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Steve McQueen: Hunger (2008)

En el que se habla de todo menos de cine.

Le temo a la llegada del día en el que nada me importará. Hay mañanas y noches en las que este Día se disuelve en un hecho, en recuerdos, y manifiesta con violencia su inminente advenimiento. Angustiado, me pregunto por mis convicciones y aspiraciones; el resultado es el reconocimiento de que no se sofocan gracias a forzados agitamientos. Sin embargo, el miedo radica en la disminución de los mismos, asfixiados en mi famélica moral. El sueño y las distracciones experienciales se sobreponen inevitablemente, ofuscan la baraja de resoluciones y perpetúan a mis motivaciones a desplazarse en descendientes vértices hasta perderse. Son tiempos desesperados que carecen de medidas desesperadas correspondientes.

Probablemente, y después de tantos años, lo anterior sea lo más cercano que llegaré a definir la palabra “depresión”.

Y, a pesar de todo, hay chispas y fugas. Héroes como Bobby Sands lo toman a uno por sorpresa, obligando a radicalizar posturas de vida.

***

En agosto de 1969, bajo la batuta del primer ministro Harold Wilson, la armada británica militariza a sus condados próximos, incluyendo a la frontera Irlanda del Norte. Esta reprochable táctica, la desesperada estrategia para distraer por medio de la recolonización a una sociedad en crisis y sin espíritu, provoca la organización paramilitar de la PIRA (Provisional Irish Republican Army) y el fortalecimiento del Sinn Féin (partido político republicano irlandés).

Este período documenta hasta dónde llegan las guerras semiológicas. Wilson -durante sus dos períodos- y sus sucesores Edward Heath y James Callaghan rinden alentadores discursos a sus compatriotas, en los que aseguran una recuperación económica y seguridad nacional. La PIRA, aunque limitada por la presencia invasora, mantiene su defensa y su comprometida congruencia. Los años siguientes a los primeros ataques en Belfast transcurren dentro de los parámetros reconocibles: ataques, contraataques, capturas y exceso de terquedad. Sin embargo, esta “normalidad” se interrumpe a finales de 1975 con la entrada en vigor del programa tripartita “The Way Ahead”. El gobierno británico estipula que aplicando la ulsterización (remplazo de militares británicos por soldados aliados provenientes de la provincia irlandesa de Ulster), normalización (la entrega de la seguridad civil a la policía extraordinaria RUC, “Royal Ulster Constabulary”) y criminalización (la eliminación del estatus político especial concedido a los republicanos) se garantizará la victoria. Es el comienzo de la lucha a muerte por una palabra: política.

El crítico francés Roland Barthes, fuente de consulta obligatoria durante la segunda mitad del siglo XX, considera que no se puede olvidar el sentido tan simple y a la vez tan complejo de la política, “como conjunto de relaciones humanas en su poder de construcción de mundo”. Esta reconsideración se evidencia en la mentalidad británica a través de la más simbólica y detonante de sus ofensivas. Margaret Thatcher, sucesora de Callaghan, declama en un famoso discurso que “there is no such thing as political murder, political bombing or political violence; there is only criminal murder, criminal bombing and criminal violence”, negando oficialmente la condición política de los paramilitares. Los presos republicanos, anclados a una pacífica protesta, exigen en vano que su condición sea restablecida. Sin embargo, necesitaban de una revolución más efectiva.

Ésta es la tragedia a la que se enfrentan los prisioneros de Long Kesh, la misma que el director Steve McQueen quiere representar en la escasez atmosférica de su ópera prima. Hunger recrea un capítulo épico[1] de este tenso enfrentamiento: la entrega a la muerte del simpatizante Bobby Sands, interpretado majestuosamente por Michael Fassbender. El joven líder de veintisiete años de edad, condenado a catorce años de cárcel por posesión de un arma de fuego, retoma la huelga de hambre que en 1975 había iniciado otro líder republicano, Billy McKee, y que concluyó rápidamente ante la inmediatez de sus efectos. Sands, conciente de la dureza de Thatcher y del breve plazo durante el que aplicaron las demandas de los prisioneros anteriores (entre McKee y “The Way Ahead” apenas hay unos cuantos meses de diferencia), reconoce que ni él ni sus oponentes darán la mano a torcer. Thatcher le respondería a manera de burla que esta decisión es la última posibilidad a la que un ser humano puede acudir: a la lástima. Su historia demostraría lo contrario.

Celdas-H y su moderno sistema de drenaje

Frecuentemente segmentada por la crítica en tres ejes, la película se posiciona sobre las reservadas perspectivas del guardia Raymond Lohan, del prisionero Davey Gillen y, por último, de Sands. Los primeros minutos contrastan la cómoda, incluso agraciada, vida que comparte Lohan con su esposa y el brusco trato hacia los prisioneros. Gillen es víctima y testigo de las despiadadas humillaciones a las que son sometidos. La protesta pacífica en la que los gaélicos usan ruanas, rehúsan asearse y cubren sus celdas de sus propias heces, irrita a los guardias, quienes responden con tijeras, jabón, vestimentas y exceso de golpizas. Las protestas no se hacen esperar, y Gillen se adscribe rápidamente con las reglas sus compatriotas. Unas imágenes desprendidas de la cárcel muestran el irónico final que le esperaría a un oficial que descuida su guardia. Despejadas las dos corazas con la mayor brevedad, se puede proceder al corazón.

La película tiene una experimental estructura a la que le ubico sólo un equivalente dentro de mis referencias culturales: la vanguardista 2001: A Space Odyssey de Stanley Kubrick. La complejidad y, a la vez, el talón de Aquiles de McQueen reside en su paso de los happenings al mundo cinematográfico. Con una sorprendente economía de lenguaje durante el primer tercio del filme (la opacidad de la cárcel contiene su mudez, sin permitir reproches), el espectador es sacudido repentinamente por un diálogo de diecisiete minutos de una sola toma -y unos minutos más, aunque editados- en el que Sands, hasta entonces un prisionero más, manifiesta y justifica sus intenciones a un párroco que, impotente, intenta persuadirlo para que desista. Sands sabe que morirá, no porque desee que le recuerden como un mártir sino por su compromiso de no defraudarse a sí mismo. Su contexto político necesariamente lo harían un símbolo pagano de las revoluciones irlandesas, como le reprocha el párroco, pero el contraste entre su futura significación histórica y las palabras que enuncia chocan dramáticamente. Sands quiere que le dejen morir en paz, que le permitan reencontrarse consigo mismo y, por último, que su espíritu nunca se corrompa, ni siquiera en las consecuencias más críticas.

El último tercio del filme es un carrusel de imágenes en el que espectador se enfrenta al más abominable de los vacíos. En 2001, Browman vence a su nave espacial HAL 9000 para después descubrir que el espacio mismo es una fuerza aún más alarmante por ser ajena al hombre, dando lugar a una de las epifanías más emblemáticas del cine. En Hunger ocurre lo mismo, conservando, por supuesto, las distancias. Sands rebosa todo código de comportamiento, sobrepasando a sus opresores, incluso a su propio partido. En vida comprendió a la perfección qué significa hacer mundo, entregando su libertad para coger las riendas del espíritu de su pueblo y después pasarlas a otras manos. Su condición de preso político está fuera de discusión, pero restaba todavía la prueba máxima: demostrárselo a sí mismo. Su descomunal descomposición corporal de Sands duele, más por el insoportable silencio tácito que la rodea que por la dureza de las imágenes. Imposible no conmoverse ante su acto de fe; sin embargo, se sigue omitiendo una pieza fundamental durante este recorrido.

En 1983 se publicó One Day in My Life, un manuscrito recuperado de 1979 escrito en papel higiénico por Sands, quien lo escondió dentro de su propio cuerpo. Al menos eso aseguran sus propagandísticos editores, de los que no dudo la responsabilidad de una vulgar manipulación, así carezca (lamentablemente) de las pruebas empíricas de mis sospechas. Queja aparte, el diario ilumina lo que al filme se le prohíbe: acordarnos de que Sands fue un hombre común y corriente, que padece hambre y frío y que interactúa con su entorno. Lo que lo diferencia son sus ideales, reconocidos por él mismo como “the spirit of one single Republican Political Prisoner-of-War who refuses to be broken”.

Con lo anterior no desmerito a Hunger, mucho menos hago uso peyorativo de la palabra “hombre”. Lo que sí quisiera detallar es que McQueen hace trampa a la mentalidad de Sands. Hunger embellece cruelmente el carácter doloso de un compromiso: bien sea por empatía, asco o morbo, el director no escatima recursos estéticos para exaltar una heroicidad. Fassbender es perfecto en su interpretación, tanto que le recuerda a sus espectadores que ellos no lo son. El distanciamiento es un logro admirable, pero no considero que sea la más excelsa de las impresiones.

***

No recuerdo haberme sensibilizado con tanta fuerza por una película. Más de un mes después sigo impactado, con uno que otro efecto colateral. Me obligo a comentar el más ridículo de ellos: atónito, pretendí ponerme a prueba y dejar de comer por cuatro días, sin ninguna razón en particular. Durante tres días divagué, deliré, ingerí medio pan y bebí tres vasos de agua, hasta que rompí mi pacto por inercia, por el simple acto de llevar comida a la boca cuando se siente que el cuerpo se está drenando. Días después, avergonzado, entendí lo absurdo de mi práctica. Sin embargo, en los ingenuos tropiezos se delatan maravillas por oposición.

Alexis de Tocqueville escribió que a medida que el hombre se aleja de la juventud, éste tiene mayor consideración y respeto por las pasiones. Mi impresión inmediata fue un atropello y un insulto a cualquier consideración que le podría guardar a la memoria de Sands y de los huelguistas. Sin embargo, este acto hizo que recordara un simple principio: el arte es la única de las mentiras que conduce a una razón de ser; dentro de la paradoja de su justificación, ninguna otra irrealidad desprende tanta realidad. Debería castigarse a McQueen por extrapolar a un idealista, pero su error fortuito permite desprender una infinidad de esperanzas.

No interesa qué afinidad propagandística tenga cada espectador o lector, sea por esta película o por cualquier otra obra artística. Tampoco importa su impresión sobre lo que es un héroe. Lo importante es que haya impulsos y que se renueven a sí mismos. Hunger es una de esas escasas obras que desencadenan miríadas de posibilidades, aun en condiciones arbitrarias. Afortunadamente existen.

Sigo temiendo por ese día. Pero ahí vamos. Todos tonteamos, pero tonteamos bien.

Bobby Sands murió el 5 de mayo de 1981, tras sesenta y seis días sin comer.

[1] Pequeñísima acotación: esta categoría, desbordada hacia lo absurdo en nuestra decadente conciencia colectiva, rara vez vislumbra lo que originariamente implica –la única forma en la que una tribu puede declamar su grandeza y expresar su identidad nacionalista. Hugo y Flaubert tienen bastante que decir al respecto.

Alejandro Landes: Porfirio (2011)

Estimados lectores de Filmigrana, lo que estoy a punto de decir es de Perogrullo, pero nunca es una buena señal escuchar comentarios similares a “esta película es una basura” de la mano de personas que acaban de salir de la función anterior a lo que uno está a punto de ver. Si empiezo este artículo con esa pequeña advertencia, se puede considerar una insolencia tanto como una amistosa prevención.

Fui al Cinecolombia de la Calle 100, con una cartelera escasa y unas salas más bien modestas, pero con unos precios bastante amables, añadiendo que es de las pocas taquillas que no tienen ese molesto e impersonal vidrio blindado que recuerda a un Visiting Room de prisión. Algo me decía que la experiencia de visionado de la película iba a ser mermada de alguna manera, e intenté culpar en primer lugar al proyeccionista que no parecía muy hábil en su trabajo, pero para sorpresa mía, el mismo filme se encargó de estropearse a sí mismo.

Entre otras cosas, la magia de los lentes gran-angulares.

¿De qué padece Porfirio, la película, la cual es enferma y realmente problemática si se le compara con el personaje en la que está basada? Antes de extenderme en fallas técnicas y creativas, debo advertir que fue un movimiento potencialmente grato que alguien se haya tomado la molestia de sacar de la obscuridad a un individuo tan complejo y con una historia tan enrevesada como es la de Porfirio Ramírez, el protagonista natural de este relato. Como tal, al tratarse de un adulto con discapacidad en una pugna constante (e invisible) con el gobierno tras haber recibido un disparo en la columna de parte de un policía, puede considerarse como un material sumamente rico para trabajar; pero Landes patea la lonchera con muchísima fuerza, enviándola a la mierda y dejando todas sus ideas desperdigadas, sin mayor orden ni concierto.

La película empieza sin concesiones y a un ritmo que, en principio, se puede considerar favorable. Porfirio, en un encuadre completamente centrado y ligeramente desafiante, se halla comiendo lo que parece ser una ‘changua’* en un plano bastante largo y “contemplativo”, se se me permite decirlo de manera algo viciada e inexacta. Enseguida la acción se mueve a su patio, donde su hijo Lissin (Jarlinsson Ramírez) lo asea de manera meticulosa. En este plano, más prolongado que el anterior, Porfirio defeca en cuadro, lo que nos lleva a pensar (si es que hasta ahora no hemos hecho esa resolución) que estamos ante un personaje real. Es bien sabido que, dentro de las fórmulas de la ficción cinematográfica, no se contempla el que un personaje tenga un momento para alimentarse o para la deposición, salvo que se trate de una acción fundamental para el avance del argumento, porque ‘hay que cuidar esos minutos de metraje’, dicen por ahí.

Al enfrentarnos a esto, Landes cimenta de manera apropiada lo tangible que hay del personaje principal y su manera de relacionarse con sus semejantes. Mas sólo se contenta con situar esas planchas de concreto y unas cuantas vigas, el resto de su labor “sincera” se pierde a continuación, en una mezcla de mala actuación, pésimos diálogos y una fotografía que entorpece más de lo que ayuda. Claro, que hay elementos conceptuales que refuerzan la idea del impairment de Porfirio, como lo es la altura de la cámara a un metro (cortando subsecuentemente las cabezas de casi todo el reparto en los planos compartidos con el protagonista), los encuadres inusuales que refuerzan su estado de soledad e incomprensión, y las secuencias dispuestas para aprovechar la recursividad motriz de este hombre calvo, gordo y bigotón. Pero esto es escaso y mal hallado frente a todo lo erróneo que ya mencioné, y que en instantes intentaré apuntalar.

“La cagada, hermano.”

Uno de los más grandes problemas es el trabajo de dirección, y a pesar de que ya mencioné que se trataba de un reto loable el asumido por Landes con sus actores naturales, el hecho de que falle se ve aún más estrepitoso que si se tratara de regulares de la televisión, el cine o el teatro. No son muchos los figurantes que interactúan con Porfirio, pero a menudo aparecen soltando unas líneas que en sus vidas jamás habrían dicho, no sólo utilizando un lenguaje libre de modismos, sino que es plano y horriblemente explicativo. A lo largo de la película la mayoría de los puntos de inflexión de la trama se plantean con diálogos que los esquematizan, como el asunto de las granadas. ¿Por qué y para qué las compra? No abogo por dar todo digerido al espectador, pero si no hay pistas discernibles que permitan comprender ese tipo de comportamientos para alguien que no viva en nuestro país y situación (como si eso aclarara las cosas), entonces no es mucho más condimento el que se le puede añadir a ese sancocho de sub-tramas e hilos perdidos. Las mismas líneas de Porfirio, su esposa Jasbleidy (Yor Jasbleidy Santos) y Lissin adolecen de esto.

Por querer salir de la tradición, Landes hace unas aturdidoras omisiones e incluye uno que otro plano que no ofrecen la atmósfera y la información que se esperaría de ellos. Por ejemplo, pareciera que lo que hace Lissin en su día a día está deliberadamente envuelto en el misterio, ya que desde el principio lo vemos durmiendo hasta tarde y con una apatía general para involucrarse con las actividades de su padre, principalmente una que le permita ganar un salario. En un punto lo vemos salir, sin mayores explicaciones, con un grupo de hombres en motocicleta, ¿Para dónde va, por qué aparecen sólo hasta ahora y qué hace que nunca los volvamos a ver? Ergo, ¿Era necesario mostrar que existían, o es una suerte de sugerencia para que el público lo medite durante un largo rato? Situaciones como esta hay más de una, en las que al final nos figura conformarnos con lo poco que nos ofrece este largometraje de 101 minutos.

No todo es oprobio y desgaste en este malhadado biopic, quepa decirlo. Como ya lo mencioné, los planos que hacen provecho de la condición particular de Porfirio resultan dicientes, y entre ellos hay unos en especial que marcan con mayor fuerza su relación con el entorno: me refiero a la secuencia en la que lo vemos por fuera de casa por primera vez, y tras un buen número de cámaras estáticas, somos testigos de unos cuantos trackings técnicamente muy bien hechos, que se desplazan con suavidad mientras conservan en el encuadre al hombre de la silla de ruedas. Éste, en compañía de su confiable perro Luigi, llega a la oficina de Demandas al Gobierno, la cual se halla al final de un rango de escaleras que resultan infranqueables desde la perspectiva de Porfirio, por lo que se ve forzado a lanzarle piedras a las ventanas del sitio. Son unos 8 ó 9 planos en total dentro de esa secuencia, pero su duración es adecuada y la cantidad de información que factualmente aportan es mucho mayor que la de otras secuencias, más largas y cargadas con un nivel de simbolismo más o menos similar.

De la fotografía también podría hablar un largo rato, tomando en cuenta que uno de los mayores amparos de la película es su empleo de luz natural, el claroscuro y las ya mencionadas composiciones. Mención especial para los trackings que no se desarrollan en ningún lugar aparentemente diegético, 2 en total, que parecen hacer las veces de ‘separadores de hoja’ del relato, uno de ellos con sus místicos murciélagos y una corta travesía a la oscuridad que precede lo que asumo que es la tercera y última parte de la película. Uno de nuestros lectores mencionó que “[h]ay mucho cabo suelto por ahí mal atado con dos conchitos de fotografía. Pero por ser “diferente” vale la pena […]”** y encuentro su opinión coherente y válida, si vemos como esos trackings están ahí dispuestos más como una opinión artística en sí misma del director, que como un apoyo necesario a la narrativa. Positivos son, sin embargo, los desnudos y las bienvenidas escenas de sexo, una vez más presentando a los personajes como seres reales con necesidades, en lugar de hacerlos ver como una vitrina que satisfaga personalmente al espectador, algo que podría venir siendo un tema de discusión a futuro***

El particular ritmo de montaje hace difícil discernir el acto o el momento dramático en el que se encuentra la película, pero antes de lo imaginado ella se precipita al final, intentando amarrar con un nudo de tamal muchas de las cosas que dejó sobre el tazón, pero que al final se ve como un intento desesperado de darle un buen término al material iniciado en algún punto de Florencia, Caquetá. Tras un vuelo turbulento, esta película en últimas es aeropirateada por su desconfianza en sí misma (qué analogía tan horrible e inapropiada) y recurre a una versión extrema de narración en off, en partes iguales flashback, pobreza narrativa y mal gusto.

Un viaje en picada, en toda una variedad de sentidos.

¿Existirán más películas como Porfirio en el futuro? Puede que sí, dada la creación de Franja Nomo, la productora nacida del esfuerzo entre Alejandro Landes y Francisco Aljure, el productor. No sobra decir que la cantidad de galardones que obtuvo Porfirio la convierte en una suerte de modelo a seguir por los realizadores independientes que entre sus miras se halle el ‘arte por encima del negocio’, y siempre y cuando no tengan esa cantidad de agujeros en sus guiones o se excedan en pretensiones de carácter simbólico, me parece que todo eso es bienvenido. La experimentación, después de todo, debería poderse conseguir tras una sana producción en masa.

¡Hey, qué bien!: Porfirio, al menos físicamente hablando, está lejos de los artificios. Además, el sitio oficial de la película es bien simpático e informativo.

Emhhh: No quisiera poner a Víctor Gaviria como baremo, pero los actores naturales dejan muchísimo que desear.

Qué parche tan asqueroso: El final es tan terrible como hilarante.

Vayan, sí y solo si tienen estómago para los tropes y convenciones del cine independiente.

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*Caldo a base de leche y huevos.
**vía Twitter.
***Para ver una instancia de la sexualidad como un mecanismo de servicio audiovisual al cliente, un término que alegremente me acabo de inventar, no hace falta más sino echarle un vistazo a El Escritor de Telenovelas (2011) de Felipe Dothée, cuyo artículo acabé de enlazar.

Ryan Murphy: Eat Pray Love (2010)

La Divina Comedia de Dante tiene una pintoresca descripción del Purgatorio que justo en estos momentos se me ha venido a la cabeza: después de haber salido del Infierno, Dante y Virgilio deben escalar una montaña chata y escalonada, con 7 niveles que representan los pecados capitales y cuyas laderas son sumamente pronunciadas. En un espíritu sólo posible en Filmigrana, se me ha encomendado expiar mis pecados sorteando una montaña escalonada de corte similar, aunque la dificultad que reina en el presente artículo hace que los muros sean ya demasiado empinados, rayando en lo vertical.

El comentario inicial del Purgatorio responde a unas circunstancias particulares de la película que nos atañe en esta ocasión, siendo su tema principal el de la redención y el encuentro consigo mismo. Si existen sospechas de que esto puede estar sonando a un libro de Deepak Chopra, lamento informarles que es mucho peor, y como diría Stephen Hawking en Breve Historia del Tiempo, “De ahí para abajo sólo hay tortugas”.

Libidinosas, indecisas y glotonas tortugas

Eat Pray Love fue dirigida por Ryan Murphy, protagonizada por Julia Roberts y Javier Bardem, se estrenó en las carteleras estadounidenses a alturas de agosto del 2010 y por fortuna nadie me obligó a experimentarla en una sala de cine. Este vendría siendo el primer emprendimiento en la pantalla grande para Murphy, el creador de la popular serie musical Glee (2009) y la ligeramente-menos-popular serie de cirugias plásticas Nip Tuck (2003), de la cuales admito que no me he visto un sólo capítulo. Los motivos por los cuales tuve que atestiguar recientemente esta obscena producción me resultan todavía desconocidos, existiendo un universo filmográfico para disfrutar y gozar a anchas zancadas.

Debí mencionar anteriormente a Nip-Tuck gracias a que Murphy comparte créditos de guión con Jennifer Salt, una actriz cuya notoriedad no puedo atestiguar. El vehículo de Julia Roberts está escrito por los mismos individuos, basado en un libro autobiográfico escrito por Elizabeth Gilbert.

Ahora ¿Cuál es el problema con la adaptación al celuloide de un biopic como este? Sinceramente no puedo converger la diversidad de puntos que me hacen sentir en desacuerdo y blasfemar con aspereza cuando veo un sólo fotograma de Julia Roberts y su peculiar iluminación pseudo-von Sternbergiana, lo cual constituye un desgraciadamente aproximado 90% de la película. No obstante, intentemos ir en orden.

En principio me inquieta el racismo con el que se trata a los asiáticos, considerados como criaturas pequeñas y mágicas, casi como equivalentes acanelados de los gitanos. La psicología de los personajes es un poco cínica, mostrando a Liz Gilbert (interpretada por Roberts) y a su círculo de amigos en consonante ignorancia con lo que significa el “mundo oriental”, aunque esta mujer pase la mayoría de su tiempo viajando, en presunto plan de trabajo. Eventualmente viaja a Balí y conocé a un sabio de aspecto miserable.

“Si no fuera por estos templos de piedra viviríamos en carromatos”

Después de una diciente y literal predicción a 6 meses de plazo (como si alguien se hubiese tomado sus clases de guión cinematográfico muy a pecho) vemos a Liz 6 meses después, regresando a su aburrida y monótona vida como pequeñoburguesa acaudalada y esposa de un atolondrado “soñador”, Stephen (interpretado por Billy Crudup, el Dr. Manhattan en Watchmen (2009) y otros papeles que no gustaría de recordar). Liz sospecha que aquello que le dijo el sabio balinés se cumpliría en cualquier momento, tratándose especificamente del fin de un matrimonio (¿El corto o el largo? Nunca se lo aclararon), la pérdida de su dinero y el regreso a Balí.

Por razones sumamente reprochables se lleva a cabo un triste Efecto Pygmalión, o lo que es lo mismo, una profecia autocumplida, en la medida que Liz busca desesperadamente llevarla a cabo al ver que Stephen quiere ser un individuo competente y volver a la universidad. Hay llanto y muchos rostros anonadados, el mío incluído. El divorcio no se hace esperar, y Elizabeth va a ver una obra de teatro que ella misma escribió, después del suceso… ¿O antes? La verdad no pude adivinarlo nunca, gracias a la dislocada estructura narrativa. La obra es interpretada por David Piccolo (que a su vez es interpretado por James Franco, ¡Ajá!) y un absurdo cue visual nos indica que entre ellos media la atracción física.

Pero a mí nada de eso me importó, ya que al fondo a la derecha se encuentra Jesucristo en un bar.

David es vegetariano, hace yoga y asiste a un templo krshna, y aunque en un momento lo vemos como un hombre sensible que sabe doblar la ropa interior de Liz, en cuanto le mencionan que es un sustituto de Stephen su actitud cambia radical e incomprensiblemente, negándose a copular con su adinerada novia y olvidando todas esas tardes de cantar y tocar ukelele en los parques. Eso sucede antes o después de que Liz decida emprender un viaje a Italia para encontrarse a sí misma… ¿Y no se suponía que había perdido su fortuna en algún momento? Estúpido gurú, estúpida predicción y estúpidos agujeros del guión.

“All’s good if it’s excessive.”

Es desde este punto que empieza una comedia que no resulta ser tan divinal. El paso por cada una de las estaciones indica un país diferente, “Comer” corresponde a Italia, donde lo cosmopólita y lo campestre conviven bajo el mismo techo, hay soccer para disfrutar y pizzas margarita por doquier. “Rezar” se lleva a cabo en la India, donde Liz encontrará a un Richard Jenkins todavía muy ‘indie’ y en modo Bukowski, algo que en hechos no se traduce muy bien. Se supone que en esas dos primeras estaciones el personaje de Julia Roberts debería haber subido y bajado de peso, respectivamente, pero a la producción parece no importarle y Elizabeth es fisicamente la misma en todo lugar, aunque finge ser distinta. El último estadio, “Amar”, lleva la acción de nuevo a Balí, en la que Felipe (un altamente cuestionable Javier Bardem), un atípico padre soltero del Brasil se enamora de Liz, y Liz de él, pero…
Dios, una vez más, ¿Qué tan difícil es lograr que le tengamos aprecio a un personaje, para que así nos importe lo que está haciendo, sus metas y su transformación dentro del argumento? Es posible que el material de fuente sea terrible, debemos admitirlo, y que Elizabeth Gilbert sea, en la realidad, una mujer insufrible; pero por un mínimo de compasión con el público, ¿No valdría la pena que los hechos narrados capturaran de alguna manera al espectador, sin apoyarse en locaciones exóticas e iluminaciones sugerentes? El párrafo que precede a este contiene una hora y treinta minutos de argumento, pero el desenvolvimiento de los hechos es tan frívolo, tan alicaído y distante que no provoca la más mínima gracia contarlo, aunque emplee de 2 a 5 comentarios de cultura general por párrafo para hacerlo alentador.

Eat Pray Love no sabe si ser una tragedia o una comedia, con personajes tan poco carismáticos y una autoconsciencia que la hace parecer un show que está a punto de acabarse, pero que desde la tramoya deja caer pedazos de libreto adicional y niega la salida a los espectadores e intérpretes por igual. Es una montaña dura de escalar, y dudo que al terminar la experiencia nos lleve a algún sitio nuevo dentro del Purgatorio.