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Federico Fellini: 8 ½ (1963)

En el que sólo se desean cuatro muros y listones de adobe

Il gioco rivela fin dallinizio una povertà dispirazione poeticaMi perdoni ma questa può essere la dimostrazione più patetica che il cinema è irrimediabilmente in ritardo di cinquant’anni su tutte le altre arti.

Carini, el crítico

-o-

I don’t mean to seem like I care about material things

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I just want four walls and adobe slats for my girls

Animal Collective – “My Girls”

En la precaria sala de juntas de Filmigrana (un acogedor garaje, próximo a coronarse con una guirnalda de Q.E.P.D.), así como en cualquier junta alimenticia, se valora cualitativamente cualquier pieza que resista el desmembramiento subjetivo hasta hacerse aserrín. Al elegir obras tildadas de artísticas no nos diferenciamos de cualquier otra cofradía de machos alfa o de mujeres revoltosas; a fin de cuentas es el mismo dinámico ejercicio del choque de gustos, egos y caprichos que revigoriza y justifica el placer y deleite de ser un simple agente externo, aquel que es jurado, juez y verdugo del mundo. No obstante, si encontrara microscópicas salvedades en nuestra experiencia compartida en común serían las expectativas de generar conciencia y formar carácter para un próximo despegue materialista, en el correcto sentido de la palabra. Con estas ilusiones hemos marchado por varios años, cada uno a su ritmo y con la bendición de la posibilidad académica (como lo asegura el más necesario de los certificados, el más diciente de los cartones).

“L’Art est long et le Temps est court”, escribiría alguna vez Baudelaire en un poema del que sólo retengo aquel verso. Aparentemente cada uno de nosotros ha llegado a dicha encrucijada y las diversas posturas tomadas son satisfactorias, razones (pobres, sin duda alguna) por las cuales no escribimos tanto como lo deseáramos y hemos olvidado el más gratificante de nuestros proyectos (y eso que sólo he escrito cuatro artículos). Todavía persisten los inevitables miedos y horrores propios de todos aquellos jóvenes auteurs que apenas retiran el cerrojo de sus castillos de marfil con la esperanza de poblar al mundo de sus trabajos, productos de años de incesantes reflexiones e introspecciones a las que sólo les falta la aprobación popular. Es el momento preciso para oxigenar al mundo de nuestras consideraciones sobre lo correcto y lo vicioso; tal vez unos cuántos años más y seremos lo suficientemente fláccidos para ser castigados por Pluto. Por lo tanto, ¿qué podría fallar?

Nada más y nada menos que el despegue mismo.

8 ½ es único porque francamente no concibo otra manera de representar la creación artística en un filme mismo. Dentro de la literatura esta labor es más sencilla puesto que la pregunta por su gestación es prácticamente implícita y porque la tendencia literaria permite lograrlo con facilidad; nombraré sólo a Saul Bellow –sobre todo Herzog porque considero que es su mejor exponente. Por el contrario, depurar estas desvaríos en una producción cinematográfica es un trabajo complejo. Sacrificar a todo un equipo y reducirlo a engranajes es un riesgo que pocos toman; aún son menos quienes salen con un resultado decente. Hay dos clásicos hollywoodenses que abarcaron esta problemática y salieron con meritorios resultados: Sunset Blvd. de Billy Wilder y All About Eve de Joseph Mankiewicz, ambas de 1950. Aún así, ambas rodean la vida de dos actrices con las que lastimosamente el público no logra empatizar; su noción de glamour opaca dicha conexión y se mitifica su egolatría hasta el fetichismo (cómo olvidar “I am big, it’s the pictures that got small!”). Federico Fellini no recayó en dicho error y se inclinó por una obra que retrata las mismas crisis aunque con aromas familiares. Su recompensa es Guido, un personaje digno de las más elaboradas romans y a la vez de la más sencilla de las personas.

Ahh, Guido Anselmi, el direttore per eccellenza: cuarenta y tres años de edad, respetado por unos y amado por todas. Socializa, delira, corteja y se reconforta al son de “asa nisi masa” mientra recuerda cómo de niño le hicieron creer que esa canción lo haría propietario de una descomunal fortuna. Lleva cinco meses sin lograr que su próximo filme despegue a pesar de contar con un apoyo financiero ilimitado. Sus (des)encuentros desembocan en reminiscencias y recae en un ciclo en el cual prefiere sumergirse en sus recuerdos para desvanecerse de individuos que claman por su inconclusa victoria y que no cesan de aparecer en el hotel donde todos conviven. Todos esperan a que ese silencio y esa reserva sea la pausa momentánea que todo genio toma como impulso.

Guido no quiere dirigir un proyecto que incluye una nave espacial dentro de sus planes. Tampoco quiere lidiar con commendatores, agentes, obispos y actrices desesperadas. Él prefiere perderse en un vaso de agua, en una adivina o en unas piernas. Él no padece de un bloqueo mental, pereza o fatiga como le asegura a aquellos a quienes pretende esquivar; por el contrario, contrarresta la pobreza del proyecto con una memoria pasiva rica en vivencias. Guido es un peculiar director que cuenta con un enorme respaldo a pesar de sus denuncias antieclesiásticas y la aparente dificultad por aterrizar una historia de amor alguna.  Aún así, a pesar de la abundancia de conflictos de autoría, es ante todo una persona común y corriente. Su maraña de recuerdos es la misma que se pasa por la cabeza de cualquier ser humano con una pizca de sensibilidad. Si hay dificultad alguna en la visualización de este filme es porque a veces se busca más de lo que se debería esperar. Los episodios de Guido son simplemente sus deseos desarrollados; Fellini encuentra aquella doble trampa del lenguaje cinematográfico que confunde más de lo que esclarece para aquellos que se regocijan de su pedantería[1].

Aunque mis resúmenes no sean los mejores (cualquier lector podrá darse cuenta de mi dificultad para recrearlos y mis frecuentes distanciamientos de lo factual) me detendré en una de mis escenas predilectas: la Casa de las Mujeres. En ésta habitan las mujeres de Guido, las cuales satisfacen cada una a su manera los deseos del ambicioso hombre. En un primer momento llega a una mansión cargado de regalos para cada una de las mujeres que habitan en la casa de su memoria: son accesorios que reafirman por qué Guido y solo Guido “il Tesoro” es amo y señor de sus damas, tanto así que sabe con precisión qué gusta cada una de ellas. Acto seguido conoce a dos exóticas mujeres a las cuáles no recuerda haber visto jamás pero a las que les brindará resguardo (“Non importa il nome, solo felice di essere qui”). Después de recibir un baño (aquel mismo que en la infancia le aseguraría que sería un hombre sólido y fuerte) descubre que una Bailarina –la primera a la que Guido vio en su infancia- rehúsa subir al segundo nivel de la mansión, el nivel de las Mujeres Viejas. Aunque desata una rebelión (“Abbiamo il diritto di essere amati fino a settanta anni!”) pronto es represada por Guido y su castrador látigo. Antes de subir a su residencia su imagen se empieza a fragmentar y sus joyas se desprenden a medida que danza un último baile. Al final de esta bochornosa despedida, Guido hace que todas sus  mujeres se sienten en el comedor y dice unas reconfortantes palabras, las mismas que le impiden lograr su felicidad fuera de su cabeza: “Mie care, la felicità consiste nel poter dire la verità senza far mai soffrire nessuno”. Por último, su perseverante esposa Luisa sonríe mientras limpia el lugar y espera que las demás se unan.

Guido se refugia en sus plantillas para soportar su asfixia vivencial. Este hombre es incapaz de equilibrar su vida y lo que abstrae de ésta. De sufrir lo haría por la inconsistencia de las mismas. Pero es Guido, aquel que puede escapar tapándose los ojos, escondiéndose bajo una mesa. Ante la más opaca de las adversidades aparecerá una Luisa, una Carla, una Claudia[2] que le tenderá su guante. Mi reflexión favorita se ancla a la escena descrita por dos recuerdos: la madre de Guido y la Saraghina, aquella gigante que le enseñó a bailar la Rumba. La esencia de ambas mujeres se conserva en su inocencia y son las únicas que no envejecen. Para Guido el deterioro externo es permitido siempre y cuando su cabeza permanezca intacta; “… and from the honeycombs of memory he built a house for the swarm of his thoughts”.

Su opción final es encender la luz roja al proyecto y bailar con sus recuerdos como si todo marchara bien. Todo lo está.

Este filme no es una apología al bloqueo mental. Tampoco es el toque de Midas de Fellini que puede realizar una monumental obra a partir de un busto de cobre. La felicidad que evoca esta película es la sencillez del hombre mismo. Guido se siente y es un logro que pocos artistas alcanzan. Todos tememos pero todos debemos poseer un terreno seguro. Tal vez él llegó en el momento equivocado a dicho proyecto. Le frustra no serle fiel a su esposa, de quien conserva la más excelsa de las imágenes. Qué más da si es el mejor elogio a la egolatría; no es negativo que un personaje sustente por qué es un hombre íntegro.

Uno que apenas se inicia en estos ejercicios quisiera ser como Guido y apropiarse de su cabeza para accionar una cadena artística. Sin embargo esto se logra tan pronto uno recuerda que todo se evoca mas no se invoca, como la presión hace creer. Esta clase de filmes, los cuales son escasos y ni se acercan a la majestuosidad de 8 ½ (La nuit américaine o The Life Aquatic with Steve Zissou), a uno le despiertan esa famélica semilla creadora. Su único defecto consiste en que por fuera de la proyección los miedos brotan de nuevo. Pero después vienen otras oleadas de pensamientos y de recuerdos que lo conducen a uno hacia un sitio, el sitio seguro de uno mismo. Si esta película le recordara a cada uno de sus espectadores que los valores creativos están invertidos, tendríamos obras totalmente diferentes en la actualidad. No es nuestra culpa haber llegado demasiado tarde pero sí lo es el no abrirle las ventanas a nuestra inspiración.


[1] Mi compañero Valtam me ofrece acá algunas luces al recordarme (más bien enseñarme) que Fellini, además de ser un célebre guionista y un empedernido traductor de historietas de Flash Gordon, es ante todo un chico bucólico oriundo de la Romaña. Agregaré que estos elogios a la simpleza también son recreados en Amarcord (1973).

[2] Al respecto de Claudia citaré otro aporte de Valtam que considero totalmente relevante: “… importante a mi juicio, es Claudia, interpretada por Claudia Cardinale. Para Guido es la mujer absoluta, su belleza es casi helénica y su presencia, debatiblemente imaginaria, es mucho más ubicua que la de sus otras mujeres. A ella se le puede considerar una musa, en un sentido mucho más integral de la expresión. Claudia además ya había aparecido en varios protagónicos, destacando La Ragazza con la Valigia (1961)”.