa. Es más, esto implicaba que Anderson debía ser aún más preciso con su proceso de selección ya que repartiría su genialidad sólo entre un puñado de protagonistas (de hecho: tres, si acaso cuatro…). Eso implicó que, paralelamente a la creación de Barry, concibiera a su contraparte con base en una actriz poco conocida en Norteamérica y de la que esperaba un significativo destello: Emily Watson. La actriz británica había cosechado sobresalientes críticas a lo largo y ancho de Europa por su primer trabajo en la encantadora Breaking the Waves de Lars von Trier. Durante los años previos a Punch-Drunk Love había participado en filmes como Angela’s Ashes y The Luzhin Defence y, a pesar de su extraordinario talento, todavía era una desconocida en el otro lado del Atlántico. Esto cambiaría un poco el 2001 al protagonizar Gosford Park de la mano de Robert Altman. Este filme permitió que sus horizontes se ampliaran y que, en últimas, obligara a Anderson a ponerse en contacto con ella. En definitiva, el joven guionista -quien añoraba honrar el trabajo de Altman-, robó momentáneamente a una de sus musas para que lo inspirara. El resultado no podría ser menos valioso: la ansiosa Lena Leonard no pudo hallar otro recipiente tan bueno que no fuera Watson.

Después de esto, sólo faltaban unos cuantos engranajes más para encender esta romántica máquina. Philip Seymour Hoffman se uniría por cuarta vez a Anderson para encarnar al corrupto macarra Dean Trumbell. Este papel, a pesar de su brevedad, es uno de los más gratificantes y memorables del legado de Hoffman; sólo basta ver esta escena para refrescarnos con su alquímica personalidad. Los restantes papeles medianamente estelares fueron ocupados por la comediante Mary Lynn Rasjkub (Elizabeth, la hermana-Cupido) y Luis Guzmán, quien por tercera vez consecutiva brilla por su prudencia actoral en los filmes de Anderson al interpretar a uno de los socios laborales de Barry: Lance.

Sumado al elenco, Anderson se equipó con el sudor y las lágrimas de dos subestimados artistas cuyas dolosas vidas tiñeron al filme con discreta melancolía. El primero de ellos, el compositor Jon Brion, realizó los arreglos musicales de las cristalizadas sinfonías que acompañan y tensionan cada una de las escenas del filme. Aunque Brion ya había trabajado en la orquestación de Magnolia, un novedoso tormento guió sus composiciones para Punch-Drunk Love: su ruptura después de cinco años de noviazgo con, precisamente, Rasjkub. Este sufrimiento lo canalizaría en las melódicas “Punch-Drunk Melody” y en “He Needs Me”, un romántico balbuceo tomado del tema homónimo compuesto para la fatídica Popeye, dirigida, oh Dios, por Altman. Además, su padecimiento alimentaría un par de años después los sonidos de otra decepción amorosa hecha película: Eternal Sunshine of the Spotless Mind. El segundo artista es el olvidado artista digital Jeremy Blake, quien diseñó los cuadros y los salvapantallas que intermitentemente decoran tanto al filme como a Blossoms and Blood. Su simbólico suicidio en el 2007 (una caminata hacia el océano de la cual jamás regresaría) sólo acrecienta el mito de sus expresionistas videoinstalaciones. Todos ellos, reunidos, propensarían el místico halo del enamoramiento entre Barry y Lena.

El corazón de Punch-Drunk Love reside en las tensionantes variables alrededor del romance entre Barry y Lena. El primer indicador de las latentes ambivalencias se encuentra en las pistas (falsas) sobre los malestares que acarrean a ambos amantes, en especial aquellas que accionan el inicio de la relación. Desde un punto de vista psicoanalítico, ambos protagonistas son unos enfermizos asociales que encuentran un mismo camino. Por un lado, el reactivo Barry –quien, paralelamente a su cargo de vendedor de émbolos para baño, trabaja en sus ratos libres en un fraude con el que pretende obtener millas aéreas ilimitadas a partir de un vacío legal en un concurso de cupones alimenticios- padece los síntomas de bipolaridad tipo II: altibajos emocionales pronunciados y episodios hipomaniacos. Su oscilación entre la compulsividad y el retraimiento, aparente resultado de convivir con siete hermanas mayores que propagaron y propagan sus complejos sociales, hace que Barry actúe como un impulsivo niño que no sabe cómo controlarse ante situaciones específicas tales como un cumpleaños al que se ve obligado a ir (donde destruye un vidrio) o una forzada cita (en la que destruye el baño de un restaurante). Por otro lado, Lena –quien terminó con su novio hace seis meses y sus constantes itinerarios de viaje le impiden estabilizarse con alguien- padece los síntomas de un desorden distímico. Su angustia la retrae hasta el punto en el que no tiene expectativas de sí misma a la hora de citarse con un nuevo prospecto e, incluso, la obliga a evidenciar su vulnerabilidad social ante la falta de contacto humano.

El encuentro de todos estos síntomas, patrocinado por una de las hermanas de Barry, genera una simbiótica relación entre Barry y Lena. Mientras que Lena desea amarrar (literalmente) a Barry sin perder su cordura, Barry desea ser apresado sin perder su temperamento. Este peligroso pero tierno juego de cacería no podría ser tan sencillo si no hubiera un antecedente que desbordaría sus cuadros emocionales: Barry -después de una descuidada noche en la que contacta una línea caliente en busca de calor humano- es extorsionado por los subordinados de Trumbell (el invisible dueño de la operadora), quienes asaltan las cuentas bancarias de sus clientes para defender la buena moral y castigar a sus pervertidos usuarios. Esta crítica persecución desencadena la impulsividad de Barry hacia un enternecedor límite: al temer por su reputación y por su vida, encuentra resguardo en la tramposa pero cándida afectividad de Lena. El fugaz viaje hacia Hawaii, el ataque defensivo en contra de los extorsionistas (que, por cierto, son cuatro hermanos) y, en últimas, las constantes contradicciones conversacionales hacia Lena envuelven esta historia hacia un unificado y compasivo corazón mutuo. Los teléfonos rotos y el harmonio que nadie sabe tocar, símbolos de la quebrantada comunicación entre los personajes de este filme, le recuerdan al espectador que la difusa incomprensión de Barry y Lena es la ignición que los acerca hacia el sorpresivamente conmovedor final.

El éxito de Punch-Drunk Love en taquilla, desafortunadamente, no fue el esperado a pesar de las frecuentes exaltaciones de la labor del trío Sandler-Watson-Anderson. Además del reconocimiento técnico de Anderson en Cannes, Sandler recibió varios aplausos, entre ellos la nominación a los Globo de Oro y las palabras de gratitud del mamut Roger Ebert, quien, sin dubitación, hizo un llamado para que otros grandes directores explotaran su desperdiciado potencial. Estos ecos famélicamente rebotan en la actualidad; del gran talento que Sandler minó en Punch-Drunk Love sólo queda uno que otro buen recuerdo sumergido en los miasmas de la comedia norteamericana. Posiblemente el esfuerzo de resurrección más empático correría por parte de Judd Apatow, quien no sólo cita a esta comedia como uno de sus filmes favoritos sino que toma prestada alguna de la gracia empática de Sandler para Funny People.

Durante los meses posteriores a este filme, Anderson tomaría un extenso descanso, no sólo para dedicarse a la consolidación de su familia sino porque momentáneamente no tenía nada más que narrar. Sus primeros filmes –una vez más, Hard Eight, Boogie Nights, Magnolia y Punch-Drunk Love– marcaron una etapa en la que exploró a gran escala cuatro aristas de su encuadre vital. Este primer periodo de su obra, que podría tildar de intramoral, invita a sus espectadores a que ellos valoren su misma individualidad y significación en el mundo desde la expansiva personalidad de guionista. Al crear mitos contemporáneos tales como Dirk Diggler, Barry Egan y Frank Mackey, Paul Thomas Anderson creó el mejor mito de todos: el de sí mismo como el mejor narrador de nuestra era.

Fernando Ayllón: Se nos Armó la Gorda (2015)

Me cité a mí mismo un domingo por la tarde, en una sala de cine cercana, para ver una función de 7:00 pm de la película que voy a abordar, semana y media después de haber sido estrenada. En un recinto pequeño, pero copado a juzgar por la boletería disponible y el asiento que me tocó, fui recibido por familias enteras y grupos de secretarias en programa dominical; en realidad yo era el único, junto con una dupla padre-hijo, que no tenía comida. Tras un inicio frío y una cruda secuencia de créditos, llegué de nuevo a mis propios prejuicios, a la conclusión que siempre fue: televisión en la pantalla grande, un sketch de Sábados Felices de 90 minutos o una película que filmaría mi tío, si tuviese un tío inculto, mediocre, homofóbico y ramplón.

Problemática e insignificante al mismo tiempo, Se nos Armó la Gorda es otra de esas ejemplares contradicciones del cine nacional. Problemática, a la luz del estilo de comedia que depende (todavía) con mucha fuerza del regionalismo, el estereotipo hecho cliché y la ausencia de niveles de lectura y reflexiones posteriores. Por razones semejantes, y diría incluso que compartidas, es que la defino como una película insignificante, porque está dirigida a un público amplio pero muy concreto, “la familia que sólo consume televisión nacional privada”, y no está diseñada para ser exhibida o funcionar fuera del país, muy a pesar de la línea acompañante “una comedia de talla internacional”, y por si fuera poco, nuevamente es algo que no nos representa, o al menos no más que la franja de humor nocturno de la cual salió este engendro.

La historia de la película en sí es simple e imaginativa, si bien un poco traída de los cabellos. Nelson Polanía y Fabiola Posada interpretan a Nelson Polanía y Fabiola Posada respectivamente, o más bien, a sus personas humorísticas, Polilla y la Gorda, representando su matrimonio actual mientras cae en un tedio indeterminado. Entre tanto, el príncipe (?) Jari Jabe, soberano de Farganistán, ve a Fabiola en una presentación televisiva carente de contexto (queda a la imaginación si es un extracto de algo que tuvo lugar en Estados Unidos) y solicita que la secuestren. Para tal fin, contrata a Pachuco (Francisco Bolívar[1]), quien elabora una rápida excusa para capturar a la Gorda y hacerse con un cuantioso botín de 3 millones de dólares. Esto es seguido por la búsqueda que emprende Polilla para rescatar a su mujer en una fábula altamente segmentada.

Ahora, podríamos detenernos aquí, pero a) no parecería un artículo digno de Filmigrana con sólo 340 palabras hasta aquí, y b) We have such sights to show you. Nociones realmente cuestionables durante toda la película, y ligeros dolores de cabeza.

Hay un problema inherente en el humor colombiano, teniendo en cuenta que, al igual que la historia del cine local, ha tenido un desarrollo truncado y cargado de desvíos, a menudo con más Nieto Roas que Aljures[2]. Recordemos por un momento la secuencia de Alma Provinciana (1925) en la que el cándido Perejiles, tras haber caído al agua, manda a planchar su pantalón para luego hallarlo quemado por un descuido amoroso, viéndose obligado a usar ropaje ancho e incómodo que recuerda al eterno indigente Charlot. Félix Joaquín Rodríguez no era ajeno al slapstick perfeccionado por maestros como Buster Keaton, Harold Lloyd y el célebre Chaplin, por lo que este humor se siente foráneo y distinto al que manejan otras producciones contemporáneas, al menos las que lograron sobrevivir hasta nuestros días. Así pues, hemos preservado y actualizado muchas convenciones comédicas del extranjero, especialmente en el cine; pero el desarrollo de nuestra etiqueta de comedia nacional ha caído sobre los hombros de la televisión y, más recientemente, en el stand-up, que a menudo equivale a la escuela formada por Andrés López[3], es decir, chistes que se revuelven en el señalamiento de las manías de la clase media de principios de los años 90. Existen otras corrientes, como la de Los Comediantes de la Noche, pero en general el humor es deprecativo de otras personas y clases sociales que resultan fáciles de señalar. El disfraz y la comedia de props tienen una permanencia notable en el escenario nacional.

En ese marco, Se nos Armó la Gorda toma ejemplo de lo peor de dos mundos, condensando esta relación entre tablas y enlatado en una serie de escenarios y situaciones vagamente conectados entre sí. Polanía y Posada, perteneciendo a un nicho muy específico de la televisión colombiana, llevan sus papeles a través del gag rápido y exagerado, sin que haya lugar a la ironía o el reflejo de una sobreactuación aparente (algo apropiado para el show en el que desarrollaron sus carreras). Esto es reforzado con acentos ‘graciosos’, al parecer el plato fuerte de esta oferta, ya que todos los participantes de esta producción, desde Ricardo Quevedo, la estampa stand-up, hasta el insufrible Alejandro Gutiérrez, a quien le dedican un segmento completo de entonaciones y variaciones del español; Francisco Bolívar merece una mención aparte, dado su esfuerzo con el acento mexicano, pésimamente escrito y caído en credibilidad al final de la película. Que eventualmente los actores olviden qué es lo que están impersonando recae más sobre el director y la elegante estructura del guión[4] que en cualquier otra cosa.

Y es en este guión donde encuentro otro cargamento de problemas, porque es en este recorrido facilista y simplón en el que se pierden numerosas oportunidades para crear identidad y personajes, y a su vez se cae en el ‘chistecito’, ese momento en el que los asalariados llegan al día siguiente a su trabajo a contar tal vez una o dos cosas que vieron en cine, todo carente de contexto y digno de ser olvidado otro par de días después.

Hay algo muy particular que colabora con esta sensación de olvido y desidia frente a la película, siendo que los personajes son altamente olvidables e irrelevantes. Más que todo son disfraces que usan los comediantes para entregar sus líneas o, mejor dicho, sus chistes. Lo más parecido a un personaje es Pachuco, un pandillero asmático con aspiraciones de ser bailarín de tap. Infortunadamente, la credibilidad se cae con la pobreza del arte y los escenarios. A pesar de que los exteriores son en San Francisco, el resto de la película (por motivos de presupuesto, comprensiblemente) se sitúa en simulacros de espacio, algo que parece una bodega pero no lo es, o un potrero que bien podría estar al lado de una interestatal de California o en la vía La Caro – Chía. Esto nos lleva a sentir que estamos frente a un sainete muy barato. El príncipe Jari Jabe, una extraña caricatura del medio oriente, no tiene absolutamente nada que lo redima o que haga de su búsqueda algo significativo, y su insignia personal apesta.

Frente a todas estas quejas, nos queda preguntarnos ¿Cuál es el papel de Ayllón? Se sabe que esta producción fue amparada por el Fondo de Desarrollo Cinematográfico, y el guión es tan específico que no sería sorpresivo pensar que fue escrito en conjunto. Se nos Armó la Gorda es la cuarta obra de Ayllón, después de inaugurarse con Por Qué Dejaron a Nacho? (2012) y continuar con Secretos (2013) y Nos Vamos Pal Mundial (2014). Queda un extraño sabor de boca al pensar que este producto muy redituable y de escasa factura sea el siguiente paso de una filmografía continua y ocasionalmente de género.

En este apartado de la escritura está uno de los momentos más divisivos y chocantes de toda la película: Nelson Polanía y el personaje de Ricardo Quevedo (cuyo nombre no podría importarme menos) llegan a la recreación de un callejón mientras se hacen pasar por médicos de raza negra. La frialdad del blackface que portan ambos comediantes, fuera de contexto en el tráiler de la película, enfría el espinazo e insulta la integridad del espectador. Es cierto que esta práctica de maquillaje ya no tiene las mismas connotaciones racistas de mediados del siglo XX, pero su uso se puede percibir como insensible ante una audiencia norteamericana, especialmente afrodescendiente. No obstante, tenemos que recordar que la película está dirigida a un colombiano promedio, y cabe la posibilidad de que sea más bien una alusión al Carnaval de Negros y Blancos de Pasto, a juzgar por la imitación de acento pastuso que hace Quevedo en este segmento. En un intercambio con un pandillero originario de Buenaventura, queda la leve impresión de que hay una intención de añadir capas o niveles de lectura a una película otrora carente de contenido.

Infortunadamente, todo lo anterior se cae al suelo al culminar la secuencia de “la pandilla negra”, en un lamentable y escatológico gag de orina. Situaciones semejantes se repiten en otros segmentos, como la ridiculización de la homosexualidad, que se trae a colación como un chiste rápido y no como una faceta del “personaje” de Ricardo Quevedo. Me parece lamentable, porque con Secretos, Fernando Ayllón parecía que iba a tomar un camino tortuoso pero necesario con el cine de género. ¿Es este el inicio de la carrera de un journeyman colombiano? ¿O se verá tentado este director/guionista a tomar el atajo de este humor simplón, televisivo e irresponsable del que tanto nos quejamos, pero seguimos pagando con nuestros bolsillos y genera una ilusión de industria?

Está bien: voy a hacer de cuenta que Por Qué Dejaron a Nacho, Si era tan Bueno el Muchacho nunca existió.

¡Hey, qué bien!: A menos de que sea un drama intimista británico, hay pocas ocasiones en las que podemos ver personajes comiendo. El blooper reel ofrece una ventana a la producción.

Emhhh: La mayor parte de la película.

Qué parche tan asqueroso: Señores Manuel Monsalve (Montaje) y Juan Carlos Enciso (Fotografía), siéntense un momento a reflexionar sobre lo que hicieron el año pasado, y piensen si es correcto con el cargo que estaban ejerciendo. Gracias.

Estimados lectores, no pierdan su dinero con esto, van a olvidar esta película a los dos días. Con la intención de preservar ciertas tradiciones, traigo a colación nuevamente un drinking game[5] para cuando pirateen la película y quieran vivir un agradable rato de amnesia. Elija una de las siguientes opciones y tómese un trago cuando:

  • Presenten a un personaje en cuadro congelado y motion graphics.
  • Haya un chiste de flatulencia de la Gorda Fabiola.
  • Alguien imite un acento (no recomendado para hígados débiles)
  • Alguien proyecte 3 o más sombras en una pared.
  • Haya un jump-cut.
  • Corten a un plano del Golden Gate.

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[1] Go-to guy de la juventud, como lo recordaremos en Silencio en el Paraíso (2011), y colaborador reciente de Ayllón en Secretos (2014)

[2] En este momento notificamos cuán memorable es La Gente de la Universal (1991).

[3] Comediante cuyo prontuario cinematográfico merece sus propios artículos, sin mencionar el talk show nocturno que transmiten por televisión paga.

[4] Es necesario apuntar que hay al menos una secuencia que fue filmada exclusivamente para material promocional, y no pertenece a la película en sí, rompiendo cierta “regla invisible” de usar siempre pietaje existente con el fin de vender el producto. La secuencia adicional explica el por qué de lo que vamos a ver, en adición a que los diálogos existentes en el producto final lo reiteran sin cesar.

[5] Esta notable práctica surgió con la muy mediocre Crimen con Vista al Mar (2013) y no con cierta película de Juan Camilo Pinzón que no quiero mencionar en este artículo, como muchos podrán pensar.

Terry Zwigoff: Art School Confidential (2006)

Los placeres de una educación liberal en las artes son seriamente disminuidos cuando se toma totalmente en serio, más aún cuando se recibe sin siquiera un ápice de puro e inadulterado odio y desagrado por los demás. Es una sensación extraña, la de odiar a alguien sin que éste lo sepa o sin saber como se llama o quien es o cuanto tiempo le queda en la tierra, pero no por esto deja de ser satisfactoria (lo es, excepto cuando no lo es tanto). Aquel odio irracional puede ser motivado y aumentado por un gesto, una frase, un manerismo, pero en realidad nace de simple presencia. Hay una persona allí cerca, y asumir que es decente y bienintencionada francamente no es tan emocionante como desear su horrible y pronto deceso. Aquellos deseos, por fortuna, rara vez se cumplen y probablemente son atajos rápidos de la mente para ignorar los problemas propios y procrastinar un rato más.

Esa sensación, claramente sociopática, es una que frecuentemente impulsa tanto el cine de Terry Zwigoff como las novelas gráficas de Daniel Clowes. La misantropía puede ser un poderoso combustible narrativo y creativo: En Crumb (1994), Zwigoff construye un documental alrededor del dibujante Robert Crumb, su vida y sus perspectivas asociales. En Ghost World (2001), su primera y estupenda colaboración con Clowes, sigue a Enid y Rebecca, dos adolescentes con una visión terriblemente ácida del mundo y de las extrañas criaturas que lo habitan. En Bad Santa (2003) tiene como protagonista a un alcohólico y suicida ladrón navideño que normalmente pasa la víspera de navidad vomitando en oscuros callejones.

Todos aquellos filmes, no obstante, estaban teñidos hasta cierto punto de una humanidad latente y dolorosa que eventualmente rebasaba el molde de misantropía que inicialmente parecía impenetrable. No por esto dejaban de ser sumamente divertidos ni humorísticos, pero si resultaban más palatables que su más reciente trabajo, el aquí reseñado Art School Confidential, basado en un comic de 4 páginas de Daniel Clowes y que responde a la pregunta de ¿Qué ocurriría sí existiese una película donde no hubiese personaje alguno con quien sentir empatía?. La respuesta es, en mi opinión, una despiadada, cruel e hilarante comedia sobre la pretensión y la mediocridad en el mundo del arte que claramente no es para todos los gustos. El filme, sobra decirlo, fue un fracaso de taquilla y crítica, en parte perjudicado por la altísima expectativa sentada por su previa colaboración, una obra mucho más lograda y pulcra que ésta.

Pero Art School Confidential tiene algo que Ghost World no, y eso una ausencia completa de miedo y escrúpulos a la hora de masacrar a sus personajes y las universales contradicciones e idioteces que habitan la educación en las artes. El filme inicia con un joven Jerome Platz (Max Minghella, cuando adulto), un chico de los suburbios de NY cuya fascinación por el arte, y por ser un gran artista, desde su temprana infancia le hace víctima de varias palizas y de algunos cumplidos inofensivos de mujeres adolescentes que nunca en un millón de años se acostarían con él. Pero esto se debe a que Jerome es un artista incomprendido en un hábitat hostil y lleno de filisteos y todo cambiará una vez entre al Strathmore Institute. Pronto, nos encontramos en aquel santuario de ladrillo lleno de distintos estereotipos vivientes de una escuela de arte mientras la marcha circense In Storm and Sunshine acompaña los créditos iniciales.

“I dunno, Jerome, it justs seems a little too good to be true.”

Como la frase de arriba lo expone, no todo es perfecto en Strathmore, una idea que el joven Jerome pronto aprenderá a las malas: Un asesino en serie estrangula víctimas al azar en el campus del lugar, sus compañeros de cuarto son un obeso y vulgar estudiante de cine (Ethan Suplee) y un amanerado aún-en-el-closet estudiante de modas (Nick Swardson), y sus compañeros de clase y maestros están lejos de ser impresionados por su talento innato. Por suerte, hay mujeres. “Art School’s like a pussy buffet”, dice Bardo (Joel David Moore), un mediocre estudiante cuyo trazo definitorio es que constantemente se retira del periodo académico y con quien Jerome hace rápida amistad. Pero las mujeres de la escuela de arte están locas, o al menos estos bosquejos unidimensionales lo están, y no es sino hasta que Jerome conoce a la modelo de dibujo Audrey (Sophia Myles), que la historia encuentra un camino por el cual seguir, aunque reticentemente.

Aquí yacen los mayores problemas del filme de Zwigoff: Primero, la narración es en el primer tercio desperdigada y desconcentrada ya que Zwigoff se toma su tiempo en encontrar qué historia específica desea contar más allá de las varias aventuras de Jerome Platz en esta pesadilla de escuela de arte. Como resultado Zwigoff obtiene un extraño ritmo de viñetas inconexas atadas solo por ir una detrás de la otra. Segundo, los personajes rara vez trascienden su valor de cliché, y esto incluye al desgraciado Jerome quien nunca nos resulta lo suficientemente interesante como para reconocerle en el rol de protagonista.

Ahora, he aquí la contradicción: El resultado final es lo suficientemente demente y extraño para funcionar como una alternadamente sólida y desbalanceada comedia negra. Aunque nos resulten superficiales, los repudiables personajes nos resultan reconocibles (especialmente si su experiencia personal ha pasado por ambientes similares). Son efectivos blancos de odio y venganza y su tragedia ficticia nos resulta grata: Zwigoff apela a nuestras tendencias misantrópicas y psicopáticas sin castigarnos ni responsabilizarnos por ellas. Pero está presente también un melancólico sentimiento de lo que pudo haber sido una gran película, auxiliado por secuencias cómicas verdaderamente inspiradas donde todo parece conectarse efectivamente y por varios actores veteranos haciendo su mejor esfuerzo: John Malkovich, también productor del filme, es un ególatra y aprovechado profesor, Jim Broadbent es un ex-alumno perdido en el alcohol y en la locura, Matt Keesler es un fascinante y poco emocional “estudiante” cuyas obras infantiles pronto son loadas como la siguiente ola del arte contemporáneo, Steve Buscemi es un galerista obsceno y agresivo, y Adam Scott es un famoso artista pedante que resume en una escena la ley que parece regir a quienes están en el filme: “I am an asshole because that’s my true nature.”

Art School Confidential se toma aquella máxima a pecho, incluso haciendo uso de un lenguaje fílmico agresivo y plano, casi rayando en la cámara de las sitcoms estadounidenses. Aquella decisión no es discordante con el tipo de humor manejado en el filme, poco sutil y sumamente vicioso, pero sí nos hace preguntarnos que ocurrió con la identidad visual hipnotizante y paciente que Zwigoff había demostrado hábilmente en Crumb y Ghost World. Parte de esta pregunta es respondida por Bad Santa, la primera incursión abierta de Zwigoff en Hollywood[1], y cuyo más elaborado guión distrajo con éxito del blando estilo visual de las comedias estadounidenses de estudio. Los dos filmes tienen en común también al director de fotografía Jamie Anderson, cuyos otros trabajos (The Girl Next Door, The Flinstones in Viva Rock Vegas) no denotan tanto una visión personal del cine como una obra adecuada y profesional pero indiferenciable e intercambiable entre sí.

Tanto Ghost World como Art School Confidential han traído resultados perjudiciales a quienes han estado involucrados en ambos rodajes, dando pie a lo que llamo sueltamente la maldición Zwigoff-Clowes: Tras recibir un alto número de merecidos cumplidos por su trabajo en el primero, Thora Birch cayó en documentada desgracia auspiciada por su dominante padre/manager Jack Birch[2]. Brad Renfro, por su lado, vio su prometedora carrera llegar a un apurado final a los 25 tras una sobredosis de heroína. Matt Keesler, luego de una exitosa carrera en el cine independiente noventero (incluyendo filmes de Gregg Araki y Whit Stillman), tuvo que retirarse de la actuación por falta de demanda laboral y se graduó el año pasado de Biología del Reed College con la siguiente tesis: Effects of Antimalarial Drugs on the Vocal Central Pattern Generator in the Frog, Xenopus laevis.

Aquella maldición también tuvo su peso sobre el director, quien no ha dirigido un filme desde entonces. Aquello es una pena, porque a pesar de todo, ninguno de sus filmes tiene contraparte remotamente similar en el resto del cine estadounidense. Sería interesante ver a Zwigoff volviendo a rus raíces independientes o documentales o quizás probando suerte en un género distinto, cómo el thriller o el género negro[3] (la secuencia subjetiva del estrangulador de Strathmore es estupenda). Por ahora tenemos una corta y valiosa filmografía para revisar, y parte de esta es Art School Confidential: nada amistosa y llena de imperfecciones, pero también única y sumamente personal.

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[1] Sus batallas con las parejas de hermanos Weinstein y Coen, además de con el siempre complejo Billy Bob Thornton, fueron bien discutidas, e incluso existen tres cortes finales distintos para aquel filme.

[2] Este conoció a la madre de su hija en el set de Deep Throat, donde ambos actuaron.

[3] Un proyecto basado en una novela de Elmore Leonard por desgracia nunca llegó a concretarse por problemas con los derechos de la obra.

Phillip Noyce: Blind Fury (1989)

“I can’t see anything.”

No ver absolutamente nada, la ceguera, ha sido una premisa explorada ampliamente y con variantes grados de comprensión y compasión a través de la azarosa historia del cine: Audrey Hepburn fue estafada/aterrorizada por una pandilla liderada por Alan Arkin en Wait Until Dark (1967), Val Kilmer apeló a la emotividad romántica de la audiencia y de Mira Sorvino en At First Sight (1999, dirigida por nuestro viejo conocido Irwin Winkler), el mundo fue negro para una Rani Mukerji sorda y ciega hasta que conoció su mentor en Black (2005), los reputados miembros del ejército Vittorio Gassman y Al Pacino (“Hoo-ah!”) guiaron a sus aprendices y sedujeron a distintas mujeres en ambas versiones de Scent of a Woman (1972 y 1992, respectivamente), Andy García buscaba proteger a la ciega pianista prospecto Uma Thurman en Jennifer 8. Pero ninguna de estas películas alcanza siquiera a rasguñar la superficie de corrupto frenesí propuesto por Blind Fury, dirigida por el australiano Phillip Noyce, donde Rutger Hauer (soberbio y sorprendentemente sutil) pierde su vista en el Vietcong para convertirse en un Samurai/vagabundo errante al mejor estilo Zatoichi. Demencial, impredecible y furiosamente entretenida, es evidente desde la primera línea el tipo de sensibilidad con el que el tema será tratado, y sí no queda claro, pronto habrá hora y media más de absurdo abuso por parte de las personas frente al discapacitado personaje principal y reciprocidad vía espada.

El filme inicia con una corta secuencia en Vietnam (acompañada de créditos y falsa música oriental provista por J. Peter Robinson, gamelán y sintetizadores en cantidades oprobiosas) en la cual vemos a Nick Parker (Hauer) poco después del evento que le quita la vista, acogido por una tribu local donde es entrenado y reformado para blandir su cuchilla a diestra y siniestra en pro del bien común. 20 años más tarde en las playas de Miami, Parker (cuyo único defecto es su blando nombre además de, bueno, estar ciego) se encuentra en busca de uno de sus compañeros de escuadrón, no sin antes hacer una parada en un agujero de mala muerte para probar la comida local (aparentemente mexicana). Este es tan buen momento cómo cualquier otro para hacernos la pregunta ¿Cuál es el maldito problema de los personajes con los ciegos? Una banda de latinos,  claramente hinchas del Heat, entra al lugar y procede a fastidiar de inmediato al afable veterano de guerra: “Hey man, you want to have some salsa on your burrito!”. Una desafortunada mujer distrae a los maleantes con su cartera, y pronto estos acaban en el mal lado de una violenta y cómica golpiza, a pesar de contar con cuchillos, superioridad numérica y la habilidad de ver.

Y no serán los únicos.

La narración salta a Reno, Nevada, donde un grupo de mafiosos sostiene de las piernas a Frank Deveraux (Terry O’Quinn, listado en esa temprana fama cómo Terrance), el camarada de batalla buscado por Parker, ahora un químico industrial con dudosas decisiones de vida a juzgar por su primera aparición (situación que nos lleva a la pregunta ¿Qué diablos hace un químico en una ciudad conocida por sus casinos?). Dicha mafia es liderada por MacCready (Noble Willingham), quien desea que Deveraux cocine una droga sintética sin nombre, muy probablemente crystal meth, o de lo contrario habrá un pronóstico corto y oscuro para si mismo y su familia. Nuestro protagonista, mientras tanto, ha conocido a su ex-esposa Lynn (Meg Foster de They Live) y su hijo Billy (Brandon Call, luego J. T. en Paso a Paso), un mocoso alérgico y malcriado obsesionado con los reptiles de goma y con serios problemas familiares. Estos sólo empeoran a la llegada de Slag (Randall “Tex” Cobb), la grasosa y barbada mano derecha de MacCready y un par de (claramente) falsos policías que vienen en busca de Billy. Al encontrar algo de resistencia por parte de la entendiblemente desconfiada familia Devereaux, Lynn es rapidamente despachada con una escopeta, lo que deja a los maleantes cara a cara con el bastón/espada samurái de Nick Parker.

Maestro del arte de trozar personas sin remordimiento (y mucho mejor si son ratas sin escrúpulos cómo todos los villanos acá representados), el vagabundo pronto mutila a uno de los policías (¿para qué disfrazarse de policías si van a volarle las tripas a sus víctimas de la forma más ruidosa y desconsiderada posible?), asesina al otro y hiere a Slag, de lejos el más cruel de todos los enemigos enfrentados. Parker toma a Billy, sin avisarle de la muerte de su madre a él ni a nadie, y juntos toman un bus rumbo Reno (el sensible Billy: “I get the window seat, you don’t need it, you’re blind”), donde esperan encontrar respuestas y reunir a la diezmada familia. Allí se encontraran con varios adversarios más, incluyendo una pareja de rednecks, un vaquero de poca monta y un auténtico samurái (Shô Kosugi, nada menos que el auténtico Black Eagle), el interés romántico de Deveraux en forma de mesera burlesque (la hermosa y recursiva Lisa Blount), y una aventura llena de humor políticamente incorrecto, caos controlado y una notoria ausencia de profesionalismo criminal y policía local o cualquier institución de ley y orden (la cuenta de cuerpos es de más de 20, por cierto).

Lo que debería ser el nuevo eslogan de Reno, Nevada.

El producto final, a pesar de su amigable y relajada actitud, tiene en su contra un par de obstáculos por franquear. El más notorio de ellos viene en el centro emocional del filme que, a pesar de todo la locura que le rodea, es la incipiente y fallida relación de Nick y Billy (quien nunca deja de ser irritante, cómo la mayoría de los niños actores que cundieron la década de los 90). Un esquema común en el cine norteamericano, darle el puesto de copiloto “romántico” a un niño en lugar de una mujer para darle profundidad y humanidad al personaje principal, el “tío” Nick se convierte en el ángel guardián del desagradecido infante, quien al final acaba sintiendo en el ciego lo más cercano a una figura paterna en su trágica vida (“Please don’t leave me, everybody leaves me!”). Esta curiosa mezcla de comedia screwball y melodrama causa que la narración sea fragmentada y episódica (aunque consistente en calidad y eficacia), algo que no es auxiliado por la excesiva cantidad de personajes con los que Noyce tiene que hacer malabares.

Sólo escribí “malabares” cómo excusa para poner esto.

Por fortuna para todos, los problemas no son tan molestos para lograr detener este desenfrenado tren de puro e inadulterado entretenimiento. Comandado con confianza y lucidez por Noyce y Hauer, el tiempo se pasa volando y la película es satisfactoria tanto en comedia cómo en acción (la última coreografiada expertamente por Steve Lambert). Noyce, cuya carrera ha sido una bolsa mezclada de sólidos éxitos de género (el thriller de altamar Dead Calm, el tenso drama político Catch A Fire), esfuerzos personales sobre su país natal (los dramas históricos Rabbit-Proof Fence y Newsfront) y variopintos proyectos hollywoodenses (Patriot Games y Clear and Present Danger de la saga de Jack Ryan con Harrison Ford, los inclementes bodrios The Saint, The Bone Collector y Salt), logra con esfuerzo ubicar el presente en la primera categoría. Ayudado por admirables y exacerbadas actuaciones de su amplio reparto, Noyce crea lo más cercano posible a una caricatura con humanos. Hauer, por su lado, tiene una de las mejores actuaciones de su excelente carrera, llevando al extremo su cuerpo, compromiso y talento por una obra que le necesita para funcionar. Su sola expresión al tragarse una piedra en una pesada broma de Billy (piedra que luego escupe con violencia sobre la frente del niño con una carcajada de victoria) es suficiente razón para conseguir Blind Fury a de través sus medios predilectos y dedicarle una velada. Sí este suena cómo su tipo de distracción, no habrá arrepentimiento alguno.

Nobuhiko Obayashi: Hausu (1977)

Dándole un inicio adecuado a esta segunda Semana de Horror en nuestra entrañable plataforma, me arrojé en un oleaje de osadía y decidí tomar una película que de puertas para afuera es un clásico del género, mas oculta tras sus numerosas capas un cuantioso substrato de material cinematográfico que exige un análisis mucho más puntilloso que lo que podría permitir un par de magros visionados. Fue una postura de atrevimiento irrespetuoso, algo muy común en Filmigrana, pero sus refrescantes y torrenciales aguas no pueden ser despreciadas.

¿Con qué rostro o conjunto de ideas se puede asumir algo tan vasto y sobrecogedor como Hausu, que con la calidez de un hogar en sí es la romanización de la palabra House? No es fácil para nostros como tampoco lo fue para ellos, los espectadores de finales de los 70’s, para quienes el horror italiano de la época, bien conocido por su carácter altamente formalista, no era un bien accesible con el cual pudiesen habituarse a este tour de force. Y avergonzado me siento, en una proporción muy generosa, al describir tantas facetas sin orden ni progreso pero, en su lugar, no hablar nada de la película en sí, dejando en su lugar un enorme signo de interrogación para los recién llegados. Hausu es una fábula juvenil, es una sórdida película de horror, es un pavorrealés despliegue de celuloide; Hausu, en una manera snob y poco imaginativa a la hora de los epítetos y descriptivos, puede ser para algunos “Vera Chytilová meets Norman McLaren en un templo/parque de atracciones asiático”, mas para otros está Nobuhiko Obayashi (1938), quien ya llevaba un buen tiempo experimentando con la cámara de Súper 8mm, y que desde 1964 había fundado una suerte de colectivo de realización, junto con Donald Richie (director de Five Filosophical Fables de 1970, cortesía del Tubo) y Takahiko Iimura (autor de cortos de la calaña de Kuzu de 1962, ejercicios deconstructivos de elevada complejidad), y “Film Indépendant” era el nombre de dicho colectivo, algo a lo que se le puede oler el tufillo de Nouvelle vague e ínfulas artísticas a una distancia considerable.

Splitscreen, uno de varios.

Aunque el más ortodoxamente apegado a Jean Luc Godard en cuanto a experimentación y ensayo audiovisual es Iimura, Obayashi genera una sensibilidad mucho mayor y construye una experimentación que va de la mano con una noción de narrativa. Afortunadamente, también le ayudó el hecho de ser prolífico y versátil en contraste a sus compañeros, y halló suficientes nichos en los comerciales de su televisión nacional para así desarrollar una pericia visual que vive en la frontera de lo genial y lo puramente excéntrico.

A Hausu, en medio de mis descripciones anteriores, la anoté como una suerte de fábula o cuento de hadas destinado a las jóvenes adolescentes, cual si se tratara de un relato de los hermanos Grimm. Es una historia de una bella señorita, conocida como Gorgeous, y sus 6 amigas, todas estudiantes de secundaria, quienes se preparan para sus vacaciones de verano. Gorgeous se prepara para salir de viaje con su padre, pero éste le hace cambiar de parecer cuando le informa que su novia, la hermosa y siempre tranquila Ryouko, también irá. El viaje de las 6 amigas también se cancela por motivos ajenas a ellas, pero Gorgeous decide visitar a su tía que vive en un chalet campestre, y aprovechando la coyuntura, invita a sus amigas. A lo largo del viaje conocemos a cada una de las chicas, teniendo todas una característica que las demarca y distingue de las demás, al más puro estilo de los 7 Enanitos de Blancanieves (espero noten la coincidencia); así, Kung Fu es sumamente atlética y dotada de muy buenos reflejos; Fantasy es soñadora y amante de las fotografías (incluso teniendo una relación vigente con uno de sus profesores); Prof es objetiva y concreta, una dama del conocimiento; Sweet es tímida y le agrada hacer aseo; Mac (una contracción de stomach) es la glotona del grupo, y Melody es una intérprete musical de alto nivel. Gorgeus, por su lado, solo tiene a su favor que es bastante bella y le encanta maquillarse y estar bien vestida, e incluso se podría argüir que tiene la capacidad de cambiar de vestimenta a voluntad, pero ya hablaremos un poco más de eso al señalar algunas elecciones de estilo en la película.

Que sean artimañas del cine mudo no quiere decir que sean inútiles. Por otro lado, “Haaausu”.

La carne del asunto empieza cuando ellas llegan al chalet de la tía, y aunque son recibidas por ésta en una posición de fragilidad, pronto se enterarán que ella, el gato de la casa y otros fenómenos locales son mucho más misteriosos, aterradores y aleatorios de lo que ellas podrían creer. ¿Qué distingue una trama como esta a algo semejante a, por poner un ejemplo, House of Wax (1953) de André de Toth, tratándose de una criatura malévola con métodos especiales de deshacerse de sus víctimas? Además de la creatividad e inventiva que se despliega en cada escena, es la formalidad de los sucesos lo que llama más la atención de esta película, relegando incluso a un segundo plano el argumento.

Hay un amplísimo tabló de situaciones a través de las cuales las pobres colegialas van conociendo su funesto destino, en un esquema que puede traer a la memoria la clásica Willy Wonka and the Chocolate Factory (1971) de Mel Stuart, siendo que cada una de ellas va sucumbiendo frente a situaciones que se relacionan con sus rasgos característicos, posibilidad que no se sienta tan descabellada si recordamos que Obayashi no solo es un hombre atento al cine internacional, sino que además ha trabajado ya con numerosas estrellas de la costa oeste estadounidense. Curiosamente, cuando tenemos la expectativa de que todas encuentren la fatalidad de manera más o menos ‘formulaica’, Hausu nos sorprende con un paquete de novedades alarmantes, en la guisa de ejemplos como una lámpara devoradora, o una sepultura/violación ejercida por colchones y edredones malignos. Me temo que nada de lo que he escrito tiene mucho sentido, pero ¿Cómo habría de enmarcar la lógica de esta película, si no es descrita con mucha mayor propiedad a un nivel visual? Hago lo que puedo con las letras, mas mucho me temo que existen mejores maneras de explicar un largometraje como el que nos embarga en esta ocasión.

“Like some cat from…” (me aguarda una paliza)

Muchas secuencias quedan para la memoria, como la clásica afrenta del piano que lidia con su intérprete (lo lamento, Melody) o la discusión entre el umbroso vendedor de sandías y el profesor Togo, como recordaremos, el novio de Fantasy. Tomando en cuenta esto último, aspectos como la efebofilia y la desnudez de los cuerpos núbiles de estas muchachas son jugados con una maestría que no termina de encajar con nuestros sets de moral. Las jóvenes, siendo todas ellas vírgenes (y por esto mismo víctimas de las triquiñuelas de la casa y potenciales meriendas de la tía no-muerta) demuestran que sus rasgos son el paso previo a la adquisición de la sexualidad, y solo Fantasy tiene un atisbo de ser más ‘aventajada’ y a su vez consciente del peligro que las demás, posiblemente por algún detalle que involucra al profesor Togo. Pero no hay mucha cabida para análisis directos y serios, porque hay mucha bufonería y desenfado sucediendo mientras intentamos teorizar las relaciones de estas mujercitas. Personalmente, mi favorita es Kung Fu, la más decidida y firme del cadre, quien incluso en sus últimos momentos manifiesta un control de la situación, su leitmotiv de combate es realmente encantador¹.

Tanto musical como visualmente la película es un collage que marca precedente, empleando diversos trucos y artificios para lograr añadir un efecto que distinga cada escena de las demás, y con ello volvemos a tomar en cuenta la influencia de Film Indépendant y sus escasos pero valuables miembros. Hay tantas imágenes que referencian el estado de la cultura popular en el Japón como los hay de eventos externos y detalles que Obayashi emplea para imprimirle mucho más Technicolor a este estrafalario cuento, por lo que es necesario conocer la trayectoria o (cuando menos el impacto) de un actor como Tomozaku Miura en la cinematografía japonesa de posguerra para comprender la secuencia de la partida del prometido de la malvada tía, en sí misma filmada a la manera de un drama nipón de los 40’s.

Hay elementos de toda nacionalidad, época y función. Primeros planos, siempre son bendecidos.

Habiendo arado el terreno con una pieza de semejante envergadura, Nobuhiko Obayashi realmente no pudo aumentar la calidad de su juego tras el éxito finamente orquestado de Hausu, pero siguió trabajando con un tren de ideas similar, en lo que algunas personas con una cierta vaguedad de términos llamarían “surrealismo”, pero en mi humilde opinión lo considero como una muy buena inversión de la creatividad y los medios al alcance para subvertir los esquemas existentes, de la misma manera que alguien como Hyeronimus Bosch no tuvo que recurrir a alguna suerte de teoría freudiana inexistente en su época para recombinar y moldear las maravillas que alguna vez pintó. Con esta visión de la muerte colorida, metida con calzador (porque no menos se espera de Valtam, su humilde servidor) me despido, para seguir restregando mi cabeza con esa agua entintada de sangre que tan gratas imágenes me permite alucinar bajo su superficie.

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¹ Dejé, de manera más-o-menos deliberada, un hipervínculo que ligaba a un contenido en demasía obtuso e irracional (en una lectura muy distinta de estos términos a la que podría llevar la presente película) y que no tenía absolutamente nada que ver con el artículo que me precio de escribir, mas de todas las lecturas recibidas en las últimas 18 horas solo hubo un click a dicho enlace, y al parecer no le resultó fuera de lugar la dichosa inserción. Es este un pequeño comentario que quería hacer, sin que volara al territorio del reclamo, concerniente a la posibilidad abierta de opinar en este espacio. No siempre tiene que ser algo complaciente y acorde a la visión del autor, saben todos que con mucho gusto respondemos la grosería impertinente, pero una discusión de cuando en cuando a nadie le sienta mal, sobre todo si se trata de un montaje parodiando la experticia ganada en los videojuegos, el enlace del que hablaba (NOTA ED.: dicho enlace murió en algún punto desde la publicación del artículo).

Mike Nichols: The Graduate (1967)

En el que observamos cómo se re-asientan las bases de generaciones venideras trilcemente.

Mi alacena es una porcina alcancía. Para abrirla, se debe martillar con la ingenua ilusión de una futura recomposición.

Hace siglo y medio la melancolía y el spleen eran la respuesta inmediata al por qué de la condición humana, la cual, asqueada por la superposición de sus creaciones sobre sí mismas y el fracaso de cualquiera de sus ideales de liberación, manifiesta sarcásticamente su decadencia mediante novedosas expresiones políticas, filosóficas y artísticas. Sin embargo, aún perseveraba discretamente la creencia de que era un mal de época pronto a agotar. Desafortunadamente, nuestros tiempos –tiempos de los que me abstengo de datar su surgimiento- detuvieron aquella desabrida gestación para practicarle cesárea, revelando así al abominable engendro que se alimenta de la fragilidad de la razón: la incertidumbre. Los famélicos sistemas de valores, las batallas que carecen de resoluciones y, sobre todo, la inexistencia de una luz guiadora son sus presas aledañas. La inminencia del estancamiento existencial desiste de considerar juicios cualitativos; el reconocimiento de nuestro sofocamiento castiga con severidad, y la perpetuación del qué-puedo-hacer es la sonrisa amarga con la que nuestros pensamientos reflejan sus condolencias. A veces quisiera creer que la incertidumbre no es el síntoma emblemático de esta era, pero la crisis de convenciones en la que estamos inmersos es tan profunda que nadie pretende ocultarla para evitar un innecesario acto de hipocresía extra.

Este y otros desvaríos pseudointelectuales me arrastran constantemente hacia “Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres” (“Über Sprache überhaupt und über die Sprache des Menschen”) de Walter Benjamin, aquel benditamente endemoniado ensayo por su corporeidad hídrica. Una de sus aristas encuentra en las creencias judeocristianas la justificación de la importancia de primer orden del lenguaje. Una de las dos versiones bíblicas de la Creación (Génesis 2:7) es interpretada de la siguiente manera: el hálito de Dios concede a una masa de barro la facultad del lenguaje, haciendo que ésta se eleve sobre todas las otras creaciones de la Naturaleza; sin embargo, el hombre se aleja del Paraíso y de su Árbol del Conocimiento cuando se apropia de esta cualidad para hacerla signo de juicio de valores externos a su amplitud. En términos menos confusos, se revela que la palabra es el don divino que se deterioró cuando el hombre se apropió de él sin ser consciente de su espíritu y lo rebajó a la abstracción, a que cada persona se sirviera del mismo indiscriminadamente para acomodarlo a su favor. A este egoísmo se le suma otro onírico pasaje: la caída de la Torre de Babel, la sepultura de cualquier futura pretensión por establecer una acertada comunicación entre los hombres. Desde allí el espíritu del lenguaje, aunque debilitado, lucha por el entendimiento, tanto de los hombres con la Naturaleza como entre sí.

Este agrietamiento, bello por su estilo, cruel por su ambigüedad, es una excelsa explicación a la opacidad de toda relación humana. Es más poético, más aliviante culpar de nuestros desencuentros a una ancestral maldición. Sin embargo, a falta de dichos paralelismos comunicativos, debemos conformarnos con sus remanentes. Todos los hombres se hermanan en la confusión que eufémicamente tildamos de pasión. ¿No es, acaso, el apasionamiento un espejismo de eternidad? ¿No es la pasión más que impulsos, un ejemplo más de fear in a handful of dust[1]? Esta fuerza vital diluye momentáneamente a la duda ya que, independientemente de que se accione o no, se valida una preferencia al reconocer un deseo latente. Las inquietudes se desprenden de lo ajeno al pequeño universo que se conforma en la pasión, de miríadas de puntos de vista (inestables, egocéntricos por definición) que se tornan críticos, incluyendo al del implicado. Éste funciona como fuerza centrífuga, donde el centro (el objeto de deseo) y su extremo (el sujeto que desea) penden de una delgada línea (el deseo en sí) que recubre ilusoriamente un abominable vacío con aquel enérgico movimiento giratorio; a su vez, repele hacia afuera todo aquello que se niega a convivir bajo la máquina, toda viruta de la insatisfacción. Si centro y extremo entran en contacto, la máquina eventualmente colapsará; si el extremo no despercude lo suficiente, no hay razón para que siga operando[2].

The Graduate es una de estas máquinas, tal vez la más perfecta jamás creada al servicio del arte.

Todo inicia con Buck Henry, Calder Willingham, (guionista de “Paths of Glory”) y Mike Nichols (cierto novato cineasta, acreedor de cierto reconocimiento por cierta ópera prima titulada “Who’s Afraid of Virginia Woolf?”) y su curiosidad por una deplorable novela de 1963. Su autor, Charles Webb, exorcizó en doscientas sesenta páginas del más ínfimo estilo el más retorcido de sus fetiches (recuerden, es Estados Unidos en 1963, no Francia a finales del siglo XIX): un inverosímil triángulo amoroso entre vecino, vecina y primogénita de vecina. Dustin Hoffmann, Anne Bancroft y Katharine Ross fueron elegidos para encarnar semejante insensatez. Aquel ávido equipo de trabajo iniciaría la laboriosa proeza de exteriorizar qué fue aquello tan revelador que percibieron en tan lamentable novela. A partir de ese instante, todo fue magia.

Breve reminiscencia: mi madre y yo solíamos visitar al extinto Betatonio de la Séptima con 60 para rentar VHS; cuando me encontré por primera vez con la borrosa copia de “El graduado” y leí su reseña, reí con la capacidad de exageración que sólo poseen los preadolescentes. Mi madre me dijo que me calmara, que en verdad era una buena película. Un año más tarde, creo, esas carcajadas se traducirían en lamentos y angustias. Cuán equivocado estaba.

Los dieciséis pasos del cortejo sexual – Paso # 1.

El filme abre con la llegada de Benjamin Braddock al aeropuerto y su inmediata participación en una celebración a su nombre y a sus logros. Su fatiga y reciente liberación de la opresión académica muta en lujuria ante los explícitos guiños de Mrs. Robinson; candoroso, acude intuitivamente hacia ella, confiado de que inaugurarse sexualmente con su vecina y esposa del socio jurídico de su padre y someterse a sus servicios sin cruzar palabra alguna no causará daño alguno. ¿No es esta la paz interior que todo fatalista graduado añora? Sin embargo, una minúscula querencia social se interpone entre en la cándida relación (m)hotelera: los Braddock y Mr. Robinson planean aparear a como dé lugar a Ben con Elaine Robinson para estrechar los únicos lazos sueltos. El próximo advenimiento de la delfina Robinson acciona a Ben hacia lo impensable, quebrando a su paso la rutina masoquista[3]: pronunciar palabras. El giro de deseo se detiene abruptamente cuando hay un primer intento fallido por entablar un diálogo y son concientes de que son niño y madre, que deben perpetuar la copulación y el silencio para que su unión perdure a costa de fragmentarse en más pedazos entre más tautológica se reconoce a sí misma la relación. Lamentablemente, este juego de espejos rotos es tan inestable como inasible. Y Elaine llega.

El espectador, por desprevenido que sea, jamás encontrará acá triángulo amoroso. Nichols es ese escaso genio que conoce a cabalidad el gran misterio de la psique de nuestros tiempos, que a su vez fue mayor descubrimiento de la década de los 60: uno ama en la otra persona, no a. Marcel Proust ya lo había anunciado en En busca del tiempo perdido con mayor ambigüedad[4]; The Graduate astutamente dilata a la incomunicación bajo la máscara de la ingenuidad. La película transcurre como una cita de juegos entre niños caprichosos, donde todos creen que someten a los otros. Benjamin, que está un-poco-preocupado-acerca-de-su-futuro, toma las riendas de su vida a través de pataletas cada vez más audibles. Ese lamento existencial es la imposibilidad de amarse a sí mismo en Mrs. Robinson y en Elaine. Lo mismo ocurre con las Robinson, quienes exponen arquetípicamente las inconsistencias de dos generaciones opuestas: una ilusoria y otra ilusoria sobre la desilusión.

Ahora, ¿se puede seguir creyendo inocentemente que es sólo una película que emblemáticamente clausura la turbulenta década de los 60?

April Come She Will”, mi composición favorita del aclamado dúo Simon & Garfunkel, termina con los versos “September, I’ll remember/a love once new has grown old”. Aceptar que el deseo se despliega, que muere, vive y nace de nuevo sin control alguno es doloroso, pero lo es aún más no aceptarlo. No quiero saber cómo termina la historia, no me interesa saber qué ocurre una vez el bus municipal se detiene en su última parada, aunque a otras personas sí[5]. Prefiero conservar esa última instantánea de una pareja recién desenmascarada. El golpe –y qué golpe- trasciende lo simbólico porque es un terror real; Ben y Elaine deben revolucionar ese vacío antes de que los devore la estropeada máquina. Con toda seguridad los devorará; sin embargo su reconocimiento les brindará mayor tranquilidad y tal vez más tiempo. Esta epifanía final es el llamado final al espectador. Todos deben admitir la querella contemporánea y aprender a aceptar que ese residuo de entendimiento sigue siendo entendimiento, por inferior que sea.

¿No es la pasión la única comunicación tangible? Si se reconoce sólo como medio y no como red, sí. Además, no sólo hay pasión sexual. El mal necesario de los románticos tardíos, por ejemplo, es acudir al Absoluto así sepan de entrada que no existe; su placer consiste en esa falsa búsqueda[6]. Nichols puede dormir tranquilo porque sabe que entre tantas trampas falsas nos ofreció una luz guiadora para enfrentar a esta catástrofe, a esta certeza de la incertidumbre.

Nos corresponde a nosotros actuar como Tiresias: ser profetas de lo que ya pasó, porque seguirá pasando.


[1] T.S. Eliot, “The Waste Land”. El célebre poeta reconoce la dificultad de superar nuestras crisis como humanidad puesto que todo es un conjunto de imágenes rotas.

[2] Espero que Jacques Lacan me apoye desde el Estigio por mi osado símil (¿no es éste acaso el frágil paso en el que todo lo Real recae en lo Imaginario?).

[3] Es reveladora la diferencia que señala Lacan: “El sadismo es para el padre, el masoquismo es para el hijo” (Seminario 23: el sympthome).

[4] Con la cabeza agachada confieso que sólo he leído “Por el camino de Swann” y “Tiempo recobrado”. Aun así, encuentro suficientes elementos en este último volumen para justificar que Marcel llega a la madurez comprendiendo que debe ser a pesar de Albertine y de Gilberta.

[5] El despiadado Webb se atrevió a escribir Home School. No me cargaré con la úlcera que implica su explicación.

[6] San Martín Bueno, mártir de Miguel de Unamuno es un excelente ejemplo de esta causa perdida.