This was one of those years in the Territory when Apache smoke signals spiraled up from the stony mountain summits and many a ranch cabin lay as a square of blackened ashes on the ground and the departure of a stage from Tonto was the beginning of an adventure that had no certain happy ending . . .
“Cuénteme una de vaqueros” puede surgir como una evidencia del desconocimiento de un género narrativo a través de su popularización masiva. Así se me ha antojado pensar al ver que, en muy raras circunstancias, el cine western es pregonado y elogiado en sí mismo. No vamos a mentirle a nadie, todos sabemos más o menos en qué consiste una película del viejo oeste, en la que mediante estructuras sencillas pero ingeniosas un hombre al margen de la sociedad debe elegir entre el amor y la venganza, siendo obligatorio un duelo de revólveres en medio de una calle abandonada por el choque de dos o más fuerzas en pugna. Pero, ¿A qué se debe este conocimiento esquemático de un género cuya sincera intención fue, en sus inicios, entretener con su retrato ficticio del oeste norteamericano mediante económicas lecturas en formato pulp?
El western es constantemente homenajeado como la aventura paradigmática, un arreglo cuidadoso de las teorías de Joseph Campbell, y al menos los países industrializados son enteramente conscientes de eso:
Casi que la filmografía entera de Quentin Tarantino apenas si merece más líneas de las que le estoy dando. Viajemos a Italia y nos toparemos con la obra reivindicativa del legendario Sergio Leone, así como el esmerado trabajo de Sergio Corbucci y muchos otros directores amparados por el Blasón (con B) del spaguetti western. En Japón, el más occidental de sus directores da cuenta del encuentro de dos primos lejanos que inadvertidamente pueden llegar a llevarse muy bien aunque principalmente se hablen por correspondencia, me refiero al chanbara (lucha de espadas) y los ya mencionados duelos de pistoleros, géneros que en Akira Kurosawa parecen fundirse sin mayor costura. En Alemania existe una apropiación del mito llamada Sauerkraut Western (la distinción nórdica del spaguetti) con títulos como Deadlock (1970) de Roland Klick o buena parte de la obra de Harald Reinl, expansor de la saga Mabuse, autor de Der Letze Mohikaner (1965) y de la saga Winnetou basada en las novelas de Karl May. Es más, incluso el infame DJ de trance Gigi d’Agostino parodia la dinámica del oeste en el video de su canción ‘Silence’, con resultados tan bochornosos y deleznables que me rehuso a discutir algo al respecto en este medio.
He ahí un listado, bajo ninguna medida comprensivo o iniciático siquiera, acerca de las numerosas influencias que ha engendrado una de las piedras angulares del Hollywood patinado en oro y nitrato de plata, pero ¿Qué hay del western en sí, las películas que lo iniciaron todo? ¿Alguien las ve hoy en día, más allá del ámbito académico? Arrojemos un poco de cariño a la obra que catapultó el concepto a los más altos estándares de la realización cinematográfica.
Para empezar, John Ford no es un recién llegado al patio en el momento de filmar Stagecoach. No sólo tenía a sus espaldas más de 50 películas (más largometrajes que cortos) sino que también hay un buen grueso de westerns silentes entre ese número, varios de ellos fotografíados por Ben Reynolds (de quien ya he hablado en otras ocasiones) y cuyo flujo menguó debido a los valores de producción requeridos para filmar un sonoro en la intemperie a inicios de los años 30s. Rara vez mejor dicho, en 1937 decide volver al ruedo adaptando un relato corto de Ernest Haycox llamado “Stage to Lordsburg”, pero David O. Selznick se rehúsa a patrocinarlo, por lo que los derechos de la obra hallan ámparo con Walter Wanger en los estudios Universal, y nace así una película a la que, en palabras de David Cairns, “Ford se aproxima con una nueva seriedad, como el gran Mito Americano”.
Y sí que se trata de un gran mito, coronado con un reparto de luminarias interpretando estereotipos sólidos. Stagecoach narra de manera suscinta y apasionada el cruce de una caravana de Tonto, Arizona, hasta Lordsburg, Nuevo México; otrora simple y ordinario hasta la llegada a la región de Gerónimo, acompañado por la violenta tribu de los indígenas Apache, algo de lo que nos enteramos a través de una comunicación telegráfica interrumpida de súbito.
El áuriga y responsable de la llegada a buen puerto de la caravana es Buck (Andy Devine y su increíblemente disonante voz), un hombre noble y honesto que es tratado como tonto en una tierra tan agreste como la suya, tierra de la que son despachados prontamente el Doctor Boone (Thomas Mitchell) y la joven Dallas (Claire Trevor, el mayor salario de la película), esto último a manos del comité de moralidad del pueblo representado por un grupo de señoras estiradas, que mantienen una estrecha relación con Gatewood (Berton Churchill) el intrigante banquero de Tonto. Cerca de ahí, la elegante Lucy Mallory (Louise Platt) busca a su marido, un oficial del ejército, y con prontitud percibe las atenciones especiales prestadas a ella por el misterioso Hatfield (John Carradine, el padre de David), quien es bien conocido en Tonto por su afición al juego. A lo largo de su último recorrido, Buck tiene noticia del trayecto que el fugitivo Ringo Kid tiene pensado emprender hacia Lordsburg, e ingenuamente se lo comenta al sheriff del pueblo, Curley (George Bancroft), que decide tomar cupo en la caravana, con escopeta en mano, para buscar al prófugo. Así pues, la caravana se dirige a Lordsburg con todos estos pasajeros nada relacionados entre sí… ¡Ah! Sin olvidar al señor Peacock (Donald Meek) quien de manera no-tan-accidental es nombrado por Doc como “Mr. Haycock”, en un movimiento que puede resultar tan homenajeante como ponzoñoso.
La caballería del ejército informa a los ocupantes de la caravana que, dada la amenaza activa de Gerónimo, el viaje queda bajo el riesgo de sus ocupantes. No obstante, nadie en el vehículo parece tener motivos para no querer adentrarse en el mundo de riesgo que supone el exterior, y es unánime la permanencia en el viaje. No tardan mucho en encontrarse, a lo largo del camino, con el célebre Ringo Kid (interpretado por John Wayne) y tras el obligatorio intercambio legal entre él y Curley, el vaquero renegado decide unirse a la comitiva, no sin antes hacer entrega de su característico Winchester, el cual lleva por motivos muy particulares. En la próxima parada los espera un cambio de guardia de caballería, pero el regimiento que se supone deberían hallar ahí, en el cual se halla el esposo de Lucy, no se halla presente, y el teniente (Tim Holt) se ve obligado a seguir órdenes y abandonarlos a su suerte, viendo impotente cómo se retiran al cruzar los hermosos paisajes de Monument Valley.
El carácter de estos personajes, aunque parezca conflictivamente inmóvil durante la mayoría del trayecto, va cambiando a medida que las peligrosas circunstancias ascienden la apuesta de vida o muerte sobre los ocupantes de la caravana. Eventualmente descubrimos que Lucy está ávida de verse con su marido gracias a “Little Coyote”, un intempestivo nuevo pasajero, y Kid debe llegar a Lordsburg para vengar la muerte de su padre y su hermano a manos de Luke Plummer (Tom Tyler) y sus difícilmente competentes hermanos, mas se siente contrariado al encontrar el amor en Dallas, que le ofrece huir en lugar de seguir arriesgando su vida en lo que queda del viaje. Hasta Peacock se transforma en un hombre asertivo y decidido, aunque la actitud de los demás tripulantes de la caravana hacia él no se ve muy afectada por ese hecho. Incluso las relaciones intrínsecas que podrían darse por sentado van alterándose a lo largo del trayecto, desde la de Buck-Curley hasta Doc-Peacock.
Para tratarse de una producción de no mucho presupuesto, el trabajo final es bastante pulido y evocador. El fotógrafo Bert Glennon ya había trabajado con Cecil B. DeMille en The Ten Commandments (1923) y con Josef von Sternberg en Underworld (1927), justificando que sus planos de Monument Valley y los demás exteriores sean sencillamente exquisitos, más aún si se le comparan con los sets techados en los que se desarrolla la acción de interiores, éstos últimos responsabilidad de Alexander Toluboff, un experto en películas de época. En una nota curiosa, los editores Otho Lovering y Dorothy Spencer violan a menudo ‘reglas’ de continuidad espacial, raccord y ejes, pero aún así son nominados para los premios Oscar® en 1940, sin duda gracias a su habilidad para mantener la emoción en los espectadores.
Envolviendo este cigarro, a pesar de mostrar a los Apache como algo más que obstáculos y resortes para el argumento, hay un cierto grado de comentario social dentro de Stagecoach. Es necesario aclarar que, bajo muy pocas luces, el retrato de la sociedad norteamericana va más allá de la alegoría, y se trata de una reidealización romántica del oeste, aquella con la que hemos crecido y no renegamos en lo absoluto. Hay elementos sempiternos de la ficción ahí inscritos: el banquero corrupto, la noción (aludidamente sexista) de la mujer como una alternativa a la violencia, la civilización como un eje de indiferencia, pero a través de esas claves artesanales se narra una historia que no sólo resiste el embate del tiempo, sino que además crea un universo que, aunque explorado en más de una ocasión, sigue siendo salvaje y fantástico para muchos de nosotros. El río del western adquiere muchas tonalidades a lo largo de su cauce, pero es aquí, cerca a su nacimiento, donde lo vemos más puro y cristalino.
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