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Gaspar Noé: Irréversible (2002)

En el que los túneles se quebrantan en dos

So it is perfectly correct to state that, in every happening with which our sensory nerves are associated, we find, after we have abstracted therefrom every known or imaginable physical component, certain categorically non-physical residua. But these remnants are the most obtrusive things in our universe. So obtrusive that, aided and abetted by our trick of imagining them as situated at our outer nerve-endings, or as extending beyond those endings into outer Space, they produce the effect of a vast external world of flaming lights and colours, pungent scents, and clamorous, tumultuous sounds. Collectively, they bulk into a most amazing tempest of sharply-differentiated phenomena. And it is a tempest which remains to be considered after physics has completed its say.

Dunne, J.W. (1929). An Experiment with Time. Londres:A. & C. Black. P. 8

Hace poco Gaspar Noé participó en un simposio en Locarno, Suiza. Aunque se suponía que el evento sería sobre creatividad musical en el cine (fue auspiciado por la Red Bull Music Academy), el argentino lo dirigió hacia su tema favorito: las drogas. La conversación, al igual que sus filmes, es incómoda: no es claro cuándo Noé bromea o habla en serio y los potenciales comentarios jocosos se pierden abruptamente por las barreras lingüísticas entre él y su entrevistador. En varias ocasiones se percibe la incertidumbre del público, el cual no sabe cómo reaccionar a su palabrería. Sin embargo, con todas sus implicaciones, fue una oportunidad para adentrarse en la mente del polémico provocador.

Dentro de esa exasperante oleada de divagaciones y apologías al consumo de opio u hongos, hay uno que otro destello de genialidad. En primera instancia expone su molestia hacia el cine estadounidense posterior a los años setenta: para él, ese país consolidó una industria que despoja a la violencia de la violencia, en la que un personaje o bando asesina a su oponente para impregnar a los espectadores de una falsa sensación de victoria que omite las implicaciones de lo que se acaba de presenciar. A manera de ejemplo, equipara a 300 con comerse una hamburguesa de una cadena de comidas; ambos son placeres fútiles en los que no hay conciencia sobre lo digerido.

Eventualmente los participantes son dirigidos hacia Irréversible, como suele ocurrir con muchas de sus entrevistas. Noé recuerda cuán importante es para un cineasta inflar sus propuestas de tal manera que sus potenciales productores asuman que están ad portas de una mina de diamantes. En su caso, a principios de milenio persuadió a Studio Canal de financiar la próxima Memento, el éxito art house del momento. A pesar de su corta experiencia –Carne (1991) y Seul contre tous (1998) sólo circulaban entre cinéfilos y amantes de John Waters- Noé logró que la gigantesca productora francesa y Monica Bellucci y Vincent Cassel -el matrimonio de actores que estaba en boca de todo tabloide europeo- participaran en su proyecto. A todos les prometió por igual que no filmaría nada explícito por lo cual preocuparse. Pareciera que ninguno dimensionaba lo que habría de materializarse durante el mes y medio en el que se extendió la filmación de esta obra (julio y agosto de 2001).

La otra anécdota que sobresale de esta charla corre por cuenta de la divisiva recepción de este filme. Noé cuenta que su madre le propuso a una amiga de 75 años que fuera por sí sola a ver Irréversible en cine. La siguiente vez que conversaron, dicha compañera comentó que quien se sentó a su lado se desabrochó el cinturón y comenzó a masturbarse tan pronto inició la infame escena por la cual resuena este filme; la señora, espantada, salió del teatro minutos después. Ante el espasmo del público suizo, Noé titubeó “Hay psicópatas por doquier”.

No hay mucho que decir sobre Irréversible que no se sepa aún y si está leyendo esto seguramente ya está al tanto sobre el contenido de este filme. Que tiene 13 escenas y se relata de derecha a izquierda. Que todos se embarcaron con un guion de apenas tres páginas, el resto corrió por cuenta del reparto. Que Thomas Bangalter -medio Daft Punk- compuso la cacofónica banda sonora mientras el creciente éxito de su álbum Discovery lo llevaba a la estratósfera. Que la famosa línea con la que inicia y finaliza el filme (“Le temps détruit tout”, el tiempo destruye todo) es tomada de Las Metamorfosis de Ovidio en referencia a Pitágoras y sus presocráticas reflexiones sobre el constante estado de fluctuación de las cosas. Que Noé filmó extensos y elípticos planos secuencias para que quienes la vieran padecieran en carne propia la focalización de sus protagonistas. Que Bellucci y Cassel temían que su interacción afectara su intimidad à-la-Kidman-Cruise en Eyes Wide Shut (el dúo de oro hollywoodense llegó a su final poco antes de que iniciaran las grabaciones). Que Noé se inspiró en Salò, o los 120 días de Sodoma para generar una repulsión catártica. Que la primera mitad del filme cuenta con un infrasonido de fondo que produce náuseas de manera culposa. Que durante su inauguración en Cannes (22 de mayo de 2002) tres espectadores se desmayaron y 200 abandonaron sus asientos.

Que hay una escena de violación. Una que rumea en la conciencia de todo aquel que la vea.

Para bien y para mal, Irréversible cuenta con una de las escenas más memorables del cine. Los minutos iniciales siguen la violenta represalia nocturna de Marcus (Cassel) y Pierre (Albert Dupontel) hacia los posibles culpables de un crimen parisino. La vendetta ocasiona un robo de un taxi, una persecución de travestis y -en la que es la segunda escena más memorable de esta proyección- el uso de un extintor para pulpificar a un cliente del bar sadomasoquista Rectum. Acá Noé da gusto a los cinéfilos estadounidenses contemporáneos: he ahí su trozo de carne visual para que se deleiten despedazándola sin preocuparse (aún) por lo que están consumiendo.

La pulsante narración in finis res no desaprovecha sus recursos: se sabe cómo terminará todo pero aún no es claro qué detona la furia que acongojaría al medieval Orlando. Después se devela a una mujer en coma, con el rostro totalmente magullado, que es ingresada a una ambulancia. Y así, por el flujo natural de la vida, el temporalizador del reproductor de video marca 41:00.

Puede que sea casualidad (lo dudo) pero la escena en la que todo se desmorona dura exactamente 13 malditos minutos (hasta que marca 54:00). No hay palabras que puedan desplegar la crudeza con la que Alex (Bellucci), la novia de Marcus y la expareja de Pierre, es violentada por Le Tenia (Joe Prescia), un sádico con el que se atraviesa accidentalmente en un túnel subterráneo. La ficción pocas veces posibilita una representación del mal tan auténticamente horrorífica: el pánico, el dolor, el deseo, la impotencia, la resignación y en últimas la muerte se juntan para instalarse de por vida en quien reciba estas imágenes. El golpe gutural se acrecienta a medida que el filme expone (en reversa, por supuesto) la cadena de acciones que derivó en el fatídico encuentro; si sólo una de ellas se hubiera transformado, el curso de sus vidas habría tomado un rumbo aligerado. ¿Qué hubiera pasado si la silueta que pasó por el túnel en ese instante hubiera reaccionado de otra forma que no fuera huir? ¿Y si Marcus no se hubiera comportado como un patán con Alex durante la fiesta? ¿Por qué accedieron a salir con Pierre? Aunque el futuro no se puede predecir y todo siempre puede ser peor, cuesta imaginar un devenir más traumático.

Son muchos los filmes que incluyen violaciones y se podría llegar a un listado interminable. Por nombrar algunos, se encuentran The Virgin Spring (Bergman), A Clockwork Orange (Kubrick)Straw Dogs (Peckinpah), Nocturnal Animals (Ford), I Spit on Your Grave (Zarchi), The Accused (Kaplan) y La Patota (Tinayre) / Paulina (Mitre). En la última década la popular serie Game of Thrones ha expuesto a sus protagonistas femeninas a múltiples accesos carnales violentos. Sin embargo, en todos ellos hay cierto grado de expectativa y redención; incluso ante sus momentos más desesperanzadores las víctimas directas o colaterales ven una salida. En la literatura hasta Esquilo se compadece de Casandra para que vengue a los troyanos del mal que la casta de Agamenón les causó, hasta Shakespeare permite que Tito Andrónico condene a quienes mutilaron a su hija Lavinia. Por el contrario, Noé no da pie a estas emociones, la misericordia es una vil mentira. Por eso su estilo narrativo es despiadadamente magistral: todo en Irréversible está perdido y no hay fuerza alguna que haga desvanecer lo ocurrido. Los más optimistas podrían pensar que lo ocurrido es ensueño de Alex mientras lee el ensayo An Experiment with Time de J.W. Dunne. Pero esa es una posición facilista: lo ya exhibido es indeleble.

Monica Bellucci relata que cada vez que debía filmar una toma de la decisiva escena (fueron seis en total) el malestar era peor, pues sabía cómo desembocaría la secuencia. Ocurre lo mismo con cada visita al mundo de Irréversible, visitas que se agudizan entre más información se revela sobre las formas en las que funcionan las sociedades de todomundo. Si bien #MeToo y Time’s Up han resonado un poco más que otros intentos reivindicativos, aún sólo se ha abarcado una minúscula porción de la problemática. En un mundo en el que hay 106 violaciones al día en India y en el que anualmente se reportan 22,155 casos en Colombia -73% correspondiente a menores de edad- el panorama es brutalmente opaco, peor aún si de una zona rural se trata.

Nadie puede garantizar cuáles son las verdaderas intenciones de Noé; de hecho, su nihilismo por fuera de la pantalla fastidia. Sin embargo, en otra oportunidad Noé indica que para realizar Irréversible capturó el dolor de personas cercanas a él que fueron violadas o padecieron enfermedades terminales: “es importante representar la violencia cotidiana en lugar de evitar esos temas dolorosos justamente porque son cercanos. La gente puede salir fortalecida del cine si ve esas experiencias representadas en la pantalla”. Dudo que un filme así pueda ingresar a un pensum escolar o a un programa de educación campesina, pero es una postura alternativa válida para reflexionar sobre la misoginia y la homofobia, por extrema e impactante que sea. La terapia de choque intensiva a la que expone a sus espectadores, por oposición, es una práctica apócrifa que puede contribuir a la sensibilización de estos deleznables actos.

Pero el mundo es un espacio vacuo y el tiempo un trazo degenerativo. A finales del año en el que Irréversible salió a cartelera, 2002, el portal AskMen.com anunció que Bellucci fue elegida la mujer más deseada del mundo entre 99 candidatas. El inconcebible resultado sólo puede ser explicado por este filme (su única otra aparición fue en un live-action de Ásterix y Óbelix). Ese mismo año un individuo se masturbó en una cadena de cinemas al lado de una amiga de la madre de Noé. Hoy en día un empoderado sector de la población sigue considerando la misoginia una cuestión de perspectiva. Y la justicia por cuenta propia es punible.

La brillante prosista Toni Morrison escribió a propósito de The Bluest Eye (de las pocas novelas que pueden llegar a causar una conmoción equiparable a la producida por Irréversible) que le molestaban los lectores que se conmovían mas no se compadecían. A la norteamericana no le interesa si su público llora o no, es preferible que se cuestione qué se puede hacer más allá del arte. Noé, al menos en esta oportunidad, apoya esa máxima e Irréversible seguirá siendo vigente hasta que haya un cambio significativo. Mejor aún: hasta que haya un desplazamiento en reversa que revele dónde empezó a fallar todo.

Paul Thomas Anderson: Phantom Thread (2017)

En el que nunca nos maldecirán

— Ho pensato di fabbricarmi da me un bel burattino di legno: ma un burattino maraviglioso, che sappia ballare, tirare di scherma e fare i salti mortali. Con questo burattino voglio girare il mondo, per buscarmi un tozzo di pane e un bicchier di vino: che ve ne pare?

Carlo Collodi (1983), La storia de un burattino. Pescia, Italia: Fondazione Nazionale Carlo Collodi.

El fragmento anterior hace parte de una de las fábulas más conocidas universalmente. En ella el maestro Ciliegia, un carpintero, encuentra un leño parlante que decide cederle a su temperamental amigo Polendina, también conocido como Geppetto. Con este tronco esculpe una marioneta a la cual le concederá el nombre de Pinocchio. Este homúnculo, para diversión de sus lectores, se enfrentará a diversas situaciones en las que debe demostrar si es un niño de verdad o simplemente una cabeza maciza de madera. Al final, como bien se sabe, una toma de postura de arrepentimiento le permite reivindicar sus travesuras y, por obra y gracia del Hada del cabello azur, su humanidad se materializa.

Al parecer la obra de Collodi es la historia secular más leída de la historia. Si esa afirmación es acertada o no, la nariz que no cesa de crecer, los consejos del Grillo Parlante y los desencuentros con el Zorro, el Gato y el terrible Tiburón son ejemplos universales para la formación moral de los niños. Además, la cultura popular se ha interesado en esta Bildungsroman por más de cien años e innumerables artistas la han recreado, unos de maneras más memorables que otras.

Ahora bien, el cine de esta década posiblemente será recordado como el del boom de las live-action. Recientemente el mercado se ha adaptado (por no decir “impuesto”) a las demandas de consumo millennials y las productoras ahora exprimen algunas gloriosas gallinas de huevos de oro tanto de su pertenencia como de la cultura popular. Si se dejan de lado los filmes de superhéroes, la taquilla global ha sido absorbida mayoritariamente por readaptaciones de ya exitosas películas infantiles bajo ópticas góticas/feministas/colonialistas. Aunque el pasado cuenta con sustanciales ejemplos de este tipo de reescrituras, este fenómeno nunca antes había infectado los teatros de manera tan amplia.

Éxitos recientes como Alice in Wonderland (2010), Maleficent (2014), Cinderella (2015), The Jungle Book (2016) y Beauty and the Beast (2017) y producciones venideras tales como Dumbo y The Lion King (2019), entre otras, confirman esta tendencia. El poder de influencia de Disney es, sin duda alguna, arrasador. Warner Bros., por supuesto, ha intentado absorber una parte de este exitoso patrón: filmes tales como Red Riding Hood (2011) y The Legend of Tarzan (2016) dan cuenta de su apropiación de ese modelo de negocios. Es por eso que durante años llevan fantaseando, al igual que la roedora corporación, en llevar a la pantalla grande una vez más la atemporalidad de las enseñanzas de Pinocho y compañía.

A principios de 2012 el estudio de Animaniacs anunció que adelantaba negociaciones con Tim Burton, Robert Downey Jr. y Bryan Fuller para perpetrar una extravagante reinterpretación de la fábula decimonónica. Aunque a los pocos meses esta cofradía se desbandó (Fuller prefirió responsabilizarse del piloto de Hannibal y Burton migró en dirección de Big Eyes y eventualmente hacia Miss Peregrine’s Home for Peculiar Children), el estudio se rehusó a desechar esta prometedora iniciativa. Además, al estar al tanto de la posible competitividad con otras versiones de Pinocchio[1], Warner no deseaba quedarse atrás y contrató a un guionista tras otro (Jane Goldman y Michael Mitnick, respectivamente) para mantener en vilo el proyecto; ninguno de sus esbozos, empero, prosperaron. Por esas razones, y al ver cómo su archirrival firmaba a reconocidos personajes de las altas esferas de Hollywood para sus producciones paralelas, Warner anunció en julio de 2015 el fichaje de un virtuoso titiritero para dominar esa colosal marioneta: Paul Thomas Anderson.

Los primeros reporteros no salían del asombro, pues pocos meses atrás Anderson había finalizado la gira promocional de Inherent Vice (y la secreta filmación de Junun) y ya estaba de nuevo en los tabloides cinéfilos. Además, no era el tipo de proyecto con el que se le pudiera asociar: nunca antes había realizado un filme remotamente dirigido al público infantil, ni siquiera al día de hoy. Para los escépticos, se sabe que él y Downey Jr. -el único sobreviviente de la triada original- son amigos cercanos[2] que durante años han intentado trabajar juntos y la obra de Collodi parecía ser una excusa apropiada. Un poco más adelante se precisó que para esa ocasión sólo había sido abordado para trabajar de guionista, no de director (Warner todavía mantenía la esperanza de que Burton retomara el proyecto).

No se sabe con certeza durante cuánto tiempo estuvo adscrito a Pinocchio, ni siquiera si fue una broma o no[3]. Lo que es un hecho es que estas declaraciones encubrieron sus otros proyectos: la producción de varios videos para los más recientes álbumes de Joanna Newsom y Radiohead (entre los cuales se encuentra el impecable “Daydreaming”) y el estreno de Junun. En ese sentido, el director siguió activo mientras que sus fanáticos seguían a la expectativa de ver la evolución de su Pinocchio. La noticias llegaron casi un año después, en junio de 2016. Sin embargo, no era el anuncio que se esperaba.

El magazín Variety dio a conocer la siguiente primicia: Anderson y Daniel Day-Lewis, la dupla artística inmortalizada por su trabajo en There Will Be Blood, planeaban un filme original. Esto llamó la atención por parte y parte: Day-Lewis reapareció (había mantenido un perfil bajo desde su Óscar por Lincoln en 2013) y Anderson despejaba las incógnitas relacionadas con su participación en la adaptación de la novela de Collodi, pues escribiría y dirigiría este nuevo proyecto. Adicionalmente la sinopsis preliminar del filme en cuestión era intrigante: una historia alrededor del mundo de la moda en la Nueva York de los años cincuenta. Más adelante se sabría díscolamente que esta idea surgió de un inocente comentario del compositor Jonny Greenwood, quien en un evento promocional de Inherent Vice le dijo a Anderson en tono burlesco que se parecía a Beau Brummell, el diseñador más icónico de la corte inglesa durante la primera mitad del siglo XIX.

Así no fuera mucha información, las expectativas se acrecentaron notablemente, pues la nueva colaboración de estos dos titanes auguraba el posible advenimiento de una nueva obra maestra. Unos meses más adelante -después de hacer otros videos para Radiohead y contribuir con un cameo en la serie Documentary Now! (el mockumentary de Fred Armisen, amigo de la familia vía Maya Rudolph)- Anderson estaba listo para comenzar su incursión en la haute couture, tanto en la investigación de la vida de figuras emblemáticas (Cristóbal Balenciaga y Charles James, principalmente) como en la escritura del guion. Además, de acuerdo con los conocidos parámetros de actuación metódica de Day-Lewis, éste se ejercitó en el arte de la confección, incluso al punto de crear una réplica exacta de una prenda de Balenciaga.

Las filmaciones comenzaron formalmente en enero de 2017 en Inglaterra, después de que Annapurna Pictures, Ghoulardi Films y Focus Features acordaran encargarse de la financiación y distribución del mismo. Para entonces se habían filtrado las primeras imágenes, una de ellas revelando el título del filme: Phantom Thread. También se confirmó que Lesley Manville (la musa de Mike Leigh) y Vicky Krieps (una prolífica pero poco conocida actriz) participarían en él. Esto corroboraría el notable cambio de dirección del proyecto, pues Anderson se enfocaría en una ambientación netamente europea, todo lo contrario a la California (y Nevada) que sitúa en sus filmes previos. Su música, además, sería orquestada de nuevo por el británico Greenwood, esta vez con unas composiciones de corte más clásico que sólo una figura de su talante podría concebir. Al igual que en los tres filmes previos de Anderson, el arreglista de Radiohead contaba con vía libre para producir armonías que recrearan las temáticas de la historia sin perder su marca personal sonora. El resultado, sin duda alguna, es descrestante.

Fuera de Anderson, hubo otro artista no-europeo de peso que se adhirió al proyecto: Mark Bridges. Para quienes no lo conocen, es un galardonado diseñador de vestuarios que ha creado icónicos disfraces para Barton Fink, Natural Born Killers, The Artist (por el cual le concedieron un Óscar) y The Fighter. Además, ha sido de los pocos individuos que han trabajado en todos los filmes de Anderson, incluso en Hard Eight. Si hay alguien a quién agradecerle por la visualización del libertinaje en patines de Dirk Diggler, Rollergirl y Amber Waves, de la rudeza prospectora de Daniel Plainview y de la candidez pasivoagresiva de Lancaster Dodd, Bridges merece todos estos elogios. Phantom Thread implicaría un reto mucho mayor para él, pues su trama se desprendería directamente de sus diseños.

Con el paso de los días el equipo técnico se percató de que Anderson también se había encargado (discretamente) de la dirección de fotografía del filme, descartando la participación de Robert Elswit, su colega recurrente que para entonces no estaba disponible. Con esa novedad, las grabaciones -más allá de la filtración de imágenes y la interrupción de londinenses curiosos en las locaciones- no tuvieron contratiempos y finalizaron en abril. Incluso Anderson tuvo tiempo para filmar paralelamente varios videos de la banda HAIM (incluyendo el mini-documental Valentine) mientras coordinaba la posproducción de Phantom Thread. De esa forma se acordó que ésta estuviera lista para ser lanzada en Navidad de ese mismo año.

El siguiente reporte agitó el creciente interés por el filme: en junio Day-Lewis anunció públicamente que después de Phantom Thread se retiraría de la actuación. Unas fuentes cercanas aseguraron que el filme lo impulsó a seguir descubriendo las maravillas de la alta costura y deseaba dedicarse a eso por el resto de sus días; otras, incluso Day-Lewis mismo, temían que la personificación lo había deprimido tanto que prefería no aparecer en pantalla de nuevo. Sea cual sea el devenir del actor, este anuncio advertía la vertiginosidad próxima a estrenarse. Nadie sospechaba que el rol de Vicky Krieps sería el responsable de ese padecimiento. Nadie sospechaba (ni sospecha, creo) el impacto que la historia de Pinocho tuvo en la sensibilidad de Anderson y, por consiguiente, de Day-Lewis y compañía.

Phantom Thread, situada en Londres a finales de la década de los cincuenta, es narrada desde el punto de vista de Alma Elson (Krieps), la única amante del modista Reynolds Woodcock (Day-Lewis) que ha logrado contrarrestar su temperamento y método de trabajo. Ella, una torpe y tímida camarera, conoció por accidente al inigualable diseñador en el restaurante en el cual atendía. El costurero a su vez fue impactado a primera vista por el físico de Alma; eventualmente corrobora sus sospechas y comprueba que ella cuenta con las medidas áureas para portar las más excelsos vestimentas. Su admiración mutua lleva a Reynolds a ofrecerle una posición irrechazable en su casa de modas: la exclusiva House of Woodcock.

Por el lado de Reynolds se sabe que sus creaciones son apetecidas por todas las esferas sociales europeas. Su elegante técnica es alabada por princesas y plebeyas, quienes añoran ser las mujeres del diseñador para que éste las cubra perpetuamente. El reconocimiento es válido: Reynolds es conocido por la descarga emocional que emite en cada una de sus creaciones, incluso al punto de ocultar piezas y mensajes personales entre sus finas costuras. Pocos saben, sin embargo, que estas obras son a costa de una apatía generalizada hacia la sociedad y, sobre todo, hacia las mujeres que lo desean o, como él lo ve, que desean arrebatarle su don. Esta descompensación la suple con un voraz apetito por una serie de alimentos específicos que contribuyen al dominio de su inasible perfeccionismo.

La única mujer que hasta entonces había tolerado sus procedimientos era Cyril (Manville), su hermana y único lazo familiar presente. A pesar de su distanciamiento verbal, ambos se acompañan y ella garantiza que el orden de su casa propicie la inspiración de Reynolds. Además, ella comprende la explosividad de su hermano porque conoce su raíz: su madre les enseñó las artes de la confección y administración y su muerte ha sido un golpe prácticamente irreparable para el modista. Por más leyendas que se difundan alrededor del estilo Reynolds, Cyril sabe que todas son desangradas por una irremplazable maternidad que pareciera que ninguna mujer (o alimento) puede suplir.

Por eso el encuentro entre Reynolds y Alma es sobrecogedor: sus primeras miradas reflejan esa curiosidad que despierta el uno por el otro. El amor de Alma por su señor -por su creador- se manifiesta en muestras de cariño, lealtad y gratitud por haberla elegido a ella, una humilde servidora, para vigorizar sus creaciones; el de Reynolds hacia su musa se exhibe en una prolífica racha de magistrales prendas para que ella las desfile. Esta prolífica relación, empero, no podía conservar una armonía pacífica por mucho tiempo: con el paso de los días su convivencia recae en una guerra de poderes entre las normas de la House of Woodcock y las amenazas que pretenden reorganizarla. En otras palabras, sus lazos de afecto comprometen la meticulosidad creativa de Reynolds y las convicciones de Alma.

Al ver este filme varias veces me he percatado que Phantom Thread es, en esencia, ese descartado guion de Pinocchio, uno que discretamente es embellecido por la enfermiza conexión entre Reynolds y Alma. El modista es Geppetto: un virtuoso pero obtuso artista que da vida para dominar a sus creaciones. Tal como si fuera Fausto o Pigmalión (otras referencias implícitas en Pinocchio), éste se enamora de sus obras hasta el punto de evitar que se transformen, hasta negarse a aceptar que puedan ser alguien más o de alguien más. A su vez, su aprendiz es Pinocho: esa burattina pérfida que elimina su ingenuidad al romper con los invisibles hilos que la someten. Ella se rehúsa a ser traída a la vida –así sea en el campo del diseño- sin explorar su potencial; ella, en cierta medida, también desea ser Geppetto. Anderson tiñe su obra de una elegante morbosidad, pues amo y esclava luchan por el dominio del otro mientras desfilan vestidos tras vestidos. He ahí el sentido de formación de Collodi: en la rebeldía y en las pulsiones se encuentran las particularidades de la educación humana.

Phantom Thread es la primera obra de Anderson que cuenta con una heroína central, lo cual la hace particularmente revoltosa dentro de su filmografía. Es cierto que la trayectoria de Day-Lewis engancha a los cinéfilos, pero la transformación de Vicky Krieps es la verdadera recompensa. Pinocho es un símbolo de la malsana dialéctica entre creador y musa, entre mito y habla. No sé exactamente qué pudo golpear a Day-Lewis para hacerlo aborrecer la actuación pero su síntoma general es plausible: Reynolds es una parodia del ego en el arte, una embestida a la torre de marfil. Si algunos espectadores encuentran semejanzas entre el diseñador ficticio y las vidas de otros modistas poco importa para apreciar el filme, lo que interesa es la apología a su desmitificación. Ocurre lo mismo con Lancaster Dodd en The Master: no hay que saber quién es L. Ron Hubbard para temer su carisma de predicador.

Alma, esa presencia perceptible pero incapturable[4], revela la fragilidad de los ídolos sin importar su tamaño. Ella no es Freddie Quell, pues sus motivaciones son más imponentes y, en cierta medida, indomables. Su teatralidad es tan natural que no cesa de irritar a Reynolds, quien creía que Alma se conformaría sólo con ser una extensión de su espíritu. Esta tergiversación es una sátira de la idiosincrasia, una que asombra por su silenciosa elegancia. Alma, en cierta medida, se revindica a sí misma con el sólo hecho de poner a Reynolds a dudar de sí mismo. El filme presentará más de una situación en la que esto potencia la admiración del uno por el otro y, por consiguiente, su amor fati. Cualquier semejanza con la realidad de una pareja moderna es pura coincidencia.

El filme es una de las más gratas sorpresas de la filmografía de Anderson, pues su contenido agarra desprevenidamente a sus espectadores. Antes de su estreno Phantom Thread parecía una obra cercana a There Will Be Blood; hay que darle crédito a su campaña de promoción (un tráiler laberíntico y un guiño a un afiche de Uwe Boll). Ahora, sin ánimo de coercer las sorpresas, se sabe que afortunadamente es más cercana a Punch-Drunk Love y que se sirve de un refinado sentido del humor. La ejecución de Anderson es impecable y, de nuevo, la triada Day-Lewis/Krieps/Manville asume la responsabilidad poética del filme de manera magistral. Es, sin titubeos, uno de esos filmes prácticamente inconcebible sin su reparto y sin el visionario que los ilumina.

Dudo que Phantom Thread permanezca en la conciencia colectiva como la obra más memorable del 2017. Espero que al menos se le conceda el crédito de ser recordada como una de las más arriesgadas. Aunque The Shape of Water, Get Out y Three Billboards Outside Ebbing, Missouri gocen de mayor popularidad inmediata, espero que el nuevo filme de Anderson sea reconocido por lo que es: una fábula para los tiempos modernos, una en la que Day-Lewis puede estar de frente y a los pies de la historia. Su recaudo en taquilla ha sido justo (en el sentido en el que no generó ni ganancias ni pérdidas), ha ganado algunos premios (dentro de los que se destaca el indiscutible Óscar a mejor diseño de vestuario) y el reconocimiento crítico ha sido amplio. No obstante, me extraña que no lo sea aún más; de hecho, es lamentable que la finura de Day-Lewis haya coincidido con las prótesis de Gary Oldman en Darkest Hour, pues este último se llevó la mayoría de los galardones. Es aún más deprimente que la genialidad del guion no haya recibido la atención merecida.

 Sin saber qué le deparará el futuro a la recepción de Phantom Thread, en este momento me gusta apreciarla por lo que es: una historia excepcional, una merecida despedida para Day-Lewis (si es que su anuncio llega a ser verdad), una apertura de puertas de Krieps para filmes de mayor divulgación en América y la confirmación de que Paul Thomas Anderson es el más grande cineasta de los últimos veinticinco años. Geppetto y Pinocho (¿y el Grillo Parlante?) han hecho una vez más una historia moralizante para todas las edades; una que, al igual que sus protagonistas, no parará de tejerse.

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[1] Paralelamente Disney y Guillermo Del Toro manifestaron su (re)interés en la novela de Collodi. A la fecha ninguna de estas propuestas ha oficializado su producción.

[2] Cfr. la propuesta original para Inherent Vice y la cercanía con su padre, Robert Downey Sr., en Boogie Nights.

[3] Recientemente en un Q&A señaló que la idea no estaba descartada del todo. El tiempo lo dirá…

[4] A un espectador angloparlante puede sorprender encontrar que Alma significa soul.

Wes Craven: The Serpent & The Rainbow (1988)

El 9 de noviembre de 1984 fue estrenada, en formato limitado, la ya seminal y enormemente exitosa primera entrega de A Nightmare On Elm Street. A pesar de abrir en tan solo 165 pantallas a través de los Estados Unidos, el filme acabó por recaudar más de 10 veces su presupuesto original, además de poner en movimiento una de las franquicias más célebres y lucrativas de la historia del cine de terror norteamericano. Pero mientras las futuras iteraciones del antagonista principal Freddy Krueger irían de lo ridículo a lo meta a lo racista, la película original siempre será recordada por ser una lograda y agobiante alegoría sobre los temores de la adolescencia, la transferencia de culpas de generación a generación, y el poder sugestivo de los sueños, así como por licuar a un joven Johnny Depp en una cama/geiser de sangre. Aquella elaborada muerte y su ubicación lógica dentro de una narrativa mayor es un sólido ejemplar del trabajo de Wes Craven, quien en sus mejores momentos era inmensamente creativo tanto en su utilización de la violencia como en su manipulación de las expectativas de los espectadores. No obstante, Nightmare no es una creación especialmente íntima ni personal para el director de Cleveland, OH, y a pesar de ser en últimas el filme que definió su legado, su herencia y su obituario[1], no es realmente representativo de su particular sensibilidad.

Aquella conexión eterna a un solo objeto creativo es un síntoma simultáneamente trágico y celebratorio. ¿No es mejor ser recordado por algo que ser olvidado en la ignominia? ¿No podría ser esa obra solo el primer paso, la dosis inicial, que eventualmente abre las puertas a una filmografía y una vida completa? Aquellas preguntas se mantienen sin respuesta por el momento. El lugar de Craven en el cine de horror aún no se esclarece del todo, y mientras todo apunta a que era uno de los auteurs de horror más celebrados de su generación y continente[2], existe en su filmografía un ritmo impredecible y anormal que le distancia de aquellos otros con una visión del cine más consistente. En muchas formas Craven era un realizador más versátil que sus colegas, pero esta maleabilidad también perjudicaba su especificidad como creador. La desagradable expresión (además en puto francés) auteur siempre indica una pretensión ineludible y egoísta, atada a querer ser único en la exploración artística. Esta característica es fácilmente visible en sus contrapartes: Estos directores nunca pudieron superar sus obsesiones, aun cuando sí pudieron superar una y otra vez sus obras iniciales, medias y tardías, entregando creaciones verdaderamente auténticas y reveladoras. Craven nunca pudo superar el éxito monetario ni el equilibrio[3] entre lo artístico y lo comercial de su filme más famoso, y tampoco pudo nunca superar con plenitud el poderío glorioso y crudo de sus filmes más tempranos. Nightmare[4] fue el fin de una carrera prometedora como uno más de estos individuos, y el comienzo de otra completamente nueva, más afín con la trayectoria de un journeyman camaleónico y profesional que dejaba atrás el espíritu punkero y dañino que hacían sus trabajos iniciales tan genuinamente peligrosos y perturbadores.

Sin embargo, los beneficios de una carrera prolífica le permitieron a Craven explorar distintas y variantes fascinaciones a través de toda su obra. Inicialmente su conciencia social izquierdista y su interés en las posibilidades antropológicas del género fueron revisadas en sus dos filmes más logrados, The Last House On The Left (1972) y The Hills Have Eyes (1977), ambas películas extremadamente críticas de las políticas bélicas e invasivas del gobierno estadounidense, pero además vistas a través del ojo explícito en 16mm de la prensa independiente que cubrió la carnicería y la barbarie de la guerra del Vietnam, al comienzo trayendo a la luz los horrores del conflicto armado pero más adelante desensibilizando a sus espectadores al punto de la indolencia. Su éxito con ambos filmes le llevaron hacia proyectos más comerciales donde podría explorar su predilección por los efectos prácticos[5], entre estos algunos filmes de TV, la chiflada y mediocre Deadly Blessing (1981, probable víctima de una siguiente Semana del Horror), una adaptación de Swamp Thing (1982) y finalmente A Nightmare On Elm Street. Una tercera etapa de su carrera se inclinó hacia la deconstrucción de las estructuras del horror, en ocasiones cortejando lo cómico (The People Under The Stairs de 1991, Vampire In Brooklyn de 1995 y la saga de Scream, respectivamente de 1996, 1997, 2000 y 2011[6]), y en ocasiones bordeando lo abstracto (Wes Craven’s New Nightmare de 1994 y Music Of The Heart de 1999, en muchas formas la creación más terrorífica e inconcebible de Craven).

Perteneciente a la primera línea narrativa arriba descrita, pero con una factura extremadamente pulida correspondiente a su experiencia en Hollywood y a un presupuesto relativamente acomodado (además del tema científico de esta Semana, ahora mes y medio, del Horror), The Serpent & The Rainbow es un ejemplar único que ilustra tanto en sus mejores como en sus peores secuencias el talento característico de Wes Craven. Hecha entre dos de sus trabajos más detestados (ambos cash-grabs particulares pero reductivos, respectivamente el atroz Deadly Friend de 1986 y Shocker de 1989), y adaptada liberalmente del libro del mismo nombre del etnobotanista Wade Davis[7], el filme sigue al antropólogo Dennis Alan (Bill Pullman) en sus aventuras alucinógenas en distintos países del tercer mundo.

Luego de un extraño preludio cerca del río Amazonas en 1985, en el cual Alan se yajéa, lucha amistosamente contra un enorme jaguar (su animal espiritual) y conoce a su eventual enemigo el capitán Dargent Petraud (Zakes Morae), la narrativa pronto coge un rumbo relativamente definido en Haití. Es allí donde el antropólogo, luego de ser patrocinado por el laboratorio farmacéutico Boston Biocorp para que busque y traiga de vuelta un polvo mágico que supuestamente levanta a los muertos de sus tumbas, conoce a la hermosa doctora nativa Marielle (Cathy Tyson, con doble función de guía turística e interés romántico) y emprende la laboriosa tarea de averiguar exactamente qué es lo que está ocurriendo en un país fracturado por la guerra, las supersticiones y la violencia gubernamental. Sus investigaciones eventualmente les llevan a Cristophe[8] (Conrad Roberts), un hombre local creído muerto hace 7 años, quien deambula los cementerios en un estado perpetuo de sumisión y miseria y quien es también el primer paso para esclarecer el proceso científico mediante el cual un hombre puede transformarse en un muerto viviente, pero también le acerca al peligro de caer en manos de Petraud, líder de los Tonton Macoute, la fuerza paramilitar principal bajo el mando del dictador “Papa Doc” Duvalier.

Craven utiliza esta trama básica para revisar los mitos fílmicos que existen detrás de los zombies y la brujería, temas que no parecen ser de su especial interés, pero cuya deconstrucción más realista y antropológica le resulta fascinante, especialmente dentro del marco de un país tan problemático, como lo es Haití, y a través de los ojos de un egoísta colonizador, como lo es Alan. Ahora, mientras la historia principal es frecuentemente confusa y poco desarrollada, las consecuencias de esta, y las exploraciones de Craven son verdaderamente cautivantes, y el resultado final es mucho más potente y logrado de lo que debería ser. Esto se debe a una multiplicidad de factores, principalmente la hábil dirección de Craven. Allí donde el guión flaquea, escrito por Richard Maxwell y Adam Rodman, el director se impone, creando una serie de imágenes memorables que exaltan la belleza natural del país y al mismo tiempo crean un tensionante ambiente de pesadilla y persecución que generan en el espectador una intensa claustrofobia.

Esta claustrofobia es aumentada al reconocer que la historia contada está dentro de un contexto de violencia política real y palpable. Petraud es un estupendo antagonista, verdaderamente malévolo, y su sadismo y regodeo en el mismo corresponde a los cientos de ejecutores en dictaduras a través del mundo[9]. Craven escoge narrar un filme de horror sobre lo sobrenatural, pero ubica el horror de lleno en lo humano y en lo real. Los protagonistas nunca temen su roce con lo inexplicable, de hecho, lo buscan constantemente, pero tienen miedo de las consecuencias de sus acciones para sus seres queridos y para sí mismos. Habitar un país tan desequilibrado e injusto socialmente como Haití (aunque en realidad esto cubre toda América Latina y la mayor parte del mundo) siempre trae la posibilidad de ser una víctima de un conflicto político mayor a uno, y esto se resuelve en torturas, desapariciones y muertes para las víctimas e impunidad para los victimarios.

No obstante, mientras esta sensación es bien lograda por Craven, una más problemática se asienta, partiendo del hecho de que es un norteamericano quien narra la historia a través de un alter ego, y su juicio crítico de otro país es injusto tanto por las acciones del país que representa en el orden mundial como por que su retrato a veces se cae en una simplificación superficial y pornográfica de los nativos y sus extrañas prácticas mágicas. No pertenecer a este mundo específico pone a Craven en clara desventaja, y a pesar de filtrar su experiencia a través del prisma que más conoce, el del género del horror, ocasionales deslices incómodos subrayan esta extraña tendencia[10]. El tercio final del filme es el que más sufre de este padecimiento altruista, cuando Alan finalmente enfrenta y vence al maquiavélico Petraud. Este acontecimiento tiene sentido, considerando que el antropólogo es el protagonista y debe conquistar el obstáculo principal para finalizar su transformación, pero también establece inconscientemente la idea de un salvador blanco como la solución lógica a los problemas de un país predominantemente negro. Eso, sumado al horrible tormento final al que es sometido el antagonista, que, aunque merecido, es al menos cuestionable en su mensaje vengativo y sanguinario de lo que la justicia debería implicar, dejan al espectador con un amargo sabor de boca terminada la película.

No obstante, esas quejas son menores y llorosas frente a la totalidad de la película, sumamente entretenida y con lujo de efectos prácticos asquerosos y maravillosos. El mayor responsable del éxito del filme, no obstante, es Bill Pullman, en la que es quizás la mejor actuación de una carrera bastante sólida, incluso subvalorada. Sus extraños manerismos y expresiones y su masculino estoicismo han sido utilizados más adelante con gratos e icónicos resultados, pero su compenetración y entrega a un único personaje nunca ha sido tan clara y tan concisa. Pullman entiende a Alan a la perfección, en su imprudente arrogancia y en su estúpida osadía, en su obsesión genuina por la botánica y las mujeres, en su gusto por lo psicodélico, en su astucia rápida y de liebre que corre escapando de las peores circunstancias, en sus aterradores temores nocturnos y pruebas físicas. En papel éste no parece un personaje particularmente agradable ni empático, pero en la encarnación es magnético. El horror no requiere normalmente de grandes actuaciones, y es extraño ver una verdaderamente memorable que no consista en devorar el escenario. El más grande acierto de Craven para esta creación, una de las más representativas de su verdadero estilo y de sus verdaderas preocupaciones, es la elección de su protagonista, enigmático, impredecible e insondable como él mismo.

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[1] Craven murió el año pasado en su hogar en Los Ángeles a causa de un tumor cerebral.

[2] Junto a David Cronenberg, John Carpenter, Sam Raimi, Frank Hennenlotter, Joe Dante, Stuart Gordon, entre muchos, muchos otros.

[3] Cómo otros grandes realizadores, Craven aparentemente incursionó en el audiovisual a través de la pornografía, una experiencia extremadamente formativa para sus filmes de ficción y que además presagiaba su futura dualidad monetaria/artística.

[4] Es extraño observar que el origen del filme apuntaba a algo mucho más alineado con los filmes previos del realizador y con sus fascinaciones sociales, puntualmente con el concepto de PTSD asociado a los sueños, en el cual veteranos de las guerras del Vietnam, Laos y Cambodia se rehusaban a dormir por temor a sus aterradoras y traumáticas pesadillas, y en algunos casos murieron por el llamado Asian Death Syndrome.

[5] Sólo sus últimas películas, entre estas las execrables Cursed (2005), My Soul To Take (2010) y Scream 4 (2011), y el sólido si menor thriller Red Eye (2005) tuvieron efectos digitales predominantes, con decepcionantes resultados.

[6] Vale la pena agregar que las últimas dos entregas de esta saga eran menos deconstrucciones críticas y más estereotipos mediocres de deconstrucciones críticas.

[7] Davis tiene alguna relevancia local por haber sido el autor del libro El Río (1996), que analiza de forma disciplinada y científica los efectos botánicos de la hoja de coca a través de un recorrido por el río Amazonas. También hizo esto el año pasado.

[8] Este evento es una dramatización de la experiencia de Davis con Clairvius Narcisse, la primera instancia documentada de zombificación.

[9] Algunas de estas dictaduras han sido justamente capturadas en la pantalla de plata, sea en el caso documental en Shoah (Claude Lanzmann, 1985) y S21: The Khmer Rouge Killing Machine (Rithy Panh, 2003), y en el caso ficcional con el cine de Costa-Gavras, The Year Of Living Dangerously (Peter Weir, 1982) y The Kiss Of The Spider Woman (Héctor Babenco, 1985).

[10] Otros realizadores que también hacen parte de esta tradición bienintencionada pero fallida incluyen a Steven Spielberg (Empire Of The Sun, Amistad), James Cameron (Avatar), Danny Boyle (Slumdog Millionaire), Marcel Camus (Orfeu Negro), y todos los antropólogos documentalistas que han vivido (aunque esas ratas de alcantarilla nunca tienen buenas intenciones).

Georges Franju: Les Yeux Sans Visage (1959)

Desde los inicios de la historia del cine el horror, la fantasía y la ciencia han tenido una conexión, aunque sea al menos circunstancial. Producto de una mentalidad científica y emprendedora de finales del siglo XIX, el cinematógrafo ofreció una ventana de difusión tecnológica que se fue desarrollando a la par de las historias de ficción, cada vez más elaboradas y apropiadas de su medio. Más allá de pensar en las adaptaciones de Julio Verne hechas por “el otro Georges”, saltamos a Das Cabinet des Dr. Caligari (Robert Wiene, 1920) y sus observaciones sobre la psiquiatría y las pesadillas totalitarias[1], la celebración de la egiptología moderna en The Mummy (Karl Freund, 1932) o la seminal Frankenstein (1931) de James Whale, una película tan influyente que incluso 60 años después se sigue jugando con la misma premisa del homicida reanimado a partir de electrochoques.

Si nos detenemos a observar, estas tres películas están vinculadas con la guerra de alguna manera: los guionistas Hans Janowitz y Carl Mayer (quien luego sería el guionista de cabecera de F. W. Murnau, otro titán del horror) escriben Das Cabinet tras sus horribles experiencias con el ejército durante la Primera Guerra Mundial; en esa misma guerra James Whale es hecho prisionero por los alemanes, y es tras las líneas enemigas donde descubre su pasión por el drama y la puesta en escena. Karl Freund, cinematógrafo de Metropolis (1927), no vive la guerra de primera mano, aunque su ascendencia judía lo motiva a huir de Alemania para evitar un horrible destino, inminente a la vuelta de unos pocos años.

La Segunda Guerra Mundial trae consigo más imágenes escalofriantes para todos los frentes involucrados: los pogroms y linchamientos de diferentes grupos étnicos; la “medicina” sádica y sin propósito del Ángel de la Muerte, Josef Mengele; las pilas de cadáveres congelados en el frente oriental y, por supuesto, los campos de concentración en todas sus variedades, desde los gulags rusos hasta los muros de Auschwitz II-Birkenau, pasando por las prisiones de la guerra Sino-Japonesa. El fin del conflicto en agosto de 1945 no disipa los fantasmas de estos crímenes, y en Europa se pretende no traerlos de vuelta a través del entretenimiento, por lo que aparece una censura implícita en el cine de horror, de entrada un medio narrativo vilipendiado y considerado de poca monta entre los círculos artísticos de la época.

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La censura francesa a los excesos de sangre, la aversión británica al maltrato animal y la inquietud que generaban los científicos locos en Alemania (ver: Mengele) generaron un caldo de cultivo para la existencia de Les Yeux Sans Visage (Los ojos sin rostro), una afrenta directa a estas normas tácitas, en la que un médico loco tortura animales mientras corta rostros de mujeres frente a la cámara.

Partiendo de esa premisa tal vez sea prudente pensar en Les Yeux como una curiosidad de autocinema, proyectada en doble función con alguna película de escaso presupuesto dirigida por William Castle (¿Quizá House on Haunted Hill con Vincent Price?), y pueden sentirse en lo correcto si llegaron a pensarlo, estimados lectores. En efecto, la película viajó a Estados Unidos con un nuevo nombre en su pasaporte,  The Horror Chamber of Dr. Faustus[2], y fue proyectada de la mano de The Manster (1962), aunque Les Yeux se hizo destacar por lo especial de su factura y la elegancia y sutileza de su texto. Aunque sea posible leerla como una denuncia de los horribles límites de la ciencia al ser empleada con fines nefastos, es un relato sobre identidad, culpa y castigo en el que la crueldad comparte la luz del escenario junto a la inmensa y cuidada cantidad de objetos quirúrgicos con los que el Dr. Génessier (Pierre Brasseur) intenta restaurar el rostro de su hija, la joven y trastornada Christiane (Edith Scab), quien ha sufrido un horrible accidente automovilístico y ahora requiere un suministro constante de mujeres igual de jóvenes y bellas.

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La dirección meticulosa y cuidada se nota desde la primera escena, en la que somos invitados a una vista subjetiva desde un carro que recorre la oscuridad de la campiña francesa mientras suena una versión malvada del tema musical de Les 400 Coups[3], compuesta por el excéntrico polímata Maurice Jarre. Pierre Brasseur lleva sobre su espalda buena parte del éxito de esta película, en la que su interpretación del Dr. Génessier es tan macabra y espeluznante como cercana a la realidad: un hombre pragmático y de familia (que podría ser cualquiera de nosotros) hace lo indecible para ayudar a su hija, y así mismo logra aprovechar sus influencias como médico respetado para eludir a las autoridades y a los investigadores que están tras la pista de las mujeres desaparecidas. Volviendo a las comparaciones inapropiadas, es tal vez un sano regreso a Metropolis, donde el Dr. Rotwang construye el robot de Maria en un intento de emular a Hel, su amada y difunta esposa.

No obstante, es en el inusual papel de Christiane donde el horror se complementa con la compasión, un personaje que subvierte a futuro al “monstruo desfigurado”, dotándolo no solo de personalidad sino también de un inmenso dolor por su condición. La película toma la leyenda de la condesa Bathory y la dobla en la punta como un alambre dulce, permitiéndole a Christiane reconocerse en las otras mujeres que, como ella, desaparecieron de las vidas de los otros tras un accidente, y llegan a hacer parte de su rostro necrotizado. Las numerosas iteraciones de máscaras, vendajes y espejos refuerzan este efecto, y transforman una horrible experiencia médica en un evento etéreo y sublime, como el vuelo de unas palomas blancas que, como Christiane, han sido enjauladas en contra de su voluntad. Franju tiene una habilidad excepcional para hacer esta transformación, algo que se evidencia en su primer cortometraje, Blood of the Beasts (1949), en la que escenas de un matadero de caballos y reses son yuxtapuestas con vistas de la Ciudad de las Luces, una Paris quieta de madrugada. Así mismo, la belleza que surge de los actos horribles del Dr. Génessier es retratada con las herramientas de la objetividad documental, pero con la disposición de narrar un relato fantástico.

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El reconocimiento a esta película no es tan alto como debería ser, pero da evidencia de lo proclives que son los franceses al horror altamente estilizado, sensual y ultraviolento, y ha sido la semilla para producciones audiovisuales de todo tipo de factura, desde la intrigante y delicada La Piel que Habito (2011) de Pedro Almodóvar, pasando por Face-Off (1997) de John Woo, el remake poco elegante que es Les Predateurs de la Nuit (1987) de Jess Franco, y por supuesto el episodio A Imagen y Semejanza de la serie hispanoamericana Decisiones Extremas. De todas estas producciones, sin importar su mensaje, propósito o calidad, hay un elemento que prevalece y nos lleva a imágenes de profunda belleza e incomodidad: un par de ojos muy abiertos y observantes, detrás de una máscara.

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[1] Para ampliar en este tema se recomienda leer el libro From Caligari to Hitler de Sigfried Kracauer, en el que el teórico de cine indaga sobre la mentalidad y obediencia inherente de los ciudadanos de la Alemania del Weimar, y su necesidad subconsciente de un dictador.

[2] Lo cual nos debería llevar inmediatamente a otro Dr. Faustus, particularmente a Faust (1926) del ya mencionado Friedrich Wilhelm Murnau. Recordada hoy en día por sus hermosos efectos especiales y por su influencia sobre Fantasia (1940) de Walt Disney, en particular la secuencia “Night on Bald Mountain”.

[3] Otra película de 1959 que, como sobra recordarlo, empieza con una vista de Paris desde un vehículo en movimiento, mientras ruedan los créditos iniciales.

Paul Thomas Anderson: The Master (2012)

En el que respondemos la siguiente serie de preguntas sin parpadear

“From the most ancient times to the present, in the crudest primitive tribe or the most magnificently ornamented civilization, Man has found himself in a state of awed helplessness when confronted by the phenomena of strange illnesses or aberrations. His desperation in his efforts to treat the individual has been but slightly altered during his entire history and, until this twentieth century passed midterm, the percentages of his alleviations, in terms of individual mental derangements, compared evenly with the successes of the shamans confronted with the same problems. According to a modern writer, the single advance of psychotherapy was clean quarters for the madman. In terms of brutality in treatment of the insane, the methods of the shaman or Bedlam have been far exceeded by the “civilized” techniques of destroying nerve tissues with the violence of shock and surgery –treatments which were not warranted by the results obtained and which would not have been tolerated in the meanest primitive society, since they reduce the victim to mere zombyism, destroying most of his personality and ambition and leaving him nothing more than a manageable animal. Far from an indictment of the practices of the “neurosurgeon” and the ice pick which he trusts and twists into insane minds, they are brought forth only to demonstrate the depths of desperation Man can reach when confronted with the seemingly unsolvable problem of deranged minds”

Hubbard, L. (2000), “Book One: The Goal of Man” en Dianetics: The Modern Science of Mental Health, Los Ángeles, Bridge, p. 10.

“Come and join us.
Leave your worries for a while, they’ll still be there when you get back.
And your memories are not invited.”

Palabras de Lancaster a Freddie durante su primer encuentro

En 1943 el halcón maltés John Huston detuvo su emergente carrera como cineasta para prestar sus servicios durante cierta gran guerra y se incorporó al Servicio de Comunicaciones del Ejército Estadounidense (U.S. Army Signal Corps) con la instrucción de realizar una serie de filmes propagandísticos que levantaran el ánimo de todas las tropas aliadas. El recién nombrado “capitán de la armada” aprovechó su cargo para acceder a archivos restringidos y alimentar su base de datos audiovisual. Empero, el malestar del conflicto y, en especial, el contacto directo con soldados activos produjeron un efecto inverso en el patriota Huston, quien se vio obligado a desertar sus ideales laborales y en cambio produjo documentales con fines antibélicos que desenmascaran algunos aspectos desconocidos de la guerra. El director trabajó sutilmente (a riesgo de ser juzgado en corte marcial) y por fortuna sus primeros dos documentales –Report of the Aleutians (1943) y The Battle of San Pietro (1945)- vieron la luz del día con la aprobación de sus superiores. Además, sus denuncias coincidieron con el final de la guerra y Huston fue ascendido a Mayor por una cúpula militar contagiada por el naciente espíritu de paz. Sin embargo, el director -aún impactado por el trabajo de archivo adquirido- produjo un tercer y último documental: el incómodo Let There Be Light de 1946/1948. Esta censurada, destruida, pirateada y recuperada (en 1981) obra fue la carta de renuncia de Huston, quien unos meses más adelante se retiraría del ejército, irónicamente, después de recibir la Legión al mérito y a la víspera de la producción de The Treasure of the Sierra Madre, filme que lo consolidaría popularmente como un director norteamericano imprescindible.

En PMF 5019 -código militar otorgado a este documental- Huston registró los diferentes procesos de reparación emocional a los que fueron sometidos algunos soldados después de la Segunda Guerra Mundial al padecer crisis neuropsiquiátricas agudas. El filme inicia con una aseveración sensata: el 20% de los soldados norteamericanos sufre trastornos enraizados a su participación militar. Por lo tanto, estos pacientes deben residir temporalmente en algunos hospitales para someterse a terapias y procesos que contrapesen la violencia de sus memorias activas. Un denominado grupo de expertos guía a estos pacientes durante el doloroso desahogo psiquiátrico y, a lo largo de una hora, los espectadores son partícipes de las historias narradas por estos testigos de bombardeos, masacres y mutilaciones. La fragilidad de los pacientes es atrapante y, si se deja de lado el retoque hollywoodense con el que Huston filmó su obra, su denuncia es asertiva: cuando un individuo ha desbordado sus puntos de quiebre ante distintas fuentes de presión nunca podrá recomponerse; sumado a esto, desde una perspectiva sanitaria, su reincorporación a la sociedad, aunque posible, será dolorosa.

Este corto documental es citado frecuentemente por Paul Thomas Anderson cuando le preguntan cuáles fueron sus puntos de referencia al crear el filme en el que se centrará este artículo. Su influencia en nuestro auteur es evidente, incluso necesaria; este documental no sólo se incluye en el DVD/Blu-ray de The Master sino que plantea una inquietud que trasciende cualquier plano cinematográfico, incluso artístico: ¿cómo un individuo sustituye sus puntos de quiebre cuando éstos se desbordan?

En todos sus filmes anteriores, como se ha corroborado en esta serie de artículos, Anderson concibió polos a tierra que focalizaran a sus protagonistas. Estos polos, inevitablemente, son vicios y de una u otra forma son aceptados o rechazados por los espectadores de estos filmes. Incluso Daniel Plainview, quien pareciera no tener límites, sabe que su polo a tierra es su codicia transpolada en un monopolio comercial. Sin embargo, a partir de la admiración de Anderson por la obra de Huston (y de otras fuentes, las cuales abordaremos en contadas líneas) el libretista expone a un hombre desnudo moderno, un hombre que se debilita al priorizar su pobreza espiritual sobre su fuerza de trabajo. La inquietud la despliega a partir de una ley propia de la física: cuando dos fuerzas entran en contacto y a menos de que posean la misma magnitud la más potente rechazará y desplazará a la más débil. Esta es la historia del breve encuentro entre Freddie y Lancaster, dos seres humanos con máscaras de titanes. The Master, ante todo, explica la miseria extramoral desde un individuo que desconoce cómo acercarse apropiadamente a sí mismo.

Paul Thomas Anderson labró su propio mito a partir de victorias sopesadas por un mismo número de tropiezos comerciales. No obstante, los acontecimientos que rodearon la complicada producción de The Master no tienen puntos de comparación. El sendero a la consagración, definitivamente, no es cualquier sendero de lozas amarillas y ni siquiera la popularización de Daniel Plainview le daría un respiro a nuestra proeza cinematográfica.

Después de la extensa gira promocional y de condecoraciones de There Will Be Blood Anderson dedicó algunos meses a la crianza de su primogénita Pearl y al cuidado de su esposa Maya Rudolf. Además, en noviembre de 2009 su familia recibió a Lucille, su segunda hija. En esa temporada familiar Anderson se mantuvo al margen de su profesión y, aunque se rumoró que escribió y dirigió un episodio de Saturday Night Live, no hay registro concreto alguno que pruebe lo contrario. No obstante, el sabor a triunfo de su exitoso filme de 2007 le dio la confianza suficiente para explorar su archivo mnemotécnico y esbozar ideas que por cuestiones de tiempo y espacio (y dinero) no pudo desarrollar en su momento.

Esta pausa no duró mucho y, para alegría de sus más acérrimos fanáticos, en diciembre 2 de dicho año el magazín Variety anunció que Anderson se encontraba en el proceso de finalización de un nuevo libreto –libreto que llevaba en mente desde hace varios años- en el que relataría los orígenes de un nuevo culto religioso en 1952 a través de la relación entre su fundador (“The Master of Ceremonies”) y Freddie, uno de sus discípulos. Este proyecto, además, contaba con el apoyo absoluto de su nueva casa matriz, Universal Studios[1], y de su partner in crime Philip Seymour Hoffman, a quien le otorgaría por primera vez un papel protagónico. El aspecto más llamativo de este anuncio es que el tabloide explícitamente advierte a sus lectores que no es ningún filme sobre alguna doctrina específica sino sobre cómo la necesidad humana de creer en una entidad superior deviene en la creación de un culto. El prometedor anuncio disparó una vez más la popularidad de Anderson y el público esperaba ansiosamente a que la producción iniciara. A la vez, algunos filisteos fueron informados de este anuncio y algunas conservadoras manos invisibles ejecutaron una indagación pública y privada acerca de las intenciones de Anderson.

Mientras esta inquisición se equipaba con cheques rebotados, Anderson reescribía parsimoniosamente el guion a partir de algunas recomendaciones de Hoffman, quien sugirió que el libreto debía enfocarse más en el discípulo que en el maestro. Finalmente en mayo de 2010 anunció públicamente que la fase de preproducción había finalizado y que iniciaría grabaciones tan pronto el estudio diera luz verde. Además, varios medios afirmaron que Jeremy Renner -el popular escudo humano de The Hurt Locker– encarnaría a Freddie y que la legalmente rubia Reese Witherspoon aceptaría el papel de la esposa del Maestro. La filmación se programó inicialmente para el mes de junio pero Universal la aplazó para agosto. No obstante, dicho mes fue de standby y el equipo de trabajo sospechó que algo no andaba bien. Sus predicciones se confirmaron prontamente y en septiembre, para tristeza de muchos, Renner declaró que el filme se pospuso indefinidamente debido al bloqueo de “muros que no podían ser superados”. La luz amarilla fue degradada a roja y Universal le pidió a Anderson la dimisión de su proyecto.

La aparatosa interrupción del proyecto generó varias sospechas y múltiples artículos trazaron el detrimento comercial del proyecto a partir de algunos cabos sueltos. Algunos osados reporteros, entusiasmados por el proyecto inconcluso, anclaron el cease and desist a ciertas amistades del director. Estas sospechas fueron infundadas por el mismo Anderson, quien por ese entonces y ante las inquietudes de los periodistas señalaba que concibió The Master doce años atrás, es decir, aproximadamente en 1999. Esta accidentada respuesta permitió recolectar algunos frutos del rodaje de Magnolia, es decir, en un par de lazos afectivos originados por ese entonces. Es meritorio abordar cada uno por separado.

El primero de ellos corre por cuenta de Jason Robards, el veterano actor que invirtió el último destello de su experticia para encarnar al moribundo productor Earl Partridge. Durante algunas pausas en el set de Magnolia cautivó a Anderson con múltiples detalles de su vida como operador de radio en un buque estadounidense durante la Segunda guerra mundial. Los minuciosos recuerdos despertaron en Anderson una curiosidad por este vetado capítulo de las grandes guerras y por vía directa lo condujeron a los documentales de Huston descritos al inicio de este artículo. Además, si bien lo recuerdan, Partridge fue creado como tributo a Ernie Anderson, padre del cineasta fallecido un par de años atrás y también veterano de dicha guerra. Aunque P.T. posteriormente declaró que nunca habló con su padre sobre la guerra, es posible intuir que a través de Robards reconstruyera estas omitidas memorias para rastrear las causales del fuerte comportamiento de su padre y, por añadidura, de la generación de sus padres. Como lo comprueba aquella breve sinopsis de The Master, Freddie es un tributo digno tanto para Robards como para su padre. No en vano Freddie habitará en Lynn, Massachusetts, el mismo pueblo del que Ernie es oriundo.

El segundo lazo afectivo corre por cuenta del vocero de uno de los cultos más polémicos de los últimos setenta años: Tom Cruise. La satisfacción mutua por el resultado de Magnolia prosperó en una amistad que se mantiene hasta el día de hoy. En algún momento, inevitablemente Cruise le presentó a Anderson las propuestas de su mesías L. Ron Hubbard, hecho que no irrumpió sus relaciones afectivas. No obstante, a Anderson le cautivó el apasionamiento de Cruise y el aparente incremento del novedoso culto[2]. Lo curioso es que con el pasar de los años el rebaño se contrajo[3] pero la popularidad mediática acerca de estas extrañas prácticas se propagó. Todos recordamos la invasión ciencióloga de aquellos años, bien sea por el mismo Cruise (desde su separación de Nicole Kidman hasta su matrimonio y posterior divorcio de Katie Holmes), por las revelaciones de queridos artistas tales como John Travolta, Beck, Isaac Hayes y Nancy Cartwright o por un par de clásicos episodios de The Simpsons y South Park (“The Joy of Sect” y “Trapped in the Closet”, respectivamente). Anderson tomó nota de esta oleada, indudablemente, para agitarla a su favor.

En todo caso, la impotencia presupuestal lo obligó a desaparecer durante unos meses. No obstante, decidido a recuperar su vigor, anunció en diciembre de 2010 que estaba interesado en filmar la adaptación de la más reciente novela de un escurridizo autor a propósito de las ácidas investigaciones de un detective privado en su oriunda California. Esta obra, escrita por el enigmático Thomas Pynchon es la fuente primaria de Inherent Vice, filme del que escribiremos a su debido tiempo. Por ahora basta mencionar que Anderson aprovechó los meses subsecuentes para contar con la aprobación del mismo Pynchon y agendar al infame y metálico Robert Downey Jr. No obstante, un plot twist en este recuento histórico cambió las prioridades de Anderson una vez más y la inesperada generosidad de una de sus fanáticas más acaudaladas contribuyó a que las conversaciones entre Freddie y The Master fueran recreadas.

Unos meses atrás la joven cinéfila Megan Ellison, hija del magnate Larry Ellison (actual CTO de Oracle, la productora de software más grande después de Microsoft), usó parte de su riqueza para invertir en filmes que la cautivaran. Por suerte uno de ellos -el remake de True Grit de los hermanos Coen- generó utilidades suficientes para crear su propia productora afiliada a The Weinstein Company: Annapurna Pictures. Con su abultada chequera sacó de aprietos a algunos de sus directores predilectos (entre ellos a Kathryn Bigelow, quien se encontraba en una situación similar con su aclamada Zero Dark Thirty) y fue allí cuando se puso en contacto con Anderson para sacar adelante a Inherent Vice con tal de que produjera primero a su cisne de plata The Master. Anderson aceptó sin titubeos y al terminar una justa ronda de negociaciones se anunció que en junio de 2011 las grabaciones iniciarían inminentemente y se realizarían por tres ininterrumpidos meses.

El onírico pacto entre Ellison y su protegé Anderson le brindó libertad artística a la producción y este último reagrupó su equipo de trabajo para iniciar su mausoleo cinematográfico. Para entonces una considerable cantidad de tiempo había fluido y ni Renner ni Witherspoon se hallaban disponibles. Por lo tanto, el elenco recibió a dos comprometidos actores para acoger los papeles vacantes e inmortalizarse en los que posiblemente serán sus papeles más recordados en la posteridad: Joaquin Phoenix y Amy Adams, un dueto que no requiere presentación alguna. El reparto estelar fue complementado por varios talentosos actores de culto tales como la experimentada musa Laura Dern (Blue Velvet, Wild at Heart y Jurassic Park, entre muchos otros filmes), Jesse Plemons (ahora inmortalizado por su sadista Todd en Breaking Bad), la sueca Lena Endre (quien encarnó a Erika Berger en la adaptación original de la trilogía Millenium de Stieg Larsson) y Rami Malek (popularizado últimamente por su participación en Mr. Robot). También regresaría al elenco Kevin J. O’Connor que, si recordarán, interpretó a Henry, el poco astuto “hermano” de Daniel Plainview en There Will Be Blood.

En cuanto a los detalles técnicos Anderson ensambló a un equipo de trabajo igual de comprometido al de There Will Be Blood. La baja más significativa pero necesaria fue la de su cinematógrafo de confianza Robert Elswit, quien se vio obligado a desistir por conflicto de agendas (se había comprometido con Tony Gilroy y su The Bourne Legacy antes de que todas los aplazamientos ocurrieran). Lo sustituyó por Mihai Mălaimare, Jr., el virtuoso cinematógrafo de confianza del Francis Ford Coppola del siglo XXI. El cambio, aunque forzado, fue recompensado con una de las filmaciones más espectaculares de todos los tiempos. El trabajo de Anderson con Mălaimare, quienes por primera vez en Hollywood en más de quince años trabajaron con rollos de 65mm para conservar el espíritu visual de los cincuenta, es descrestante; toda una lástima que éste haya sido opacado por el petardo hueco Life of Pi.

Por último, Anderson reestableció contacto con el virtuoso Jonny Greenwood para que comandara la música original del filme. Después de sus contribuciones para There Will Be Blood Greenwood inició una próspera racha: además de grabar con Radiohead In Rainbows (una de sus obras más aclamadas crítica y comercialmente) y The King of Limbs, compuso la música original para Norwegian Wood y We Need to Talk About Kevin. Con The Master pudo explorar una vez más sus aptitudes para manejar una orquesta y el resultado son piezas tan delicadas como memorables como “Time Hole” y “Able-Bodied Seamen”.

Con todas estas piezas engranadas ahora es necesario martillarlas con la imaginación. Como lo asegura Dodd, es esta la manera más sabia para hacernos más humanos.

The Master nos transporta a los años en que Norteamérica pagó su triunfo en la Segunda guerra mundial con el dolor de sus soldados más vulnerables. Freddie Quell (Phoenix) es uno de aquellos victoriosos militantes que canaliza el sueño americano balístico: sin nada que perder, se incorpora en la Marina en busca de un escape a los fantasmas que lo atormentan en Lynn, su pueblo natal, así esto implique ser carne de cañón. Su estrategia falla y, contra todo pronóstico, sobrevive, no sin antes desahogar sus frustraciones al mutilar a sus enemigos asiáticos y al consumir desmedidamente cocteles preparados con recursivos ingredientes. Con sus aspiraciones golpeadas, Freddie es sometido por sus superiores militares a inasibles terapias para reincorporarlo a la cotidianidad íntegramente. Tal como lo enseña Let There Be Light, estos procesos llegan a ser inútiles para una porción significativa de soldados rasos. El resultado es un alcohólico, misántropo, violento, rudo y cachondo fotógrafo en un almacén por departamentos. Nada mal para ser tan sólo uno de los golpeados veteranos; a diferencia de otros, éste al menos puede hablar y caminar.

La estabilidad de Freddie, como era de esperarse, se quebranta rápidamente y ante un impulso de desautorización ataca a uno de sus clientes. Posteriormente huye a un cultivo de vegetales, cultivo del cual es expulsado por compartirle sus menjurjes a individuos con sistemas digestivos considerablemente más frágiles. Sin dinero y sin horizonte, Freddie deambula en 1950 por San Francisco; una vez más, como es constante en los filmes de Anderson, este despotricado héroe halla una fuente de salvación en la mítica California. Sus protectores serán los tripulantes del Alethia, embarcación en la cual Freddie se escabulle al aprovechar un descuido del equipo de supervisión. A la mañana siguiente, una vez recuperado de su resaca, el polizón Freddie se presenta ante Lancaster Dodd (Hoffman), el patrón de la embarcación, para pedirle trabajo. Por el contrario, Dodd -sorprendido por su evidente carencia de expectativas y por el exótico contenido de su cantimplora- lo disculpa y lo invita a ser testigo del matrimonio de su hija. El Alethia, ahora en altamar, es el símbolo de esta nueva iniciación en Freddie; como su nombre en griego lo afirma, Freddie se embarca en un viaje que pondrá en evidencia su esencia destilada.

Dodd, conocido por los otros tripulantes cariñosamente como “The Master”, es un encantador bastardo que hipnotiza a sus allegados con su carisma y su histrionismo a la hora de declamar un discurso. Su astucia es altamente admirada y su manifiesto literario The Cause es discutido y aplaudido por varios pudientes adeptos. Además, su esposa actual Peggy (Adams), su hijo Val (Plemons), su hija Elizabeth (Ambyr Childers) y su yerno Clark (Malek) consolidan una coraza familiar creíble y, si se quiere ir más lejos, ejemplar. Freddie, sin ser un ávido lector, es seducido por la fuerte personalidad de Dodd y con cautela es testigo de la materialización de sus propuestas: sus pacientes, ansiosos de hallar las respuestas a algunas inquietudes trascendentales y universales, son sometidos a interrogatorios en los que despliegan su flujo de conciencia; para el lente crítico de Dodd, estos ejercicios son prueba de un proceso de metempsícosis iniciado hace más de un trillón de años y que él puede rastrear con su experticia y sabiduría. Quell, arrebatado por el entusiasmo, da un faux pas y en una noche de copas (es decir, de alcohol y thinner) reta a Dodd a analizarlo.

En una de las escenas más andersonianas de toda la cosmogonía andersoniana, Lancaster y Freddie comparten unos intensos minutos en los que este último expone su fragmentada identidad. Hijo de un padre víctima del alcoholismo y de una madre encerrada en un sanatorio mental, Freddie revela que busca erradamente un lecho y un próspero futuro para su joven prometida Doris. Carente de cualquier escudo, también confiesa algunos encuentros incestuosos con su tía. Esta escena, al contraponerla con las infructuosas terapias del sanatorio militar, devela una afirmación severa: no hay pasos retroactivos cuando un individuo con una máscara autodestructiva baja la guardia ante un parásito adoctrinante. Esta no es la base de un culto, de una religión o de un partido político… ésta es la base más elemental de las relaciones humanas: una relación de supresión y dominio. Que Freddie y su ahora Maestro lleven esto a otro extremo no nubla el virus extramoral al que los seres humanos están sujetos.

La segunda mitad del filme relata la consolidación de La Causa de Dodd como una institución política y espiritual. La falsa relación pasivo-agresiva entre los dos protagonistas es una trampa para que Dodd calibre el alcance de su proyecto mientras cultiva seguidores. La Causa se expande tanto en Nueva York como en Philadelphia y el exclusivo séquito de Dodd vive a expensas de sus patrocinadores, los cuales pagan por ver el espectáculo de Freddie. A pesar de la oposición de Peggy, Dodd tiene un punto válido a su favor: si su empresa puede domar a bestias como Freddie, puede tomarse al mundo. Además, sujetos como Freddie son ambrosía para aquellos que se autodenominan doctores de la mente. En ese sentido Freddie es la carne de cañón que siempre quiso ser: si antes era un marinero, ahora es un león domado por un circense aclamado por otros por su obediencia. El ejemplo más llamativo es el recordado trazo de la ventana hacia la pared; en éste, Freddie recorre tantas veces ese trayecto que delira y en su imaginación regresa al campo de batalla o a encuentros sexuales con sus amantes. Estos tratamientos/experimentos a los que él es sometido son dolorosos para los espectadores puesto que Dodd lo remoldea al desbordar sus represiones bajo el pretexto de curarlo; esto no es terapia reparativa sino conductista.

El proyecto de Lancaster, por supuesto, tiene muchas fallas. Mantener un monumento a partir de una única fuente de imaginación es insostenible, más si es lo suficientemente novedosa para no someterse a una mitologización apropiada. Dodd no sólo pierde el temperamento en repetidas ocasiones y desiste debatir cuando lo acorralan sino que se contradice en sus propios textos, tal como lo evidencian Helen (Dern) y Bill (O’Connor) al leer The Split Saber, su tratado escrito a partir de su apreciación de Freddie[4]. Estos hechos, los cuales recuerdan que todos los seres humanos son ante todo humanos (como lo predica Dodd en varias ocasiones), suavizan el lúgubre panorama que rodea a Freddie. No obstante, plantean una capciosa duda: si los registros más disparatados de Dodd convocan seguidores de toda índole, ¿cuáles serán aquellos que se anteceden a todas nuestras idolatrías, sean cuales sean? Lo más irónico de este plano fílmico es que Dodd está plenamente convencido de que su método es redentor; lo más lamentable es que Freddie es tan solo uno de los muchos niños perdidos que son seducidos por las manzanas podridas más azucaradas.

The Master, tristemente, es catalogada como una crítica abierta a la cienciología. Si bien hay numerosas similitudes y es una fuente de consulta imprescindible para este filme, es injusto que la nominen exclusivamente en los términos de L. Ron Hubbard. Un texto como Dianetics –el único al que me he acercado- se sostiene sobre los miedos más naturales de los seres humanos, miedos inherentes e ineludibles. Todos los textos adoctrinantes así lo son y deben ser considerados por igual; la diferencia metódica y temporal no excluye el corazón redentor de estos proyectos. La Causa es una posible respuesta inmediata a las necesidades de los individuos que le temen a la amenaza atómica, al regreso al combate y a preguntas que llevan una eternidad sin responderse, así como el cristianismo fue en su época una salida al despótico imperio romano y el mormonismo una respuesta a la megalomanía norteamericana. Todos están en el mismo plano y es una condena espiritual con la que se debe lidiar si se reconoce la existencia de una esencia y de una substancia que la encierre; ante la perdición, la oferta de luces es infinita si se paga el precio correcto. El precio de Freddie es contemplar la posibilidad de un futuro[5] mientras retrocede a un innecesario origen. No hay que menospreciar a esta corroída generación; en últimas, el dilema del amo y del esclavo ataca peor cuando pretende no existir.

El filme, manchado por la censura y acusaciones de discriminación a la libre elección de culto, no tuvo una buena acogida en taquilla. En estos tres años apenas ha logrado neutralizar sus costos de producción. Empero, no hay publicidad del todo negativa y The Master sostiene un modesto récord: es el filme de art house que más dinero ha recaudado en su premier. Aunque hay quienes afirman que la campaña de desprestigio castigó públicamente las virtudes del filme –en especial por el robo al Óscar a mejor actor de reparto de Hoffman, injustamente recibido por el automático Christoph Waltz en la no tan agradable Django Unchained-, éste recibió algunos premios como el León de Plata en el Festival de cine de Venecia. Además, varias autoridades del cine elogian el nuevo pico de calidad alcanzado por Anderson.

Esta piedra angular en el firmamento cinematográfico contemporáneo elucida la magistralidad de Anderson en un campo totalmente diferente al de sus anteriores obras, tal como lo hizo con There Will Be Blood a su debido tiempo. La única queja, como ya lo han sentenciado varias reseñas que merodean por la red, es que es un filme que produce un efecto inverso a lo que denuncia: es tan perfecto en sí que genera un culto del cual no se quiere salir. Tal como lo sugiere el subtítulo de The Split Saber, The Master es un regalo para el Homo sapiens.

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[1] Este estudio aprobó en primera etapa un presupuesto de US$35M, es decir, diez millones más que el costo de producción total de There Will Be Blood.

[2] De acuerdo con un censo, en el 2001 55,000 estadounidenses se declararon cienciólogos.

[3] A 25,000 en el 2010.

[4] Nota aparte: The Split Saber es un excelente título para una obra de ciencia ficción, tal vez para el libro que Robert Heinlein o Frank Herbert jamás escribieron.

[5] En este caso Doris, quien, por cierto, cansada de esperar a Freddie lleva varios años de casada.

Alexander Payne: Sideways (2004)

El presente ensayo es una nueva visita a una entrega que el autor publicó el 6 de marzo de 2013. Esa versión ya no se encuentra disponible, debido a que la actual se considera mucho más completa e integra a nuestra visión. Así mismo, esperamos que la puedan disfrutar en igual o mayor medida.

Valtam

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Vi Sideways, traducida al español sobriamente cómo Entre Copas, por primera vez en el cine del Centro Comercial Portoalegre, una curiosidad, quizás atrocidad, arquitectónica y económica que subsiste a punta de peluquerías y comidas rápidas[1]. El teatro en sí tenía tres salas competentes, reservadas para éxitos de taquilla con producción sonora elaborada y recargada mientras la sala número cuatro, reservada para filmes pequeños, independientes o con más de 3 semanas en cartelera, era (o es, pendiente a remodelación, debo aceptar que no he ido hace un tiempo considerable) un lugar miniatura con no más de 10 filas al que se llegaba a través de una empinada escalera y que parecía una pesadilla soñada por un claustrofóbico y/o tremofóbico. Ahora, recuerdo haber ido a la función de estreno con un par de amigos, y sentarme en primera fila gracias a la multitud aglomerada de más o menos 40 personas, multitud que además subía considerablemente la temperatura del teatro gracias al pobre/inexistente sistema de ventilación de dicha bóveda con proyector. Poco tiempo después inició el filme. Hasta que empecé a escribir este artículo no había vuelto a rememorar el teatro, ni las escaleras, ni la pantalla miniatura, ni el sonido de salón comunal, ni la larga caminata a mi casa tras la función, ni las opiniones desdeñosas de los otros espectadores. La película, no obstante, se enfrenta conmigo varias veces al año, y tras revisarla y desentrañarla por más de 10 años, memorizar varios de sus diálogos, haber leído la estupenda novela original escrita por Rex Pickett, perder la sorpresa de sus varios giros y el filo de algunas de sus bromas, la emotividad de aquella primera función nunca ha desaparecido. Continúa, hasta el momento, intacta. Todavía entiendo a todos los personajes, creo saber por qué actúan como actúan, por qué hablan como hablan, porque comienzan en un punto A y llegan a un punto B. Y, tras haberla visto por enésima vez, sigue siendo igualmente accesible y enigmática, familiar y desconocida. Es un filme, y quizás ya lo saben, que habla sobre el fracaso.

Un tema verdaderamente complejo de capturar con honestidad, el fracaso, y uno que el cine norteamericano ha retratado con variantes grados de éxito desde sus más entrañables inicios (Frank Capra y Billy Wilder, dos de sus mejores exponentes). Hoy día, no obstante, pocos realizadores han dedicado su labor artística a capturar con tanto rigor la tristeza inherente, brutal y frecuentemente ridícula que lo acompaña como Alexander Payne. Nativo de Omaha, Nebraska, un estado reconocido por sus largos, verdes y monótonos pastales[2], Payne inició su carrera cinematográfica haciendo cortometrajes amateurs hasta graduarse en 1990 con un master en finas artes de la escuela de cine de la UCLA[3]. Seis años más tarde, tras incurrir brevemente en la pornografía softcore (puntualmente la saga Inside Out de Playboy), Payne estrenaría su primer largometraje Citizen Ruth (1996) en el cual evidenciaba ya claros aspectos de su estilo de comedia, balanceando humor acerbo, ácido y oscuro con una obsesión con perdedores compulsivos e irredimibles (sin por esto ser compasivo con ellos). Citizen Ruth sigue a la no-particularmente-brillante indigente drogadicta Ruth (interpretada sin rastro de ego actoral por Laura Dern) quien se ve encerrada en una lucha entre dos bandos radicales (fanáticos religiosos y hippies de contracultura) luego de que un juez le recomiende abortar para reducir su sentencia carcelaria. Payne seguiría su opera prima con Election (1999), adaptando exitosamente (junto a su frecuente compañero de escritura Jim Taylor) la mordaz sátira del agresivo sistema electoral norteamericano escrita por Tom Perrotta, trasladando la acción de las casas gubernamentales a un bachillerato en busca de representante estudiantil. Su tercer filme, About Schmidt (2002), sigue al viejo Warren Schmidt (un comprometido y conmovedor Jack Nicholson) a través de su retiro laboral, la muerte de su mujer y el matrimonio de su hija con un vendedor de colchones de agua con cola de caballo (el gran Dermot Mulroney), e hilvana los eventos en su vida con un viaje de carretera en un lujoso y solitario tráiler. About Schmidt presenta un cambio de actitud para Payne,  ya que al escoger emotividad genuina sobre shock humorístico suaviza ligeramente los bordes de su comedia misantrópica al permitir que en esta se filtre una vena de madurez emocional, sin por esto perder el filo de su sátira. Aquella reconciliación de dualidades permitiría que Payne llegara a su mejor trabajo hasta el día de hoy, en Sideways.

Pero sus filmes previos servirían al director a encontrar tanto su nicho narrativo como su estilo fotográfico. Trabajando en conjunto primero con el ya fallecido James Glennon y más adelante con Phedon Papamichael, Payne usa una mezcla de cuidadosos y simétricos planos generales de espacios comunes y primeros planos cerrados para capturar los particulares rostros de sus varios personajes, interpretados por una mezcla de actores naturales con anomalías físicas y expresiones singulares y de reconocidos actores profesionales desapegados de su aura de estrellato, que entrelaza mediante sobreimposiciones y transiciones lentas donde una imagen se deshace en la otra, no sin antes compartir una composición juntas. Encuadrando a sus sujetos con la misma fascinación que habría usado Pier Paolo Pasolini varias décadas antes (aunque sin genitales), Payne conserva su perturbador y voyerista efecto beligerante pero lo vuelca hacia lo cómico. El realizador encuentra también en la clase media trabajadora norteamericana su tema predominante, y logra profundizar sus aparentemente insignificantes dilemas morales y emocionales hacia una metáfora mucho más grande y lograda: América (Estados Unidos de América[4]), y las consecuencias emocionales de ser “la tierra de las oportunidades”. El país que es retratado con mayor frecuencia como el paraíso en la tierra está roto bajo los ojos de Payne, y el fracaso es la sangre que llena sus venas. Para él sus habitantes más interesantes no son los dominantes, ni los poderosos, sino las personas que luchan toda su vida y nunca logran el éxito que les fue prometido en su juventud y temprana adultez (y aquellos que lo alcanzan han sacrificado su humanidad y empatía en el proceso[5]). Es fundamental que estos fracasos sean vistos, no obstante, porque aquellos conforman la mayoría y bajo otra luz reflejan la verdad del espíritu humano en tiempos difíciles: el simple hecho de continuar intentando es suficiente.

Half my life is over and I have nothing to show for it.

¿Qué tiene de especial Sideways que la separe del resto de la filmografía mencionada arriba, aún cuando es regida por los mismos preceptos estilísticos y temáticos que definen la obra de Alexander Payne? Todo radica en el personaje principal, el perenne perdedor Miles, interpretado por Paul Giamatti en la mejor actuación de su prolífica carrera hasta el momento[6]. El filme inicia con una habitación completamente oscura, gradualmente inundada por golpes en una puerta, y los gruñidos de un hombre que no quiere despertar: “Oh, fuck”. Se trata un regordete profesor de literatura que abre la puerta en calzones y una camisa gris, frente a su casero que le pide mueva su carro. Sale en una vieja bata pidiendo disculpas a los obreros que vienen a arreglar el techo de la comunidad cercada, y pronto entra corriendo a su apartamento nuevamente para ver en el reloj del microondas que va tarde para su aventura. Miles, sin embargo, se toma su tiempo, se baña lentamente, lee en el inodoro, usa seda dental agresivamente, pide un croissant y una copia del New York Times en una cafetería cercana, y empieza a llenar el crucigrama sobre el timón de su viejo convertible rojo (un Saab 900), para los entusiastas de la industria automotriz). Miles nunca es sometido a escrutinio, simplemente es observado de cerca en su intimidad, en sus errores, en sus derrotas. El fracaso de Miles en vida es emocional, laboral y familiar, pero sobre su espíritu pesa más que nada la oscura nube del fracaso creativo, flotando como un recordatorio del tiempo que ha pasado. Miles es un intelectual que se detesta a si mismo, pero aún así un intelectual. Su entusiasmo por la literatura y, por supuesto, la enología es tan auténtico como contagioso, y aún en sus momentos más oscuros sus dos pasiones están allí para rescatarle (o mandarle aún más lejos en el oscuro abismo): Payne simpatiza genuinamente con este hombre, lo entiende. De haber tomado un par de caminos distintos, podría haber sido él mismo.

Su mejor amigo, Jack (Thomas Haden Church, en un estupendo papel que revivió su carrera del cementerio televisivo de los 90s), es un animal completamente distinto. Miles finalmente llega a su cita en una gigantesca mansión blanca, donde su antiguo compañero de cuarto le espera impaciente para comenzar su despedida de soltero: un viaje de una semana por los viñedos de California. La casa pertenece a una rica familia de origen Armenio, los Erganian, compuesta de varios hermanos incluyendo a la hermosa prometida de Jack, Christine (interpretada por Alysia Reiner), y sus padres, quienes revelan que Miles tiene un libro acabado y listo a ser publicado (pendiente a revisión, les aclara el protagonista). Pronto, tras un corto intercambio sobre pastelería y una sana despedida, los amigos toman rumbo hacia las hermosas colinas verdes del estado dorado, algo que celebran con una tibia botella de champaña tras el volante. Una parada más, no obstante, es necesaria antes de proseguir con el viaje proverbial, que significa cosas muy distintas para las personas que lo emprenden: Jack, un actor semi-retirado con poco interés en las cosas que son fundamentales para Miles (salvo por la amistad que les une), lo divisa como una última oportunidad de hedonismo y libertad sexual antes de una boda de la que no parece estar muy seguro, mientras Miles lo ve como una posibilidad de introducir a su viejo compañero en el mundo de los vinos y la cultura de los mismos para despedirle con estilo de su soltería, mientras aplaza sus preocupaciones y dilemas por un corto tiempo.

La parada final ocurre en la casa de la madre de Miles, la Sra. Raymond (Marylouise Burke, consecuente con el estilo naturalista de actores secundarios arriba mencionados), con la aparente razón de saludarle en la víspera antes de su cumpleaños. Pero los motivos reales de la visita pronto son evidentes, cuando Miles se excusa de la mesa en la que están cenando para escabullirse dentro del cuarto de su madre y sacar una fuerte suma de sus ahorros, escondidos en una lata de detergente. Tras el robo, Miles se toma un momento para observar las fotos que su madre tiene enmarcadas: Su matrimonio y su padre, ambas relaciones perdidas para Miles aunque por motivos radicalmente distintos. Temprano en la mañana siguiente, Miles despierta a Jack y escapan de la casa en silencio dejando a su madre dormida frente a la programación matinal. El viaje de verdad ha comenzado, y el desayuno de campeones con el que comienzan el nuevo día lleva a Jack a una conclusión definitiva: antes de que todo haya acabado, logrará que su padrino de bodas se acueste con alguien. Pronto nos vemos rodeados de los varios tipos de uvas y avestruces, cubiertos por el manto naranja del cálido sol californiano, y, lo más importante, nadando entre botellas de vino junto a dos mujeres que respectivamente proveen a la pareja de amigos aquello que estaban buscando, con consecuencias emocionantes, trágicas y últimamente redentoras.

La primera de estas es Maya (una conmovedora Virginia Madsen), una mesera recientemente divorciada y antigua conocida de Miles por sus previas visitas al condado de Santa Bárbara. La segunda es Stephanie (Sandra Oh, en ese entonces casada con el director[7]), una carnal vinatera con quien Jack coquetea abiertamente. Una cita doble es agendada y las dos parejas crean químicas paralelas, casi opuestas. Mientras Miles y Maya desarrollan una relación afectuosa y cerebral, centrada en su interés compartido por la enología, Jack y Stephanie se dedican exclusivamente a fornicar ruidosamente en varios lugares distintos. Miles, inseguro, tropezando constantemente con su neurosis y falta de destreza con las mujeres, parece inicialmente reacio a participar en la situación que se le ha presentado. Pero Maya ve en él a un hombre sumamente inteligente, decepcionado y derrotado por no alcanzar su potencial. Es cuando hablan de vinos que su relación resplandece y se estrecha. En una de las mejores secuencias del filme, Miles describe la uva del Pinot Noir (una sepa con la que está particularmente obsesionado) mientras al mismo tiempo, sin darse cuenta, se describe a si mismo. Maya responde explicando su relación con los vinos, revelando el corazón de una mujer fuerte, sensual y herida por el pasado (y que a su vez es el corazón del filme mismo).

Sideways expone una hábil sensibilidad romántica antes inexplorada por Payne, sin por esto sacrificar su narración inclemente ni su búsqueda de un retrato honesto, a veces brutal. Los personajes son extremadamente vívidos y reconocibles, y esto se debe en gran parte a la reticencia de Payne, Taylor y Pickett a alejarse de los defectos y las contradicciones que en ellos habitan. Aun cuando sus acciones nos parecen cuestionables moral o éticamente, entendemos de donde provienen y tienen lógica dentro de las creencias y filosofías de los personajes. Miles es un intelectual consumado, honesto y auténtico pero su odio por si mismo se desborda constantemente hasta el punto en que se torna asfixiante para todos quienes le rodean. Al enterarse que su ex-mujer se ha casado de nuevo, Miles se embriaga con alarmante rapidez y vuelve a su habitación a ver golf en televisión mientras Jack se ve confinado al jacuzzi del hotel. Cuando su novela es rechazada finalmente, Miles hace un agresivo escándalo en una vinería barata y acaba por echarse encima el contenido de una escupidera. Su comportamiento autodestructivo va a la par con su enamoramiento del vino, la literatura y las mujeres. Jack, por su parte, es un mujeriego compulsivo y entretenido que ve en el matrimonio tanto el fin de su libertad como un seguro económico para el resto de su vida. Pero su deseo intenso de tener sexo a toda costa en su despedida de soltero le enfrenta a personas totalmente distintas a su prometida, que saben, huelen y cogen distinto, y la duda es plantada en su cabeza sobre lo que debe hacer en vida: ¿Desea casarse con una hermosa, controladora y acaudalada mujer sabiendo que puede ver de lejos todo su camino hacia la tumba? ¿O desea una aventura con alguien novedoso y enigmático e impredecible, sin pensar mucho en que particularidades pueda tener esa persona que le sean repelentes? Aún cuando una lección le ha sido enseñada, Jack recae de nuevo y finalmente revela a su mejor amigo una franqueza y vulnerabilidad acerca de sí mismo que es humillante y dolorosa, pero también muy real: “You understand movies, literature, wine. But you don’t understand my plight.”

De lo escrito hasta el momento es entendible que pocas personas consideren la película una comedia, pero al igual que con el resto de la filmografía de Payne, su balance de la comedia y el drama siempre está inclinado hacia lo cómico. Payne mezcla tres cosas distintas para crear humor en su filme, la primera de estas siendo un fino humor verbal que se beneficia tanto del material literario original y de su adaptación como de la dicción y el timing perfecto de los actores (Giamatti, especialmente, aprovecha sus estallidos de rabia y sarcasmo magistralmente), la segunda el uso de slapstick o comedia física y la tercera el filo satírico y critico que había desarrollado en sus pasados filmes (evidenciado en una de las escenas finales que involucra simultáneamente anastimafilia y una conferencia de prensa con George W. Bush y Donald Rumsfeld). Pero Payne nunca pierde de vista la tristeza inherente que tiñe tanto la historia como la comedia misma, producto de la situación sin salida en la que se encuentran sus personajes. Ninguno de ellos quiere verse sometido a la rutina, ni ser individuos corrientes y olvidables, pero todos ellos están presos de una estratificación social más grande que ellos, y por esto incontrolable. Hacen parte de la América promedio, sea por los negocios familiares que están a punto de heredar, o por su trabajo atendiendo mesas, o por su lectura de John Knowles con estudiantes de 8vo grado.

Todos los personajes se encuentran en sus 40s, una década definida por Louis C.K. como el espacio de vida en el cual se está medio muerto. Ya suficiente tiempo ha pasado, y suficientes decepciones les han forjado para saber que las cosas no van a cambiar demasiado en la segunda mitad. Pero tanto en su amistad como en sus romances, Miles y Jack encuentran otras fuerzas de vida más importantes que las laborales y las libidinales, sean estas de orden amoroso o amistoso. El viaje resulta traumático para ambos hombres, y a pesar de salir de él relativamente ilesos, sus vidas no podrán ser las mismas tras su culminación. Una última esperanza, no obstante, está latente en el espíritu de Sideways: Nunca es tarde para seguir intentando. Es tan solo lógico que el filme comience con golpes en la puerta de un hombre que no desea ser despertado y termine con el mismo hombre golpeando en la puerta de otra persona, con ansias de entrar y no salir jamás.

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[1] El lugar tuvo brevemente un fugaz apogeo de juego organizado, inspirado tanto por el pequeño y oscuro casino que auspició como por las pandillas coreanas que frecuentemente lo visitaban.

[2] Paisajes que el director escogería capturar en blanco y negro, como una pesadilla gótica americana, en su más reciente filme Nebraska (2013).

[3] Curiosamente, antes de entrar de lleno en el mundo del cine, Payne hizo una doble titulación en la universidad de Stanford en Español e Historia, y vivió por un corto tiempo en Medellín, donde publicó el artículo: Crecimiento y cambio social en Medellín: 1900 – 1930.

[4] La ignorancia, a veces opresiva, de la cultura estadounidense es el tema puntual de 14e Arrondissement, su cortometraje final hecho para Paris, je t’aime (2006).

[5] Cómo es el caso de Tracy Enid Flick en Election.

[6] Aunque no para Giamatti, quien confesó en el show de Howard Stern que su actuación en el filme le parece sobrevalorada.

[7] Tras el filme la pareja se divorció en términos bastante cruentos, lo que repercutió en que en la secuela literaria (ahora parte de una trilogía) Vertical Rex Pickett cambiara la ocupación de Stephanie (llamada Terra originalmente) a desnudista.

Lucio Fulci: Demonia (1990)

Si la arqueología involucra tanto licor y vísceras, me temo que elegí la carrera equivocada.

Tengo una pasajera familiaridad con los retratos equívocos de esta profesión, a menudo romantizada por tipos duros de buen corazón y escasa paciencia para la academia, como el mismísimo “Dr.” Indiana Jones, o los buscadores de tesoros de medio tiempo ejemplificados por el tirador Allan Quatermain o el prospector de oro John Carter, sujetos entre el asombro de un mundo desconocido y las prácticas supresivas de saqueo y pillaje de sus congéneres. También tengo una pasajera familiaridad con la filmografía de Lucio Fulci [1], y es por esto que hallo enorme sorpresa y material de discusión en la presente película.

Demonia[2] es muchas cosas, y algunas de estas se enlodan visiblemente en compañía de las otras. Demonia es una película de 1990, pero en un raro (y desde mi forma de ver, celebrado) hito de estilo por parte de Fulci, tiene la apariencia y el porte de algo que haya sido rodado diez años atrás, desde el uso de  filtros de difracción en la fotografía hasta la magia de los efectos prácticos, en una época en la que incluso el cine independiente de horror en Estados Unidos cede cada vez más y más a la postproducción para generar imágenes ultraterrenas[3]. Los colores deslucidos le dan una visión diferente a la isla de Sicilia, donde se desarrolla la mayor parte de la acción, y la abstraen del imaginario mediterráneo para ofrecérnoslas como un sitio neblinoso y curtido, regido por la sangre, la superstición y los tediosos procesos burocráticos.

Y es en el retrato de sus protagonistas donde se puede ver la mayor profundidad de la película[4]: Liza (Meg Register, en el único protagónico de su carrera de 12 créditos) es una arqueóloga canadiense que se debate entre su pasión académica por el medioevo y las sesiones de espiritismo a las que asiste, de las cuales sólo atestiguamos una en la que ella presencia, sin el mayor asombro de sus compañeros de séance, la condena y ejecución de 5 monjas malditas, inicialmente acusadas de proliferar el pecado en su pueblo. Eventualmente es llevada a casa por su esposo/novio/prometido[5] Paul Evans (Brett Halsey), quien además es profesor de arqueología y entusiasta de la cultura helénica, y que luego descubrimos que fue acusado de plagio en una de sus investigaciones. Esta pareja forma la punta de lanza de una festiva expedición a Sicilia, inicialmente amparada en los intereses clásicos de Paul, pero que se verá atraída al horrible suceso de las monjas, muy a pesar de todos los involucrados.

El resto de la expedición está apenas encarnada por varios actores de reparto, y su participación en el argumento se sustenta en las fascinantes (aunque muy tardías) muertes que padecen. Antagónico a la banda de jolgoriosos exploradores están los supersticiosos sicilianos, algunos de ellos aparentemente poseedores de cierto control sobre el pueblo, y otros, como el librero y el alcalde, apenas cumplen su rol en una escena y jamás vuelven a aparecer. Hay otros personajes que van surgiendo de repente y de acuerdo a las necesidades argumentales con más de una iteración, como los investigadores, pero su relación con el pueblo o el embrollo de las monjas es apenas sugerida, posiblemente como parte de una trama que nunca llega a desarrollarse. De todos estos, el mejor de todos es la vidente (Carla Cassola), y la secuencia de los gatos es inolvidable por motivos que sugiero experimentar en persona.

No estoy en contra de una película que no deje todas las migas de pan regadas a lo largo del camino, pero Demonia es especialmente arcana en la resolución de sus objetivos, por etéreos que sean, y la distancia entre asesinatos violentos (uno de los principales motivos por el cual estamos viendo a Fulci) es muy grande para ser atenuada por los otros factores, muy irregulares en su presentación. La manera en la que está estructurada la mayor parte de la película, como un procedimiento policíaco sobrenatural, no alcanza a tomar alas para cuando es abortada abruptamente, y a pesar de que la secuencia que le sucede es la mayor concentración de violencia de los 78 minutos de metraje, queda aquel sinsabor ya descrito, una cierta estela de desinterés por parte de Fulci a la hora de cerrar la película. El motivo de excomunión y ejecución de las monjas es expuesto a Liza por la vidente, con lujo de detalles, pero visualmente las presuntas orgías y sacrificios son simples y cortos en contraste a sus descripciones, algo que naturalmente podría atribuírsele a problemas de presupuesto. Destaca la presencia de Paola Cozzo[6], como una de las monjas malditas, y está ligada a una lúgubre imagen de un bebé dentro de una caneca en llamas, algo que será difícil de superar. Las locaciones, catacumbas naturales, son un escenario aprovechado al máximo posible por alguien tan mórbidamente curioso como Fulci.

Teniendo en cuenta las desventuras que Fulci corrió en su nativa Italia a causa de sus primeras películas políticamente cargadas, en especial sus comentarios sobre la Iglesia Católica, se puede esperar de Demonia un regreso a estas insinuaciones, si bien es un avance a tientas y medias tanto en ese aspecto como en el constante asiento de su reputación como Gran Señor del Gore. Aunque a sus 73 años, es más bien poco lo que tenía que hacer para sustentar su humorística visión de la muerte. No es la entrega más memorable de su filmografía tardía, pero hay obras contemporáneas que merecen más atención, incluso para el más advenedizo de sus espectadores[7]. Eso sí, se recomienda siempre que tengan un estómago fuerte.

Ojalá uno muy fuerte.

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[1] Prueba de ello es esta fina pieza de pedantería y rimbombancia que escribí hace ya 2 años, con motivo de la poco célebre pero muy querida City of the Living Dead (1980) la cual no he editado desde entonces para tenerla como testimonio de mi horrible persona. También escribí sobre New Gladiators (1984), pero nunca lo publiqué. Tal vez sea hora de rectificar esa falta.

[2] También conocida como “Hermanas demoníacas” en portugués, “Nuevos demonios” en japonés y “Liza” cómo título alterno en italiano.

[3] Para la muestra, tenemos las primeras dos entregas de la franquicia Hellraiser y sus discutibles efectos.

[4] Es importante constatar que Fulci no es considerado, ni en esta o cualquier otra de sus etapas, como un director “clásico” a la hora de construir argumentos o personajes, atado de alguna forma a los cánones aristotélicos, por lo que recomiendo que este tipo de declaraciones sean tomadas con un enorme grano de sal marina.

[5] Nunca se deja del todo claro, y en realidad no tiene mayor importancia, en el universo fantasmagórico y sombrío de Fulci.

[6] Colaboradora más-o-menos-frecuente de Fulci, quien me acaba de ofrecer la siguiente parada en la ruta de viaje amarilla, Un gatto nel cervello (1990) una propuesta cuando menos original en la etapa final el director romano.

[7] La monumental obra de Fulci merece una revisión mucho más metódica y juiciosa que este pequeño apartado de curiosidades populares, y queda como tarea para mí mismo, o para investigadores de verdad, el ofrecerle una perspectiva merecida. Evidentemente, esta película tampoco funcionará como un Gateway drug, por lo cual recomendaría empezar por Zombi 2 (1979) o The Beyond (1981).

Harun Farocki: Bilder der Welt und Inschrift des Krieges (1989)

Desde los momentos iniciales del filme de Farocki, un estado de hipnosis se asienta sobre el espectador: esto es en parte por la parsimonia natural que conlleva ver y escuchar ola tras ola estrellarse rítmicamente sobre una superficie de cemento pero obedece en mayor parte a un estilo y una lógica narrativa cuidadosamente elaborada por el director. Pronto este plano inicial es sucedido por otros de factura similar, estudios sobre el agua en los cuales parecería algo va a cambiar, pero están controlados de tal forma en que cada movimiento busca replicar de forma exacta (o casi exacta) el movimiento anterior. Es una extraña forma de repetición en un filme lleno de estas: despierta inicialmente una curiosidad natural, luego a medida que avanza el tiempo esta se pierde en un espacio de cuestionamiento y sopor, y luego resulta fascinante nuevamente (hasta que deja de serlo, y así continúa cíclicamente). ¿Son dos movimientos el mismo si son indistinguibles el uno del otro? ¿Qué sí se trata de imágenes de cine?

A medida que estas repeticiones se hacen más conscientes por el autor, estas preguntas se van respondiendo: por su contexto, su ubicación reflexiva dentro de una línea de tiempo y nuestro previo conocimiento de lo que estamos observando, las imágenes son revaluadas cada vez que aparecen en pantalla. Pero el poder de la obra no yace en los recursos utilizados por Farocki (repetición de imagen y sonido, yuxtaposición, voz acusmática, uso de material de archivo) sino en la decisión de no explicar el porqué de sus imágenes, su orden, su tratamiento, su sentido, sino apenas sugerir un camino que puede o puede no ser tomado para quien las observe. Esta libertad de montaje propone una estructura narrativa reminiscente al “flujo de libre pensamiento” propuesto por James Joyce en Ulises, y aunque el filme se despoja de los estrechos que la ficción que presenta, traslada exitosamente la obstinación de Joyce con lo sugestivo sobre lo explícito y lo asociativo sobre lo lineal.

Es gracias a esta estructura que Farocki logra un método discursivo contundente. El fuerte carácter abstracto y reservado de la obra es seductivo, pidiendo del espectador toda su atención y concentración para lo que puede venir más tarde, engañosamente más expositivo. Pero a medida que el filme avanza está ilusión desaparece y nos deja sumidos en un mundo de imágenes concisas pero sólo parcialmente legibles: las conclusiones no pertenecen a su campo, estas son responsabilidad de quien se atreva a tomarlas. Bajo cada plano parece haber una provocación ulterior, una agenda oculta que nunca acaba de revelarse por completo. He aquí un grupo de temáticas que preocupan a Farocki, la guerra, la tecnología, el movimiento, el cuerpo, el Aufklärung (ilustración), pero ninguna de estas parece ser el verdadero objeto de su deseo discursivo. Curiosamente, la iniciativa más explícita del filme en apuntar en una dirección ensayística específica y personal viene atada al título, que en primera y deceptiva instancia parece didáctico: Imágenes del Mundo e Inscripción de la Guerra.

“¿Cómo enseñarles a ustedes la acción del napalm? ¿Y cómo enseñarles las heridas causadas por el napalm? Si les enseñamos heridas de napalm cerrarán ustedes los ojos. Primero cerrarán los ojos ante las imágenes. Luego cerrarán los ojos ante el recuerdo de esas imágenes. Luego cerrarán los ojos ante los hechos. Luego cerrarán los ojos ante la relación de esos hechos.”[1]

Tanto el título del filme, cómo las frases arriba citadas, son parte de una obsesión omnipresente elaborada a través de su filmografía: la responsabilidad de la imagen. En Nicht löschbares Feuer (Fuego Inextinguible) de 1969, Farocki explora los efectos de la guerra sobre el cuerpo, puntualmente los del napalm en el auge de la Guerra del Vietnam. En Zwischen Zwei Kriegen (Entre Dos Guerras) de 1978, reflexiona sobre la creación de memoria nacionalista en Alemania en ambas guerras mundiales. En Erkennen und Verfolgen (Guerra A Distancia) del 2003 retoma la conexión entre lo tecnológico y lo bélico, y de cómo el avance constante en el primero ayuda la deshumanización en el segundo.

Pero Fuego Inextinguible y Entre Dos Guerras resultan demasiado performativas para ser verdaderamente eficientes, mientras Guerra A Distancia es demasiado similar a Imágenes del Mundo para no parecer simplemente una expansión de la misma. Fuego es el más impactante de estos ejemplares, pero también el más viciado: Al contar con la presencia física de Farocki, quien se quema con un cigarrillo para emular una centésima parte de la quemadura por napalm, el filme propone una interesante reflexión sobre el poder inmediato de la imagen y la censura de la misma, pero al mismo tiempo la obnubila por ser en sí misma una imagen excluyente (performativa) y ególatra (Farocki como mártir). En lmágenes del Mundo Farocki elimina la posibilidad de ambas características, al utilizar una mezcla de imágenes de otras fuentes, en su mayoría científicas, e imágenes propias pero siempre distanciadas y abstractas. En reconocer su trabajo visual como parte del problema, Farocki expone el retrato cómo una forma de distanciamiento de la realidad, en el cuál la captura o depicción son estrategias para observar sin los peligros que la observación real y consciente puede proveer. Es por esto que el título resulta importante, estableciendo la crítica del autor frente a la inexactitud de la imagen y la ausencia de la misma en tiempos de guerra (de allí que el mundo no pueda ser aptamente descrito en imágenes sin importar que tan tecnológicamente exactas estas puedan llegar a ser y que la memoria de guerra se reduzca, una vez la oralidad de quienes la sobrevivieron de primera mano perezca por completo, a inscripciones hechas a distancia segura). La experiencia le dictamina también que su presencia es innecesaria, ya que al ser tácita y omnipresente (sus decisiones artísticas son después de todo las que crean su discurso) resulta redundante cuando física.

Adicional a su escogencia de imágenes, el tratamiento de Imágenes Del Mundo es igualmente acertado: La repetición como forma de revaluación es evocativa del trabajo de Chris Marker en Sans Soleil y en Le Fond De L’air Est Rouge en documental, pero más interesante es su similitud al trabajo en ficción de la directora francesa Claire Denis. Denis frecuentemente aleja la estructura de sus filmes de lo cronológico para despertar en el espectador una emotividad sensorial (proveniente de lo inexplicado e inconexo de sus imágenes al ser vistas por vez primera) y un ritmo contemplativo y etéreo (planos secuencias y planos detalles, ocasionalmente ininteligibles rápidamente reemplazan el interés de contar una historia lineal por sumir al espectador en una atmósfera vívida y opresiva). El resultado es igualmente efectivo al del filme de Farocki, estimulando reinterpretación tras reinterpretación cada vez que una imagen es presentada nuevamente: En Trouble Every Day (2001) y Bastards (2013) Denis escoge una estructura yuxtapuesta para narrar sus historia de amantes antropófagos (literales y metafóricos, respectivamente), donde el pasado y el presente (e incluso lo onírico) resultan indistinguibles, pero no por esto ilógicos. En White Material (2009) escoge una estructura circular, donde las imágenes de Isabelle Huppert caminando exhausta en un traje veraniego a través de su devastada granja de café son usadas tanto al inicio del filme cómo al final, pero del mismo modo en que ocurre con Imágenes Del Mundo, su significado es radicalmente distinto una vez han pasado frente a nuestros ojos otras imágenes del mundo: inexactas pero nunca menos que contundentes.

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[1]Farocki en Nicht löshbares Feuer.

Paul Thomas Anderson: Hard Eight (1997)

En el que aparentamos gastar más de lo que ganamos

Hace unos días leí una antología de crónicas que llegó oportunamente a mis manos. Dicha colección, titulada La América de una planta, reúne las narraciones de un par de reporteros durante un recorrido de más de dos meses por ciudades y carreteras estadounidenses. La particularidad de esta compilación radica en la repulsiva y honesta perspectiva de sus autores: los ucranianos Iliá Arnóldovich Fainzilberg y Evgeni Petróvich Katáev –mejor conocidos por sus heterónimos Ilf y Petrov-, fueron los corresponsales del diario soviético Pravda encargados de desmitologizar el capitalista e hipócritamente secular estilo de vida norteamericano de finales de la década de los treinta. A partir de sus crudos relatos y reflexiones, desentrañaron los vicios de aquella sociedad que pretendía encadenar al fantasma de la Gran Depresión y proyectar una imagen de ostentosidad, satisfacción y felicidad. Esta extensa responsabilidad de carácter nacional y propagandista –el partido comunista necesitaba de documentos que oxigenaran su sistema político- se adelantó a sus expectativas informativas y retrató con fidelidad al norteamericano de un único piso, es decir, a una sociedad que sin importar su clase social, región o religión predicaba una única identidad plagada de desolación, decadencia y pobreza de espíritu. Además, su amplia comprensión de la noción de “publicidad” -que sorprende tanto por su inicial desconocimiento y posterior precisión como por su pertinencia en la actualidad- les permitió acceder a la doble moral con la que esta cultura ocultaba sus vacíos existenciales tras bastidores materiales.

Disfruté de los cuarenta y siete reportajes de esta antología y los recomiendo por su riqueza documental e historicista. También destaco su fluidez y la transparencia de sus contenidos: claros,  contundentes y asequibles a cualquier lector. No obstante, a medida de que sus pincelazos narrativos me embriagaban, confieso que mi memoria me remitía constantemente hacia la filmografía de uno de los directores contemporáneos de mayor acogida crítica: Paul Thomas Anderson. Con tan sólo seis largometrajes –próximos a complementarse con un hermano menor,  Inherent Vice-, Anderson se ha consolidado como el magistral exponente de un vasto proyecto que desentraña en la enfermiza cotidianidad del norteamericano –y hombre occidental- su fragilidad y retorcimiento en la espiral del consumo. La perfecta complejidad de personajes como Eddie Adams, Daniel Plainview y Freddie Quell merece todos los elogios que nuestra lengua permita y todas las muestras de impotencia que un espectador pueda manifestar.

Los documentos de La América de una planta –que aparecerán próximamente con ambigua regularidad- son el pretexto para repasar y revisar la obra de uno de los directores predilectos de la casa filmigranesca. Aunque sus películas son desastres taquilleros y fósforos para bidones de gasolina, su autenticidad crítica como director y sus sobresalientes virtudes como guionista lo convierten en un artista esencial para nuestros tiempos. Estos estudios se realizarán cronológicamente y a la espera de elucidar su magnífica línea de evolución artística; la brecha entre Hard Eight y The Master es despiadada pero coherente. Para ponerlo en palabras de nuestros apreciados protagonistas, “Don’t stop, Big Stud!”.

Sin más preámbulos, sumerjámonos en 1996-1997, años en los que Independence Day, Titanic, El profesor chiflado y Space Jam consumieron nuestras estériles cabezas.

“You know the first thing they should have taught you at hooker school: you get the money up front”.

Hard Eight, como opera prima de Anderson, no tuvo un éxito significativo y tampoco pretendemos engañarlos a ustedes, voraces lectores, con juicios viciados por la idolatría hacia nuestro homenajeado director. Sin embargo, nos vemos en la obligación de reivindicarla puesto que, si bien no goza de la fama de las obras subsecuentes, merece un poco más de reconocimiento y de difusión. Es más de lo que podríamos esperar de un joven auteur que con tan sólo veintiséis años de edad se embolsilló a una productora y a varios actores de renombre. ¿Acaso Anderson habría de seguir los mismos pasos emergentes que siguieron Orson Welles o Stanley Kubrick en sus respectivas eras cinematográficas? No exactamente; Hard Eight no es ningún Killer’s Kiss, muchísimo menos un Ciudadano Kane. Aun así, cuenta con los matices por los cuales sus obras posteriores triunfarían.

Sydney (Philip Baker Hall), un hitman retirado, invita al mísero John (John C. Reilly) a tomarse un café aunque nunca antes se hubieran visto. El joven John busca seis mil dólares para enterrar a su madre y Sydney promete ayudarlo a alcanzar dicha meta. Sin embargo, John sospecha que Sydney desea obtener favores sexuales en agradecimiento por su cortesía e intenta abandonar la cafetería. Después una persuasiva charla, John deja sus prejuicios de lado y se embarca con su nuevo compañero en un viaje hacia Las Vegas donde esperaría conseguir el anhelado dinero funerario; sin saberlo, ha pasado a ser cómplice de los sabios planes de Sydney para vivir a costa de un vacío en la reglamentación de los casinos.

El reiterativo plan funciona por su sencillez y discreción: John debe entrar en cualquier casino de mediana reputación, presumir de su supuesta ludopatía y solicitar una rate-card con la cual pueda registrar el dinero que ha invertido a lo largo de una noche de juego; después de solicitar $150 en fichas de un dólar, debe gastar máximo $20 en máquinas tragamonedas alejadas a lo largo de una hora; cumplido el tiempo estipulado, debe canjear cien fichas por un billete de $100, el cual pasará inmediatamente hacia otra mesa de juego y comprará de nuevo otras cien fichas que serán registradas en su rate-card; este proceso se repite cíclicamente para que el casino crea que John ha gastado diez veces lo que en realidad ha apostado. Con esa estrategia John no sólo conseguirá ganancias (la máquina ocasionalmente lo favorecería) sino privilegios gratuitos por parte del casino (hospedaje, alimentación y entretenimiento) para conservar al “gran apostador”. Mediante este plan y el olfato de Sydney –que cubriría cualquier falla con sus arriesgadas habilidades en los dados y sus incesantes apuestas al hard eight (par de cuatros)-, John consigue un estilo de vida respetable que admira silenciosamente la generosidad de su mentor.

“Jesus Christ, why don’t you have some fun? Fun! Fun!”

Como era de esperarse, esta estrategia no se perpetuaría eternamente. Pasados unos meses, la aparente estabilidad cambia cuando John se enamora de la animadora/prostituta Clementine (Gwyneth Paltrow) y hace amistad con el extorsionista Jimmy (el inesperado Samuel L. Jackson). Esto traerá problemas tanto por los torpes intentos de John para que su enamorada abandone sus oficios como por los ilegales movimientos que atentan contra la armonía de la relación entre John y Sydney. Además, la eficacia apostadora de Sydney desaparece periódicamente. Estos giros melodramáticos le dan cierto dinamismo al filme pero francamente no aportan ninguna novedad a las historias en las que el juego constituye el eje catalizador; asumo que El jugador de Dostoievski arrasó con todos los arcos narrativos posibles.

A pesar de eso, el filme con cautela plantea la incógnita que hace de Hard Eight una obra distinta: ¿por qué Sydney cobija a John y no a cualquier otro pordiosero de Nevada? La frialdad del maestro y la inocencia del aprendiz florece en una relación paternalista que sin muchos diálogos logra una meditabunda conexión familiar. El astuto hitman sólo destella simpatía ante la facilidad con la que su estúpido ahijado busca su felicidad. Cada paso en falso es un eslabón más de la cadena que los unirá en esa respetuosa pero jerárquica relación.

Hay entrevistas y reportajes que señalan el escaso control que Anderson ejerció sobre su obra; no sólo se vio obligado a cambiarle su título (originalmente habría de llamarse Sydney en alusión al protagonista del filme mas no de la ciudad australiana) sino a eliminarle cerca de una hora de escenas. No obstante, el resultado final tampoco es lamentable; por el contrario, aunque sólo nos resta llover sobre lo que dejó de ser, es un cálido drama sobre los estragos de un paternalismo transpolado. Las representaciones de los cuatro actores principales son sobresalientes, sobre todo la de Paltrow ya que nos hace olvidar por escasos minutos del horripilante engendro en el que se transformó con el cambio de siglo. Además, Hard Eight cuenta con un inmenso valor agregado: este filme fue (por razones obvias) la primera colaboración entre Anderson y el aún desconocido Philip Seymour Hoffman, quien desempeña el breve papel del atronador que opaca la concentración de juego de Sydney. Quién imaginaría que esa amistad decantaría diecisiete años después en la que tal vez es la mejor película de esta emergente década.

Hard Eight, reitero, cumple con causar una buena primera impresión sobre el potencial de Anderson. La película es agradable e incluso ciertas escenas empatan levemente con las virtudes de Leaving Las Vegas, filme contemporáneo que seguramente inspiró al cineasta. Así mismo, asienta el camino para la victoria sentimental que logrará con Punch-Drunk Love. Sin embargo, el joven Anderson todavía debía adquirir garantías económicas y artísticas para manifestar todo su esplendor. La posibilidad de competir Cannes y la aceptación de un segundo proyecto con mayor autonomía son los premios que este modesto pero acogedor filme alcanzó para su creador.

Esperamos que no deban esperar varios meses para la próxima entrega. Mientras tanto, pueden ajustar sus pantalones y brillar sus patines para Boogie Nights.

El Cine Negro en Japón: Referentes, Influencias e Inferencias, parte II

La primera parte de este ensayo nos dejó el marco teórico y el análisis de la más ‘convencional’ de las películas presentes en el mismo, una lectura previa que podría aclarar algunas ideas que vienen a continuación. Dustnation comenta otros ejemplos del cine negro japonés en los que se subvierten fórmulas, se añaden idiosincrasias y se elevan reverencias a los precursores en igual proporción. Es posible que el lector quiera conocer del tema por su cuenta, en cuyo caso no nos sentaría tan de más el facilitar una bibliografía. De nuevo, esperamos que el disfrute suscite preguntas.

Valtam

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Pale Flower (1964) de Masahiro Shinoda

“Cuando acabé de rodarla,” Shinoda dijo, hablando con la entrevistadora Joan Mellen más de una década tras el estreno del filme, “me di cuenta que mi juventud había llegado a su fin.”[1] Pale Flower, considerado por varios cómo el mejor ejemplo de film noir japonés (entre ellos Chuck Stephens y Roger Ebert), es incluso responsable de la creación de un sub-género popular en los 60s y 70s en su país de origen, el bakuto-eiga, o filme de apuestas. Shinoda, un director que había comenzado su carrera en la comedia de los estudios Shochiku, cuenta la historia de un estoico y lacónico yakuza, Muraki, quien sale de la cárcel tras cumplir una condena de 3 años por haber matado a un miembro de una pandilla rival. Obsesionado con el hanafuda, un juego de altas apuestas donde se busca adivinar la mano del croupier entre 6 cartas de flores, Muraki conoce a la joven y hermosa Saeko, cuya obsesión con el juego, la velocidad y el peligro le guían a la auto-destrucción. La película tiene una fuerte influencia de Las Flores del Mal de Baudelaire, según el director, de la cual sustrae una ubicua sensación de maldad inherente, caos y muerte. También notoria es la influencia de los filmes de Nicholas Ray, menos por la expresividad de sus melodramas y más por la convicción con la que arroja a sus personajes del abismo emocional (especialmente In a Lonely Place, Bigger Than Life).

Fotografiado con un rigor y una sobriedad deslumbrantes (por Masao Kosugi), la obra está obsesionada con la perversión. Usando el blanco y negro y una composición detallada como lienzo, Pale Flower cuenta una historia que usa el juego y la violencia cómo metáforas para el fetichismo descontrolado. Muy opuesto a la perspectiva moral de Kurosawa (quien habría incurrido en el género de nuevo en 1960 con The Bad Sleep Well, un filme sobre la corrupción laboral), los personajes del filme de Shinoda eluden la noción de un bien y un mal definidos, y actúan de forma impulsiva, desmedida, arriesgada. La muerte les resulta seductiva y sensual: bordearla es vista por Saeko como la forma más pura de adrenalina (primero en el juego, luego en la velocidad) mientras que causarla es el trabajo de Muraki, quien encuentra en su labor vitalidad y placer sexual (Natsuo Kirino, una de las novelistas de género negro más populares de Japón toma prestado ese sentimiento exacto en Out): “When I stabbed him, I felt more alive than ever before.”

El filme resultó sumamente influyente, repercutiendo tanto en la depicción del anti-héroe impasible en Jean-Pierre Melville (Alain Delon en Le Samouraï y Le Cercle Rouge) cómo en el uso expresivo de zoom y la composición con cámara estática de Kiyoshi Kurosawa (Cure, Pulse y Retribution) y los directores modernos de Europa occidental, primordialmente Corneliu Porumboiu (Police, Adjective) y Nuri Bilge Ceylan (Once Upon a Time in Anatolia y Three Monkeys).

Tokyo Drifter (1966) y Branded To Kill (1967) de Seijun Suzuki

Casi totalmente opuesto a la mesura y el tono glacial de Shinoda, los filmes de Seijun Suzuki están tan arraigados en la experiencia sensorial, escópica y psicodélica que le causaron su despido de los estudios Nikkatsu, la primera vez que estos terminarían prematuramente un contrato con algún director. Probablemente el mejor exponente del tono surreal, onírico y alucinatorio característico del género (aunque no por las razones clásicas expuestas por los teóricos franceses), Suzuki presentaba en sus filmes una ausencia completa de predictibilidad, linealidad y lógica, en ocasiones rayando en lo caricaturesco (Tokyo Drifter), en otras en lo siniestro (Branded To Kill). Ambos filmes son radicalmente distintos entre sí, a pesar de contar con una fotografía dictada por angulaciones excéntricas, un arte excesivo y recargado y varios interpretes en común, primordialmente Joe Shishido e Isao Tamagawa, cuyas particulares estructuras faciales se ajustaban perfectamente a los requerimientos de sus personajes.

Tokyo Drifter, cuyo tono y protagonista es una clara sátira de los filmes de James Bond (apodados en Japón Kiss Kiss Bang Bang), narra la historia de la mano derecha de un viejo yakuza, Tetsuya, quien tras ser incriminado en el asesinato del compañero económico de su jefe, debe dejar Tokyo y deambular por Japón. La estructura pronto se torna episódica y Tetsuya debe evadir varios peligros, asesinos, peleas de bar, viejos enemigos, para finalmente revaluar el código de honor que le une a su empleador (casi un padre) y la relación que lleva con su interés romántico (una cantante de bar).

Exuberante en todas sus decisiones, sobreactuación, saturación de colores y la búsqueda de un estilo mucho más abrasivo que la sustancia tras del mismo, Suzuki logra en Tokyo Drifter mezclar en igual medida comedia, musical (la balada cantada es una tradición de los créditos del cine comercial japonés pero Suzuki la subvierte para desequilibrar la expectativa del espectador causando desconcierto entre la sencillez de las canciones y la extrañeza de las imágenes), western y melodrama. El uso del color es quizás el aspecto más representativo del filme, con paleta de colores y locaciones esquizofrénicas, Suzuki puede saltar de una discoteca chillona y rimbombante a un desolado paisaje cubierto de nieve en escenas contiguas. Es en el encanto de lo absurdo y lo transgresivo que Suzuki logra que sus filmes estén fuertemente anclados en el propósito del noir, aunque dejando el formalismo que le caracteriza y usando nuevos paradigmas estilísticos y narrativos para causar el mismo malestar emocional en el espectador que proponía el género en su concepción. Eso dicho, el crimen y la moral juegan su parte en el filme. La traición, el honor y la identidad son temas recurrentes del director, y se ven representados en el último episodio de Tetsuya cuando su figura paterna/jefe se ha vuelto contra él, vendiéndole para hacer paz con su peor enemigo: “If I die, like a man I’ll die” es la respuesta del protagonista.

En Branded To Kill, Suzuki abandona el arcoíris pictórico y la torrencial mezcolanza de géneros que hacen de Tokyo Drifter un caso tan particular, y rueda un más tradicional drama de asesinos en saturado blanco y negro. El filme sigue a No. 3, literalmente el tercer mejor asesino a sueldo en Japón, quien toma varias misiones (una vez más existe una estructura episódica, pero resulta más cohesiva gracias al peso de historia) para subir en el escalafón. No obstante, pronto conoce a Misako, mujer que sacude su existencia y, junto a un fuerte influjo de alcohol, le ayuda a descender en una espiral hacia el infierno, donde su cabeza tiene un precio en todo momento y pierde de vista su identidad. “Booze and woman kill a killer”, dictamina No. 3 antes del primer trabajo que le es asignado. Se trata de una profética sentencia que la pesimista y frenética perspectiva de Suzuki (con bastante humor negro para acompañar) lleva a su máxima ironía.

Junto a Pale Flower, Branded To Kill es uno de los filmes japoneses con mayor énfasis en la importancia de la femme fatale (la sociedad japonesa, después de todo, es históricamente patriarcal), pero el filme de Suzuki destaca el carácter sexual inherente de la figura (mariposas y agua siempre rodean a Misako, decepción y erotismo respectivamente). En una de las varias escenas de desnudos y sexo (el fetichismo de nuevo tiene repercusiones, No. 3 tiene una insana fijación con el olor del arroz recién hervido), la mujer expone la bestialidad con que el hombre mata y fornica, sin por esto ubicarse indigna de la ecuación: “Beasts need beasts. This is our fate.” Además de la sexualidad, el tema del alcoholismo, nada ajeno al cine negro (The Lost Weekend de Billy Wilder, In a Lonely Place de Nicholas Ray), es retratado con realismo y distinción (Suzuki batalló con el demonio en la botella durante varias etapas de su vida): No. 3, después de ser presentado cómo un seguro y confiado asesino, pierde en el licor su compás profesional e inmoral; teme por su vida, su cordura, su pasión, el hedonismo vacío y el dinero ya no le motivan.

Su enfrentamiento final con No. 1, casi todo el tercio final del filme, se transforma en mucho más que una demostración del ethos y orgullo masculino, acaba siendo una búsqueda de sí mismo y significado en vida, cuestiones que sin duda atormentaron a Suzuki cómo creador del filme. Por desgracia, este fue un desastre tanto en taquilla como en consenso crítico en la época, algo que no fue auxiliado por el fuerte carácter referencial del filme (especialmente al film noir norteamericano), la naturaleza incomprensible de los filmes de Suzuki (la crítica más frecuente a su obra) y la cantidad de sub-tramas que son sugeridas sin ser recorridas. Branded to Kill es cine instintivo y pasional, por esto mezquino, pidiéndole al espectador que acepte con naturalidad preceptos y símbolos que no logra entender por su novedad y obscuridad. Pero, al igual que Tokyo Drifter, con estos propone una inmersión sensorial en mundos insospechados e inusitados. Su obra es demasiado poderosa cómo experiencia cinematográfica para ser descartada: Suzuki encuentra en la locura su lenguaje personal en el género.

Cure (1997) de Kiyoshi Kurosawa

En una interpretación más moderna del discurso noir, Kiyoshi Kurosawa propone en Cure algunos de los iconos más reconocibles del género (el detective, la perspectiva criminal, la ambigüedad moral, la estructura onírica) pero los contrapone sobre un telón de cine de horror, dando luz a una de las mutaciones más logradas en el género global. Influenciado por los filmes de Shinoda (Pale Flower, Double Suicide), por la tradición de cine de horror existente en el país (Ugetsu Monogataru de Kenji Mizoguchi, Empire Of Passion de Nagisa Oshima, Jigoku de Nakagawa Nobuo, entre otros) y por los filmes de Samuel Fuller (Shock Corridor, The Naked Kiss los más evidentes), Kurosawa encuentra en el horror las mismas inquietudes que existían 50 años antes en el noir, pero el avance tecnológico y el desapego por el contacto humano en la modernidad eliminan los métodos de los investigadores de antaño y transforman las historias del género en nebulosas reflexiones donde las preguntas sobre lo sobrenatural (hipnosis, espíritus, fiebre de cabaña, por mencionar algunas) son preponderantes a las incógnitas del whodunnit tradicional. Para Kurosawa ya no existen filmes de género:

“No one knows whether these are horror or not. But just by uttering the word “horror,” countless works that cross eras, nationality, and authorship loom in front of our eyes, buzzing “me too, me too” all together. Just like a crowd of zombies. Now that I think about it, since there are no works that have failed to change my life even a little bit, all films are horror films. When people are trapped in the maze of genre, they arrive at this kind of reckless conclusion.”[2]

Cure sigue a Takabe, un melancólico detective con trágica historia familiar quien busca la lógica en una serie de asesinatos cometidos por ciudadanos comunes y corrientes, en los cuales las víctimas son personas cercanas al agresor y el modus operandi incluye cortar una enorme X en el cuerpo, a modo ritual. Entrevistando a los culpables, estos dicen no recordar nada respecto al crimen, salvo por la presencia unánime de un joven perdido con un encendedor quien pasa por sus vidas un par de días antes del crimen en cuestión. Kurosawa toma esta historia para exponer sus preocupaciones del Japón moderno: la soledad, el aislamiento, la desaparición del núcleo familiar y la creciente locura, sin perder de vista el marco genérico en el cual sitúa a Cure: Por un lado está el horror, fuertemente introspectivo y acompañado de un fuerte influjo de imágenes de pesadilla, indescifrables y violentas que desequilibran, incomodan y atraen al espectador en igual medida; por otro lado está el noir, con la perspectiva amoral y sesgada del detective Takabe, donde la información que recibe el espectador es la misma que recibe el protagonista, su duelo con el antagonista quien es igualmente ambiguo y abierto que el personaje principal, la búsqueda truncada de la verdad reemplazada por una conclusión abierta, fuertemente ligada al interés en desorientar a la audiencia (similar a la técnica de John Sayles en Limbo) cuando se añade a una estructura de rompecabezas. Kurosawa pide de quien vea la película (sus filmes, con la excepción de Tokyo Sonata, tienen este mismo requerimiento) aguzada atención y reflexividad sobre lo que presenta. Sus imágenes son indelebles tanto por su contexto cómo subtexto. La X, desde Scarface de Howard Hawks, es premonición de que algo verdaderamente terrible está a punto de suceder: Kurosawa, no se limita meramente a continuar el legado, sino que lleva este simbolismo a nuevas y emocionantes posibilidades.


[1] Shinoda, citado por Stephens en Pale Flower: Loser Takes All, Criterion, 2011, NY

[2] Kurosawa en What Is Horror Cinema? en Ritererû, Seidosha, Sept. 2011, Tokyo, Op. Cit. P. 23