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Paul Thomas Anderson: Magnolia (1999)

En el que perpetuamente habrá 82% de probabilidad de una lluvia torrencial.

“When the sunshine don’t work / the Good Lord bring the rain in”
Fragmento de la improvisación musical de Dixon

Para reflexionar sobre la monumentalidad de Magnolia antes hay que tomar un respiro profundo, exhalar con parsimonia, repetir este proceso tres o cuatro veces más y recordar rápidamente al cuentista Raymond Carver vía Robert Altman, el aclamado director de M*A*S*H, The Player y Gosford Park. En 1993, Altman presentó Short Cuts, un ambicioso LARGOmetraje cuyo tema central es la inquebrantable cadena de acción y reacción entre seres humanos. A partir de un heterogéneo grupo de angelinos, el filme se propone a entrecruzar los arcos narrativos de sus protagonistas desde la nimiedad o magnitud de sus acciones y, por supuesto, desde la casualidad de sus esporádicos encuentros. Este proyecto surgió a partir de la lectura de la obra de Carver, quien una década atrás se había consolidado como uno de los cuentistas norteamericanos más reconocidos tanto por su obra como por su alcoholizado estilo de vida. Su simbólica aridez y crudeza prosaica reflejaba un mundo suburbano occidental en el que sólo algunos trágicos detonantes –llamadas telefónicas tensionantes, desbordantes mentiras y muertes accidentales- permitían a los protagonistas de sus historias escapar del aburrimiento de la microscópica rutina de la urbe. Aunque su obra erróneamente se iguala a la de sus coetáneos Charles Bukowski y John Cheever y con frecuencia se cuestiona la autenticidad de su autoría, Carver discretamente le dio un nuevo hálito a la cuentística mundial al retratar el deteriorado espíritu de la vida en comunidad mediante la denuncia de su propio malestar: su inestable e inagotable repetición a la espera de una abrupta sacudida. Hoy en día es recordado por colecciones narrativas imprescindibles tales como Will You Please Be Quiet, Please?, What We Talk About When We Talk About Love y Cathedral, entre otras.

Altman y su coguionista Frank Barhydt -fieles admiradores de la técnica narrativa de Carver- empezaron a esbozar Short Cuts en 1989, un año después de la muerte del cuentista a causa de un cáncer de pulmón. Los guionistas se percataron de varias líneas de fuga en común dentro de la obra del ahora-mártir escritor, las cuales brotaban con naturalidad a medida que sus cuentos se agrupaban en distintas posibles lecturas. Todas éstas compartían una visión arbitraria de la vida, es decir, un mapa en el que cada sujeto no se encuentra preparado para enfrentarse a lo impredecible y se asombra al reconocerse como causa y efecto de otros sujetos. En la versión definitiva del guión, Altman y Barhydt lograron alinear sus sospechas y, a partir de nueve cuentos y un poema, crearon aquella amplia red de posibilidades vitales dentro de una pequeña área californiana. A propósito de una breve presentación que escribió para Short Cuts –una edición complementaria al filme y que, predeciblemente, reunía aquellas historias que inspiraron el largometraje-, Altman sostuvo lo siguiente: “In formulating the mosaic of the film Short Cuts… I’ve tried to do the same thing – give the audience one look. But the film could go on for ever, because its like life – lifting the roof off… and seeing some different behaviour”. Este enunciado no sólo se presentaría de forma simbólica; como se ve en el filme, el terremoto es el fenómeno que integra literal y metafóricamente el poder de cambio de todas estas líneas argumentales.

Short Cuts fue un desastre absoluto en taquilla. Su público difícilmente digirió sus más de tres horas de duración. Además, tanto la asistencia como los galardones se inclinaron por las populares apuestas de Amblin Entertainment, es decir, Jurassic Park y Schindler’s List. Sin embargo, su innovadora propuesta no pasó desapercibida y algunos circuitos críticos cercanos la celebraron; incluso obtuvo el Independent Spirit Award a mejor filme y el León de oro en el Festival internacional de cine de Venecia (premio que compartió con la igualmente impecable Trois couleurs: Bleu de Krzysztof Kieślowski). Además, para algunos adeptos de Altman esta obra significó el ápex de sus habilidades como guionista, tanto así que se dedicaron a conservar y dispersar su significación artística. Paul Thomas Anderson fue uno de esos devotos que llevó esta admiración a otro nivel. En definitiva, se requieren muchas agallas (y dinero) para emular un tributo que en teoría debía estar condenado al olvido.

1997 fue un año crucial para P.T. Anderson. En un texto previo se desarrolló cómo a través de Boogie Nights compensó sus ideales de adolescentes al materializarlos en un caricaturesco alter-ego. Hay que recordar que con este filme Anderson alcanzó un repentino esplendor crítico y de taquilla que fue sabiamente recompensado por sus patrocinadores. Su productora (New Line Cinemas), satisfecha por las virtudes del aún joven director y guionista, le premió con un regalo que sólo se podría denominar como un acto de fe absoluta: libertad creativa y presupuesto prácticamente ilimitado para que realizara su tercer largometraje tal como él quisiera. El director revelación, agradecido y a la espera por demostrarle a sus seguidores que Boogie Nights no fue un único golpe de suerte, inició la escritura de Magnolia. Además, alrededor de esos meses iniciaba una corta pero fructífera relación sentimental con la cantante Fiona Apple, relación que recibió atención mediática no sólo por la popularidad de ambos artistas sino por su compatibilidad: varios videos musicales, el álbum Extraordinary Machine y una que otra inspirada historia dentro de la filmografía de Anderson son algunos de sus más reconocidos retoños. Nada, en teoría, debía corroer el ascenso del hambriento guionista.

Sin embargo, algunas lamentables experiencias mancharon su pacifismo creacionista. En un principio pretendía narrar una pequeña historia que le permitiera escapar de ellas y,  a partir de las hipoglicémicas letras de Aimee Mann (quien al final tomaría el control de la música para Magnolia y relegaría a Apple a la pintura de algunos cuadros decorativos que se hallan a lo largo del filme), creó a la vulnerable Claudia Gator y esbozó su difícil relación tanto con su padre como con su cocainomanía. Posteriormente, algunas difusas imágenes empezaron a apropiarse de su fluidez creativa y terminaron por dominarlo. Este proceso cobró vida por sí solo hasta el punto de enraizarse en algunos dolorosos recuerdos, todos ellos relacionados con la muerte de su padre, Ernie Anderson, quien falleció a principios de aquel año. Su partida alimentaría los dos ejes principales de su naciente guión: el luto y la reconciliación familiar. Además, esta creciente purga fue detonada durante un breve retiro en la cabaña de su amigo William H. Macy (de nuevo: gracias por Fargo), retiro en el que al parecer Anderson se sintió acechado por una serpiente y lo obligó a encerrarse hasta finalizar la coraza de su guión. Este reptil símbolo confirmó la emergente sospecha de Anderson: su próximo proyecto, contra su voluntad, debía exorcizar sus demonios internos. Como sostiene una certera oración acuñada por el desmitologizante profesor Bergen Evans y utilizada en dos momentos cruciales del filme, “We may be through with the past, but the past is not through with us”. Sorpresivamente el proceso de escritura de Magnolia tardó sólo dos semanas según algunas fuentes cercanas.

Con cada creación, con cada personaje Anderson se percató de la necesidad de reestructurar su estilo si deseaba abarcar todas las líneas narrativas que entrelazaría. Esto, una vez más, lo condujo hacia su mentor técnico: Robert Altman. Si bien había expresado su particular obsesión por Altman durante las entrevistas promocionales de Boogie Nights, con su tercer filme se aseguró de que nadie más volviera a preguntarle qué director lo inspira a ser cada día más un mejor cineasta. De hecho, desde un nivel narratológico, Boogie Nights y Magnolia son dos caras de una misma moneda llamada Short Cuts y, mejor aún, de la totalización de la obra de Carver: la conceptualización de la inestabilidad en oposición a la rutina. Mientras que en la primera cara Anderson había explorado su faceta más exteriorizada, en la segunda exploró la más interiorizada. En otras palabras, Boogie Nights opera como una nuez deductiva, es decir, a partir de un personaje-causa (Dirk Diggler) el filme desarrolla todos los posibles efectos dentro de su nicho social; por el contrario, Magnolia es una nuez inductiva cuyo tema-efecto (la incertidumbre) es la constante que debe situarse en cada una de las líneas argumentativas hasta hallar las causas de esa aparente anomalía. Ambos filmes, como es bien sabido, cuentan con un extenso ensamble cuyo propósito principal es explayar las posibilidades de este par de detonantes y así sobrepasar los mismos límites embotellantes que padece el cine por definición. Aunque hayan ocurrido por motivaciones totalmente distantes entre sí, Anderson intentó (y logró) apresar la noción de infinitud para tomar, en este caso, los ideales de Altman y llevarlos a un público que pudiera darle una segunda oportunidad a Short Cuts. Ahora, sólo necesitaba al ensamble perfecto para desenterrar a todos estos muertos vivientes. Después de reunir a varios conocidos y seducir a otros venturosos actores, a manera de ceremonia inaugural proyectó la poderosa Network de Sydney Lumet para empezar a filmar ininterrumpidamente a lo largo de diez semanas.

Mientras que Akira Kurosawa, Federico Fellini y Werner Herzog eran autosuficientes siempre y cuando contaran con Toshirō Mifune, Marcello Mastroianni y Klaus Kinski, respectivamente, Anderson necesitaba de un numeroso ejército para impulsar cada una de sus ideas. El listado de participantes de Magnolia sorprendería a aquellos desprevenidos espectadores que desconocen del playbill de Boogie Nights. Sin embargo, para aquellos que sí lo recuerdan no cesa de sorprenderles que una gran parte del elenco principal regresara a la plantilla de Anderson y que, además, lo hicieran para interpretar personajes radicalmente opuestos sin morir en el intento: John C. Reilly abandonaría la magia y el karate para retraerse bajo la máscara del inseguro pero cándido oficial Jim Kurring; Philip Baker Hall pasaría de ser un cazatalentos y un oráculo del videocasete a ser Jimmy Gator, el moribundo presentador de un programa de concurso para niños; Melora Walters (la actriz revelación de este grupo) se desprendería de su ingenuidad histriónica para interpretar a Claudia, hija de Jimmy y de quien ya se habló hace algunas líneas; Julianne Moore (quien, por cierto, es la única actriz que participa tanto en ambos filmes de Anderson como en Short Cuts) ya no sería la exótica y maternal actriz porno sino Linda Partridge, una esposa por conveniencia adicta a los antidepresivos; por último, William H. Macy rechazaría la sumisión para evitar la pronunciada decadencia de “Quiz Kid” Donnie Smith. Philip Seymour Hoffman también regresaría al casting pero en un papel mucho menos demandante (Phil Parma, el torpe pero catalizador enfermero del que nada se esperaba y nada se esperó). Otros actores con los cuales nos reencontramos son Ricky Jay (aunque, en este caso, en un papel prácticamente similar al de Boogie Nights: un asistente de dirección ubicado en distintas décadas), Alfred Molina y Luiz Guzmán, quienes a pesar de no contar con papeles protagónicos ambientan la familiaridad del universo paralelo andersoniano.

Las dos novedades del reparto principal son aportes que maravillan por su significación histórica. La primera de ellas corre por cuenta del veterano Jason Robards –ganador de dos Óscares, uno de ellos por la pertinente All the President’s Men-, quien obtuvo su papel ante el abandono de Burt Reynolds (quien, si no lo recuerdan, chocó con Anderson después del resultado final de Boogie Nights) y el rechazo absoluto de George C. Scott (quien tildó el guión como la peor basura que jamás haya leído). El estoico intérprete trazaría honrosamente un paralelo entre su vida y su personaje Earl Partridge, dueño de la productora que patrocina el programa de Jimmy Gator y que busca confesarse tanto con su esposa Linda como con su hijo perdido antes de sucumbir ante una eutanasia por morfina líquida. Su entrega y compromiso con su papel son aun más honorables cuando se identifica que Magnolia fue su último largometraje y que moriría menos de un año después de su lanzamiento. La segunda novedad es más llamativa por sus excentricidades dentro y fuera del set: Tom Cruise. Éste interpretaría a Frank Mackey, aquel abandonado hijo de Partridge que huiría de su traumática infancia al ser el aclamado conferencista de Seduce & Destroy, el programa de charlas que justifica la misoginia mediante el lema “No pussy has nine lives”. Más allá de la excelente interpretación de Cruise (premiada en los Globo de oro), hay un acontecimiento del que no hay mayor registro pero que merece una digna documentación: cuando Anderson se vio en la obligación de viajar a Nueva York para proponerle su guión a Cruise, asistió a una de las grabaciones de Eyes Wide Shut. Esto implicó una obligada charla con el magnánimo Stanley Kubrick, quien no necesita ningún tipo de presentación. Éste es el único video que registra fragmentariamente los posibles temas de discusión y los consejos que el talentoso maestro pudo transmitirle a su modesto heredero. El encuentro de titanes, lastimosamente, sólo podrá recrearse en nuestras ambiciosas mentes.

Para hilar Magnolia mediante el uso de palabras se requiere más que todo concentración; sin duda alguna la tarea es mucho más sencilla cuando se tiene a la mano el registro fotográfico de cada uno de los personajes. Al igual que ocurre en el intrépido y colosal Ulysses de James Joyce, Anderson se sumerge durante veinticuatro horas en las vidas paralelas de variados habitantes de Los Ángeles, los cuales son causa y efecto de sus propios devenires. Después de que el narrador le recuerda al espectador la importancia del reconocimiento de la casualidad, los barridos de imágenes y el uso constante del estilo indirecto libre esparcen todas estas líneas argumentales de las que tanto ha hablado este escrito y que una vez más deben ser mencionadas para presentarlas con mayor orden –al menos hasta que el mismo lenguaje lo permita-.

De nuevo, tomen un respiro y empecemos: el magnate de la televisión Earl Partridge (Robards), en su lecho de muerte, reevalúa la falsedad nominal de su matrimonio con Linda (Moore) –la cual está al borde de un ataque de nervios por sus ambivalentes sentimientos hacia su protector- y reprocha haber desamparado a su hijo Frank (Cruise) -fanfarrón que promete a sus clientes el secreto para conquistar a cualquier mujer pero que pronto será develado por una exhaustiva reportera-; Earl, en uno de sus últimos destellos de lucidez, le pide a su enfermero privado Phil (Hoffman) que lo ayude a reencontrarse con su hijo y este último, sacudido por su responsabilidad, empieza a trazar telefónicamente la posible ubicación de Frank; a su vez, la empresa de Earl produce el programa “What Do Kids Know?”, el cual es comandado por Jimmy Gator (Hall) desde hace treinta años y que, debido a un cáncer homólogo al de su jefe, se ve obligado a confesar ese mismo día una vida llena de excesos, engaños y mentiras -las cuales no son toleradas por su drogadicta y frágil hija Claudia (Walters) y hacen dudar a su esposa Rose (Melinda Dillon)- mientras se presiona a conducir su programa una última vez; durante dicho programa, el niño genio Stanley (Jeremy Blackman) está a punto de romper un registro pero todos sus allegados –su padre incluido- hacen caso omiso de su sencilla solicitud de ir al baño, perjudicando significativamente su desempeño; este programa es visto por Donnie (Macy), actual poseedor del récord en el show de Gator y quien vive atormentado tanto por su descendiente fama como por su incompetencia en labores tanto sencillas (parquear su automóvil y ser un vendedor competente de electrodomésticos) como complejas (aceptar su homosexualidad); por último, Claudia, en un desesperado intento por encarrilar su vida, acepta salir con el discreto oficial Jim (Reilly), quien llega al apartamento de Claudia por un informante anónimo y que debe lidiar con su profesionalismo al ser blanco de una pandilla que roba su arma.

Como se mencionó en repetidas ocasiones, el estado de caos o de crisis es el eje generador de todos los conflictos de este melodramático filme. Así como Claudia y Frank son evidentes analogías de Anderson, Partridge y Gator lo son de su padre. Éstas centrales relaciones consanguíneas le permitieron al guionista exhumar artísticamente su luto, no sólo al otorgarles una digna despedida (o final abierto) sino al reconocer la ambivalencia entre la voluntad y el azar. Al jugar con todas estas gigantescas posibilidades narrativas y explorar sus vicios desde varios famélicos espíritus a la espera de completarse, puso en práctica las enseñanzas de Altman; Anderson, por leyes transitivas, habría de convertirse en Raymond Carver. Al explorar todas las posibles conexiones entre sus personajes, permitía que sus espectadores se preguntaran por los posibles destinos de esta miríada de protagonistas hasta el punto de hacerles creer que son prestidigitadores de la fatalista ciudad californiana. El mundo citadino, aunque pequeño dentro de sus historias, repite patrones suburbanos que no dejan de sorprender tanto por su verosimilitud como por su componente dramático. De hecho, su cadena de causas y efectos es el oxígeno de este tensionante filme. Incluso puede llegarse a creer que, después de pasada las primeras dos horas del filme, todos los personajes van a ser sepultados por las pésimas decisiones de aquellos que poseen dicho determinante poder causal; además, al ser una red, todos recaerían en un perpetuo ciclo de miseria.

Con la lluvia de ranas (spoiler alert) Anderson reitera su tesis inicial a partir de Short Cuts: por más que se crea que todo está predeterminado, siempre habrán peculiares coincidencias que reformularán estas aparentes secuencias lógicas. La simbología de la peste está presente a lo largo de todo el largometraje y hay artículos enteros dedicados al análisis de Éxodo 8:2 (“Y si te rehúsas a dejarlos ir, atente, heriré todas tus fronteras con ranas”). Aunque esta lluvia es inspirada en un acontecimiento real que ocurrió hacia 1997 en Villa Ángel Flores, México, de igual forma es casi imposible de creer, incluso mucho más después de terminar de ver este filme. Sin embargo, la intencionalidad de Anderson no es hacer una vulgar copia de Altman, como lo sugiere esta pésima comparación. Por el contrario, es un consecuente reconocimiento de la inferioridad racional, de la imposibilidad del control absoluto y de la apertura a la reorganización sistemática. La falsedad del dominio racionalista es fácilmente desmentida por la arbitrariedad. En definitiva, tiene sentido considerar dentro de un esquema ordinario (en cuanto a orden) que una lluvia de ranas es tan probable como el abandono de un familiar ya que ambas desbordan nuestros límites reguladores y totalizantes.

La apuesta de Anderson, aunque requirió de una producción excesiva, produjo los resultados esperados: un filme que aprendió de los límites de su mentor para celebrarlos al sobrepasarlos. Además, desde una perspectiva un poco más optimista, este filme se sostiene sobre la misericordiosa fracción de la ideología judeocristiana que sostiene la salvación autónoma, es decir, que los seres humanos dan lo mejor de sí ante situaciones críticas, tal como lo hace Job. En Magnolia esto se ve a partir de una anfibia alegoría, lo suficientemente clara para justificar más de tres horas de familiaridad emocional. El desenlace, acompañado de la emotiva y candidata al Óscar a mejor canción original “Save Me” (de Aimee Mann), reafirma la solidaridad incondicional entre desconocidos que unos años más adelante habría de cobrar mayor significación con la caída de las Torres gemelas, epítome de la generación que aclamaría años más tarde cada uno de los filmes de Anderson.

Afortunadamente este filme se sobrepuso a las pérdidas iniciales de su estreno (casi US$17M) y ganó un estatus crítico local que patrocinó una milagrosa recuperación financiera con el pasar de los años y una gran acogida por fuera de Estados Unidos. Además, a pesar de la puja de premios con la película arrasadora de ese año (American Beauty), el equipo de trabajo de Magnolia obtuvo uno que otro galardón especializado. Sin embargo las gratificaciones que este filme produjo fueron más personales que públicas, tanto así que Anderson afirmaría que es la mejor producción que podría llegar a realizar. Además, acaparó la admiración de tal vez el único individuo del cual Anderson podría necesitar algún tipo de aprobación: Robert Altman. Éste no sólo lo exaltó sino que lo nombró tentativamente como su heredero artístico directo; varios años más adelante, en el 2006, Altman le ofrecería a Anderson que lo sustituyera en la dirección de A Prairie Home Companion en caso de que muriera (hecho que ocurrió una vez finalizada la producción).

El drenaje emocional, energético y espiritual de Magnolia obligaría a Anderson a tomar un corto pero merecido descanso y a retirarse parcialmente de la vida pública. Tres años después, habría de regresar a los cines más cercanos en forma de Adam Sandler.

Lucio Fulci: Demonia (1990)

Si la arqueología involucra tanto licor y vísceras, me temo que elegí la carrera equivocada.

Tengo una pasajera familiaridad con los retratos equívocos de esta profesión, a menudo romantizada por tipos duros de buen corazón y escasa paciencia para la academia, como el mismísimo “Dr.” Indiana Jones, o los buscadores de tesoros de medio tiempo ejemplificados por el tirador Allan Quatermain o el prospector de oro John Carter, sujetos entre el asombro de un mundo desconocido y las prácticas supresivas de saqueo y pillaje de sus congéneres. También tengo una pasajera familiaridad con la filmografía de Lucio Fulci [1], y es por esto que hallo enorme sorpresa y material de discusión en la presente película.

Demonia[2] es muchas cosas, y algunas de estas se enlodan visiblemente en compañía de las otras. Demonia es una película de 1990, pero en un raro (y desde mi forma de ver, celebrado) hito de estilo por parte de Fulci, tiene la apariencia y el porte de algo que haya sido rodado diez años atrás, desde el uso de  filtros de difracción en la fotografía hasta la magia de los efectos prácticos, en una época en la que incluso el cine independiente de horror en Estados Unidos cede cada vez más y más a la postproducción para generar imágenes ultraterrenas[3]. Los colores deslucidos le dan una visión diferente a la isla de Sicilia, donde se desarrolla la mayor parte de la acción, y la abstraen del imaginario mediterráneo para ofrecérnoslas como un sitio neblinoso y curtido, regido por la sangre, la superstición y los tediosos procesos burocráticos.

Y es en el retrato de sus protagonistas donde se puede ver la mayor profundidad de la película[4]: Liza (Meg Register, en el único protagónico de su carrera de 12 créditos) es una arqueóloga canadiense que se debate entre su pasión académica por el medioevo y las sesiones de espiritismo a las que asiste, de las cuales sólo atestiguamos una en la que ella presencia, sin el mayor asombro de sus compañeros de séance, la condena y ejecución de 5 monjas malditas, inicialmente acusadas de proliferar el pecado en su pueblo. Eventualmente es llevada a casa por su esposo/novio/prometido[5] Paul Evans (Brett Halsey), quien además es profesor de arqueología y entusiasta de la cultura helénica, y que luego descubrimos que fue acusado de plagio en una de sus investigaciones. Esta pareja forma la punta de lanza de una festiva expedición a Sicilia, inicialmente amparada en los intereses clásicos de Paul, pero que se verá atraída al horrible suceso de las monjas, muy a pesar de todos los involucrados.

El resto de la expedición está apenas encarnada por varios actores de reparto, y su participación en el argumento se sustenta en las fascinantes (aunque muy tardías) muertes que padecen. Antagónico a la banda de jolgoriosos exploradores están los supersticiosos sicilianos, algunos de ellos aparentemente poseedores de cierto control sobre el pueblo, y otros, como el librero y el alcalde, apenas cumplen su rol en una escena y jamás vuelven a aparecer. Hay otros personajes que van surgiendo de repente y de acuerdo a las necesidades argumentales con más de una iteración, como los investigadores, pero su relación con el pueblo o el embrollo de las monjas es apenas sugerida, posiblemente como parte de una trama que nunca llega a desarrollarse. De todos estos, el mejor de todos es la vidente (Carla Cassola), y la secuencia de los gatos es inolvidable por motivos que sugiero experimentar en persona.

No estoy en contra de una película que no deje todas las migas de pan regadas a lo largo del camino, pero Demonia es especialmente arcana en la resolución de sus objetivos, por etéreos que sean, y la distancia entre asesinatos violentos (uno de los principales motivos por el cual estamos viendo a Fulci) es muy grande para ser atenuada por los otros factores, muy irregulares en su presentación. La manera en la que está estructurada la mayor parte de la película, como un procedimiento policíaco sobrenatural, no alcanza a tomar alas para cuando es abortada abruptamente, y a pesar de que la secuencia que le sucede es la mayor concentración de violencia de los 78 minutos de metraje, queda aquel sinsabor ya descrito, una cierta estela de desinterés por parte de Fulci a la hora de cerrar la película. El motivo de excomunión y ejecución de las monjas es expuesto a Liza por la vidente, con lujo de detalles, pero visualmente las presuntas orgías y sacrificios son simples y cortos en contraste a sus descripciones, algo que naturalmente podría atribuírsele a problemas de presupuesto. Destaca la presencia de Paola Cozzo[6], como una de las monjas malditas, y está ligada a una lúgubre imagen de un bebé dentro de una caneca en llamas, algo que será difícil de superar. Las locaciones, catacumbas naturales, son un escenario aprovechado al máximo posible por alguien tan mórbidamente curioso como Fulci.

Teniendo en cuenta las desventuras que Fulci corrió en su nativa Italia a causa de sus primeras películas políticamente cargadas, en especial sus comentarios sobre la Iglesia Católica, se puede esperar de Demonia un regreso a estas insinuaciones, si bien es un avance a tientas y medias tanto en ese aspecto como en el constante asiento de su reputación como Gran Señor del Gore. Aunque a sus 73 años, es más bien poco lo que tenía que hacer para sustentar su humorística visión de la muerte. No es la entrega más memorable de su filmografía tardía, pero hay obras contemporáneas que merecen más atención, incluso para el más advenedizo de sus espectadores[7]. Eso sí, se recomienda siempre que tengan un estómago fuerte.

Ojalá uno muy fuerte.

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[1] Prueba de ello es esta fina pieza de pedantería y rimbombancia que escribí hace ya 2 años, con motivo de la poco célebre pero muy querida City of the Living Dead (1980) la cual no he editado desde entonces para tenerla como testimonio de mi horrible persona. También escribí sobre New Gladiators (1984), pero nunca lo publiqué. Tal vez sea hora de rectificar esa falta.

[2] También conocida como “Hermanas demoníacas” en portugués, “Nuevos demonios” en japonés y “Liza” cómo título alterno en italiano.

[3] Para la muestra, tenemos las primeras dos entregas de la franquicia Hellraiser y sus discutibles efectos.

[4] Es importante constatar que Fulci no es considerado, ni en esta o cualquier otra de sus etapas, como un director “clásico” a la hora de construir argumentos o personajes, atado de alguna forma a los cánones aristotélicos, por lo que recomiendo que este tipo de declaraciones sean tomadas con un enorme grano de sal marina.

[5] Nunca se deja del todo claro, y en realidad no tiene mayor importancia, en el universo fantasmagórico y sombrío de Fulci.

[6] Colaboradora más-o-menos-frecuente de Fulci, quien me acaba de ofrecer la siguiente parada en la ruta de viaje amarilla, Un gatto nel cervello (1990) una propuesta cuando menos original en la etapa final el director romano.

[7] La monumental obra de Fulci merece una revisión mucho más metódica y juiciosa que este pequeño apartado de curiosidades populares, y queda como tarea para mí mismo, o para investigadores de verdad, el ofrecerle una perspectiva merecida. Evidentemente, esta película tampoco funcionará como un Gateway drug, por lo cual recomendaría empezar por Zombi 2 (1979) o The Beyond (1981).

John Cherry III: Ernest Scared Stupid (1991)

Hey Vern, it’s a truly stupid movie!

Esa (pésima) referencia no va a llegar ningún lado, porque nadie se acuerda de Ernest, ni mucho menos de Vern, al menos no en la mejor de las luces. Para tal fin nos tenemos que preguntar brevemente quiénes son Ernest P. Worrell y sus múltiples personalidades, quién es Jim Varney (1949-2000) y por qué uno de los antepasados de Ernest está ligado a una horrible maldición de  centro de los Estados Unidos, la cual involucra trolls lactofóbicos y los tiempos difíciles del final de la carrera de Eartha Kitt.

De manera escueta, se puede afirmar que Ernest hizo muchas cosas en vida, y su personaje, inicialmente creado por Jim Varney (quien lo interpreta) y John Cherry III, CEO de la empresa de publicidad Carden & Cherry, estaba pensado inicialmente para ser un portavoz de productos lácteos. La capacidad sobrehumana de Jim Varney para memorizar diálogos, así como su no menos inquietante plasticidad facial, le abrieron camino inicialmente a una sólida carrera  con una serie de una única temporada, y muchas películas temáticas enlazadas tan sólo en la idea de Ernest P. Worrell como un hombre no muy brillante, bastante recursivo, resistente al daño físico y posiblemente demente. Algunas de sus escapadas más célebres, en un sentido muy relativo de la palabra, fueron Dr. Otto and the Riddle of the Gloom Beam (1986), Ernest Goes to Camp (1987), Ernest Saves Christmas (1988) y la no-muy-controversial Ernest Goes to Jail (1990). Así pues, un personaje con una continuidad tan vaga y unos inicios tan comerciales requiere apenas un poco de tiempo e ingenio para estelarizar su propia aventura de Halloween.

Y aquí estamos, con Ernest Scared Stupid, la última película producida por Touchstone Pictures (filial de Disney) y un peldaño largo a la puerta que lleva a productos directo-a-video de calidad mucho más irregular. Nos recibe una secuencia inicial compuesta de metraje de películas de horror de libre dominio[1], y a lo largo de ésta se intercalan pequeños planos en los que figura nuestro protagonista, Ernest, ofreciéndonos sus características expresiones retorcidas y su maxilar desencajado, en un set que fácilmente podría pertenecer a una fantasía filmada por Joel Schumacher.[2]

Más pronto que tarde, la película inicia en un punto indeterminado de la historia de Briarville, Missouri[3]., a finales del siglo XIX, en la que una pequeña niña (que no puede parar de reír a pesar de tener que demostrar lo contrario) huye de un monstruo que todavía no conocemos, el cual la persigue rápidamente y a cuyo punto de vista estamos ligados. El monstruo está a punto de alcanzarla cuando una red le es arrojada encima, y las voces de una turba iracunda se funden mientras la noche llega, desplazando el escenario al foso donde será enterrado el monstruo en cautiverio, debajo de un árbol próximo a plantarse. Esta ceremonia la preside Phineas Worrell, un hombre de fe con excesivo rigor en el rostro y sus actos, quién será maldecido por Trantor, el monstruo, con la admonición de que sus hijos serán “cada vez serán más y más tontos”.

Es un chiste que se tomará un tiempo en coccionar, en la medida que este momento histórico es parte de un reporte de clase que la pequeña Elizabeth (Shay Astar) ofrece a sus compañeros de primaria. El reporte es celebrado por su profesora, así como por Kenny (Austin Nagler) su siempre entusiasta amigo y en ocasiones patético, en la medida que a un niño preadolescente se le permite ser; tal reconocimiento no es compartido por los hijos del alcalde de Briarville, Matt y Mike Murdock (Richard Woolf y Nick Victory, sus únicos papeles), quienes también son los matones de la clase[4]. La profesora es brevemente interrumpida por el camión de aseo pilotado por Ernest P. Worrell del presente, quien a continuación es comprimido en un cubo de basura. Y es aquí donde reconocen el efecto de la maldición quienes no tienen un seguimiento del personaje más recurrente en la filmografía de John Cherry. Bienvenidos.

“Ignoramus Ad Infinitum”

Son Kenny y Elizabeth quienes liberan a Ernest del cubo de basura, y reciben como recompensa el dar un paseo en el camión de basura de un adulto malajustado[5]. Poco después conocemos al alcalde Murdock (Larry Black), igual o peor que sus hijos, y el padre de Kenny, el sheriff local, quien impele a Ernest a limpiar la propiedad de la vieja Hackmore (Eartha Kitt, en una interpretación relativamente sutil). Hackmore conoce la profecía de Trantor y su relación con los descendientes del viejo Phineas, y a pesar de sus advertencias, Ernest cumple al pie de la letra todos los pasos necesarios para traer de vuelta al némesis familiar, con el agravio añadido de construir una casa del árbol para Kenny y Elizabeth sobre el sepulcro de Trantor.

De ahí en adelante se devana una comedia de acción, en la que Ernest intenta convencer al pueblo de la existencia del horror que recién despertó, mientras que Trantor cobra víctimas a diestra y siniestra, usando a los niños como catalizadores para poder engendrar a sus hijos. A pesar de sus buenas intenciones tras liberar el pandemónium sobre Briarville, Ernest es incapaz de combatir en solitario contra la horda de trolls, y su mayor fuente de ayuda, además de Kenny y Elizabeth, viene siendo Rimshot, su fiel y sensible perro, que no siempre puede estar presente.

Si fuera la Biblia, esto sería un verdadero problema.

Hay material para extraer de esta inusual y profesamente estúpida película, dejando ver cierto carisma en la deconstrucción de ciertos tropos para poderlos adaptar a una audiencia familiar. La progenie de Trantor tiene un fuerte vínculo emocional con su madre, y esto adquiere relevante dentro del argumento. Elizabeth, por otro lado, es uno de esos personajes que haría las delicias de los y las estudiantes de género, dados sus rasgos prestados de Punky Brewster y Pippy Longstocking. Con esto no quiero decir que la mayoría de personajes de reparto no sean estereotipos muy básicos, porque realmente lo son, pero los pocos que destacan por estar construidos (aunque sea de cartón, como una pésima casa embrujada) son bastante notables.

Seguramente una película con tan bajo presupuesto se vería tan cochambrosa y mediocre como la infame Troll 2, con la que Ernest Scared Stupid guarda ciertas similitudes, teniendo apenas un año de diferencia. Pero lo cierto es que el sórdido encanto de este largometraje se debe a la participación de los hermanos Chiodo en el departamento de efectos especiales, un vínculo que no será difícil de descubrir para los seguidores de su obra[6]. Y es buena parte de la credibilidad en estos efectos lo que salva una serie de non-sequiturs y situaciones que exigen una elevada suspensión de la incredulidad.

La mayoría de gags, cuando no tienen que ver con la múltiple personalidad del protagonista, son situaciones en la que su particular intelecto se pone en juego, o bien porque sufre de maneras que un ser humano encontraría irritantes. La música, por otro lado, es acorde a la época pero con una sensación que delata las cicatrices dejadas por los 80’s, y enfatiza al público infantil al que quiere alcanzar el afable Ernest. En cuanto a la fotografía y el montaje, el asunto es también bastante experimental, con una considerable cantidad de “planos holandeses” y elecciones de montaje bastante cuestionables.

Si bien esto no es un detrimento para el alcance de audiencias más maduras en la actualidad, unas que no deberían estar buscando esos estándares de calidad en una película de Ernest, debe tenerse en cuenta que puede ser un poco condescendiente, incluso para tratarse de una comedia de principios de los noventa, época confusa y difícil si alguna vez hubo una. Sin duda lo mejor es verla sin expectativa o prejuicio alguno, con una pizza en la mano y una alta tolerancia a la lactosa.

KnowhutImean?

Hey Vern… Vern?

[1] Podemos citar las siguientes: Nosferatu (1922), White Zombie (1932), Phantom from Space (1953), The Brain from Planet Arous (1957), The Screaming Skull (1958), Missile to the Moon (1958), The Hideous Sun Demon (1959), The Giant Gila Monster (1959), The Killer Shrews (1959), Battle Beyond the Sun (1959), y The Little Shop of Horrors (1960).

[2] Los ojos agudos podrán notar la presencia de un hombre extraño que ¿Es electrocutado? ¿Recibe una descarga? Y no vuelve a figurar en toda la película. Es el director de casting, en un pequeño y entrañable cameo.

[3] Ambientado en Nashville, Tennessee.

[4] Estos bullies están parcialmente en lo cierto, ya que presentar una fábula local como información histórica de facto es una falta de respeto a los demás compañeros que hicieron su investigación. A favor de Elizabeth, no sólo jamás conocemos los reportes de sus compañeros, que podrían ser peores, sino que la infortunada historia de Trantor resulta ser un componente histórico de Briarville.

[5] Esta oración no levantaría cejas en 1991. Terribles tiempos en los que vivimos ahora.

[6] Stephen, Charles y Edward Chiodo son los titiriteros principales de Team America: World Police (2004) y directos responsables del clásico de culto Killer Klowns from Outer Space (1988), la cual guarda un especial nicho en nuestros corazones.

Frank Coraci: The Wedding Singer (1998)

Iniciando con el teclado desbordante de You Spin Me Round (Like A Record) de Dead Or Alive y con rápidos y fugaces paneos que recorren un salón comunal excesivamente decorado con lentejuelas y sedas y luces de colores, The Wedding Singer de Frank Coraci es un ejemplo singular del talento único que posee Adam Sandler para amasar producciones que no sólo involucran a varios de sus amigos cercanos sino que además resultan siendo un éxito de taquilla. Estrenada en 1998, tres años luego de que Sandler fuera despedido de Saturday Night Live junto a Chris Farley, tomando el modelo exitoso de Billy Madison (1995) y Happy Gilmore (1996) de bajos presupuestos dentro del establecido sistema Hollywoodense pero no su particular mezcla de humor crudo y más humor crudo (aunque efectivo para quien encuentre allí sus placeres del Sr. Cotton), el filme de Coraci es hecho por 18 millones de dólares y explota en taquilla mundial recaudando cerca de 123 millones de dólares (y todo esto sin abrir en primer puesto en ningún lugar, siendo eclipsada por aquel sueño mojado de Adam Smith llamado Titanic).

¿Qué es sorpresivo de todo esto, sí Sandler ya había sido probado cómo una popular presencia fílmica, si no una particularmente versátil, en sus pasados filmes? Bueno, que venga atado a un filme profundamente romántico e idealista, donde su escritor titular Tim Herlihy, el mismo de casi todos los filmes de Sandler que no hayan sido proyectos de pasión de otros directores (Punch-Drunk Love (2002) de Paul Thomas Anderson, Funny People (2009) de Judd Apatow) o aventuras del actor hacia territorios más dramáticos (Spanglish (2004) de James L. Brooks, Reign Over Me (2007) de Mike Binder), escoge contener el humor burdo y surreal que habita cada esquina de la mayoría de los proyectos de la productora Happy Madison en búsqueda de una mejor historia, y cómo resultado, logra una de las mejores películas del actor (Herlihy atribuye la diferencia crucial a dos cosas: la primera siendo la química entre Sandler y Drew Barrymore, y la segunda su escritura del guión pronto después de su propio matrimonio).

Gran parte del éxito del filme viene de su sencillez narrativa y de su ausencia de tapujos para caer en las estructuras establecidas de la comedia romántica nominal, aquellas donde la pareja que tanto ansiamos se una para siempre se mantiene alejada y atada a otros elementos más indeseables por el mayor tiempo posible hasta que una persecución final (que puede o no involucrar un aeropuerto) les junta bajo los ojos de Dios y la audiencia. Parte del encanto de las comedias románticas proviene de lo inevitable de sus desenlaces y de la comodidad de observar algo que nos resulta afable y familiar, salvo por pequeñas variaciones (hay excepciones a la regla, por supuesto). La historia es la siguiente: Robbie Hart (Sandler) es un cantante de bodas de un suburbio en Nueva Jersey en 1985, quien está a punto de casarse con quien él cree es el amor de su vida, Linda (Angela Featherstone), pero esta le deja en el altar con una fuerte depresión, que repercute seriamente en su profesionalismo. Esto preocupa a su nueva amiga, Julia Sullivan (Barrymore), una mesera que recientemente se mudó al pueblo para casarse con su novio de largo tiempo, Glenn (Matthew Glave), un yuppie mujeriego y manipulador. A medida que los protagonistas se hacen más cercanos y su relación se hace más fuerte, varios giros y vueltas obstaculizan y complejizan su inevitable unión final, a la Jane Austen.

No obstante, es en la mezcla de buena factura, sólidas actuaciones y en los pequeños detalles donde The Wedding Singer sobresale. Para empezar está Frank Coraci, quien revela una identidad visual y un manejo de lenguaje fílmico que frecuentemente es sepultado por los guiones lineales que ha escogido dirigir (que incluyen el remake fallido sí visualmente inventivo de Around The World In 80 Days del 2004). En su segunda película, luego del ultra-independiente thriller Murdered Innocence (1996), Coraci deja que la cámara corra libre de las convenciones genéricas del sitcom televisivo, una soltura especialmente notoria en las escenas musicales. Su estilo se ha aplanado con el tiempo ya que por desgracia Coraci decidió no alejarse demasiado del árbol que le dio los primeros frutos, pero sus filmes siguientes, que incluyen The Waterboy (también de 1998), Click (2006) y Blended (2014), aún revelan una personalidad que le separan, sí solo ligeramente, del estilo blando y trillado que plaga la comedia de estudio norteamericana de la década pasada.

Coraci es auxiliado, por supuesto, por la elección de Herlihy de establecer el filme a mediados de los 80s y de poner en el centro de la historia la obsesión fetichista por la música que caracterizaba a los jóvenes adultos en la década. Ambas decisiones tienen tanto fines humorísticos cómo lógicos. La atención al detalle físico (cortes de pelo, vestidos, accesorios), a los objetos populares (cubo de Rubik, reproductor de CD) y a la cultura pop (la música, los programas televisivos) nos recuerdan a lo absurdo de aquellos tiempos lejanos, especialmente por la exactitud histórica con la que Coraci los reproduce. En palabras de uno de los personajes: “Hang on, I’m watching Dallas. I think J.R. might be dead, they shot him!” Pero el espíritu del filme, su compás emocional, está en la música, especialmente en las rendiciones de Sandler de las canciones de otros artistas o sus propias (I Wanna Grow Old With You y Somebody Kill Me, la segunda una de las mejores secuencias del filme). Aprovechando el talento musical del actor principal (algo que le hizo célebre en SNL), la banda sonora del filme es una mezcla de ubicación espacial y temporal, pero también es la banda sonora para la vida de los dos enamorados.

Barrymore y Sandler están rodeados de talento actoral en los papeles secundarios, frecuentemente la fuente de las risas del filme en contraste con la historia romántica y dulce que ocurre entre los protagonistas. Tanto Matthew Glave como Angela Featherstone inyectan vida a sus indeseables personajes, el primero un tramposo obsesivo de Miami Vice cuya frase nominal para describir traseros es “Grade A Top Choice Meat” y la segunda una sensual femme fatale de tacones stiletto y vestidos descotados. Igualmente sensual, si algo más fácil y libidinosa, resulta Holly, la prima de Julia (Christine Taylor, excelente), y junto a Ellen Albertini Dow cómo Rosie, una anciana a quien Robbie da clases de canto, y Alexis Arquette, cómo el tecladista/co-vocalista de la banda obsesionado con Boy George, el filme da igual oportunidad humorística a ambos géneros. Los recurrentes del universo de Happy Madison también traen sus mejores esfuerzos: Allen Covert hace del lujurioso mejor amigo Sammy un alma rota que sólo desea que le abracen, Steve Buscemi tiene probablemente la mejor escena del filme cómo el alcohólico y destructivo padrino de una de las bodas visitadas, y en papeles menores Robert Smigel, Jon Lovitz, Kevin Nealon y Peter Dante son igualmente efectivos (sin olvidar a un dispuesto Billy Idol, en todo su esplendor ochentero).

Sin embargo, son las actuaciones de Sandler y Barrymore las que llevan el peso del filme. La Julia de Barrymore es virginal, amorosa y conmovedora y su química con Sandler es innegable (Blended es la tercera película en la cual han co-protagonizado). Sandler por su lado hace de Robbie una ligera variación de su persona fílmica, esencialmente un man-child bienintencionado, bondadoso e ingenuo sin figura paternal por cuyas venas corre un río de rabia incontenible que sale de cuando en cuando en diatribas de violencia verbal o ataques físicos y con una extraña fijación por la gerontofilia. Robbie tiende más hacia la primera parte de aquella descripción, propulsado por su notorio cariño por Julia sobre todas las cosas. Los filmes de Sandler, aún con su amoralidad y obscenidad rampante, siempre tienen en su narrativa una curiosa razón social donde el personaje principal, con todos sus errores e inmadureces, tiene un objetivo últimamente desinteresado y bienaventurado. Este objetivo cambia dependiendo del ejemplar, ya se trate de Big Daddy o Click o Mr. Deeds. En el caso presente es la promoción de un amor puro y desinteresado, libre de prejuicios y ligado fuertemente al dictamen del destino, lo que el filme busca anidar en quien lo ve. Y cómo en las mejores comedias románticas, la ilusión de que este tipo de sentimientos puedan existir se mantiene en la completa duración de la película.

Steve James: Hoop Dreams (1994)

El deporte, una tradición milenaria e institución social que precede la noción misma, acude a las emociones de quienes entienden del mismo, creando seguimientos, fanaticadas, cismas y rivalidades, todo en el sano espíritu del juego y la competitividad. A menudo, quienes se hayan lejos de la esfera de influencia, existiendo tantos deportes para cada gusto y alineación, no entienden las reglas del juego y no atienden el llamado que mueve el entusiasmo y el dinero por igual; no obstante, si hay algo que no puede ignorarse y a menudo se encuentra bajo una luz muy tenue en cualquier instancia deportiva es el carácter humano.

Hoy día, en vísperas del Mundial de Fútbol Brasil 2014, evento que ha impelido a las autoridades competentes a invertir cerca de US$11 billones[1], es apenas evidente concluir que el deporte organizado y profesional es un negocio altamente redituable, si bien exige que pasemos por alto el carácter astronómico de dichas cifras de dinero por el bien de la pasión y el júbilo que siente el espectador al ver a su jugador o equipo favorito rindiendo el desempeño esperado. El baloncesto, aunque no es un fenómeno internacional comparable al fútbol soccer, sí se trata de uno de los deportes más grandes y más vistos en Estados Unidos, con un gran seguimiento así mismo en gran parte de Europa, y representa en muchos sentidos una ventana a toda una lección de antropología, dada la heterogeneidad de sus jugadores.

Hoop Dreams - 1

Hoop Dreams (1994) está dirigida por Steve James y producida por él mismo, Peter Gilbert y Frederick Marx, tres hombres blancos de Chicago que se aventuran al interior de la ciudad, entre suburbios y proyectos[2], para documentar el drama hostil y emotivo de Arthur Agee y William Gates, dos adolescentes negros unidos particularmente por su admiración hacia Isiah Thomas, jugador profesional de la NBA, y su deseo conjunto de jugar como miembros de la Asociación Nacional de Baloncesto. La fuerza de sus imágenes y del relato se hace patente desde la primera secuencia, en la que tenemos imágenes de un partido televisado del All-Star de la NBA[3] visto por William y su madre, absortos por el nivel de juego desplegado, y poco después William toma un balón, sale a la calle hasta llegar a una cancha cercana y hace una clavada, dejándonos claro que William respira, come y duerme baloncesto. Gracias al relato que ofrece a continuación a la cámara (término con el cual designaré al equipo de realizadores que sigue a los protagonistas durante toda la película, el cual discutiré luego), nos enteramos pronto que también sueña baloncesto, en grande, algo que le da rieles a la estructura del documental. Los jóvenes no están solos, sus familias los acompañan de forma tanto positiva como negativa, moldeando sus caminos a partir de sus acciones o de las mismas expectativas que dirigen hacia los prodigios adolescentes.

En cuanto a la estructura misma, en términos formales, no se podría adscribir a una escuela de realización concreta, sino que es más producto de las posibilidades contemporáneas que ofrecen más de 75 años de realización documental. Chris Cagle[4] se extiende en un generoso ensayo acerca de la imposibilidad de categorizar Hoop Dreams dentro de una corriente específica, ofreciendo a cambio el término sombrilla de “No Ficción Postclásica”, como categoría la menos debatible de otras alternativas. Hoop Dreams desafía varias de las constantes establecidos por la labor de John Grierson como director y productor creativo, sin que por ello tome por definición el rumbo del Direct Cinema, siendo más bien una unión de esta disparidad, emplazando metodologías y aproximaciones de cada escuela en donde resulte pertinente.

Cagle expone en su artículo, a través de un cuadro comparativo[5], que la no ficción postclásica representa una aparente apertura en su lectura y estructura narrativa, siendo en realidad más cerrada y tradicional en cuanto a su construcción en 3 actos. Hoop Dreams, en sus 170 minutos de duración, ofrece una vista muy clara de esta construcción, permitiendo que los personajes expongan el recorrido que ellos y los realizadores realizan durante 5 años de formación educativa en un contexto tan difícil y poco representado. Se pueden extraer elementos de ambos extremos y apreciar la utilidad que prestan al relato en general. Es de destacar en esta dualidad que los realizadores, a pesar de su máximo esfuerzo por no aparecer en pantalla, no sólo se hacen evidentes en el tono y la dirección del documental a través del montaje, sino que además con la cámara son una presencia fantasmal con la que tanto el público y los personajes necesariamente deben referirse, algo que elaboraré luego con sus diversas implicaciones.

Hoop Dreams - 2

Pero, ¿Qué tanto de todo esto responde al bagaje de un documental clásico? El uso de temas musicales no-diegéticos, aparente desde la primera escena, nos debe dar una pista de que el legado de la tradición griersoniana permea incluso tras el impacto del direct cinema en la realización documental. Los realizadores contextualizan la totalidad del documental con hip-hop, góspel y jazz, empleando los distintos géneros para acentuar momentos con emociones muy particulares, impartiendo así una lectura específica del discurso documental. La única excepción de esta norma es la canción titulada “Dream Theme”, la cual guarda una cierta similitud con “Chariots of Fire”, la célebre composición de Vangelis para la película del mismo nombre, hoy en día sinónimo de todo montaje deportivo que valga su propia sal. En todos los demás casos, las rimas de Ben Sidran llenan el aire suburbano que respiran a diario los protagonistas cuando se les ve ocasionalmente interactuando con la calle y con las vicisitudes propias de la juventud. El jazz, por otro lado, acompaña las secuencias en las que un personaje toma una decisión dramática o se encuentra frente a una aparente derrota en su búsqueda por convertirse en jugadores profesionales de baloncesto.

La película se asegura de mantenernos presentes, y relativamente al tanto, de estas decisiones cruciales a son de jazz que abundan a lo largo del metraje, y muy pronto se deshace la ilusión de que el talento deportivo de Arthur y William es lo único que les da agencia frente al mundo en el que intentan desenvolverse. El desenvolvimiento de los hechos se lleva a cabo a través del reporte verbal de los personajes, en ocasiones hablando entre sí, pero muy a menudo simplemente dirigiéndose a la cámara como si fuese alguien más a quién dirigir sus cuitas y reflexiones. Alejándose en parte del modelo de emplear talking heads, estos reportes suelen ser interactivos e intentan reportar una cierta inmediatez, a pesar de que el carácter artificioso de una persona hablando sola en una habitación filmada resalta en cada intento. Es una elección fluctuante, cuando los personajes en ocasiones hablan entre sí sin ningún tipo de mediación, y luego uno de ellos se reporta a la cámara, rompiendo toda posibilidad de considerar ese momento como algo verité (en referencia a la escuela de realización documental, sin poner completamente en duda la veracidad del reporte verbal en sí). La existencia misma de un narrador para algunos segmentos es algo que no sólo recuerda la metodología griersoniana, sino que además ofrece un punto de vista muy concreto y encauza la atención del espectador, destruyendo temporalmente la ilusión de un relato construido solamente por sus personajes. Nos recuerda que los realizadores están detrás, y tienen una agenda a exponer muy concreta.

No obstante lo anterior, la calidad del montaje y la presentación misma de la película la alejan de la tradición clásica, como ya se dijo tres o cuatro párrafos atrás. Incluso con la intervención de la narración en off, a menudo se presenta como una exposición factual[6], dejando que los personajes aporten su perspectiva de la situación como actores sociales, y dejando ver en sus testimonios tan solo una de muchas interpretaciones del fenómeno del baloncesto a gran escala. Se asume de entrada que la naturaleza de un partido de de este deporte hace imposible una recreación del mismo, y siendo que los partidos son una parte tan crucial del documental, la alteración de los resultados para antojo de los realizadores es una idea impensable. A través del montaje se crean yuxtaposiciones e ironías que van de la mano con las propuestas menos radicales del direct cinema.

Hoop Dreams - 3

Como vemos, este documental técnicamente no ofrece herramientas narrativas o discursivas nuevas para el oficio del documentalista, a pesar de que su emprendimiento y arrojo al seguir a sus sujetos durante 5 años no es un asunto que deba demeritarse[7]. Es en la fruta colgante de la crítica al sistema del baloncesto colegial y universitario, a su mercadotecnia y a sus imposiciones, donde radica la mayor controversia y multitud de puntos a agarrar en Hoop Dreams.

La visión de los realizadores sobre el sistema de baloncesto escolar, el scouting, el patrocinio y la vinculación académica es latente, a pesar de emplear mecanismos propios del direct cinema para demostrar una aparente imparcialidad en el mensaje. Gene Pingatore, el entrenador del colegio elitista St. Joseph y responsable del éxito de Isiah Thomas, es tan abierto en su mensaje de desempeño deportivo y apoyo económico como lo es su contraparte de escuela pública, Luther Bedford, a pesar de que empleen aproximaciones distintas para llegar a ese mensaje, y la claridad no se hace presente gracias al tono “neutro” del documental. Vemos así, por ejemplo, que en la ruta de los sueños de Arthur y William se exige desempeño atlético para poder ofrecer apoyo económico para la educación, educación difícil de obtener por las mismas circunstancias en las que viven ambos, y aunque los realizadores hacen un gran trabajo en ofrecer la divergencia en los relatos de ambos jóvenes y sus ecos de superación, se siente un apoyo (o al menos una complicidad) y no una crítica hacia el  sistema en el que se encuentran inmersos, lo que en palabras de Kimberley Chabot Davis[8] es la creación de una postura irónica y sutilmente patronizante hacia la vida afroamericana. Esto gracias, una vez más, a la aparente neutralidad del discurso y la ausencia de una retórica o posición política expresa.

A cambio de esa posición política, está la exploración de la victoria y la derrota más allá de los aros y la cancha, sumarizadas con eficacia llegando al final de la película: William, de los dos quien tenía más oportunidades de triunfar, sufre una lesión y no logra llevar a su equipo a triunfar en las estatales durante sus 4 años de estadía en St. Joseph, se ve obligado a ver buena parte de los juegos en la banca y a participar en los que puede con un desempeño más bajo del que exigen las expectativas; tras su paso por el prestigioso colegio y después de una (súbita) revelación acerca de una pareja y una hija, se cuestiona si su vida perdería sentido en caso de que no pudiese seguir su sueño de ir a la NBA. “If I had to stop playing baloncesto right now, I think I’d still be happy.”[9] Y da a entender que los sueños del aro epónimos no consisten en una carrera expediente en las ligas profesionales, sino más bien en la construcción de un futuro lejos de los horrores del Cabrini Green Project, ya sea la drogadicción, la violencia, la falta de un salón de clases que ofrezca oportunidades o algún asesino espectral cuya aparición se deba a la mención de su nombre tres veces seguidas[10].

Pero 3 horas, a pesar de ser un tiempo considerable para un documental, no permite ofrecer todos los relatos que merecerían ser contados. Objetados y enumerados por Paul Arthur y Janet Cutler[11], se cuentan el papel del cazatalentos Earl Smith, a pesar de ser crucial como introducción de Arthur y William a las posibilidades de las grandes, su naturaleza como agente no es discutida más allá de una línea que el mismo personaje menciona, apenas reconociendo lo aterradora que se supone la idea de un hombre adulto visitando canchas y patios de recreo mientras observa el desempeño físico de niños de 14 años: “Sometimes I have second thoughts when I see the net results of what happened with the youngsters.”, una reflexión a posteriori de los posibles daños hechos a jóvenes que son extraídos de su ambiente natural para ser, en buena parte, explotados por su talento. O en sí la relación entre Arthur y William, implícita y abstracta hasta el 3er cuarto de la película, en la que se muestra que son grandes amigos sin que la película diera una pista previa sobre el contacto entre ellos. Claramente son elementos que la cámara deja por fuera, por efecto del enorme recorte que llevó a que 250 horas de grabación se transformaran en el producto final[12].

En medio de todo, es comprensible que varios de esos elementos queden por fuera, sobre todo cuando la imagen de tantas instituciones se encuentra comprometida. Se entiende que en el caso de St. Joseph, los realizadores hicieron un acuerdo con la escuela para poder exhibir la película con su imagen bajo consentimiento. Y aunque la imagen del afroamericano deportista se emplee como excusa para acercar negritudes sin muchas oportunidades a sistemas educativos y a mejores alternativas laborales, el sistema permanece ahí y moldea a sus sujetos bajo sus necesidades.

Spike Lee, el director neoyorkino conocido por su persona pesimista y agria frente a la perspectiva americana de raza y clase, es contundente en una pequeña conferencia que ofrece en un campamento deportivo auspiciado por Nike, al que William atiende. Durante la conferencia, Lee enfatiza que la importancia de los futuros jugadores que salgan del campamento es que puedan otorgarle reconocimiento a su equipo y a los dueños de la franquicia, por lo que su valor será medido en asientos comprados y en balones encestados. La perspectiva es bastante lóbrega, cuando menos, pero si la comparamos con las palabras del monologo de Pingatore tras despedir a William, “Another one walks out the door, and another one comes in the door”, cobra sentido la apuesta de los jugadores como una inversión, independiente a su dimensión humana.

La dimensión humana, en últimas, no es jugada por lo bajo; muy al contrario, la labor de cinematografía y montaje permite que incluso los más legos en el deporte puedan disfrutar y sentir los triunfos personales de ambas promesas deportivas. Compartimos su drama porque lo hemos venido siguiendo a lo largo de las últimas horas, y ciertamente no sentimos la misma alegría cuando el equipo de Sean Pearson (compañero de cuarto de William en el Nike Camp), Nazareth, gana en un partido contra los St. Joseph Chargers. Estamos identificados con los Chargers y el discurso así nos lo pide, está construido de tal forma que este suceso se dibuja como un fracaso y un punto dramático, porque los personajes están íntimamente ligados con ese suceso. Esa identificación no funciona con todos los personajes, debido a que el argumento nos presenta a Bo Agee y a Curtis Gates, el padre de Arthur y el hermano mayor de William respectivamente, cuyos sueños rotos[13] se hacen manifiestos en la manera como estos hombres intentan emplear a sus familiares como vehículos de su frustración personal. Ellos ya están derrotados, de acuerdo al argumento, y por lo tanto no sentimos una sumatoria de sus fracasos al ver a Arthur y a William perder en sus luchas personales, sobre todo cuando tantas personas (incluyendo a los espectadores) tienen sus expectativas sobre los dos jóvenes.

Y si bien la hibridación de conceptos clásicos con herramientas proveídas por el direct cinema no es en sí algo novedoso o revolucionario, Hoop Dreams tiene un carácter humano y una limpieza técnica que resultan imposibles de obviar, incluso a pesar de las acusaciones de patronización hacia las comunidades negras, o la perpetuación de estereotipos a través del silencio de la cámara, interrumpido en pequeñas ocasiones por insertos de voces en off que proveen una guía para esta monumental crónica de victorias y fracasos, teniendo el manejo de contrastes como el mejor aliado.

Durante la entrega de los premios Oscar de 1994[14] la película, que ya había cautivado tanto a la crítica como a la audiencia por su retrato implacable de la pobreza, la juventud negra y la subversión del sueño americano, no fue elegida entre los cinco contendores al mejor documental. Mucho se ha discutido sobre este ‘snub’, y de cómo la Academia falló en reconocer el potencial y la profundidad de Hoop Dreams, que sigue siendo testimonial y vívida más de 15 años después; pero viendo más de cerca la pérdida de la estatuilla, ¿No es esta resonancia semejante a algo que ya hemos visto y de lo que hemos estado hablando, hablándonos con vehemencia acerca del verdadero sueño a alcanzar?

Hoop Dreams - 4


[1] Extraído de esta nota periodística.

[2]Housing Projects”, lo que en Colombia llamaríamos vivienda de interés social.

[3] Encuentro de carácter anual, en el que los mejores jugadores de la Conferencia Este compiten en un equipo contra sus contrapartes de la Conferencia Oeste.

[4] El artículo en cuestión es “Postclassical Nonfiction: Narration in the Contemporary Documentary”, referenciado en la bibliografía.

[5] Op. Cit. Pag. 55

[6] Op. Cit. 57

[7] Sin que olvidemos que el mismo Flaherty convivió con esquimales durante más de 10 años, antes de realizar la quintaesencial “Nanook of the North”.

[8] Kimberly Chabot Davis, “White Filmmakers and Minority Subjects: Cinema Vérité and the Politics of Irony in Hoop Dreams and Paris Is Burning,” South Atlantic Review 64, no. 1 (Winter 1999): 28.

[9] Los créditos, como parte de una ironía mucho mayor dentro de la película, nos dicen todo lo contrario. Con respecto a William y a su nueva vida como estudiante de la prestigiosa universidad de Marquette: “During the Fall Semester, William struggled academically and grew increasingly disillusioned with baloncesto. That November, he quit the team and decided to drop out of school”. Es una de las muchas tragedias que envuelven la vida de los protagonistas de Hoop Dreams tras el cierre de la película y del evento profílmico.

[10] Este pésimo chiste interno corresponde a que el Cabrini-Green Project fue tanto una locación como un punto focal en la película Candyman (1992), sobre un asesino epónimo que aparece cuando sus víctimas lo llaman 3 veces al verse en un espejo. Como nota adicional y para hacer valer este apartado, el último edificio de este proyecto fue demolido en el 2011, producto de la gentrificación del sector.

[11] “On the Rebound: Hoop Dreams and it’s discontents” Cineaste, Jul95, Vol. 21 Issue 3, p22, 3p.

[12] Como referencia, Apocalypse Now (1979) es el resultado de 200 horas de metraje.

[13] En referencia al artículo de Katherine Cipriano, ver bibliografía.

[14] Documentada, entre varias personas, por el mismo Roger Ebert, defensor de la película.

BIBLIOGRAFÍA

  • Arthur, Paul, and Janet Cutler. “On the rebound: Hoop dreams and its discontents.” Cineaste 21, no. 3 (June 1995): 22-24.
  • Barnow, Erik. “El Documental”. Barcelona: Editorial Gedisa (1996).
  • Cagle, Chris. “Postclassical Nonfiction: Narration in the Contemporary Documentary.” Cinema Journal 52, no. 1 (Fall2012 2012): 45-65.
  • Cipriano, Katherine. “Hoops: Escape or Illusion? A Review Essay.” Film & History (03603695) 35, no. 2 (2005): 78-80.
  • Ebert, Roger. “Festivals and Awards: Anatomy of a Snub”. En rogerebert.com.
  • Kimberly Chabot Davis, “White Filmmakers and Minority Subjects: Cinema Vérité and the Politics of Irony in Hoop Dreams and Paris Is Burning,” South Atlantic Review 64, no. 1 (Winter 1999): 28.
  • Nichols, Bill. “Documentary Film and the Modernist Avant-Garde”. Critical Inquiry, Vol. 27, No. 4 (Summer, 2001), pp. 580-610
  • Rabin, Nathan. “Better Late than Never? Hoop Dreams”. En A.V. Club.

Paul Thomas Anderson: Hard Eight (1997)

En el que aparentamos gastar más de lo que ganamos

Hace unos días leí una antología de crónicas que llegó oportunamente a mis manos. Dicha colección, titulada La América de una planta, reúne las narraciones de un par de reporteros durante un recorrido de más de dos meses por ciudades y carreteras estadounidenses. La particularidad de esta compilación radica en la repulsiva y honesta perspectiva de sus autores: los ucranianos Iliá Arnóldovich Fainzilberg y Evgeni Petróvich Katáev –mejor conocidos por sus heterónimos Ilf y Petrov-, fueron los corresponsales del diario soviético Pravda encargados de desmitologizar el capitalista e hipócritamente secular estilo de vida norteamericano de finales de la década de los treinta. A partir de sus crudos relatos y reflexiones, desentrañaron los vicios de aquella sociedad que pretendía encadenar al fantasma de la Gran Depresión y proyectar una imagen de ostentosidad, satisfacción y felicidad. Esta extensa responsabilidad de carácter nacional y propagandista –el partido comunista necesitaba de documentos que oxigenaran su sistema político- se adelantó a sus expectativas informativas y retrató con fidelidad al norteamericano de un único piso, es decir, a una sociedad que sin importar su clase social, región o religión predicaba una única identidad plagada de desolación, decadencia y pobreza de espíritu. Además, su amplia comprensión de la noción de “publicidad” -que sorprende tanto por su inicial desconocimiento y posterior precisión como por su pertinencia en la actualidad- les permitió acceder a la doble moral con la que esta cultura ocultaba sus vacíos existenciales tras bastidores materiales.

Disfruté de los cuarenta y siete reportajes de esta antología y los recomiendo por su riqueza documental e historicista. También destaco su fluidez y la transparencia de sus contenidos: claros,  contundentes y asequibles a cualquier lector. No obstante, a medida de que sus pincelazos narrativos me embriagaban, confieso que mi memoria me remitía constantemente hacia la filmografía de uno de los directores contemporáneos de mayor acogida crítica: Paul Thomas Anderson. Con tan sólo seis largometrajes –próximos a complementarse con un hermano menor,  Inherent Vice-, Anderson se ha consolidado como el magistral exponente de un vasto proyecto que desentraña en la enfermiza cotidianidad del norteamericano –y hombre occidental- su fragilidad y retorcimiento en la espiral del consumo. La perfecta complejidad de personajes como Eddie Adams, Daniel Plainview y Freddie Quell merece todos los elogios que nuestra lengua permita y todas las muestras de impotencia que un espectador pueda manifestar.

Los documentos de La América de una planta –que aparecerán próximamente con ambigua regularidad- son el pretexto para repasar y revisar la obra de uno de los directores predilectos de la casa filmigranesca. Aunque sus películas son desastres taquilleros y fósforos para bidones de gasolina, su autenticidad crítica como director y sus sobresalientes virtudes como guionista lo convierten en un artista esencial para nuestros tiempos. Estos estudios se realizarán cronológicamente y a la espera de elucidar su magnífica línea de evolución artística; la brecha entre Hard Eight y The Master es despiadada pero coherente. Para ponerlo en palabras de nuestros apreciados protagonistas, “Don’t stop, Big Stud!”.

Sin más preámbulos, sumerjámonos en 1996-1997, años en los que Independence Day, Titanic, El profesor chiflado y Space Jam consumieron nuestras estériles cabezas.

“You know the first thing they should have taught you at hooker school: you get the money up front”.

Hard Eight, como opera prima de Anderson, no tuvo un éxito significativo y tampoco pretendemos engañarlos a ustedes, voraces lectores, con juicios viciados por la idolatría hacia nuestro homenajeado director. Sin embargo, nos vemos en la obligación de reivindicarla puesto que, si bien no goza de la fama de las obras subsecuentes, merece un poco más de reconocimiento y de difusión. Es más de lo que podríamos esperar de un joven auteur que con tan sólo veintiséis años de edad se embolsilló a una productora y a varios actores de renombre. ¿Acaso Anderson habría de seguir los mismos pasos emergentes que siguieron Orson Welles o Stanley Kubrick en sus respectivas eras cinematográficas? No exactamente; Hard Eight no es ningún Killer’s Kiss, muchísimo menos un Ciudadano Kane. Aun así, cuenta con los matices por los cuales sus obras posteriores triunfarían.

Sydney (Philip Baker Hall), un hitman retirado, invita al mísero John (John C. Reilly) a tomarse un café aunque nunca antes se hubieran visto. El joven John busca seis mil dólares para enterrar a su madre y Sydney promete ayudarlo a alcanzar dicha meta. Sin embargo, John sospecha que Sydney desea obtener favores sexuales en agradecimiento por su cortesía e intenta abandonar la cafetería. Después una persuasiva charla, John deja sus prejuicios de lado y se embarca con su nuevo compañero en un viaje hacia Las Vegas donde esperaría conseguir el anhelado dinero funerario; sin saberlo, ha pasado a ser cómplice de los sabios planes de Sydney para vivir a costa de un vacío en la reglamentación de los casinos.

El reiterativo plan funciona por su sencillez y discreción: John debe entrar en cualquier casino de mediana reputación, presumir de su supuesta ludopatía y solicitar una rate-card con la cual pueda registrar el dinero que ha invertido a lo largo de una noche de juego; después de solicitar $150 en fichas de un dólar, debe gastar máximo $20 en máquinas tragamonedas alejadas a lo largo de una hora; cumplido el tiempo estipulado, debe canjear cien fichas por un billete de $100, el cual pasará inmediatamente hacia otra mesa de juego y comprará de nuevo otras cien fichas que serán registradas en su rate-card; este proceso se repite cíclicamente para que el casino crea que John ha gastado diez veces lo que en realidad ha apostado. Con esa estrategia John no sólo conseguirá ganancias (la máquina ocasionalmente lo favorecería) sino privilegios gratuitos por parte del casino (hospedaje, alimentación y entretenimiento) para conservar al “gran apostador”. Mediante este plan y el olfato de Sydney –que cubriría cualquier falla con sus arriesgadas habilidades en los dados y sus incesantes apuestas al hard eight (par de cuatros)-, John consigue un estilo de vida respetable que admira silenciosamente la generosidad de su mentor.

“Jesus Christ, why don’t you have some fun? Fun! Fun!”

Como era de esperarse, esta estrategia no se perpetuaría eternamente. Pasados unos meses, la aparente estabilidad cambia cuando John se enamora de la animadora/prostituta Clementine (Gwyneth Paltrow) y hace amistad con el extorsionista Jimmy (el inesperado Samuel L. Jackson). Esto traerá problemas tanto por los torpes intentos de John para que su enamorada abandone sus oficios como por los ilegales movimientos que atentan contra la armonía de la relación entre John y Sydney. Además, la eficacia apostadora de Sydney desaparece periódicamente. Estos giros melodramáticos le dan cierto dinamismo al filme pero francamente no aportan ninguna novedad a las historias en las que el juego constituye el eje catalizador; asumo que El jugador de Dostoievski arrasó con todos los arcos narrativos posibles.

A pesar de eso, el filme con cautela plantea la incógnita que hace de Hard Eight una obra distinta: ¿por qué Sydney cobija a John y no a cualquier otro pordiosero de Nevada? La frialdad del maestro y la inocencia del aprendiz florece en una relación paternalista que sin muchos diálogos logra una meditabunda conexión familiar. El astuto hitman sólo destella simpatía ante la facilidad con la que su estúpido ahijado busca su felicidad. Cada paso en falso es un eslabón más de la cadena que los unirá en esa respetuosa pero jerárquica relación.

Hay entrevistas y reportajes que señalan el escaso control que Anderson ejerció sobre su obra; no sólo se vio obligado a cambiarle su título (originalmente habría de llamarse Sydney en alusión al protagonista del filme mas no de la ciudad australiana) sino a eliminarle cerca de una hora de escenas. No obstante, el resultado final tampoco es lamentable; por el contrario, aunque sólo nos resta llover sobre lo que dejó de ser, es un cálido drama sobre los estragos de un paternalismo transpolado. Las representaciones de los cuatro actores principales son sobresalientes, sobre todo la de Paltrow ya que nos hace olvidar por escasos minutos del horripilante engendro en el que se transformó con el cambio de siglo. Además, Hard Eight cuenta con un inmenso valor agregado: este filme fue (por razones obvias) la primera colaboración entre Anderson y el aún desconocido Philip Seymour Hoffman, quien desempeña el breve papel del atronador que opaca la concentración de juego de Sydney. Quién imaginaría que esa amistad decantaría diecisiete años después en la que tal vez es la mejor película de esta emergente década.

Hard Eight, reitero, cumple con causar una buena primera impresión sobre el potencial de Anderson. La película es agradable e incluso ciertas escenas empatan levemente con las virtudes de Leaving Las Vegas, filme contemporáneo que seguramente inspiró al cineasta. Así mismo, asienta el camino para la victoria sentimental que logrará con Punch-Drunk Love. Sin embargo, el joven Anderson todavía debía adquirir garantías económicas y artísticas para manifestar todo su esplendor. La posibilidad de competir Cannes y la aceptación de un segundo proyecto con mayor autonomía son los premios que este modesto pero acogedor filme alcanzó para su creador.

Esperamos que no deban esperar varios meses para la próxima entrega. Mientras tanto, pueden ajustar sus pantalones y brillar sus patines para Boogie Nights.

El Cine Negro en Japón: Referentes, Influencias e Inferencias, parte II

La primera parte de este ensayo nos dejó el marco teórico y el análisis de la más ‘convencional’ de las películas presentes en el mismo, una lectura previa que podría aclarar algunas ideas que vienen a continuación. Dustnation comenta otros ejemplos del cine negro japonés en los que se subvierten fórmulas, se añaden idiosincrasias y se elevan reverencias a los precursores en igual proporción. Es posible que el lector quiera conocer del tema por su cuenta, en cuyo caso no nos sentaría tan de más el facilitar una bibliografía. De nuevo, esperamos que el disfrute suscite preguntas.

Valtam

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Pale Flower (1964) de Masahiro Shinoda

“Cuando acabé de rodarla,” Shinoda dijo, hablando con la entrevistadora Joan Mellen más de una década tras el estreno del filme, “me di cuenta que mi juventud había llegado a su fin.”[1] Pale Flower, considerado por varios cómo el mejor ejemplo de film noir japonés (entre ellos Chuck Stephens y Roger Ebert), es incluso responsable de la creación de un sub-género popular en los 60s y 70s en su país de origen, el bakuto-eiga, o filme de apuestas. Shinoda, un director que había comenzado su carrera en la comedia de los estudios Shochiku, cuenta la historia de un estoico y lacónico yakuza, Muraki, quien sale de la cárcel tras cumplir una condena de 3 años por haber matado a un miembro de una pandilla rival. Obsesionado con el hanafuda, un juego de altas apuestas donde se busca adivinar la mano del croupier entre 6 cartas de flores, Muraki conoce a la joven y hermosa Saeko, cuya obsesión con el juego, la velocidad y el peligro le guían a la auto-destrucción. La película tiene una fuerte influencia de Las Flores del Mal de Baudelaire, según el director, de la cual sustrae una ubicua sensación de maldad inherente, caos y muerte. También notoria es la influencia de los filmes de Nicholas Ray, menos por la expresividad de sus melodramas y más por la convicción con la que arroja a sus personajes del abismo emocional (especialmente In a Lonely Place, Bigger Than Life).

Fotografiado con un rigor y una sobriedad deslumbrantes (por Masao Kosugi), la obra está obsesionada con la perversión. Usando el blanco y negro y una composición detallada como lienzo, Pale Flower cuenta una historia que usa el juego y la violencia cómo metáforas para el fetichismo descontrolado. Muy opuesto a la perspectiva moral de Kurosawa (quien habría incurrido en el género de nuevo en 1960 con The Bad Sleep Well, un filme sobre la corrupción laboral), los personajes del filme de Shinoda eluden la noción de un bien y un mal definidos, y actúan de forma impulsiva, desmedida, arriesgada. La muerte les resulta seductiva y sensual: bordearla es vista por Saeko como la forma más pura de adrenalina (primero en el juego, luego en la velocidad) mientras que causarla es el trabajo de Muraki, quien encuentra en su labor vitalidad y placer sexual (Natsuo Kirino, una de las novelistas de género negro más populares de Japón toma prestado ese sentimiento exacto en Out): “When I stabbed him, I felt more alive than ever before.”

El filme resultó sumamente influyente, repercutiendo tanto en la depicción del anti-héroe impasible en Jean-Pierre Melville (Alain Delon en Le Samouraï y Le Cercle Rouge) cómo en el uso expresivo de zoom y la composición con cámara estática de Kiyoshi Kurosawa (Cure, Pulse y Retribution) y los directores modernos de Europa occidental, primordialmente Corneliu Porumboiu (Police, Adjective) y Nuri Bilge Ceylan (Once Upon a Time in Anatolia y Three Monkeys).

Tokyo Drifter (1966) y Branded To Kill (1967) de Seijun Suzuki

Casi totalmente opuesto a la mesura y el tono glacial de Shinoda, los filmes de Seijun Suzuki están tan arraigados en la experiencia sensorial, escópica y psicodélica que le causaron su despido de los estudios Nikkatsu, la primera vez que estos terminarían prematuramente un contrato con algún director. Probablemente el mejor exponente del tono surreal, onírico y alucinatorio característico del género (aunque no por las razones clásicas expuestas por los teóricos franceses), Suzuki presentaba en sus filmes una ausencia completa de predictibilidad, linealidad y lógica, en ocasiones rayando en lo caricaturesco (Tokyo Drifter), en otras en lo siniestro (Branded To Kill). Ambos filmes son radicalmente distintos entre sí, a pesar de contar con una fotografía dictada por angulaciones excéntricas, un arte excesivo y recargado y varios interpretes en común, primordialmente Joe Shishido e Isao Tamagawa, cuyas particulares estructuras faciales se ajustaban perfectamente a los requerimientos de sus personajes.

Tokyo Drifter, cuyo tono y protagonista es una clara sátira de los filmes de James Bond (apodados en Japón Kiss Kiss Bang Bang), narra la historia de la mano derecha de un viejo yakuza, Tetsuya, quien tras ser incriminado en el asesinato del compañero económico de su jefe, debe dejar Tokyo y deambular por Japón. La estructura pronto se torna episódica y Tetsuya debe evadir varios peligros, asesinos, peleas de bar, viejos enemigos, para finalmente revaluar el código de honor que le une a su empleador (casi un padre) y la relación que lleva con su interés romántico (una cantante de bar).

Exuberante en todas sus decisiones, sobreactuación, saturación de colores y la búsqueda de un estilo mucho más abrasivo que la sustancia tras del mismo, Suzuki logra en Tokyo Drifter mezclar en igual medida comedia, musical (la balada cantada es una tradición de los créditos del cine comercial japonés pero Suzuki la subvierte para desequilibrar la expectativa del espectador causando desconcierto entre la sencillez de las canciones y la extrañeza de las imágenes), western y melodrama. El uso del color es quizás el aspecto más representativo del filme, con paleta de colores y locaciones esquizofrénicas, Suzuki puede saltar de una discoteca chillona y rimbombante a un desolado paisaje cubierto de nieve en escenas contiguas. Es en el encanto de lo absurdo y lo transgresivo que Suzuki logra que sus filmes estén fuertemente anclados en el propósito del noir, aunque dejando el formalismo que le caracteriza y usando nuevos paradigmas estilísticos y narrativos para causar el mismo malestar emocional en el espectador que proponía el género en su concepción. Eso dicho, el crimen y la moral juegan su parte en el filme. La traición, el honor y la identidad son temas recurrentes del director, y se ven representados en el último episodio de Tetsuya cuando su figura paterna/jefe se ha vuelto contra él, vendiéndole para hacer paz con su peor enemigo: “If I die, like a man I’ll die” es la respuesta del protagonista.

En Branded To Kill, Suzuki abandona el arcoíris pictórico y la torrencial mezcolanza de géneros que hacen de Tokyo Drifter un caso tan particular, y rueda un más tradicional drama de asesinos en saturado blanco y negro. El filme sigue a No. 3, literalmente el tercer mejor asesino a sueldo en Japón, quien toma varias misiones (una vez más existe una estructura episódica, pero resulta más cohesiva gracias al peso de historia) para subir en el escalafón. No obstante, pronto conoce a Misako, mujer que sacude su existencia y, junto a un fuerte influjo de alcohol, le ayuda a descender en una espiral hacia el infierno, donde su cabeza tiene un precio en todo momento y pierde de vista su identidad. “Booze and woman kill a killer”, dictamina No. 3 antes del primer trabajo que le es asignado. Se trata de una profética sentencia que la pesimista y frenética perspectiva de Suzuki (con bastante humor negro para acompañar) lleva a su máxima ironía.

Junto a Pale Flower, Branded To Kill es uno de los filmes japoneses con mayor énfasis en la importancia de la femme fatale (la sociedad japonesa, después de todo, es históricamente patriarcal), pero el filme de Suzuki destaca el carácter sexual inherente de la figura (mariposas y agua siempre rodean a Misako, decepción y erotismo respectivamente). En una de las varias escenas de desnudos y sexo (el fetichismo de nuevo tiene repercusiones, No. 3 tiene una insana fijación con el olor del arroz recién hervido), la mujer expone la bestialidad con que el hombre mata y fornica, sin por esto ubicarse indigna de la ecuación: “Beasts need beasts. This is our fate.” Además de la sexualidad, el tema del alcoholismo, nada ajeno al cine negro (The Lost Weekend de Billy Wilder, In a Lonely Place de Nicholas Ray), es retratado con realismo y distinción (Suzuki batalló con el demonio en la botella durante varias etapas de su vida): No. 3, después de ser presentado cómo un seguro y confiado asesino, pierde en el licor su compás profesional e inmoral; teme por su vida, su cordura, su pasión, el hedonismo vacío y el dinero ya no le motivan.

Su enfrentamiento final con No. 1, casi todo el tercio final del filme, se transforma en mucho más que una demostración del ethos y orgullo masculino, acaba siendo una búsqueda de sí mismo y significado en vida, cuestiones que sin duda atormentaron a Suzuki cómo creador del filme. Por desgracia, este fue un desastre tanto en taquilla como en consenso crítico en la época, algo que no fue auxiliado por el fuerte carácter referencial del filme (especialmente al film noir norteamericano), la naturaleza incomprensible de los filmes de Suzuki (la crítica más frecuente a su obra) y la cantidad de sub-tramas que son sugeridas sin ser recorridas. Branded to Kill es cine instintivo y pasional, por esto mezquino, pidiéndole al espectador que acepte con naturalidad preceptos y símbolos que no logra entender por su novedad y obscuridad. Pero, al igual que Tokyo Drifter, con estos propone una inmersión sensorial en mundos insospechados e inusitados. Su obra es demasiado poderosa cómo experiencia cinematográfica para ser descartada: Suzuki encuentra en la locura su lenguaje personal en el género.

Cure (1997) de Kiyoshi Kurosawa

En una interpretación más moderna del discurso noir, Kiyoshi Kurosawa propone en Cure algunos de los iconos más reconocibles del género (el detective, la perspectiva criminal, la ambigüedad moral, la estructura onírica) pero los contrapone sobre un telón de cine de horror, dando luz a una de las mutaciones más logradas en el género global. Influenciado por los filmes de Shinoda (Pale Flower, Double Suicide), por la tradición de cine de horror existente en el país (Ugetsu Monogataru de Kenji Mizoguchi, Empire Of Passion de Nagisa Oshima, Jigoku de Nakagawa Nobuo, entre otros) y por los filmes de Samuel Fuller (Shock Corridor, The Naked Kiss los más evidentes), Kurosawa encuentra en el horror las mismas inquietudes que existían 50 años antes en el noir, pero el avance tecnológico y el desapego por el contacto humano en la modernidad eliminan los métodos de los investigadores de antaño y transforman las historias del género en nebulosas reflexiones donde las preguntas sobre lo sobrenatural (hipnosis, espíritus, fiebre de cabaña, por mencionar algunas) son preponderantes a las incógnitas del whodunnit tradicional. Para Kurosawa ya no existen filmes de género:

“No one knows whether these are horror or not. But just by uttering the word “horror,” countless works that cross eras, nationality, and authorship loom in front of our eyes, buzzing “me too, me too” all together. Just like a crowd of zombies. Now that I think about it, since there are no works that have failed to change my life even a little bit, all films are horror films. When people are trapped in the maze of genre, they arrive at this kind of reckless conclusion.”[2]

Cure sigue a Takabe, un melancólico detective con trágica historia familiar quien busca la lógica en una serie de asesinatos cometidos por ciudadanos comunes y corrientes, en los cuales las víctimas son personas cercanas al agresor y el modus operandi incluye cortar una enorme X en el cuerpo, a modo ritual. Entrevistando a los culpables, estos dicen no recordar nada respecto al crimen, salvo por la presencia unánime de un joven perdido con un encendedor quien pasa por sus vidas un par de días antes del crimen en cuestión. Kurosawa toma esta historia para exponer sus preocupaciones del Japón moderno: la soledad, el aislamiento, la desaparición del núcleo familiar y la creciente locura, sin perder de vista el marco genérico en el cual sitúa a Cure: Por un lado está el horror, fuertemente introspectivo y acompañado de un fuerte influjo de imágenes de pesadilla, indescifrables y violentas que desequilibran, incomodan y atraen al espectador en igual medida; por otro lado está el noir, con la perspectiva amoral y sesgada del detective Takabe, donde la información que recibe el espectador es la misma que recibe el protagonista, su duelo con el antagonista quien es igualmente ambiguo y abierto que el personaje principal, la búsqueda truncada de la verdad reemplazada por una conclusión abierta, fuertemente ligada al interés en desorientar a la audiencia (similar a la técnica de John Sayles en Limbo) cuando se añade a una estructura de rompecabezas. Kurosawa pide de quien vea la película (sus filmes, con la excepción de Tokyo Sonata, tienen este mismo requerimiento) aguzada atención y reflexividad sobre lo que presenta. Sus imágenes son indelebles tanto por su contexto cómo subtexto. La X, desde Scarface de Howard Hawks, es premonición de que algo verdaderamente terrible está a punto de suceder: Kurosawa, no se limita meramente a continuar el legado, sino que lleva este simbolismo a nuevas y emocionantes posibilidades.


[1] Shinoda, citado por Stephens en Pale Flower: Loser Takes All, Criterion, 2011, NY

[2] Kurosawa en What Is Horror Cinema? en Ritererû, Seidosha, Sept. 2011, Tokyo, Op. Cit. P. 23

Hayao Miyazaki: Mononoke Hime (1997)

“To see with eyes unclouded by hate”

Previo a la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro en 1992 era más bien poco lo que se hablaba en torno al cambio climático y nuestra situación de responsabilidad como amos y señores de la cadena alimenticia. Existía una noción de las transformaciones por las cuales estábamos llevando a nuestro entorno, y por supuesto, estaba la IUCN desde finales de los años 40’s, incluso aunque sus actividades no habían sido atendidas de manera comedida y apropiada; pero aún faltaba mucho tiempo para que el discurso medioambiental ganara impacto y se empezara a pensar no sólo en los pequeños cambios dentro de niveles locales, sino además en las consecuencias a futuro en escala global.

Pero, ¿Por qué estaría escribiendo esto yo, si se asume que la propiedad de este sitio no ha cambiado a manos de algún colectivo verde de poca monta? Pues bien, con el habitual fin de sentar un pequeño contexto histórico a los finales de los años 90’s, abrí con estas tímidas y cortas lineas el comentario hacia esta épica de acción animada con agenda de fábula ecológica. La constante lectura que se puede hacer de las películas de Hayao Miyazaki, más allá de una fascinación con el vuelo y el encanto de la imaginación infantil (que no están presentes en esta película en particular) es el de la preservación de la naturaleza, hecho patente en varias de sus producciones más exitosas: Kaze no tani no Naushika -Nausicaä of the Valley of the Wind- (1984) nos presenta el Fukai, un bosque corrompido por la acción de los hombres y su afán de violencia, así como las monstruosas creaturas que ahora viven ahí; Tenkû no shiro Rapyuta -Castle in the Sky Laputa- (1986) tiene su epónima construcción haciendo las veces de santuario de flora y fauna, cuidado por golems tan poderosos como enigmáticos; incluso Tonari no Totoro -My Neighbor Totoro- (1988) comparte la imagen del bosque, hábitat del mismísimo Totoro, en el que se desenvuelve la fantasía que se opone a lo regular. Mononoke Hime alude a esta temática recurrente, el bosque encantado que ha roto lazos con la humanidad (y ésta con aquel, en reciprocidad) sin que por ello sea algo cansino o gastado el producto final.

Varios consideran que la obra cumbre de Miyazaki es Spirited Away (2001, ya estuvo bueno de poner los nombres en japonés, igual nadie los va a recordar o siquiera leer), y bueno, ¿Por qué habríamos de exigir otra cosa, si incluso ganó un Premio de la Academia y fue un éxito absoluto en taquilla? Y sostener que Mononoke Hime es, en cambio, la síntesis y culminación de todo el eje temático desarrollado por el maestro nipón sería bastante reduccionista de mi parte. Personalmente considero que la conocida odisea de Chihiro está ligeramente sobrevalorada, pero esa es mi aberrada e inquietante opinión, que expondré en otro artículo, y aunque Mononoke Hime no es el culmen de Studio Ghibli o de Miyazaki como su mayor exponente, si presenta un punto muy alto en su propia categoría. Mejor vayamos por partes, y diseccionemos esto al calor de un ameno recuento.

Miyazaki es versátil, y tiene tanta pericia en la creación de mundos fantásticos y absorbentes tanto como sabe de historia de la humanidad, con un cierto énfasis en la modernidad (me inclinaría a pensar que una cosa lleva a la otra). Así como Nausicaä y Laputa se plantean en mundos ‘atemporales’, una suerte de mezcolanza entre algún pasado valiente y el sazón que añaden los tanques, rifles de asalto y los dirigibles, hay otros ambientes recreados con una puntual riqueza y atención al detalle, como en el caso de la ciudad que vemos en Kiki’s Delivery Service (1989) inspirada en centros urbanos suecos por los que no ha transcurrido la Segunda Guerra Mundial*, y ya nos sentimos más cómodos estableciendo un marco temporal en un espacio semejante, algo alrededor de los años 40’s o 5o’s, a lo sumo.

Mononoke Hime tiene una cualidad histórica semejante, lo que permite asimilar el vuelco fantástico con mayor entereza, aunque más adelante me explicaré en el carácter restringido de esta asimilación (pista: tiene que ver con otakus, hombres blancos que creen ser samurai y/o conocedores de la cultura e historia nipona).

El desmembramiento, no obstante, sigue siendo un lenguaje universal.

No siempre fue un drama de época, o al menos no en lo que concierne al argumento original; Miyazaki tenía inicialmente planeado adaptar un manga suyo de 1983, The Journey of Shuna, y esos volúmenes tan bellamente coloreados nos relatan la travesía que un príncipe hace para salvar a su pueblo de la hambruna**, encontrando en el camino a una joven, Tea, y su pequeña hermana, quienes lo acompañarán (hasta cierto punto) en la búsqueda de una tierra de gigantes, donde se cultivan plantas maravillosas que podrían ser la solución al problema de la aldea de Shuna.

A lo largo de varios años y trás muchos storyboards esta perspectiva se transforma, llevando a los cambios que podemos reconocer y los parentescos entre el manga y la película. Se entremezclan, con destreza y facilidad, el período Muromachi (que va del siglo XIV hasta finales del XVI) dentro del cual fungió la conocida Sengoku Jidai de la que se ha romantizado gran parte de la iconografía samurai, con un transfondo mítico en el que criaturas enormes coexisten con el hombre de manera no-pacífica. Los Emishi, un pueblo histórico de la isla que se opuso al mandato del Emperador, son barridos y llevados al decrecimiento de su casta y población, otrora formidables guerreros de los que sólo queda un heredero notable, Ashitaka, tan príncipe como Shuna. En ambos universos la montura por excelencia de los pueblos en declive es el Yakkul, una especie de antílope rojo resistente y apto para la cabalgadura, y el diseño de la criatura no cambia a lo largo de 25 años.

Un enorme jabalí transformado en demonio o Tatarigami, conocido como Nago, maldice a Ashitaka durante una amigable visita al pueblo de los Eboshi, con toda la gritería y flechazos que eso conlleva, y lo lleva a buscar las respuestas de su infortunio en el oeste, sin que nadie de su tribu le pueda ayudar. La peculiar maldición del príncipe se representa en una marca negra ó purpúrea que se extiende a lo largo de su brazo derecho y que, a pesar de su carácter trágico, le permite hacer demostraciones preternaturales de fuerza y puntería. En el curso de su exilio no puede evitar hacer justicia frente a los actos de pillaje y crimen que presencia, siendo apoyado por su mortífera maldición, y en un pueblo próximo se encuentra con el monje Jiko-bō, mejor descrito como “un espía, un ninja, un hombre de fe ambicioso y/o un buen tipo”. Éste impulsa a Ashitaka a buscar al Shishigami, el Espíritu de los Bosques, quien reside en un peligroso claro que nuevamente recuerda al Fukai de Nausicaä o, sin irnos más lejos, a la torre de los gigantes en el viaje de Shuna. Ahora, que el amigable Jiko-bō haya sido efectivamente rescatado de una posible muerte o que sea un plan de éste para llevarlo al infortunado bosque, se trata de una conjetura que espero desarrollar mejor en un futuro.

Los disparos son un regalo, en realidad.

El encuentro con el administrador de la flora y fauna agigantada se ve interrumpido por un combate entre una caravana de bueyes y unos lobos gigantes, éstos a su vez acompañados de una chica enmascarada. Ashitaka presencia tan solo una parte de las consecuencias de este encuentro, y es ahí donde ve por primera vez a la chica, limpiando las heridas del más descomunal de los lobos, Moro, la madre de la jauría. Se trata de San, la “Princesa de los Lobos”, esta última dejando absorto con su belleza feral al joven exiliado. Ashitaka no tarda mucho en conocer todas las demás partes del conflicto, y su pureza de espíritu y ausencia de odio personal lo llevará a ser observado por el mismísimo Espíritu de los Bosques, evento que es sucedido por un encuentro con la principal responsable de la demonización que consumió el alma de Nago, la impetuosa y vivaz Eboshi.

A medida que transcurre el argumento se empieza a notar mucho más la maestría de Miyazaki a la hora de construir sus personajes, especialmente sus villanos; Eboshi no está objetablemente sedienta de poder y riquezas como sí se podía inferir de Muska en Laputa, y comparte mayores semejanzas con la Princesa Kushana de Nausicaä, en cuanto a que son mujeres fuertes con grandes cicatrices de su pasado (en el caso de Kushana, son literales estas marcas); Jiko-bō, como ya se dijo, no es completamente bueno ni es un miserable mezquino, teniendo una agenda que permanece en misterio a lo largo de toda la película; Moro, a su vez, se muestra apática con los sentimientos crecientes de Ashitaka por su hija adoptiva, pero llega a resolver ese conflicto con el paso del tiempo a pesar de lo matizada que permanece su actitud. Curiosamente los únicos que salen ‘mal parados’ son los idealizados samurai, mostrados con mayor tino como una casta de canallas beligerantes.

La obstinación suicida y el ‘bushido’, amigos sin siquiera conocerse.

Es posible hallar los paralelos de ‘ficción’ y ‘realidad’ en ciertos hechos históricos retratados en la película, gracias a lo ya discutido del contexto y el transfondo, y dichos paralelos pueden ser observados transversalmente a lo largo de otras cinematografías y visiones. En todo el aspecto de la desmitificación del samurai, se da lugar también a otra revolución del pensamiento de la época, y es el advenimiento de las armas de fuego, relevantes en el argumento como los propulsores de la modernización y la apropiación de la tierra. El disparo que lleva a Nago a la locura, siendo el primero de estos hechos, y el aparente fin único de Tatara como centro de producción de armamento (cierto, el hierro lo comercian, pero en su mayoría es empleado para crear armas de pólvora). Los monjes-mercenarios emplean la pólvora como un game changer en su enfrentamiento contra los jabalíes del bosque que buscan venganza, y éstos a su vez son el último baluarte del combate cuerpo a cuerpo, “orgullosos” son llamados por algunos, “estúpidos” por la familia de Moro.

Como es de esperarse que en toda película que deba estar sujeta a un proceso de traducción y localización a un mercado distinto al local, Mononoke Hime sufre varios inconvenientes y tropiezos en esta área, aunque mucho menores de los que tuvo con Nausicaä (otorguense el placer de ver el tráiler enlazado). Para empezar con lo básico, el nombre por el que se conoce la película es “La Princesa de los Lobos”, cuando la palabra Mononoke no tiene nada que ver concretamente con lobos, siendo simplemente un término que engloba diversas criaturas o espíritus, y por ende, el acompañante ‘Hime’ no implica del todo un título nobiliario de princesa o hija de un rey, como se entiende en estas regiones. Muchos otros términos son más o menos intraducibles, teniendo que recurrir a imágenes más comunes para dar cuenta de lo que expresan: ‘Jibashiri’, como son conocidos los cazadores de Jiko-bō, no son cazadores como tal, estando más cerca de ser mercenarios que cualquier otra cosa; si nos vamos más lejos, encontraremos que la película en su idioma original está cundida de referencias de difícil entendimiento para el americano o europeo promedio.

¿En serio, prostitutas?

Eso sí, es necesario hacer una pequeña venia frente al trabajo de localización encabezado por Neil Gaiman, quien reescribió los diálogos para facilitar su comprensión, y el reparto de luminarias que prestan sus voces para esta traducción no es menos ejemplar, contando con Billy Crudup como Ashitaka, Billy Bob Thornton impersonando a Jiko-bō, Claire Danes hablando por San y Jillian Anderson otorgando la voz de Moro. La música, en cualquier idioma, permanece intacta, y consolida más de dos décadas de trabajo entre el compositor Joe Hisaishi y Hayao Miyazaki. Es más bien poco lo que debería hablar de ese último apartado, por lo que apenas añadiré esto.

Me he visto esta película un buen número de veces, aunque no tantas como yo quisiera***, y descubro elementos que le añaden profundidad, proporcionan preguntas o responden algunas que en un momento tuve. Siempre hubo una cierta inconformidad con la relación entre Ashitaka y San, de lo fría y desentendida que es para tratarse de un aventura dramática, pero he llegado a conciliar ese aspecto dentro del visionado, y comprender que puede tratarse de un pequeño telón de fondo, necesario para la firme sujeción de los cimientos que soportan esta maravillosa y atemporal historia de reconciliación del hombre con la naturaleza. Con certeza, tras un buen número adicional de visionados, haré una nueva entrega sobre esta misma película, intentando ahondar de manera más respetuosa en ella.

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*Estocolmo y Visby, si los señores de The Pink Smoke son de fiar.
**Por alguna razón el pueblo me recuerda a la inhóspita región en la que viven los protagonistas de Marili Svanets (1930), documental de Mikhail Kalatozov en el que se dan a conocer las vías por las cuales el Gobierno Comunista apoya a las poblaciones aisladas, con el fin de tecnificarlas y anexionarlas a su plan de progreso. Hagan caso omiso de esta referencia.
***Corta a plano medio de hombre con lentes, cruzado de piernas en el set de un programa de entrevistas, riendo y gesticulando mientras relata que aunque se dedicaba a la ingeniería, el Cine llegó a su vida como una musa inspiradora.

Jake Kasdan: Zero Effect (1998)

Para Sherlock Holmes no existieron nunca las mujeres, sino “la mujer”.

Arthur Conan Doyle, Escándalo en Bohemia

Ha pasado cierto tiempo desde que escribí por última vez en este espacio, así que espero disculpen esta introducción,  básicamente inconexa, en la cual sacudo el óxido de mis falanges. Hay varios proyectos en línea que tengo en mente por ejecutar, terminar; una que otra filmografía, la segunda parte de cierta alacena, un par de películas colombianas, remodelaciones, noticias, etc. Sin embargo, me disponía a atacar una de esas entradas cuando revisé sin motivo alguno el filme tópico y encontré en él un sólido oponente, una entretenida y olvidada entrada en los anales del cine independiente estadounidense (“independiente” entre comillas, valga la redundancia), y una válida excusa para retomar el ritmo que nunca he tenido pero siempre he deseado.

Ritmo similar al de Daryl Zero, por cierto.

¿Pero por qué comenzar una reseña con una cita de Arthur Conan Doyle? ¿Es simplemente una obsesión estilística que me atormenta o hay algo importante detrás de la misma? Lo cierto es que hay que poner atención a los detalles, una vez entendemos cual es el contexto: “Zero Effect”, del joven director norteamericano Jake Kasdan (Hijo de Lawrence Kasdan, célebre responsable de “The Big Chill”, “Body Heat” y “Silverado”) es un filme obsesionado con los detalles, con lo específico, con lo aparentemente insignificante pero potencialmente fundamental. Nombres, fechas, letreros, lugares, todo es puntuación fetichista para una película que describe de forma adecuada tanto el desorden obsesivo-compulsivo de su protagonista cómo de su guionista. Pero a pesar de ser Kasdan quien llena tanto las casillas de escritor y productor cómo la de director, su laboriosa atención a detalle en la escritura es descuidada (si tan sólo ligeramente) por su trabajo cómo director, supremamente apto en cuanto a trabajar con actores, pero algo blando y plano en su estética visual (no en vano intentó hacer un piloto televisivo con el mismo personaje un par de años luego del estreno del filme). ¿Se sienten bombardeados con información? Bueno, ese es el estilo del filme también.

Dicho esto, es en la creación de personajes memorables y vívidos donde Kasdan tiene un talento innato, quizás producto de su cercanía con su padre para quien actuó de niño en varias ocasiones. Daryl Zero es un asocial y brillante investigador privado (la sola duda que sea el mejor del mundo le hierve la sangre) que se dedica a resolver los problemas de dudosos multimillonarios por copiosas sumas de dinero con las que costea sus excentricidades, entre ellas miles de latas de Tab Cola, Sopa Campbell y atún, bolsas de basura llenas de mini-pretzels, un eficaz sistema de computación, varias guitarras acústicas y anfetaminas. Basado parcialmente en Sherlock Holmes (reemplazando la morfina por placeres más modernos) y Nero Wolfe (otro genial detective creado en los 30s por Rex Stout), Zero es inolvidable en parte por su improbabilidad y en parte por particularidad, pero es a través de la brillante actuación de Bill Pullman (sin duda su mejor momento, más aún que cuando batalló una violenta invasión extraterreste en un Black Knight F/A-18 sin renunciar por eso a su cargo de presidente de la nación, aunque sólo recordar aquel mítico evento me pone a dudar si no debería estar escribiendo sobre los sueños mojados de Roland Emmerich e “Independence Day”) que Zero cobra vida. Carismático, maniático, enfermizo y encantador sin mayor esfuerzo, Pullman nunca nos deja descubrir por completo los enigmas del magnífico sabueso y es por esto que el filme no resulta no pierde impulso en ninguno de sus 116 minutos de duración (aunque debo decir que hay un arco narrativo que es basura, ya sabrán cuál más adelante).

El enigmático Sr. Zero.

El caso en particular expuesto al espectador (adaptado ambiciosa y libertinamente de la cuento de Conan Doyle citado arriba) es llamado por Zero “El caso del hombre que se estresó tanto por sus llaves perdidas que tuvo un infarto cardiaco y resultó que estuvieron en su sofá todo el tiempo”, y concierne a un adinerado empresario de Portland llamado Gregory Stark (Ryan O’Neal) que está siendo chantajeado por un evento que escoge no revelar a Zero, representado en toda reunión con el mundo exterior por Steve Arlo (Ben Stiller), quien le admira por sus cualidades tanto cómo le odia por sus particularidades y su feudal forma de subempleo. El caso, no obstante, no es tan sencillo cómo es planteado en un comienzo, y Zero debe salir a investigar con el mundo que le rodea a través de varios seudónimos y barbas falsas (Sergio Knight, Nick Carmine, Harold Burges, Mitchell Hodgemeyer entre los más memorables), todo esto mientras narra el filme en voz en off y escribe en una pantalla de ordenador noventero sus memorias/métodos para el bien del lector/espectador común. ¿En que consiste este método? No es muy disimilar del expuesto por Holmes en su escándalo en Bohemia, y se basa en cinco pilares inviolables: a) objetividad, b) observación, c) investigación, d) la búsqueda no específica y e) la precisión sobre la pasión. Tras observar objetivamente al viejo Stark por un par de días, encuentra que este es obligado en creativas formas a pagar su fortuna a un chantajista sin rostro ni nombre, esto hasta que conocemos a (¡Spoiler Alert!) la Irene Adler de Zero: Gloria Sullivan (Kim Dickens,  modelo y actriz en su papel más prominente hasta la fecha, emulando el clásico estilo de Wynona Ryder que tan popular fue en los 90’s), una hermosa paramédica adicta a las situaciones de alto riesgo.

Ah, pero que rostro.

El misterio en sí no resulta especialmente difícil de resolver para Zero, y esta diminuta revelación ocurre tras sólo 15 minutos después de los créditos iniciales. Pero los placeres de “Zero Effect” radican en la forma en que Zero analiza información aparentemente inconsecuente (Behavior is always more revealing than language, dice el detective en su voice over/memoria) y la traduce en conocimiento puntual y fascinante sobre las personas que le rodean (del mismo modo en que lo explica Holmes, Pues la diferencia entre voz y yo consiste únicamente en que os limitáis a ver, mientras que yo observo). Sería absurdo deletrear cada uno de los giros que Kasdan cuidadosamente ha puesto en su sólido guión, lleno también de trucos de lenguaje y un fino humor seco llevado a su máxima expresión por Pullman, en sus más altos puntos de desesperación y frustración (Haven’t I been fucking incredibly, mindblowingly, fuckingly divinely generous as a fucking saint, you ungrateful fuck, uno de los mejores apuntes). Las actuaciones son a nivel general bastante buenas empezando por el ya mencionado personaje principal que está rodeado satisfactoriamente de talento: un sólido straight-man en Ben Stiller, una sensual y misteriosa femme fatale de la generación X en Kim Dickens, y un opulento, amoral y conmovedor catalizador en Ryan O’Neal. Angela Featherstone (de “Con Air” y “The Wedding Singer”, toda una estrella fugaz en 1998) interpreta el desagradecido papel de Jess, novia de Arlo, quien le urge deje su trabajo, un mini-arco narrativo que ocupa unos 10 minutos en total y deja sólo un par de positivos, entre ellos la visión de Zero con bigote y gafas de aviador.

Pero esta es sólo una crítica menor a la película, que se siente pequeña en escala y en impacto. Esto, a pesar de la pobre manera de fraseo, no es algo negativo. Kasdan tiene el control completo sobre su película, lo que lo habilita para tomar ciertos riesgos y libertades que bajo un estudio probablemente no habrían funcionado (vale la pena mencionar que cuando el padre de uno es un famoso director se puede ser más pudiente que en otras situaciones). Pero Kasdan hace parte de una familia y un estilo que está profundamente anidado en el formato y concepto de la industria de Hollywood. El filme, exhibido en la sección de “Un Certain Regard” en el festival de Cannes del año correspondiente, fue comprado luego por Columbia Pictures e hizo en taquilla poco menos de la mitad de su presupuesto original (5 millones de dólares). Lo que Kasdan sí logra exhibir claramente en su opera prima es un instinto bastante agudo por la comedia, construyendo con cuidado sus personajes y basando el humor en su complejidad (instinto pulido en sus siguientes producciones cinematográficas “The TV Set”, “Walk Hard: The Dewey Cox Story” y la reciente “Bad Teacher” y en sus colaboraciones televisivas “Undeclared” y “Freaks And Geeks”). La búsqueda de algo específico trae mínimos resultados, dice Daryl Zero mientras husmea la oficina de Stark, pero la búsqueda de cualquier cosa trae siempre éxitos. “Zero Effect” parece un trabajo menor y, hasta cierto punto, lo es; pero en su convicción y sencillez encuentra un espacio en la cinematografía independiente norteamericana. El truco, en este caso (el caso de la película con canciones pop mientras acciones importantes ocurren porque eso es lo que ocurría en los 90s, es quizás un título apto), no es saber que esperar. Es saber donde buscar.

“She was the only woman I ever… the only woman.”

Alex de la Iglesia: Payasos en la lavadora (1997)

Estimados lectores, les damos nuevamente la bienvenida a Filmigrana Academia, el espacio de los textos sesudos, reflexivos, con referencias al pie de página y un mínimo de credibilidad. En esta ocasión contamos con un ensayo que funciona como abrebocas para una tesis de grado, if that’s what you’re into. Su autor, Daniel Bonilla, es profesor de la Pontificia Universidad Javeriana y tiene una columna en una conocida revista de libre distribución, por lo que los dejamos frente al texto para que lo disfruten y relean.

Valtam

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POR QUÉ UNA NOVELA Y NO OTRA PELÍCULA

EL CASO DE PAYASOS EN LA LAVADORA DE ÁLEX DE LA IGLESIA

En mi propia manera incoherente y alucinada, traté de dibujar las imágenes que veía en mi mente cuando oía música pop moderna estando en LSD… Tontos payasos moviéndose en la pila de basura en la que estaban convirtiendo a la Tierra… Me engañé con mis propios dibujos. Otra gente pensó que eran imágenes felices de muñecos relajados teniendo un buen rato… ¡Así que eso terminé pensando yo mismo! Se me olvidó lo que eran realmente: ¡Fotografías de la danza de la muerte!

ROBERT CRUMB

¿Qué tienen las novelas para que aún las sigamos leyendo como el género completo por excelencia? ¿Qué las ha caracterizado desde siempre para que sigan ocupando un lugar privilegiado en el competido mundo de las narrativas contemporáneas? ¿Por medio de qué mecanismos algunas novelas siguen raptando adeptos y haciendo que los cinéfilos muerdan el anzuelo?

Dos problemas surgen en este punto, el primero de ellos es la coexistencia y en ocasiones dependencia de la novela frente a otras formas de expresión contemporáneas, lo que redunda en una suerte de mutación del género para asegurar su supervivencia en un mundo donde los tiempos de lectura se han reducido considerablemente, y ante lo cual, otro tipo de narrativas emergen y se alzan, aparentemente, como reinas. Tal es el caso de la televisión, el cine, la publicidad, el video clip, los cómics e Internet.

El segundo problema, un poco más complejo, tiene que ver con los registros de escritura en un mundo habitado por las narrativas arriba mencionadas. Cuál es el verdadero estatus de la escritura –léase, el verdadero estatus de la búsqueda y construcción de discurso y sentido desde lo sucesivo del lenguaje verbal–, frente a formatos que hallan su principal medio expresivo en la inmediatez de la imagen audiovisual. Podríamos partir de la suposición, aún no de la afirmación, de que ciertos productos culturales que dependen de la imagen recrean de diferentes modos una narrativa subyacente a ellos, y en cuanto narrativas, se soportan en procedimientos escriturales previos, que les dan origen. No podemos concebir narrativas por fuera de la sucesividad del lenguaje verbal, que es el mismo registro en el que funciona el pensamiento, y de allí que todo redunde en procesos comunicativos. Es más, toda narrativa es lenguaje, cualquiera que este sea.

Ahora bien, a partir de esta suposición, nos encontramos con un fenómeno: se siguen leyendo novelas, y por toneladas, la industria editorial alrededor del mundo sigue percibiendo ingresos altísimos cada año, pero de igual manera el cine. Y todo esto sucede ante la mirada atónita de muchos que han vaticinado la muerte del libro y el decrecimiento de los índices de lectura en países que antaño se mofaban de tener los promedios más altos.

El error radica, creo, en plantear un ‘enfrentamiento’ sin cuartel entre la literatura y otras formas de lectura; proponemos el asunto un poco más allá, pensar que la actitud pesimista de algunos frente a la lectura de novelas tiene que ver con que han aparecido, y seguirán apareciendo, relatos en los más variados registros que dan cuenta del mundo en el que vivimos; relatos, vale la pena aclarar, no menos interesantes y cautivadores que las novelas, y que eso simplemente es un fenómeno cultural apenas normal. En el siglo diecinueve el divertimento para muchos estaba en los libros y en otro tipo de publicaciones, ese era el lugar donde se contaban las historias que los grandes públicos querían conocer. Más de cien años después, somos testigos de una pléyade de maneras para contar esas mismas historias, que se metamorfosean y mutan constantemente hasta el límite y el delirio de la disolución de los géneros.

La novela que señalo en este artículo es claro ejemplo de esa ruptura de fronteras entre géneros y formatos, se trata de Payasos en la lavadora, escrita por el director de cine español Álex de la Iglesia, recordado por cintas memorables como El día de la bestia, La comunidad, 800 balas o Crimen ferpecto. Esta es, hasta la fecha, la única incursión de largo aliento en la literatura por este autor, y de allí surge la pregunta que motiva este artículo: ¿por qué una novela y no otra película? Pregunta ociosa, diría alguien, daría lo mismo decir “¿por qué no más novelas en lugar de diez películas?”, y tendría toda la razón. Hay algo detrás de todo esto que nunca podremos saber con certeza, porque posiblemente este sea un ejemplo de guión fallido que terminó en novela, o como se puede extrapolar de su lectura, una especie de descanso en medio de alguno de los extenuantes rodajes encarados por Álex de la Iglesia.

Payasos en la lavadora arranca con una introducción escrita por el mismo Álex de la Iglesia en la que se libera de su condición de escritor, explicando, a modo de advertencia, que él no es el autor de la novela que estamos a punto de leer, sino que la encontró en la única carpeta de un portátil abandonado en una parada de autobús en la ciudad de Bilbao. Lo que allí tenemos es una primera versión del texto que de la Iglesia decide editar y publicar (repetimos, no escribir). De esa manera libera el texto del concepto moderno de autoría y le otorga un estatus de simulacro, en el que supone un autor posible que adquiere principio de realidad a partir de su condición de ente ficcional, un autor, por cierto, que funge como personaje y narrador de la novela. Y simulacro también en la medida que este relato es un conglomerado de motivos recurrentes de las películas de Álex de la Iglesia; solo por mencionar algunos: la televisión, la basura, las cucarachas y las cruzadas por las causas perdidas. Temáticas fáciles de rastrear en películas como Muertos de risa, La comunidad, 800 balas y Perdita Durango. Justamente esta última presenta un tipo de armazón similar al de Payasos en la lavadora, en el cual, por medio de analepsis y prolepsis claramente definidas, se configuran formas de la memoria individual de los protagonistas. Payasos en la lavadora está narrada utilizando la técnica del zapping, dando como resultado un texto caótico y heterogéneo, pero a la vez, es un ejemplo válido de cómo una novela adapta y transforma un recurso: el montaje, heredero del audiovisual, para contar una historia.

Con esto ya podemos encarar el problema de un texto cuyas operaciones de escritura se asemejan de no pocas maneras a los modos de configuración narrativa del cine, principalmente en un punto, el proceso de montaje. Y es que no podemos desconocer que antes de ser un escritor, Álex de la Iglesia es director de cine; claro, cabe una salvedad y es que la gran mayoría de los guiones de sus películas han sido escritos por él junto con su compañero eterno de fórmula, Jorge Guerricaechevarría. Con lo cual tenemos que, de cualquier forma, sí hay un entrenamiento como escritor, así los escenarios de la escritura sean otros distintos a los que habitualmente se podrían dar en los formatos convencionales literarios.

Álex de la Iglesia se graduó de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Deusto en Bilbao, es dibujante de cómic y responsable de algunos de los personajes de culto dentro de los fanáticos españoles, cuyas historias ya son exquisiteces de coleccionistas, restringidas completamente para el público promedio. Esta herencia del cómic puede rastrearse perfectamente en Payasos en la lavadora, la cual, por qué no, puede tomarse como todo un homenaje a este formato narrativo.

Álex de la Iglesia ha sabido combinar con inteligencia y visión lo que para algunos son productos ‘basura’ de la cultura popular, e incorporarlos a un aparato simbólico complejo que involucra los más variados horizontes narrativos. Su incursión en el cine con el cortometraje Mirindas asesinas, ya anunciaba, en 1991, sus intereses por uno de los aspectos más relevantes dentro del panorama contemporáneo, los productos de consumo.

La intención de revisar una novela escrita por un cineasta parte de esa inquietud por la asimilación de modos narrativos heredados de un formato audiovisual, e incorporados a la escritura de ficción. O lo que también podría considerarse como la disolución de las fronteras entre los diversos productos provenientes de la cultura popular, los géneros, los formatos y los gustos.

En general, el fenómeno al que asistimos es el de una novela que dialoga constantemente con la filmografía de su autor y con otros textos de la cultura, configurando una visión de mundo y un todo simbólico coherente, frente a lo cual podemos decir que a pesar de la diferencia en el formato, Álex de la Iglesia escribió una novela que circula de forma análoga a sus películas, una novela de consumo, que no por ello deja de soportar un abordaje desde las herramientas que nos brinda la crítica literaria y que, un poco más allá, abre la puerta para mirar mucha de la producción literaria de nuestra época en relación con la dinámicas de la cultura contemporánea y sus particularidades.

Muchos son los que hoy en día limitan las relaciones entre la literatura y el cine a las diferentes modalidades de la adaptación de una obra literaria en un producto audiovisual. Muchos son los que optan por la valoración y el juicio en términos absolutamente utilitarios: que si una es mejor que la otra, que si el efecto producido por aquella es superior al de esta, en fin. Payasos en la lavadora ha servido como excusa para aventurar la siguiente afirmación: más allá de los vicios de las interpretaciones frente a los diversos tipos de adaptación, que redundan en una suerte de competencia implícita entre la narrativa literaria y la cinematográfica, estamos asistiendo constantemente a una explosión de la creatividad de realizadores y escritores, unos y otros alimentados de toda la carga, no solo audiovisual, del mundo contemporáneo, sino en mayor medida y casi imperceptiblemente, de las narrativas y las historias que nunca dejarán de contarse.

Y de esa manera arribo al final de mi argumentación para decir simplemente que, muy a pesar de quienes afirman que la nuestra es una época audiovisual, que tiende desesperadamente a la aniquilación de las formas convencionales de narrar argumentos y a la atomización de la linealidad de los relatos, la novela, como género completo por excelencia -y al decir completo me refiero a su carácter implícito de verosimilitud y configuración de universos- ha dejado su pasado estático y canónico de formas preestablecidas, para mutar y apropiarse desde el lenguaje verbal de todo aquello que le pueden proveer las demás narrativas contemporáneas. La novela podrá, cada vez que quiera, ser veloz, de consumo, fragmentada, polifónica, gráfica, hermética, anti-novela, deformada; podrá recurrir a la alteración de los tiempos narrativos y verbales, a la puesta a prueba de la capacidad expresiva de los lenguajes; podrá jugar a la no significación, al vacío de sentido, pero siempre seguirá siendo novela, así se nos antoje similar a la televisión, al cine, a la publicidad, el cómic o el video clip. Su recurso: las palabras; su truco: poder ser su propia contradicción y encerrar dentro de su esencia la capacidad de volverse lo que no es, sin dejar de ser lo que es: un artefacto sólido construido sobre la linealidad y la sucesividad del lenguaje verbal.

La novela es institución y transgresión a la vez, y esto se puede extrapolar de una novela como Payasos en la lavadora, cuyo trama es justamente esa: las formas contemporáneas de transgresión; aunque superando el nivel argumental es posible encontrar una transgresión en el discurso, pero solo posible en el discurso mismo. Es decir, en esta novela que se asemeja a una película, encontramos la ruptura como tema y como estructura. Payasos en la lavadora ataca la oficialidad de un discurso (la tradición), pero para lograrlo, debe necesariamente existir como novela, no como película, y al hacerlo, se convierte en aquello que quería destronar. Por extensión todo discurso destronador, termina convirtiéndose en discurso destronado. Toda narrativa que intenta destronar sus predecesoras, se convierte finalmente en una forma mutada de dichas narrativas y así sucesivamente, hasta la disolución inevitable de las fronteras y los géneros.

Operando en la misma dirección que el tiempo, una novela puede romperlo y seguir siendo lineal. Ningún formato narrativo puede escapar a esa especie de cárcel que el tiempo impone: algunos pretenden ir hacia atrás pero necesitan dar vuelta a la página, avanzar a la siguiente secuencia, ver el próximo capítulo. Somos inevitablemente seres hechos de tiempo y de lenguaje. Las novelas, hechas de lo mismo, son aparentemente construidas sobre la conciencia de esta limitación que a su vez y paradójicamente, las potencia y les da un lugar de privilegio en el ya no tan competido mundo de las narrativas contemporáneas.

BIBLIOGRAFÍA

– Baudrillard, Jean (1978), Cultura y simulacro, Barcelona, Kairós.

– Eco, Umberto (2004), Apocalípticos e Integrados, Barcelona, De Bolsillo.

– Iglesia, Álex de la (1998), Payasos en la lavadora, Barcelona, Planeta.

– Kristeva, J. (1974), El texto de la novela, Barcelona, Lumen.

– Ordóñez, Marcos (1997), La bestia anda suelta: Álex de la Iglesia lo cuenta todo, Barcelona, Glénat.

– Sánchez Navarro, Jordi (2005), Freaks en acción. Álex de la Iglesia o el cine como fuga, Madrid, Calamar.