“We lay my love and I beneath the weeping willow.
A broken heart have I, Oh willow I die, oh willow I die.”
El cine de terror siempre ha sido un género irregular, donde los bajos llegan a ser cavernosos e infernales (en ocasiones de forma bastante placentera, en la mayoría de forma punitiva) y los altos llegan a ser miniaturas perfectas del poder emotivo del medio fílmico. ¿Grandilocuente? De seguro, pero lo cierto es que el cine de terror es en muchas formas el género más complejo por intentar acercarse a aquella emoción primal y compleja que todos albergamos en nuestras inquietas mentes: el miedo. ¿Pero que es esto del miedo? No es algo definible de forma simple, y de esta cualidad abstracta puede venir el problema con el porcentaje de efectividad del género cinematográfico. ¿Cómo incitar algo que es hasta cierto punto indefinible? En ocasiones la simple realización de una idea moral, física o mentalmente reprimible, auxiliada por violencia y repugnancia extremas, son suficientes para causar escalofríos en la espalda de quien mira, pero con frecuencia estos escalofríos van desapareciendo en la piel y el choque nos es más que momentáneo. Esto sin mencionar que la sobreestimulación y el acceso a todo tipo de información en la época moderna ha llevado de forma lenta pero segura al espectador hacia la indolencia, lo que eventualmente hace que lo exageradamente gráfico pierda el impacto que alguna vez tuvo. El éxito de los grandes altos, sin embargo, no ocurre en aquellas escenas memorables que todos recordamos: ocurre en todo lo que les rodea.
Pocos filmes logran este cometido de forma tan exacta como “The Innocents”. Dirigido por el subvalorado Jack Clayton, el filme se basa en la obra de teatro del mismo nombre (escrita por William Archibald, que escribe el guión cinematográfico junto a Truman Capote) y que a su vez es una adaptación bastante fiel de “The Turn Of The Screw”, la estupenda novela corta de Henry James. Pero mientras el filme omite y modifica ciertos detalles pequeños, el espíritu de la obra original queda intacto, muestra del cuidadoso y fetichista trabajo del director y sus colaboradores.
La película sigue a la sublime Deborah Kerr (continuando su racha de papeles de mujeres religiosas, luego de su trabajo en “Heaven Knows, Mr. Allison” y la favorita de Filmigrana “Black Narcissus”), en este caso una nerviosa institutriz de apellido Giddens que es contratada por un acaudalado solterón (Michael Redgrave) para cuidar a sus sobrinos huérfanos que viven en una gigantesca y desolada mansión en un pequeño pueblo a las afueras de Londres. Sus requerimientos: autonomía e imaginación, la primera para nunca lidiar con su empleador y la segunda para lidiar con sus nuevos alumnos. Inmediatamente le es otorgado el empleo y parte rumbo a Bly, donde conoce a la encargada del lugar, la Señora Grose (Megs Jenkins) y a la pequeña niña que quedará bajo su responsabilidad, Flora (Pamela Franklin, en su primer papel de una prolífica carrera de actuación infantil).
El escenario es perfecto para un trabajo pacífico y encantador, pero pronto empiezan los problemas, junto a una carta que explica que el joven Miles (Martin Stephens) ha sido expulsado del colegio al que atiende y va de camino hacia la casa. Pero aún peor es la curiosidad que llena a la Sra. Giddens frente a la historia que le contó el Tío (su nombre nunca es revelado) en la entrevista a modo de semi-advertencia: la institutriz pasada, la Sra. Jessel, murió en su puesto de trabajo. La llegada de la noche transforma el lugar en un laberinto lleno de sonidos extraños y vientos que mecen las cortinas y las sabanas, y pesadillas empiezan a abrumar su sueño. El joven Miles sólo complica las cosas, ya que este es un niño inteligente y manipulador que intenta atraer a la no tan joven y nueva institutriz (se refiere a ella como “my dear”, y su actitud es bastante desagradable en sumatoria). Pero la amistosa Sra. Giddens logra entablar una buena relación con los dos, y pronto se tornan cercanos.
La felicidad es breve, de nuevo, una vez la institutriz empieza a escuchar el canto de una mujer y a divisar extraños en la propiedad que nadie más parece identificar. En un juego de escondidas, que revela tanto el carácter violento de Miles como el ático lleno de tenebrosos juguetes y una foto de un hombre joven y atractivo, la aparición de una presencia tras la ventana le lleva a un ataque de pánico que obliga a la Sra. Grose a confiarle que otro hombre murió en la propiedad, el antiguo Mayordomo Peter Quint.
Este es un resumen básico (y ojalá no muy revelador) del comienzo del filme, y lo que sigue a continuación acaba de conformar uno de los filmes de terror más completos que tengo el placer de haber visto. Aún cuando es vista hoy en día, Clayton logra crear un ambiente de tensión auténtico y espeluznante, ayudado por una fantástica fotografía en blanco y negro llena de movimientos exactos y composiciones complejas (a cargo de Freddie Francis, también de “The Elephant Man” y “Dune”). El arte, el uso del sonido y los efectos nada recargados, además, ayudan a crear un estilo gótico que guía el filme por corredores cada vez más oscuros y enrevesados, tanto temática como visualmente.
Su verdadero acierto, no obstante, viene de su perspectiva narrativa. Al igual que la novela de James, escrita en primera persona, el filme está contado siempre a través de los ojos de la Sra. Giddens (ojos muy expresivos gracias a la estupenda actuación de la Sra. Kerr y la ligera exotropia que la actriz padecía), lo que crea un espacio de ambigüedad frente a lo que está ocurriendo en la imaginación de la heroína y lo que en realidad está ocurriendo en el espacio que habitan. Es de esta ambigüedad que tanto la película como la novela pasan de ser una horrible fábula sobre fantasmas y se transforman en un tratado sobre la naturaleza humana y la obsesión. “The Innocents” parece dejar abiertas muchas más puertas que las que acaba cerrando, pero el camino que recorre y finaliza deja huellas que quedan con el espectador mucho más tiempo que un escalofrío. Se anidan bajo la piel.