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Erich von Stroheim: The Merry Widow (1925)

Tras haber visto, con sus propios ojos, la reducción de su obra maestra a niveles de comprensión magros, von Stroheim se armó de una indecible fuerza de voluntad para seguir trabajando en condiciones limitadas, aún con un ojo en la industria y otro en la exquisitez artística de sus largometrajes silentes. Gracias al contrato que lo ataba a la Metro Goldwyn Mayer y a la explotación de algún bug de la realidad, nuestro austríaco fue capaz de ensamblar, con toda la energía que eso hubiese requerido, una nueva pieza épica de elevado presupuesto y grandes ambiciones, con todo el toque que caracteriza al falso noble que hemos aprendido a querer a lo largo de estas Clases Magistrales.

Todavía trabajando con material de adaptación, von Stroheim fijó su mirada esta vez en la obra de uno de sus paisanos, Franz Lehár, compositor astro-húngaro y responsable de la opereta que nos concierne, Die lustige Witwe (La Viuda Alegre), de 1905. Es necesario recalcar que en esta ocasión particular la adaptación no se realizó al pie de la letra, como había sucedido un año atrás, y que la trama de La Viuda es apenas un lienzo para plasmar con energía todos los tópicos que habían venido siendo del interés del director. ¿Nobles y aristócratas? Hecho. ¿Confusiones amorosas? Hecho. ¿Personajes recalcitrantes con fetiches y manías obscuras? Hecho y hecho. ¿Que todas las locaciones conserven la sofisticación y elegancia que sólo von Stroheim puede dotar en sus romances? Denlo por sentado.

¿Ya mencioné los soberbios decorados?

En lo que a ficha técnica se refiere, ni siquiera Irving Thalberg recibió crédito por su producción, posiblemente como un gesto de cordialidad tras haber ordenado el recorte de Greed. La solidez del trabajo se presenta en muchos de los colaboradores estrechos de von Stroheim trabajando en departamentos clave, como William Daniels y Ben Reynolds en la cinematografía, Richard Day (director de arte en Greed y Merry-Go-Round) Cedric Gibbons (de fama “Ben-Hur”-esca) y el mismísimo director a cargo del arte, Louis Germonprez como el fiel asistente de dirección y, entre algunos otros, Ernest Belcher a cargo de la coreografía. Un momento, ¿Quién es este último individuo, hasta ahora no mencionado? Se amilanan las explicaciones si menciono que se trata del padre de Marge Champion, famosa bailarina y coreógrafa por su propia cuenta.

En cuanto al reparto, es apenas evidente que a von Stroheim se le restringió trabajar con sus actores de cabecera, viéndose obligado a congeniar con estrellas de la MGM de la talla de silentes como Mae Murray,  John Gilbert y George Fawcett, así como otros actores no menos respetados como Tully Marshall y el bombástico Roy D’Arcy, éste último en un papel muy apropiado para él: de antagonista. Las relaciones personales entre estos actores y el director no llegó a ser muy sana, dadas las excentricidades que hemos venido a apreciar; Norman Kerry, con estrechos lazos desde Merry-Go-Round, no obtuvo el papel protagónico que terminó en manos de Gilbert, pero la decisión de MGM da resultados agradables, y al final éste y von Stroheim ofrecen una obra que es producto de una agradable colaboración.

Nombres grandes, resultados grandes; así deberían funcionar las cosas.

Ya entrados en materia, me siento lo suficientemente cómodo como para dar un pequeño atisbo de la trama. Estamos en Monteblanco, que se nos antoja más similar a los suntuosos locales centroeuropeos de Foolish Wives (1922) y The Wedding March (1928) que a la nación balcánica en la que estaba basada la opereta original, Montenegro. Sin que lo anterior nos importe tanto, a través de una procesión militar (un momento sumamente stroheimiano) nos presentan inicialmente al príncipe heredero Mirko (D’Arcy) y a su primo, el aparentemente bienintencionado príncipe Danilo Petrovich (Gilbert). No pasan muchos minutos hasta que nos enteramos de que Mirko es un completo y miserable bastardo lleno de inquietantes tics, así como de un porte jorobado y notablemente ofensivo que no encuentra mucha resistencia a la hora de antipatizar con el espectador, aunque porte ciertos recordatorios de von Stroheim como actor, sin limitarse al monóculo y a la sonrisa amplia y socarrona; Danilo, por otro lado, es un hombre correcto en la piel de un príncipe taimado, por lo que tampoco deja de tener una cierta ambigüedad en su comportamiento, especialmente su habilidad para conquistar mujeres. Menudos protagonistas.

Como parte de un espectáculo itinerante de vaudeville, “The Manhattan Follies”, llega Sally O’Hara (Murray) acompañada de una comitiva de bailarinas poco agraciadas y un cameo (parecido al de The Wedding March) de Alec C. Snowdenn, esta vez como el músico negro de la banda. El hotel en el que deberían hospedarse se encuentra ya ocupado por la guarnición militar en la que se hallan los príncipes, pero Danilo, impulsado por la recursividad y el exotismo, se las arregla para dotar de habitaciones al grupo de foráneos. Sally, aunque es estadounidense, posee ascendencia irlandesa (¿McTeague, alguién?) dándole un ineludible aire de mujer poderosa y capaz de arreglárselas por sí sola. Rechaza, de esta manera, los avances iniciales de Danilo, pero la situación se complica a medida que el galante príncipe se torna más insistente, lo que coincide con la aparición del barón Sadoja (Marshall), un temible cruce entre el Nosferatu de Friedrich Murnau y un banquero acaudalado, adicional a un fetiche de pies. Sobra decir que este sombrío personaje cae rendido a los pies de Sally a primera vista.

¡Ah! Fetiches de pies, ya hacían falta.

Mirko, viajando a la altura de merecer numerosos epítetos derisivos, trabaja sin descanso para frustrar los esfuerzos de su primo e impedirle que conquiste a una simple bailarina de variedades. La interacción entre los dos se presenta inicialmente con sazonados elementos de comedia física y gags visuales, pero estos incuban paulatinamente el ascenso al odio visceral y sus macabras consecuencias, otra reluciente estampilla del trabajo de dirección. Danilo empieza a decantar sentimientos sinceros por Sally pero ella permanece incrédula e inflexible durante mucho tiempo, hasta que accede a las intenciones del príncipe en un cuarto contiguo a una clásica y desenfrenada orgía de opulencia.

A continuación, haciéndole un guiño a la opereta original (porque nada de lo anterior tiene mayor relación con ella) Danilo planea casarse con Sally, pero su tío, el rey Nikita I de Monteblanco se lo impide, recordándole que se trata de una cualquiera sin apellido, algo que va completamente en contra del protocolo de los matrimonios de la realeza: “Well – what’s marriage got to do with love?“.

Danilo se halla impotente y no puede discutir nada de esto con Sally, pero el barón Sadoja no descansa en sus esfuerzos, y le propone matrimonio a la bailarina, dejando de lado su aspecto físico y sus riquezas, y ofreciéndole como mejor dote la posibilidad de vengarse a su antojo de la familia real. A estas alturas ya se evidencia que al menos Danilo y Sally son personalmente realmente complejos, cuyos arcos de transformación son bastante sinuosos y, sin que sobre decirlo, extraños para la época. El matrimonio entre Sixtus Sadoja y Sally O’Hara, aunque es todo un acontecimiento nacional, no parece evocar ninguna reacción en la familia real, y todo parece irse al Tártaro cuando, en la noche de bodas, Sadoja muere de repente y nace La Viuda Alegre, adinerada pero con una enorme fuga emocional.

Licor: un paso obligatorio en el descenso a la miseria.

Desde este punto del argumento empieza más o menos la opereta, y figuran todos esos elementos que son tan familiares en esta, como la banda sonora (un arreglo de la original escrita por Lehár) y Maxim’s, el club parisino donde los antiguos amantes se reencuentran, aunque en esta ocasión Sally no tiene nada que ver con el establecimiento, ¡Ella ahora es millonaria! Y podría seguir contando la película, pero sinceramente es digna de verse completa, y la cantidad de sorpresas que se desenvuelven a partir de ahí es todo un frenesí, tanto narrativa como rítmicamente.

El producto final es de una alta calidad muy difícil de encasillar, demostrando que ha habido una notoria madurez en el trabajo del director desde su última ventura en el género con Foolish Wives. El apartado visual se halla en la cumbre, una vez más, empleando el mismo presupuesto de Greed para traer a la vida un costoso universo de militares pesadamente condecorados y bailarinas de cabaret, dos contextos en los que un vestuario convincente mantiene la carpa arriba; los riesgos tomados en la cinematografía no son para tomarse a la ligera, y von Stroheim se reserva la segunda mitad de la película para sacar los cañones y hacer alarde de complicadas maniobras de grúa y travellings ecuestres, al final todos muy bien recibidos.

Lamentablemente, esta sería la última película de von Stroheim con la MGM, y pasarían 3 años hasta que volviese al plató, esta vez de la mano de la Paramount. Resulta también triste el final, no por como cierra el argumento, sino por su realización tan pobre y apurada, algo que genera extrañeza en una historia tan limpia y tan dedicada a los detalles como lo es esta. Como cereza de la desgracia, me permito anotar que de todas las películas de este autor, The Merry Widow es una de las que más vale la pena ver y una de las más difíciles de conseguir, al menos en una copia medianamente decente. Quien quiera que tenga un ejemplar en VHS o tenga la oportunidad de verla digitalmente, puede considerarse muy afortunado. Esas dos horas le serán gratamente retribuidas.

NOTA ED.: La tecnología y la piratería han hecho posible encontrar esta subvalorada joya en YouTube. Saludos!

Carl Franklin: Out Of Time (2003)

¿Cuál es el propósito del cine? La mayoría de la teoría y de la historia se ha dedicado a responder la pregunta de cuál es el específico cinematográfico, la esencia del cine. ¿El punto, sin embargo? Concierne, en un nivel más general, al arte. ¿Cuál es el propósito del arte, entonces? Ah, pero ahora nos adentramos en aguas pantanosas: no todo el arte es cine, y no todo el cine es arte. ¿Pero debería serlo? Idealmente, sí. Empíricamente la idea no funciona, ya que es trascendida por otra idea, incluso regla, mucho más importante para su funcionamiento: Todo el cine debe entretener.

Parece curioso comenzar un artículo sobre “Out Of Time”, el thriller tropical de Carl Franklin, con una descripción tan seria y pretenciosa como la de arriba, pero en muchas formas este pequeño debate responde a porque he escogido este filme en particular como el primer ejemplar de “Where’s the Love?”. Miren, es muy posible que nadie en la faz de la tierra vaya a defender esta película como una obra maestra. De hecho, es muy posible que ni siquiera sea el mejor trabajo del director (un más fuerte argumento podría hacerse sobre “Devil In A Blue Dress”, también con Denzel Washington en el papel protagónico). Pero con todos sus giros y maquinaciones, “Out Of Time” cumple a cabalidad la regla dorada sobre la que escribía anteriormente: no pierde nuestra atención por un solo minuto.

Claro está, la muerte trae atención.

¿Pero de que diablos trata “Out Of Time? ¿Y porqué diablos estoy escribiendo un artículo sobre ella? Paso por paso. El filme sigue al jefe de policía del pequeño pueblo de Banyan Key, Mattias Whitlock, interpretado sin mucha pesadez emocional por un dispuesto Denzel Washington (más sobre él adelante). Es un lugar calmado, donde el mismo jefe de policía es quien atiende las llamadas nocturnas, y nada coincidencialmente responde al llamado nervioso de Anne-Merai Harrison (Sanaa Lathan), una candente habitante del pueblo que afirma haber sido atacada por un hombre desconocido mientras estaba en su casa. Cuando Whitlock le pregunta cómo era el individuo, Anne le responde que era muy similar a él. He looked like me? So he was good-looking. Anne le lleva al dormitorio y le explica con lujo de detalles la intrusión, y estos son re-actuados con velocidad y pasión por Whitlock que le toma del cuello y le besa agresivamente. La llamada de auxilio se descubre cómo un juego erótico entre los dos personajes, y a medida que esta se dispone a desabrocharle los pantalones el walkie-talkie del jefe suena e irrumpe la química entre los dos con las siguientes palabras: Chief, we got a situation here, it’s about to blow. We need you to come, quick.

Esta es, en pocas palabras, la secuencia inicial de “Out Of Time” y funciona perfectamente como un microcosmos de lo que es el filme en sí mismo: en tan sólo unos cuantos minutos tenemos un par de giros, un diálogo impecable y el uso de la decepción como seducción. Funciona como un encanto, no sólo para Whitlock, sino para el mismo espectador. La imagen de la hermosa Lathan se filtra en los créditos, que se aprovechan al máximo de su escénica y hermosa locación, con clichés tales como palmeras y la costa, pero con auténticos toques personales cómo el uso de la particular fuente naranja, que se derrite en el calor intenso y vibra con el sonido de la trompeta. Esta es otra de las razones por las cuales el filme es particularmente efectivo: Su juego con lo esperado, con la expectativa es fundamental, ocasionalmente haciendo exactamente lo que el espectador quiere, sabe y conoce y ocasionalmente haciendo exactamente lo opuesto.

¿He visto esto antes?

Este juego es quizás una de las cosas más arriesgadas con las que trata Franklin en el filme. Nadie puede debatir que “Out Of Time” es, en esencia, un trabajo de estudio, pero uno que tiene un alma particularmente difícil de capturar en pocas palabras. Para empezar, tiene un alma, una distinción particular que le eleva sobre demás thrillers de estudio. Pero profundizando, es un filme que parece mucho más arriesgado de lo que su resultado parece. Es tradicional, cierto, pero al mismo tiempo es subversivo. Está construido sobre clichés pero logra trascenderlos, no a partir de un estilo realista o naturalista, sino a través de la misma subversión del cliché dentro del cliché. Todo esto huele sospechosamente a sobre-análisis, cierto, pero mantengan la calma.

Una vez acabados los créditos iniciales nos trasladamos a un restaurante al lado de la orilla donde el Chief Whitlock está desayunando mientras lee el periódico local, su foto en la página principal tras haber capturado a un narcotraficante y haber confiscado una porción generosa de su dinero (The Scarcetti Money, sí les suena a artificio de la trama están en el camino correcto), cuando entra una vez más Anne, esta vez con su marido Chris, un ex-jugador de fútbol americano con tendencias abusivas (un estupendo Dean Cain), con quien Whitlock entra en una hostil pero juguetona pelea de palabras que acaba con una recomendación de cangrejo. La manera en que presenta los hechos no es forzada, pero sí es construida.

Un encantador abusador de mujeres.

Lo que no significa que el guión de David Collard no sea extremadamente agudo. Tomando prestado tanto del cine negro de Howard Hawks (y su diálogo rat-a-tat) cómo del dudoso género del thriller tropical (“Palmetto” y “Wild Things” parecen haber sido todas influencias de las escenas de sexo y la fotografía), lo verdaderamente genial de su trabajo no viene de su diálogo (estupendo, sin duda alguna) sino de su narración. Tomemos la siguiente escena, en la estación de policía, por ejemplo. Allí conocemos a dos de los personajes principales más importantes: Alex (Eva Mendes), la previa esposa de Whitlock recientemente ascendida al departamento de homicidios de Miami y Chae (el actor de carácter John Billingsley, mejor que nunca y que todos quienes le rodean), el mejor amigo de Whitlock, un forense ligeramente alcohólico con una propensión a la navegación. Al ver la tensión que existe entre Alex y Whitlock, se excusa del cuarto: I’m gonna go into the other room and pretend to make a phone call. En principio parece una escena bastante ligera, pero es una fundamental y necesaria. En “Out Of Time” es imposible encontrar una escena (un plano quizás) que no sea absolutamente necesaria.

Una explosión siempre es necesaria.

Esta falta de lo impredecible fílmico (más no narrativo) hace que el espectador siempre se sienta seguro mientras visualiza el filme, a pesar de una moral dudosa de la mayoría de los personajes y la presión constante del tiempo sobre el personaje principal. El tiempo, como su título lo anuncia, es la constante que define el filme y lo vitaliza. Es una carrera contra el mismo, similar al cine de John Carpenter y H. G. Clouzot, pero con una ambición mucho más moderada. Es moderada, en parte, por la elección de Washington en el papel principal, que le da un caché en términos monetarios pero sacrifica algo de lo arriesgado que podría tener de tener solo actores desconocidos. Pero ese no es el punto, ya que el filme de Franklin no apunta a la innovación (a pesar de que sí lo hace). Washington es el equivocado para el papel, pero al mismo tiempo es perfecto: el personaje puede ser 100% opuesto al actor, que siempre actúa de una manera muy similar (salvo por “Training Day”) pero igual logra hacer sus personajes memorables. No se exactamente como funciona, pero ese es el estilo sintetizado de Denzel Washington. Y ese, de hecho, es el estilo sintetizado del filme: Al salir de lo predecible (en la que no se encuentra, en realidad), perdería su encanto, pero es por eso que sus metas no van tan lejos como el ojo adiestrado espera. Excepto que sí el ojo adeistrado espera más de un filme así, está viéndolo de la manera equivocada. Es una gran sopa de contradicciones, pero de algún modo funcionan en el mundo de “Out Of Time.”

Es imposible también discutir la trama sin dañar gran parte de los placeres que este artículo busca rescatar. ¿Para que escribir un artículo en esta absurda, arrogante y bonita sección sí este va a arruinar el filme que busca salvar? He tomado cerca de 3 hojas de notas de resumen de trama, citas y análisis ridículo de un filme que no pide mucho más que una audiencia que le disfrute. Y no lo duden por un solo momento, es complejo encontrar 105 minutos más entretenidos y tensionantes que los provistos por Carl Franklin y su equipo en esta pequeña joya.

John Billingsley, una gran joya.

Joel Schumacher: Flatliners (1990)

-Inserte Coro Gregoriano-

Cuando tengo oportunidad de hacerlo, suelo traer a colación el primer libro de Edgar Morin, El Hombre y la Muerte (1951) y confiar en que las personas alrededor mío no arrojen sus cócteles hacia mí cuando hablo sobre el capítulo introductorio, “Más allá de la No Man’s Land”, dada mi reiteración en el tema. En éste, el filósofo francés aborda las complejidades del horror a la muerte y cómo el mismo horror hace parte de un proceso (o más un ciclo, por lo pronto) que invita al individuo a alcanzar la inmortalidad. Los métodos para alcanzar esa inmortalidad hasta ahora han sido apenas conceptuales, pero en toda una variedad de culturas se aprecia su efectividad e impacto. Ocultar la ineludible descomposición tras un velo de desconocimiento es el más destacado entre los mencionados métodos, abarcando desde el arcaico entierro hasta la cremación submarina. Un proceso de duelo se lleva a cabo para sentar la idea de la ausencia de esa persona entre nosotros, los vivos, después de que ha “realizado un viaje” o ha “entrado en un sueño” sin que nosotros veamos el cómo, añadiendo así un halo de esperanza al cruce de esa Tierra de Nadie donde habita la muerte.

Sin embargo, ¿Cómo asumiría la humanidad ese duelo, ese horror y esa introducción dubitativa a la defunción, si supiera qué es lo que hay más allá, de donde nadie ha regresado hasta ahora? Es aquí donde le damos a bienvenida a Peter Filardi, guionista de Flatliners y responsable, entre otras joyas, de The Craft (1996), de la que no hablaré en esta entrega por sumo respeto a todos ustedes, lectores.

El argumento de esta película, estrenada en agosto de 1990, nos introduce a una escuela de medicina dotada de una memorable promoción estudiantil, más lista y emprendedora que el promedio. Nelson (Kiefer Sutherland) se encuentra reuniendo un grupo de colegas con bastante disposición e ingenio, con el fin de llevar a cabo un experimento que considera revolucionario no sólo en el campo de la medicina, sino también en la filosofía, la teología y la ciencia en general.  Su equipo no parece del todo confirmado, debido a las implicaciones riesgosas de la osadía de Nelson, aunque inicialmente Joe Hurley (William Baldwin), un casanova con hábitos bastante pintorescos y Randy Steckle (Oliver Platt), un hombre sumamente atento a su desempeño académico, parecen tener la motivación para apoyar la órfica empresa. Eventualmente contactan a Rachel Mannus (Julia Roberts, sí, esa misma), quien parece tener un velado interés por la percepción de la muerte de otras personas, y se muestra confundida ante la idea de Nelson, como cualquier otro ser humano lo suficientemente empapado de conocimientos en fisiología para saber lo laborioso que resulta traer a alguien de entre los muertos. Accede a regañadientes, contrario a David Labraccio (Kevin Bacon), un mesiánico ateo renegado cuya impronta de rebeldía le hace oponerse al dictamen de sus superiores, que no están en la mejor posición para prescindir de su genialidad; parece implacable en su determinación de no ver morir a alguien frente a sus ojos, por lo cual ofrece una negativa inicial, presumiblemente rotunda, frente a la solicitud. Como ya lo mencioné, es un dream team genial, y hasta este punto nadie parece estar en la posibilidad de arrojar la bola al suelo, por lo que podríamos descartar ese detalle como un posible punto de giro.

“Oops… slippery little suckers.”

Nelson, con ayuda de su et. al clandestino, consigue los equipos médicos necesarios para llevar a cabo el revolucionario experimento, que consiste en dejar a una persona en línea (flatline, sin pulso) durante un minuto, para ser posteriormente traído a la vida con técnicas de resucitado, particularmente defibrilación; todo esto, con el fin de replicar y prolongar un fenómeno conocido como la experiencia cercana a la muerte (NDE, por sus siglas en inglés). Es natural que el primer voluntario sea el autor de la idea misma, y es así como Nelson es llevado al más allá, y si alguien no había notado aún que esta es una película de Joel Schumacher, es justo en este minuto de muerte en el que la verdad sale completamente a flote.

Las combinaciones de colores inusuales ya eran una carta de presentación para este director críado entre videoclips musicales, antes de que en la primera década de este siglo los realizadores abusaran del impactante (y estúpido) contraste entre el cian y el naranja, metiéndolo con calzador donde quepa. El lugar donde se realizan los convulsionados experimentas es una capilla que atraviesa un proceso de restauración, en la que se llega a respirar una atmósfera enrarecida, con toda esa luz ténue de viejo bombillo callejero que choca con los azules intensos que emite el equipo médico y la icónica “cama de neón”, que suministra la temperatura adecuada a los cuerpos temporalmente sin vida, así como a los ánimos de los expectadores cuando así es requerido.

El experimento aparentemente es un éxito, reportando un sentimiento de satisfacción y epifanía en un Nelson ya de vuelta, cuyo cuerpo sin vida es socorrido por la oportuna llegada de David a la capilla. Sin embargo el momento resulta pesadamente polémico para los colegas presentes, ignorantes del maravilloso mundo de planos-grúa y colores saturados que hay detrás de la muerte. Las opiniones de todos están divididas, aunque conservan esperanzas de vivir el fenómeno de manera personal, cada cual con su propia perspectiva. Entre los más interesantes se encuentra Joe, cuya inseparable y sucia cámara de video ofrece una visión granulada del momento, y al ser el segundo en pasar a la camilla nos ofrece pronto un poco de su inquietante subconsciente. Lo que nadie sabe es el terrible efecto secundario que viene cuando ese subconsciente es revuelto con el cucharón de las muertes-al-minuto, algo que generará desagradables momentos en el grupo y el retorno de antiguos fantasmas perdidos en algún lugar de la vida, la muerte y la memoria.

A estas alturas debo recalcar que es muy distinta la experiencia de haber visto Flatliners por primera vez en el canal Cinemax, alrededor de 1994, pasado por la noche como si se tratara de un sleeper, comparada con el visionado reciente, empleando terribles prejuicios para evaluar esta obra. Ya sé a qué se dedica Joel Schumacher, y no pude evitar sentir el visionado de algún set de Batman Forever (1995), con una iluminación ominosamente similar o alguna manifestación de la ciudad como un lugar simultáneamente vaporoso y eléctrico. Por otro lado, está la obsesión con el Halloween, evento que Schumacher emplea como firma en varias de sus películas aunque no haya sentido para ello; en el caso que nos atañe los personajes son sorprendidos por una orgiástica e insensata celebración del Día de los Muertos, justo afuera de la capilla de resurrecciones. No voy a discutir que la presentación visual de esas marcas sea deplorable, ni mucho menos; son detalles en los que pondrían mucho tesón tanto el director como el fotógrafo, Jan de Bont, a quien conoceremos indirectamente por haber creado las imágenes de películas tan icónicas como The Hunt for Red October (1990), Die Hard (1988) o Cujo (1983), entre una miriada de maravillas en su hoja de vida.

Mágicos corredores imposiblemente iluminados.

La película resulta bastante entretenida y entrega su carga prometida, tocando un de por sí un terreno peligroso en el área de la ficción, a pesar de construir uno de sus pilares sobre una premisa totalmente falsa, que es la recuperación del pulso en lína a través de la defibrilación. Haciendo una pequeña investigación sobre el tema y discutiéndolo con un amigo, he llegado a una manera pertinente de comentar (empleando sin permiso sus términos) este absurdo que no se da sólo en esta película, sino en muchos otros productos dramáticos que tienen la oportunidad de enseñar un electrocardiograma: imaginen que el músculo del corazón es un obrero que carga cajas, y su labor es llevar las numerosas cajas en sus manos sin que se caigan al suelo. Cuando el corazón está en movimiento de diástole y sístole, esa pila enorme de cajas se mueve de un lado a otro mientras el obrero las transporta, por lo cual sigue trabajando; haremos de cuenta, por otro lado, que los defibriladores son ayudantes que le agarran la carga al obrero cuando está en aprietos, pero ¿Qué pasa cuando ese corazón deja de mostrar señal eléctrica, y por ende da línea en el electrocardiograma? Cuando hay una asístole, el obrero pierde el control de las cajas y las deja caer en el suelo, ¿Para qué habrían de ayudarlo los defibriladores, si ya tiene las manos vacías?

El proceso médico es un poco más complejo (y menos mentiroso) que aquello que he acabado de contar, pero aunque esa pequeña esquirla médica atente contra la suspensión de la incredulidad en Flatliners, no puedo dejar de recomendar la película para una noche ligera de emoción y risas de ultratumba. Todo eso sin olvidar que el reparto, como casi siempre sucede con Schumacher, es de fichado bastante alto, y por ello el producto final algo grato debe tener, ¿No?

No aseguro la ausencia de fatiga después del visionado de esta frenética obra.

Ryan Murphy: Eat Pray Love (2010)

La Divina Comedia de Dante tiene una pintoresca descripción del Purgatorio que justo en estos momentos se me ha venido a la cabeza: después de haber salido del Infierno, Dante y Virgilio deben escalar una montaña chata y escalonada, con 7 niveles que representan los pecados capitales y cuyas laderas son sumamente pronunciadas. En un espíritu sólo posible en Filmigrana, se me ha encomendado expiar mis pecados sorteando una montaña escalonada de corte similar, aunque la dificultad que reina en el presente artículo hace que los muros sean ya demasiado empinados, rayando en lo vertical.

El comentario inicial del Purgatorio responde a unas circunstancias particulares de la película que nos atañe en esta ocasión, siendo su tema principal el de la redención y el encuentro consigo mismo. Si existen sospechas de que esto puede estar sonando a un libro de Deepak Chopra, lamento informarles que es mucho peor, y como diría Stephen Hawking en Breve Historia del Tiempo, “De ahí para abajo sólo hay tortugas”.

Libidinosas, indecisas y glotonas tortugas

Eat Pray Love fue dirigida por Ryan Murphy, protagonizada por Julia Roberts y Javier Bardem, se estrenó en las carteleras estadounidenses a alturas de agosto del 2010 y por fortuna nadie me obligó a experimentarla en una sala de cine. Este vendría siendo el primer emprendimiento en la pantalla grande para Murphy, el creador de la popular serie musical Glee (2009) y la ligeramente-menos-popular serie de cirugias plásticas Nip Tuck (2003), de la cuales admito que no me he visto un sólo capítulo. Los motivos por los cuales tuve que atestiguar recientemente esta obscena producción me resultan todavía desconocidos, existiendo un universo filmográfico para disfrutar y gozar a anchas zancadas.

Debí mencionar anteriormente a Nip-Tuck gracias a que Murphy comparte créditos de guión con Jennifer Salt, una actriz cuya notoriedad no puedo atestiguar. El vehículo de Julia Roberts está escrito por los mismos individuos, basado en un libro autobiográfico escrito por Elizabeth Gilbert.

Ahora ¿Cuál es el problema con la adaptación al celuloide de un biopic como este? Sinceramente no puedo converger la diversidad de puntos que me hacen sentir en desacuerdo y blasfemar con aspereza cuando veo un sólo fotograma de Julia Roberts y su peculiar iluminación pseudo-von Sternbergiana, lo cual constituye un desgraciadamente aproximado 90% de la película. No obstante, intentemos ir en orden.

En principio me inquieta el racismo con el que se trata a los asiáticos, considerados como criaturas pequeñas y mágicas, casi como equivalentes acanelados de los gitanos. La psicología de los personajes es un poco cínica, mostrando a Liz Gilbert (interpretada por Roberts) y a su círculo de amigos en consonante ignorancia con lo que significa el “mundo oriental”, aunque esta mujer pase la mayoría de su tiempo viajando, en presunto plan de trabajo. Eventualmente viaja a Balí y conocé a un sabio de aspecto miserable.

“Si no fuera por estos templos de piedra viviríamos en carromatos”

Después de una diciente y literal predicción a 6 meses de plazo (como si alguien se hubiese tomado sus clases de guión cinematográfico muy a pecho) vemos a Liz 6 meses después, regresando a su aburrida y monótona vida como pequeñoburguesa acaudalada y esposa de un atolondrado “soñador”, Stephen (interpretado por Billy Crudup, el Dr. Manhattan en Watchmen (2009) y otros papeles que no gustaría de recordar). Liz sospecha que aquello que le dijo el sabio balinés se cumpliría en cualquier momento, tratándose especificamente del fin de un matrimonio (¿El corto o el largo? Nunca se lo aclararon), la pérdida de su dinero y el regreso a Balí.

Por razones sumamente reprochables se lleva a cabo un triste Efecto Pygmalión, o lo que es lo mismo, una profecia autocumplida, en la medida que Liz busca desesperadamente llevarla a cabo al ver que Stephen quiere ser un individuo competente y volver a la universidad. Hay llanto y muchos rostros anonadados, el mío incluído. El divorcio no se hace esperar, y Elizabeth va a ver una obra de teatro que ella misma escribió, después del suceso… ¿O antes? La verdad no pude adivinarlo nunca, gracias a la dislocada estructura narrativa. La obra es interpretada por David Piccolo (que a su vez es interpretado por James Franco, ¡Ajá!) y un absurdo cue visual nos indica que entre ellos media la atracción física.

Pero a mí nada de eso me importó, ya que al fondo a la derecha se encuentra Jesucristo en un bar.

David es vegetariano, hace yoga y asiste a un templo krshna, y aunque en un momento lo vemos como un hombre sensible que sabe doblar la ropa interior de Liz, en cuanto le mencionan que es un sustituto de Stephen su actitud cambia radical e incomprensiblemente, negándose a copular con su adinerada novia y olvidando todas esas tardes de cantar y tocar ukelele en los parques. Eso sucede antes o después de que Liz decida emprender un viaje a Italia para encontrarse a sí misma… ¿Y no se suponía que había perdido su fortuna en algún momento? Estúpido gurú, estúpida predicción y estúpidos agujeros del guión.

“All’s good if it’s excessive.”

Es desde este punto que empieza una comedia que no resulta ser tan divinal. El paso por cada una de las estaciones indica un país diferente, “Comer” corresponde a Italia, donde lo cosmopólita y lo campestre conviven bajo el mismo techo, hay soccer para disfrutar y pizzas margarita por doquier. “Rezar” se lleva a cabo en la India, donde Liz encontrará a un Richard Jenkins todavía muy ‘indie’ y en modo Bukowski, algo que en hechos no se traduce muy bien. Se supone que en esas dos primeras estaciones el personaje de Julia Roberts debería haber subido y bajado de peso, respectivamente, pero a la producción parece no importarle y Elizabeth es fisicamente la misma en todo lugar, aunque finge ser distinta. El último estadio, “Amar”, lleva la acción de nuevo a Balí, en la que Felipe (un altamente cuestionable Javier Bardem), un atípico padre soltero del Brasil se enamora de Liz, y Liz de él, pero…
Dios, una vez más, ¿Qué tan difícil es lograr que le tengamos aprecio a un personaje, para que así nos importe lo que está haciendo, sus metas y su transformación dentro del argumento? Es posible que el material de fuente sea terrible, debemos admitirlo, y que Elizabeth Gilbert sea, en la realidad, una mujer insufrible; pero por un mínimo de compasión con el público, ¿No valdría la pena que los hechos narrados capturaran de alguna manera al espectador, sin apoyarse en locaciones exóticas e iluminaciones sugerentes? El párrafo que precede a este contiene una hora y treinta minutos de argumento, pero el desenvolvimiento de los hechos es tan frívolo, tan alicaído y distante que no provoca la más mínima gracia contarlo, aunque emplee de 2 a 5 comentarios de cultura general por párrafo para hacerlo alentador.

Eat Pray Love no sabe si ser una tragedia o una comedia, con personajes tan poco carismáticos y una autoconsciencia que la hace parecer un show que está a punto de acabarse, pero que desde la tramoya deja caer pedazos de libreto adicional y niega la salida a los espectadores e intérpretes por igual. Es una montaña dura de escalar, y dudo que al terminar la experiencia nos lleve a algún sitio nuevo dentro del Purgatorio.

Errol Morris: Mr. Death: The Rise and Fall of Fred A. Leuchter, Jr. (1999)

En las artes, es la mirada particular de un artista la que diferencia una obra de la otra, para bien o para mal. Lo mismo aplica con las películas, y aunque la frase puede parecer obvia no por eso debe ser pasada por alto.

Francis Ford Coppola, por ejemplo, decidió que su película “The Godfather” (1972) no sería sobre mafiosos, sino sobre una familia, y fue así, con ese enfoque particular, que nació uno de los clásicos del cine mundial. En el documental la situación es relativamente distinta, la asunción general tiende a afirmar que el género es no ficcional; y como tal, lo que vemos es verdadero. Pero no hay que adentrarse mucho en la historia del cine para descubrir que en efecto, el documental es una poderosa mentira disfrazada de verdad a través de datos exactos y entrevistas en vez de actuación, usado para llamar la atención sobre problemas sociales o para promover gobiernos totalitarios por igual, siendo catalogado a veces como cierto y revelador o como mentiroso y exagerado. El documental es injusto por naturaleza.

Y aquí llego al asunto que me concierne: The Rise and Fall of Fred a. Leuchter, Jr. la séptima película de Errol Morris, que aborda el holocausto nazi y la pena capital (dos de los temas más usados para hacer películas, para bien o para mal) de una forma extrañamente particular, en especial para un documental, de una forma extrañamente justa.

Esta es la película de Fred A. Leuchter, Jr, un experto que es contactado por cárceles de diversos estados para hacer mantenimiento o rediseñar los sistemas de ejecución de las mismas. A pesar de no ser un ingeniero certificado, tiene la experiencia, el conocimiento, y sobre todo, la disposición para trabajar en este terreno. Otros ingenieros con más estudios y certificados se niegan a desempeñarse en ese campo por miedo o por simple incomodidad, lidiar con la muerte de esta manera no es para todo mundo.

Pero Leuchter puede y lo hace con bastante tranquilidad, convencido de llevar a cabo una causa noble y humanitaria. Su fijación con el tema viene desde la infancia; su padre, guardia en una prisión, lo llevaba constantemente al trabajo, donde descubrió las fallas que presentaban los sistemas de las sillas eléctricas, que a veces dejaban tostado pero vivo al interno en medio de un charco de orina y excremento (producto de su total  pérdida de control corporales en los últimos momentos), siendo entonces necesario  efectuar de nuevo el procedimiento, con el riesgo que esto implica para los guardias (la orina es un gran conductor de electricidad) y con una crueldad innecesaria hacia el condenado. Morris revela la historia del científico espontáneamente, aprovechando distintos formatos y material de archivo para reconstruir de forma coherente el pasado de Leuchter mientras reconstruye también parte de la historia de las cárceles y deja ver su importancia en la vida estadounidense del siglo XX.

¿Qué clase de vida lleva alguien que es buscado solamente por las cárceles? Pocos pueden responder con certeza, y en momentos la película establece dramáticos paralelos entre el experto y los criminales que habitan las prisiones, ambos son rechazados por la mayoría de la gente, que no puede aceptar a alguien que quebrante la ley, o a alguien que quiere que se efectue de la mejor manera posible.

Leuchter es solitario, toma incontables tazas de café y es así que conoce a su futura esposa, una camarera que relata con prudencia y distancia su relación con el científico. Nunca le podemos ver el rostro completamente, solamente se ven sus labios en algunos momentos y cabe dudar si de hecho los labios que vemos son de ella o son simplemente de otra mujer que la está representando. Su forma de hablar es tan escueta que pareciera que simplemente conoce a Leuchter superficialmente.

De repente, aparece Ernst Zündel, un alemán que asegura que el Holocausto nunca ocurrió, crea polémica entre la gente, forma una base de seguidores, y resuelve contratar a Leuchter para envíarlo a un famoso campo de concentración y comprobar sus afirmaciones científicamente, tomando pruebas de lo que sería la cámara de gas donde han debido morir miles de judíos hace algunos años. Aparte de estar de acuerdo con la pena capital, Leuchter habla poco de sus posiciones políticas y nunca da opiniones relacionadas con el tema del holocausto nazi, ¿Por qué elegirlo a él para semejante tarea entonces? ¿Por qué no a alguien más cercano ideológicamente…? Tal vez porque, como en su profesión, no hay muchas personas dispuestas a hacerlo.

Leuchter va a Polonia con su esposa en lo que él considera como el viaje de luna de miel y ella recuerda como un aburrido viaje a Europa. El científico toma muestras y hace mediciones en el lugar acompañado de un camarógrafo y un traductor, su esposa está esperando siempre en el carro. De vuelta en casa, resultados de laboratorio muestran que en efecto las paredes del lugar no tienen restos de químicos venenosos, el científico lo escribe, y así se constituye el “Informe Leuchter”, uno de los documentos más usados por los negacionistas en el mundo.

Leuchter es bienvenido por la comunidad revisionista, que lo apoya en medio de la polémica que desatan estos resultados y que básicamente acaba con su carrera en las cárceles, su esposa lo deja (por los motivos que hayan sido) y de repente es procesado por ejercer ingeniería sin licencia (algo que al parecer la mayoría de ingenieros hacían en ese momento). Su vida cambió subitamente por una causa que siempre le fue ajena.

Es casi cómico ver su defensa de los hallazgos, histórica y científicamente incorrecta; las muestras fueron erróneamente tomadas y analizadas, y por lo tanto los resultados también son falsos, explica luego el encargado del laboratorio, que según cuenta nunca supo de qué eran esas muestras hasta que lo contactaron para testificar en el caso contra Zündel y Leuchter. Los documentos internos de los nazis afirman la existencia de las cámaras de gases y las fotos y los sobrevivientes de la tragedia no lo niegan tampoco, las pruebas abundan; y sin emabrgo Leuchter continua convencido de lo que cree es ahora su único objetivo en la vida: desmentir el holocausto nazi.

Desde el inicio la película es extraña en su posición frente al científico, básicamente escuchándolo a él solamente, dejando que se cree una especie de empatía con el personaje (algo que no es difícil dadas las características tragicómicas que Leuchter encierra: su forma de hablar, su forma de ganarse la vida o su situación sentimental), y luego la perspectiva cambia y permite que otras personas hablen de Leuchter, de su estupidez, de sus defectos. Morris estructura el contenido inteligentemente, y en ningún momento es esta película partidaria de alguno de los personajes, no condena, pero tampoco asiente. El director toma el riesgo de no ser obvio. Sin embargo, es lo suficientemente razonable como para mostrar que, en efecto, millones de judíos murieron en la segunda guerra mundial, y que las pruebas existen; dejando de lado cualquier ambigüedad histórica que pueda desviar la atención del público, y quedando entonces por contemplar a Leuchter, simplemente Leuchter, para bien o para mal. Morris nos obliga a reflexionar sobre nosotros mismos como espectadores, resuelve no categorizar a sus personajes como buenos o como malos, recordándonos de paso que los humanos somos complejos, algo tan obvio que sin embargo parece ser olvidado con mucha frecuencia por un sinfín de cineastas.

En materia técnica, el documental continua con la tendecia estilística de Morris: la fotografía y el sonido se mezclan para conseguir un efecto casi onírico mientras la exploración temática es compleja. Pero el centro aquí es Leuchter, es su historia vista como Morris la presenta lo queengrandece el resultado.

Erich von Stroheim: The Wedding March (1928)

En principio resulta difícil considerar la posibilidad de superar su obra cumbre, Greed (1924) con trabajo posterior, e incluso, encontrar plaza con algún productor que pueda todavía confiar en este excéntrico y osado individuo, en lo que parece ser una nueva enorme épica de romance y dolor. Con ese bagaje de dudas y prejuicios el principio de esta película avanza lenta y dolorosamente, abriéndose paso en la credibilidad y asombro de los espectadores que hayan observado sus obras anteriores. Pero, tal como “El Hombre de Hierro” que figura en The Wedding March como un antagonista abstracto, esta película logra su cometido de manera implacable y ominosa, dejándonos con un extraño sabor de boca al final.

Von Stroheim, con su propio dinero y bajo el amparo de la Paramount y Jesse Lasky, junta y dirige de nuevo a gran parte de su equipo tradicional de producción, entre esos su confiable cuñado Louis, así como el reparto que ya conocemos de películas anteriores. Zasu Pitts, Dale Fuller, Cesare Gravina y Hughie Mack viniendo directamente de Greed; Maude George, por otro lado, con una trayectoria más amplia, habiendo participado en Foolish Wives, The Devil’s Passkey y Merry-Go-Round; y, “recién salido” de The Merry Widow está el prolífico George Nichols, ya un curtido actor de cortometrajes desde 1908. Naturalmente, no sería una película original de von Stroheim si él mismo no fuera el protagonista, acompañado por la hermosísima Fay Wray, conocida por ser una intrépida cow-girl y arquetípica dama en apuros, en manos de un primate gigante. Tal como dice aquella frase detestada por uno de mis colegas, “¿Qué puede salir mal?“.

… Yo diría que nada puede salir mal. Tan sólo mirenla, ¿No es maravillosa?

El relato, escrito por nuestro austríaco de cabecera, nos traslada una vez más a una Europa opulenta, decadente y romántica en similares proporciones. Estamos en Viena (iluminada por miles de vatios de luz, si la copia de la película no nos engaña), en el año 1914, y la guerra no parece que fuera a estallar jamás, mientras los miembros de la nobleza continúan regodeándose en su aparentemente infinito libertinaje. En algún momento de la mañana del Corpus Christi, no tardamos mucho en conocer a los principes von Wildeliebe-Rauffenburg, Maria (Maude George) y Ottokar (George Fawcett), una pareja condenada al oprobio mutuo y a la constante deprecación personal, debido a que, aparentemente, no se aman con sinceridad. Aún con eso, el vástago de esta relación es el miembro más pintoresco de esta familia, y podría decirse que de toda Viena, incluso si dejamos a un lado su nombre: (léase de corrido) Nicholas Ehrhart Hans Karl Maria, Príncipe von Wildeliebe-Rauffenburg, Chambelán de Su Majestad y Primer Teniente de la Imperial and Royal Life Guard – A caballo.

Nicky, en una cáscara de nuez.

Efectivamente, lo conoceremos de aquí en adelante como Nicky, y lo que acabamos de ver todos es, sin duda, su statu quo: un estado de permanente corrupción espiritual, alcahueteado por la servidumbre y sus títulos de príncipe y oficial militar. El juego y la prostitución han mermado lentamente sus recursos, por lo que visita a sus padres de manera forzosa para solicitarles más dinero. Ottokar, en un tono distante, le da a Nicky dos singulares posibilidades para salir de su actual falta de dinero: “Blow your brains out… Or marry money!“. En lo que parecen ser dos metáforas, en realidad le sugiere que se suicide o se case por interés. Desde aquí se empieza a desarrollar un curioso comentario por parte del director, que establece el ocaso de la realeza autocrática y atribuida de poderes, en la medida que tiene que depender de la burguesía industrializada para subsistir financieramente. Sin embargo, semejantes pensamientos de panfleto se disipan pronto de nuestras cabezas al observar la relación entre el joven príncipe y su madre, cargada de lascividad y edípica confianza. En lo que podríamos interpretar como un desafío (o actualmente lo es, como nos lo informan los numerosos intertítulos) Nicky solicita a Maria que encuentre a una mujer lo más pronto posible para casarlo con él, que con gusto hará toda una Marcha Nupcial.

La festividad del Corpus Christi es el marco idóneo para que miembros de diferentes clases sociales se conozcan y, tras los primeros 10 ó 15 minutos de exposición, empiece a andar la película a toda marcha. Es ahí donde, frente a la catedral, aparecen los Schramell, una familia que puede o no estar compuesta por músicos, entre los que figuran la bella Mitzerl (Fay Wray), el silencioso Martin (Cesare Gravina) y su mujer Katerina (Dale Fuller), una dama truhán e instigadora de problemas. Curiosamente, aunque son pareja, sus personajes son bastante distanciados si se les compara con los alíados María y Zerkow de Greed. Katerina parece tener, no obstante, una muy buena relación con el señor Eberle, también presente, y su hijo, Schani Eberle el carnicero, un personaje que de primer impacto nos resulta aborrecible, carente de encanto e insensible, lo que facilitará un poco las cosas para nuestro anti-héroe. Un momento, ¿De qué cosas es que estoy hablando? Ah, por supuesto, en esa misma festividad se comenta la posibilidad de casar a Mitzi y a Schani, en lo que también parece ser un acuerdo familiar, porque la joven no se ve muy interesada en el compromiso.

Está claro, quien está a color se roba toda la atención.

Mitzi, al ver al apuesto y brillantemente vestido Primer Teniente, queda embelesada sin mayor explicación. Nicky, teniendo ya un ojo entrenado en percibir diversos tipos de mujeres, nota inmediatamente la atención recibida por parte de ella y le devuelve el gesto, todo gracias a los hilarantes tics y gesticulaciones con las que cuenta el joven príncipe. La secuencia remueve necesariamente los intertítulos, y se transforma en un lienzo para mostrar la sutileza con la que von Stroheim puede abordar un encuentro, algo de lo cual tenemos que estar agradecidos. Además de esto:

No los vemos, pero abajo hay ladrillos amarillos

Sí, la secuencia de la procesión del Corpus Christi fue rodada en Technicolor a dos cintas, verde y roja, que pueden sumar entre ellas el tono amarillo. Preocupado como siempre lo ha sido por el apartado visual, von Stroheim quería ofrecer algo totalmente nuevo e impactante para la audiencia, incluyendo en la colorida pasarela al archiduque Leopoldo de Austria en persona y, no nos digamos mentiras, cumple su objetivo. Aunque no empleó la costosa técnica para otros segmentos de la película, vemos que nunca rebaja el interés por el vestuario, cuidado y esmero en cada detalle. Infortunadamente, sólo hay una persona que se ha perdido de este espectáculo, y es la mismísima Mitzi, debido a un accidente que involucra al caballo de Nicky. En medio del tumulto ella es llevada al hospital, y Schani es sumariamente arrestado, por gritón.

A partir de este punto empieza el desarrollo de la relación entre el millonario-en-picada y la humilde intérprete de arpa, ahora cojeando tras el accidente, encontrándose a menudo en el jardín del hostal donde residen sus padres y es propiedad del señor Eberle. El citado jardín es una reconstrucción en estudio exquisita, cargada de manzanos de pálidas hojas que se desprenden con el viento, como si fuesen flores de cerezo en una clásica postal japonesa. Esto, una vez más, es obra de Richard Day y el mismo von Stroheim, que ya habían trabajado juntos en Greed en el apartado de dirección de arte. Y ya que estamos hablando de hermosos sets y vestuarios evocadores…

Una mágica y elaborada orgía.

Es el momento de recordar que, a pesar de la influencia de Mitzi, Nicky sigue asistiendo al mismo sitio en el que seguramente estuvo antes del inicio del argumento. Un burdel sin nombre y de alto perfil, donde notables oficiales y ricos empresarios van a libarse en torno a prostitutas que, sin duda, son importadas de Ceilán, y un hombre y mujer con pieles de ébano son los que sirven licores y portan ropa interior de acéro. Emocionante, cuando menos. Nicky disfruta del festejo, pero sabe que tiene un encuentro vespertino con “una verdadera flor de manzano”, y decide besar a las rameras antes de partir. Instantes después, Ottokar (ebrio) entabla conversación con Fortunat (George Nichols, también ebrio), un burgués que le propone sellar matrimonio entre Nicky y su hija, la renga Cecelia (Zasu Pitts, pálida y conmovedora) que es heredera de una gran fortuna. Como esto puede sacar a los Wildeliebe Rauffenburg de apuros económicos al instante, Ottokar acepta y la boda se planea llevar a cabo el primero de junio de ese año.

You ain’t heard nothin’, Alec.

Abro un pequeño paréntesis, ¿Ya hablé de los negros del burdel, un hombre y una mujer respectivamente? Pues bien, son Carolynne Snowden y su hermano Alec Snowden; ella, una muy célebre bailarina del Cotton Club y actriz realmente de color en The Jazz Singer y otras películas contemporáneas. En cuanto a él, si su perfil de IMDb no miente, un productor de cortometrajes y películas de crimen y ciencia ficción en los años 50. Nada mal. Cierro el paréntesis.

La situación se torna más problemática en cuanto Schani sale de prisión, y en lugar de obtener ‘street cred‘ en la carnicería, lo consideran un blando por estar en prisión. Enfurecido por esto, se suma la falta de correspondencia que le expresa Mitzi, y llevado rapidamente por la furia promete matar a Nicky. ¿Cuándo? En el matrimonio ya fechado y conocido por toda Viena. Mitzi, por supuesto, se siente engañada, pero después de haber sido expuesta a la irresistible galantería del oficial austríaco decide no abandonar esperanzas aún. El clima imperante parece salido de un “martes ni te cases ni te mates”, pero ese lunes llega finalmente y la boda a regañadientes se lleva a cabo. Gratamente compuesta en materia de música y puesta en escena, lo que vemos a continuación, nuevamente sin muchos intertítulos, son lágrimas, frustración, recuerdos destrozados y una victoria amarga. Schani escupe nuevamente hacia el suelo, riendo sin control y viendo como su situación era casi de ganar o ganar. Un carruaje se dirige a lo lejos, y Nicky decide aceptar su destino.

¡Ja já! Tomen esto, mortales.

Hasta donde todo el mundo tenía entendido, von Stroheim solía escribir guiones en los que el antagonista recibía su merecido, el hombre justo obtenía una victoria, silenciosa o no, y había un atisbo de esperanza y resguardo moral al final. Pero el final de The Wedding March es bastante desconcertante… Si se ignora que es la primera película de una trilogía planeada (y abruptamente cancelada). La acción sigue en The Honeymoon (1928), pero de esta película hablaré con lágrimas secas y mi puño apretado algo de detalle en otro artículo. En cuanto a la tercera película de la trilogía, nunca vio la luz verde en producción, lo cual es una verdadera lástima.

Un punto adicional para las Fuerzas de la Destrucción.

Esta viene siendo la última película completa de Erich von Stroheim en su meteórica carrera como director, y me encuentro a gusto con los resultados. Hacia el final es una pendiente incierta, y refleja en cierto sentido la relación del autor con el mundo del entretenimiento, en particular con Hollywood. Había un amor sincero y cristalino en el trabajo de realización de sus películas, a pesar de sus excesos, pero al final tuvo que casarse con la actuación para sobrevivir, y esa misma actuación le recordaría eventualmente aquello que sentía por su amor verdadero, el que conoció estando en su mayor crisis. Sus películas de romances frustrados, aunque han ganado algo de frivolidad con el tiempo, representan la búsqueda del mito dentro de von Stroheim, el eterno oficial austríaco que pierde todo por encarrilarse en la vía antigua, y si había algo muy profundo en ellas, era la dedicación que este hombre le puso a toda su obra, hasta el más mínimo e imperceptible detalle.

Cómo olvidarlo: la posibilidad de ver esta joya, aunque carezca de sonido por completo.

Wes Anderson: Rushmore (1998)

Algo ha cambiado en Wes Anderson. El telón se abre en el escenario principal de su nueva película: “Rushmore”. Si en “Bottle Rocket” Anderson nos mostraba personajes, quizás, demasiado inmaduros para su edad en “Rushmore” no se toma la molestia en ir hacia adultos y simplemente se centra en el estudiante Max Fischer. Retratado no solo como un emprendedor sino un intelectual, el fuerte estilo visual del director expone las muchas corrientes en las que Fischer ha incurrido en su colegio. Todo esto hasta que el rector lo describe como uno de los peores estudiantes que hay, haciéndole de este modo un personaje más característico del director. La temática no ha cambiado, ni tampoco sus imágenes (a pesar de no ser tan marcadas desde el principio): es aquella satisfacción a la que Dignan se refería después de haber salido de su golpe, su opera prima, y de no tener la necesidad de impresionar a nadie.

Y logra, curiosamente, todo lo contrario. Las críticas que “Rushmore” ha recibido tanto en su estreno como en retrospectiva son las mejores que Anderson ha recibido en toda su carrera, y en su mayoría justificadamente. Bill Murray hace su primera colaboración, de gran nivel, con Anderson, su personaje siendo lo mas cercano a “Bottle Rocket” que vamos a encontrar. Olivia Williams cumple a cabalidad con su papel de Mrs. Cross. Pero indudablemente el foco de la atención va hacia Jason Schwartzman quien en su debut actoral se muestra una presencia versátil, por momentos viejo y sabio y por momentos joven e inmaduro, todo bajo los parámetros de su personaje. La ambivalencia es a la larga la definición de los personajes angulares de Anderson, muy de la mano de los de J.D. Salinger, una de sus mayores influencias.

El multifacético Max.

La historia es sencilla y parte de la platónica relación entre Max y Mrs. Cross. En su búsqueda por impresionarle Max recurre a su nuevo y millonario amigo Herman Blume (Murray), quien se ve a si mismo en el joven protagonista. De este triangulo surge el filme. Las emociones van y vienen en poco tiempo, amores y amistades comienzan tan rápido como terminan y esto nos distrae de los lazos que se forman a largo plazo entre los personajes, que es una temática que se vería más de una vez en su filmografía. Max es quizás el más notorio Alter Ego del director, hiendo tan lejos hasta vestirle de manera exacta a como la hace Anderson en su cotidianidad y no es en vano que su mayor talento (además de la apicultura, la filatelia, la lucha, el lacrosse, la caligrafía, la astronomía, el debate y la esgrima) sea el de la dramaturgia. En ocasiones Max toma el hilo de la narración por medio se sus aclamadas obras de teatro.

El gran Bill Murray.

A lo largo del filme también se tocan temas que darían solos para una película completa, lo que significa que Anderson no ha perdido de vista su ambición narrativa: hay temas sociales como lo es el paso de Max de Rushmore, un colegio privado, a un colegio público y su notoria vergüenza acerca del hecho de que su padre sea un peluquero y no un cirujano como este quisiera. Hay temas sexuales como los frecuentemente mencionados hand jobs y la supuesta relación entre el estudiante y la madre de su mejor amigo Dirk. Hay temas mucho más serios como la muerte, ejemplificada en el ex-marido de Mrs. Cross (Edward Appleby) y en la madre de Max (Eloise Fischer). Pero Anderson tampoco ha perdido de vista sus intereses y solo toca estos temas superficialmente. Sus personajes casi siempre son conmovidos e impulsados por otras razones, aparentemente mucho más “simples” y “mecánicas” en la mayoría de los casos.

Sin embargo, al final vemos una toma de la audiencia que asiste a la nueva obra de Max y es remarcable descubrir como uno siente que conoce a casi todos sin haberlos visto demasiado. Anderson logra a través de una deceptiva simpleza una potente caracterización, uno de sus frecuentemente olvidados fuertes como director. En “Bottle Rocket” este tipo de descripción permite al director y al espectador llegar a este sentimiento de familiaridad. Desde los personajes principales hasta aquellos más secundarios todos parecen ser viejos conocidos de tiempo atrás. El uso de la música refuerza esta sensación: a lo largo de la historia también se convierte en un instrumento narrativo, causando así una mezcla por momentos poco convencional, pero que dan aquella calidez e incluso fuerza a escenas del filme cuando lo sentimos necesario. “Rushmore” puede ser su mejor película, pero al mismo tiempo sirve como molde para sus próximos trabajos, marcando los parámetros que seguirían, no solo sus obras a segui , sino muchas en su género.

El público presencia.

Errol Morris: Fast, Cheap And Out Of Control (1997)

Errol Morris llega a su sexta obra lleno de vigor, de curiosidad… llega genial. Esta es una película notable, que por alguna razón no es tan reconocida como otras de sus películas (Gates of Heaven o The Thin Blue Line, por ejemplo). En ese sentido, me recuerda dos excelentes obras de Martin Scorsese: The King Of Comedy (1983) y After Hours (1985), que también han quedado bajo la sombra de grandes filmes como Taxi Driver (1976) y Raging Bull (1980), pero que de estar en la filmografía de cualquier otro realizador quiero creer serían ampliamente alabadas en el mundo del cine.

Como creo que ya evidencié, considero que esta obra es excelente, resiste clasificación, es un documental, sí, pero es más, es mucho más, la construcción es poética, su efecto lírico y su estilo vanguardista, si la obra de Morris ya de por sí es particular, esta película lo consagra como un visionario del arte cinematográfico.

Dejando la adulación a un lado, el asunto es simple, cuatro tipos hablan de sus particulares profesiones, y mientras lo hacen, reflexiones importantes acerca del ser humano surgen de la forma en que todo nos es presentado; tenemos a un investigador de robótica, a un jardinero que se especializa en arte topiario, a un entrenador de leones y a un experto en una especie animal, la rata lampiña africana. Los personajes son típicamente “Morrisianos”, extraños, dignos  y fascinantes. Sin embargo, a diferencia de sus anteriores documentales en que los entrevistados están unidos por algo perfectamente descifrable, ya sea un pueblo, una situación, o una persona (y a pesar de tener estos cuatro hombres un montón de aspectos en común principalmente en su forma de ser) en el presente caso solamente están unidos o relacionados por… Errol Morris.

Imágenes cautivadoras se mezclan con sonidos insinuantes para construir un aura especial a través de estos cuatro personajes que sin embargo no son el centro de esta película, sino que hacen parte del conjunto de elementos de los que dispone el director para transmitir algo. ¿Qué? Es difícil decir determinarlo con exactitud, ya que Morris nos deja admirar y preguntarnos esto constantemente mientras desenvuelve su película frente a nosotros, y lo hace de una forma radicalmente opuesta a lo que se puede considerar y se acepta como contemplativo en el cine (por ejemplo, el trabajo de directores como Andrei Tarkovsky o Michelangelo Antonioni), es mediante la velocidad y el deslumbre que llegan aquí las ideas a la mente del espectador. Recuerdo cuando escribí acerca de Gates Of Heaven, su primera película, que decía que a veces los personajes hablaban de algún tema y terminaban discutiendo algo totalmente distinto y como el uso de esa cotidianidad dotaba de profundidad esa película. Aquí, el método es el opuesto,  aparte de alguna información sobre las vidas de algunos personajes, se habla casi exclusivamente de cuatro temas: robots, ratas lampiñas africanas, jardines y entrenamiento de leones. Aun así, el resultado es, en cierto modo, parecido al de Gates, una obra que medita acerca del hombre y su lugar en el mundo, en la que de repente este no es tan distinto a las ratas lampiñas ni a los robots que fabrica y cuya vida entera puede ser no más que una simple y efímera función de circo.

La película consiste de entrevistas a los protagonistas, imágenes de sus respectivos entornos y material de archivo, Robert Richardson había trabajado previamente con Oliver Stone (en Natural Born Killers (1994) y JFK (1991) por ejemplo) y llega como director de fotografía a este proyecto aportando parte de la exploración con los formatos cinematográficos y las texturas de la imagen que había implementado con Stone, para conseguir, según mi opinión, mejores resultados. La música es de Caleb Sampson y encaja perfectamente con el desarrollo de la película sin llamar mucho la atención sobre sí misma, la banda sonora en general es ejemplar, con sonidos de un personaje en la narración de otro, haciendo metáforas constantemente sobre lo que cada uno revela. Morris dota a cada uno de su propio mundo visual y sonoro, los encuadres y ritmos de tomas varian según el personaje que habla, y en cierto modo nos prepara para la constante yuxtaposición de ideas que surgirá a medida que combina estos aspectos de diversas maneras durante la película.

Debo confesar que mientras la veía por primera vez, aunque fascinado, tenía una sensación rara con respecto a este trabajo, pensaba que el ritmo era caótico, algo muy inusual en el estilo preciso y, si se quiere, estático de Morris, no tenía claridad con respecto a lo que veía, y justo allí, mientras por mi mente se paseaba ese pensamiento, en la pantalla uno de los protagonistas decía algo así como que la vida es caótica; y fue entonces que, mediante esa coincidencia liberadora, supe que estaba en las manos correctas, que no era mera improvisación y deslumbre de cineasta lo que veía, sino que esa era la naturaleza del trabajo; y entendí que esta película no se debe entender tanto como se debe experimentar, Morris lleva aquí el cine al límite, lo trasciende y le da una abstracción propia de otras artes como la música y la poesía, (aunque la siguiente afirmación pueda parecer blasfema para los puristas) se iguala con otros grandes artistas (Tarkovsky y Bergman, por nombrar algunos) en su constante y profunda exploración del ser humano.

Se que he hablado poco de la película en sí, pero creo que es lógico discutirla así, por los lados, y dejar a los curiosos intrigados por un trabajo que se debe experimentar más que entender, y se debe ver más que explicar.

BONUS TRACK: Considerando que esta película se situa más o menos en la mitad de la obra fílmica de Errol Morris (el cálculo puede ser inexacto, pues él dirigió un aclamado programa de televisión que incluye más de diez episodios y que sumarían mucho más a su obra, y The Dark Wind, si bien es una película, resultó siendo emitida por televisión solamente), me parece justo alentar a los lectores a revisar el trabajo del director en su otra gran faceta: realizador de comerciales. Adjunto el link de uno que le mereció el premio Emmy. Espero lo disfruten.

John Carpenter: Escape From New York (1981)

Comenzaré por aceptar mi falta de juicio después de un prolongado e inmerecido descanso. Lo lamento. Lo que no lamento es haber tenido la oportunidad de repetir un par de veces más la siguiente película en la filmografía carpenteriana. Por alguna razón creí que se trataría de “The Thing” pero mucho me temo MacReady y los perros siberianos deberán esperar para dar paso a una pequeña joya del cine de ciencia ficción de los 80’s: “Escape From New York”. Snake Plissken, legendario fugitivo y condecorado ex-militar (a pesar de siempre usar un parche en el ojo izquierdo), ha sido recientemente capturado y está listo para ser enviado al Manhattan Island Prison. Sería la primera colaboración fílmica entre John Carpenter y Kurt Russell (la segunda en total después del filme para televisión “Elvis” sobre, bueno, Elvis), y en el actor Carpenter encontraría no solo su alter ego sino además un exponente perfecto para su tipo de dirección. En cuanto a sociedades en cine de género moderno van, tan solo Sam Raimi y Bruce Campbell lograron algo similar a la química de Carpenter y Russell, y la segunda pareja resultó mucho más versátil (sin ofensa alguna a Raimi y Campbell, que se perfilan como posibles víctimas de una próxima edición de Clases Magistrales). Pero más sobre todo esto más adelante.

A grandes trazos, ¿Cuál es la arrebatada historia detrás de “Escape From New York”? Escrita por Carpenter tras el escándalo de Watergate, el guión se sentó en su oficina por largo tiempo ya que las productoras consideraban la inversión demasiado arriesgada. Sin embargo, después del éxito de “Halloween” Carpenter firma un contrato por dos filmes con Avco-Embassy junto a su productora Debra Hill. Sin embargo, tras una segunda lectura encuentra el guión demasiado corriente por lo que trae a su amigo de la universidad Nick Castle (quien había hecho el papel de Michael Myers en “Halloween”) para que le de vida nueva al filme. El resultado es estupendo: Canibalismo, Minas y Big Band Jazz entran y salen del filme al igual que un gran número de personajes, acciones y objetos. Es todo un gran caos organizado al mejor estilo de “After Hours” de Martin Scorsese, pero ubicada en el futuro y con tendencias distópicas. Con un presupuesto de 6 millones de dólares (que, para el que haya seguido la trayectoria, era 5 millones más alto que su anterior) Carpenter se pone a la tarea de recrear Nueva York en un pequeño pueblo en Illinois y el resultado es de nuevo positivo en taquilla para el director: 25 millones en E.U., 50 en el mundo entero.

I Love NY.

Por otro lado, ¿Cuál es la arrebatada historia de “Escape From New York”? El futuro comienza en 1988 cuando el crimen se dispara 400% en los Estados Unidos, y en la antes gran manzana se funda la prisión más grande del mundo: Manhattan Island Prison, donde la ley de la selva reemplaza la supervisión estatal que tan solo está presente para evitar que los reos escapen del infierno en el que habitan. Pero ahora es 1997, y hay problemas. El avión presidencial, bajo el nombre clave de David 14, ha sido secuestrado por el Frente Nacional de Liberación de América por motivos de fanatismo político y está siendo conducido hacia la destruida ciudad de Nueva York para ser destruido (¿ecos del 11 de Septiembre 20 años antes, quizás?), con la pequeña variación de que El Presidente (Donald Pleasance, haciendo mucho con poco) ha sido expulsado antes del choque y ha caído en la prisión con un maletín esposado a sus manos. Entra Bob Hawk (el habitualmente fenomenal Lee Van Cleef) que tras un fallido intento de rescate (que acaba con uno de los habitantes de Manhattan entregando a las autoridades el dedo cercenado del mandatario) llama a Plissken antes de que este entre a cumplir su condena para proponerle un trato. Su trabajo: Sacar al presidente de la prisión ileso con los contenidos del maletín en menos de 24 horas. Sus armas: Estrellas Ninja, una ametralladora con silenciador, un rastreador del presidente, un walkie-talkie, y un reloj que le dice cuanto le queda de vida y le permite mandar señales al exterior. Su recompensa: Libertad inmediata. Su castigo en caso de ineficiencia: La muerte. Hawk instala dos pequeñas cápsulas de explosivos (about the size of a pinhead) en las arterias del cuello de Snake que serán detonadas en el tiempo límite del rescate, así asegurando que no escape (de Nueva York) y emprenda camino hacia Canadá. Ah, y su opinión: When I get back I’m gonna kill you.

El señor presidente.

Snake Plissken es en muchas formas el personaje más definido que Carpenter llegó a crear en toda su carrera (o lo que va de su carrera, por lo menos). Ahora, mientras es válido decir que uno de los fuertes del director NO es crear personajes tridimensionales y realistas, SI es uno de sus fuertes la creación de personajes vívidos y memorables (como lo hace con lugares y ambientes). La mayoría de sus personajes están al borde del arquetipo (cuando no son, en efecto, el arquetipo en sí) pero funcionan por varias razones. La primera viene del talento de Carpenter para encontrar actores que logran llevar su material a un nivel más pragmático. Russell (y todo el reparto de “Escape From New York”) es un estupendo ejemplo de esto. Mientras la productora estaba intentando empujar a Charles Bronson y a Tommy Lee Jones por el papel, Carpenter, basado en su experiencia con Russell en “Elvis”, inmediatamente decidió a favor del último, quien estaba deseoso de romper con su imagen inmaculada (por años de trabajo en Disney) y probarse a si mismo como una presencia impactante y temible. Sin su actuación y sus matices, el filme falla. Los que nos lleva a la importancia de la presencia para Carpenter. Ya en “Halloween” había discutido como este factor es decisivo para la efectividad de Myers. Lo cierto es que aquel tácito impacto físico, aquella innombrable característica que simplemente presenciar nos trae, es la base, incluso el combustible, con el que avanzan las películas del director: Desde “Dark Star” hasta “Escape…” todos los héroes masculinos de Carpenter tienen esta cualidad: Plissken, el Dr. Loomis, Napoleon Wilson e incluso Talby son personajes que son complejos de imaginar sin sus contrapartes físicas. Para Carpenter, sus personajes no son más ni menos importantes que las acciones que cometen o que los mundos que les rodean. Y del mismo modo en que aquellos mundos no podrían funcionar sin los personajes que les habitan, los personajes no funcionarían sin aquellos mundos que les definen. Es un gran ecosistema del cine de género. Lo que deja que Carpenter traiga consigo características para personajes del cine de género. Sus héroes son anti-héroes. Estoicos, imperturbables, solitarios, maquiavélicos y fríos, son exponentes de hombres que han visto lo peor de la humanidad y a pesar de no querer redimirla, no tienen en sus planes salir de ella. La entienden, pero no la aceptan. Saben que tienen una labor que cumplir y la cumplen a cabalidad. La influencia del Western sobre Carpenter siempre ha sido clara, pero nunca tanto como en sus personajes.

Snake Plissken, vaquero futurista.

En el caso particular de Snake Plissken hay además un resentimiento, un rechazo a la sociedad. Su respuesta inicial ante el trato de Hawk viene con desprecio a la nación que le había proclamado un héroe: I don’t give a fuck about your war or your president, dice Plissken con toda la calma del mundo. Para él, estar dentro o afuera del Manhattan Island Prison es lo mismo. Hawk es igual de corrupto y tramposo que cualquiera de los miles de reos en la prisión, solo que tiene poder. Una vez se resigna y acepta su trabajo, actúa veloz y sigilosamente. Nunca corre. Camina de lado a lado observando y actuando cuando no tiene más opciones (una de las escenas más potentes del filme ocurre cuando Snake está en uno de los lugares más oscuros de la ciudad y una grupo de punks está preparándose para violar una chica inconciente. Snake simplemente sigue avanzando, su compás moral tan inteligible como siempre). No hay que olvidar que “Escape…” es una carrera contra el tiempo y contra la noche, que son temas que han obsesionado a Carpenter desde el comienzo de su carrera. Así que la imagen de Snake caminando parsimoniosamente mientras fuma al avión que le va a llevar a su posible muerte es más que una imagen fascinante: Es una perfecta descripción del estado de mente del personaje.

Así, Plissken se infiltra en la ciudad destruida, aterrizando su avión sobre el techo del World Trade Center, y baja para encontrar en Nueva York su misión más compleja. Por supuesto que no voy a revelar lo que ocurre, ya que allí yace el alma del filme. Claro está, Plissken conocerá aliados, (Ernest Borgnine, brillante, hace las veces de Cabbie y Harry Dean Stanton hace las veces Brain, un viejo conocido) se enfrentará a enemigos (uno particularmente desquiciado en The Duke, el gran Isaac Hayes en uno de sus pocos papeles fuera de Chef en “South Park”) y buscará la manera de salirse con la suya. Lo cual, a la larga, tanto él como Carpenter lograrán.

– You’re gonna kill me now, Snake?

– I’m too tired. Maybe later.

Michael Radford: 1984

“Cuidado, el suelo está hecho un charco”

El día de hoy quiero apuntarle a una película relativamente antigua, que posiblemente se tomó a sí misma con mucha seriedad, y de la cual yo vine a enterarme un poco después de salida V for Vendetta (2006). Seguramente la mayoría de ustedes ya habrá leído o tendrá noticia de una célebre novela distópica que lleva por nombre 1984. Confíamos en que sí, sanos lectores, tengan noticia previa de la famosa obra del ensayista y periodista británico George Orwell, en la que se nos muestra una sociedad corroída por el totalitarismo político e intelectual, durante la época epónima de la obra, y cuya travesía por tópicos como la libertad de prensa, el amor, la memoria y la verdad nos lleva a un final desgarrador.

Con este pequeño prólogo puedo empezar a hablar acerca de la película que nos atañe. Previa a su concepción, ya en 1956 la BBC había desarrollado una adaptación de la novela, dirigida por Michael Anderson (autor del clásico de culto Logan’s Run en 1976) y con un reparto exitoso de la época, contando al vaquero Edmond O’Brien, Jan Sterling y a Donald Pleasence (¿Dónde lo hemos visto ya?). Es difícil saber qué podría salir mal, pero lo cierto es que los resultados no agradaron mucho a la casta Orwell, dada la concepción futurista del material, rayando en la ciencia ficción. La película es un clásico oculto, pero habían muchas cosas en ella (como cambiar el nombre del antagonista, de O’Brien a O’Connor) que sencillamente no dieron el golpe.

Les hacía falta una treintena de años y un par de revoluciones de género.

Tras varios años de espera y flagrantes litigios legales, un osado documentalista británico con muy poco trabajo tras sus espaldas decidió abordar el proyecto adquirido hacía unos años, tras la muerte de la mujer de Orwell. Siguiendo al pie de la letra las indicaciones dejadas por ésta tras ceder los derechos, Michael Radford se abstuvo de efectos especiales, alusiones futuristas o incluso manejar situaciones referentes a los 80’s, los verdaderos y ciertamente desinhibidos 80’s que se vivían por fuera del set. Los papeles protagónicos de Winston Smith (John Hurt), Julia (Suzanna Hamilton) y el descarnado O’Brien (Richard Burton) parecen aptos, a simple vista. Dentro del recinto de la producción, incluso las fechas anotadas en el diario de Winston eran guías precisas para el cronograma de producción. ¿He dicho ya en que año se filmó y se intentó distribuir la película? 1984, sí señores.

No soy enemigo de la fidelidad en las adaptaciones, e incluso se me puede alegar la notoria encrucijada en la que me encuentro actualmente… No, no tiene nada que ver con Suzanna Hamilton y sus diversas apariciones sans overall, sino a uno de los directores cuya obra aprecio enormemente, si no lo adivinan aún, Erich von Stroheim. Pues bien, hay diversos puntos que le han sido criticados a la producción, en primer lugar, por haberse tomado la molestia de filmar en fechas tan puntuales, debido a que como todos lo sabían (y alguien con dos dedos de frente lo habría asumido desde antes) los eventos y situaciones descritas en la novela no se cumplirían. 1984 fue escrito como una suerte de ‘cuento cautelar’ para prevenir a las sociedades futuras de los peligros que habían alcanzado a germinar en el período de entreguerras, y que en sociedades como la Rusia estalinista seguirían dándose; no se trataba, bajo ninguna circunstancia, de una premonición.

“La cama, la ventana… Da igual, las leyes de la perspectiva también fueron abolidas.”

Otro de los puntos que se citan para criticar la postura de la película frente al libro es su manifestación visual. Algo que cautiva enormemente, sin importar lo que se piense frente a la labor de adaptación, es la cohesiva dirección de arte que prima a lo largo de la película, y tal vez un poco excedida la atmósfera en cuanto a la escasa iluminación (como pueden ver a través de las capturas de pantalla) pero curiosamente, lo relacionado con las torturas y el sexo también van de la mano con esta visión sórdida y ensopada de la vida en la Oceanía orwelliana. El contacto carnal entre Winston y Julia es tan pobre dramática como visualmente, con ángulos de cámara desatinados, una música horriblemente inapropiada (de la que hablaré pronto) y un desempeño lánguido, como dos personas que hace mucho tiempo (o tal vez nunca) han tenido sexo, aunque Winston nos demuestra lo contrario, e incluso Julia, trabajando para la sección del gobierno que realiza y distribuye material pornográfico, con el fin de mantener el torpor en el proletariado, es pésima en el acto. Qué terrible es 1984 en materia a comercio sexual. ¿Es acaso intencional esta aproximación visual al relato, en la que nos ponen del lado del régimen y sentimos desagrado cuando dos seres humanos intentan amarse? De la mano con la mencionada “estética”, las numerosas torturas a las que son sujetos los desertores del régimen del Gran Hermano son de carácter ‘retro’, con un tufillo a la mítica Inquisición española que impacta a la media de los espectadores.

Los temas musicales compuestos por el británico Dominic Muldowney fueron pensados originalmente para acompañar el inquietante sosiego que genera la Plaza de la Victoria y las calles en ruinas de Oceanía, lo que es un detalle de agradeceder; lamentablemente, Virgin Films, con el archimagnate y excéntrico Richard Branson a la cabeza, decidieron darle un toque auténticamente 1984 a una película ‘deseosa de atraer a las masas’, añadiéndole pistas de Eurythmics, luego de que David Bowie (fan de la novela) exigiera cantidades obscenas de dinero. Hay que imaginar si los sobregiros/ralentizaciones de la cámara fueron también hechos en postproducción, para empatar con el larguísimo videoclip en el que la obra eventualmente se convertiría.

“♫ I wanna use you and abuse you, I wanna know what’s inside you ♪”

La carrera de un compositor posteriormente atada a los telefilmes, una lectura muy personal de una novela convertida en una película olvidab… ¿Qué? Un momento. Debo decir que la película fue nominada para los premios BAFTA por su magistral diseño de producción y dirección de arte, pero fue retirada de concurso por el mismo Radford, perturbado por el hecho de saber que 1984 se había convertido en una película producida en 1984. Aún así, ganó premios a mejor director y actor en diversos festivales como Fantasporto, Valladolid, Estambul y otro par.

El cuerpo de la obra pronto cae al suelo, otro competidor corre con ahínco y un año después se lleva el título de la quintaesencial y más memorable adaptación de la advertencia orwelliana. Pista: es una canción del brasileño Ary Barroso.

Una serie de decisiones erróneas en las últimas etapas de producción llevaron a que, eventualmente, esta sea una película condenada al olvido, de no ser rescatada por fans de la novela como tal, hombres obsesionados con directores que adaptan obras al pie de la letra y los lectores de dichos hombres. Mi intención original era dispararle a esta obra e invocar un innecesario escarnio público ante una producción risible; pero unos momentos frente al teclado y a la película como tal me han hecho cambiar de parecer, e incluso tomarle un poco de respeto al resultado final. Sólo un poco.