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Ciro Guerra: El Abrazo de la Serpiente (2015)

Está muy cerca de lograrlo, señor Guerra. Sorprendentemente cerca.

En la línea de trabajo de este director, existe una película que no ha sido estrenada aún, o siquiera producida (tal vez apenas imaginada), una película que además de tener todo el potencial para asombrarnos, lo puede lograr de principio a fin, manteniendo un delicado balance entre la tradición técnica del canon cinematográfico y el camino rugoso y deslumbrante que se abre a través de las innovaciones. Para Guerra, hubo otra película reciente con ese mismo potencial, y que supo entregar esos elementos con base en ese potencial… Hasta cierto punto.

El Abrazo de la Serpiente no es una película contemplativa ni marginal, no es ese remedo de la escuela soviética de los años 70 que está tan en boga hoy en día, ni está cargada de guiños evidentes a directores de la talla de Ingmar Bergman o el ya insinuado Tarkovsky, como si se tratara de cultistas dejando ruidosas ofrendas a estatuas e imágenes de dioses que hace mucho abandonaron este plano. Por otro lado, tampoco desconoce la tradición, y aunque se le quiera comparar forzosamente con el Fitzcarraldo (1982) de Werner Herzog, debido a ciertos paralelos entre hombres blancos delusionales que quieren hacer lo imposible por encontrar un tesoro imaginado, se trata de una criatura distinta, con otros momentos, artilugios y herramientas a su favor.

El poder de esta película de época no sólo reside en la seriedad con la que se toma la imagen recreada (con sus contadas excepciones de las que ya hablaré), sino que también se ampara en un reparto fascinante, que en su mayor parte está armado de rostros descompuestos, indígenas que exhalan un aire de pertenecer a otro mundo (muy hostil) y un manejo del tiempo hábil y preciso a la hora de mantenernos al borde de la canoa.

Describía hace un momento ese afán de cierto cine contemporáneo de cincelar el tiempo sin consideración, alargando planos por lo fácil que resulta dejar una Alexa encendida frente a una montaña, una playa o un bosque en medio de la borrasca, llenando un disco de estado sólido hasta que el montador/director decida cortar arbitrariamente entre el minuto 10 y el 12. El largo y tedioso viaje de Theodor Koch-Grunberg (una lúcida interpretación del belga Jan Bijvoet) por las encrucijadas del Amazonas es acompañado por situaciones que distorsionan su percepción de la realidad, conectando el argumento con la experiencia del espectador. Estas largas y fluidas travesías son acompasadas por un relato alternativo, el de Richard Evans (Brionne Davis) que hace las veces de alter-ego de nuestro protagonista primario, y ambos encuentran distintas versiones de Karamakate (Nilbio Torres y Antonio Bolívar), viejo-joven y joven-viejo, abriendo de par en par las puertas a ese juego de contrastes entre las percepciones del tiempo.

El carácter de la travesía se hace más palatable a través de viñetas a las que no se le puede remover el carácter subversivo, enseñándonos en esta travesía que no sólo las misiones católicas fungen como portadoras de flagelos y penurias innecesarias para la población nativa, sino también postula que los indígenas residentes del Amazonas no eran (ni son) niños pequeños inocentes en cuyas manos reside todo el poder y la salvación universal. Absolutamente nadie está exento de culpa dentro de este paisaje moral en escala de grises, el cual (si no lo he mencionado ya) está montado tal cual, blanco-y-negro, en contravía de mostrar la conocida exuberancia y color de la Amazonía pero que es mucho más pertinente a motivos cinematográficos.

Es por estas loas y pregones que me resulta más difícil entrar a la parte más débil de la película, que es la segunda mitad[1]. En continuación con el paralelo abierto un par de párrafos atrás, la segunda mitad es la que corresponde en su mayoría a Richard Evans, la cara de la moneda que corresponde a la falta de escrúpulos, la vanidad y el espíritu norteamericano heroico e intervencionista de los años 40. El regreso a la misión/resguardo es impactante en un principio, algo que nos recuerda a las lúcidas fantasmagorias que Gabriela Samper trajo a una Colombia incauta con Los Santísimos Hermanos en 1969. Esta sensación se pierde cuando conocemos al líder del sitio (Nicolás Cancino), quien tiene el rostro y el histrionismo adecuados para participar en un cortometraje universitario de primer año, pero no para competir con el gravitas y la fuerza del resto del reparto. Una prolongada secuencia de escenas da lugar al desenlace apresurado de una de las líneas argumentales, y la desembocadura de un tercer acto flojo en comparación con el resto de la obra.

Si bien no me detendré a desmenuzar el final, puedo dar cuenta de lo anticlimático que es, adicional a que es la referencia menos sutil a la historia del cine que hay en toda la película. Este suceso, por otro lado, abrió las puertas al entendimiento de otras películas, así como a valorar a otros directores cuyo trabajo pasará más pronto que tarde por nuestras páginas, tal como es el caso de Rubén Mendoza y su singular estilo cinematográfico[2]. Establezco este paralelo porque se trata de dos directores que han sabido darle una impronta personal a sus películas, a menudo desviándose de lo que podría ser aconsejable, correcto o simplemente lo habitual de un cine con una historia entrecortada y de escasos recursos como el que se produce en este país. Sin embargo, ambos están aún en el proceso de dominar la cohesión de un relato cinematográfico de principio a fin.

La cantidad de decisiones infortunadas que preceden al cierre de la película, desde las llamas del árbol hasta el envoltorio de mariposas son muy difíciles de defender en el territorio del distanciamiento cinematográfico[3] y entran más en el campo de los descuidos de producción. Durante una conversación que tuve con una maestra y documentalista adscrita a Filmigrana, quedó en claro que el final más adecuado de la película habría sido durante el plano “punto de vista” de Theodor mientras Karamakate exhala yopo en su nariz, evitándonos todo este desconcierto y cerrando en una nota de misterio y asteuridad.

A pesar de esto, hay un claro compromiso visual que Ciro Guerra plasma en sus películas, y que (como ya se ha repetido en el texto y sus pies de página) es alguien que va en camino de metas sensatas y terrenales, como la creación de una industria a partir de lo existente[4] y de construir relatos que sobrevivan más allá de su fecha de estreno y construyan discusiones, no sólo de orden antropológico o social, sino también como ladrillos de la historia del cine y como piezas de arte en sí mismas.

Si tiene oportunidad verla en DVD o de ir a una universidad a verla, hágase un favor y vaya.

¡Hey, qué bien!: visualmente es (en su mayoría) una película muy cuidada que no agota, a pesar de su ritmo lento y pausado. La secuencia de la cauchería merece ser recordada con el mismo afecto que le damos al concierto de la azotea de Rodrigo D. No Futuro (1989) o la violación de Pisingaña (1985), entre otras escenas valiosas del cine colombiano.

Emmhh: el final que nos tocó.

Qué parche tan asqueroso: visto en pantalla grande, se nota a leguas que las ilustraciones de los exploradores son fotocopias en papel bond y, como Paramita ha indagado, el tintero que aparece en pantalla es un anacrónico frasco de Shaeffer con la etiqueta removida. Por favor.

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[1] Esto a la larga no debería ser motivo de desdicha, porque no son pocas películas las que tienen primeras mitades memorables y muy bien hechas, seguidas de segmentos pobres y carentes de espíritu. Por citar: From Dusk Till Dawn (1996), Full Metal Jacket (1987), Jeepers Creepers (2001) o The Contender (2000). No hay que molestarse.

[2] Confieso que parte de mi asociación negativa a Mendoza nace después de ver tres de sus cortometrajes en sucesión, durante una proyección al aire libre, en inadvertida compañía de una exnovia y su pareja de ese entonces. Va para los anales de la historia de las citas accidentadas. Sin embargo, son sus diálogos los que me generan más incomodidad, así como la totalidad de la infortunada La Sociedad del Semáforo (2010). Puedo decir que es otro director cuyo trabajo espero ver más a menudo.

[3] Sustento en el cual se ampara la maestra Libia Stella Gómez con el final de La Historia del Baúl Rosado (2005).

[4] Vale anotar que película fue producida por Caracol y Dago García Producciones, alguien a quien Guerra respeta como empresario (a juzgar por su entrevista/paredón en video de la revista Arcadia).

Mike Slee: Colombia Magia Salvaje (2015)

“¿Qué tanto conocemos los colombianos a Colombia? Por tierra, agua, a vuelo de pájaro y como nunca antes se había filmado, esta es la producción más ambiciosa realizada en el país.

Quisiera dejar claro, antes de empezar este breve artículo que, a pesar de todo lo que leerán a continuación, esta es una película que vale la pena ver en cine.

Quisiera dejar claro también, que esta es una película que mostraría a mis amigas húngaras para motivarlas a que vengan a visitarme [pero que no mostraría si la idea fuera motivarlas a conocer el cine colombiano].

En primer lugar, es importante anotar que éste es el documental con más superlativos del territorio colombiano. La mayoría completamente ciertos, demuestran claramente que la verdadera riqueza nacional se encuentra en nuestro territorio y en las criaturas que lo habitan. Demuestran también que los colombianos son las criaturas que más reafirmación necesitan. El uso excesivo de estos superlativos y la necesidad de estar siempre comparando pareciese insinuar que los espectadores no son capaces por sí solos de apreciar lo que ven.

Como si nuestra opinión no tuviese validez, necesitamos que una figura de autoridad (en este caso la voz cálida y paternal[ista?] de Julio Sánchez Cristo) nos ratifique una vez más lo evidente. En ese sentido, y dejando de lado las películas de Dago García, Colombia Magia Salvaje bien podría ser la película rodada en territorio nacional que más menosprecia (¿o menos aprecia?) a sus espectadores colombianos.

Estos superlativos también demuestran la poca autoestima y la falta de orgullo e identidad latente en nosotros: como unos viles texanos, necesitamos que nuestra singular riqueza sea la “más grande” o la “más espectacular” o la “única”. El colombiano no soporta  que alguien más sea más que él. Tal vez por eso durante mucho tiempo fuimos el país más violento. Necesitamos, como si fuésemos viles texanos enarbolando la bandera en cada pórtico, exaltar los símbolos patrios. Vemos obviamente entonces una orquídea, una palma de cera, un cóndor, una tortuga, una rana venenosa, una guacamaya, un frailejón y un oso de anteojos. Ahora bien, no me malinterpreten, no tengo nada en contra de estas criaturas y me hace muy feliz poder verlas, pero siento que el productor se contentó con hacer un checklist. Como si hubiese tomado una de cada una de las nuevas monedas del Banco de la República y se las hubiese dado al guionista diciendo “tenga, póngamelos a todos”. Pareciese ser este el único dinero que el guionista tocó por parte de la producción a juzgar por lo superficial de su libreto.

Para dejar más claro aún que ésta es la película más colombiana de Colombia, la banda sonora cuenta con las estrellas musicales recientes más conocidas por los colombianos en Colombia: Juanes, Chocquibtown, Walter Silva, Aterciopelados y Fonseca. Y por supuesto, las composiciones de Campbell fueron interpretadas por la Sinfónica de ….[1]. A Shakira no la invitaron porque hace mucho empezó a hablar con otro acento.
Viendo que todos los músicos más reconocidos de acá junto a las empresas más nacionales del país (Éxito, Caracol, RCN, CineColombia…) de alguna forma contribuyeron a este proyecto quisiera yo también aportar algo, y recomendar algunas inclusiones para hacer de Colombia Magia Salvaje la película más colombiana de Colombia de todos los tiempos colombianos (excluyendo, esta vez, no solamente las chavacanerias de Dago, sino, también algunas obras maestras de la identidad nacional como Garras de Oro o La Gente de la Universal).

Recomiendo pues que se incluyan, y dejo al guionista la oportunidad de encontrar la manera de hacerlo (a ver si subsana un poco el libreto): un Chocorramo, una Pony Malta, unas papas Margarita (y de paso a Margarita Rosa de Francisco) y una maleta Totto.

En segundo lugar, quisiera enumerar una serie de anotaciones sueltas sobre la película, organizadas con la misma estructura y secuencialidad que tiene Colombia Magia Savaje: ninguna.

Volviendo a la musicalización, quisiera resaltar el impecable trabajo de los intérpretes.

En algún momento llegué a pensar que Mike Slee, el director de este documental, es en realidad un cóndor. O por lo menos contrató a uno y le dio una GoPro. Un gran porcentaje de la película se resume en sobrevuelos. Vemos tanto reservas naturales como ciudades siempre de forma cenital. La maravilla y el impacto que generan estos planos se gasta rápidamente y hacia la mitad de la película dejan de ser un recurso más y parecen ser más bien el último recurso. Como si se hubiesen agotado los recursos  o el tiempo (no quiero sonar re-cursi pero, por favor, que no llegue el tiempo en que también agotemos nuestros recursos naturales) y hubiesen decidido rodar los planos aéreos para rellenar.  Muy seguramente la superficialidad de la película deriva de ahí.

Una espada de doble filo: si bien la intención moral es la protección ecológica, este tipo de películas seguramente acelerará el turismo sin necesariamente controlarlo.

Falta de propuesta artística y falta de investigación: los temas son pasados a la ligera. Basta con enumerar lo que hay, darle ciertos adjetivos y pasar al siguiente. Esto resulta en que algunos de los planos exquisitamente logrados sean enmarcados por imágenes simples que los desvirtúan completamente.

Redundo: hay graves problemas de guión. Hay un resumen inicial y otro final. Ambos muy similares, esto es un esquema que sólo se utiliza en televisión, cuando cabe la posibilidad de que el espectador haya sintonizado tarde y se haya perdido el inicio o peor aún, haya visto el inicio y cambie de canal sin siquiera terminar de ver el programa.

La película tiene un hilo narrativo y argumentativo sináptico e hipertextual. Esto no necesariamente es un defecto, pero aquí el discurso salta tanto y se encadena por asociaciones libres tan abiertas que parece el discurso de un niño emocionado que tiene mucho por contar y no sabe por dónde empezar. Es el equivalente documental de entrar a Wikipedia, buscar Colombia, abrir 17 pestañas y no leer ni un cuarto de cada página.

[¡]La musicalización raya en la persuasión y fuerza historias inexistentes[!]

Se siente la mano larga y negra de los editores de novelas y contenidos televisivos. Planos completos son “abreviados” acelerando la imagen y acompañándola de un sonido como de aire rasgando. No quiero ofender, pero hay que tener un gusto muy atrofiado para emplearlos.

¿Una película sin ánimo de lucro? Debe ser propaganda para algo más.

Siempre es gratificante y muy emocionante ver que de vez en cuando hay cabida para los documentales en la pantalla grande.

Hay imágenes exquisitamente logradas. No solo requieren una preparación técnica impecable, también exigen paciencia por parte del documentalista para esperar hasta que llegue el momento indicado. El registro de los colibrís batallando y la eclosión de la mariposa son un claro ejemplo.

Finalmente, ver documentales expositivos realizados por encargos corporativos significa un regreso a la escuela Griersoniana que podría caerle bien al corto abanico de oferta cinematográfica en el país.

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[1] Colombia claro está.

Jaime Escallón Buraglia: El Cartel de la Papa (2015)

Así que aquí estamos otra vez, presenciando eso que llaman la “revolución del cine colombiano” y que se desglosa hoy día con infinita sensibilidad en todo su despliegue paisajístico, contemplativo y poético. Porque ¿Hay acaso algo más hermoso y sublime que un atardecer sobre la Plaza de las Siete Maravillas del Mundo en el parque Jaime Duque, para abrir una comedia sobre paperos narcotraficantes? ¿Cuánta belleza y síntesis hay en los primeros planos del escote de una actriz? Qué época para estar vivo y ver cine en Colombia.

Permítanme elaborar sobre este pasaje.

Algunas cosas han cambiado en esto que erróneamente podríamos llamar el primero de los dos cines que hay actualmente en este país, la comedia frente al drama, las dos máscaras del ágora neogranadina. Enfatizo en el error, porque cabe la posibilidad (y para algunos el derecho) de ser reduccionista a la hora de decir “esto es digno de Dago García y eso otro no”, como si los últimos 65 años de cine no nos hubiesen enseñado nada y se pensara en la historia y la diversidad cinematográfica como algo que se escribe recientemente. Es evidente que sí estamos ante un despliegue numeroso de producciones y un hallazgo de identidad cinematográfica que no está ligado a uno u otro género o temática, al menos no más de lo que sí está ligado al hábito y la creación de corrientes; no obstante, debemos ver de dónde parte cada cosa y por qué terminamos con ciertos productos en las salas de cine.

Es en este florecimiento industrial que individuos formados en el exterior, como Fernando Ayllón (de quien ya hemos hablado anteriormente) y el presente Jaime Escallón Buraglia, regresan a esta patria para hacer parte del mercado con un rango visiblemente reducido de opciones (muy a pesar de la diversidad ya mencionada), un escenario semejante económica y cinematográficamente al de otros países en vía de desarrollo. En el caso que nos concierne tenemos esta película, producida por Laberinto Cine y Televisión[1], el buque insignia de Alessandro Angulo y los responsables de Bluff (2007), La Sociedad del Semáforo (2010) y Sanandresito (2012, que eventualmente serán reseñadas en este sitio). No obstante, cuentan con el amparo de Caracol Televisión, y en la sobriedad de los créditos iniciales[2] leemos la participación de Dago García, de cuya obra ya hemos elaborado en el pasado. ¿Es eso motivo suficiente para rechazar esta obra de facto, o acaso sumirla en consideraciones casi tan estereotípicas como las películas asociadas a este nombre? Recordemos también que fue Escallón Buraglia quien dirigió la infortunada El Jefe (2011) producida por Babilla Ciné[3] en asociación a RCN Cine y la agencia de marketing E-NNOVVA, una película que a pesar de ser también una comedia, se mueve en una ola de humor muy distinta.

Con esta información puesta sobre la mesa, podemos notar que sí hay una cierta influencia del célebre productor y guionista sobre esta película, o al menos se pueden destacar ciertas similitudes en factura y procedimientos. La película aborda los días del actor de teatro Felipe Zipacón (Santiago Reyes) tras la muerte[4] de su padre, Álvaro Zipacón, y el reencuentro con su madre (Carmenza Cossio), su tío paterno (Luis Eduardo Arango) y el hijo de éste, el primo Carlos (Carlos Hurtado). En el funeral se encuentra con Laura Patricia Sánchez (la hermosa Natalia Durán), reina municipal de la Habichuela, con quien tiene un rugoso inicio de relación, pero es quien eventualmente desencadena buena parte del argumento. Felipe sólo quiere tener un poco de dinero extra para continuar ejerciendo la actuación en New York, pero a cambio hereda el imperio papicultor de su padre y, con éste, su legado de narcotráfico. Es a través de su vocación actoral, sus colegas y los sentimientos encontrados de una teniente Antinarcóticos (Marcela Benjumea) que Felipe triunfa sobre sus adversarios y se rinde ante los brazos del romance.

Fin.

De forma breve y concisa, sin mayores enredos, se desenvuelve esta comedia ligera que parece blanco fácil para ser comparada con otras mal llamadas “comedias costumbristas”, con lo confuso que debe resultar que yo no reproche el humor o el escenario de violencia. Pero es justamente su reducido enfoque en esos aspectos tan triviales lo que la hace ser más decente y adecuada, y la película prefiere remitir sus aspectos más complejos y cuestionables en otros departamentos. Podemos verla mucho más cercana a El Escritor de Telenovelas (2011) de Felipe Dotheé que a cualquier otra cosa. Sólo que con un concepto mucho menos elevado en medio de sus aspiraciones reflexivas: personajes batiéndose a duelo en lugar del creador que debate con su universo. En el mundo de El Cartel de la Papa, la actuación toma una posición de relevancia, no sólo siendo la profesión del protagonista, su mejor amigo y “comic relief” y del troupé amistoso, sino también tratándose de un eje temático, en el que actores y no actores deben asumir distintos papeles para continuar el argumento sin separaciones episódicas o viñetas crueles.

Un elemento ligeramente inusual dentro del universo es mostrar los ejercicios actorales de calentamiento, que en sí mismos parecen humorísticos pero resultan útiles para identificar a los personajes principales en sus profesiones. Infortunadamente, la actuación tiende a ser también una motivación nebulosa en los personajes, especialmente en Felipe Zipacón, para quien parece ser un asunto de conveniencia del guión.[5] Hay momentos en los que el pésimo desempeño de la actuación de los personajes opaca la posibilidad de que sean los actores (reales) quienes están entregando una muy pobre interpretación de sus líneas. En esto están especialmente afectados los personajes secundarios, el troupé, los cuales representan (oscuros) estereotipos de actores, y es un chiste recurrente el hacer hincapié en sus lamentables habilidades histriónicas. Uno de ellos toma citas de películas al azar, tan distantes como 300 (2006) y Taxi Driver (1976), y la actriz de la agrupación busca situaciones inverosímiles para desnudarse, lo que parece ser otra pistola de Chejov fallida.[6]

Esta comedia se aleja de sus contemporáneas en las manidas rutinas de stand-up comedy donde se arrojan fragmentos de bromas y comentarios de color que más bien poco tienen que ver con los personajes, y más con el hecho de que se requiere contar algo que haga reír al común denominador de las salas o tenga cabida en el tráiler. Sucede un ejemplo muy flagrante, como la viñeta de las selfies de Laura Patricia, que poco aporta al personaje (¿Tal vez un ejemplo de chabacanería?) y no tiene ninguna incidencia en el argumento, esas fotografías no ayudan al caso policial ni vuelven a aparecer en ningún lado. No digo que el resto del humor sea fino y esté dividido en numerosas capas, pero al menos no está primordialmente basado en una rutina de stand-up; e incluso cuando se da, al menos la película se intenta disculpar al reconocer el despropósito del chiste, como en la secuencia del coaching de acento y todo el asunto de los paisas. Esto no la hace mejor, pero al menos es consciente de lo terrible y fácil que puede resultar este humor regional.

Entre otras elecciones cuestionables también está el arte, o al menos parte de éste. Hay piezas de utilería, vestuario y escenografía que son reminiscentes y referenciales en algunos aspectos (las gaseosas que sólo aparecen en la secuencia inicial, el vestuario que hereda Felipe), pero más que nada es lo apenas suficiente y necesario para que la película funcione en algún nivel narrativo básico, algo semejante a la música[7].

En el fondo del asunto, lo más problemático de una película que lleva un buen tiempo construyendo un momentum es la hora de desenvolverlo, y aquí sucede con una prisa anticlimática que nos dice que el asunto ya termina y tenemos que irnos a la casa pronto. No sabemos qué sucede después de la gesta de estos personajes/actores que han dedicado varios días a salir de un anillo de narcotráfico, sin mencionar a la agente Antinarcóticos a la cabeza de esa operación. Como una ventaja irónica, muchos de estos personajes no nos importan en lo más mínimo dada su escasa construcción, y a cambio obtenemos una secuencia de créditos tenuemente política, cortesía de los antagonistas.

Bajo la apariencia de hallarme totalmente sumido en un síndrome de Estocolmo, debo aclarar que todo esto no es algo que yo celebre, no es mi estilo personal de comedia, pero confío en que se pueda considerar como el puente entre una aproximación más personal a esa industria de comedia y melodrama que Caracol ha venido trabajando por su lado desde hace un buen tiempo. Que Laberinto ofrezca esta película al lado de un drama sobre un hecho que todavía no cicatriza en la memoria colectiva del país es posiblemente una señal de otro tipo de apertura, tal vez el inicio de una industria por donde menos lo imaginábamos.

¡Hey, qué bien!: no hay secuencias de baile impromptu.

Emhhh: las fotografías de Miss Habichuela y la correspondiente foto del celular son simplemente fotos del book de Natalia Durán, la actriz. ¿No podían esforzarse un poco para darle un poco de profundidad a su pintoresco personaje? Incluso si se trata de una fachada.

Qué parche tan asqueroso: ¿Corrección de color, alguien?

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[1] Quienes estrenan simultáneamente en salas Antes del Fuego (2015), un drama sobre la toma del Palacio de Justicia en Noviembre de 1985.

[2] Es proporcional, y consiste apenas en encuadres pintorescos y representativos del parque Jaime Duque. Recordemos mis alegatos ante el exceso de motion graphics en Carta al Niño Dios (2014) y Uno al Año no Hace Daño (2014).

[3] Sujetos terribles a la hora de diseñar y distribuir DVDs y objeto de ira en una apreciación sobre una colección Studio Ghibli muy particular.

[4] En una de las elecciones más pobres de esta película, un plano medio en el que figuran Felipe y el finado Álvaro deja ver a éste último respirando agitadamente bajo las gruesas capas de maquillaje que le dan su aspecto mortecino. Un primer plano u otro tipo de encuadre habrían resuelto esta situación sin lesionar la suspensión de la incredulidad.

[5] Para la muestra, favor detallar el curso de su relación con el personaje de Natalia Durán.

[6] Siendo una película para toda la familia, evidentemente no hay desnudos. Sí hay disparos, no obstante, al menos de dos de las tres armas prominentemente mostradas a lo largo de la película.

[7] Con la notable excepción del corrido prohibido, que parece ser una composición original y tiene conexión con el argumento. No es muy reveladora en su lírica, y podría haberse aprovechado.