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Sobre celuloide, digital y video en general. Tipologías varias aquí.

El caso de la infame “Colección Studio Ghibli”

Unas palabras antes de iniciar esta reseña recalcitrante

Cargado de buenas intenciones para este 2014, asumí que sería una buena idea ponerme como propósito el comprar más cine y acariciar el fantasma de una industria nonata, ya sea porque no administro bien mi dinero o, más bien, permanezco incólume ante los altos precios que puede tener un DVD original de mediana calidad en este país. Hace mucho tiempo hablé sobre la piratería y el surgimiento de modelos más sencillos para ver películas en línea, y aunque me inclino a pagar un valor adicional por un producto hecho con esmero, cariño y calidad, no veo que sea posible hacerlo aquí en la mayoría de los casos. No es un dilema exclusivamente local, habiendo tenido la oportunidad de conocer ediciones locales en Argentina, la meca del diseñador gráfico colombiano (aunque preferiría no discutir mucho al respecto, so pena de perder mi barba a parches y sentir que se derrite el grueso marco de mis anteojos).

Para ilustrar mi ejemplo, con ese habitual tono obtuso y de petimetre beligerancia con el que ya me conocen, procedo a dar a conocer una reciente adquisición. Compré en Tango Discos (por la módica suma de $55.000) una de las dos piezas que componen la Colección Studio Ghibli/Hayao Miyazaki Master Works de Babilla Ciné, y si bien la calidad de los DVDs de esta distribuidora es cuestionable a un nivel de leyenda urbana, son más bien pocos los ejemplos que he visto discutir en línea, algo que puede corresponder también a mi escaso nivel de comprensión lectora y la inhabilidad de coleccionar revistas culturales. Son dos cajitas, una plateada con fuente negra y una negra con fuente plateada, y dado el enorme sesgo que tengo por Mononoke Hime, me fui por la negra. Después de todo, esto fue lo que me vendió el producto a primera vista:

P1180156

Miren nada más. No soy diseñador, pero tengo que reconocer con un mínimo de sensibilidad que la presentación de esa caja es de una ejecución limpia, directa y cautivadora. La elección tipográfica no es algo del otro mundo, pero va bien con la sobriedad y el esquema monocromático, nada chilla, y hasta el pequeño logotipo del anfibio embaucador se siente como en casa. El lomo de la caja reza la siguiente leyenda:

Babilla Ciné se enorgullece en presentar esta edición reúne cuatro de las obras maestras que hacen de este director una leyenda de la animación comtemporánea (sic). Descubra de la mano de Miyazaki y el Estudio Ghibli un mundo fantástico poblado de personajes encantadores y misteriosos, dibujado a mano, cuadro a cuadro, con el estilo propio e inconfundible de este artista japonés.

Además de enterarme que Babilla Ciné tiene un acento al final, no hay nada que me sobresalte. Es una descripción escueta, con la calidez con que se describe un libro de casas campestres de Villegas Editores. Con esto, siento que pagué mucho menos de lo que recibí, quién sabe qué maravillas me aguarden dentro…

Castillo en el Cielo (Castle in the Sky: Laputa/Tenkû no shiro Rapyuta, 1986)

Laputa - Babilla portada

“Studios”. Con un .jpg muy macheteado y una advertencia dentro de una burbuja amarilla que contraría hasta la mejor de las voluntades, la primera película en cronología es el recibimiento más crudo que puede tener alguien que abra este empaque con emoción. El texto del reverso de la caja, que rara vez traeré a colación, no tiene mayores inconvenientes más allá de la pseudo-Papyrus que no permite una lectura cómoda. Entre las muy escasas opciones del DVD y la ausencia de un screenshot diciente, hay algo que llama la atención: el idioma de la pista de audio se halla listado como “Inglés”, con subtítulos en español… Pero adelante, en la mencionada burbuja amarilla, dice “Versión en Español”, entonces, ¿A qué lado de la caja debo creerle?

Para los anaqueles de la curiosidad, la imagen de la portada es exactamente la misma empleada por la edición de Disney (bien conocidos por su deliberado maltrato a las propiedades de la familia Miyazaki) salvo por la completa remoción de Muska, por razones que no logro comprender con claridad.

Por dentro

Laputa - Menú Babilla

El menú principal, como podrán ver, es bien lesivo, aunque se debe abonar (si de algo vale) que se intentó emular el carácter steampunk/victoriano con una suerte de proyección via mutoscopio. Si me preguntan qué hace ese fotograma de Mi Vecino Totoro ahí, pues no podré responder nada. De acuerdo a las predicciones del reverso de la caja, el “menú interactivo” consiste únicamente en poder elegir entre la reproducción de la película o seleccionar la escena desde la cual la queremos ver.

Laputa - Edición Babilla

Qué fotograma tan horrible. La copia de la cual se obtuvo esta versión no es la de Disney, y no está en inglés, vaya uno a saber qué clase de .AVI mugroso es el origen de esto. Dura 120 minutos y no 124, aunque esto es en realidad una minucia. Sigamos.

Porco Rosso (Kurenai no Buta, 1993)

Porco Rosso - Babilla portada

Notamos en primer lugar que no hay consistencia entre el encabezado de la película anterior y esta, donde se reemplaza el “Babilla Ciné presenta una película de Studios Ghibli” con un simple “Studio Ghibli presenta”. A estas alturas ya no debe ser un detalle desalentador. La portada, una vez más, está impresa a partir de una imagen muy comprimida en un formato inapropiado, pero lo que más llama la atención es el texto acompañante que parece algo improvisado y escrito a la carrera: “Libertad, Vuelo y Aventura“, aunque es conmovedor pensar que la persona que diseñó este empaque en especial tuvo la decencia de ver la película y anotó un detalle salido del corazón.

Porco Rosso - Babilla reverso

El reverso es una especie de “mejoría” sobre la película anterior, ahora mostrando capturas de pantalla que no parecen sacadas de esta versión, como ya veremos, y con una sinopsis algo más amigable a los ojos. Hay una nota abajo, referente a la protección de derechos de autor, y es algo que me resulta algo irónico, gracias a la calidad regular de estas versiones. Ahora que tengo oportunidad de mencionarlo, espero perdonen la calidad de las fotos, y si no es tolerable, pues ojalá me contraten en Babilla.

Por dentro

Porco Rosso - Babilla menú

El menú de inicio es menos sucio que el de Laputa, por no decir más. La carencia de opciones ya se hace común, y en otro giro sorpresivo, se supone que esta es la versión aprobada por Disney, pero está en audio japonés, nuevamente con los subtítulos embebidos directamente en la pista de video. Parece que esto de fabricar y vender DVDs originales es más fácil de lo que yo creía.

“Mierda”, en efecto.

Lo que viene a continuación me fue difícil de digerir.

Princesa Mononoké [?] (Mononoke Hime, 1997)

Mononoke - Babilla portada

Con tilde en la “e”, vea pues. Queriendo sobresalir de sus predecesoras en esta mugrienta colección, la responsable de esta enloquecida compra ha sido dotada de una portada lo más de pintoresca, en una composición de fotogramas de la película y arte original que en mi vida había visto. En una inspección más cercana, se trata de la imagen de portada de la banda sonora original con Moro altamente editada, más una sobreimposición de Ashitaka cabalgando a Yakuru en la batalla después de su exilio (ver más abajo), y en el fondo se puede ver el título original de la película escrito en kana y kanji. Si alguien ha visto esta imagen de portada por ahí, en otro lado, estaría a gusto de que me lo hiciera saber.

Mononoke - Babilla reverso

Le dedico una mención especial a todo lo anterior porque lo demás es un retorno a la mediocridad. Vuelve la Papyrus, tanto al frente como en el reverso, y si hiciera falta mencionarlo, los screenshots tampoco parecieran pertenecer a la calidad de la película que hay aquí adentro. ¿A qué calidad me refiero?

Por dentro

Mononoke - Babilla menú

Este menú hasta ahora lleva la delantera para ver cuál de todos es más chirrete y hecho a medias. Al menos el de Laputa tenía espíritu, aunque estuviese viciado por pertenecer a esta serie de crímenes.

Esta película ha sido copiada bruscamente de la edición de Miramax, no está cortada ni omite partes importantes, lo cual es bueno, y los subtítulos (sí, embebidos) son la traducción al español de la famosa localización hecha por Neil Gaiman, que no es mala en sí misma, pero cabe admitir que es muy expositiva y en ocasiones redundante con lo que se muestra en pantalla.

Mononoke - Babilla 1

Asumo que tendré que comprar otra versión por aparte, si quiero disfrutar realmente de esta loable película.

El Viaje de Chihiro (Spirited Away/Sen to Chihiro no kamikakushi, 2001)

Chihiro - Babilla portada

Esta película comparte, junto a Mi Vecino Totoro, el honor de ser la droga de entrada hacia la obra de Hayao Miyazaki y de Studio Ghibli, en general, y por ende son las más populares y las que han recibido el mejor trato a lo largo del tiempo. Y no es algo que no se merezcan, ambas son muy buenas películas, aunque pueden leerme rezongando por el abultado culto que tienen, dejando otros filmes (y directores) en una relativa obscuridad.

Esto puede verse, si bien a medias, en el diseño de la portada, donde no se han atrevido a componer alguna locura a medias, y en cambio le han hecho un leve rediseño a la carátula original. Sobria, impresa en buena calidad e incluso con una pequeña nota de marca registrada por AMPAS junto a la estatuilla de la Academia, que detalle, hasta las miniaturas de plomo están asombradas. De todas, es la única que tiene un lomo decente y presentable. ¿Cuánto puede durar la fantasía de un producto bien hecho, Babilla? ¿Cuánto?

Vamos a darle la vuelta.

Chihiro - Babilla reverso

Ah, pero qué porquería. Ya fusilaron la portada y la versión seguramente está quemada de una fuente muy poco confiable, como en los otros 3 casos, ¿No podían tomarse la molestia de fusilar también el reverso? La sinopsis está escrita por el habitante de una mazmorra, a juzgar por la redacción y las mayúsculas, y pocas dudas me caben ya al pensar que se trata de la misma persona que ha diseñado todos los adefesios anteriores.

Por dentro…

Urggh - 1

Urghh - 2

Uff, qué falta de todo, a lo bien.

***

Ha terminado esta ofensa. Háganse un favor y NO compren esta versión, verán mucho mejor invertido su dinero si mandan traer las ediciones mexicanas. En general, no compren nada de Babilla Ciné, si aprecian sus películas y su dinero. Ha de tener un carácter lastimoso el leer toda esta tierra echada sobre una empresa nacional, pero no he conocido la primera edición de Babilla que sea bien hecha y compita con estándares internacionales. Cuando lo hagan bien, volveremos a hablar del tema.

Así pues, nos encontraremos en otra ocasión, estimados lectores, hablando largo y tendido sobre las cosas que más nos molestan del maravilloso, mágico y encantador mundo del cine. Hasta entonces.

La moral como cauce del Cine Colombiano Silente

“[El cine] es escuela, en fin. Él enseña. Él instruye. Él moraliza”.

El Kine no 1, Sincelejo, 15 de febrero de 1914, p. 1.[1]

La transición del siglo XIX al XX en nuestro país es especialmente atribulada y llena de percances, incluso para los estándares de un territorio latinoamericano, dadas las particulares circunstancias por las cuales atravesamos el advenimiento de las grandes tecnologías de la comunicación. En un terreno tan diverso y amplio como reconocemos que es Colombia en el mapa político, con contrastes marcados y expresiones culturales que se debaten entre el modernismo y la conservación de las “buenas costumbres”, la llegada parcial del cine a nuestro territorio en 1897, con el emisario Gabriel Veyre, es polarizante. Colombia, escasamente preparada para el registro y la proyección de imágenes en movimiento, pierde la atención en el cine al cabo de la Guerra de los Mil Días en 1899, en contraste a la estrecha relación que hubo entre la primitiva versatilidad del registro fílmico y la Revolución Mexicana, a una distancia de casi 10 años;  esta coyuntura es tan sólo un ejemplo del camino divergente que tomaría el quehacer cinematográfico colombiano frente a otras potencias cinematográficas del continente.

La inexistencia del material fílmico que fue producido desde estas fechas hasta mediados de la década de 1910, así como la ausencia de registros, habla en parte de la desazón que tenían las clases dirigentes y los entonces detentores de la información frente al cine, en nuestra cultura parroquiana y fuertemente involucrada en mantener el statu quo de ciudades estado con fuertes valores patrimoniales y una impresión muy marcada de lo que era pertenecer a una buena sociedad.  La revista Kine de Sincelejo, en su edición N°2 del 22 de Febrero de 1914 y referenciada por Álvaro Baquero Pecino, hace pública la denuncia que la sociedad encumbrada de la época le encara al cine, en su calidad de “vicio como el del aguardiente o como el del juego. […] Nuestro pueblo se enviciará en el espectáculo y será víctima de la necesidad de asistir a él.” [2] Y en tales palabras se percibe la inquietud frente al carácter reflexivo y de inmensa comunicación que tiene el cine, teniendo en cuenta una población nacional mayoritariamente analfabeta y, si se quiere hacer una atrevida comparación, semejante al arte de vidrieras de las grandes catedrales europeas del siglo X en adelante.

A estas alturas el cine ya ha horadado su espacio en el corazón de clases populares y educadas por igual, y es en este mismo proceso en el que se vislumbran sus más grandes contradicciones. Dentro de la mítica humareda que encierra el largometraje conocido simplemente con el nombre de “El Drama del 15 de Octubre”, en 1915 los hermanos Francesco y Vincenzo Di Domenico crean historia al realizar una osada producción sobre el asesinato del caudillo y héroe liberal, Rafael Uribe Uribe, con tan solo un año de sucedido el hecho. Se puede argüir que la historia crea a posteriori las hazañas de los italianos, en caso de que no quepa en la cabeza la posibilidad de que se haga una producción de duración semejante a Cabiria (1914) de Giovanni Pastrone, o semejante en alcance político a Birth of a Nation (1915) de David Wark Griffith. Si nos vamos de largo con los atrevimientos anacrónicos y las comparaciones injustas, se podría decir que la rumorada participación actoral de los auténticos perpetradores del crimen, Leovigildo Galarza y Jesús Carvajal, se antela por mucho a las tesis neorrealistas más radicales de Italia de los años 50. Lo cierto es que la actitud de repudio y malestar generalizado del público, amparada por la familia del difunto caudillo, elicitó que poco más que la leyenda de esta película se preservara para la posteridad en el canon artístico.

Muy a pesar de este fracaso, los hermanos Di Domenico vuelven a intentarlo años más tarde, institucionalizando su actividad dentro de un gremio con nombre propio, la SICLA (Sociedad Industrial Cinematográfica Latinoamericana), cuyas producciones a menudo tientan las barreras de lo que la gente considera decente y pudoroso ver en cine. Asentando su éxito en 1922 con la exhibición de María, adaptación de la célebre obra de Jorge Isaacs, los hermanos italianos se intentan resguardar en el prestigio ya establecido de la literatura y el teatro, siguiendo con una adaptación de José María Vargas Vila, Aura o las violetas (1924), para la cual intentaron construir un modelo técnico de estudio. El carácter anecdótico de la obtención de su actriz protagónica, la  hija de extranjeros Isabel von Walden, es tan sólo un pequeño recordatorio de los prejuicios que se tenían frente a los actores de cine, especialmente en el caso de las actrices, de quienes se creía que eran gente poco honesta y deshonrosa. Resulta asombroso ver cómo de estas adaptaciones los Di Domenico se movieron hacia obras más polémicas, en el caso de Como Los muertos (1925), donde el protagonista padece de lepra, enfermedad estigmática de la época, y muere, algo frente a lo que el público no está preparado. El Amor, el deber y el crimen (1926) enfrenta a la sociedad a otro tipo de tabúes, esta vez en forma de un beso “apasionado” y un asesinato en pantalla. Ya es tarde en la historia oficial, internacional y canónica del cine para este tipo de implementaciones narrativas, pero “el público, sin embargo, les dio la espalda.”[3]

Los intentos del cine por complacer a su público son diversos, y estos se ven tronchados por la vaga definición que se le puede dar a “público”, en especial cuando de la exhibición y distribución de producciones en otras regiones del país se trata. El amateurismo de la industria fungente es un factor importante, pero queda a discusión si las costumbres y las nociones morales de cada centro urbano dificultan la exhibición. Como una especie de consuelo, a mediados de la década de 1920 las ciudades importantes del país cuenta con su propia infraestructura para realizar producciones, y el éxito de los Di Domenico permite un estallido de productoras que nacen, la mayoría de forma prematura y sin el talento o la pericia para conservarse en el amanecer (posteriormente nublado) de la industria cinematográfica.

Entre las películas mejor conservadas de nuestro acervo fílmico, Bajo el Cielo Antioqueño (1924), Alma Provinciana (1925) y Garras de Oro (1926) intentan dar cuenta de ese atribulado universo moral que está sediento de relatos fílmicos, pero no se encuentra en la capacidad de apreciarlos y retroalimentarlos adecuadamente. A través de una variedad de géneros, semejante al habla de un niño pequeño que atiende al aprendizaje de nuevas palabras por repetición más que por entendimiento de las mismas, estas películas tienen algunas posturas en común, como lo es el carácter reivindicativo de las clases populares y su afiliación con la virtud, la importancia del amor, del sistema jurídico como ente que ratifica la verdad y el desprecio del universo material por debajo del espiritual; casi que al mismo tiempo, se puede ver cómo el statu quo de las clases adineradas es una postura privilegiada para vivir, uno al que el amor inevitablemente llevará, y de cómo el pobre o desdichado, el mendigo, el mozo de cuadras o el colombiano es alguien que debe ser guiado para poder ser absuelto de su estado salvaje. Ni siquiera las relaciones sentimentales entre primos de primer grado se escapan a estos subtextos inadvertidos.

 Es meritorio de una discusión mucho más grande la puesta en escena del género femenino en estas películas, y de cómo resuelven sus posturas políticas de acuerdo a la idiosincrasia de las ciudades donde se produjeron. El caso de Garras de Oro es particular, debido a las varias hipótesis que apuntan la marcada procedencia extranjera no sólo de su equipo técnico, sino también de su estética y narrativa, lo que la distancia de todas las películas anteriormente mencionadas, y por ende, del público colombiano, que tampoco le dio una cálida acogida en salas.

Es este mismo público el que se encarga, a partir de su propio tedio e indiferencia hacia las producciones nacionales, de alentar a Cine Colombia en 1928 a transformar las dinámicas de producción, exhibición y distribución en el país, dándole un énfasis particular al cine extranjero, del que se percibirían muy pocas pérdidas, y que por su cantidad sería siempre fresco y variado en entrega. Las productoras creadas para ese entonces, y las pocas que habían sobrevivido a la falta de receptividad, buscaron otros nichos, donde hasta el sol de hoy no hemos llegado a explicarnos muy bien cómo funciona la manera de apreciar cine del colombiano, si es que ya existe uno de éstos que sea tangible y sujeto a una definición.

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Bibliografía

Baquero Pecino, Álvaro. ¡Acción! Cine en Colombia. Catálogo de la Muestra del Museo Nacional de Colombia. Revista de Estudios Colombianos 33,2009.

López Díaz, Nazly Maryith. Miradas Esquivas a una Nación Fragmentada. Publicaciones de Instituto Distrital de Cultura y Turismo, 2006, Bogotá.

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[1] Baquero Pecino, “El Cinematógrafo en Colombia” en ¡Acción! Cine en Colombia. Pág. 9

[2] Op. Cit. Pág. 9.

[3] Op. Cit. Pág. 24

Steve James: Hoop Dreams (1994)

El deporte, una tradición milenaria e institución social que precede la noción misma, acude a las emociones de quienes entienden del mismo, creando seguimientos, fanaticadas, cismas y rivalidades, todo en el sano espíritu del juego y la competitividad. A menudo, quienes se hayan lejos de la esfera de influencia, existiendo tantos deportes para cada gusto y alineación, no entienden las reglas del juego y no atienden el llamado que mueve el entusiasmo y el dinero por igual; no obstante, si hay algo que no puede ignorarse y a menudo se encuentra bajo una luz muy tenue en cualquier instancia deportiva es el carácter humano.

Hoy día, en vísperas del Mundial de Fútbol Brasil 2014, evento que ha impelido a las autoridades competentes a invertir cerca de US$11 billones[1], es apenas evidente concluir que el deporte organizado y profesional es un negocio altamente redituable, si bien exige que pasemos por alto el carácter astronómico de dichas cifras de dinero por el bien de la pasión y el júbilo que siente el espectador al ver a su jugador o equipo favorito rindiendo el desempeño esperado. El baloncesto, aunque no es un fenómeno internacional comparable al fútbol soccer, sí se trata de uno de los deportes más grandes y más vistos en Estados Unidos, con un gran seguimiento así mismo en gran parte de Europa, y representa en muchos sentidos una ventana a toda una lección de antropología, dada la heterogeneidad de sus jugadores.

Hoop Dreams - 1

Hoop Dreams (1994) está dirigida por Steve James y producida por él mismo, Peter Gilbert y Frederick Marx, tres hombres blancos de Chicago que se aventuran al interior de la ciudad, entre suburbios y proyectos[2], para documentar el drama hostil y emotivo de Arthur Agee y William Gates, dos adolescentes negros unidos particularmente por su admiración hacia Isiah Thomas, jugador profesional de la NBA, y su deseo conjunto de jugar como miembros de la Asociación Nacional de Baloncesto. La fuerza de sus imágenes y del relato se hace patente desde la primera secuencia, en la que tenemos imágenes de un partido televisado del All-Star de la NBA[3] visto por William y su madre, absortos por el nivel de juego desplegado, y poco después William toma un balón, sale a la calle hasta llegar a una cancha cercana y hace una clavada, dejándonos claro que William respira, come y duerme baloncesto. Gracias al relato que ofrece a continuación a la cámara (término con el cual designaré al equipo de realizadores que sigue a los protagonistas durante toda la película, el cual discutiré luego), nos enteramos pronto que también sueña baloncesto, en grande, algo que le da rieles a la estructura del documental. Los jóvenes no están solos, sus familias los acompañan de forma tanto positiva como negativa, moldeando sus caminos a partir de sus acciones o de las mismas expectativas que dirigen hacia los prodigios adolescentes.

En cuanto a la estructura misma, en términos formales, no se podría adscribir a una escuela de realización concreta, sino que es más producto de las posibilidades contemporáneas que ofrecen más de 75 años de realización documental. Chris Cagle[4] se extiende en un generoso ensayo acerca de la imposibilidad de categorizar Hoop Dreams dentro de una corriente específica, ofreciendo a cambio el término sombrilla de “No Ficción Postclásica”, como categoría la menos debatible de otras alternativas. Hoop Dreams desafía varias de las constantes establecidos por la labor de John Grierson como director y productor creativo, sin que por ello tome por definición el rumbo del Direct Cinema, siendo más bien una unión de esta disparidad, emplazando metodologías y aproximaciones de cada escuela en donde resulte pertinente.

Cagle expone en su artículo, a través de un cuadro comparativo[5], que la no ficción postclásica representa una aparente apertura en su lectura y estructura narrativa, siendo en realidad más cerrada y tradicional en cuanto a su construcción en 3 actos. Hoop Dreams, en sus 170 minutos de duración, ofrece una vista muy clara de esta construcción, permitiendo que los personajes expongan el recorrido que ellos y los realizadores realizan durante 5 años de formación educativa en un contexto tan difícil y poco representado. Se pueden extraer elementos de ambos extremos y apreciar la utilidad que prestan al relato en general. Es de destacar en esta dualidad que los realizadores, a pesar de su máximo esfuerzo por no aparecer en pantalla, no sólo se hacen evidentes en el tono y la dirección del documental a través del montaje, sino que además con la cámara son una presencia fantasmal con la que tanto el público y los personajes necesariamente deben referirse, algo que elaboraré luego con sus diversas implicaciones.

Hoop Dreams - 2

Pero, ¿Qué tanto de todo esto responde al bagaje de un documental clásico? El uso de temas musicales no-diegéticos, aparente desde la primera escena, nos debe dar una pista de que el legado de la tradición griersoniana permea incluso tras el impacto del direct cinema en la realización documental. Los realizadores contextualizan la totalidad del documental con hip-hop, góspel y jazz, empleando los distintos géneros para acentuar momentos con emociones muy particulares, impartiendo así una lectura específica del discurso documental. La única excepción de esta norma es la canción titulada “Dream Theme”, la cual guarda una cierta similitud con “Chariots of Fire”, la célebre composición de Vangelis para la película del mismo nombre, hoy en día sinónimo de todo montaje deportivo que valga su propia sal. En todos los demás casos, las rimas de Ben Sidran llenan el aire suburbano que respiran a diario los protagonistas cuando se les ve ocasionalmente interactuando con la calle y con las vicisitudes propias de la juventud. El jazz, por otro lado, acompaña las secuencias en las que un personaje toma una decisión dramática o se encuentra frente a una aparente derrota en su búsqueda por convertirse en jugadores profesionales de baloncesto.

La película se asegura de mantenernos presentes, y relativamente al tanto, de estas decisiones cruciales a son de jazz que abundan a lo largo del metraje, y muy pronto se deshace la ilusión de que el talento deportivo de Arthur y William es lo único que les da agencia frente al mundo en el que intentan desenvolverse. El desenvolvimiento de los hechos se lleva a cabo a través del reporte verbal de los personajes, en ocasiones hablando entre sí, pero muy a menudo simplemente dirigiéndose a la cámara como si fuese alguien más a quién dirigir sus cuitas y reflexiones. Alejándose en parte del modelo de emplear talking heads, estos reportes suelen ser interactivos e intentan reportar una cierta inmediatez, a pesar de que el carácter artificioso de una persona hablando sola en una habitación filmada resalta en cada intento. Es una elección fluctuante, cuando los personajes en ocasiones hablan entre sí sin ningún tipo de mediación, y luego uno de ellos se reporta a la cámara, rompiendo toda posibilidad de considerar ese momento como algo verité (en referencia a la escuela de realización documental, sin poner completamente en duda la veracidad del reporte verbal en sí). La existencia misma de un narrador para algunos segmentos es algo que no sólo recuerda la metodología griersoniana, sino que además ofrece un punto de vista muy concreto y encauza la atención del espectador, destruyendo temporalmente la ilusión de un relato construido solamente por sus personajes. Nos recuerda que los realizadores están detrás, y tienen una agenda a exponer muy concreta.

No obstante lo anterior, la calidad del montaje y la presentación misma de la película la alejan de la tradición clásica, como ya se dijo tres o cuatro párrafos atrás. Incluso con la intervención de la narración en off, a menudo se presenta como una exposición factual[6], dejando que los personajes aporten su perspectiva de la situación como actores sociales, y dejando ver en sus testimonios tan solo una de muchas interpretaciones del fenómeno del baloncesto a gran escala. Se asume de entrada que la naturaleza de un partido de de este deporte hace imposible una recreación del mismo, y siendo que los partidos son una parte tan crucial del documental, la alteración de los resultados para antojo de los realizadores es una idea impensable. A través del montaje se crean yuxtaposiciones e ironías que van de la mano con las propuestas menos radicales del direct cinema.

Hoop Dreams - 3

Como vemos, este documental técnicamente no ofrece herramientas narrativas o discursivas nuevas para el oficio del documentalista, a pesar de que su emprendimiento y arrojo al seguir a sus sujetos durante 5 años no es un asunto que deba demeritarse[7]. Es en la fruta colgante de la crítica al sistema del baloncesto colegial y universitario, a su mercadotecnia y a sus imposiciones, donde radica la mayor controversia y multitud de puntos a agarrar en Hoop Dreams.

La visión de los realizadores sobre el sistema de baloncesto escolar, el scouting, el patrocinio y la vinculación académica es latente, a pesar de emplear mecanismos propios del direct cinema para demostrar una aparente imparcialidad en el mensaje. Gene Pingatore, el entrenador del colegio elitista St. Joseph y responsable del éxito de Isiah Thomas, es tan abierto en su mensaje de desempeño deportivo y apoyo económico como lo es su contraparte de escuela pública, Luther Bedford, a pesar de que empleen aproximaciones distintas para llegar a ese mensaje, y la claridad no se hace presente gracias al tono “neutro” del documental. Vemos así, por ejemplo, que en la ruta de los sueños de Arthur y William se exige desempeño atlético para poder ofrecer apoyo económico para la educación, educación difícil de obtener por las mismas circunstancias en las que viven ambos, y aunque los realizadores hacen un gran trabajo en ofrecer la divergencia en los relatos de ambos jóvenes y sus ecos de superación, se siente un apoyo (o al menos una complicidad) y no una crítica hacia el  sistema en el que se encuentran inmersos, lo que en palabras de Kimberley Chabot Davis[8] es la creación de una postura irónica y sutilmente patronizante hacia la vida afroamericana. Esto gracias, una vez más, a la aparente neutralidad del discurso y la ausencia de una retórica o posición política expresa.

A cambio de esa posición política, está la exploración de la victoria y la derrota más allá de los aros y la cancha, sumarizadas con eficacia llegando al final de la película: William, de los dos quien tenía más oportunidades de triunfar, sufre una lesión y no logra llevar a su equipo a triunfar en las estatales durante sus 4 años de estadía en St. Joseph, se ve obligado a ver buena parte de los juegos en la banca y a participar en los que puede con un desempeño más bajo del que exigen las expectativas; tras su paso por el prestigioso colegio y después de una (súbita) revelación acerca de una pareja y una hija, se cuestiona si su vida perdería sentido en caso de que no pudiese seguir su sueño de ir a la NBA. “If I had to stop playing baloncesto right now, I think I’d still be happy.”[9] Y da a entender que los sueños del aro epónimos no consisten en una carrera expediente en las ligas profesionales, sino más bien en la construcción de un futuro lejos de los horrores del Cabrini Green Project, ya sea la drogadicción, la violencia, la falta de un salón de clases que ofrezca oportunidades o algún asesino espectral cuya aparición se deba a la mención de su nombre tres veces seguidas[10].

Pero 3 horas, a pesar de ser un tiempo considerable para un documental, no permite ofrecer todos los relatos que merecerían ser contados. Objetados y enumerados por Paul Arthur y Janet Cutler[11], se cuentan el papel del cazatalentos Earl Smith, a pesar de ser crucial como introducción de Arthur y William a las posibilidades de las grandes, su naturaleza como agente no es discutida más allá de una línea que el mismo personaje menciona, apenas reconociendo lo aterradora que se supone la idea de un hombre adulto visitando canchas y patios de recreo mientras observa el desempeño físico de niños de 14 años: “Sometimes I have second thoughts when I see the net results of what happened with the youngsters.”, una reflexión a posteriori de los posibles daños hechos a jóvenes que son extraídos de su ambiente natural para ser, en buena parte, explotados por su talento. O en sí la relación entre Arthur y William, implícita y abstracta hasta el 3er cuarto de la película, en la que se muestra que son grandes amigos sin que la película diera una pista previa sobre el contacto entre ellos. Claramente son elementos que la cámara deja por fuera, por efecto del enorme recorte que llevó a que 250 horas de grabación se transformaran en el producto final[12].

En medio de todo, es comprensible que varios de esos elementos queden por fuera, sobre todo cuando la imagen de tantas instituciones se encuentra comprometida. Se entiende que en el caso de St. Joseph, los realizadores hicieron un acuerdo con la escuela para poder exhibir la película con su imagen bajo consentimiento. Y aunque la imagen del afroamericano deportista se emplee como excusa para acercar negritudes sin muchas oportunidades a sistemas educativos y a mejores alternativas laborales, el sistema permanece ahí y moldea a sus sujetos bajo sus necesidades.

Spike Lee, el director neoyorkino conocido por su persona pesimista y agria frente a la perspectiva americana de raza y clase, es contundente en una pequeña conferencia que ofrece en un campamento deportivo auspiciado por Nike, al que William atiende. Durante la conferencia, Lee enfatiza que la importancia de los futuros jugadores que salgan del campamento es que puedan otorgarle reconocimiento a su equipo y a los dueños de la franquicia, por lo que su valor será medido en asientos comprados y en balones encestados. La perspectiva es bastante lóbrega, cuando menos, pero si la comparamos con las palabras del monologo de Pingatore tras despedir a William, “Another one walks out the door, and another one comes in the door”, cobra sentido la apuesta de los jugadores como una inversión, independiente a su dimensión humana.

La dimensión humana, en últimas, no es jugada por lo bajo; muy al contrario, la labor de cinematografía y montaje permite que incluso los más legos en el deporte puedan disfrutar y sentir los triunfos personales de ambas promesas deportivas. Compartimos su drama porque lo hemos venido siguiendo a lo largo de las últimas horas, y ciertamente no sentimos la misma alegría cuando el equipo de Sean Pearson (compañero de cuarto de William en el Nike Camp), Nazareth, gana en un partido contra los St. Joseph Chargers. Estamos identificados con los Chargers y el discurso así nos lo pide, está construido de tal forma que este suceso se dibuja como un fracaso y un punto dramático, porque los personajes están íntimamente ligados con ese suceso. Esa identificación no funciona con todos los personajes, debido a que el argumento nos presenta a Bo Agee y a Curtis Gates, el padre de Arthur y el hermano mayor de William respectivamente, cuyos sueños rotos[13] se hacen manifiestos en la manera como estos hombres intentan emplear a sus familiares como vehículos de su frustración personal. Ellos ya están derrotados, de acuerdo al argumento, y por lo tanto no sentimos una sumatoria de sus fracasos al ver a Arthur y a William perder en sus luchas personales, sobre todo cuando tantas personas (incluyendo a los espectadores) tienen sus expectativas sobre los dos jóvenes.

Y si bien la hibridación de conceptos clásicos con herramientas proveídas por el direct cinema no es en sí algo novedoso o revolucionario, Hoop Dreams tiene un carácter humano y una limpieza técnica que resultan imposibles de obviar, incluso a pesar de las acusaciones de patronización hacia las comunidades negras, o la perpetuación de estereotipos a través del silencio de la cámara, interrumpido en pequeñas ocasiones por insertos de voces en off que proveen una guía para esta monumental crónica de victorias y fracasos, teniendo el manejo de contrastes como el mejor aliado.

Durante la entrega de los premios Oscar de 1994[14] la película, que ya había cautivado tanto a la crítica como a la audiencia por su retrato implacable de la pobreza, la juventud negra y la subversión del sueño americano, no fue elegida entre los cinco contendores al mejor documental. Mucho se ha discutido sobre este ‘snub’, y de cómo la Academia falló en reconocer el potencial y la profundidad de Hoop Dreams, que sigue siendo testimonial y vívida más de 15 años después; pero viendo más de cerca la pérdida de la estatuilla, ¿No es esta resonancia semejante a algo que ya hemos visto y de lo que hemos estado hablando, hablándonos con vehemencia acerca del verdadero sueño a alcanzar?

Hoop Dreams - 4


[1] Extraído de esta nota periodística.

[2]Housing Projects”, lo que en Colombia llamaríamos vivienda de interés social.

[3] Encuentro de carácter anual, en el que los mejores jugadores de la Conferencia Este compiten en un equipo contra sus contrapartes de la Conferencia Oeste.

[4] El artículo en cuestión es “Postclassical Nonfiction: Narration in the Contemporary Documentary”, referenciado en la bibliografía.

[5] Op. Cit. Pag. 55

[6] Op. Cit. 57

[7] Sin que olvidemos que el mismo Flaherty convivió con esquimales durante más de 10 años, antes de realizar la quintaesencial “Nanook of the North”.

[8] Kimberly Chabot Davis, “White Filmmakers and Minority Subjects: Cinema Vérité and the Politics of Irony in Hoop Dreams and Paris Is Burning,” South Atlantic Review 64, no. 1 (Winter 1999): 28.

[9] Los créditos, como parte de una ironía mucho mayor dentro de la película, nos dicen todo lo contrario. Con respecto a William y a su nueva vida como estudiante de la prestigiosa universidad de Marquette: “During the Fall Semester, William struggled academically and grew increasingly disillusioned with baloncesto. That November, he quit the team and decided to drop out of school”. Es una de las muchas tragedias que envuelven la vida de los protagonistas de Hoop Dreams tras el cierre de la película y del evento profílmico.

[10] Este pésimo chiste interno corresponde a que el Cabrini-Green Project fue tanto una locación como un punto focal en la película Candyman (1992), sobre un asesino epónimo que aparece cuando sus víctimas lo llaman 3 veces al verse en un espejo. Como nota adicional y para hacer valer este apartado, el último edificio de este proyecto fue demolido en el 2011, producto de la gentrificación del sector.

[11] “On the Rebound: Hoop Dreams and it’s discontents” Cineaste, Jul95, Vol. 21 Issue 3, p22, 3p.

[12] Como referencia, Apocalypse Now (1979) es el resultado de 200 horas de metraje.

[13] En referencia al artículo de Katherine Cipriano, ver bibliografía.

[14] Documentada, entre varias personas, por el mismo Roger Ebert, defensor de la película.

BIBLIOGRAFÍA

  • Arthur, Paul, and Janet Cutler. “On the rebound: Hoop dreams and its discontents.” Cineaste 21, no. 3 (June 1995): 22-24.
  • Barnow, Erik. “El Documental”. Barcelona: Editorial Gedisa (1996).
  • Cagle, Chris. “Postclassical Nonfiction: Narration in the Contemporary Documentary.” Cinema Journal 52, no. 1 (Fall2012 2012): 45-65.
  • Cipriano, Katherine. “Hoops: Escape or Illusion? A Review Essay.” Film & History (03603695) 35, no. 2 (2005): 78-80.
  • Ebert, Roger. “Festivals and Awards: Anatomy of a Snub”. En rogerebert.com.
  • Kimberly Chabot Davis, “White Filmmakers and Minority Subjects: Cinema Vérité and the Politics of Irony in Hoop Dreams and Paris Is Burning,” South Atlantic Review 64, no. 1 (Winter 1999): 28.
  • Nichols, Bill. “Documentary Film and the Modernist Avant-Garde”. Critical Inquiry, Vol. 27, No. 4 (Summer, 2001), pp. 580-610
  • Rabin, Nathan. “Better Late than Never? Hoop Dreams”. En A.V. Club.

Paul Thomas Anderson: Hard Eight (1997)

En el que aparentamos gastar más de lo que ganamos

Hace unos días leí una antología de crónicas que llegó oportunamente a mis manos. Dicha colección, titulada La América de una planta, reúne las narraciones de un par de reporteros durante un recorrido de más de dos meses por ciudades y carreteras estadounidenses. La particularidad de esta compilación radica en la repulsiva y honesta perspectiva de sus autores: los ucranianos Iliá Arnóldovich Fainzilberg y Evgeni Petróvich Katáev –mejor conocidos por sus heterónimos Ilf y Petrov-, fueron los corresponsales del diario soviético Pravda encargados de desmitologizar el capitalista e hipócritamente secular estilo de vida norteamericano de finales de la década de los treinta. A partir de sus crudos relatos y reflexiones, desentrañaron los vicios de aquella sociedad que pretendía encadenar al fantasma de la Gran Depresión y proyectar una imagen de ostentosidad, satisfacción y felicidad. Esta extensa responsabilidad de carácter nacional y propagandista –el partido comunista necesitaba de documentos que oxigenaran su sistema político- se adelantó a sus expectativas informativas y retrató con fidelidad al norteamericano de un único piso, es decir, a una sociedad que sin importar su clase social, región o religión predicaba una única identidad plagada de desolación, decadencia y pobreza de espíritu. Además, su amplia comprensión de la noción de “publicidad” -que sorprende tanto por su inicial desconocimiento y posterior precisión como por su pertinencia en la actualidad- les permitió acceder a la doble moral con la que esta cultura ocultaba sus vacíos existenciales tras bastidores materiales.

Disfruté de los cuarenta y siete reportajes de esta antología y los recomiendo por su riqueza documental e historicista. También destaco su fluidez y la transparencia de sus contenidos: claros,  contundentes y asequibles a cualquier lector. No obstante, a medida de que sus pincelazos narrativos me embriagaban, confieso que mi memoria me remitía constantemente hacia la filmografía de uno de los directores contemporáneos de mayor acogida crítica: Paul Thomas Anderson. Con tan sólo seis largometrajes –próximos a complementarse con un hermano menor,  Inherent Vice-, Anderson se ha consolidado como el magistral exponente de un vasto proyecto que desentraña en la enfermiza cotidianidad del norteamericano –y hombre occidental- su fragilidad y retorcimiento en la espiral del consumo. La perfecta complejidad de personajes como Eddie Adams, Daniel Plainview y Freddie Quell merece todos los elogios que nuestra lengua permita y todas las muestras de impotencia que un espectador pueda manifestar.

Los documentos de La América de una planta –que aparecerán próximamente con ambigua regularidad- son el pretexto para repasar y revisar la obra de uno de los directores predilectos de la casa filmigranesca. Aunque sus películas son desastres taquilleros y fósforos para bidones de gasolina, su autenticidad crítica como director y sus sobresalientes virtudes como guionista lo convierten en un artista esencial para nuestros tiempos. Estos estudios se realizarán cronológicamente y a la espera de elucidar su magnífica línea de evolución artística; la brecha entre Hard Eight y The Master es despiadada pero coherente. Para ponerlo en palabras de nuestros apreciados protagonistas, “Don’t stop, Big Stud!”.

Sin más preámbulos, sumerjámonos en 1996-1997, años en los que Independence Day, Titanic, El profesor chiflado y Space Jam consumieron nuestras estériles cabezas.

“You know the first thing they should have taught you at hooker school: you get the money up front”.

Hard Eight, como opera prima de Anderson, no tuvo un éxito significativo y tampoco pretendemos engañarlos a ustedes, voraces lectores, con juicios viciados por la idolatría hacia nuestro homenajeado director. Sin embargo, nos vemos en la obligación de reivindicarla puesto que, si bien no goza de la fama de las obras subsecuentes, merece un poco más de reconocimiento y de difusión. Es más de lo que podríamos esperar de un joven auteur que con tan sólo veintiséis años de edad se embolsilló a una productora y a varios actores de renombre. ¿Acaso Anderson habría de seguir los mismos pasos emergentes que siguieron Orson Welles o Stanley Kubrick en sus respectivas eras cinematográficas? No exactamente; Hard Eight no es ningún Killer’s Kiss, muchísimo menos un Ciudadano Kane. Aun así, cuenta con los matices por los cuales sus obras posteriores triunfarían.

Sydney (Philip Baker Hall), un hitman retirado, invita al mísero John (John C. Reilly) a tomarse un café aunque nunca antes se hubieran visto. El joven John busca seis mil dólares para enterrar a su madre y Sydney promete ayudarlo a alcanzar dicha meta. Sin embargo, John sospecha que Sydney desea obtener favores sexuales en agradecimiento por su cortesía e intenta abandonar la cafetería. Después una persuasiva charla, John deja sus prejuicios de lado y se embarca con su nuevo compañero en un viaje hacia Las Vegas donde esperaría conseguir el anhelado dinero funerario; sin saberlo, ha pasado a ser cómplice de los sabios planes de Sydney para vivir a costa de un vacío en la reglamentación de los casinos.

El reiterativo plan funciona por su sencillez y discreción: John debe entrar en cualquier casino de mediana reputación, presumir de su supuesta ludopatía y solicitar una rate-card con la cual pueda registrar el dinero que ha invertido a lo largo de una noche de juego; después de solicitar $150 en fichas de un dólar, debe gastar máximo $20 en máquinas tragamonedas alejadas a lo largo de una hora; cumplido el tiempo estipulado, debe canjear cien fichas por un billete de $100, el cual pasará inmediatamente hacia otra mesa de juego y comprará de nuevo otras cien fichas que serán registradas en su rate-card; este proceso se repite cíclicamente para que el casino crea que John ha gastado diez veces lo que en realidad ha apostado. Con esa estrategia John no sólo conseguirá ganancias (la máquina ocasionalmente lo favorecería) sino privilegios gratuitos por parte del casino (hospedaje, alimentación y entretenimiento) para conservar al “gran apostador”. Mediante este plan y el olfato de Sydney –que cubriría cualquier falla con sus arriesgadas habilidades en los dados y sus incesantes apuestas al hard eight (par de cuatros)-, John consigue un estilo de vida respetable que admira silenciosamente la generosidad de su mentor.

“Jesus Christ, why don’t you have some fun? Fun! Fun!”

Como era de esperarse, esta estrategia no se perpetuaría eternamente. Pasados unos meses, la aparente estabilidad cambia cuando John se enamora de la animadora/prostituta Clementine (Gwyneth Paltrow) y hace amistad con el extorsionista Jimmy (el inesperado Samuel L. Jackson). Esto traerá problemas tanto por los torpes intentos de John para que su enamorada abandone sus oficios como por los ilegales movimientos que atentan contra la armonía de la relación entre John y Sydney. Además, la eficacia apostadora de Sydney desaparece periódicamente. Estos giros melodramáticos le dan cierto dinamismo al filme pero francamente no aportan ninguna novedad a las historias en las que el juego constituye el eje catalizador; asumo que El jugador de Dostoievski arrasó con todos los arcos narrativos posibles.

A pesar de eso, el filme con cautela plantea la incógnita que hace de Hard Eight una obra distinta: ¿por qué Sydney cobija a John y no a cualquier otro pordiosero de Nevada? La frialdad del maestro y la inocencia del aprendiz florece en una relación paternalista que sin muchos diálogos logra una meditabunda conexión familiar. El astuto hitman sólo destella simpatía ante la facilidad con la que su estúpido ahijado busca su felicidad. Cada paso en falso es un eslabón más de la cadena que los unirá en esa respetuosa pero jerárquica relación.

Hay entrevistas y reportajes que señalan el escaso control que Anderson ejerció sobre su obra; no sólo se vio obligado a cambiarle su título (originalmente habría de llamarse Sydney en alusión al protagonista del filme mas no de la ciudad australiana) sino a eliminarle cerca de una hora de escenas. No obstante, el resultado final tampoco es lamentable; por el contrario, aunque sólo nos resta llover sobre lo que dejó de ser, es un cálido drama sobre los estragos de un paternalismo transpolado. Las representaciones de los cuatro actores principales son sobresalientes, sobre todo la de Paltrow ya que nos hace olvidar por escasos minutos del horripilante engendro en el que se transformó con el cambio de siglo. Además, Hard Eight cuenta con un inmenso valor agregado: este filme fue (por razones obvias) la primera colaboración entre Anderson y el aún desconocido Philip Seymour Hoffman, quien desempeña el breve papel del atronador que opaca la concentración de juego de Sydney. Quién imaginaría que esa amistad decantaría diecisiete años después en la que tal vez es la mejor película de esta emergente década.

Hard Eight, reitero, cumple con causar una buena primera impresión sobre el potencial de Anderson. La película es agradable e incluso ciertas escenas empatan levemente con las virtudes de Leaving Las Vegas, filme contemporáneo que seguramente inspiró al cineasta. Así mismo, asienta el camino para la victoria sentimental que logrará con Punch-Drunk Love. Sin embargo, el joven Anderson todavía debía adquirir garantías económicas y artísticas para manifestar todo su esplendor. La posibilidad de competir Cannes y la aceptación de un segundo proyecto con mayor autonomía son los premios que este modesto pero acogedor filme alcanzó para su creador.

Esperamos que no deban esperar varios meses para la próxima entrega. Mientras tanto, pueden ajustar sus pantalones y brillar sus patines para Boogie Nights.

Píldoras de Higiene Mental #3

Hace ya 2 años se publicó la más reciente entrega de esta sección apenas naciente, y que yo me atrevería a considerar como prometedora, signifique lo que eso signifique en esta página.

Para continuar con su obra, obtuve la autorización directa de su autor original, Demuto, y en honor a los intereses compartidos y al gusto que nos genera leer un título tan condescendiente como el que ostentan estas entregas, regreso con una 3ra edición. A pesar de lo viejo que pueda sonar este discurso, es de apreciar la facilidad con la que, hoy más que nunca, se pueden ver y consultar materiales audiovisuales en la red. No hace falta sino tener las palabras de búsqueda correctas, tiempo, paciencia para los blogs o los canales de streaming correspondientes y se pueden pasar horas de estudio, admirando producciones que permiten repensar lo que entendemos como animación.

Los rusos tendrán una exposición notable en estos artículos, pero quisiera empezar con algo deslumbrante, motivado únicamente con un “¿Por qué no hacerlo?”:

Aleksandr Petrov (1957), teniendo la distinción de haber sido alumno del genial Yuri Norshtein (de quien hablaremos en una próxima ocasión) es uno de los pocos directores en el mundo que maneja la técnica de animación de óleo sobre vidrio, en el que cada cuadro se pinta con los dedos sobre una placa de vidrio, se ilumina por detrás y el resultado es fotografiado para crear la secuencia. Trabajando a partir de un meticuloso estudio de volumen y composición, en los 3 cortometrajes a continuación se llega a unos niveles de realismo fascinantes, contrastados por la fluidez de las secuencias oníricas. No sobra mencionar, los enlaces llevan a videos de YouTube, que se abren en pestañas diferentes a esta.

Sueño de un Hombre Ridículo

The Dream of a Ridiculous Man

Dirección: Aleksandr Petrov

Escrito por A. Petrov y basado en una historia corta de Fyodor Dostoyevski de.

Año: 1992

La concepción del paraíso (o lo que en su sueño se representa) para este suicida es más semejante a un día de campo en un fresco renacentista que al imaginario miltoniano de las nubes y los rubios en toga y peplo, tocando arpas y liras. Sólo me queda una pregunta, y es ¿Acaso los ilustradores anónimos de la Watchtower Society ven los trabajos de Petrov para decorar sus pasquines sobre las bondades de ser un Testigo de Jehová?

Rusalka

Rusalka

Dirección: Aleksandr Petrov

Escrito por Marina Veshneveskaya y A. Petrov, basado en un relato de Alexander Pushkin.

Año: 1997

Otorgándole de nuevo a las sirenas su aterradora reputación, este corto no requiere traducción del ruso original (y el archivo enlazado de YouTube la tiene muy a medias) para conservar la totalidad de su sentido, gracias a la expresiva intensidad de la animación, tanto en los personajes como en la disposición de los espacios, que fluyen en transiciones cortas pero muy efectivas. En contradicción a lo que dije del corto anterior, aquí el cielo vuelve a ser el cielo que todos conocemos.

Old Man and the Sea

Old Man and the Sea

Dirección: Aleksandr Petrov

Escrito por Aleksandr Petrov y basado en la novela de Ernest Hemingway.

Año: 1999

Siendo este su primer trabajo con la productora canadiense Pascal Blaise, con la cual trabaja actualmente, es también el primer cortometraje animado proyectado en pantallas IMAX, y por si fuera poco en cuestión de méritos, le hizo merecedor del Oscar® al mejor corto animado en el 2000. Como siento que no hace falta mucho comentar al respecto de la historia de Santiago, que conocerán la mayoría de los que hayan pasado por una educación básica primaria, debo cerrar mencionando que no podría haber una analogía para la paciente labor de animación de Petrov, como lo viene siendo la gesta descomunal que ejerce el anciano pescador al ir detrás de algo que es más que un trofeo o una presa, es casi su hermano y su motivo de existencia.

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Feliz dosis, y hasta una próxima ocasión.

El Cine Negro en Japón: Referentes, Influencias e Inferencias, parte II

La primera parte de este ensayo nos dejó el marco teórico y el análisis de la más ‘convencional’ de las películas presentes en el mismo, una lectura previa que podría aclarar algunas ideas que vienen a continuación. Dustnation comenta otros ejemplos del cine negro japonés en los que se subvierten fórmulas, se añaden idiosincrasias y se elevan reverencias a los precursores en igual proporción. Es posible que el lector quiera conocer del tema por su cuenta, en cuyo caso no nos sentaría tan de más el facilitar una bibliografía. De nuevo, esperamos que el disfrute suscite preguntas.

Valtam

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Pale Flower (1964) de Masahiro Shinoda

“Cuando acabé de rodarla,” Shinoda dijo, hablando con la entrevistadora Joan Mellen más de una década tras el estreno del filme, “me di cuenta que mi juventud había llegado a su fin.”[1] Pale Flower, considerado por varios cómo el mejor ejemplo de film noir japonés (entre ellos Chuck Stephens y Roger Ebert), es incluso responsable de la creación de un sub-género popular en los 60s y 70s en su país de origen, el bakuto-eiga, o filme de apuestas. Shinoda, un director que había comenzado su carrera en la comedia de los estudios Shochiku, cuenta la historia de un estoico y lacónico yakuza, Muraki, quien sale de la cárcel tras cumplir una condena de 3 años por haber matado a un miembro de una pandilla rival. Obsesionado con el hanafuda, un juego de altas apuestas donde se busca adivinar la mano del croupier entre 6 cartas de flores, Muraki conoce a la joven y hermosa Saeko, cuya obsesión con el juego, la velocidad y el peligro le guían a la auto-destrucción. La película tiene una fuerte influencia de Las Flores del Mal de Baudelaire, según el director, de la cual sustrae una ubicua sensación de maldad inherente, caos y muerte. También notoria es la influencia de los filmes de Nicholas Ray, menos por la expresividad de sus melodramas y más por la convicción con la que arroja a sus personajes del abismo emocional (especialmente In a Lonely Place, Bigger Than Life).

Fotografiado con un rigor y una sobriedad deslumbrantes (por Masao Kosugi), la obra está obsesionada con la perversión. Usando el blanco y negro y una composición detallada como lienzo, Pale Flower cuenta una historia que usa el juego y la violencia cómo metáforas para el fetichismo descontrolado. Muy opuesto a la perspectiva moral de Kurosawa (quien habría incurrido en el género de nuevo en 1960 con The Bad Sleep Well, un filme sobre la corrupción laboral), los personajes del filme de Shinoda eluden la noción de un bien y un mal definidos, y actúan de forma impulsiva, desmedida, arriesgada. La muerte les resulta seductiva y sensual: bordearla es vista por Saeko como la forma más pura de adrenalina (primero en el juego, luego en la velocidad) mientras que causarla es el trabajo de Muraki, quien encuentra en su labor vitalidad y placer sexual (Natsuo Kirino, una de las novelistas de género negro más populares de Japón toma prestado ese sentimiento exacto en Out): “When I stabbed him, I felt more alive than ever before.”

El filme resultó sumamente influyente, repercutiendo tanto en la depicción del anti-héroe impasible en Jean-Pierre Melville (Alain Delon en Le Samouraï y Le Cercle Rouge) cómo en el uso expresivo de zoom y la composición con cámara estática de Kiyoshi Kurosawa (Cure, Pulse y Retribution) y los directores modernos de Europa occidental, primordialmente Corneliu Porumboiu (Police, Adjective) y Nuri Bilge Ceylan (Once Upon a Time in Anatolia y Three Monkeys).

Tokyo Drifter (1966) y Branded To Kill (1967) de Seijun Suzuki

Casi totalmente opuesto a la mesura y el tono glacial de Shinoda, los filmes de Seijun Suzuki están tan arraigados en la experiencia sensorial, escópica y psicodélica que le causaron su despido de los estudios Nikkatsu, la primera vez que estos terminarían prematuramente un contrato con algún director. Probablemente el mejor exponente del tono surreal, onírico y alucinatorio característico del género (aunque no por las razones clásicas expuestas por los teóricos franceses), Suzuki presentaba en sus filmes una ausencia completa de predictibilidad, linealidad y lógica, en ocasiones rayando en lo caricaturesco (Tokyo Drifter), en otras en lo siniestro (Branded To Kill). Ambos filmes son radicalmente distintos entre sí, a pesar de contar con una fotografía dictada por angulaciones excéntricas, un arte excesivo y recargado y varios interpretes en común, primordialmente Joe Shishido e Isao Tamagawa, cuyas particulares estructuras faciales se ajustaban perfectamente a los requerimientos de sus personajes.

Tokyo Drifter, cuyo tono y protagonista es una clara sátira de los filmes de James Bond (apodados en Japón Kiss Kiss Bang Bang), narra la historia de la mano derecha de un viejo yakuza, Tetsuya, quien tras ser incriminado en el asesinato del compañero económico de su jefe, debe dejar Tokyo y deambular por Japón. La estructura pronto se torna episódica y Tetsuya debe evadir varios peligros, asesinos, peleas de bar, viejos enemigos, para finalmente revaluar el código de honor que le une a su empleador (casi un padre) y la relación que lleva con su interés romántico (una cantante de bar).

Exuberante en todas sus decisiones, sobreactuación, saturación de colores y la búsqueda de un estilo mucho más abrasivo que la sustancia tras del mismo, Suzuki logra en Tokyo Drifter mezclar en igual medida comedia, musical (la balada cantada es una tradición de los créditos del cine comercial japonés pero Suzuki la subvierte para desequilibrar la expectativa del espectador causando desconcierto entre la sencillez de las canciones y la extrañeza de las imágenes), western y melodrama. El uso del color es quizás el aspecto más representativo del filme, con paleta de colores y locaciones esquizofrénicas, Suzuki puede saltar de una discoteca chillona y rimbombante a un desolado paisaje cubierto de nieve en escenas contiguas. Es en el encanto de lo absurdo y lo transgresivo que Suzuki logra que sus filmes estén fuertemente anclados en el propósito del noir, aunque dejando el formalismo que le caracteriza y usando nuevos paradigmas estilísticos y narrativos para causar el mismo malestar emocional en el espectador que proponía el género en su concepción. Eso dicho, el crimen y la moral juegan su parte en el filme. La traición, el honor y la identidad son temas recurrentes del director, y se ven representados en el último episodio de Tetsuya cuando su figura paterna/jefe se ha vuelto contra él, vendiéndole para hacer paz con su peor enemigo: “If I die, like a man I’ll die” es la respuesta del protagonista.

En Branded To Kill, Suzuki abandona el arcoíris pictórico y la torrencial mezcolanza de géneros que hacen de Tokyo Drifter un caso tan particular, y rueda un más tradicional drama de asesinos en saturado blanco y negro. El filme sigue a No. 3, literalmente el tercer mejor asesino a sueldo en Japón, quien toma varias misiones (una vez más existe una estructura episódica, pero resulta más cohesiva gracias al peso de historia) para subir en el escalafón. No obstante, pronto conoce a Misako, mujer que sacude su existencia y, junto a un fuerte influjo de alcohol, le ayuda a descender en una espiral hacia el infierno, donde su cabeza tiene un precio en todo momento y pierde de vista su identidad. “Booze and woman kill a killer”, dictamina No. 3 antes del primer trabajo que le es asignado. Se trata de una profética sentencia que la pesimista y frenética perspectiva de Suzuki (con bastante humor negro para acompañar) lleva a su máxima ironía.

Junto a Pale Flower, Branded To Kill es uno de los filmes japoneses con mayor énfasis en la importancia de la femme fatale (la sociedad japonesa, después de todo, es históricamente patriarcal), pero el filme de Suzuki destaca el carácter sexual inherente de la figura (mariposas y agua siempre rodean a Misako, decepción y erotismo respectivamente). En una de las varias escenas de desnudos y sexo (el fetichismo de nuevo tiene repercusiones, No. 3 tiene una insana fijación con el olor del arroz recién hervido), la mujer expone la bestialidad con que el hombre mata y fornica, sin por esto ubicarse indigna de la ecuación: “Beasts need beasts. This is our fate.” Además de la sexualidad, el tema del alcoholismo, nada ajeno al cine negro (The Lost Weekend de Billy Wilder, In a Lonely Place de Nicholas Ray), es retratado con realismo y distinción (Suzuki batalló con el demonio en la botella durante varias etapas de su vida): No. 3, después de ser presentado cómo un seguro y confiado asesino, pierde en el licor su compás profesional e inmoral; teme por su vida, su cordura, su pasión, el hedonismo vacío y el dinero ya no le motivan.

Su enfrentamiento final con No. 1, casi todo el tercio final del filme, se transforma en mucho más que una demostración del ethos y orgullo masculino, acaba siendo una búsqueda de sí mismo y significado en vida, cuestiones que sin duda atormentaron a Suzuki cómo creador del filme. Por desgracia, este fue un desastre tanto en taquilla como en consenso crítico en la época, algo que no fue auxiliado por el fuerte carácter referencial del filme (especialmente al film noir norteamericano), la naturaleza incomprensible de los filmes de Suzuki (la crítica más frecuente a su obra) y la cantidad de sub-tramas que son sugeridas sin ser recorridas. Branded to Kill es cine instintivo y pasional, por esto mezquino, pidiéndole al espectador que acepte con naturalidad preceptos y símbolos que no logra entender por su novedad y obscuridad. Pero, al igual que Tokyo Drifter, con estos propone una inmersión sensorial en mundos insospechados e inusitados. Su obra es demasiado poderosa cómo experiencia cinematográfica para ser descartada: Suzuki encuentra en la locura su lenguaje personal en el género.

Cure (1997) de Kiyoshi Kurosawa

En una interpretación más moderna del discurso noir, Kiyoshi Kurosawa propone en Cure algunos de los iconos más reconocibles del género (el detective, la perspectiva criminal, la ambigüedad moral, la estructura onírica) pero los contrapone sobre un telón de cine de horror, dando luz a una de las mutaciones más logradas en el género global. Influenciado por los filmes de Shinoda (Pale Flower, Double Suicide), por la tradición de cine de horror existente en el país (Ugetsu Monogataru de Kenji Mizoguchi, Empire Of Passion de Nagisa Oshima, Jigoku de Nakagawa Nobuo, entre otros) y por los filmes de Samuel Fuller (Shock Corridor, The Naked Kiss los más evidentes), Kurosawa encuentra en el horror las mismas inquietudes que existían 50 años antes en el noir, pero el avance tecnológico y el desapego por el contacto humano en la modernidad eliminan los métodos de los investigadores de antaño y transforman las historias del género en nebulosas reflexiones donde las preguntas sobre lo sobrenatural (hipnosis, espíritus, fiebre de cabaña, por mencionar algunas) son preponderantes a las incógnitas del whodunnit tradicional. Para Kurosawa ya no existen filmes de género:

“No one knows whether these are horror or not. But just by uttering the word “horror,” countless works that cross eras, nationality, and authorship loom in front of our eyes, buzzing “me too, me too” all together. Just like a crowd of zombies. Now that I think about it, since there are no works that have failed to change my life even a little bit, all films are horror films. When people are trapped in the maze of genre, they arrive at this kind of reckless conclusion.”[2]

Cure sigue a Takabe, un melancólico detective con trágica historia familiar quien busca la lógica en una serie de asesinatos cometidos por ciudadanos comunes y corrientes, en los cuales las víctimas son personas cercanas al agresor y el modus operandi incluye cortar una enorme X en el cuerpo, a modo ritual. Entrevistando a los culpables, estos dicen no recordar nada respecto al crimen, salvo por la presencia unánime de un joven perdido con un encendedor quien pasa por sus vidas un par de días antes del crimen en cuestión. Kurosawa toma esta historia para exponer sus preocupaciones del Japón moderno: la soledad, el aislamiento, la desaparición del núcleo familiar y la creciente locura, sin perder de vista el marco genérico en el cual sitúa a Cure: Por un lado está el horror, fuertemente introspectivo y acompañado de un fuerte influjo de imágenes de pesadilla, indescifrables y violentas que desequilibran, incomodan y atraen al espectador en igual medida; por otro lado está el noir, con la perspectiva amoral y sesgada del detective Takabe, donde la información que recibe el espectador es la misma que recibe el protagonista, su duelo con el antagonista quien es igualmente ambiguo y abierto que el personaje principal, la búsqueda truncada de la verdad reemplazada por una conclusión abierta, fuertemente ligada al interés en desorientar a la audiencia (similar a la técnica de John Sayles en Limbo) cuando se añade a una estructura de rompecabezas. Kurosawa pide de quien vea la película (sus filmes, con la excepción de Tokyo Sonata, tienen este mismo requerimiento) aguzada atención y reflexividad sobre lo que presenta. Sus imágenes son indelebles tanto por su contexto cómo subtexto. La X, desde Scarface de Howard Hawks, es premonición de que algo verdaderamente terrible está a punto de suceder: Kurosawa, no se limita meramente a continuar el legado, sino que lleva este simbolismo a nuevas y emocionantes posibilidades.


[1] Shinoda, citado por Stephens en Pale Flower: Loser Takes All, Criterion, 2011, NY

[2] Kurosawa en What Is Horror Cinema? en Ritererû, Seidosha, Sept. 2011, Tokyo, Op. Cit. P. 23

El Cine Negro en Japón: Referentes, Influencias e Inferencias, parte I

De nuevo, en nuestro recorrido por las cosas que admiramos con el suficiente respeto como para dedicarles una sana investigación, Filmigrana les ofrece una nueva perspectiva tacada de curiosidad ante todas esas películas que podríamos estar viendo más a menudo, admirando las transformaciones y pintorescas divergencias de géneros y estilos que usualmente damos ya por sentados. Del Imperio del Sol nos llegan estos experimentos que, hoy por hoy, son tan esenciales como ocultos y herméticos. Vale anotar, esta es la primera de dos partes, esperamos que las disfruten.

Valtam

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“The pursuit of knowledge, brother, is the askin’ of many questions. I ain’t heard. Try the phone book.”

Raymond Chandler en Farewell, My Lovely[1]

La frase de arriba, propuesta a Philip Marlowe por un viejo barman negro, ilustra de forma involuntaria pero efectiva el problema de llegar a precisar la especificidad del film noir cómo género: Comienza con preguntas, como todo buen sabueso, y es seguido de varias golpizas, engaños, trampas, desvíos y erratas (en el caso teórico debates, discusiones, subjetividades, non sequiturs y generalizaciones) para llegar a una conclusión que con frecuencia no apunta a un culpable o a una versión completa y decisiva de los hechos (una definición, un solo cuerpo teórico) sino a un perverso coda al caso en cuestión (un acercamiento, la imposibilidad y lo absurdo de cerrar o matar un género del todo). Definir un género, al igual que resolver un caso, resulta problemático de entrada: se trata, después de todo, de una estructura enciclopédica, más valiosa a nivel intelectual, histórico y referencial que a nivel ontológico o sensorial. Los títulos existen sin importar el saco en que se les eche y responden a inquietudes de orden no revisionista. Es un asunto caprichoso, y llegar a una definición concluyente resulta igualmente caprichoso, pero no por esto carente de valor y significado. Esta es, palabras más palabras menos, la razón por la cuál existe el presente ensayo y, con ánimo de ser lo más concreto posible, se concentra únicamente en el caso de Japón. A continuación, el marco teórico trabajado.

Intentado por vez primera en 1955 por dos teóricos franceses, Raymond Borde y Etienne Chaumeton, quienes fascinados por la creciente oleada de thrillers hollywoodenses de la posguerra y su visión abstracta de la violencia y la sexualidad, su crítica del capitalismo salvaje y su búsqueda realista de las características más desagradables del individuo, ignoraron los lamentos moralistas del análisis existente (proveniente, entre otros, de Siegfried Kracauer) y se adentraron en la tarea. Proponiendo una serie de particularidades no existentes en otros géneros similares (puntualmente el documental policíaco, término de los autores para referirse a filmes de ficción que giran en torno a heroicos policías que resuelven distintos crímenes), Borde y Chaumeton exponen algunas características fundamentales del contenido de los filmes, sin adentrarse en los aspectos formales del género, entre las más importantes la omnipresencia temática del crimen pero visto desde la perspectiva criminal (repetidamente simpatizando con estos) o del detective (amoral, vicioso, inteligente, audaz), la inexistencia de moralidad en términos de blanco y negro en los personajes y especialmente en las figuras autoritarias, el manejo erótico y apasionante de la violencia y la muerte (“El dinamismo de una muerte violenta, cómo diría Nino Frank, y la expresión es excelente. (…) Sórdida o extraña, la muerte siempre emerge al final de un viaje tortuoso. El film noir es un filme sobre muerte, en todo sentido de la palabra”[2]) y sobre todo el extraño devenir de los sucesos, de forma casi onírica (“La historia se mantiene opaca, cómo una pesadilla o los recuerdos de un borracho”[3]). Su conclusión: el cine negro busca un “estado de tensión creado en el espectador con la desaparición de sus puntos de guía psicológicos. La vocación del film noir es la de causar una específica sensación de malestar emocional.”[4]

Revisiones más modernas del cine negro se han alejado de las concisas declaraciones de los franceses, e, influenciadas por el paso del tiempo que ha dejado ver varias mutaciones, variaciones y desplazamientos del discurso noir han optado por tomar un punto de vista menos excluyente en cuanto lo que es, y no es, cine negro. Carlos Heredero y Antonio Santamaría, por ejemplo, se aproximan al tema en 1996 desde una perspectiva más lacaniana por su énfasis en lo lingüístico. Los autores españoles empiezan explicando lo paradójica que resulta la discusión de ¿Qué es el cine negro? al ser propuesta inicialmente por un teóricos franceses, cuyas sensibilidades eran muy disimiles del país cuyo cine deseaban examinar. El asunto sólo se pone más turbio a medida que aparecían nuevas y muy variadas obras, no sólo locales, a ser consideradas. Estableciendo el género cómo un “marco operativo, un estereotipo cultural socialmente reconocido como tal, industrialmente configurado y capaz, al mismo tiempo, de producir formas autónomas cuyos códigos sostienen, indistinta- mente, el feedback del reconocimiento social, la evolución de sus diferentes y cambiantes configuraciones históricas y la articulación de su textualidad visual, dramática y narrativa”[5], Heredero y Santamaría acuden a tres conjuntos de normas, propuestos inicialmente por Román Gubern, para definir la noción de género: los cánones iconográficos (de origen expresionista), los cánones diegético-rituales (“la relación dialéctica del cine negro con el presente histórico de la sociedad en la que nace”[6]) y los cánones mítico-estructurales (“la producción de sentido dentro de estos filmes”[7]). Resulta fundamental que, a modo de conclusión, los españoles observen el cine negro cómo una especie de super-género por “la amplitud que el modelo manifiesta para acoger en su seno diferentes corrientes y ramificaciones”[8].

Tomando una postura similar a la concluida por Heredero y Santamaría, pero despojando gran parte de su influencia filosófica, el historiador británico Andrew Spicer propone el film noir cómo una categoría sumamente plural (en el incluye también el neo-noir y el noir global) y cambiante, pero retoma y revalúa el espíritu de los estudios galos, no sin antes advertir de lo insensato que resultan las puntualidades: “Sobre todo, intentar definir el film noir cómo un set de componentes formales esenciales -estilísticos, narrativos y temáticos- tiende a ser reductivo e incluso engañoso”[9]. Para Spicer el error del análisis específico yace en ignorar la capacidad del género para abarcar un rango enorme de representaciones fílmicas, lo que es testamento de la habilidad del cine negro de renovarse, de ser atemporal y de ser ubicuo (tanto en espacio cómo en presupuesto). Lo determinado del género, no obstante, “no yace en su extensión, sino en continua capacidad de chocar y provocar a las audiencias, en su trato de temas difíciles tales como el trauma psicológico, las relaciones disfuncionales, el desasosiego existencial, la seducción del dinero y el poder e indiferencia de las grandes corporaciones y gobiernos.”[10] El autor llega finalmente, a un punto medio entre los orígenes críticos europeos del género (Borde y Chaumeton, Nino Frank, Georges Sadoul) y las revisiones modernas (Heredero y Santamaría, Alain Silver, Slavoj Zizek): “El matrimonio francés con el cine negro expresaba no sólo gran placer en el descubrimiento del cine popular elevado a arte sino también en un arte popular que era opositor, explorando las corrientes oscuras del sueño americano. Porque los sueños forman el núcleo de la mitología del capitalismo global, el cine negro (…) es un importante y evolutivo fenómeno cultural que, aún sí elude una definición precisa, continúa siendo un vehículo crucial a través del cual se critican y cuestionan las mitologías.”[11]

Ya establecido este singular e incierto marco teórico (“You’ve been beaten to a pulp and shot full of God knows how many kinds of narcotics and I suppose all you need is a night’s sleep to get up bright and early and start out being a detective again”[12], diría Anne Riordan, femme fatale en Farewell, My Lovely) podemos entrar en la materia puntual que nos concierne: el caso específico del género negro en Japón, visto a través de 5 ejemplos específicos, sus influencias y particularidades, contenidos y legados.

Stray Dog (1949) de Akira Kurosawa

El segundo noir de posguerra de Kurosawa (el primero, Drunken Angel, realizado un año antes) gira en torno al joven detective Murakami, interpretado por un joven Toshiro Mifune, quien pierde su arma en un llenísimo bus en lo que parece ser el verano más caliente de la historia de Tokyo. Humillado y confundido, el joven policía se pierde de incógnito en la capital en búsqueda del arma perdida, usando su uniforme de soldado. El arma en cuestión es usada en varios robos domésticos a través de la ciudad, por lo que Murakami une sus fuerzas a Shimura, el veterano detective encargado del caso y estos avanzan la investigación hasta encontrar que los crímenes están siendo perpetrados por un joven veterano llamado Yusa, muy similar en historia de vida a Murakami, pero que se ha desviado del camino de lo correcto (de allí el título del filme, propuesto por Shimura: “A stray dog becomes a rabid dog, a mad dog only sees straight paths.”).

Kurosawa, fuertemente criticado en su país natal por ser el más occidentalizado de los directores emblemáticos japoneses para hacer más accesible su contenido a audiencias extranjeras, tiene fuertes influencias Europeas y Norteamericanas en el filme. Originalmente escrita cómo una novela policíaca inspirada en los escritos de Georges Simenon, Kurosawa vio el resultado inmediato como fallido por su incapacidad de capturar el estilo y la limpieza narrativa del autor francés. No obstante, en retrospectiva, el filme resulta mucho más similar al existencialismo de Fyodor Dostoyevski (otro héroe del director) que a las novelas de Simenon por su complejidad emocional y social, que proviene, no en poca medida, de la gran influencia estadounidense, en cierto modo forzosa.

Haciendo uso ominoso de fotografía llena de sombras y de arte americano (la vestimenta no tradicional, las armas importadas) el filme logra su más poderosa afirmación en la crítica disfrazada de imitación. Filmada durante la ocupación americana en Japón tras la segunda guerra mundial (ocupación que atendía con mucho cuidado la representación de los Estados Unidos en el cine local y además traía consigo su cine nacional para imponerlo en los teatros de Tokyo), Stray Dog, al igual que su predecesora, contrabandea símbolos de la opresión y miseria vivida en el momento dentro de una historia policial, aparentemente inofensiva: la presencia de pang-pangs (prostitutas locales que sólo atendían soldados gringos), la obsesión de los yakuza por emular la moda de sus contrapartes neoyorquinas, entre otros.

Aún más importantes a estos detalles son las consecuencias de la guerra, retratadas en los personajes y no en los paisajes. Tanto Murakami cómo Yusa (el criminal)  son veteranos de guerra robados, aislados y humillados, perros callejeros excluidos de la sociedad. El paralelo entre ambos personajes se hace más fuerte hacia el final del filme donde tras una persecución ambos personajes acaban echados el uno al lado del otro, empapados de barro y exhaustos, sobre un pastizal lleno de flores blancas mientras lo único que les separa es quien tiene el arma y las esposas. En palabras del jefe de policía: “Bad luck either makes a man or breaks him.”

Continúa este análisis en su segunda parte con Pale Flower (1964), Tokyo Drifter (1966), Branded to Kill (1967) y Cure (1997, que tiene su propio artículo)


[1] Chandler, Raymond en “Farewell, My Lovely”, Pocket Books, 1967, N.Y., P. 17
[2] Borde y Chaumeton en “A Panorama Of American Film Noir”, City Lights Books, 2002, San Francisco, Op. Cit. P. 5
[3] Borde y Chaumeton en “A Panorama Of American Film Noir”, Op. Cit. P. 11
[4] Borde y Chaumeton en “A Panorama Of American Film Noir”, Op. Cit. P. 13
[5] Heredero y Santamaría en “El Cine Negro”, Op. Cit. P. 17
[6] Heredero y Santamaría en “El Cine Negro”, Op. Cit. P. 23
[7] Heredero y Santamaría en “El Cine Negro”, Op. Cit. P. 23
[8] Heredero y Santamaría en “El Cine Negro”, Op. Cit. P. 23
[9] Spicer en “Historical Dictionary Of Film Noir”, Scarecrow Press, 2010, Plymouth, Op. Cit. P. XL
[10] Spicer en “Historical Dictionary Of Film Noir”, Op. Cit. P. XLIX
[11] Spicer en “Historical Dictionary Of Film Noir”, Op. Cit. P. XLIX
[12] Chandler en “Farewell, My Lovely”, P. 139

Orson Welles: The Trial (1962)

En el que aprendemos a perder.

It has been said that the logic of this story is the logic of a dream, of a nightmare.

Orson Welles

El panorama de la relación entre las telecomunicaciones y sus usuarios es desalentador y, francamente, predecible. Por el contrario, sería una sorpresa no estrellarse a diario con reportajes que detallan cómo las siglas se han entrometido en nuestra privacidad, llámense CIA, NSA, DGSE, PRISM o DAS. Los variopintos esquemas de espionaje disfrazados de programas de seguridad y prevención se salieron de control; por esto no se quiere señalar que los abominables sistemas se hayan independizado de sus creadores cual Jurassic Park sino que no supieron regular y contener a aquellos anarquistas computarizados que pudieran poner en peligro su constitución. Anonymous, Julian Assange y Edward Snowden son los anti-héroes de los principios de cualquier programa coercitivo: todavía hay pruebas fehacientes de algo conocido vulgarmente como voluntad. Estos mártires mediáticos revelaron las limitaciones operativas de gobiernos que aún deben reevaluar el silencio de sus sirenas democráticas. Acto seguido, estas hazañas se proliferarán hasta donde la ubre del oportunismo lo permita.

Entre todas estas ingenuas denuncias surge un acontecimiento que invita a la reflexión: las ventas de 1984, aquella terrorífica novela final de George Orwell escrita en 1948, se dispararon lo suficiente para acaparar la atención de una población poco sacudida por el amarillismo literario. Los canales especializados calculan que el incremento se sitúa entre el 5,000% y el 10,000%, aproximaciones lo suficientemente imprecisas para desatar todo tipo de acercamientos, malentendidos y, por qué no, celebraciones. Hasta el más fantoche de los pregoneros podrá afirmar que en las angustias de Orwell está el cerrojo del autoritarismo que nos controla sin fallar en el intento. La misma sociedad que presionó el botón de encendido de los realities (“Ahhh, con que Big Brother…”, podrán exclamar muchos) se tapa boca, orejas y oídos cuando entienden que siempre hubo una cámara tras de ellos. Después, si el silencio lo permite, se preguntarán en qué momento cada lengua recayó en su estado más transaccional y reduccionista. Y así, cada hombre se dará espaldarazos a sí mismo.

Aun así, no hay que ser negativos. Como mínimo se debe destacar en este gesto el intento de un sector de la población por hallar respuestas a nuestra lamentable y lamentada contemporaneidad, así no haya sido lo suficiente como para sobrepasar las pilatunas de Robert Langdon. Tal vez la mayor contribución de Orwell fue la popularización la noción de distopia, noción que cada hombre debe descubrir a su manera, tan así que no aparece en fragmento alguno de 1984 o de Animal Farm, sus obras más divulgadas. Su impacto indudablemente perdurará; para todo aquel que no haya leído la obra en cuestión en su totalidad, sobra mencionar que todos estamos destinados a adentrarnos en las excentricidades del Cuarto 101 porque amamos a nuestros líderes más que a nosotros mismos.

Me limitaré a señalar dos aspectos irrefutables sobre Franz Kafka, el escritor que se vino a mi cabeza cuando todo este contentillo mediático se desató y que por estos días también fue agraciado por su cumpleaños número 130: es un precursor de la develación[1] de la denominada era del caos y se adelantó a Orwell por varias décadas. Ambos escritores gozan de una privilegiada popularidad dentro de los escritores del siglo XX y afortunadamente sus tendencias literarias son compatibles, así sus técnicas no lo sean. La fluida prosa de Orwell permite que sus lectores se familiaricen con sus denuncias con naturalidad. Por el contrario, Kafka posee una aureola de dificultad y complejidad que le impide simpatizantes comprometidos. En efecto, esta fama no es gratuita pero tampoco implica que su acercamiento se deba esquivar[2].

Su última obra, El proceso (Der Prozeß), es un texto de monumentales pretensiones y de abominables revelaciones. Su trama es uno de los grandes tesoros de la humanidad: el burócrata Josef K. debe averiguar por qué fue iniciado un proceso en su contra y encontrar que nadie está autorizado para informarle; todos, por el contrario, deben torturarle y castigarle. A la manera del desgastado Winston Smith, Josef divagará en los laberintos de un universo que debe conspirar en contra de él para mantener su equilibrio. Sin embargo, estos recorridos le sugerirán al osado Josef que no hay adaptación viable, que entregarse al sistema político no es una opción y, sobre todo, que no hay fe que ilumine senderos. Desde el derrumbe de todas las utopías posibles entre el hombre y el estado, todos andan en busca de un polo a tierra. La sugerencia de Kafka es devastadora, incluso para nuestros días: no los hay, no es necesario agarrar puñados de tierra y creer que se apresan sombras.

La arista más problemática de esta narración es la indeleble cadena que ata al proceso con la culpa. ¿Es Josef responsable del juicio en su contra? ¿Puede que hayan condenas sin preámbulos? El proceso suplantó al Juicio Final para deleitarse con las imperfecciones del hombre. Es conocido aquel aforismo que se popularizó en The Usual Suspects: el mejor truco del diablo es pretender que no existe. Más allá de cualquier connotación religiosa (y de una cuestión judía tan fundamental para la obra de Kafka), Josef, al igual que todo aquel que se indigne por los monitoreos, debe satisfacer las necesidades del juez para que el juicio sea válido, así sea por oposición. Éstos son ejemplos de cómo el estado moderno venció y cómo logró que sus creadores se clavaran sus propias dagas al buscar sus propias justificaciones. Esto se ensancha desde los ámbitos más estériles –la insulsa noción de privacidad por la que estos cibernautas luchan, cuando la contradicción de sus exigencias es más que evidente- hasta los más ontológicos, como le ocurre a Josef. En el caso del pobre oficinista, es un imán de culpas que reconstruye una red de problemas para luego lavarse las manos con un taco de dinamita. Los espectadores conocen sus errores y sus pecados, pero también conocemos sus legítimas negaciones y sus falsas acusaciones. Nunca sabremos por qué fue condenado, pero sí sabemos que luchó por demostrar una inocencia por la que nadie preguntó.

La benevolente difusión (siempre y cuando conserve su coherencia) de los estatutos orwellianos ensanchan la multitud de recepciones y discusiones que pueden surgir a partir de la infinitud de la cáscara de nuez kafkiana. Este escrito es, ante todo, una invitación al acercamiento al libro y al deleite de la excelente adaptación del maestro Orson Welles. Quizás fue éste uno de los mejores lectores de Kafka y un artista que comprendió a la perfección lo que Jorge Luis Borges había afirmado un par de décadas antes: “El argumento, como el de todos los relatos de Kafka, es de una terrible simplicidad”[3]. La película es, en efecto, un cruel enfrentamiento con la simpleza de nuestra condena detrás de claustrofobizantes[4] juegos; la sutileza con la que todos los escenarios se transforman, con la que la baja altura de la entrada al departamento de Josef muta en un portón zarista sólo ahondan la brecha. Hacia el final, las acciones serán recreativas hasta que llegue el momento decidido para cobrar todo aquello por lo cual se le culpó a priori. Es el destino de aquel que conviva dentro del sistema y se rehúse a aceptar sus reglas de juego. Por eso vivimos rodeados de mártires mas no de hombres libres.

La galería de imágenes con la que inicia la película es apenas el abrebocas de esta derrota anunciada. Todo hombre posee la desabrida voluntad y el malsano deseo de buscar respuestas a preguntas que no debería formularse por su propia impotencia empírica. Josef, por más que lo intente, morirá como un villano que espera a un lado del camino a que la puerta de las revelaciones no le niegue el acceso.

Y recordar, siempre recordar que apenas nos enfrentamos a la primera barrera y al primero de los guardias…

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[1] La palabra “develación” no existe. Debería.

[2] La descripción del curso “Kafkaesque” sintetiza estos y otros sentimientos de desasosiego por ignorancia a la perfección.

[3] Borges, J. (2007), “The Trial, de Franz Kafka” en Obras completas IV, Bogotá D.C., Planeta.

[4] Hoy me di carta blanca para inventar palabras.

Gerardo Herrero: Crimen con Vista al Mar (2013)

Lo intenté de muy buena fe, después de todo quise ver una película colombiana sin ningún prejuicio construido. No funcionó. Y eso es lo que pasa cuando uno no tiene una idea sobre lo que puede esperar de ciertos equipos de trabajadores audiovisuales, en especial si Jorge Enrique Abello es parte del reparto, porque de ahí para abajo las cosas se pueden poner bien lodosas.

Hay que dejar ciertas cosas en claro, porque al ponerme esta corbata que me confiere la abogacía del Diablo -y otros estudios invisibles de la jurisprudencia de los insultos- debo admitir las certezas al inicio. Como lo dije, no tenía idea de qué trataba esta película o quiénes eran sus responsables, más allá de que en ella sucedería un “crimen con vista al mar”, algo muy simple y concreto, tal vez una muerte o un robo en una playa, la generalidad es permisiva y amable como una abuela excéntrica que morirá antes de que seamos lo suficientemente viejos como para rechazar deliberadamente sus platos. Lo otro que me dice el título y el póster, con esa fuente toda en mayúsculas, es que NO voy a ver una comedia donde se explota la chabacanería de los estereotipos locales y se apela a una identificación facilista que supla el trabajo de una construcción de personajes; no señores, se trataría de un trabajo de género, y eso es algo a lo que le apostamos acá. Hora de proseguir.

A solo una semana de estreno las salas ya están vacías y es posible conjeturar que la promoción del voz a voz no ha surtido mucho efecto. El lugar que ocupamos los que anoche vimos el Crimen en Cinemark podía haber sido cualquiera en la sala, y de los 10 presentes estoy seguro que sólo yo tenía la completa voluntad de entrar ahí, sin pensar en que las otras funciones ya hubiesen empezado o se hallaran llenas. Y puedo (intentar) entender la confusión que le vendría a esas personas, porque la idea de ir a cine es ser entretenido tras pagar una boleta, sin importar su precio, y que esas expectativas sean maleadas hasta que al final uno se pueda considerar satisfecho, y es algo que no logra en ningún momento Gerardo Herrero, ni siquiera desde la concepción del guión a cargo de Nicolás Saad. La película no es mediocre, es realmente odiosa y frustrante, lastima por la cantidad de nudos que crea en la garganta y las extremidades, se amarra ella sola también (no dejando a nadie presente libre para que desenmarañe el asunto) y al final… Dios, el final. Hablemos primero del principio, y permítanse el enredo que viene a continuación porque desenmadejar esto va a ser bien complicado. Suena como un juicio crudo, pero quiero que seamos honestos, no planeo robar a nadie para quedarme durante días con el peso del crimen.

En un aspecto puramente técnico, el flashforward inicial es un recurso muy volátil con gran peso en el  drama, permite engancharse a ciertos personajes y empezar a preguntarse por qué sucederán ciertos eventos en el curso de la historia. Funciona en Breaking Bad, ¿Cómo no puede darle el pasabordo al público? No me iría de cabeza criticando la cantidad de información que se ofrece en las primeras escenas, posiblemente porque mi retentiva no es tan buena como la de otros espectadores, pero fue abrumador el llegar a pensar que alguien esperaba que recordara todo lo que había sucedido y de lo que hablaron en esas escenas clave, en la que se evidencia una entropía nada intencional. La primera secuencia vuelve a suceder después, a mitad de película, y ofrece exactamente la misma cantidad de información, ni más, ni menos, con el único beneficio de que ya conocemos en un mínimo a los personajes involucrados.

¿Quiénes son? Dos puntos y respire profundo. Enrique Zabaleta (El mencionado Jorge Enrique Abello) es un amanerado e inexpresivo administrador/dueño de hotel de Cartagena en el que trabajan sujetos oriundos de partes indeterminadas de Colombia, entre los que se destacan el botones costeño/cachaco Juan (Juan Pablo Barragán), el Recepcionista Tartamudo boyacense (Carlos Camacho) y la Mucama caleña (María del Mar Quintero). A su hotel llega de repente José Cabrales (Carmelo Gómez), un lunático émulo español de Hercules Poirot que debe resolver un caso concerniente a la desaparición de Maité (Silma Gómez), coterránea suya en plan indeterminado de turismo sexual quien venía en compañía de su prima (Úrsula Corberó), siendo la desaparición un suceso desencadenado por haber conocido a Román Pedraza (Luis Fernando Hoyos), un ex-convicto semi-valluno que llega al hotel para resolver una deuda/tensión de pareja con Enrique. Todo esto lo sabe Mercedes Miranda (Katherine Vélez), una mujer que posiblemente está escribiendo una sátira insufrible a partir de lo que acontece en el hotel.

¿Tuvieron problemas para leer ese último párrafo? Así son los primeros 20 minutos de Crimen, dilatados en el tiempo pero en condiciones semejantes de constricción. He excluido la aparición de Diego Giraldo (Carlos Torres) como una suerte de fisicoculturista bogotano y su novia madura y botulínica, Celia (Ana Bolena Meza) que por alguna razón inexplicable admira a Mercedes y le plantea conversación sin mayor éxito, destacable también por su increíble acento neutro. Mucho más tarde nos presentan a conveniencia al Barman (Julián Díaz, a quien recordarán de El Arriero), quien juega un papel casi relevante durante parte de la investigación de Cabrales y después no se vuelve a saber de él. En este arrume de personajes las buenas intenciones del guión empiezan a caerse por sí solas, y el suspenso desfallece en su encanto debido a que estos móviles son tan abundantes y maníacos que no llegan a atraer. Ni siquiera estando desnudos.

“A nosotras, que nos gusta la lectura…”

Ana Bolena Meza, en una entrevista que toca tangencialmente la película, tiene para ofrecernos lo siguiente, que infortunadamente no llega a cumplirse en todos sus términos.

(…) es una película de suspenso con tintes de conflicto y algo de humor. Es sutil, muy inteligente. Se aleja de la temática de la guerrilla y el paramilitarismo. No es de grandes efectos como las películas gringas, ni es la comedia típica colombiana. Como público hay que estar muy atento a los detalles desde el inicio.

Con el problema que esa sutileza y atención a los detalles es simulada, no menos incómoda que la confabulación de los amigos del colegio que juegan fútbol deliberadamente mal para hacerlo quedar a uno como una estrella*. Bravo, felitaciones por ser una comedia, se puede triunfar en otros medios y eso es loable y sano para la naciente industria, pero, dentro de las reglas de la película, no es posible tener esa atención al detalle porque muchas de las cosas importantes suceden fuera de cuadro, quedando relegadas al conocimiento exclusivo de los personajes, y éstos las dan a conocer más tarde en aburridos bloques de exposición. No hay ninguna apuesta de peligro o satisfacción al saber la resolución del crimen, más allá de que cierren el hotel y le den fin a ese asunto (y de paso a la película), pero la verdad se torna más incómoda y prolongada.

Siento que debo insistir en la importancia de los personajes, que estos valgan de algo y tengan sistemas de valores creíbles. No culpo a Enrique, es un ojete completo y su misión puede ser esa de principio a fin, pero todos los demás pertenecen a un universo amoral y cínico que no es negativo en sí mismo, pero está manejado con un entusiasmo tan bajo que su agencia no parece algo que vaya más allá de seguir las necesidades del guión. Guión que Cabrera (el personaje, quede claro) conoce a la perfección y emplea este conocimiento para elaborar conjeturas muy puntuales a partir de una investigación muy vaga; y todo con este mismo guión omnisciente que al final se descalabra y cierra la acción de una manera inverosímil, con el McGuffin de Cabrera hundiéndose en las profundidades del absurdo. Honestamente Dustnation, una amiga y yo esperábamos que al final todo fuera parte de una ficción irresoluble escrita por Mercedes, y que ella se viera obligada a preguntarle a sus personajes (o mejor aún, a la audiencia, al más puro estilo Spice World) cómo llevarla a término.

Escuchar los diálogos es otro trozo de la experiencia fallida. Escuchar, en un sentido sensible que apuesto a que las personas de otras nacionalidades podrían identificar sus fallos, viendo cómo los personajes cambian su acento sin anuncio previo y se dirigen entre ellos con una distancia permanente de recién conocidos, siendo demasiado bruscas las pinceladas que los definen como individuos. Que todos pasen la mayoría de la película hablando no arregla el asunto, y más cuando están esas cosas que uno tiene que escuchar para saber a dónde va todo. Es una película mala, pero le abono la sinceridad y lo bienintencionada, y que no sea mala y además pretenciosa. Eso sí es hundirse en lo profundo.

¡Hey, qué bien!: La música es decente y cumple con su cometido.

Emhhh: El sexo es gratuito y demasiado largo, hasta el punto de bloquear erecciones futuras.

Qué parche tan asqueroso: Muchos, destaco lo anticlimático y eficaz en las muertes. ¿Es acaso un comentario acerca de lo fútil y pasajera que es la vida?

Esa mierda no me la esperaba: Carmelo Gómez cruzando una piscina como un completo psicópata, ese fue un momento genuinamente divertido.

No es una película para ver en cines. Esperen a que salga en DVD, la compran y hacen drinking games con sus amigos, para reemplazar el treeman y demás porquerías. Elija una de las siguientes opciones y tómese un trago cuando:

– Cabrera le pida a alguien sus huellas en el iPad.

– Juan hable como costeño.

– Mercedes aparezca escribiendo algo.

– Enrique se comporte como un imbécil sin provocación.

– Haya tensión sexual entre Enrique y Román.

– Enrique aparezca contando billetes.

– Hayan transcurrido 10 segundos de personas teniendo sexo desentendido.

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*Me pasó una vez, porque yo era muy tronco y ya hasta la defensa había anotado tantos. También es el motivo de un comercial colombiano de alguna golosina, pero no recuerdo bien cuál era. En fin, no importa.

The Third Year – Por qué escribir

vanDijk_Imove

Con todo lo que podría escribir acerca de un número que me agrada tanto como el tres (gusto derivado de alguna razón esotérica que aún no comprendo bien) mucho me temo que no tengo muchas guirnaldas para adornar la presente hoja. Es menos inusual que tras una larga pausa el siguiente escrito tenga como motivo alguna divagación, siquiera un nebuloso hilado de ideas que puede que disfruten leyendo, como puede que no.

Si quisiera darle un poco de orden a lo que quiero decir a continuación, lo mejor será iniciar con una anécdota trivial y de poca monta. Hace poco volví a usar Facebook con una cierta frecuencia, actividad que llevaba un par de meses en el entierro; y si bien sigue siendo la misma plataforma que muchos hemos aprendido a odiar, le puse atención a un fenómeno que anteriormente no había considerado en su totalidad, apenas si le guardaba opinión alguna: las listas de películas en Internet.

Hubo un par de desencadenadores, una amiga y alguien que no conozco (pero sin embargo tengo como contacto, porque estamos hablando de Facebook) colgaron en sus muros un par de listas. Listas inocuas, ni siquiera parecidas entre sí. Diría que estas enumeraciones no son malas o perniciosas en sí mismas, un inventario o una serie de referentes conectados permiten organizar y agrupar elementos en común a nuestros intereses, siendo altamente valoradas la puntualidad y la parsimonia. El problema nace cuando estas listas son redundantes o no tienen una estructura común, cuando intentan abarcar horizontes tan fatuos que se desparraman en mierdas inimaginablemente confusas. Algunos de ustedes ya las conocerán, y en caso de que no es muy fácil adivinar a dónde van.

Me llevó algo de tiempo construir con solidez lo que desprecio de estas listas particulares, su escaso e intrascendente aporte y, con mayor relevancia, el por qué siento que escribir es algo que debemos retomar. Se puede asumir de entrada que me siento en una posición de superioridad intelectual al separarme de esos divertimentos populares, y bueno, si no han leído el aviso de bienvenida que tiene esta página mucho me temo que no van a hallar mayor entretenimiento con unos sujetos dotados de la honestidad que confiere unas condiciones de eterna adolescencia e inmadurez. Pero antes de volver a los látigos que tanto nos gustan, me gustaría que leyeran lo siguiente:

Las 15 mejores películas latinoamericanas de todos los tiempos (Tomado de esta fuente), entre las cuales, arbitrariamente, se encuentra una película de Luis Buñuel, un director que, si mal no recuerdo, es español. Eso, o el hecho de calificar El Topo (1970) como “la única película latinoamericana con estatus de culto”. Estoy lejos de calificar a Latin Times como una institución creada ad hoc para cumplir con la fecha límite de una publicación y dotarla de cierta verosimilitud. No son sólo esas las cosas que me hacen sonrojar, sino que el mismo título del artículo deja ver que es un gancho fácil a la hora de atraer lecturas desprevenidas. No espero que la gente lea en la parada de bus un artículo de 1500 palabras sobre la evolución del cine silente alrededor de 1927-28, o de las particularidades de la música pop como un vehículo narrativo de la independencia emocional, ni mucho menos una exhortación a leer a Bill Nichols en su tiempo libre (aunque sería muy sensual si lo hicieran) pero al menos confío en que la curaduría de esa suerte de listas sea competente en un mínimo posible.

Pero ¿Con qué cara uno podría catalogar un puñado de películas como las mejores de todos los tiempos de todo un continente? Viendo más allá, me sorprende la osadía con la que fue construida esa quincena, cuando normalmente no es sino más de lo mismo. ¿Cuántos sitios y conversaciones más usted debería visitar, estimado lector, para saber que algún día de su vida tiene que verse The Godfather, Citizen Kane, Metropolis, Jaws, 2001: A Space Oddyssey o Battleship Potemkin,? Lo más divertido del asunto es que podría no hacerlo, porque estas películas (a menudo valoradas como ‘las mejores de la historia’) pertenecen a una parte del espectro, de modo análogo a como la luz visible pertenece al espectro de las ondas electromagnéticas. Haría falta más de una vida para poder ver todo lo que “vale la pena” ver, y con semejante mención también me estaría metiendo en las mismas aguas mugrientas que llevo varios párrafos vilipendiando.

Confío en que lo anterior me lleve al punto que quería abordar, tal vez en secreto o con escasa claridad, acerca de lo que nos mueve a a escribir. En últimas es el motivo por el cual nace Filmigrana y el blasón que nos enviste cuando queremos poner el alma en estos artículos dispersos, y asumo que mis compañeros me llegarán a perdonar si hablo por ellos en términos que no emplearían o considerando ideas que jamás se les pasaría por la cabeza. Nosotros no vivimos de esto, pero sí entregamos nuestros demonios y más perniciosos prejuicios como prenda de nuestra honestidad, temiendo que la oración completa pueda sonar bastante paradójica.

Hablamos de “otro” cine que no ha sido explorado y del que hace falta indagar, y no separo “este” y “otro” como un maniqueísmo, sino que ambos pueden estar muy cerca y ser muy diversos a la par, con lazos inadvertidos. No estoy haciendo una distinción de cine “comercial” y “arte”, distinción no sólo barata en demasía sino además indistinguible e inútil a la hora de separar lo uno de lo otro. Para nosotros Hellraiser V: Inferno (2000) merece tanta atención como Holy Motors (2012), y dado el perfil de esta última no cabe duda que ya se habrá escrito lo suficiente sobre ella, por lo que nos pesa más la urgencia (en un sentido muy vago de la palabra) para acudir a la primera. También hay otra manera de ver las mismas películas de los listados infinitos. Las infografías de John LaRue o el excelente Five from the Fire de The Pink Smoke son un par de ideas que se me vienen a la cabeza, pero hay todo un horizonte por explorar (y más aún por trabajar). Si las listas han de servir de algo que sea para llenar los vacíos contextuales, pero en lo posible preferiré algo que me haga preguntas o me lleve a indagar, a cambio de los lugares comunes y el silencio que propone lo obvio.

No queda sino adicionar a lo anterior la subjetividad de una vida diletante y cómoda como la que he tenido, dentro de un país en el que se viven procesos y rupturas que dejan ver un legado de poder y violencia que sobrepasa los dos siglos de independencia nacional*. Eso, y el alcance de una pequeña audiencia que emplea toda una diversidad de recursos para florecer el debate en Filmigrana, aunque sea entre las mismas 10 personas (y estoy siendo muy optimista con las cifras). No es algo que se llegue a hacer por nombre o reconocimiento, pero sentimos que la crítica es especialmente necesaria en una industria apenas naciente. Nos vamos a enfrentar a muchos insultos e improperios en los años venideros, si tenemos suerte de ser leídos, y los recibiremos con la misma entereza que hemos asumido las correcciones y las apreciaciones hasta ahora. Si les nace acompañarnos, serán muchos muros de texto e imágenes más para todos.

Let the show continue.

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*Sin querer apelar (por ahora) a las definiciones contemporáneas o pertinentes que se pueda tener sobre esa idea. Esto ya es lo suficientemente largo.