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Erle C. Kanton: Island Of Lost Souls (1932)

“Mientras el dolor audible o visible le dé nauseas, mientras lo manejen sus propios dolores, mientras el dolor subyazca a sus proposiciones sobre el pecado, mientras tanto, se lo digo, usted es un animal, que piensa con poco menos de oscuridad que un animal.”[1]

Moreau en La Isla del Doctor Moreau

Todos los años presentamos a los lectores Una Semana de Horror en Filmigrana con el objetivo de recomendar algunos títulos que sean poco comunes, inusualmente buenos, o incluso extremadamente raros y, como pertenecientes al género del horror, estos filmes tienen una responsabilidad y un propósito en sí mismo, bastante sencillo en concepto y terriblemente complicado en la práctica: asustarnos hasta perder el control de nuestros esfínteres. Claro está, la mayoría de los ejemplares aquí reseñados (y del género en sí mismo) nunca provocan el terror que prometen en sus afiches promocionales o en sus comerciales televisivos, y muchas veces los resultados son más confusos y entretenidos que genuinamente aterradores. Lo cierto es que el horror es completamente subjetivo. Es complejo explicar por qué una imagen parece absurda y ridícula, mientras otra nos paraliza de temor como a un zorro que ve su propia muerta desde lejos. Los zorros y otros animales, aún dentro del grueso de la cadena alimenticia, perciben el miedo como un peligro inminente, lo que causa que modifiquen su comportamiento para poder escaparlo. Los humanos, habiendo escapado de eso pero aún más que dispuestos a matarnos los unos a los otros, también cambian su comportamiento cuando la sensación está ligada al riesgo de muerte. Pero haber desarrollado una conciencia que puede articular y reflexionar lógicamente la idea de “tener miedo”, ha destilado dicha sensación de malestar e incomodidad en algo emocionante, incluso placentero, cuando es accedida en dosis controladas y solo superficialmente peligrosas.

Cuando se es niño, esta sensación es especialmente fuerte e indomable. Visiones, expresiones y situaciones que nunca hemos enfrentado se presentan por vez primera, y entenderlas y asimilarlas puede ser una tarea traumática. ¿Cómo puedo explicarle a mi mente lo que significa que un hombre enmascarado emerja de las sombras y, sin mayor motivo, apuñale el vientre y riegue las tripas de una hermosa bañista sin tener ningún punto de referencia? ¿Cómo puedo procesar la sangre que brota, las vísceras rojizas y brillantes que rebozan, los gritos, la pérdida del conocimiento y el dulce abrazo de la muerte? Todas estas cosas nos son completamente desconocidas, repulsivas e ilícitas en ese momento, y por eso nos son inolvidables. Sin embargo, el tiempo nos presenta una y otra vez variaciones infinitas del mismo asesinato, de las misma heridas, de las mismas armas blancas, del mismo homicida sin rostro y de la misma víctima genérica. Una y otra vez observamos la misma coreografía pagana hasta que pierde su filo. Nos tornamos indolentes, insensibles. Buscamos de forma incesante nuevas y macabras recreaciones de violencia, más explícitas, más chocantes, más irreverentes sin nunca alcanzar el zenit encontrado años atrás. Eventualmente, una verdad se nos revela, más vinculada con los horrores del mundo real que a los del mundo ficticio: No hay nada que nos aterre más que aquello que entendemos y conocemos bien, pero que escogemos ignorar por motivos de indiferencia.

Island Of Lost Souls, dirigida por Erle C. Kanton, es un filme que expresa de forma muy efectiva la noción de inicialmente temer a algo por encontrarlo ajeno, solo para asimilarlo poco tiempo después y, en últimas, olvidarlo por encontrarlo demasiado doloroso y problemático. Una adaptación de la novela corta de H. G. Wells La Isla del Doctor Moreau escrita por Philip Wylie[2] y Waldemar Young, el filme sigue a Edward Parker (Richard Arlen), un náufrago que es recogido por un barco de carga en el medio del océano Pacífico solo para encontrarse con una tripulación compuesta en su mayoría por animales exóticos enjaulados. Dicha carga está siendo supervisada por el estoico Montgomery (Arthur Hohl), a quien Parker acaba acompañando a su destino luego de una disputa con el capitán del barco, un borracho violento llamado Davies (Stanley Fields). El destino es una pequeña isla que no aparece en los mapas y no tiene nombre, pero todos quienes navegan el mar conocen por reputación: allí es donde el infame Doctor Moreau (Charles Laughton, habitualmente extraordinario) lleva a cabo sus extraños experimentos.

Una vez llegado a la isla, Parker empieza a desconfiar de las extrañas fisionomías y comportamientos de los locales, todos con fuerte aspecto animal y salvaje temperamento salvo por Montgomery, Moreau y la hermosa y tímida Lota (Kathleen Burke), una local que habita la casa principal con los dos científicos. Las sospechas de Parker se tornan en horrores reales cuando empieza a escuchar horribles alaridos en las noches y presencia por accidente uno de los brutales procedimientos de vivisección operados por Moreau y Montgomery, tras el cual se adentra apresurado en la jungla y encuentra a los nativos habitando rudimentarias chozas de barro y paja. Allí les observa mientras celebran un extraño y lúgubre ritual donde su recitan “La Ley”, repitiendo las palabras de un hombre excesivamente peludo que parece ser su líder (Bela Lugosi):

– “What is the Law?”

– “Not to spill blood. That is the Law.”

– “Are we not men?”

– “Are we not men?[3]

El filme de Kanton funciona como una adaptación bastante fiel al espíritu de la obra original[4], aún sí el resultado final se toma varias libertades de la novela, principalmente en la inclusión y desarrollo de dos personajes femeninos, ambos con una intensa conexión emocional con el protagonista Parker (quien también es mucho más espabilado y menos servil que su contraparte Packard del libro): El primero es su prometida Ruth Thomas (Leila Hyams), una flapper preocupada y proactiva quien espera la llegada de su novio a Apia sin saber sobre su desvío a la isla de Moreau. Aunque las escenas de Thomas en Samoa presionando a la burocracia local para que rescaten a su marido frenan el impulso narrativa de lo que ocurre en la isla y su rol de interés romántico era una obligación en el cine de Hollywood de la época, su presencia es importante porque le da a Parker tanto una conexión emotiva que hace del peligro al que se enfrenta mucho más dramático y urgente como una posibilidad de redención en el tercio final. El segundo es el personaje de Lota, la Mujer Pantera referenciada en el libro de Wells, quien toma un papel mucho más central en el filme y, propulsado por la sugestiva interpretación de la exótica Burke[5], subraya la posibilidad de un erotismo incontrolable en las creaciones de Moreau.

La dirección fetichista de Kanton recalca aún más las posibilidades sexuales de la historia original, donde solo hay unos cuantos figurantes femeninos, y su especial predilección por las piernas de sus actrices crea en el espectador una titilación que contrasta fuertemente con los violentos hechos ocurridos en la Casa del Dolor, el laboratorio donde Moreau hace sus experimentos. Gracias a que el filme fue producido y estrenado en 1932, dos años antes de la implementación del código Hays, Kanton no teme en sugerir ni mostrar contenido de carga erótica y violenta, lo que hace que su película sea sorprendentemente honesta en su representación del sadismo, la crueldad y el deseo sexual. El filme fue vetado por esto en doce países[6], y en los Estados Unidos las juntas de censura de cada estado editaron y cortaron las escenas y secuencias que les parecían más perturbadoras y nocivas[7].

Vista hoy en día, es lógico que Island Of Lost Souls haya perdido el poder de chocar a su audiencia, en gran parte por una creciente desensibilización a contenidos sórdidos pero también porque la cultura popular ha arruinado el twist central de la historia. No obstante, el filme se mantiene vigente como una obra maestra del género, sobriamente dirigida y fotografiada (por Karl Struss, también de Sunrise de F. W. Murnau, 1927), fuertemente actuada, e innovadora y original tanto en su expresivo lenguaje visual como en su maridaje entre los remanentes del cine de género mudo (el maquillaje teatral, la aceleración ocasional de los movimientos bruscos) y las posibilidades expresivas del cine sonoro. Haciendo uso solo del diálogo y la extensión necesarios (el filme dura apenas 71 minutos), la película aún es inquietante, conmovedora y horriblemente prevalente en su contenido principal y en sus mensajes más subversivos.

El más potente de estos es lucidamente ilustrado por Kanton en su elección de enmarcar a todos los personajes, tanto salvajes como humanos, entre barrotes y jaulas. Aquello sirve un propósito lógico, en el cual la casa habitada por los humanos está resguardada de la posibilidad latente de violencia del exterior y de escape del interior, pero también funciona como una metáfora de la falsa libertad que estos individuos creen tener: todos los hombres y animales están atrapados en prisiones hechas por otros o de su propio hacer. Parker, quien parece en primera instancia un individuo cuerdo y decente, está preso no solo de las circunstancias desafortunadas que le depositaron en la isla, sino también de un creciente deseo sexual por Lota, deseo que solo rechaza en cuanto se entera de su origen animal y que, de no ser por su amor por Ruth, probablemente habría perseguido hasta sus últimas consecuencias. Montgomery está preso de su pasado, ya que su negligencia médica en Londres años atrás le confinó a la exploración científica únicamente en la isla, además con la complicación moral de ser extremadamente permisivo, y en últimas cómplice, de las sucias acciones de Moreau. Moreau, por su lado, cree acercarse cada vez más a la obra que finalmente cementará su lugar en la historia de la humanidad, pero en realidad está cada vez más lejos de satisfacer su ego y sus deseos de grandeza. Solo quedan los animales, presos de un estado físico y mental transitorio, ni bestias ni hombres, solo objetos indignos esperando su reposo final.

Los animales son los que finalmente logran trascender su encarcelamiento, y tras romper por orden de Moreau la letra sagrada de la Ley, descubren que la sociedad a la que pertenecen es fácilmente quebrantable, incluso destructible. Basta con regar la sangre de un individuo para ver que este es sólo un hombre, y por ende, todos los hombres pueden sufrir el mismo destino. Romper con la imagen divina de su creador les permite a las criaturas extraer su venganza sin temor a las repercusiones. Lo mismo es cierto para todas las sociedades: una vez entendemos que las leyes existen como estructuras para mantener el caos y la violencia a raya, es fácil comprender porque hay tantos casos anómalos dentro de ellas. Sí tan solo hay unas palabras y escrituras pensadas por otros hombres sosteniéndolas, ¿por qué no habría quien se rehuse a seguirlas? ¿Por qué no habría individuos dispuestos a cometer actos tan desmedidos en su barbarie que atenten contra el mismo tejido que las compone? En últimas, Moreau, Lota y el resto de las criaturas sucumben (algunos merecidamente) ante las verdades inevitables del frágil ecosistema que habitaban: primero, no se puede controlar una multitud enfurecida, y segundo, no se puede escapar a lo que se es. Esperemos, por el futuro de los que habitan el resto del mundo, que esas verdades sean repetidas y escuchadas una y otra vez, ojalá de forma tan elocuente y memorable como en Island Of Lost Souls.

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[1] H. G. Wells en La Isla del Doctor Moreau, Norma Editorial, Bogotá, 1997 (Texto original de 1896), cit. P. 98.

[2] Wylie es solo una de las figuras fascinantes unidas como por destino manifiesto en este proyecto: autor de varias novelas de ciencia-ficción (las más célebres When Worlds Collide de 1933 y su secuela After Worlds Collide de 1934, ambas co-escritas por Edwin Balmer), una saga de cuentos cortos publicada en el Saturday Evening Post sobre el Capitán Crunch Adams (su influencia sobre el Cap’n Crunch es desconocida, pero le precede por más de 20 años), su ayudante Des Smith y sus aventuras de pesca de mar profundo (que fue la base de una poco exitosa serie televisiva en 1955 protagonizada por el célebremente bien dotado Forrest Tucker), varios ensayos sobre la amenaza nuclear y su impacto ambiental (uno de los cuales le mereció la casa por cárcel en 1945 por revelar información confidencial sobre las pruebas de lanzamiento de cohetes hechas en Alamagordo, Nuevo México) y un episodio de la serie de televisión de la cadena NBC The Name Of The Game llamado L.A. 2017, dirigido por el mismísimo Steven Spielberg.

[3] Q: Are we not men? A: We are Devo!

[4] Los registros sobre las opiniones de Wells sobre el filme son contradictorios: algunos decían que fue abiertamente critico de la película, argumentando que la atención al horror del filme opacaba las ideas filosóficas que le subyacían, mientras otras reportaban que el autor estaba encantado con el resultado, especialmente por haber sido censurado en el Reino Unido.

[5] Burke trabajaba como una asistente de dentista en Chicago hasta que ganó el concurso de talentos hecho por la Paramount Pictures para elegir a la interprete de la Mujer Pantera en este filme. La actriz solo estuvo en el medio fílmico hasta 1938, año en el cual se retiró de la actuación a los 25.

[6] Inglaterra, habitualmente moralista e hipócrita en sus prácticas de censura, decretó el filme inaceptable en tres ocasiones separadas (1933, 1951 y 1957) por ir “en contra lo natural”. Gran parte de su descontento partía de la siguiente cita, quizás las más reconocida del filme, pronunciada por Moreau al explicar el motivo de su trabajo: “Do you know what it means to feel like God?”

[7] A pesar de los intentos de suavizar el impacto del filme, los reportes de espectadores vomitando en sus asientos por repulsión a las imágenes fueron populares en la época.

Georges Franju: Les Yeux Sans Visage (1959)

Desde los inicios de la historia del cine el horror, la fantasía y la ciencia han tenido una conexión, aunque sea al menos circunstancial. Producto de una mentalidad científica y emprendedora de finales del siglo XIX, el cinematógrafo ofreció una ventana de difusión tecnológica que se fue desarrollando a la par de las historias de ficción, cada vez más elaboradas y apropiadas de su medio. Más allá de pensar en las adaptaciones de Julio Verne hechas por “el otro Georges”, saltamos a Das Cabinet des Dr. Caligari (Robert Wiene, 1920) y sus observaciones sobre la psiquiatría y las pesadillas totalitarias[1], la celebración de la egiptología moderna en The Mummy (Karl Freund, 1932) o la seminal Frankenstein (1931) de James Whale, una película tan influyente que incluso 60 años después se sigue jugando con la misma premisa del homicida reanimado a partir de electrochoques.

Si nos detenemos a observar, estas tres películas están vinculadas con la guerra de alguna manera: los guionistas Hans Janowitz y Carl Mayer (quien luego sería el guionista de cabecera de F. W. Murnau, otro titán del horror) escriben Das Cabinet tras sus horribles experiencias con el ejército durante la Primera Guerra Mundial; en esa misma guerra James Whale es hecho prisionero por los alemanes, y es tras las líneas enemigas donde descubre su pasión por el drama y la puesta en escena. Karl Freund, cinematógrafo de Metropolis (1927), no vive la guerra de primera mano, aunque su ascendencia judía lo motiva a huir de Alemania para evitar un horrible destino, inminente a la vuelta de unos pocos años.

La Segunda Guerra Mundial trae consigo más imágenes escalofriantes para todos los frentes involucrados: los pogroms y linchamientos de diferentes grupos étnicos; la “medicina” sádica y sin propósito del Ángel de la Muerte, Josef Mengele; las pilas de cadáveres congelados en el frente oriental y, por supuesto, los campos de concentración en todas sus variedades, desde los gulags rusos hasta los muros de Auschwitz II-Birkenau, pasando por las prisiones de la guerra Sino-Japonesa. El fin del conflicto en agosto de 1945 no disipa los fantasmas de estos crímenes, y en Europa se pretende no traerlos de vuelta a través del entretenimiento, por lo que aparece una censura implícita en el cine de horror, de entrada un medio narrativo vilipendiado y considerado de poca monta entre los círculos artísticos de la época.

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La censura francesa a los excesos de sangre, la aversión británica al maltrato animal y la inquietud que generaban los científicos locos en Alemania (ver: Mengele) generaron un caldo de cultivo para la existencia de Les Yeux Sans Visage (Los ojos sin rostro), una afrenta directa a estas normas tácitas, en la que un médico loco tortura animales mientras corta rostros de mujeres frente a la cámara.

Partiendo de esa premisa tal vez sea prudente pensar en Les Yeux como una curiosidad de autocinema, proyectada en doble función con alguna película de escaso presupuesto dirigida por William Castle (¿Quizá House on Haunted Hill con Vincent Price?), y pueden sentirse en lo correcto si llegaron a pensarlo, estimados lectores. En efecto, la película viajó a Estados Unidos con un nuevo nombre en su pasaporte,  The Horror Chamber of Dr. Faustus[2], y fue proyectada de la mano de The Manster (1962), aunque Les Yeux se hizo destacar por lo especial de su factura y la elegancia y sutileza de su texto. Aunque sea posible leerla como una denuncia de los horribles límites de la ciencia al ser empleada con fines nefastos, es un relato sobre identidad, culpa y castigo en el que la crueldad comparte la luz del escenario junto a la inmensa y cuidada cantidad de objetos quirúrgicos con los que el Dr. Génessier (Pierre Brasseur) intenta restaurar el rostro de su hija, la joven y trastornada Christiane (Edith Scab), quien ha sufrido un horrible accidente automovilístico y ahora requiere un suministro constante de mujeres igual de jóvenes y bellas.

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La dirección meticulosa y cuidada se nota desde la primera escena, en la que somos invitados a una vista subjetiva desde un carro que recorre la oscuridad de la campiña francesa mientras suena una versión malvada del tema musical de Les 400 Coups[3], compuesta por el excéntrico polímata Maurice Jarre. Pierre Brasseur lleva sobre su espalda buena parte del éxito de esta película, en la que su interpretación del Dr. Génessier es tan macabra y espeluznante como cercana a la realidad: un hombre pragmático y de familia (que podría ser cualquiera de nosotros) hace lo indecible para ayudar a su hija, y así mismo logra aprovechar sus influencias como médico respetado para eludir a las autoridades y a los investigadores que están tras la pista de las mujeres desaparecidas. Volviendo a las comparaciones inapropiadas, es tal vez un sano regreso a Metropolis, donde el Dr. Rotwang construye el robot de Maria en un intento de emular a Hel, su amada y difunta esposa.

No obstante, es en el inusual papel de Christiane donde el horror se complementa con la compasión, un personaje que subvierte a futuro al “monstruo desfigurado”, dotándolo no solo de personalidad sino también de un inmenso dolor por su condición. La película toma la leyenda de la condesa Bathory y la dobla en la punta como un alambre dulce, permitiéndole a Christiane reconocerse en las otras mujeres que, como ella, desaparecieron de las vidas de los otros tras un accidente, y llegan a hacer parte de su rostro necrotizado. Las numerosas iteraciones de máscaras, vendajes y espejos refuerzan este efecto, y transforman una horrible experiencia médica en un evento etéreo y sublime, como el vuelo de unas palomas blancas que, como Christiane, han sido enjauladas en contra de su voluntad. Franju tiene una habilidad excepcional para hacer esta transformación, algo que se evidencia en su primer cortometraje, Blood of the Beasts (1949), en la que escenas de un matadero de caballos y reses son yuxtapuestas con vistas de la Ciudad de las Luces, una Paris quieta de madrugada. Así mismo, la belleza que surge de los actos horribles del Dr. Génessier es retratada con las herramientas de la objetividad documental, pero con la disposición de narrar un relato fantástico.

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El reconocimiento a esta película no es tan alto como debería ser, pero da evidencia de lo proclives que son los franceses al horror altamente estilizado, sensual y ultraviolento, y ha sido la semilla para producciones audiovisuales de todo tipo de factura, desde la intrigante y delicada La Piel que Habito (2011) de Pedro Almodóvar, pasando por Face-Off (1997) de John Woo, el remake poco elegante que es Les Predateurs de la Nuit (1987) de Jess Franco, y por supuesto el episodio A Imagen y Semejanza de la serie hispanoamericana Decisiones Extremas. De todas estas producciones, sin importar su mensaje, propósito o calidad, hay un elemento que prevalece y nos lleva a imágenes de profunda belleza e incomodidad: un par de ojos muy abiertos y observantes, detrás de una máscara.

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[1] Para ampliar en este tema se recomienda leer el libro From Caligari to Hitler de Sigfried Kracauer, en el que el teórico de cine indaga sobre la mentalidad y obediencia inherente de los ciudadanos de la Alemania del Weimar, y su necesidad subconsciente de un dictador.

[2] Lo cual nos debería llevar inmediatamente a otro Dr. Faustus, particularmente a Faust (1926) del ya mencionado Friedrich Wilhelm Murnau. Recordada hoy en día por sus hermosos efectos especiales y por su influencia sobre Fantasia (1940) de Walt Disney, en particular la secuencia “Night on Bald Mountain”.

[3] Otra película de 1959 que, como sobra recordarlo, empieza con una vista de Paris desde un vehículo en movimiento, mientras ruedan los créditos iniciales.

D.A. Pennebaker: Dont Look Back (1967)

En el que tus hijos están más allá de tu mandato

La década de los sesenta se destaca por sembrar la semilla de la discordia social a una escala global. Tal como lo retrata el impecable drama Mad Men, durante esos años los ideales liberales estallaron en manifestaciones sociales de todo tipo: el movimiento de derechos civiles de los afroamericanos, el surgimiento de posturas feministas, la liberación sexual, las protestas en contra de la Guerra de Vietnam, entre muchas otras. Las secuelas de la Segunda Guerra Mundial, las crisis económicas y el asesinato de Kennedy fueron tan solo algunos de los factores que desencadenaron el sinsabor en multitudes que no hallaban justicia en las convenciones políticas de Occidente. La proliferación del arte fue fundamental para darle una voz de aliento estético a todos estos reclamos, y la música fue su medio más efectivo para conquistar a aquellas juventudes revoltosas que buscaban reconstruir su crisis de identidad.

A finales de 1964 Bob Dylan ya era un icono de la música protesta. Aunque no era una categoría de su agrado, sus composiciones inevitablemente marcaron un hito en varios de los movimientos sociales señalados anteriormente. Sus letras, cargadas de añoranzas y de personajes que se enfrentaban en la lucha de clases, conmovieron a aquellos oyentes que buscaban en la música más que un escandaloso movimiento de caderas. En un lapso de quince meses publicó The Freewheelin’ Bob Dylan, The Times They Are a-Changin’ y Another Side of Bob Dylan, tres álbumes fundamentales para la renovación lírica de la música popular. La monumentalidad de canciones como “Blowin’ in the Wind” y de “The Times They Are a-Changin’” y la crudeza de “Masters of War”, “The Lonesome Death of Hattie Carroll” y “Chimes of Freedom” cautivaron a los oyentes que buscaban alternativas al ingenuo populismo de las primeras composiciones de The Beach Boys y de The Beatles[1]. Varios líderes sociales –Martin Luther King, Jr., Joan Baez, Joyce Carol Oates- exaltaron los versos de Dylan, los cuales acompañaron varias protestas pacíficas, particularmente la multitudinaria Marcha de Washington de 1963. Sumado a eso, varios artistas de élite cosecharon éxito (y dinero) al versionar varios de estos temas. En cierta medida el joven Dylan había logrado su cometido: hacer eco con sus denuncias sociales en pro de un futuro esperanzador.

Sin embargo, el entusiasmo propio de cualquier joven adulto contagió de experimentación a Dylan y en marzo 8 de 1965 dio a conocer su composición más radical: “Subterranean Homesick Blues”. Este tema, interpretado con una guitarra eléctrica y plagado de versos libres declamados con la velocidad de una borrasca, fue una aberración para aquellos puristas que se rehusaban a perder la imagen de aquel bardo que era admirado por su guitarra acústica y su armónica. Con “Subterranean…” Dylan le escupió a la tradición que él mismo había instalado y, para no dejar su cambio al azar, publicó dos semanas después Bringing It All Back Home, su obra más polémica a la fecha. Cargada de bromas, sonidos distorsionados y rudeza, el cantautor mostró una faceta influenciada fuertemente por la literatura beat (en especial por su gran amigo Allen Ginsberg) y por el fluir de conciencia vanguardista. El ejemplo más evidente es el contraste entre la apaciguante “Bob Dylan’s Dream” del lado B de The Freewheelin’ Bob Dylan y “Bob Dylan’s 115th Dream”, su escandalosa y electrizante contraparte. Los cambiantes tiempos de los cuales Dylan pregonaba hace algunos meses por fin lo habían alcanzado.

Dont Look Back documenta las secuelas inmediatas de esta radical propuesta. Dirigido por el virtuoso D.A. Pennebaker (más conocido por su trabajo en el Monterrey Pop Festival), este filme retrata la gira de verano de 1965 en Inglaterra, justo después de haber publicado Bringing It All Back Home y antes de su emblemática aparición en el Newport Folk Festival, aquel repertorio en el que apareció por primera vez en público junto a su guitarra eléctrica. La rústica técnica de Pennebaker acompaña adecuadamente la transformación de Dylan al retratar a un artista en un estado de plenitud creativa y de mudas dubitaciones. El compositor defiende su nueva postura y la ruptura de las expectativas de su público mientras halla la vitalidad que lo acompañará el resto de su vida artística. Aunque sea acompañada de un estado de intranquilidad y del excesivo consumo de cigarrillo que degradará su voz en la siguiente década, es justamente esta renovación la que cementará la leyenda de Dylan tal como la conocemos.

La primera escena del documental es un tropo cinematográfico como ningún otro: el minimalista pero emancipador video de “Subterranean Homesick Blues”. Para quienes no lo conocen, es considerado como el primer video musical en stricto sensu: en éste Dylan despliega varios atractivos carteles cuyos mensajes se sincronizan con las imágenes dadá de la canción mientras un histriónico Allen Ginsberg charla con Bob Neuwirth, su tour manager. A pesar de su sencillez, este experimental corto no sólo abre el documental sino una infinitud de posibilidades para cualquier futuro videoclip: éstos no sólo debían limitarse a grabaciones de presentaciones en vivo o de falsos sets televisivos, también podían proponer una mirada suplementaria a la música que retratan.

El espíritu de dichos minutos merodeará el resto del documental: ¿acaso los oyentes de Dylan están preparados para el cambio o es necesario darles un tiempo prudente de amnistía? ¿Es el nuevo Dylan una parodia que desfigura los mensajes de esperanza compuestos anteriormente? La respuesta que ofrece Pennebaker es contundente: ningún cambio radical está libre de polémica, sobre todo si es una deconstrucción iconoclasta. Cabe mencionar que este filme fue lanzado en 1967, es decir, dos años después de la tormenta mediática que ocasionó la adopción de una inofensiva guitarra eléctrica. Todos aquellos espectadores que reciben el documental deben extrañarse al ver los pasos en falso con los que Dylan recibió a su público meses antes de desatar la inundación.

La gira retratada por el documentalista captura esos momentos de incertidumbre, esos puntos de fuga en los que Dylan lidia con su nuevo arte. Aunque su público todavía se complace de escuchar sus clásicos en formato acústico (todas las canciones de dicha gira lo son), Bringing It All Back Home ya hacía estragos entre sus fanáticos más acérrimos. Los periodistas lo invaden de preguntas relacionadas con su identidad, con la autenticidad de su mensaje y con su conexión con el movimiento folk. A esta y a otras incógnitas Dylan responde con “The Times They Are a-Changin’” (la cual es interpretada al menos cinco veces a lo largo del filme) o con un derroche de intolerancia en el que devela un somero delirio de persecución. Aunque la historia le hallará la razón, no deja de ser llamativo cómo al artista incluso le cuesta reconocer cuánto le fastidia su popularidad o la comparación con otros artistas (en especial con Donovan). Es ese mismo armazón el que lo cubre cada vez que quiere destrozar a un reportero al tergiversar sus preguntas, un acto cobarde pero efectivo para evitar preguntas estúpidas. Ante todo, Dylan debe defender el aura de misticismo de cada una de sus composiciones. Tal como lo afirma uno de los reporteros, eso ocurre cuando un poeta llena una sala de conciertos y no un artista pop.

Cabe mencionar que el único reclamo directo a su sonido eléctrico corre por cuenta de un grupo de jóvenes groupies, es decir, de aquellos seguidores que deberían estar más de acuerdo con su nueva postura. Dylan, no obstante, quiere divertirse y darle un respiro a la pesadez de sus composiciones pasadas. Pennebaker está de acuerdo con su postura libertaria y por eso contribuye a documentar su cambio sin que lo acusen de traidor. ¿De qué le sirve a Dylan que lo aplaudan si no entienden su sermón? Sus canciones son demonios expulsados, los cuales dejan de ser parte de él una vez son publicados. Si se apropia de la nueva ola eléctrica es porque este sonido es el único que puede canalizar su angustia escrituraria. Su música no contradice el mensaje original: el arte es emancipación y debe estar por fuera de cualquier régimen totalizante. La arrogancia del compositor es abiertamente documentada en sus biografías oficiales y apócrifas[2]; sin embargo, verlo disfrazar su genialidad de desinterés es cautivante. Nadie quiere creerle cuando asegura que su obra es puro entretenimiento: puede que Dylan quiere vaciar sus mensajes pero no podrá extinguir la llama de la creatividad. Es este acto contestatario el más radical de los movimientos artísticos de los sesenta, incluso mayor que el de sus colegas beatniks. Dont Look Back es el llamado simbolista[3] que tanto le gusta a Dylan: hay que ser siempre modernos, hay que estar siempre a la vanguardia.

En los días previos a la publicación de este artículo se ha debatido con fuerza el reciente premio Nobel en literatura que recibió nuestro aclamado compositor. Aunque es un problema que se seguirá discutiendo en los próximos meses, Dont Look Back es un gran recordatorio de las barreras trasgredidas por su exuberante obra. Pennebaker hace un sabio trabajo al filmar a un Bob Dylan próximo a estallar; ni siquiera menciona a “Like a Rolling Stone” o a Highway 61 Revisited, su magnum opus publicada una semanas después de finalizar su gira por Inglaterra. Esos dos años de distancia entre lo filmado y lo estrenado pueden ser la vara de lo que se cuestionan en este momento: antes de juzgar, hay que tomar distancia de los hechos para contemplar su futuro impacto. Si bien se puede discutir si Dylan es un poeta o no (aunque para el autor de este artículo evidentemente lo es, y es uno de los más excelsos), no se puede negar su importancia cultural. Tal como ocurrió en el momento en el que agarró una guitarra eléctrica o en el que recibió esta condecoración, la postura de Bob Dylan es una: no mirar atrás. Lo que encuentre adelante será el arte del que usted es digno.

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[1] Todos somos conscientes de la empalagosa popularidad de “Surfin’ U.S.A.” y de “I Wanna Hold Your Hand”, canciones que dominaron los listados de Billboard durante dichos meses. Espero que también seamos conscientes de la pobreza de sus letras; sin decir que sean malas canciones (aunque para mí lo son), sus perpetuos estribillos no está a la altura siquiera de un verso de “Don’t Think Twice, It’s All Right”.

[2] Es bien sabido que en su prolongado “Never Ending Tour” (el cual ha estado vigente desde 1988) Dylan suele tocar de espaldas al público o murmurar sus canciones sin vocalizar. No cualquier artista puede presumir de que sus espectadores compren entradas a sus conciertos solo para ver su gabardina.

[3] No hay que olvidar que la guitarra de Dylan se llama Rimbaud, tal como el poète maudit.

Anthony Asquith: The Browning Version (1951)

“La realidad, el mundo deben ser transformados.”[1]

La intención de transformar es una parte crucial de la Teoría Critica de la Sociedad hecha por la Escuela de Frankfurt. Europa se encuentra en un momento crítico tras el paso de la Primera Guerra Mundial, y en busca de respuestas, la teoría crítica revisa el materialismo histórico para explicar el presente estado del mundo bajo la influencia del capitalismo. No obstante, la interpretación no basta: Es necesario poder cambiar las cosas, y teniendo a la mano nuevos conocimientos (incluyendo el psicoanálisis) el momento es propicio para ser proactivos. Aquella intención de transformar está expresamente representada, sus problemáticas y su inherente dificultad incluidas, en la obra de teatro de un acto de 1948 escrita por Terence Rattigan, La Versión Browning, expandida y adaptada por él mismo tres años después al cine. Allí comprobamos en el ámbito del arte una versión práctica de lo que la teoría crítica se propone como un logro: “Transmitir la teoría crítica de la manera más estricta posible es, por cierto, condición de su éxito histórico: pero ello no se cumple sobre la base firme de una praxis ya probada y de un modo de comportamiento establecido, sino por medio del interés en la transformación, interés que, en medio de la injusticia reinante, se reproduce necesariamente, pero que debe ser formado y orientado por la teoría, y que, al mismo tiempo, repercute de nuevo en ella.”[2]

Aquella representación no es simplemente coincidente, no obstante, ya que al ser creada en un espacio y un tiempo de capitalismo predominante, observa sus problemáticas desde adentro sin por esto perder su valor artístico ni humano: “ (…) en el proceso natural de la cultura humana, la lucha entre la necesidad y la libertad (…) ha producido a través del arte una síntesis, casi un milagro.”[3] Esto resulta algo irónico, ya que la auténtica fortaleza de la obra radica en la inconformidad de su autor con el mundo que le rodea, y en la inmediatez y efectividad con que escoge tratarla. De no existir la injusticia, la obra de arte nos resultaría menos impactante cuando honesta y menos conmovedora cuando propositiva. En el caso particular que nos atañe, Rattigan escoge tratar estos temas mayores de forma más indirecta y sutil, mientras ubica en primer plano una narrativa aristotélica de los últimos días de empleo de un profesor de colegio privado.

La Versión Browning cuenta entonces la historia de dicho profesor, Andrew Crocker-Harris, un hombre mayor y resignado cuyos días finales de clase le dejan menos nostalgia y buenas memorias que un amargo arrepentimiento por no haber logrado hacer su trabajo a cabalidad. La mayoría de los estudiantes le detestan por su personalidad estricta y sin humor, los docentes resienten su pasada brillantez académica y su mujer está teniendo un aventura con un colega suyo. La única persona que lamenta su partida (a otra institución en la obra de teatro, al retiro por enfermedad en el filme de 1951 dirigido por Anthony Asquith e interpretado por Michael Redgrave) es un alumno reciente llamado Taplow, quien le obsequia una rara versión del Agamenón de Esquilo, traducida por Robert Browning, y que causa en el educador una profunda reflexión sobre su pasado, su presente y su futuro (motivada en parte porque el mismo Harris se encuentra haciendo una traducción del texto, de la cual ha perdido interés a través de los años). Mientras la obra de teatro finaliza en la entrega de dicho texto y en su conversación final con Taplow, el filme profundiza la desilusión del docente con su profesión y la degradación a la que es sometido por sus empleadores, alumnos y su mujer Millie, para concluir con un discurso final hecho a los graduados del instituto donde Harris provee una honesta diatriba en la cual pide perdón por no haber cumplido su trabajo.

Ambos productos artísticos de Rattigan (la obra de teatro, el guión cinematográfico) se ubican en un contexto donde el capitalismo es dominante e inclemente: Se trata de un instituto privado donde ni las directivas ni los estudiantes tienen particular interés por nutrirse culturalmente de los pensamientos del desencantado Harris sino que prefieren un conocimiento más utilitario, y sobre todo, más fácil de conseguir. Sus superiores ignoran su antigüedad en el colegio e irrespetan sus logros previos, forzándole a retirarse (o trasladarse) y a dar su discurso de despedida antes del popular profesor Fletcher, el objeto del deseo de su mujer, quien además es varios años menor. La dignidad de Harris es atacada directamente, el ritual siendo el único espacio donde su importancia aun está intacta: “[El capitalismo] Ha hecho de la dignidad personal un simple valor de cambio. Ha sustituido las numerosas libertades escrituradas y adquiridas por la única y desalmada libertad de comercio.”[4]

Sin embargo, el mismo Harris no es libre de culpa, y es claramente un producto tanto de la indiferencia que años de enseñanza sin reconocimiento le han causado como de dos guerras mundiales seguidas. Harris no disfruta de parte alguna de su labor, pero gana la lástima de Taplow por no ser sádico en sus métodos: “No es como Makepeace o Sanders. Ellos reciben placer de torcer orejas, etcétera. No creo que [Harris] reciba placer alguno de nada. De hecho, no creo que tenga sentimiento alguno. Simplemente está muerto.” Al no ser abiertamente punitivo, Harris no obtiene ni siquiera el respeto basado en temor de sus estudiantes, como sí lo tienen otros docentes más crueles: “la amenaza del castigo se ha ido diferenciando y espiritualizando cada vez más, de modo que, al menos en parte, el horror se ha transformado en miedo, y este, en precaución.”[5]

La intención transformadora aparece en Harris en el catártico final fílmico, el grado, donde el maestro detiene su genérico discurso de despedida y empieza a hablar francamente a los estudiantes, viendo por fin claramente que su fracaso personal y emocional no debieron haber impedido su labor de educador e intelectual: “Quien modestamente deseé contribuir con una consecuente lucidez al minucioso e implacable análisis de una realidad que ha de ser transformada, acepta la responsabilidad de cohesionar el anhelo, de servir como vehículo y expresión consciente de los antagonismos sociales en el proceso emancipador de las clases dominadas.”[6] Ante los ojos de Taplow y los demás estudiantes el maestro recaptura nuevamente algo que le era esquivo hace años, décadas: su goce de la enseñanza aparece nuevamente solo cuando enfrenta su fracaso y rompe con la estructura lineal a la que el instituto ha acostumbrado a sus alumnos: “(…) debe reivindicar plenamente su derecho al disfrute de todo lo que exige el austero ejercicio de la reflexión y el completo desarrollo de la experiencia del conocimiento: la libre investigación, la confrontación de los hechos, la interrogación permanente, la revisión de los resultados a partir de nuevas experiencias.”[7] Los jóvenes responden con una ovación no porque su intervención les parezca anárquica o divertida, sino porque les resulta inolvidable y verdaderamente útil, además de revelar un carácter que desconocían de un hombre aparentemente muerto, apagado. Sobre todo, les recuerda los derechos que tienen como miembros de una institución, privada o pública, y como seres humanos.

“Deben excusarme. Había preparado un discurso, pero encuentro ahora que no tengo nada que decir. O mejor dicho, tengo tan solo dos pequeñas palabras que decir pero son muy sentidas. Son estas: Lo siento. Lo siento porque he fallado en darles lo que usted tienen el derecho de exigirme como profesor. Simpatía, apoyo y humanidad. (…) Lo siento porque he degradado la llamada más noble que un hombre puede seguir: el cuidado y la formación de la juventud.”

Harris encuentra en la verdad la redención. Su vida continúa, en esencia, igual antes y después de su intervención: su salud está decayendo, su mujer le ha abandonado, su futuro es incierto. Pero su triunfo es genuino: Harris abandona la escuela pero parece dispuesto a finalizar su trabajo con el Agamenón, continuando su labor en un ámbito menos oratorio pero igualmente relevante. La transformación ha ocurrido en el protagonista y ha sido aptamente representada, obtenida no de forma fácil y rápida sino con el trasfondo trágico de haber perdido casi todo vínculo social que le rodeaba en un inicio. Por supuesto, un solo discurso no es suficiente para ser verdaderamente prevalente en la vida de la mayoría de estos individuos, pero su intención será vista claramente al menos en unos pocos, Taplow incluido.

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[1] Rubén Jaramillo Vélez en Presentación de la Teoría Crítica de la Sociedad, Argumentos, Bogotá, 1991, P. 41

[2] Max Horkheimer en Teoría Tradicional y Teoría Crítica, Amorrortu, Buenos Aires, 1974, P. 269

[3] Jaramillo Vélez en Presentación de la Teoría Crítica de la Sociedad, P. 44

[4] Karl Marx citado por Alfred Schmidt en Historia y Estructura, Comunicación Serie B, Madrid, 1973, P. 313

[5] Horkheimer en Autoridad y Familia, Amorrortu, Buenos Aires, 1974, P. 86

[6] Jaramillo Vélez en Presentación de la Teoría Crítica de la Sociedad, P. 53

[7] Jaramillo Vélez en Presentación de la Teoría Crítica de la Sociedad, P. 53

La moral como cauce del Cine Colombiano Silente

“[El cine] es escuela, en fin. Él enseña. Él instruye. Él moraliza”.

El Kine no 1, Sincelejo, 15 de febrero de 1914, p. 1.[1]

La transición del siglo XIX al XX en nuestro país es especialmente atribulada y llena de percances, incluso para los estándares de un territorio latinoamericano, dadas las particulares circunstancias por las cuales atravesamos el advenimiento de las grandes tecnologías de la comunicación. En un terreno tan diverso y amplio como reconocemos que es Colombia en el mapa político, con contrastes marcados y expresiones culturales que se debaten entre el modernismo y la conservación de las “buenas costumbres”, la llegada parcial del cine a nuestro territorio en 1897, con el emisario Gabriel Veyre, es polarizante. Colombia, escasamente preparada para el registro y la proyección de imágenes en movimiento, pierde la atención en el cine al cabo de la Guerra de los Mil Días en 1899, en contraste a la estrecha relación que hubo entre la primitiva versatilidad del registro fílmico y la Revolución Mexicana, a una distancia de casi 10 años;  esta coyuntura es tan sólo un ejemplo del camino divergente que tomaría el quehacer cinematográfico colombiano frente a otras potencias cinematográficas del continente.

La inexistencia del material fílmico que fue producido desde estas fechas hasta mediados de la década de 1910, así como la ausencia de registros, habla en parte de la desazón que tenían las clases dirigentes y los entonces detentores de la información frente al cine, en nuestra cultura parroquiana y fuertemente involucrada en mantener el statu quo de ciudades estado con fuertes valores patrimoniales y una impresión muy marcada de lo que era pertenecer a una buena sociedad.  La revista Kine de Sincelejo, en su edición N°2 del 22 de Febrero de 1914 y referenciada por Álvaro Baquero Pecino, hace pública la denuncia que la sociedad encumbrada de la época le encara al cine, en su calidad de “vicio como el del aguardiente o como el del juego. […] Nuestro pueblo se enviciará en el espectáculo y será víctima de la necesidad de asistir a él.” [2] Y en tales palabras se percibe la inquietud frente al carácter reflexivo y de inmensa comunicación que tiene el cine, teniendo en cuenta una población nacional mayoritariamente analfabeta y, si se quiere hacer una atrevida comparación, semejante al arte de vidrieras de las grandes catedrales europeas del siglo X en adelante.

A estas alturas el cine ya ha horadado su espacio en el corazón de clases populares y educadas por igual, y es en este mismo proceso en el que se vislumbran sus más grandes contradicciones. Dentro de la mítica humareda que encierra el largometraje conocido simplemente con el nombre de “El Drama del 15 de Octubre”, en 1915 los hermanos Francesco y Vincenzo Di Domenico crean historia al realizar una osada producción sobre el asesinato del caudillo y héroe liberal, Rafael Uribe Uribe, con tan solo un año de sucedido el hecho. Se puede argüir que la historia crea a posteriori las hazañas de los italianos, en caso de que no quepa en la cabeza la posibilidad de que se haga una producción de duración semejante a Cabiria (1914) de Giovanni Pastrone, o semejante en alcance político a Birth of a Nation (1915) de David Wark Griffith. Si nos vamos de largo con los atrevimientos anacrónicos y las comparaciones injustas, se podría decir que la rumorada participación actoral de los auténticos perpetradores del crimen, Leovigildo Galarza y Jesús Carvajal, se antela por mucho a las tesis neorrealistas más radicales de Italia de los años 50. Lo cierto es que la actitud de repudio y malestar generalizado del público, amparada por la familia del difunto caudillo, elicitó que poco más que la leyenda de esta película se preservara para la posteridad en el canon artístico.

Muy a pesar de este fracaso, los hermanos Di Domenico vuelven a intentarlo años más tarde, institucionalizando su actividad dentro de un gremio con nombre propio, la SICLA (Sociedad Industrial Cinematográfica Latinoamericana), cuyas producciones a menudo tientan las barreras de lo que la gente considera decente y pudoroso ver en cine. Asentando su éxito en 1922 con la exhibición de María, adaptación de la célebre obra de Jorge Isaacs, los hermanos italianos se intentan resguardar en el prestigio ya establecido de la literatura y el teatro, siguiendo con una adaptación de José María Vargas Vila, Aura o las violetas (1924), para la cual intentaron construir un modelo técnico de estudio. El carácter anecdótico de la obtención de su actriz protagónica, la  hija de extranjeros Isabel von Walden, es tan sólo un pequeño recordatorio de los prejuicios que se tenían frente a los actores de cine, especialmente en el caso de las actrices, de quienes se creía que eran gente poco honesta y deshonrosa. Resulta asombroso ver cómo de estas adaptaciones los Di Domenico se movieron hacia obras más polémicas, en el caso de Como Los muertos (1925), donde el protagonista padece de lepra, enfermedad estigmática de la época, y muere, algo frente a lo que el público no está preparado. El Amor, el deber y el crimen (1926) enfrenta a la sociedad a otro tipo de tabúes, esta vez en forma de un beso “apasionado” y un asesinato en pantalla. Ya es tarde en la historia oficial, internacional y canónica del cine para este tipo de implementaciones narrativas, pero “el público, sin embargo, les dio la espalda.”[3]

Los intentos del cine por complacer a su público son diversos, y estos se ven tronchados por la vaga definición que se le puede dar a “público”, en especial cuando de la exhibición y distribución de producciones en otras regiones del país se trata. El amateurismo de la industria fungente es un factor importante, pero queda a discusión si las costumbres y las nociones morales de cada centro urbano dificultan la exhibición. Como una especie de consuelo, a mediados de la década de 1920 las ciudades importantes del país cuenta con su propia infraestructura para realizar producciones, y el éxito de los Di Domenico permite un estallido de productoras que nacen, la mayoría de forma prematura y sin el talento o la pericia para conservarse en el amanecer (posteriormente nublado) de la industria cinematográfica.

Entre las películas mejor conservadas de nuestro acervo fílmico, Bajo el Cielo Antioqueño (1924), Alma Provinciana (1925) y Garras de Oro (1926) intentan dar cuenta de ese atribulado universo moral que está sediento de relatos fílmicos, pero no se encuentra en la capacidad de apreciarlos y retroalimentarlos adecuadamente. A través de una variedad de géneros, semejante al habla de un niño pequeño que atiende al aprendizaje de nuevas palabras por repetición más que por entendimiento de las mismas, estas películas tienen algunas posturas en común, como lo es el carácter reivindicativo de las clases populares y su afiliación con la virtud, la importancia del amor, del sistema jurídico como ente que ratifica la verdad y el desprecio del universo material por debajo del espiritual; casi que al mismo tiempo, se puede ver cómo el statu quo de las clases adineradas es una postura privilegiada para vivir, uno al que el amor inevitablemente llevará, y de cómo el pobre o desdichado, el mendigo, el mozo de cuadras o el colombiano es alguien que debe ser guiado para poder ser absuelto de su estado salvaje. Ni siquiera las relaciones sentimentales entre primos de primer grado se escapan a estos subtextos inadvertidos.

 Es meritorio de una discusión mucho más grande la puesta en escena del género femenino en estas películas, y de cómo resuelven sus posturas políticas de acuerdo a la idiosincrasia de las ciudades donde se produjeron. El caso de Garras de Oro es particular, debido a las varias hipótesis que apuntan la marcada procedencia extranjera no sólo de su equipo técnico, sino también de su estética y narrativa, lo que la distancia de todas las películas anteriormente mencionadas, y por ende, del público colombiano, que tampoco le dio una cálida acogida en salas.

Es este mismo público el que se encarga, a partir de su propio tedio e indiferencia hacia las producciones nacionales, de alentar a Cine Colombia en 1928 a transformar las dinámicas de producción, exhibición y distribución en el país, dándole un énfasis particular al cine extranjero, del que se percibirían muy pocas pérdidas, y que por su cantidad sería siempre fresco y variado en entrega. Las productoras creadas para ese entonces, y las pocas que habían sobrevivido a la falta de receptividad, buscaron otros nichos, donde hasta el sol de hoy no hemos llegado a explicarnos muy bien cómo funciona la manera de apreciar cine del colombiano, si es que ya existe uno de éstos que sea tangible y sujeto a una definición.

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Bibliografía

Baquero Pecino, Álvaro. ¡Acción! Cine en Colombia. Catálogo de la Muestra del Museo Nacional de Colombia. Revista de Estudios Colombianos 33,2009.

López Díaz, Nazly Maryith. Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada. Publicaciones de Instituto Distrital de Cultura y Turismo, 2006, Bogotá.

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[1] Baquero Pecino, “El Cinematógrafo en Colombia” en ¡Acción! Cine en Colombia. Pág. 9

[2] Op. Cit. Pág. 9.

[3] Op. Cit. Pág. 24

El Cine Negro en Japón: Referentes, Influencias e Inferencias, parte II

La primera parte de este ensayo nos dejó el marco teórico y el análisis de la más ‘convencional’ de las películas presentes en el mismo, una lectura previa que podría aclarar algunas ideas que vienen a continuación. Dustnation comenta otros ejemplos del cine negro japonés en los que se subvierten fórmulas, se añaden idiosincrasias y se elevan reverencias a los precursores en igual proporción. Es posible que el lector quiera conocer del tema por su cuenta, en cuyo caso no nos sentaría tan de más el facilitar una bibliografía. De nuevo, esperamos que el disfrute suscite preguntas.

Valtam

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Pale Flower (1964) de Masahiro Shinoda

“Cuando acabé de rodarla,” Shinoda dijo, hablando con la entrevistadora Joan Mellen más de una década tras el estreno del filme, “me di cuenta que mi juventud había llegado a su fin.”[1] Pale Flower, considerado por varios cómo el mejor ejemplo de film noir japonés (entre ellos Chuck Stephens y Roger Ebert), es incluso responsable de la creación de un sub-género popular en los 60s y 70s en su país de origen, el bakuto-eiga, o filme de apuestas. Shinoda, un director que había comenzado su carrera en la comedia de los estudios Shochiku, cuenta la historia de un estoico y lacónico yakuza, Muraki, quien sale de la cárcel tras cumplir una condena de 3 años por haber matado a un miembro de una pandilla rival. Obsesionado con el hanafuda, un juego de altas apuestas donde se busca adivinar la mano del croupier entre 6 cartas de flores, Muraki conoce a la joven y hermosa Saeko, cuya obsesión con el juego, la velocidad y el peligro le guían a la auto-destrucción. La película tiene una fuerte influencia de Las Flores del Mal de Baudelaire, según el director, de la cual sustrae una ubicua sensación de maldad inherente, caos y muerte. También notoria es la influencia de los filmes de Nicholas Ray, menos por la expresividad de sus melodramas y más por la convicción con la que arroja a sus personajes del abismo emocional (especialmente In a Lonely Place, Bigger Than Life).

Fotografiado con un rigor y una sobriedad deslumbrantes (por Masao Kosugi), la obra está obsesionada con la perversión. Usando el blanco y negro y una composición detallada como lienzo, Pale Flower cuenta una historia que usa el juego y la violencia cómo metáforas para el fetichismo descontrolado. Muy opuesto a la perspectiva moral de Kurosawa (quien habría incurrido en el género de nuevo en 1960 con The Bad Sleep Well, un filme sobre la corrupción laboral), los personajes del filme de Shinoda eluden la noción de un bien y un mal definidos, y actúan de forma impulsiva, desmedida, arriesgada. La muerte les resulta seductiva y sensual: bordearla es vista por Saeko como la forma más pura de adrenalina (primero en el juego, luego en la velocidad) mientras que causarla es el trabajo de Muraki, quien encuentra en su labor vitalidad y placer sexual (Natsuo Kirino, una de las novelistas de género negro más populares de Japón toma prestado ese sentimiento exacto en Out): “When I stabbed him, I felt more alive than ever before.”

El filme resultó sumamente influyente, repercutiendo tanto en la depicción del anti-héroe impasible en Jean-Pierre Melville (Alain Delon en Le Samouraï y Le Cercle Rouge) cómo en el uso expresivo de zoom y la composición con cámara estática de Kiyoshi Kurosawa (Cure, Pulse y Retribution) y los directores modernos de Europa occidental, primordialmente Corneliu Porumboiu (Police, Adjective) y Nuri Bilge Ceylan (Once Upon a Time in Anatolia y Three Monkeys).

Tokyo Drifter (1966) y Branded To Kill (1967) de Seijun Suzuki

Casi totalmente opuesto a la mesura y el tono glacial de Shinoda, los filmes de Seijun Suzuki están tan arraigados en la experiencia sensorial, escópica y psicodélica que le causaron su despido de los estudios Nikkatsu, la primera vez que estos terminarían prematuramente un contrato con algún director. Probablemente el mejor exponente del tono surreal, onírico y alucinatorio característico del género (aunque no por las razones clásicas expuestas por los teóricos franceses), Suzuki presentaba en sus filmes una ausencia completa de predictibilidad, linealidad y lógica, en ocasiones rayando en lo caricaturesco (Tokyo Drifter), en otras en lo siniestro (Branded To Kill). Ambos filmes son radicalmente distintos entre sí, a pesar de contar con una fotografía dictada por angulaciones excéntricas, un arte excesivo y recargado y varios interpretes en común, primordialmente Joe Shishido e Isao Tamagawa, cuyas particulares estructuras faciales se ajustaban perfectamente a los requerimientos de sus personajes.

Tokyo Drifter, cuyo tono y protagonista es una clara sátira de los filmes de James Bond (apodados en Japón Kiss Kiss Bang Bang), narra la historia de la mano derecha de un viejo yakuza, Tetsuya, quien tras ser incriminado en el asesinato del compañero económico de su jefe, debe dejar Tokyo y deambular por Japón. La estructura pronto se torna episódica y Tetsuya debe evadir varios peligros, asesinos, peleas de bar, viejos enemigos, para finalmente revaluar el código de honor que le une a su empleador (casi un padre) y la relación que lleva con su interés romántico (una cantante de bar).

Exuberante en todas sus decisiones, sobreactuación, saturación de colores y la búsqueda de un estilo mucho más abrasivo que la sustancia tras del mismo, Suzuki logra en Tokyo Drifter mezclar en igual medida comedia, musical (la balada cantada es una tradición de los créditos del cine comercial japonés pero Suzuki la subvierte para desequilibrar la expectativa del espectador causando desconcierto entre la sencillez de las canciones y la extrañeza de las imágenes), western y melodrama. El uso del color es quizás el aspecto más representativo del filme, con paleta de colores y locaciones esquizofrénicas, Suzuki puede saltar de una discoteca chillona y rimbombante a un desolado paisaje cubierto de nieve en escenas contiguas. Es en el encanto de lo absurdo y lo transgresivo que Suzuki logra que sus filmes estén fuertemente anclados en el propósito del noir, aunque dejando el formalismo que le caracteriza y usando nuevos paradigmas estilísticos y narrativos para causar el mismo malestar emocional en el espectador que proponía el género en su concepción. Eso dicho, el crimen y la moral juegan su parte en el filme. La traición, el honor y la identidad son temas recurrentes del director, y se ven representados en el último episodio de Tetsuya cuando su figura paterna/jefe se ha vuelto contra él, vendiéndole para hacer paz con su peor enemigo: “If I die, like a man I’ll die” es la respuesta del protagonista.

En Branded To Kill, Suzuki abandona el arcoíris pictórico y la torrencial mezcolanza de géneros que hacen de Tokyo Drifter un caso tan particular, y rueda un más tradicional drama de asesinos en saturado blanco y negro. El filme sigue a No. 3, literalmente el tercer mejor asesino a sueldo en Japón, quien toma varias misiones (una vez más existe una estructura episódica, pero resulta más cohesiva gracias al peso de historia) para subir en el escalafón. No obstante, pronto conoce a Misako, mujer que sacude su existencia y, junto a un fuerte influjo de alcohol, le ayuda a descender en una espiral hacia el infierno, donde su cabeza tiene un precio en todo momento y pierde de vista su identidad. “Booze and woman kill a killer”, dictamina No. 3 antes del primer trabajo que le es asignado. Se trata de una profética sentencia que la pesimista y frenética perspectiva de Suzuki (con bastante humor negro para acompañar) lleva a su máxima ironía.

Junto a Pale Flower, Branded To Kill es uno de los filmes japoneses con mayor énfasis en la importancia de la femme fatale (la sociedad japonesa, después de todo, es históricamente patriarcal), pero el filme de Suzuki destaca el carácter sexual inherente de la figura (mariposas y agua siempre rodean a Misako, decepción y erotismo respectivamente). En una de las varias escenas de desnudos y sexo (el fetichismo de nuevo tiene repercusiones, No. 3 tiene una insana fijación con el olor del arroz recién hervido), la mujer expone la bestialidad con que el hombre mata y fornica, sin por esto ubicarse indigna de la ecuación: “Beasts need beasts. This is our fate.” Además de la sexualidad, el tema del alcoholismo, nada ajeno al cine negro (The Lost Weekend de Billy Wilder, In a Lonely Place de Nicholas Ray), es retratado con realismo y distinción (Suzuki batalló con el demonio en la botella durante varias etapas de su vida): No. 3, después de ser presentado cómo un seguro y confiado asesino, pierde en el licor su compás profesional e inmoral; teme por su vida, su cordura, su pasión, el hedonismo vacío y el dinero ya no le motivan.

Su enfrentamiento final con No. 1, casi todo el tercio final del filme, se transforma en mucho más que una demostración del ethos y orgullo masculino, acaba siendo una búsqueda de sí mismo y significado en vida, cuestiones que sin duda atormentaron a Suzuki cómo creador del filme. Por desgracia, este fue un desastre tanto en taquilla como en consenso crítico en la época, algo que no fue auxiliado por el fuerte carácter referencial del filme (especialmente al film noir norteamericano), la naturaleza incomprensible de los filmes de Suzuki (la crítica más frecuente a su obra) y la cantidad de sub-tramas que son sugeridas sin ser recorridas. Branded to Kill es cine instintivo y pasional, por esto mezquino, pidiéndole al espectador que acepte con naturalidad preceptos y símbolos que no logra entender por su novedad y obscuridad. Pero, al igual que Tokyo Drifter, con estos propone una inmersión sensorial en mundos insospechados e inusitados. Su obra es demasiado poderosa cómo experiencia cinematográfica para ser descartada: Suzuki encuentra en la locura su lenguaje personal en el género.

Cure (1997) de Kiyoshi Kurosawa

En una interpretación más moderna del discurso noir, Kiyoshi Kurosawa propone en Cure algunos de los iconos más reconocibles del género (el detective, la perspectiva criminal, la ambigüedad moral, la estructura onírica) pero los contrapone sobre un telón de cine de horror, dando luz a una de las mutaciones más logradas en el género global. Influenciado por los filmes de Shinoda (Pale Flower, Double Suicide), por la tradición de cine de horror existente en el país (Ugetsu Monogataru de Kenji Mizoguchi, Empire Of Passion de Nagisa Oshima, Jigoku de Nakagawa Nobuo, entre otros) y por los filmes de Samuel Fuller (Shock Corridor, The Naked Kiss los más evidentes), Kurosawa encuentra en el horror las mismas inquietudes que existían 50 años antes en el noir, pero el avance tecnológico y el desapego por el contacto humano en la modernidad eliminan los métodos de los investigadores de antaño y transforman las historias del género en nebulosas reflexiones donde las preguntas sobre lo sobrenatural (hipnosis, espíritus, fiebre de cabaña, por mencionar algunas) son preponderantes a las incógnitas del whodunnit tradicional. Para Kurosawa ya no existen filmes de género:

“No one knows whether these are horror or not. But just by uttering the word “horror,” countless works that cross eras, nationality, and authorship loom in front of our eyes, buzzing “me too, me too” all together. Just like a crowd of zombies. Now that I think about it, since there are no works that have failed to change my life even a little bit, all films are horror films. When people are trapped in the maze of genre, they arrive at this kind of reckless conclusion.”[2]

Cure sigue a Takabe, un melancólico detective con trágica historia familiar quien busca la lógica en una serie de asesinatos cometidos por ciudadanos comunes y corrientes, en los cuales las víctimas son personas cercanas al agresor y el modus operandi incluye cortar una enorme X en el cuerpo, a modo ritual. Entrevistando a los culpables, estos dicen no recordar nada respecto al crimen, salvo por la presencia unánime de un joven perdido con un encendedor quien pasa por sus vidas un par de días antes del crimen en cuestión. Kurosawa toma esta historia para exponer sus preocupaciones del Japón moderno: la soledad, el aislamiento, la desaparición del núcleo familiar y la creciente locura, sin perder de vista el marco genérico en el cual sitúa a Cure: Por un lado está el horror, fuertemente introspectivo y acompañado de un fuerte influjo de imágenes de pesadilla, indescifrables y violentas que desequilibran, incomodan y atraen al espectador en igual medida; por otro lado está el noir, con la perspectiva amoral y sesgada del detective Takabe, donde la información que recibe el espectador es la misma que recibe el protagonista, su duelo con el antagonista quien es igualmente ambiguo y abierto que el personaje principal, la búsqueda truncada de la verdad reemplazada por una conclusión abierta, fuertemente ligada al interés en desorientar a la audiencia (similar a la técnica de John Sayles en Limbo) cuando se añade a una estructura de rompecabezas. Kurosawa pide de quien vea la película (sus filmes, con la excepción de Tokyo Sonata, tienen este mismo requerimiento) aguzada atención y reflexividad sobre lo que presenta. Sus imágenes son indelebles tanto por su contexto cómo subtexto. La X, desde Scarface de Howard Hawks, es premonición de que algo verdaderamente terrible está a punto de suceder: Kurosawa, no se limita meramente a continuar el legado, sino que lleva este simbolismo a nuevas y emocionantes posibilidades.


[1] Shinoda, citado por Stephens en Pale Flower: Loser Takes All, Criterion, 2011, NY

[2] Kurosawa en What Is Horror Cinema? en Ritererû, Seidosha, Sept. 2011, Tokyo, Op. Cit. P. 23

El Cine Negro en Japón: Referentes, Influencias e Inferencias, parte I

De nuevo, en nuestro recorrido por las cosas que admiramos con el suficiente respeto como para dedicarles una sana investigación, Filmigrana les ofrece una nueva perspectiva tacada de curiosidad ante todas esas películas que podríamos estar viendo más a menudo, admirando las transformaciones y pintorescas divergencias de géneros y estilos que usualmente damos ya por sentados. Del Imperio del Sol nos llegan estos experimentos que, hoy por hoy, son tan esenciales como ocultos y herméticos. Vale anotar, esta es la primera de dos partes, esperamos que las disfruten.

Valtam

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“The pursuit of knowledge, brother, is the askin’ of many questions. I ain’t heard. Try the phone book.”

Raymond Chandler en Farewell, My Lovely[1]

La frase de arriba, propuesta a Philip Marlowe por un viejo barman negro, ilustra de forma involuntaria pero efectiva el problema de llegar a precisar la especificidad del film noir cómo género: Comienza con preguntas, como todo buen sabueso, y es seguido de varias golpizas, engaños, trampas, desvíos y erratas (en el caso teórico debates, discusiones, subjetividades, non sequiturs y generalizaciones) para llegar a una conclusión que con frecuencia no apunta a un culpable o a una versión completa y decisiva de los hechos (una definición, un solo cuerpo teórico) sino a un perverso coda al caso en cuestión (un acercamiento, la imposibilidad y lo absurdo de cerrar o matar un género del todo). Definir un género, al igual que resolver un caso, resulta problemático de entrada: se trata, después de todo, de una estructura enciclopédica, más valiosa a nivel intelectual, histórico y referencial que a nivel ontológico o sensorial. Los títulos existen sin importar el saco en que se les eche y responden a inquietudes de orden no revisionista. Es un asunto caprichoso, y llegar a una definición concluyente resulta igualmente caprichoso, pero no por esto carente de valor y significado. Esta es, palabras más palabras menos, la razón por la cuál existe el presente ensayo y, con ánimo de ser lo más concreto posible, se concentra únicamente en el caso de Japón. A continuación, el marco teórico trabajado.

Intentado por vez primera en 1955 por dos teóricos franceses, Raymond Borde y Etienne Chaumeton, quienes fascinados por la creciente oleada de thrillers hollywoodenses de la posguerra y su visión abstracta de la violencia y la sexualidad, su crítica del capitalismo salvaje y su búsqueda realista de las características más desagradables del individuo, ignoraron los lamentos moralistas del análisis existente (proveniente, entre otros, de Siegfried Kracauer) y se adentraron en la tarea. Proponiendo una serie de particularidades no existentes en otros géneros similares (puntualmente el documental policíaco, término de los autores para referirse a filmes de ficción que giran en torno a heroicos policías que resuelven distintos crímenes), Borde y Chaumeton exponen algunas características fundamentales del contenido de los filmes, sin adentrarse en los aspectos formales del género, entre las más importantes la omnipresencia temática del crimen pero visto desde la perspectiva criminal (repetidamente simpatizando con estos) o del detective (amoral, vicioso, inteligente, audaz), la inexistencia de moralidad en términos de blanco y negro en los personajes y especialmente en las figuras autoritarias, el manejo erótico y apasionante de la violencia y la muerte (“El dinamismo de una muerte violenta, cómo diría Nino Frank, y la expresión es excelente. (…) Sórdida o extraña, la muerte siempre emerge al final de un viaje tortuoso. El film noir es un filme sobre muerte, en todo sentido de la palabra”[2]) y sobre todo el extraño devenir de los sucesos, de forma casi onírica (“La historia se mantiene opaca, cómo una pesadilla o los recuerdos de un borracho”[3]). Su conclusión: el cine negro busca un “estado de tensión creado en el espectador con la desaparición de sus puntos de guía psicológicos. La vocación del film noir es la de causar una específica sensación de malestar emocional.”[4]

Revisiones más modernas del cine negro se han alejado de las concisas declaraciones de los franceses, e, influenciadas por el paso del tiempo que ha dejado ver varias mutaciones, variaciones y desplazamientos del discurso noir han optado por tomar un punto de vista menos excluyente en cuanto lo que es, y no es, cine negro. Carlos Heredero y Antonio Santamaría, por ejemplo, se aproximan al tema en 1996 desde una perspectiva más lacaniana por su énfasis en lo lingüístico. Los autores españoles empiezan explicando lo paradójica que resulta la discusión de ¿Qué es el cine negro? al ser propuesta inicialmente por un teóricos franceses, cuyas sensibilidades eran muy disimiles del país cuyo cine deseaban examinar. El asunto sólo se pone más turbio a medida que aparecían nuevas y muy variadas obras, no sólo locales, a ser consideradas. Estableciendo el género cómo un “marco operativo, un estereotipo cultural socialmente reconocido como tal, industrialmente configurado y capaz, al mismo tiempo, de producir formas autónomas cuyos códigos sostienen, indistinta- mente, el feedback del reconocimiento social, la evolución de sus diferentes y cambiantes configuraciones históricas y la articulación de su textualidad visual, dramática y narrativa”[5], Heredero y Santamaría acuden a tres conjuntos de normas, propuestos inicialmente por Román Gubern, para definir la noción de género: los cánones iconográficos (de origen expresionista), los cánones diegético-rituales (“la relación dialéctica del cine negro con el presente histórico de la sociedad en la que nace”[6]) y los cánones mítico-estructurales (“la producción de sentido dentro de estos filmes”[7]). Resulta fundamental que, a modo de conclusión, los españoles observen el cine negro cómo una especie de super-género por “la amplitud que el modelo manifiesta para acoger en su seno diferentes corrientes y ramificaciones”[8].

Tomando una postura similar a la concluida por Heredero y Santamaría, pero despojando gran parte de su influencia filosófica, el historiador británico Andrew Spicer propone el film noir cómo una categoría sumamente plural (en el incluye también el neo-noir y el noir global) y cambiante, pero retoma y revalúa el espíritu de los estudios galos, no sin antes advertir de lo insensato que resultan las puntualidades: “Sobre todo, intentar definir el film noir cómo un set de componentes formales esenciales -estilísticos, narrativos y temáticos- tiende a ser reductivo e incluso engañoso”[9]. Para Spicer el error del análisis específico yace en ignorar la capacidad del género para abarcar un rango enorme de representaciones fílmicas, lo que es testamento de la habilidad del cine negro de renovarse, de ser atemporal y de ser ubicuo (tanto en espacio cómo en presupuesto). Lo determinado del género, no obstante, “no yace en su extensión, sino en continua capacidad de chocar y provocar a las audiencias, en su trato de temas difíciles tales como el trauma psicológico, las relaciones disfuncionales, el desasosiego existencial, la seducción del dinero y el poder e indiferencia de las grandes corporaciones y gobiernos.”[10] El autor llega finalmente, a un punto medio entre los orígenes críticos europeos del género (Borde y Chaumeton, Nino Frank, Georges Sadoul) y las revisiones modernas (Heredero y Santamaría, Alain Silver, Slavoj Zizek): “El matrimonio francés con el cine negro expresaba no sólo gran placer en el descubrimiento del cine popular elevado a arte sino también en un arte popular que era opositor, explorando las corrientes oscuras del sueño americano. Porque los sueños forman el núcleo de la mitología del capitalismo global, el cine negro (…) es un importante y evolutivo fenómeno cultural que, aún sí elude una definición precisa, continúa siendo un vehículo crucial a través del cual se critican y cuestionan las mitologías.”[11]

Ya establecido este singular e incierto marco teórico (“You’ve been beaten to a pulp and shot full of God knows how many kinds of narcotics and I suppose all you need is a night’s sleep to get up bright and early and start out being a detective again”[12], diría Anne Riordan, femme fatale en Farewell, My Lovely) podemos entrar en la materia puntual que nos concierne: el caso específico del género negro en Japón, visto a través de 5 ejemplos específicos, sus influencias y particularidades, contenidos y legados.

Stray Dog (1949) de Akira Kurosawa

El segundo noir de posguerra de Kurosawa (el primero, Drunken Angel, realizado un año antes) gira en torno al joven detective Murakami, interpretado por un joven Toshiro Mifune, quien pierde su arma en un llenísimo bus en lo que parece ser el verano más caliente de la historia de Tokyo. Humillado y confundido, el joven policía se pierde de incógnito en la capital en búsqueda del arma perdida, usando su uniforme de soldado. El arma en cuestión es usada en varios robos domésticos a través de la ciudad, por lo que Murakami une sus fuerzas a Shimura, el veterano detective encargado del caso y estos avanzan la investigación hasta encontrar que los crímenes están siendo perpetrados por un joven veterano llamado Yusa, muy similar en historia de vida a Murakami, pero que se ha desviado del camino de lo correcto (de allí el título del filme, propuesto por Shimura: “A stray dog becomes a rabid dog, a mad dog only sees straight paths.”).

Kurosawa, fuertemente criticado en su país natal por ser el más occidentalizado de los directores emblemáticos japoneses para hacer más accesible su contenido a audiencias extranjeras, tiene fuertes influencias Europeas y Norteamericanas en el filme. Originalmente escrita cómo una novela policíaca inspirada en los escritos de Georges Simenon, Kurosawa vio el resultado inmediato como fallido por su incapacidad de capturar el estilo y la limpieza narrativa del autor francés. No obstante, en retrospectiva, el filme resulta mucho más similar al existencialismo de Fyodor Dostoyevski (otro héroe del director) que a las novelas de Simenon por su complejidad emocional y social, que proviene, no en poca medida, de la gran influencia estadounidense, en cierto modo forzosa.

Haciendo uso ominoso de fotografía llena de sombras y de arte americano (la vestimenta no tradicional, las armas importadas) el filme logra su más poderosa afirmación en la crítica disfrazada de imitación. Filmada durante la ocupación americana en Japón tras la segunda guerra mundial (ocupación que atendía con mucho cuidado la representación de los Estados Unidos en el cine local y además traía consigo su cine nacional para imponerlo en los teatros de Tokyo), Stray Dog, al igual que su predecesora, contrabandea símbolos de la opresión y miseria vivida en el momento dentro de una historia policial, aparentemente inofensiva: la presencia de pang-pangs (prostitutas locales que sólo atendían soldados gringos), la obsesión de los yakuza por emular la moda de sus contrapartes neoyorquinas, entre otros.

Aún más importantes a estos detalles son las consecuencias de la guerra, retratadas en los personajes y no en los paisajes. Tanto Murakami cómo Yusa (el criminal)  son veteranos de guerra robados, aislados y humillados, perros callejeros excluidos de la sociedad. El paralelo entre ambos personajes se hace más fuerte hacia el final del filme donde tras una persecución ambos personajes acaban echados el uno al lado del otro, empapados de barro y exhaustos, sobre un pastizal lleno de flores blancas mientras lo único que les separa es quien tiene el arma y las esposas. En palabras del jefe de policía: “Bad luck either makes a man or breaks him.”

Continúa este análisis en su segunda parte con Pale Flower (1964), Tokyo Drifter (1966), Branded to Kill (1967) y Cure (1997, que tiene su propio artículo)


[1] Chandler, Raymond en “Farewell, My Lovely”, Pocket Books, 1967, N.Y., P. 17
[2] Borde y Chaumeton en “A Panorama Of American Film Noir”, City Lights Books, 2002, San Francisco, Op. Cit. P. 5
[3] Borde y Chaumeton en “A Panorama Of American Film Noir”, Op. Cit. P. 11
[4] Borde y Chaumeton en “A Panorama Of American Film Noir”, Op. Cit. P. 13
[5] Heredero y Santamaría en “El Cine Negro”, Op. Cit. P. 17
[6] Heredero y Santamaría en “El Cine Negro”, Op. Cit. P. 23
[7] Heredero y Santamaría en “El Cine Negro”, Op. Cit. P. 23
[8] Heredero y Santamaría en “El Cine Negro”, Op. Cit. P. 23
[9] Spicer en “Historical Dictionary Of Film Noir”, Scarecrow Press, 2010, Plymouth, Op. Cit. P. XL
[10] Spicer en “Historical Dictionary Of Film Noir”, Op. Cit. P. XLIX
[11] Spicer en “Historical Dictionary Of Film Noir”, Op. Cit. P. XLIX
[12] Chandler en “Farewell, My Lovely”, P. 139

Orson Welles: The Trial (1962)

En el que aprendemos a perder.

It has been said that the logic of this story is the logic of a dream, of a nightmare.

Orson Welles

El panorama de la relación entre las telecomunicaciones y sus usuarios es desalentador y, francamente, predecible. Por el contrario, sería una sorpresa no estrellarse a diario con reportajes que detallan cómo las siglas se han entrometido en nuestra privacidad, llámense CIA, NSA, DGSE, PRISM o DAS. Los variopintos esquemas de espionaje disfrazados de programas de seguridad y prevención se salieron de control; por esto no se quiere señalar que los abominables sistemas se hayan independizado de sus creadores cual Jurassic Park sino que no supieron regular y contener a aquellos anarquistas computarizados que pudieran poner en peligro su constitución. Anonymous, Julian Assange y Edward Snowden son los anti-héroes de los principios de cualquier programa coercitivo: todavía hay pruebas fehacientes de algo conocido vulgarmente como voluntad. Estos mártires mediáticos revelaron las limitaciones operativas de gobiernos que aún deben reevaluar el silencio de sus sirenas democráticas. Acto seguido, estas hazañas se proliferarán hasta donde la ubre del oportunismo lo permita.

Entre todas estas ingenuas denuncias surge un acontecimiento que invita a la reflexión: las ventas de 1984, aquella terrorífica novela final de George Orwell escrita en 1948, se dispararon lo suficiente para acaparar la atención de una población poco sacudida por el amarillismo literario. Los canales especializados calculan que el incremento se sitúa entre el 5,000% y el 10,000%, aproximaciones lo suficientemente imprecisas para desatar todo tipo de acercamientos, malentendidos y, por qué no, celebraciones. Hasta el más fantoche de los pregoneros podrá afirmar que en las angustias de Orwell está el cerrojo del autoritarismo que nos controla sin fallar en el intento. La misma sociedad que presionó el botón de encendido de los realities (“Ahhh, con que Big Brother…”, podrán exclamar muchos) se tapa boca, orejas y oídos cuando entienden que siempre hubo una cámara tras de ellos. Después, si el silencio lo permite, se preguntarán en qué momento cada lengua recayó en su estado más transaccional y reduccionista. Y así, cada hombre se dará espaldarazos a sí mismo.

Aun así, no hay que ser negativos. Como mínimo se debe destacar en este gesto el intento de un sector de la población por hallar respuestas a nuestra lamentable y lamentada contemporaneidad, así no haya sido lo suficiente como para sobrepasar las pilatunas de Robert Langdon. Tal vez la mayor contribución de Orwell fue la popularización la noción de distopia, noción que cada hombre debe descubrir a su manera, tan así que no aparece en fragmento alguno de 1984 o de Animal Farm, sus obras más divulgadas. Su impacto indudablemente perdurará; para todo aquel que no haya leído la obra en cuestión en su totalidad, sobra mencionar que todos estamos destinados a adentrarnos en las excentricidades del Cuarto 101 porque amamos a nuestros líderes más que a nosotros mismos.

Me limitaré a señalar dos aspectos irrefutables sobre Franz Kafka, el escritor que se vino a mi cabeza cuando todo este contentillo mediático se desató y que por estos días también fue agraciado por su cumpleaños número 130: es un precursor de la develación[1] de la denominada era del caos y se adelantó a Orwell por varias décadas. Ambos escritores gozan de una privilegiada popularidad dentro de los escritores del siglo XX y afortunadamente sus tendencias literarias son compatibles, así sus técnicas no lo sean. La fluida prosa de Orwell permite que sus lectores se familiaricen con sus denuncias con naturalidad. Por el contrario, Kafka posee una aureola de dificultad y complejidad que le impide simpatizantes comprometidos. En efecto, esta fama no es gratuita pero tampoco implica que su acercamiento se deba esquivar[2].

Su última obra, El proceso (Der Prozeß), es un texto de monumentales pretensiones y de abominables revelaciones. Su trama es uno de los grandes tesoros de la humanidad: el burócrata Josef K. debe averiguar por qué fue iniciado un proceso en su contra y encontrar que nadie está autorizado para informarle; todos, por el contrario, deben torturarle y castigarle. A la manera del desgastado Winston Smith, Josef divagará en los laberintos de un universo que debe conspirar en contra de él para mantener su equilibrio. Sin embargo, estos recorridos le sugerirán al osado Josef que no hay adaptación viable, que entregarse al sistema político no es una opción y, sobre todo, que no hay fe que ilumine senderos. Desde el derrumbe de todas las utopías posibles entre el hombre y el estado, todos andan en busca de un polo a tierra. La sugerencia de Kafka es devastadora, incluso para nuestros días: no los hay, no es necesario agarrar puñados de tierra y creer que se apresan sombras.

La arista más problemática de esta narración es la indeleble cadena que ata al proceso con la culpa. ¿Es Josef responsable del juicio en su contra? ¿Puede que hayan condenas sin preámbulos? El proceso suplantó al Juicio Final para deleitarse con las imperfecciones del hombre. Es conocido aquel aforismo que se popularizó en The Usual Suspects: el mejor truco del diablo es pretender que no existe. Más allá de cualquier connotación religiosa (y de una cuestión judía tan fundamental para la obra de Kafka), Josef, al igual que todo aquel que se indigne por los monitoreos, debe satisfacer las necesidades del juez para que el juicio sea válido, así sea por oposición. Éstos son ejemplos de cómo el estado moderno venció y cómo logró que sus creadores se clavaran sus propias dagas al buscar sus propias justificaciones. Esto se ensancha desde los ámbitos más estériles –la insulsa noción de privacidad por la que estos cibernautas luchan, cuando la contradicción de sus exigencias es más que evidente- hasta los más ontológicos, como le ocurre a Josef. En el caso del pobre oficinista, es un imán de culpas que reconstruye una red de problemas para luego lavarse las manos con un taco de dinamita. Los espectadores conocen sus errores y sus pecados, pero también conocemos sus legítimas negaciones y sus falsas acusaciones. Nunca sabremos por qué fue condenado, pero sí sabemos que luchó por demostrar una inocencia por la que nadie preguntó.

La benevolente difusión (siempre y cuando conserve su coherencia) de los estatutos orwellianos ensanchan la multitud de recepciones y discusiones que pueden surgir a partir de la infinitud de la cáscara de nuez kafkiana. Este escrito es, ante todo, una invitación al acercamiento al libro y al deleite de la excelente adaptación del maestro Orson Welles. Quizás fue éste uno de los mejores lectores de Kafka y un artista que comprendió a la perfección lo que Jorge Luis Borges había afirmado un par de décadas antes: “El argumento, como el de todos los relatos de Kafka, es de una terrible simplicidad”[3]. La película es, en efecto, un cruel enfrentamiento con la simpleza de nuestra condena detrás de claustrofobizantes[4] juegos; la sutileza con la que todos los escenarios se transforman, con la que la baja altura de la entrada al departamento de Josef muta en un portón zarista sólo ahondan la brecha. Hacia el final, las acciones serán recreativas hasta que llegue el momento decidido para cobrar todo aquello por lo cual se le culpó a priori. Es el destino de aquel que conviva dentro del sistema y se rehúse a aceptar sus reglas de juego. Por eso vivimos rodeados de mártires mas no de hombres libres.

La galería de imágenes con la que inicia la película es apenas el abrebocas de esta derrota anunciada. Todo hombre posee la desabrida voluntad y el malsano deseo de buscar respuestas a preguntas que no debería formularse por su propia impotencia empírica. Josef, por más que lo intente, morirá como un villano que espera a un lado del camino a que la puerta de las revelaciones no le niegue el acceso.

Y recordar, siempre recordar que apenas nos enfrentamos a la primera barrera y al primero de los guardias…

_______

[1] La palabra “develación” no existe. Debería.

[2] La descripción del curso “Kafkaesque” sintetiza estos y otros sentimientos de desasosiego por ignorancia a la perfección.

[3] Borges, J. (2007), “The Trial, de Franz Kafka” en Obras completas IV, Bogotá D.C., Planeta.

[4] Hoy me di carta blanca para inventar palabras.

Federico Fellini: 8 ½ (1963)

En el que sólo se desean cuatro muros y listones de adobe

Il gioco rivela fin dallinizio una povertà dispirazione poeticaMi perdoni ma questa può essere la dimostrazione più patetica che il cinema è irrimediabilmente in ritardo di cinquant’anni su tutte le altre arti.

Carini, el crítico

-o-

I don’t mean to seem like I care about material things

Like our social stats

I just want four walls and adobe slats for my girls

Animal Collective – “My Girls”

En la precaria sala de juntas de Filmigrana (un acogedor garaje, próximo a coronarse con una guirnalda de Q.E.P.D.), así como en cualquier junta alimenticia, se valora cualitativamente cualquier pieza que resista el desmembramiento subjetivo hasta hacerse aserrín. Al elegir obras tildadas de artísticas no nos diferenciamos de cualquier otra cofradía de machos alfa o de mujeres revoltosas; a fin de cuentas es el mismo dinámico ejercicio del choque de gustos, egos y caprichos que revigoriza y justifica el placer y deleite de ser un simple agente externo, aquel que es jurado, juez y verdugo del mundo. No obstante, si encontrara microscópicas salvedades en nuestra experiencia compartida en común serían las expectativas de generar conciencia y formar carácter para un próximo despegue materialista, en el correcto sentido de la palabra. Con estas ilusiones hemos marchado por varios años, cada uno a su ritmo y con la bendición de la posibilidad académica (como lo asegura el más necesario de los certificados, el más diciente de los cartones).

“L’Art est long et le Temps est court”, escribiría alguna vez Baudelaire en un poema del que sólo retengo aquel verso. Aparentemente cada uno de nosotros ha llegado a dicha encrucijada y las diversas posturas tomadas son satisfactorias, razones (pobres, sin duda alguna) por las cuales no escribimos tanto como lo deseáramos y hemos olvidado el más gratificante de nuestros proyectos (y eso que sólo he escrito cuatro artículos). Todavía persisten los inevitables miedos y horrores propios de todos aquellos jóvenes auteurs que apenas retiran el cerrojo de sus castillos de marfil con la esperanza de poblar al mundo de sus trabajos, productos de años de incesantes reflexiones e introspecciones a las que sólo les falta la aprobación popular. Es el momento preciso para oxigenar al mundo de nuestras consideraciones sobre lo correcto y lo vicioso; tal vez unos cuántos años más y seremos lo suficientemente fláccidos para ser castigados por Pluto. Por lo tanto, ¿qué podría fallar?

Nada más y nada menos que el despegue mismo.

8 ½ es único porque francamente no concibo otra manera de representar la creación artística en un filme mismo. Dentro de la literatura esta labor es más sencilla puesto que la pregunta por su gestación es prácticamente implícita y porque la tendencia literaria permite lograrlo con facilidad; nombraré sólo a Saul Bellow –sobre todo Herzog porque considero que es su mejor exponente. Por el contrario, depurar estas desvaríos en una producción cinematográfica es un trabajo complejo. Sacrificar a todo un equipo y reducirlo a engranajes es un riesgo que pocos toman; aún son menos quienes salen con un resultado decente. Hay dos clásicos hollywoodenses que abarcaron esta problemática y salieron con meritorios resultados: Sunset Blvd. de Billy Wilder y All About Eve de Joseph Mankiewicz, ambas de 1950. Aún así, ambas rodean la vida de dos actrices con las que lastimosamente el público no logra empatizar; su noción de glamour opaca dicha conexión y se mitifica su egolatría hasta el fetichismo (cómo olvidar “I am big, it’s the pictures that got small!”). Federico Fellini no recayó en dicho error y se inclinó por una obra que retrata las mismas crisis aunque con aromas familiares. Su recompensa es Guido, un personaje digno de las más elaboradas romans y a la vez de la más sencilla de las personas.

Ahh, Guido Anselmi, el direttore per eccellenza: cuarenta y tres años de edad, respetado por unos y amado por todas. Socializa, delira, corteja y se reconforta al son de “asa nisi masa” mientra recuerda cómo de niño le hicieron creer que esa canción lo haría propietario de una descomunal fortuna. Lleva cinco meses sin lograr que su próximo filme despegue a pesar de contar con un apoyo financiero ilimitado. Sus (des)encuentros desembocan en reminiscencias y recae en un ciclo en el cual prefiere sumergirse en sus recuerdos para desvanecerse de individuos que claman por su inconclusa victoria y que no cesan de aparecer en el hotel donde todos conviven. Todos esperan a que ese silencio y esa reserva sea la pausa momentánea que todo genio toma como impulso.

Guido no quiere dirigir un proyecto que incluye una nave espacial dentro de sus planes. Tampoco quiere lidiar con commendatores, agentes, obispos y actrices desesperadas. Él prefiere perderse en un vaso de agua, en una adivina o en unas piernas. Él no padece de un bloqueo mental, pereza o fatiga como le asegura a aquellos a quienes pretende esquivar; por el contrario, contrarresta la pobreza del proyecto con una memoria pasiva rica en vivencias. Guido es un peculiar director que cuenta con un enorme respaldo a pesar de sus denuncias antieclesiásticas y la aparente dificultad por aterrizar una historia de amor alguna.  Aún así, a pesar de la abundancia de conflictos de autoría, es ante todo una persona común y corriente. Su maraña de recuerdos es la misma que se pasa por la cabeza de cualquier ser humano con una pizca de sensibilidad. Si hay dificultad alguna en la visualización de este filme es porque a veces se busca más de lo que se debería esperar. Los episodios de Guido son simplemente sus deseos desarrollados; Fellini encuentra aquella doble trampa del lenguaje cinematográfico que confunde más de lo que esclarece para aquellos que se regocijan de su pedantería[1].

Aunque mis resúmenes no sean los mejores (cualquier lector podrá darse cuenta de mi dificultad para recrearlos y mis frecuentes distanciamientos de lo factual) me detendré en una de mis escenas predilectas: la Casa de las Mujeres. En ésta habitan las mujeres de Guido, las cuales satisfacen cada una a su manera los deseos del ambicioso hombre. En un primer momento llega a una mansión cargado de regalos para cada una de las mujeres que habitan en la casa de su memoria: son accesorios que reafirman por qué Guido y solo Guido “il Tesoro” es amo y señor de sus damas, tanto así que sabe con precisión qué gusta cada una de ellas. Acto seguido conoce a dos exóticas mujeres a las cuáles no recuerda haber visto jamás pero a las que les brindará resguardo (“Non importa il nome, solo felice di essere qui”). Después de recibir un baño (aquel mismo que en la infancia le aseguraría que sería un hombre sólido y fuerte) descubre que una Bailarina –la primera a la que Guido vio en su infancia- rehúsa subir al segundo nivel de la mansión, el nivel de las Mujeres Viejas. Aunque desata una rebelión (“Abbiamo il diritto di essere amati fino a settanta anni!”) pronto es represada por Guido y su castrador látigo. Antes de subir a su residencia su imagen se empieza a fragmentar y sus joyas se desprenden a medida que danza un último baile. Al final de esta bochornosa despedida, Guido hace que todas sus  mujeres se sienten en el comedor y dice unas reconfortantes palabras, las mismas que le impiden lograr su felicidad fuera de su cabeza: “Mie care, la felicità consiste nel poter dire la verità senza far mai soffrire nessuno”. Por último, su perseverante esposa Luisa sonríe mientras limpia el lugar y espera que las demás se unan.

Guido se refugia en sus plantillas para soportar su asfixia vivencial. Este hombre es incapaz de equilibrar su vida y lo que abstrae de ésta. De sufrir lo haría por la inconsistencia de las mismas. Pero es Guido, aquel que puede escapar tapándose los ojos, escondiéndose bajo una mesa. Ante la más opaca de las adversidades aparecerá una Luisa, una Carla, una Claudia[2] que le tenderá su guante. Mi reflexión favorita se ancla a la escena descrita por dos recuerdos: la madre de Guido y la Saraghina, aquella gigante que le enseñó a bailar la Rumba. La esencia de ambas mujeres se conserva en su inocencia y son las únicas que no envejecen. Para Guido el deterioro externo es permitido siempre y cuando su cabeza permanezca intacta; “… and from the honeycombs of memory he built a house for the swarm of his thoughts”.

Su opción final es encender la luz roja al proyecto y bailar con sus recuerdos como si todo marchara bien. Todo lo está.

Este filme no es una apología al bloqueo mental. Tampoco es el toque de Midas de Fellini que puede realizar una monumental obra a partir de un busto de cobre. La felicidad que evoca esta película es la sencillez del hombre mismo. Guido se siente y es un logro que pocos artistas alcanzan. Todos tememos pero todos debemos poseer un terreno seguro. Tal vez él llegó en el momento equivocado a dicho proyecto. Le frustra no serle fiel a su esposa, de quien conserva la más excelsa de las imágenes. Qué más da si es el mejor elogio a la egolatría; no es negativo que un personaje sustente por qué es un hombre íntegro.

Uno que apenas se inicia en estos ejercicios quisiera ser como Guido y apropiarse de su cabeza para accionar una cadena artística. Sin embargo esto se logra tan pronto uno recuerda que todo se evoca mas no se invoca, como la presión hace creer. Esta clase de filmes, los cuales son escasos y ni se acercan a la majestuosidad de 8 ½ (La nuit américaine o The Life Aquatic with Steve Zissou), a uno le despiertan esa famélica semilla creadora. Su único defecto consiste en que por fuera de la proyección los miedos brotan de nuevo. Pero después vienen otras oleadas de pensamientos y de recuerdos que lo conducen a uno hacia un sitio, el sitio seguro de uno mismo. Si esta película le recordara a cada uno de sus espectadores que los valores creativos están invertidos, tendríamos obras totalmente diferentes en la actualidad. No es nuestra culpa haber llegado demasiado tarde pero sí lo es el no abrirle las ventanas a nuestra inspiración.


[1] Mi compañero Valtam me ofrece acá algunas luces al recordarme (más bien enseñarme) que Fellini, además de ser un célebre guionista y un empedernido traductor de historietas de Flash Gordon, es ante todo un chico bucólico oriundo de la Romaña. Agregaré que estos elogios a la simpleza también son recreados en Amarcord (1973).

[2] Al respecto de Claudia citaré otro aporte de Valtam que considero totalmente relevante: “… importante a mi juicio, es Claudia, interpretada por Claudia Cardinale. Para Guido es la mujer absoluta, su belleza es casi helénica y su presencia, debatiblemente imaginaria, es mucho más ubicua que la de sus otras mujeres. A ella se le puede considerar una musa, en un sentido mucho más integral de la expresión. Claudia además ya había aparecido en varios protagónicos, destacando La Ragazza con la Valigia (1961)”.

Reflexión sobre el Cine Silente Colombiano

“En el cine se refleja una época, la idea de lo nacional pervive en la creación artística de un país.”[1]

Nazly Maryith López Díaz

El argumento establecido arriba puede parecer lógico, incluso redundante a primera vista, pero lo cierto es que puesto en un contexto espacial y temporal específico trae a luz problemáticas más profundas que la ausencia de una industria cinematográfica. “La idea de nación, como la de comunidad y sociedad, cambia; no es estática.”[2] Entre estas problemáticas, la más compleja de abordar es la del concepto de nación. ¿Qué dicen nuestros primeros filmes de Colombia como una nación soberana e independiente? Peor aún, si estos resultan contradictorios, ¿Qué dice eso de nuestro país y nuestra historia? Habla de una falta de creación de memoria colectiva a la cual no somos ajenos, aún hoy en día. El caso cinematográfico, en sus inicios, es tan oscuro como la caverna de Platón, y en muchas formas igualmente ambiguo. Lo verdaderamente destacable del caso es que los tres filmes sobrevivientes [Bajo El Cielo Antioqueño (1925), Alma Provinciana (1926) y Garras De Oro (1926)] no restan a la mística o al desconcierto que tenemos frente al tema; si algo, logran ahondarla.

“Un hecho artístico y uno político  confluyen de modo insospechado en un mismo fin: dar materialidad a ideas, narrar una sociedad.[3]” Todo género cinematográfico, sin importar que tan ajeno se encuentre de la realidad actual, temporal y local, da cuenta de la sociedad en la que fue creada, sea esto de forma consciente o inconsciente. En el caso que atañe al presente ensayo, los filmes estudiados dan cuenta literal y lineal de la sociedad en la que fueron hechos: “Bajo El Cielo Antioqueño” de Arturo Acevedo y “Alma Provinciana” de Félix Joaquín Rodríguez pertenecen a una misma estética (e incluso comparten algunas similitudes del mismo grupo de dudosos valores morales) a la que López llamaría de la siguiente manera:

“[filmes] emparentados ampliamente con la literatura de la época y con un manejo del lenguaje que no es del todo cinematográfico sino que toma de la representación teatral algunos elementos, (…) historias locales con marcada tendencia costumbrista y romántica, heredada de los escritos que las inspiraron.”[4]

Pero es en su definición de lo que una sociedad debe ser, lo que la nación debe representar que difieren radicalmente, de la misma forma en que lo hace ¨Garras de Oro” de P.P. Jambrina en un género y estilo totalmente distinto. Pero al ser vistas desde una perspectiva moderna, permeada de imparables corrientes tecnológicas y una cinematografía global cada vez más vasta y pluricultural, las tres obras comparten algo que incluso en los trabajos de directores/escritores como Dago García y Sergio Cabrera está latente. El cine nacional no da una idea concisa de lo que la Nación es, pero sus dispares opiniones dan vista a una definición de la mal llamada Colombianidad: Es la creencia popular en una nación ideal e incorruptible, aún cuando 400 años de historia apuntan a la inexistencia de la misma.

“La nación (…) alude a las interrelaciones de tipo social, cultural, étnico, político y económico legal, que permiten dentro de una comunidad estrechar lazos emotivos entre sus miembros. La nación es un sentimiento de aceptación tácita construido día a día, que hermana en torno a mitos y creencias un pasado común y esperanzas colectivas, haciendo a cada comunidad única entre otras semejantes.”[5]

Desde su título, “Bajo El Cielo Antioqueño” se separa de la definición arriba establecida. El filme se anida en la alta sociedad paisa en pleno apogeo cafetero, y en su contexto (a pesar de involucrar miembros de las clases bajas, la más importante la mendiga que detiene a Lina en la estación de tren, reinyectándole sentido de vida y dignidad) deja ver tanto el regionalismo como el elitismo del que el filme es compuesto. El resultado da muestra de una lúgubre y fervorosa moral católica que opaca al estado y sus símbolos, haciendo de esta forma del buen ciudadano un buen católico, pero un buen católico del antiguo testamento, temeroso de un Dios (en el filme representado por la figuras paternas y el gran hermano estatal) castigador e inclemente. “La noción de lo correcto y lo incorrecto evidencia una mirada desde lo político que determina una forma de ciudadanía en que el poder del padre, sustituido por el estado, observa, contiene, castiga, mientras los ciudadanos sólo les resta acatamiento, so pena de ser presas de la justicia, ya divina, ya humana.”[6] Es curioso que este particular retrato del esquema político demócrata lo deje más cerca del absolutismo, a pesar de la presencia (formal) de un aparato de justicia y corte. El clímax del filme llega a través de un drama de juzgado, en el cual los protagonistas Álvaro y Lina deben vadear el más grande obstáculo (la justicia o injusticia, dependiendo de que punto de vista se le observe) para conquistar su amor. En el, la deposición de Lina, quien antes callaba para no traer deshonra a su padre y su apellido, acaba dando cuenta no sólo de la libertad de su interés romántico, sino además de uno de los más importantes mensajes de la película: “La verdad debe prevalecer sobre cualquier circunstancia”[7].

Es exactamente el mismo mensaje comunicado por Tom Cruise y Jack Nicholson en la emblemática escena central de “A Few Good Men” (1992, Rob Reiner), varias décadas después y en un país totalmente distinto. Pero mientras la segunda ahonda y martilla en el patriotismo el verdadero espíritu Americano, la primera encuentra, de forma inconsciente, en la reproducción infinita de los roles y las clases la idea de la nación colombiana.

“La presentación de valores sociales y morales cómo el trabajo, atados de modo implícito a las ideas de ciudadanía y poder constituido por vía de la autoridad divina, determinan una mirada de nación que en Bajo El Cielo Antioqueño se concreta por medio de la reafirmación del grupo social en sí y en sus tradiciones marcadamente católicas en continuo intercambio con el referente territorial.”[8]

El segundo caso, “Alma Provinciana”, no parece en primera instancia tan dispar del primero, pero tras ahondar en sus intereses y sus opiniones resultan filmes casi opuestos en su idea de Nación, a pesar de estar encerrados por la misma corriente y genero histórico. Filmada en Santander por un “un grupo de jóvenes y señoritas, amantes del arte nacional”, cómo dice su título introductorio (la mayoría descendientes o nativos europeos, a juzgar por sus apellidos), el filme trata dos historias de amor con desbalanceado interés y exótica estructura, siendo estas las de los hijos de un caporal llamado Don Julián. Este visita la finca con su hija María, quien empieza un pseudo-amorío con el encargado de la finca, Don Antonio, lo que no es bien visto por su padre. Pero en el filme la mirada de la figura paterna no es tan violenta como en el anterior, a pesar de sí ser fundamental y fundamentalmente clasista. El segundo romance, el de su hijo Gerardo con la pobre pero llena de carácter Rosa (la primera heroína sólidamente esbozada del cine colombiano, muy familiar a la Elizabeth Bennett de “Pride & Prejudice” de Jane Austen, obra que comparte varios puntos de vista con la actualmente discutida) es el que ocupa la mayoría del tiempo de la película y el que deja ver las enrevesadas opiniones del director: Para empezar, divide claramente los territorios de ciudad y provincia, sin por esto emitir juzgado de superioridad de alguno de los dos. En adición a esto, Rodríguez no le da nombre a los lugares retratados dejando de lado el regionalismo que Acevedo recalcaba: para Rodríguez, la Nación está compuesta de ambos, y ambos son igualmente importantes.

La división de clases también toma parte importante de la atención del director, quien, hasta cierto y moderado punto elabora una crítica social y política del funcionamiento de la sociedad. En el personaje de Rosa, especialmente, la dignidad es restaurada a las clases bajas sin por esto ser eliminada de las clases altas. “El lugar de la diferencia, de la exclusión, se da entonces en el encuentro entre ricos poderosos y pobres desvalidos, permitiendo a través de la cinta el reconocimiento de un orden inmutable y la legitimación y perpetuación del mismo.”[9] Estilísticamente, Rodríguez usa las costumbres populares y la lengua hablada para crear un retrato más vívido (cómo la habría hecho años antes Mark Twain en “The Adventures Of Huckleberry Finn” modificando el habla para acomodarlo a distintos personajes con distintos dialectos), ejemplificado por el “amigo Perejiles”, recursivo y colgado compañero de aventuras de Gerardo. Con ambos personajes y un tono cómico, el filme se distancia aún más del filme de Acevedo al escapar tanto de la religión (evitar ir a misa pretendiendo que se está enfermo) como de la justicia (una visita más anecdótica que traumática a la cárcel y un policía de amoríos con una planchadora). “En Alma Provinciana existe una mirada al poder instituido que se concreta en el planteamiento según el cual su evasión no conduce ya a todos los males (…), sino que sortearlo permite arbitrar las relaciones que se establecen entre los personajes.”[10]

¿Qué media la sociedad en “Alma Provinciana”? Se trata ya no de la religión y el estado, sino de la economía y el factor monetario quien rige los esquemas sociales. El filme presenta ¨situaciones a través de las que son puestos en escena valores que rescatan la dimensión humana de los personajes y vindican su dignidad, pero que al mismo tiempo propenden por que el orden establecido no sea alterado”[11], de esta forma cimentando la sociedad que enmarca el relato (algo similar es establecido por Harold Pinter en su filme “The Servant” de 1963, donde el reemplazo de la figura de poder por la figura oprimida simplemente revierte los roles sin por esto alterar el orden mayor ya establecido). Sí como crítica el filme resulta algo blando, su mensaje final es sumamente claro: “la dignidad debe prevalecer, aún cuando el destino lleve por caminos difíciles”[12].

El caso final más interesante, no obstante, y el más desconcertante proviene de la obra de P. P. Jambrina “Garras De Oro”, que narra con fuerza política y ambiguo mensaje anti-americano la pérdida del canal de Panamá a manos yanquis. Un filme con un compás moral y una agenda política más ajetreada que la de las obras anteriores, “Garras De Oro” parece tener un dominio del lenguaje fílmico en términos de fotografía, arte y semiótica tan avanzado y contrastante, que algunos historiadores (Juan G. Buenaventura en su tesis de la Universidad de Kansas “Colombian Silent Cinema: The Case of Garras De Oro”) han argumentado que el filme fue hecho en otro país, probablemente Italia, y que este mezcla partes de noticiarios de la época, una historia de amor e intriga y títulos colombianos. El filme, usando varios símbolos de patriotismo (el himno, la bandera) y de innovación técnica (secuencias originales coloreadas a mano), es un ejemplo especialmente interesante de temprano cine político y de protesta, pero no por esto logrado. En 50 minutos de duración actual, el filme incompleto deja ver una historia algo contradictoria en su idea de Nación, al ser sumamente crítica de las acciones gringas pero al depositar su confianza en héroes igualmente americanos a John Wayne y Harry el Sucio.

Su idea de nación yace completamente en su uso de los símbolos patrióticos y es en últimas la del patriotismo sobre todas las cosas (un mensaje muy estadounidense, cómo lo confirma “Top Gun” (1986) de Tony Scott y el resto del cine de acción de los 80s). Los emblemas son mostrados cómo el centro de atención: la bandera (amarilla, azul y roja desde la misma cinta), el himno y el discurso son representantes de una nación inconforme que busca reclamar su patria… Excepto que esto no ocurre. Los locales son retratados cómo corruptos e ignorantes (salvo por Don Pedro, que fallece al comienzo del filme), y la justicia local es una broma (El diputado Ratabizca y su hija son lacayos de las comodidades del imperio). Se trata, en palabras del héroe del filme en su editorial en el periódico The World, “de un pueblo incapaz de gobernarse, que no supo, o no quiso sacrificar la política malsana de la santidad de la patria”. En esta contradicción, “Garras de Oro” pierde fuerza y prevalencia, pero no por esto resulta la menos interesante de las tres (aunque sí la menos diciente), gracias también a sus esfuerzos técnicos y formales.

Las tres ideas de lo que logra una nación son contrastantes y hasta cierta medida complementarias. La búsqueda de la verdad, la búsqueda de la dignidad y el patriotismo son todos ideales de una nación concebida de forma ideal. Pero la actualidad y la historia social y política de un país tan polarizado y fragmentado cómo es Colombia, dejan claro que ninguno de los tres puntos existe en la actualidad ni ha existido en el pasado. Las tres ideas se quedan en teoría, en lo que pudo haber sido, lo que debe ser, lo que algún día será: pero ilustran de forma adecuada a un lugar que no existe salvo por la delineación y el espacio. Se trata de un país puramente imaginario, donde la unidad y las esperanzas comunes se reducen a eventos públicos, palabras vacías y figuras salvadoras que vaticinan cambio, politizan, cantan y practican deportes. Son todos ellos falsos emblemas, miradas esquivas.


[1] López Díaz, Nazly Maryith en “Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada”, Instituto Distrital de Cultura y Turismo, 2006, Bogotá, Op. Cit. P. 19.

[2] Márcos González Pérez en la introducción a “Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada”, Op. Cit. P. 14.

[3] López en “Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada”, Op. Cit. P. 19.

[4] López en “Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada”, Op. Cit. P. 21.

[5] López en “Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada”, Op. Cit. P. 22.

[6] López en “Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada”, Op. Cit. P. 37.

[7] López en “Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada”, Op. Cit. P. 38.

[8] López en “Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada”, Op. Cit. P. 42.

[9] López en “Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada”, Op. Cit. P. 51.

[10] López en “Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada”, Op. Cit. P. 56.

[11] López en “Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada”, Op. Cit. P. 60.

[12] López en “Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada”, Op. Cit. P. 62.