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Paul Thomas Anderson: Hard Eight (1997)

En el que aparentamos gastar más de lo que ganamos

Hace unos días leí una antología de crónicas que llegó oportunamente a mis manos. Dicha colección, titulada La América de una planta, reúne las narraciones de un par de reporteros durante un recorrido de más de dos meses por ciudades y carreteras estadounidenses. La particularidad de esta compilación radica en la repulsiva y honesta perspectiva de sus autores: los ucranianos Iliá Arnóldovich Fainzilberg y Evgeni Petróvich Katáev –mejor conocidos por sus heterónimos Ilf y Petrov-, fueron los corresponsales del diario soviético Pravda encargados de desmitologizar el capitalista e hipócritamente secular estilo de vida norteamericano de finales de la década de los treinta. A partir de sus crudos relatos y reflexiones, desentrañaron los vicios de aquella sociedad que pretendía encadenar al fantasma de la Gran Depresión y proyectar una imagen de ostentosidad, satisfacción y felicidad. Esta extensa responsabilidad de carácter nacional y propagandista –el partido comunista necesitaba de documentos que oxigenaran su sistema político- se adelantó a sus expectativas informativas y retrató con fidelidad al norteamericano de un único piso, es decir, a una sociedad que sin importar su clase social, región o religión predicaba una única identidad plagada de desolación, decadencia y pobreza de espíritu. Además, su amplia comprensión de la noción de “publicidad” -que sorprende tanto por su inicial desconocimiento y posterior precisión como por su pertinencia en la actualidad- les permitió acceder a la doble moral con la que esta cultura ocultaba sus vacíos existenciales tras bastidores materiales.

Disfruté de los cuarenta y siete reportajes de esta antología y los recomiendo por su riqueza documental e historicista. También destaco su fluidez y la transparencia de sus contenidos: claros,  contundentes y asequibles a cualquier lector. No obstante, a medida de que sus pincelazos narrativos me embriagaban, confieso que mi memoria me remitía constantemente hacia la filmografía de uno de los directores contemporáneos de mayor acogida crítica: Paul Thomas Anderson. Con tan sólo seis largometrajes –próximos a complementarse con un hermano menor,  Inherent Vice-, Anderson se ha consolidado como el magistral exponente de un vasto proyecto que desentraña en la enfermiza cotidianidad del norteamericano –y hombre occidental- su fragilidad y retorcimiento en la espiral del consumo. La perfecta complejidad de personajes como Eddie Adams, Daniel Plainview y Freddie Quell merece todos los elogios que nuestra lengua permita y todas las muestras de impotencia que un espectador pueda manifestar.

Los documentos de La América de una planta –que aparecerán próximamente con ambigua regularidad- son el pretexto para repasar y revisar la obra de uno de los directores predilectos de la casa filmigranesca. Aunque sus películas son desastres taquilleros y fósforos para bidones de gasolina, su autenticidad crítica como director y sus sobresalientes virtudes como guionista lo convierten en un artista esencial para nuestros tiempos. Estos estudios se realizarán cronológicamente y a la espera de elucidar su magnífica línea de evolución artística; la brecha entre Hard Eight y The Master es despiadada pero coherente. Para ponerlo en palabras de nuestros apreciados protagonistas, “Don’t stop, Big Stud!”.

Sin más preámbulos, sumerjámonos en 1996-1997, años en los que Independence Day, Titanic, El profesor chiflado y Space Jam consumieron nuestras estériles cabezas.

“You know the first thing they should have taught you at hooker school: you get the money up front”.

Hard Eight, como opera prima de Anderson, no tuvo un éxito significativo y tampoco pretendemos engañarlos a ustedes, voraces lectores, con juicios viciados por la idolatría hacia nuestro homenajeado director. Sin embargo, nos vemos en la obligación de reivindicarla puesto que, si bien no goza de la fama de las obras subsecuentes, merece un poco más de reconocimiento y de difusión. Es más de lo que podríamos esperar de un joven auteur que con tan sólo veintiséis años de edad se embolsilló a una productora y a varios actores de renombre. ¿Acaso Anderson habría de seguir los mismos pasos emergentes que siguieron Orson Welles o Stanley Kubrick en sus respectivas eras cinematográficas? No exactamente; Hard Eight no es ningún Killer’s Kiss, muchísimo menos un Ciudadano Kane. Aun así, cuenta con los matices por los cuales sus obras posteriores triunfarían.

Sydney (Philip Baker Hall), un hitman retirado, invita al mísero John (John C. Reilly) a tomarse un café aunque nunca antes se hubieran visto. El joven John busca seis mil dólares para enterrar a su madre y Sydney promete ayudarlo a alcanzar dicha meta. Sin embargo, John sospecha que Sydney desea obtener favores sexuales en agradecimiento por su cortesía e intenta abandonar la cafetería. Después una persuasiva charla, John deja sus prejuicios de lado y se embarca con su nuevo compañero en un viaje hacia Las Vegas donde esperaría conseguir el anhelado dinero funerario; sin saberlo, ha pasado a ser cómplice de los sabios planes de Sydney para vivir a costa de un vacío en la reglamentación de los casinos.

El reiterativo plan funciona por su sencillez y discreción: John debe entrar en cualquier casino de mediana reputación, presumir de su supuesta ludopatía y solicitar una rate-card con la cual pueda registrar el dinero que ha invertido a lo largo de una noche de juego; después de solicitar $150 en fichas de un dólar, debe gastar máximo $20 en máquinas tragamonedas alejadas a lo largo de una hora; cumplido el tiempo estipulado, debe canjear cien fichas por un billete de $100, el cual pasará inmediatamente hacia otra mesa de juego y comprará de nuevo otras cien fichas que serán registradas en su rate-card; este proceso se repite cíclicamente para que el casino crea que John ha gastado diez veces lo que en realidad ha apostado. Con esa estrategia John no sólo conseguirá ganancias (la máquina ocasionalmente lo favorecería) sino privilegios gratuitos por parte del casino (hospedaje, alimentación y entretenimiento) para conservar al “gran apostador”. Mediante este plan y el olfato de Sydney –que cubriría cualquier falla con sus arriesgadas habilidades en los dados y sus incesantes apuestas al hard eight (par de cuatros)-, John consigue un estilo de vida respetable que admira silenciosamente la generosidad de su mentor.

“Jesus Christ, why don’t you have some fun? Fun! Fun!”

Como era de esperarse, esta estrategia no se perpetuaría eternamente. Pasados unos meses, la aparente estabilidad cambia cuando John se enamora de la animadora/prostituta Clementine (Gwyneth Paltrow) y hace amistad con el extorsionista Jimmy (el inesperado Samuel L. Jackson). Esto traerá problemas tanto por los torpes intentos de John para que su enamorada abandone sus oficios como por los ilegales movimientos que atentan contra la armonía de la relación entre John y Sydney. Además, la eficacia apostadora de Sydney desaparece periódicamente. Estos giros melodramáticos le dan cierto dinamismo al filme pero francamente no aportan ninguna novedad a las historias en las que el juego constituye el eje catalizador; asumo que El jugador de Dostoievski arrasó con todos los arcos narrativos posibles.

A pesar de eso, el filme con cautela plantea la incógnita que hace de Hard Eight una obra distinta: ¿por qué Sydney cobija a John y no a cualquier otro pordiosero de Nevada? La frialdad del maestro y la inocencia del aprendiz florece en una relación paternalista que sin muchos diálogos logra una meditabunda conexión familiar. El astuto hitman sólo destella simpatía ante la facilidad con la que su estúpido ahijado busca su felicidad. Cada paso en falso es un eslabón más de la cadena que los unirá en esa respetuosa pero jerárquica relación.

Hay entrevistas y reportajes que señalan el escaso control que Anderson ejerció sobre su obra; no sólo se vio obligado a cambiarle su título (originalmente habría de llamarse Sydney en alusión al protagonista del filme mas no de la ciudad australiana) sino a eliminarle cerca de una hora de escenas. No obstante, el resultado final tampoco es lamentable; por el contrario, aunque sólo nos resta llover sobre lo que dejó de ser, es un cálido drama sobre los estragos de un paternalismo transpolado. Las representaciones de los cuatro actores principales son sobresalientes, sobre todo la de Paltrow ya que nos hace olvidar por escasos minutos del horripilante engendro en el que se transformó con el cambio de siglo. Además, Hard Eight cuenta con un inmenso valor agregado: este filme fue (por razones obvias) la primera colaboración entre Anderson y el aún desconocido Philip Seymour Hoffman, quien desempeña el breve papel del atronador que opaca la concentración de juego de Sydney. Quién imaginaría que esa amistad decantaría diecisiete años después en la que tal vez es la mejor película de esta emergente década.

Hard Eight, reitero, cumple con causar una buena primera impresión sobre el potencial de Anderson. La película es agradable e incluso ciertas escenas empatan levemente con las virtudes de Leaving Las Vegas, filme contemporáneo que seguramente inspiró al cineasta. Así mismo, asienta el camino para la victoria sentimental que logrará con Punch-Drunk Love. Sin embargo, el joven Anderson todavía debía adquirir garantías económicas y artísticas para manifestar todo su esplendor. La posibilidad de competir Cannes y la aceptación de un segundo proyecto con mayor autonomía son los premios que este modesto pero acogedor filme alcanzó para su creador.

Esperamos que no deban esperar varios meses para la próxima entrega. Mientras tanto, pueden ajustar sus pantalones y brillar sus patines para Boogie Nights.

Erich von Stroheim: Foolish Wives (1922)

Apenas si han pasado 2 años desde su debut como director, y ya nos encontramos con las primeras joyitas en la relación de Erich von Stroheim y sus productores. Con lo anterior no sólo me refiero a que fue lanzada por Universal Super Jewel, una rama de la productora Universal encargada de auspiciar títulos de prestigio por los que se cobraría un precio de taquilla mayor; también hay unos brillantes con muescas que dificultarán el futuro de nuestro director…

Foolish Wives, la tercera película del “noble” austríaco, tardó 11 meses en producción, y después de toda una infinidad de problemas, el filme terminado nos entrega una nueva historia de adulterio, ingenuidad y egos disparados. Escrita por el mismo von Stroheim, narra la llegada a Monte Carlo del embajador norteamericano Andrew Hughes (interpretado por Rudolph Christians), con su esposa Helen (Miss DuPont) donde coincidencialmente dos “princesas” rusas, Olga y Vera Petschnikoff (Maude George y Mae Bush) se hallan aparentemente vacacionando con su primo, el Conde Wladislaw Sergius Karamzin, capitán de la 3ª de Husares de la Armada Imperial Rusa (interpretado por…).

“No se quejen si no se vieron El Jeque, señoritas.”

Las princesas y el embajador se encuentran y forjan muy sanas relaciones, de una manera similar a como nuestro infame conde lo hace con la mujer de aquel. Tal y como sucede en la precedente Blind Husbands (que podría intercambiar su nombre facilmente con esta película y nada malo sucedería) la forastera se aburre, y es el carismático y coqueto oficial quien se encarga de divertirla a lo largo del Monte Carlo reconstruido en el set, con todos los lujos imaginables del sitio en el que está basada la locación.

No obstante, no tardamos mucho en descubrir la verdadera intención de las princesas artificiales y su primo casanova: sonsacarle dinero a los aristócratas (y ligar de cuando en cuando, si el tiempo lo permite). Sergius, con el fin de ser lo suficientemente galante y auténtico como para recibir la atención de Helen, derrocha cantidades enormes de dinero, lo que lo empuja a solicitarle dinero a Cesare Ventucci (Cesare Gravina, que hace de Zerkow el judío de Greed), un contrabandista que emite dinero falso y que cuida de una bella joven (!) que palidece en cama. No siendo suficiente, Sergius también se remite a recibir un préstamo de su propia críada, Mariushka (Dale Fuller, ¡la críada mexicana de Greed!), quien está enamorada del conde.

Por fortuna, esto no vuelve a suceder jamás.

Todos pasan un delicioso rato en el innecesariamente costoso Casino: una fiel y ostentosa recreación de un sitio lúdico semejante en Monte Carlo. Hay trajes de seda, lujosas cofias nocturnas y tuxedos auténticos. Incluso, el dinero que circula es tan real que von Stroheim fue arrestado en plena producción por contrabando, de lo cual se salvó aduciendo a que se trataba tan solo de ‘la utilería de una película’. Así es que se crean los personajes.

Sea como fuere, Sergius le envía una pequeña y comprometedora carta a Helen, citándola en la torre de su condominio (inequivocamente nombrado “Villa Amorosa”, porque algo parecido a “Karz’ Love Shack” habría sido suficientemente disuasivo para la esposa del dignatario). Sergius se encuentra con Helen y, lamentablemente, Mariushka es testigo invisible de la tórrida conversación entre ambos. Salvando la inocencia (otra referencia a Greed…) deja que la relación entre su patrón y la mujer que lo visita arda como es debido.

Hay bomberos, ‘trackings’ de cámara, manos agitándose en el aire y no pocas referencias/homenajes a The Birth of a Nation, tras los cuales llega un Andrew confundido y sin idea alguna de lo que sucedió con su mujer. Ahora, los fieles y muy atentos lectores estarán pensando en estos momentos “¡Claro, la carta! El marido, hasta ahora totalmente ajeno a la trama, leerá la carta y descubrirá al conde justo a tiempo“, tal y como sucede en Blind Husbands; pero, ante el beneficio de la duda, podríamos decir que eso sinceramente no puede suceder porque von Stroheim ya empleó ese mecanismo narrativo hace menos de 2 años, ¿Cierto?

Eran buenos los tiempos en los que cada esquela, carta o telegrama venía con su respectiva cabeza holográfica.

Supongo que no sobra revelar que von Stroheim no tiene formación académica en teatro, literatura o cualquier medio que se le parezca. Así bien, llegamos a un final revelador, en el que se nos demuestra irónicamente que las apariencias engañan, y no hay nada mejor que el amor auténtico. Sabiamente dicho por un hombre con múltiples personalidades.

Debo confesar que lo anteriormente escrito no rinde el debido culto a la presunta “primera producción de un millón de dólares” (ya sabemos que el maestro Griffith se adelantó con Intolerance e invirtió el doble de esa suma) y que quedan muchas cosas por fuera para relatar, pero si nos ponemos a pensar que el original duraba alrededor de 9 horas y fue recortado tanto durante como después de la producción, sólo nos queda apelar a la imaginación para saber qué otras tramas se habrían desenvuelto en la película. Seguramente había alguna explicación de por qué Cesare le pasaba dinero con tanta facilidad a Sergius, o bien, tendríamos tal vez un final más profundo y extendido del que actualmente podemos ver.

No obstante, lo que sí quedó impreso en la película y hoy día podemos apreciar es la soberbia actuación, que no guarda ningún vestigio o relación con el teatro. La dirección de arte, como ya se ha dicho implícitamente, es magnífica. Qué decir de la fotografía, llena de texturas y golpes de luz que he podido apreciar incluso en la putrefacta versión que poseo. Seguramente resultaría muy difícil recuperar la inversión e incluso ganarle algo al producto final, pero lo que para muchos directores habría sido el fin de su carrera, fue apenas un foco de notoriedad para un excéntrico von Stroheim, preparándose para fabricar su cruz y obra maestra, su Apocalypse Now, su propia condena…

Ustedes no las ven, pero abajo de ese peñasco hay 2 películas.

Si su interés va más allá de la lectura, pueden descargar la película en este enlace, legalmente.