Son las 10:45 PM y acabé de llegar de una sala de cine, mis estimados lectores de Filmigrana, con una llama en el corazón que me resulta difícil de ocultar. Es un fuego vivaz y no muy luminoso, tal vez similar al que generan las estufas de gas, mas este gas es pútrido y envilecido, de coloración pálida y enfermiza porque sí, como lo pueden leer en el título, estuve en una sala de cine viendo el último engendro del Canal RCN. Nadie me obligó con un revólver a ir y ver esa película, mucho menos a escribir estas líneas, y si algo sabemos bien en este sitio es que la gran mayoría de las películas tienen algo adentro, fragmentos valuables y reflexiones sobre una época, un lugar o una sociedad en particular, a pesar de las claras distinciones que se puedan establecer entre la idea o intención original y el producto terminado. Proseguiré la marcha con ese fuego iluminando mi tristeza, con la confianza de que apenas acabe este escrito se haya disipado en un mínimo el abuso al que me sometí.
Ejemplo de tales remanentes, de intención y mensaje, es mi análisis anterior sobre Silencio en el Paraíso, algo obnubilado y carente de bases sólidas debido a mi largo hiato de inasistencia a las salas oscuras, aunque igual se habla de una película que evidencia un deseo de comunicar y dar a conocer a partir de la narrativa de ficción. Esta vez no hablaré sobre el Brasil, los neorrealistas o esos asuntos tan bellos y sensibles. El presente caso, dirigido por un veterano de telenovelas y culebrones de la franja Triple-A, es sumamente especial e insólito en varios sentidos. Para un hombre que lleva muy poco de haber empezado su recorrido de apreciación y admiración cinematográfica, no guardaba en mi memoria una película que no tuviese conexión con absolutamente nada, y que fuera el negro reflejo de un abismo creativo muy pródigo en torturar las nociones de tiempo y espacio, sin mencionar la de una simple narrativa en sí. Esto tiene méritos. De antemano sabía que este 25 de diciembre sería memorable, pero ¿Son estas las lamentables proporciones?
Es un hito en la historia del cine de nuestro país porque, de acuerdo a las más innobles tradiciones, todos los 25 de diciembre desde hace doce años se estrena una comedia blanda y ligera de la mano de alguno de los reconocidos empresarios que viven de ellas, nombres conocidos en el medio como Harold Trompetero y Dago García, por citar a los más prominentes; lo particular de esta ocasión se halló definido en la posibilidad de elegir una de dos películas para ver el día festivo, cada una producida por uno de los dos canales privados con los que actualmente contamos, léase Caracol Televisión y RCN. Ambas películas son dirigidas, producidas, escritas e interpretadas por personas demasiado habituadas a las telenovelas, un notorio producto de exportación nacional, y esos resultados se resienten en pantalla, llevándonos a imaginar que veremos una telenovela de dos horas.
“Un hijueputa que nadie tiene motivos para querer y aprender de él, ese es nuestro protagonista, carajo” Mario Ribero, a lo largo de 5 años de trabajo en este proyecto
No he empezado a hablar acerca del argumento, debido a que en mi estilo de redacción suelo ponerle subtítulos imaginarios a los párrafos, antes de escribirlos. “¿De qué trata esta película?”, originalmente debería ir acá, pero fue una interrogante inceremonialmente reemplazada por la siguiente pregunta retórica: “¿Trata sobre algo esta película?”, porque muy a pesar de las sinopsis impresas y digitales, el trailer escueto y lo que les pueda decir como testigo de la inanición espiritual del Sheol, no hay algo que pueda responder con fidelidad.
Compré una boleta convencido en que vería la historia de Vicente Vaca (Ricardo Leguizamo), un “cuarentón” mantenido por su madre (Consuelo Luzardo pagando deudas) y buen vividor de un barrio tradicional de Bogotá, ya que ese es el único espacio diegético que existe en estas películas y la deducción llegó gratis. Vicente conoce a Cristina Melo (Paola Turbay, en su regreso a la memoria colectiva de nuestra nación), quien acaba de montar una peluquería en el barrio y juntos se complementan, debido al infinito e imposible amor del colombiano promedio al que va dirigido este sainete de 93 minutos, poco tiempo como para que el oleaje de la mediocridad me pueda afectar. Lo que obtuve por mi dinero no sólo fue algo distinto, sino que era muchísimo peor de lo que esperaba.
A cambio del storyline anterior me dieron una carne magra y dura, muy similar a la que los sobrevivientes de la famosa novela de Piers Paul Reed, “They Live!”, prueban al comerse entre sí. Es la historia apresurada de Ricardo Leguizamo, pagado para recitar unas líneas y responder temporalmente al nombre de “Vicente Vaca”, quien aparece en una cama antes de ser generosamente consentido por Doña Berta (Consuelo Luzardo pagando deudas) y nos muestra un poco de lo que sería la vida de eterna e injustificada manutención de Vicente, o al menos eso nos vemos presionados a imaginar si fuese escrito por alguien que conviviera con seres humanos. Claudia Liliana García, infortunadamente, no es una de esas personas.
Le sigue un puñado de viñetas, diría que muchas para lo tediosas que son pero muy pocas para explicar quién demonios es el protagonista. Ricardo/Vicente se masturba en la ducha, posiblemente en una sola toma, y a través de un diálogo descaradamente expositorio de telenovela conocemos, de inmediato, el arribo de “La nueva peluquera del barrio”. Las palabras intercambiadas sólo sirven para explicar menudamente lo que sucederá a continuación, sin dar un mínimo atisbo acerca de las personas que las enuncian. Aquel que deberíamos conocer como Vicente llega a la peluquería, instalada en un apartamento perteneciente a un barrio tradicional de Bogotá (¿?), lo cual sobra decir que es sumamente inverosímil, y ahí se encuentra con Paola Turbay, a quien de buena suerte llaman Cristina, y tras un breve y absurdo diálogo que una vez más se esfuerza (muy poco) en impulsar la secuencia de imágenes, aparentemente ambos quedan con una muy buena impresión del otro; él porque es un cerdo inmoral tetas culo bogotano tetas, y ella porque Claudita tenía que salir temprano a hacer diligencias y, “bueno gente, empezamos a rodar mañana”.
De sopetón descubrimos que Paola tiene un emplasto para la calvicie como parte de su negocio ‘todero’ y Ricardo se suma tímidamente como voluntario del tratamiento. Tiene una erección durante el masaje capilar, suena una bossa nova de saldo y mi cerebro empieza a trabajar con fuerza, porque sabe que todo esto lo llevará a algo terrible.
“Claro que la película tiene continuidad, cuando se acaba una lata de cinta la siguiente empieza de un saltito” Un tipo que andaba por ahí, y lo nombraron Editor.
Como si nadie tuviera prisa, la película logra dilatar los 96 minutos originales y convertirlos en un tapiz interminable de efectos comédicos inmediatos, música engorrosamente inapropiada y muchos bostezos, producto ya sea del deterioro mental que llegué a sufrir o bien, porque las secuencias apenas si están empalmadas entre sí. Es una comedia, pero no por eso tiene la licencia para sacar situaciones de la manga, con el único fin de hacer uno u otro comentario sobre sus personajes (sic), lo que al final lleva a que el guión se muerda la propia cola y viole las reglas construídas dentro del universo diegético, por lo que se asume que ninguna acción tiene una consecuencia tangible o un efecto, ya sea dramático o comédico. Se espera que haya incluso una identificación con esa planta de insufribles, pero ni siquiera hay un esfuerzo por realizar una mínima investigación, posiblemente debido a que estos guiones se empiezan y terminan en una conversación que emula una peluquería, muy lejos de una de verdad.
Por algún motivo hay secuencias que son innecesariamente largas, como cuando Ricky (olvidé el nombre del actor, pero sé que es un tipo miserable), el hijo McGuffin de Paola Turbay, toma el carro que está a nombre de Vicente y conduce a su novia a una fiesta surreal en alguna esquina genérica de la ciudad. Es algo que no dice absolutamente nada, aunque en la maligna intención de sus realizadores puede venir siendo algo análogo a “Como para que los chinos de las familias señalen y se rían, qué chimba hermano 😀 La hicimos“. En otro momento hay una especie de fiesta electrónica que da bastante grima, a pesar (o tal vez a causa) de la grúa de cámara montada en locación.
“¿Foquista? Jajaja, compré un petaco de pola con esa plata” El director de fotografía
Y con todo, siguen siendo secuencias rodadas con el más premuroso de los afanes. De todo el equipo de producción sólo el nombre de Javier Hernández se me queda grabado en la memoria, particularmente por su trabajo como foquista y porque no me quedo corto al enunciar que jamás fue a trabajar. No hay composición fotográfica, cortando arbitrariamente pedazos de actores y ensalzándose en planos que mantienen con fidelidad el voto de mutismo lúgubre. Si se habló de los diálogos ennervantes, hizo falta mencionar la lenta cadencia del doblaje y la calidad genérica de este. El apartado sonoro en compañía de la música gratinada y de stock que pertenece a Monsieur Periné*, una banda que confieso no hallarle ni un poco de gusto, turbó mis oídos en los momentos más incómodos de esta presentación de diapositivas.
Como ya lo mencioné este largometraje tiene el mérito especial de ser completamente atemporal en el peor sentido de la palabra, sin ningún tipo de reflexión creativa o estética sobre nada en particular, pero aunque Ribero se haya esforzado bastante en desprenderle todo subtexto o substrato imaginable (entiendo lo mucho que cuesta, Mario), queda informe y etéreo el falocentrismo cavernario y los comentarios nada sutiles sobre la sexualidad. Y al final, cuando Paola logra promover su dudoso producto para la calvicie, vemos lo único que se parece a un mensaje en toda la película: un comercial de telemercadeo en el que se pone dicho producto a la altura de todas las cremas de excremento y bálsamos similares, un producto que al final resulta siendo una delusión, un nefasto timo. De manera muy autoconsciente, la película nos sugiere que si seguimos como estamos, seguiremos viendo esta clase de producciones para los años venideros.
A lo largo de la proyección, y en especial al final, me sentí sumamente solo y miserable, no porque me identificara de alguna manera con el protagonista de este absurdo y prolongado cortometraje universitario; el efecto se debió a que, a pesar de la chabacanería y los chistes pueriles sobre penes, nalgas y sopas de lenteja, nadie se reía en la sala. La concentración de estrés y enfado llegó hasta mí sin ninguna clase de traba, cuando supe que tenía que vivir este penoso calvario hasta el final que no se veía venir. A pesar de los inconvenientes, sigue siendo una manera textual de ver cómo no se hace una película, como arruinar el material fotosensible desde el primer momento y hacer sentir a sus espectadores como tarados, víctimas de abusos y maltratos, para al final dejarlo todo como estaba al principio. Darle sopa a mamá, una manera pasiva-agresiva de mantenernos fieles a la tradición cinematográfica nacional.
¡Hey, qué bien!: El Mercedez-Benz que el argumento menciona como “Modelo 64” se halla en decente estado.
Emhhh: los double-entendres sexuales relacionados con los masajes, al principio son una herramienta aparentemente propia del universo diegético, pero no tardan mucho en tornarse cansinos, como casi todo lo relacionado con este producto.
Qué parche tan asqueroso: no están inscritas en la película per se, pero estas citas acerca de su realización no distan mucho de las frases en comillas y negrilla que he situado a lo largo de este artículo. Extraídas de esta nota del diario El Espectador me precio de ofrecer un par:
Mario Ribero: “Quise hacer una película para mi país. Yo nací aquí y no puedo hablar de otra cosa”
Claudia Liliana García, la guionista: “Era necesario ir al hogar, pero no con chistes sino con un humor inteligente”
Qué ratas. No vayan, por favor.
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