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Colbert García: Silencio en el Paraíso (2011)

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Una corta y ladrilluda introducción a esta sección sin nombre fijo

Con todo el autoimpuesto descaro que nos caracteriza hay algo que debemos aceptar como mal hecho a lo largo de nuestra corta existencia como sitio de observación cinematográfica, y es que hemos dejado casi que a un lado la producción de nuestro terruño, ya sea porque somos pocos y no tenemos tiempo para cubrir tantas áreas de interés, o bien porque al final de cada año nos invade una ponzoña que inhibe nuestras capacidades de apreciación (tiene nombre propio, que lo sepan todos). No se trata de que, por cuestiones de esnobismo, sintamos una predilección por lo extranjero; factualmente admitimos que nos gustan muchas películas colombianas, no sólo realizadas durante el resurgir de los 70’s-80’s y tampoco limitadas a la escena de Cali (la de mayor experiencia en el campo, quepa anotar), ya que desde el trabajo de Felipe Aljure, pasando por Víctor Gaviria y tocando Garras de Oro (1927) nuestro espectro de estima se mueve, no sin pocas gripes en su trayecto.

Diría, en lo personal, que lo más difícil de ver y hacer cine en este país es lidiar con la inmadurez técnica y conceptual, producto de décadas de desarrollar (un puñado de) filmes con el mismo contenido y nivel de complejidad de un pasquín turístico. No hay nada de problemático en eso, países tan disímiles histórica y contextualmente como Italia y Brasil, por citar dos ejemplos semi-arbitrarios que luego volveré a traer, pasaron por un período de realización inane y blanda, acotados apenas como un pie de página en los más incisivos textos de historia del cine: la Comedia de Teléfono Blanco y las producciones de los estudios Atlântida respectivamente, usualmente son pequeñas referencias y estadios de transición. Gracias al empeño y a las circunstancias en las que se vieron nacer, con casi una década de diferencia entre sí, desde los años 40’s y 50’s el Neorrealismo Italiano y el Cinema Nuovo se transforman en referentes obligatorios de las vanguardias de posguerra, y son el sol de horizonte que indica la transformación del panorama cinematográfico mundial, hasta entonces controlado por el sistema de estudio.

Aunque la transformación parece afectar buena parte del globo, en Colombia quedamos como los hermanos menores, queriendo imitar las andanzas de nuestros semejantes más ‘grandes’ (si me siguen la metáfora) sin mayor éxito, y aunque La Cueva de Barranquilla se toma el atrevimiento de realizar un cortometraje como La Langosta Azul (1954), son pasos que alguien como Dziga Vertov ya cruzó con mayor agilidad 30 años atrás.

Bueno, ya, ya, hablemos de la película por favor

Click acá para ver el trailer en YouTube

Considero necesario lo anteriormente dicho para entrar con algo más de propiedad a hablar de la obra que nos atañe, y decir que la fortuna nos sonríe mientras estamos cruzando la pubertad de nuestro cine nacional (¿Sigue la metáfora en pie?). No tengo nada en contra del documental, pero concuerdo con un noble académico en que Silencio en el Paraíso lleva mejor su mensaje en forma de ficción argumental. La película aborda el tema de los Falsos Positivos, un aterrador choque que se llevó el país cuando a alturas del 2008 se supo de la desaparición forzada de jóvenes en localidades y municipios deprimidos, los cuales fueron sumariamente ejecutados y presentados luego como bajas enemigas.

Silencio, tras una escena de sólo audio y a pantalla negra, sitúa el tono del argumento y nos presenta a Ronald (Francisco Bolívar, con un garbo de adolescente improbable), un joven que hace perifoneo a lomos de un enorme y característico triciclo en el barrio El Paraíso, cuyas generosas panorámicas recuerdan, más por elección estética que por similitud espacial, a los memorables grandes planos generales de Rodrigo D: No Futuro (1990) de Víctor Gaviria. Ronald, con arrollador entusiasmo, se da mañas para ganarse la vida y sostener a una apática familia, y dedica su tiempo libre a ganarse el corazón de Leidy (Linda Baldritch, con una hoja de vida curiosamente similar a la de su coprotagonista) quien no le corresponde mucho, debido a que su cuota de problemas la mantiene a raya de emitir siquiera una sonrisa. La cotidianidad del barrio se ve interrumpida cuando una misteriosa mujer (interpretada por Esmeralda Pinzón) llega al barrio ofreciendo unas no-menos misteriosas ofertas de trabajo, y Ronald pasa buena parte de su tiempo intentando conseguir una vacante, con resultados más bien esperados. Un matón del sector (Alejandro Aguilar), encargado de cobrar vacuna a sus vecinos en compañía de sus amigos de poca monta, se harta de la situación en la que vive y también se ve involucrado en las trágicas ofertas de trabajo.

Como ya lo mencioné atrás, la elección de ficción argumental como vehículo para narrar la historia es muy acertada y llevada a buen puerto. El montaje final hace un buen trabajo de profundizar en los personajes que más valen la pena y, salvo por una que otra secuencia y esos mal llamados “tiempos muertos”, aprovecha los 93 minutos para cerrar todo lo que debe cerrarse y dejarle preguntas al espectador de diversa índole. Algo que no resulta tan verosímil (al menos para el espectador local que pueda apreciar las diferencias) son los diálogos, y en lo que parece ser un esfuerzo deliberado para obtener el equivalente de la calificación PG-13 en las salas nacionales, se han escrito con una pulcritud y sintáxis que no se relaciona mucho con el parlache o slang del contexto en el que está inspirada la historia. Eso sí, lo anterior se puede poner en tela de juicio gracias a las escenas de sexo, unas cuantas desperdigadas a lo largo de la trama.

Hay numerosos planos acertados, que más allá de funcionar como homenajes a películas de la talla de Roma, Ciudad Abierta (1945) tienen su propia carga simbólica y dramática, lo que compensa en cierto modo las innecesarias y redundantes líneas de algunos personajes principales en situaciones muy puntuales, que al intentar hacer una suerte de meta-reflexión (disculpen el término obtuso) terminan rompiendo la sutileza y suspensión de la incredulidad que la película venía construyendo con tanto esmero. Los actores de reparto, que no dudo que sean naturales, hacen un muy buen esfuerzo para apersonarse de su papel, aunque las ya mencionadas limitaciones del guión hacen de su habla algo pausado y en ocasiones risible.

La mezcla de audio es sorprendentemente limpia, y aunque el sonido diegético sea una de las mejores tarjetas de la película, la música incidental tiene un efecto que me resulta difícil describir; la pista de los coros cumple su cometido (la persona con quien ví la película la encontraba ligeramente difícil de soportar) pero se abusa un poco de ella y, como con los diálogos solemnes, figura como fuera del lugar en algunas escenas.

Colbert García puso una muy completa investigación al servicio de una idea lúcida, y la ejecutó con notable destreza, tratándose de una ópera prima. Con una sana expectativa aguardaremos saber más de él. Por lo pronto, no permitan que el tiempo pase y denle una oportunidad aún estando en cartelera.

¡Hey, qué bien!: Ronald, un personaje eficazmente construído, sinceramente importa qué es lo que le sucede a lo largo del argumento.

Emmh: los diálogos apologéticos y las reflexiones de los personajes, eso se le puede dejar al espectador en una bolsa para llevar.

Qué parche tan asqueroso: la actuación de Pedro Palacio en su papel de militar subyugado/confundido con poder, pone el chiste y la gracia donde no son bienvenidos.

“En esta cadena de hijueputas… No se sabe quién es el más hijueputa”

Recomendada.

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Un agradecimiento especial a las personas que me invitaron a ver esta película, en solitario jamás habría tenido la iniciativa para empezar a disfrutar en su debido momento el estado actual del cine colombiano. Les debo este y los artículos por venir.