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Sobre celuloide, digital y video en general. Tipologías varias aquí.

Ciro Guerra: El Abrazo de la Serpiente (2015)

Está muy cerca de lograrlo, señor Guerra. Sorprendentemente cerca.

En la línea de trabajo de este director, existe una película que no ha sido estrenada aún, o siquiera producida (tal vez apenas imaginada), una película que además de tener todo el potencial para asombrarnos, lo puede lograr de principio a fin, manteniendo un delicado balance entre la tradición técnica del canon cinematográfico y el camino rugoso y deslumbrante que se abre a través de las innovaciones. Para Guerra, hubo otra película reciente con ese mismo potencial, y que supo entregar esos elementos con base en ese potencial… Hasta cierto punto.

El Abrazo de la Serpiente no es una película contemplativa ni marginal, no es ese remedo de la escuela soviética de los años 70 que está tan en boga hoy en día, ni está cargada de guiños evidentes a directores de la talla de Ingmar Bergman o el ya insinuado Tarkovsky, como si se tratara de cultistas dejando ruidosas ofrendas a estatuas e imágenes de dioses que hace mucho abandonaron este plano. Por otro lado, tampoco desconoce la tradición, y aunque se le quiera comparar forzosamente con el Fitzcarraldo (1982) de Werner Herzog, debido a ciertos paralelos entre hombres blancos delusionales que quieren hacer lo imposible por encontrar un tesoro imaginado, se trata de una criatura distinta, con otros momentos, artilugios y herramientas a su favor.

El poder de esta película de época no sólo reside en la seriedad con la que se toma la imagen recreada (con sus contadas excepciones de las que ya hablaré), sino que también se ampara en un reparto fascinante, que en su mayor parte está armado de rostros descompuestos, indígenas que exhalan un aire de pertenecer a otro mundo (muy hostil) y un manejo del tiempo hábil y preciso a la hora de mantenernos al borde de la canoa.

Describía hace un momento ese afán de cierto cine contemporáneo de cincelar el tiempo sin consideración, alargando planos por lo fácil que resulta dejar una Alexa encendida frente a una montaña, una playa o un bosque en medio de la borrasca, llenando un disco de estado sólido hasta que el montador/director decida cortar arbitrariamente entre el minuto 10 y el 12. El largo y tedioso viaje de Theodor Koch-Grunberg (una lúcida interpretación del belga Jan Bijvoet) por las encrucijadas del Amazonas es acompañado por situaciones que distorsionan su percepción de la realidad, conectando el argumento con la experiencia del espectador. Estas largas y fluidas travesías son acompasadas por un relato alternativo, el de Richard Evans (Brionne Davis) que hace las veces de alter-ego de nuestro protagonista primario, y ambos encuentran distintas versiones de Karamakate (Nilbio Torres y Antonio Bolívar), viejo-joven y joven-viejo, abriendo de par en par las puertas a ese juego de contrastes entre las percepciones del tiempo.

El carácter de la travesía se hace más palatable a través de viñetas a las que no se le puede remover el carácter subversivo, enseñándonos en esta travesía que no sólo las misiones católicas fungen como portadoras de flagelos y penurias innecesarias para la población nativa, sino también postula que los indígenas residentes del Amazonas no eran (ni son) niños pequeños inocentes en cuyas manos reside todo el poder y la salvación universal. Absolutamente nadie está exento de culpa dentro de este paisaje moral en escala de grises, el cual (si no lo he mencionado ya) está montado tal cual, blanco-y-negro, en contravía de mostrar la conocida exuberancia y color de la Amazonía pero que es mucho más pertinente a motivos cinematográficos.

Es por estas loas y pregones que me resulta más difícil entrar a la parte más débil de la película, que es la segunda mitad[1]. En continuación con el paralelo abierto un par de párrafos atrás, la segunda mitad es la que corresponde en su mayoría a Richard Evans, la cara de la moneda que corresponde a la falta de escrúpulos, la vanidad y el espíritu norteamericano heroico e intervencionista de los años 40. El regreso a la misión/resguardo es impactante en un principio, algo que nos recuerda a las lúcidas fantasmagorias que Gabriela Samper trajo a una Colombia incauta con Los Santísimos Hermanos en 1969. Esta sensación se pierde cuando conocemos al líder del sitio (Nicolás Cancino), quien tiene el rostro y el histrionismo adecuados para participar en un cortometraje universitario de primer año, pero no para competir con el gravitas y la fuerza del resto del reparto. Una prolongada secuencia de escenas da lugar al desenlace apresurado de una de las líneas argumentales, y la desembocadura de un tercer acto flojo en comparación con el resto de la obra.

Si bien no me detendré a desmenuzar el final, puedo dar cuenta de lo anticlimático que es, adicional a que es la referencia menos sutil a la historia del cine que hay en toda la película. Este suceso, por otro lado, abrió las puertas al entendimiento de otras películas, así como a valorar a otros directores cuyo trabajo pasará más pronto que tarde por nuestras páginas, tal como es el caso de Rubén Mendoza y su singular estilo cinematográfico[2]. Establezco este paralelo porque se trata de dos directores que han sabido darle una impronta personal a sus películas, a menudo desviándose de lo que podría ser aconsejable, correcto o simplemente lo habitual de un cine con una historia entrecortada y de escasos recursos como el que se produce en este país. Sin embargo, ambos están aún en el proceso de dominar la cohesión de un relato cinematográfico de principio a fin.

La cantidad de decisiones infortunadas que preceden al cierre de la película, desde las llamas del árbol hasta el envoltorio de mariposas son muy difíciles de defender en el territorio del distanciamiento cinematográfico[3] y entran más en el campo de los descuidos de producción. Durante una conversación que tuve con una maestra y documentalista adscrita a Filmigrana, quedó en claro que el final más adecuado de la película habría sido durante el plano “punto de vista” de Theodor mientras Karamakate exhala yopo en su nariz, evitándonos todo este desconcierto y cerrando en una nota de misterio y asteuridad.

A pesar de esto, hay un claro compromiso visual que Ciro Guerra plasma en sus películas, y que (como ya se ha repetido en el texto y sus pies de página) es alguien que va en camino de metas sensatas y terrenales, como la creación de una industria a partir de lo existente[4] y de construir relatos que sobrevivan más allá de su fecha de estreno y construyan discusiones, no sólo de orden antropológico o social, sino también como ladrillos de la historia del cine y como piezas de arte en sí mismas.

Si tiene oportunidad verla en DVD o de ir a una universidad a verla, hágase un favor y vaya.

¡Hey, qué bien!: visualmente es (en su mayoría) una película muy cuidada que no agota, a pesar de su ritmo lento y pausado. La secuencia de la cauchería merece ser recordada con el mismo afecto que le damos al concierto de la azotea de Rodrigo D. No Futuro (1989) o la violación de Pisingaña (1985), entre otras escenas valiosas del cine colombiano.

Emmhh: el final que nos tocó.

Qué parche tan asqueroso: visto en pantalla grande, se nota a leguas que las ilustraciones de los exploradores son fotocopias en papel bond y, como Paramita ha indagado, el tintero que aparece en pantalla es un anacrónico frasco de Shaeffer con la etiqueta removida. Por favor.

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[1] Esto a la larga no debería ser motivo de desdicha, porque no son pocas películas las que tienen primeras mitades memorables y muy bien hechas, seguidas de segmentos pobres y carentes de espíritu. Por citar: From Dusk Till Dawn (1996), Full Metal Jacket (1987), Jeepers Creepers (2001) o The Contender (2000). No hay que molestarse.

[2] Confieso que parte de mi asociación negativa a Mendoza nace después de ver tres de sus cortometrajes en sucesión, durante una proyección al aire libre, en inadvertida compañía de una exnovia y su pareja de ese entonces. Va para los anales de la historia de las citas accidentadas. Sin embargo, son sus diálogos los que me generan más incomodidad, así como la totalidad de la infortunada La Sociedad del Semáforo (2010). Puedo decir que es otro director cuyo trabajo espero ver más a menudo.

[3] Sustento en el cual se ampara la maestra Libia Stella Gómez con el final de La Historia del Baúl Rosado (2005).

[4] Vale anotar que película fue producida por Caracol y Dago García Producciones, alguien a quien Guerra respeta como empresario (a juzgar por su entrevista/paredón en video de la revista Arcadia).

Mike Slee: Colombia Magia Salvaje (2015)

“¿Qué tanto conocemos los colombianos a Colombia? Por tierra, agua, a vuelo de pájaro y como nunca antes se había filmado, esta es la producción más ambiciosa realizada en el país.

Quisiera dejar claro, antes de empezar este breve artículo que, a pesar de todo lo que leerán a continuación, esta es una película que vale la pena ver en cine.

Quisiera dejar claro también, que esta es una película que mostraría a mis amigas húngaras para motivarlas a que vengan a visitarme [pero que no mostraría si la idea fuera motivarlas a conocer el cine colombiano].

En primer lugar, es importante anotar que éste es el documental con más superlativos del territorio colombiano. La mayoría completamente ciertos, demuestran claramente que la verdadera riqueza nacional se encuentra en nuestro territorio y en las criaturas que lo habitan. Demuestran también que los colombianos son las criaturas que más reafirmación necesitan. El uso excesivo de estos superlativos y la necesidad de estar siempre comparando pareciese insinuar que los espectadores no son capaces por sí solos de apreciar lo que ven.

Como si nuestra opinión no tuviese validez, necesitamos que una figura de autoridad (en este caso la voz cálida y paternal[ista?] de Julio Sánchez Cristo) nos ratifique una vez más lo evidente. En ese sentido, y dejando de lado las películas de Dago García, Colombia Magia Salvaje bien podría ser la película rodada en territorio nacional que más menosprecia (¿o menos aprecia?) a sus espectadores colombianos.

Estos superlativos también demuestran la poca autoestima y la falta de orgullo e identidad latente en nosotros: como unos viles texanos, necesitamos que nuestra singular riqueza sea la “más grande” o la “más espectacular” o la “única”. El colombiano no soporta  que alguien más sea más que él. Tal vez por eso durante mucho tiempo fuimos el país más violento. Necesitamos, como si fuésemos viles texanos enarbolando la bandera en cada pórtico, exaltar los símbolos patrios. Vemos obviamente entonces una orquídea, una palma de cera, un cóndor, una tortuga, una rana venenosa, una guacamaya, un frailejón y un oso de anteojos. Ahora bien, no me malinterpreten, no tengo nada en contra de estas criaturas y me hace muy feliz poder verlas, pero siento que el productor se contentó con hacer un checklist. Como si hubiese tomado una de cada una de las nuevas monedas del Banco de la República y se las hubiese dado al guionista diciendo “tenga, póngamelos a todos”. Pareciese ser este el único dinero que el guionista tocó por parte de la producción a juzgar por lo superficial de su libreto.

Para dejar más claro aún que ésta es la película más colombiana de Colombia, la banda sonora cuenta con las estrellas musicales recientes más conocidas por los colombianos en Colombia: Juanes, Chocquibtown, Walter Silva, Aterciopelados y Fonseca. Y por supuesto, las composiciones de Campbell fueron interpretadas por la Sinfónica de ….[1]. A Shakira no la invitaron porque hace mucho empezó a hablar con otro acento.
Viendo que todos los músicos más reconocidos de acá junto a las empresas más nacionales del país (Éxito, Caracol, RCN, CineColombia…) de alguna forma contribuyeron a este proyecto quisiera yo también aportar algo, y recomendar algunas inclusiones para hacer de Colombia Magia Salvaje la película más colombiana de Colombia de todos los tiempos colombianos (excluyendo, esta vez, no solamente las chavacanerias de Dago, sino, también algunas obras maestras de la identidad nacional como Garras de Oro o La Gente de la Universal).

Recomiendo pues que se incluyan, y dejo al guionista la oportunidad de encontrar la manera de hacerlo (a ver si subsana un poco el libreto): un Chocorramo, una Pony Malta, unas papas Margarita (y de paso a Margarita Rosa de Francisco) y una maleta Totto.

En segundo lugar, quisiera enumerar una serie de anotaciones sueltas sobre la película, organizadas con la misma estructura y secuencialidad que tiene Colombia Magia Savaje: ninguna.

Volviendo a la musicalización, quisiera resaltar el impecable trabajo de los intérpretes.

En algún momento llegué a pensar que Mike Slee, el director de este documental, es en realidad un cóndor. O por lo menos contrató a uno y le dio una GoPro. Un gran porcentaje de la película se resume en sobrevuelos. Vemos tanto reservas naturales como ciudades siempre de forma cenital. La maravilla y el impacto que generan estos planos se gasta rápidamente y hacia la mitad de la película dejan de ser un recurso más y parecen ser más bien el último recurso. Como si se hubiesen agotado los recursos  o el tiempo (no quiero sonar re-cursi pero, por favor, que no llegue el tiempo en que también agotemos nuestros recursos naturales) y hubiesen decidido rodar los planos aéreos para rellenar.  Muy seguramente la superficialidad de la película deriva de ahí.

Una espada de doble filo: si bien la intención moral es la protección ecológica, este tipo de películas seguramente acelerará el turismo sin necesariamente controlarlo.

Falta de propuesta artística y falta de investigación: los temas son pasados a la ligera. Basta con enumerar lo que hay, darle ciertos adjetivos y pasar al siguiente. Esto resulta en que algunos de los planos exquisitamente logrados sean enmarcados por imágenes simples que los desvirtúan completamente.

Redundo: hay graves problemas de guión. Hay un resumen inicial y otro final. Ambos muy similares, esto es un esquema que sólo se utiliza en televisión, cuando cabe la posibilidad de que el espectador haya sintonizado tarde y se haya perdido el inicio o peor aún, haya visto el inicio y cambie de canal sin siquiera terminar de ver el programa.

La película tiene un hilo narrativo y argumentativo sináptico e hipertextual. Esto no necesariamente es un defecto, pero aquí el discurso salta tanto y se encadena por asociaciones libres tan abiertas que parece el discurso de un niño emocionado que tiene mucho por contar y no sabe por dónde empezar. Es el equivalente documental de entrar a Wikipedia, buscar Colombia, abrir 17 pestañas y no leer ni un cuarto de cada página.

[¡]La musicalización raya en la persuasión y fuerza historias inexistentes[!]

Se siente la mano larga y negra de los editores de novelas y contenidos televisivos. Planos completos son “abreviados” acelerando la imagen y acompañándola de un sonido como de aire rasgando. No quiero ofender, pero hay que tener un gusto muy atrofiado para emplearlos.

¿Una película sin ánimo de lucro? Debe ser propaganda para algo más.

Siempre es gratificante y muy emocionante ver que de vez en cuando hay cabida para los documentales en la pantalla grande.

Hay imágenes exquisitamente logradas. No solo requieren una preparación técnica impecable, también exigen paciencia por parte del documentalista para esperar hasta que llegue el momento indicado. El registro de los colibrís batallando y la eclosión de la mariposa son un claro ejemplo.

Finalmente, ver documentales expositivos realizados por encargos corporativos significa un regreso a la escuela Griersoniana que podría caerle bien al corto abanico de oferta cinematográfica en el país.

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[1] Colombia claro está.

Alexander Payne: Sideways (2004)

El presente ensayo es una nueva visita a una entrega que el autor publicó el 6 de marzo de 2013. Esa versión ya no se encuentra disponible, debido a que la actual se considera mucho más completa e integra a nuestra visión. Así mismo, esperamos que la puedan disfrutar en igual o mayor medida.

Valtam

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Vi Sideways, traducida al español sobriamente cómo Entre Copas, por primera vez en el cine del Centro Comercial Portoalegre, una curiosidad, quizás atrocidad, arquitectónica y económica que subsiste a punta de peluquerías y comidas rápidas[1]. El teatro en sí tenía tres salas competentes, reservadas para éxitos de taquilla con producción sonora elaborada y recargada mientras la sala número cuatro, reservada para filmes pequeños, independientes o con más de 3 semanas en cartelera, era (o es, pendiente a remodelación, debo aceptar que no he ido hace un tiempo considerable) un lugar miniatura con no más de 10 filas al que se llegaba a través de una empinada escalera y que parecía una pesadilla soñada por un claustrofóbico y/o tremofóbico. Ahora, recuerdo haber ido a la función de estreno con un par de amigos, y sentarme en primera fila gracias a la multitud aglomerada de más o menos 40 personas, multitud que además subía considerablemente la temperatura del teatro gracias al pobre/inexistente sistema de ventilación de dicha bóveda con proyector. Poco tiempo después inició el filme. Hasta que empecé a escribir este artículo no había vuelto a rememorar el teatro, ni las escaleras, ni la pantalla miniatura, ni el sonido de salón comunal, ni la larga caminata a mi casa tras la función, ni las opiniones desdeñosas de los otros espectadores. La película, no obstante, se enfrenta conmigo varias veces al año, y tras revisarla y desentrañarla por más de 10 años, memorizar varios de sus diálogos, haber leído la estupenda novela original escrita por Rex Pickett, perder la sorpresa de sus varios giros y el filo de algunas de sus bromas, la emotividad de aquella primera función nunca ha desaparecido. Continúa, hasta el momento, intacta. Todavía entiendo a todos los personajes, creo saber por qué actúan como actúan, por qué hablan como hablan, porque comienzan en un punto A y llegan a un punto B. Y, tras haberla visto por enésima vez, sigue siendo igualmente accesible y enigmática, familiar y desconocida. Es un filme, y quizás ya lo saben, que habla sobre el fracaso.

Un tema verdaderamente complejo de capturar con honestidad, el fracaso, y uno que el cine norteamericano ha retratado con variantes grados de éxito desde sus más entrañables inicios (Frank Capra y Billy Wilder, dos de sus mejores exponentes). Hoy día, no obstante, pocos realizadores han dedicado su labor artística a capturar con tanto rigor la tristeza inherente, brutal y frecuentemente ridícula que lo acompaña como Alexander Payne. Nativo de Omaha, Nebraska, un estado reconocido por sus largos, verdes y monótonos pastales[2], Payne inició su carrera cinematográfica haciendo cortometrajes amateurs hasta graduarse en 1990 con un master en finas artes de la escuela de cine de la UCLA[3]. Seis años más tarde, tras incurrir brevemente en la pornografía softcore (puntualmente la saga Inside Out de Playboy), Payne estrenaría su primer largometraje Citizen Ruth (1996) en el cual evidenciaba ya claros aspectos de su estilo de comedia, balanceando humor acerbo, ácido y oscuro con una obsesión con perdedores compulsivos e irredimibles (sin por esto ser compasivo con ellos). Citizen Ruth sigue a la no-particularmente-brillante indigente drogadicta Ruth (interpretada sin rastro de ego actoral por Laura Dern) quien se ve encerrada en una lucha entre dos bandos radicales (fanáticos religiosos y hippies de contracultura) luego de que un juez le recomiende abortar para reducir su sentencia carcelaria. Payne seguiría su opera prima con Election (1999), adaptando exitosamente (junto a su frecuente compañero de escritura Jim Taylor) la mordaz sátira del agresivo sistema electoral norteamericano escrita por Tom Perrotta, trasladando la acción de las casas gubernamentales a un bachillerato en busca de representante estudiantil. Su tercer filme, About Schmidt (2002), sigue al viejo Warren Schmidt (un comprometido y conmovedor Jack Nicholson) a través de su retiro laboral, la muerte de su mujer y el matrimonio de su hija con un vendedor de colchones de agua con cola de caballo (el gran Dermot Mulroney), e hilvana los eventos en su vida con un viaje de carretera en un lujoso y solitario tráiler. About Schmidt presenta un cambio de actitud para Payne,  ya que al escoger emotividad genuina sobre shock humorístico suaviza ligeramente los bordes de su comedia misantrópica al permitir que en esta se filtre una vena de madurez emocional, sin por esto perder el filo de su sátira. Aquella reconciliación de dualidades permitiría que Payne llegara a su mejor trabajo hasta el día de hoy, en Sideways.

Pero sus filmes previos servirían al director a encontrar tanto su nicho narrativo como su estilo fotográfico. Trabajando en conjunto primero con el ya fallecido James Glennon y más adelante con Phedon Papamichael, Payne usa una mezcla de cuidadosos y simétricos planos generales de espacios comunes y primeros planos cerrados para capturar los particulares rostros de sus varios personajes, interpretados por una mezcla de actores naturales con anomalías físicas y expresiones singulares y de reconocidos actores profesionales desapegados de su aura de estrellato, que entrelaza mediante sobreimposiciones y transiciones lentas donde una imagen se deshace en la otra, no sin antes compartir una composición juntas. Encuadrando a sus sujetos con la misma fascinación que habría usado Pier Paolo Pasolini varias décadas antes (aunque sin genitales), Payne conserva su perturbador y voyerista efecto beligerante pero lo vuelca hacia lo cómico. El realizador encuentra también en la clase media trabajadora norteamericana su tema predominante, y logra profundizar sus aparentemente insignificantes dilemas morales y emocionales hacia una metáfora mucho más grande y lograda: América (Estados Unidos de América[4]), y las consecuencias emocionales de ser “la tierra de las oportunidades”. El país que es retratado con mayor frecuencia como el paraíso en la tierra está roto bajo los ojos de Payne, y el fracaso es la sangre que llena sus venas. Para él sus habitantes más interesantes no son los dominantes, ni los poderosos, sino las personas que luchan toda su vida y nunca logran el éxito que les fue prometido en su juventud y temprana adultez (y aquellos que lo alcanzan han sacrificado su humanidad y empatía en el proceso[5]). Es fundamental que estos fracasos sean vistos, no obstante, porque aquellos conforman la mayoría y bajo otra luz reflejan la verdad del espíritu humano en tiempos difíciles: el simple hecho de continuar intentando es suficiente.

Half my life is over and I have nothing to show for it.

¿Qué tiene de especial Sideways que la separe del resto de la filmografía mencionada arriba, aún cuando es regida por los mismos preceptos estilísticos y temáticos que definen la obra de Alexander Payne? Todo radica en el personaje principal, el perenne perdedor Miles, interpretado por Paul Giamatti en la mejor actuación de su prolífica carrera hasta el momento[6]. El filme inicia con una habitación completamente oscura, gradualmente inundada por golpes en una puerta, y los gruñidos de un hombre que no quiere despertar: “Oh, fuck”. Se trata un regordete profesor de literatura que abre la puerta en calzones y una camisa gris, frente a su casero que le pide mueva su carro. Sale en una vieja bata pidiendo disculpas a los obreros que vienen a arreglar el techo de la comunidad cercada, y pronto entra corriendo a su apartamento nuevamente para ver en el reloj del microondas que va tarde para su aventura. Miles, sin embargo, se toma su tiempo, se baña lentamente, lee en el inodoro, usa seda dental agresivamente, pide un croissant y una copia del New York Times en una cafetería cercana, y empieza a llenar el crucigrama sobre el timón de su viejo convertible rojo (un Saab 900), para los entusiastas de la industria automotriz). Miles nunca es sometido a escrutinio, simplemente es observado de cerca en su intimidad, en sus errores, en sus derrotas. El fracaso de Miles en vida es emocional, laboral y familiar, pero sobre su espíritu pesa más que nada la oscura nube del fracaso creativo, flotando como un recordatorio del tiempo que ha pasado. Miles es un intelectual que se detesta a si mismo, pero aún así un intelectual. Su entusiasmo por la literatura y, por supuesto, la enología es tan auténtico como contagioso, y aún en sus momentos más oscuros sus dos pasiones están allí para rescatarle (o mandarle aún más lejos en el oscuro abismo): Payne simpatiza genuinamente con este hombre, lo entiende. De haber tomado un par de caminos distintos, podría haber sido él mismo.

Su mejor amigo, Jack (Thomas Haden Church, en un estupendo papel que revivió su carrera del cementerio televisivo de los 90s), es un animal completamente distinto. Miles finalmente llega a su cita en una gigantesca mansión blanca, donde su antiguo compañero de cuarto le espera impaciente para comenzar su despedida de soltero: un viaje de una semana por los viñedos de California. La casa pertenece a una rica familia de origen Armenio, los Erganian, compuesta de varios hermanos incluyendo a la hermosa prometida de Jack, Christine (interpretada por Alysia Reiner), y sus padres, quienes revelan que Miles tiene un libro acabado y listo a ser publicado (pendiente a revisión, les aclara el protagonista). Pronto, tras un corto intercambio sobre pastelería y una sana despedida, los amigos toman rumbo hacia las hermosas colinas verdes del estado dorado, algo que celebran con una tibia botella de champaña tras el volante. Una parada más, no obstante, es necesaria antes de proseguir con el viaje proverbial, que significa cosas muy distintas para las personas que lo emprenden: Jack, un actor semi-retirado con poco interés en las cosas que son fundamentales para Miles (salvo por la amistad que les une), lo divisa como una última oportunidad de hedonismo y libertad sexual antes de una boda de la que no parece estar muy seguro, mientras Miles lo ve como una posibilidad de introducir a su viejo compañero en el mundo de los vinos y la cultura de los mismos para despedirle con estilo de su soltería, mientras aplaza sus preocupaciones y dilemas por un corto tiempo.

La parada final ocurre en la casa de la madre de Miles, la Sra. Raymond (Marylouise Burke, consecuente con el estilo naturalista de actores secundarios arriba mencionados), con la aparente razón de saludarle en la víspera antes de su cumpleaños. Pero los motivos reales de la visita pronto son evidentes, cuando Miles se excusa de la mesa en la que están cenando para escabullirse dentro del cuarto de su madre y sacar una fuerte suma de sus ahorros, escondidos en una lata de detergente. Tras el robo, Miles se toma un momento para observar las fotos que su madre tiene enmarcadas: Su matrimonio y su padre, ambas relaciones perdidas para Miles aunque por motivos radicalmente distintos. Temprano en la mañana siguiente, Miles despierta a Jack y escapan de la casa en silencio dejando a su madre dormida frente a la programación matinal. El viaje de verdad ha comenzado, y el desayuno de campeones con el que comienzan el nuevo día lleva a Jack a una conclusión definitiva: antes de que todo haya acabado, logrará que su padrino de bodas se acueste con alguien. Pronto nos vemos rodeados de los varios tipos de uvas y avestruces, cubiertos por el manto naranja del cálido sol californiano, y, lo más importante, nadando entre botellas de vino junto a dos mujeres que respectivamente proveen a la pareja de amigos aquello que estaban buscando, con consecuencias emocionantes, trágicas y últimamente redentoras.

La primera de estas es Maya (una conmovedora Virginia Madsen), una mesera recientemente divorciada y antigua conocida de Miles por sus previas visitas al condado de Santa Bárbara. La segunda es Stephanie (Sandra Oh, en ese entonces casada con el director[7]), una carnal vinatera con quien Jack coquetea abiertamente. Una cita doble es agendada y las dos parejas crean químicas paralelas, casi opuestas. Mientras Miles y Maya desarrollan una relación afectuosa y cerebral, centrada en su interés compartido por la enología, Jack y Stephanie se dedican exclusivamente a fornicar ruidosamente en varios lugares distintos. Miles, inseguro, tropezando constantemente con su neurosis y falta de destreza con las mujeres, parece inicialmente reacio a participar en la situación que se le ha presentado. Pero Maya ve en él a un hombre sumamente inteligente, decepcionado y derrotado por no alcanzar su potencial. Es cuando hablan de vinos que su relación resplandece y se estrecha. En una de las mejores secuencias del filme, Miles describe la uva del Pinot Noir (una sepa con la que está particularmente obsesionado) mientras al mismo tiempo, sin darse cuenta, se describe a si mismo. Maya responde explicando su relación con los vinos, revelando el corazón de una mujer fuerte, sensual y herida por el pasado (y que a su vez es el corazón del filme mismo).

Sideways expone una hábil sensibilidad romántica antes inexplorada por Payne, sin por esto sacrificar su narración inclemente ni su búsqueda de un retrato honesto, a veces brutal. Los personajes son extremadamente vívidos y reconocibles, y esto se debe en gran parte a la reticencia de Payne, Taylor y Pickett a alejarse de los defectos y las contradicciones que en ellos habitan. Aun cuando sus acciones nos parecen cuestionables moral o éticamente, entendemos de donde provienen y tienen lógica dentro de las creencias y filosofías de los personajes. Miles es un intelectual consumado, honesto y auténtico pero su odio por si mismo se desborda constantemente hasta el punto en que se torna asfixiante para todos quienes le rodean. Al enterarse que su ex-mujer se ha casado de nuevo, Miles se embriaga con alarmante rapidez y vuelve a su habitación a ver golf en televisión mientras Jack se ve confinado al jacuzzi del hotel. Cuando su novela es rechazada finalmente, Miles hace un agresivo escándalo en una vinería barata y acaba por echarse encima el contenido de una escupidera. Su comportamiento autodestructivo va a la par con su enamoramiento del vino, la literatura y las mujeres. Jack, por su parte, es un mujeriego compulsivo y entretenido que ve en el matrimonio tanto el fin de su libertad como un seguro económico para el resto de su vida. Pero su deseo intenso de tener sexo a toda costa en su despedida de soltero le enfrenta a personas totalmente distintas a su prometida, que saben, huelen y cogen distinto, y la duda es plantada en su cabeza sobre lo que debe hacer en vida: ¿Desea casarse con una hermosa, controladora y acaudalada mujer sabiendo que puede ver de lejos todo su camino hacia la tumba? ¿O desea una aventura con alguien novedoso y enigmático e impredecible, sin pensar mucho en que particularidades pueda tener esa persona que le sean repelentes? Aún cuando una lección le ha sido enseñada, Jack recae de nuevo y finalmente revela a su mejor amigo una franqueza y vulnerabilidad acerca de sí mismo que es humillante y dolorosa, pero también muy real: “You understand movies, literature, wine. But you don’t understand my plight.”

De lo escrito hasta el momento es entendible que pocas personas consideren la película una comedia, pero al igual que con el resto de la filmografía de Payne, su balance de la comedia y el drama siempre está inclinado hacia lo cómico. Payne mezcla tres cosas distintas para crear humor en su filme, la primera de estas siendo un fino humor verbal que se beneficia tanto del material literario original y de su adaptación como de la dicción y el timing perfecto de los actores (Giamatti, especialmente, aprovecha sus estallidos de rabia y sarcasmo magistralmente), la segunda el uso de slapstick o comedia física y la tercera el filo satírico y critico que había desarrollado en sus pasados filmes (evidenciado en una de las escenas finales que involucra simultáneamente anastimafilia y una conferencia de prensa con George W. Bush y Donald Rumsfeld). Pero Payne nunca pierde de vista la tristeza inherente que tiñe tanto la historia como la comedia misma, producto de la situación sin salida en la que se encuentran sus personajes. Ninguno de ellos quiere verse sometido a la rutina, ni ser individuos corrientes y olvidables, pero todos ellos están presos de una estratificación social más grande que ellos, y por esto incontrolable. Hacen parte de la América promedio, sea por los negocios familiares que están a punto de heredar, o por su trabajo atendiendo mesas, o por su lectura de John Knowles con estudiantes de 8vo grado.

Todos los personajes se encuentran en sus 40s, una década definida por Louis C.K. como el espacio de vida en el cual se está medio muerto. Ya suficiente tiempo ha pasado, y suficientes decepciones les han forjado para saber que las cosas no van a cambiar demasiado en la segunda mitad. Pero tanto en su amistad como en sus romances, Miles y Jack encuentran otras fuerzas de vida más importantes que las laborales y las libidinales, sean estas de orden amoroso o amistoso. El viaje resulta traumático para ambos hombres, y a pesar de salir de él relativamente ilesos, sus vidas no podrán ser las mismas tras su culminación. Una última esperanza, no obstante, está latente en el espíritu de Sideways: Nunca es tarde para seguir intentando. Es tan solo lógico que el filme comience con golpes en la puerta de un hombre que no desea ser despertado y termine con el mismo hombre golpeando en la puerta de otra persona, con ansias de entrar y no salir jamás.

***

[1] El lugar tuvo brevemente un fugaz apogeo de juego organizado, inspirado tanto por el pequeño y oscuro casino que auspició como por las pandillas coreanas que frecuentemente lo visitaban.

[2] Paisajes que el director escogería capturar en blanco y negro, como una pesadilla gótica americana, en su más reciente filme Nebraska (2013).

[3] Curiosamente, antes de entrar de lleno en el mundo del cine, Payne hizo una doble titulación en la universidad de Stanford en Español e Historia, y vivió por un corto tiempo en Medellín, donde publicó el artículo: Crecimiento y cambio social en Medellín: 1900 – 1930.

[4] La ignorancia, a veces opresiva, de la cultura estadounidense es el tema puntual de 14e Arrondissement, su cortometraje final hecho para Paris, je t’aime (2006).

[5] Cómo es el caso de Tracy Enid Flick en Election.

[6] Aunque no para Giamatti, quien confesó en el show de Howard Stern que su actuación en el filme le parece sobrevalorada.

[7] Tras el filme la pareja se divorció en términos bastante cruentos, lo que repercutió en que en la secuela literaria (ahora parte de una trilogía) Vertical Rex Pickett cambiara la ocupación de Stephanie (llamada Terra originalmente) a desnudista.

Martin Rosen: Watership Down (1978)

Este es uno de esos temas de conversación contenciosos que con el paso del tiempo he defendido más y más: los niños deben ser expuestos a la muerte cuanto antes.

No me malentiendan, por favor. Aunque no es necesario someter a alguien de escasos 6 años a una experiencia que comprometa su vida, o en su defecto obligarlo a decapitar una gallina para luego cocinarla en un sancocho, son situaciones de la vida que el tiempo, la vida urbana y la corrección política se han encargado de quitarnos; a cambio de estas, el discurso sobre la mortalidad se hace mucho más difuso y soterrado.

Tampoco insinúo que estemos en una era de regresión ante la comprensión de la muerte, gracias a los avances tecnológicos que nos han alejado a toda máquina del cabalgar de la Parca y su afilada guadaña, pero es necesario anotar que nuestra capacidad alarmante para extender y esconder los rasgos de la vejez y la descomposición absuelven algunas de las inquietudes de una vida finita.

Me considero alguien que creció en los años 90 y, aunque no viví a consciencia los hechos de violenta incertidumbre que marcaron a esa generación, tuve una idea más o menos clara sobre la muerte desde muy temprana edad. Esto marcaría una eventual fijación en mis trabajos e investigaciones posteriores. Los videojuegos (casi por defecto), la animación japonesa y el cine presentaban en su tiempo una puerta de reflexión ante la inevitabilidad de fallecer, y la casa Disney se pudo entecar del carácter sombrío de los cuentos de hadas que adaptó con éxito desde inicios de la década de los 40 hasta bien entrados los años 90. El final de la madre de Bambi y el deceso de Mufasa en El Rey León no sólo juegan con el tropo de la orfandad y le dan un clímax dramático a sus respectivas secuencias, sino que presentan una pequeña luz de lo innegable que tiende a escapar de la secuencia de créditos: todos los personajes, ganadores o vencidos, van a morir.

Así llegamos a esta magistral animación, lejos de los cánones de fluidez de movimiento y personajes de ojos grandes y empáticos. Para pertenecer a una película de animación occidental, los conejos protagonistas de Watership Down no son caricaturas sociales con rasgos animales en su físico humanoide, y de ahí parte la fidelidad a su material de inspiración, la novela del mismo nombre de Richard Adams y publicada 1972; a cambio, estos conejos son cuadrúpedos veloces y tímidos, que olisquean con cautela antes de aventurarse a un claro de bosque, durmiendo juntos para mitigar el frío y luchando con vehemencia por hierba fresca y un refugio en el cual vivir, la raíz del conflicto que mueve la película.

Watership Down (o “la colina Watership”) narra la epopeya de Hazel (John Hurt) y su hermano, el pequeño Fiver (Richard Briers), quien parece siempre al borde de un colapso nervioso y posee una suerte de clarividencia que guía a estos dos conejos, y un grupo de dispares y nutridos integrantes, a la búsqueda de una nueva madriguera. Las señales de esta destrucción están presentes desde antes (un aviso de finca raíz, una colilla de cigarrillo) pero no pueden ser interpretadas por la comunidad, que se atiene a la estabilidad y el statu quo. Entre los conejos que deciden unirse a este grupo están Bigwig (Michael Graham Cox), el macizo y valiente luchador del grupo, y Blackberry (Simon Cadell), capaz de razonamientos abstractos que distan mucho de la habilidad de los demás conejos, lo cual define la salvación del grupo en más de una ocasión. Acoto a estos personajes en particular porque son los que más permiten entrever este pequeño universo de los conejos, sus creencias y en últimas lo que más nos acerca a nosotros, que es la incomprensión de los fenómenos que se escapan de su control.

Los carros, los perros, los zorros, los tejones y los humanos tienen nombres que los caracterizan en la lengua lepina inventada por Richard Adams, y son todos ellos amenazas violentas para los conejos, pero no son antagonistas tradicionales o enemigos contra quienes luchar, y les guardan la reverencia que nosotros le tenemos a los temblores, los incendios y los huracanes, entre otros desastres de la naturaleza que se pueden predecir pero con los cuales resulta imposible razonar. Sus herramientas para sortearlos son la velocidad y la astucia intrínseca a su especie, y con esto lograr la pequeña pero significativa victoria de asegurar un hogar en Watership, lejos de la “épica” salvación de un reino o la destrucción de un gran mal.

Estas pequeñas diferencias resaltan uno de los muchos valores de esta película, una narración cíclica y (sin arruinar el final) que permite la continuación de la misma historia en otro momento o lugar. Este tono lo provee la secuencia inicial, animada por John Hubley[1], que encanta en su disposición mitológica y creacional, y que nos deja entender por qué los conejos huyen de todos los demás animales y poseen las habilidades de las que hacen uso a lo largo de la película. El Príncipe de los Conejos, El-Ahrairah[2], es el patrón de las huidas expeditivas y de vivir para contarlo al día siguiente (un tipo distinto de valentía), y su influencia es controlada por el Conejo Negro de Inlé, la Parca que mencionaba al principio de este artículo y una figura a cuya voluntad se someten todos y cada uno de los conejos sin excepción. Apreciar su existencia genera humildad, incluso en corazones tan parcos y endurecidos como el del gran Bigwig.

Ambos son venerados, en ocasiones de manera desproporcionada, pero es la simplicidad de  este entendimiento de la muerte en una película para niños lo que le da tanta fuerza a Watership Down. Existe el estímulo de supervivencia, pero también está la noción de que todo llegará a un fin eventualmente, y que es necesario llegar a ella absueltos y sin temor, en particular perteneciendo a una especie tan frágil y depredada. No es algo que se enseñe desde la niñez, pero resulta necesario, en especial ante los tiempos más difíciles que enfrentamos como especie. Los seres humanos, a pesar de estar en el ápice de los depredadores, somos igualmente frágiles y propensos a la mortalidad, y esa humildad permite apreciar los días pequeños y meniales como una gran aventura en las verdes colinas de Hampshire, Inglaterra. Tras estos esfuerzos, las generaciones venideras continuarán nuestra labor, mientras Frith despliegue su calor sobre la tierra.


[1] Gran cabeza detrás de la UFA y de personajes tan memorables como Mr. Magoo, entre otros íconos de la animación de mediados del siglo XX.

[2] Si se nos antoja, una suerte de Adán o figura brahamánica compuesta de algodón.

Garth Jennings: Imitation Of Life (2001), Parte I

“De la naturaleza fotográfica del cine resulta efectivamente fácil concluir su naturalismo” [1]

Cuando André Bazin se ve enfrentado al Western afirma ver en él un género que contiene la esencia misma del cine. Tanto el movimiento como la verdad histórica hacen de él un fiel reflejo de la realidad americana. El Western no se sacia con identificar las características de una cultura a través de las gratitudes que su territorio le ofrece (algún día hablaré del vano fetiche paisajístico en el cine colombiano), también retrata con una candidez casi objetiva los lineamientos sociales y sicológicos que rigen un pensamiento en un principio norteamericano.  Esa necesidad misma de intentar copiar con naturaleza el mundo circundante fue decisiva para promover una serie de desarrollos técnicos que mucho han aportado a la industria fílmica.

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En este caso hablo no solamente de los objetivos gran angulares. Ampliamente usados por Sergio Leone en su trilogía del dólar, Bazin no alcanzó a vivir para ver cómo la lengua cinematográfica cambió consistentemente con ellos y evolucionó tanto su léxico como su gramática.

Hay que entender que desde muy temprano en su historia, el Cine, vislumbró sus propias limitaciones técnicas. Grandes épicas como el Nacimiento de una Nación (1915) de D.W. Griffith vistas hoy en día no tienen nada de colosal: las batallas de la guerra civil en las que se emplearon cientos de extras meticulosamente coreografiados para que al salir de cuadro se desplazaran y retomaran una nueva posición en la escena se quedan simplemente cortas. Y es que la sensación  de vastedad no se logra por cantidad sino por simultaneidad.

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En 1927, Abel Gance decide que para su película Napoleón la espectacularidad tanto de la historia de este tirano como la de las inmensas batallas libradas deben ser el eje estético de su obra. Gance es el primero en hacer una proyección tríptica en una película comercial: gran parte de la película es filmada a tres cámaras. Con un desface angular con respecto a la del centro, las pantallas laterales completan panorámicamente el rango de visión del espectador. La imagen  ya no se encuentra en un recuadro en el medio de la mirada sino que desborda lateralmente, el público pasa de ser espectador a estar inmerso en la escena. Pero el verdadero logro recae en las posibilidades discursivas. Al proyectar imágenes distintas en cada pantalla el mensaje ya no se escribe solamente por la disposición sucesiva de planos en el tiempo, también se crea por la yuxtaposición simultánea en el espacio. Una nueva dimensionalidad en paralelo que enriquece la obra pero que al mismo tiempo exige más del espectador. Éste ahora debe elegir hacia donde ver y, en ese sentido, discriminar contenido, creando así un recorrido único y personal y de cierta forma construyendo también parte de la historia. La posibilidad de leer y releer en combinaciones siempre distintas es posiblemente la manera más poderosa de demostrar la vastedad de la empresa napoleónica.

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Más adelante, How The West Was Won  retoma la filmación a tres cámaras. El efecto logrado es impecable. El encuadre tienen en cuenta las posibilidades y las limitaciones de esta técnica, el fotógrafo compone en tres cuadrados: ubicando postes, árboles y otro tipo de decorados en las líneas de juntura de los recuadros. La atención está generalmente dirigida hacia una sola de las pantallas en la cual se ubica un personaje o una acción en primer plano, las dos pantallas restantes se utilizan para acompañar y contextualizar el elemento principal. La intención deja de ser la de crear una universalidad de significados  y es más bien la de elaborar un universo vasto y profundo. Pasar de una Rayuela a una Búsqueda del Tiempo Perdido. El espectador puede otra vez navegar la imagen, sacar a la luz pequeños detalles a partir de los cuales pueden formar un todo.  Más importante aún, el director puede direccionar la mirada de formas no hechas hasta el momento: controlando el foco por separado de cada cámara, la atención puede ser dirigida simultáneamente a diferentes elementos de la escena. Las composiciones finales son ideales para el Western: el hombre, solo y pequeño en el universo, se ve confrontado con la verdadera magnitud de la Naturaleza. Se ve obligado a pensarse y sobre todo a encontrarse y reflejarse en el mundo circundante: una clara herencia del romanticismo alemán.

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Lastimosamente, la complejidad tanto al momento de producir, filmar y proyectar hizo de éstas experiencias algo que no se volvió a repetir en el cine durante un largo periodo.

Al mismo tiempo, importantes desarrollos se daban en el campo de la óptica. Los objetivos “normales” de 55mm[2] habían dado espacio a los gran angulares  y a los anamórficos. En combinación con películas de mayor área (negativos de 70 mm en comparación de los tradicionales de 35mm) y de granos de menor tamaño, la calidad de la imagen producida es ahora apenas alcanzada por el 4K. La era dorada del Cinemascope y el SuperPanavision, Cinerama, Kinopanorama, etc. se dio entre los 50s y 60s produciendo memorables obras como Lawrence of Arabia, 2001 Odisea del Espacio y 20 000 Leguas de Viaje Submarino entre muchas otras. Hay que recordar  que ir al cine era también un acto espectacular, pantallas con más de 10 metros de diagonal y centenas de puestos eran mucho más comunes. Así, utilizar la profundidad de campo y componer por capas hacia el horizonte era mucho más fácil y usado: hasta los objetos más pequeños podían ser distinguidos con claridad. Actualmente directores como Wes Anderson y Jim Jarmusch han retomado este tipo de posibilidades en sus narrativas.

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Entender que el cuadro de cine tiene profundidad es algo que se ha hecho desde sus inicios. Al incluir mattepainting (cuadros pintados ubicados estratégicamente entre la cámara y lo filmado) se podía vincular la escena con cosas que realmente no estaban ahí: escenarios más amplios, perspectivas imposibles, elementos irreales; todo con el fin de dar una experiencia más fiel a la visión del creador. Todo esto siempre buscando realismo: si el artificio era evidente, el acto ilusorio de la pantalla lo era también, y por ende la naturaleza inmersiva también. Estas técnicas vienen de las restricciones del uso de lentes normales. La perspectiva era “aplanada” y de querer incluir más objetos en el cuadro había que ubicarlos en lugares donde realmente no podrían estar. Así, del enmascarado de la imagen derivó gran parte de la teoría que hoy fundamenta el uso del chromakey y de las pantallas verdes.

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Continuará…

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[1] André Bazin, ¿Qué es el Cine?, p. 185

[2] De acuerdo con John Alonzo, cinematógrafo de Chinatown y Scarface, entre otras, el 55mm es el objetivo que mejor imita el ojo humano. Esta afirmación se ha demostrado falsa.

Lo Sublime Kantiano en Nostalghia (1983) de Andrei Tarkovsky

Mediante este ensayo quiero exponer una lectura del concepto de arte bello que ofrece Kant en su Crítica del Juicio, acercándome a él mediante el film Nostalghia del director ruso Andrei Tarkovsky, en la que trataré de dar cuenta de cómo el arte bello encarna una mezcla entre la belleza y la sublimidad. Kant explica en el parágrafo 9 de su obra que la animación de la imaginación y el entendimiento para una actividad determinada, “es la sensación cuya comunicabilidad universal postula el juicio del gusto” (Kant, 1790:220), siendo el gusto no otra cosa que nuestra capacidad para juzgar lo bello.

En su penúltimo film, realizado en el exilio, la resistencia del director ruso al Realismo Social Soviético y a los sofisticados estilos de Hollywood lo inclinaron hacia un inusual tratamiento de la belleza. En su obra lo bello no es proporcional ni ofrece un placer convencional, tampoco está sexualizado como un locus del deseo. En vez de esto, la mise-en-scène de Tarkovsky y la cinematografía de Giuseppe Lanci crean un inquietante efecto visual, una desolada belleza que refleja ruptura, crisis y una estasis melancólica. El tempo y los efectos visuales inusuales del filme evitan las convenciones cinematográficas, así como las nociones de belleza instauradas tiempo atrás. En Nostalghia, la reconfiguración de lo bello que crea Tarkovsky está alineada con un enfoque muy personal en la nostalgia que genera el exilio y el anhelo por la naturaleza que evoca la madre patria. En la exploración que hace el director ruso de las grietas en el pensamiento y en su uso inesperado de efectos visuales, colores sutiles y texturas, logra crear una nueva manera de ver no sólo lo bello si no también crear un correlato visual de una emoción compleja. Gracias a sus influencias del cine europeo (Antonioni, Bergman), Tarkovsky se inclina hacia una poética de lo visual, así como hacia un énfasis en los estados mentales subjetivos, haciendo que sus películas sean tanto radicales en su resistencia hacia las normas cinematográficas, como tradicionales en su tratamiento de la mujer y la sacralización del hogar.

En la experiencia de belleza que describe Kant, el entendimiento y la imaginación se mantienen en libre juego en la medida que el objeto permanezca sin ser especificado a través de la aplicación de un concepto determinado. Para el presente propósito, es importante notar que este libre juego opera sólo cuando la cognición es posible, es decir que opera sólo cuando hay, en un principio, algún concepto determinado que especifique al objeto como un individuo de algún tipo. Kant confirma esto a continuación:

Lo bello, en cambio, exige la representación de cierta cualidad del objeto que también se hace comprensible y se deja traer a conceptos (aunque en el juicio estético no sea traída a ellos).
(Kant, 1790:252)

En la obra de Tarkovsky, la nostalgia funciona como una grieta en la conciencia, revelada en el efecto lírico del estilo aural y visual de sus filmes. La desolada belleza de la composición de sus planos, la balanceada geometría, los rústicos y pictóricos sets, los matices sutiles, la bruma y niebla que acecha Nostalghia, hacen que el sentimiento de pérdida y anhelo sea lírico y de ésta manera sostenga la atención de la audiencia donde otras carencias (la falta de argumento y diálogo significativo) hubieran dejado a este film sin ser visto o desechado por la crítica. La proyección en la pantalla de la crisis emocional interna del personaje provee una experiencia estética de placer y dolor, emitida sin un final curativo o conclusivo, creando una especie de nostalgia sublime, una mezcla de sueños del hogar y una disolución melancólica de la acción. La disposición de Nostalghia hacia el anhelo que produce el exilio evidencia lo bello como exteriorización de la experiencia interna, y de esta manera contrasta visiblemente con la nostalgia de Hollywood, que se enfoca en lustrosas reproducciones del pasado.

Aunque Kant manifiesta que “puede llamarse en general, belleza (sea natural o artística) la expresión de ideas estéticas” (Kant, 1790:287) e implica de este modo que las ideas estéticas activan la armonía de las facultades de conocer. Al mirar un poco más de cerca en la doctrina kantiana, éstas indican que a lo mejor, cuando Kant se refiere a la armonía de las facultades al ser activadas por las ideas estéticas, parece tener dos opiniones. Algunas veces dice que se obtiene de la imaginación y el entendimiento y otras veces expresa que se obtiene entre la imaginación y la razón, una armonía que Kant describe como sublime (Kant, 1790§26:245).

A continuación el filósofo describe como las ideas estéticas activan una armonía entre la razón y la imaginación:

Ahora bien: cuando bajo un concepto se pone una representación de la imaginación que pertenece a la exposición de aquel concepto, pero que por sí misma ocasiona tanto pensamiento que no se deja nunca recoger en un determinado concepto, y, por tanto extiende estéticamente el concepto mismo de un modo ilimitado, entonces la imaginación, en esto, es creadora y pone en movimiento la facultad de ideas intelectuales para pensar, en ocasión de una representación (cosa que pertenece ciertamente al concepto del objeto).
(Kant, 1970:284)

Las similitudes entre la teoría de las ideas estéticas de Kant y su teoría de lo sublime son muy llamativas como para pasarlas por alto, y estas sugieren que la consideración de Kant del arte bello como la combinación de genio y gusto, es más bien una amalgama de su teoría formalista de la belleza y su teoría de lo sublime.

En Nostalghia, la identidad y la conciencia son decididamente poco convencionales. El filme representa una forma inusual de mise-en-abyme, en cuanto el personaje principal, Andrei Gorchakov, se identifica no sólo con Sosnovsky (el músico al cual investiga) sino también con Doménico (el loco). El primero sufre por el anhelo de su país, mientras el otro se acongoja por la pérdida de su familia. Ambos son imágenes reflejadas del protagonista, que constituyen al mismo tiempo su calamidad y su nostalgia por Rusia, su familia y su hogar. Tarkovsky lleva esta compleja serie de identificaciones un paso mas allá, permitiéndole a este reflejo de espejos girar hacia fuera, apuntándole a su propia experiencia reflejada mientras es reelaborada dentro de su película, creando una especie de efecto Droste que extiende estéticamente el concepto mismo de nostalgia de un modo ilimitado.

En la experiencia de lo natural (o puro) sublime, objetos absolutamente grandes o enormes asombran la imaginación y nos hacen conscientes de un infinito, una idea racional, que trasciende la experiencia humana; en la experiencia del arte bello producida por un genio, una idea estética extiende nuestra imaginación hasta un punto en el que somos conscientes de una infinita riqueza de significado que ninguna conceptualización puede capturar completamente. Ambas experiencias nos llevan a contemplar ideas racionales que están más allá del finito entendimiento humano. Este paralelismo entre el genio y lo sublime por donde ambas dirigen nuestro conocimiento hacia la idea de infinidad, es irresistible.

Las pausadas tomas de Tarkovsky crean la ruptura, así como sus planos formales de paisajes decadentes entregan un tratamiento poético de lo visual. La sobrecogedora técnica visual y temporal del film culmina en su imagen final, una que es tanto metafórica como poética. El plano final de Nostalghia fusiona el sagrado espacio de las paredes de una catedral con un plano de Andrei Gorchakov sentado en frente de la ‘dacha’ familiar en el campo ruso. Rompiendo con la forma narrativa, esta imagen en particular asocia “hogar” y “sagrado” mientras logra un contraste entre la humilde casa y las paredes de una enorme construcción arquitectónica de un espacio sagrado. El hogar es sagrado y está inextricablemente tejido en el conocimiento humano. La naturaleza crece porosa a través del suelo y las aberturas de la catedral, mientras la perforada frontera entre el pasado y el presente acerca la sagrada memoria del hogar.

Este puente imaginario sobre la brecha inconmesurable, tanto temporal como espacial, provee el sentido culminante de la nostalgia del exilio de Tarkovsky. Hamid Naficy identifica este plano final como un cronotopo, tomando el termino que Mikhail Batkin utiliza para describir las unidades de análisis en los estudios textuales “en términos de su representación de configuraciones espaciales y temporales y como ‘óptica’ para analizar las fuerzas que producen estas configuraciones en la cultura” (Naficy, 2001:173). Naficy lee este prolongado plano final como “suturando el hogar y el exilio”, evidenciando que en el primer término cae lluvia mientras nieva en el fondo (Naficy, 2001:177). Colapsando la diferencia entre dos tiempos y lugares distintos, este cronotopo fusiona el sentimiento de Andrei Gorchakov de estar fuera de su presente, cargando su pasado con él, de una manera que pesa en su cuidado a lo largo de Nostalghia. Una imagen sublime se erige de esta combinación, excediendo las limitaciones de lo bello y su balance de características convencionalmente agradables. El trabajo de Tarkovsky en su penúltimo film se mueve hacia la creación de este efecto emocional en vez de hacia la resolución o alivio del dolor.

Kant puede afirmar que el genio produce ideas estéticas y que la expresión de dichas ideas es bella, pero es claro que su concepción de lo sublime es a menudo más apropiada para describir cómo las ideas estéticas expresan ideas morales y cómo consideramos las obras de genio artístico con admiración y respeto.

BIBLIOGRAFÍA 

KANT, Immanuel. Crítica del Juicio. Barcelona: Espasa Editorial, 2006. 

NAFICY, Hamid. An Accented Cinema: Exilic and Diasporic Filmmaking. Princeton: Princeton University Press, 2001.

TARKOVSKY, Andrei. Esculpir en el Tiempo. Mexico D.F.: Universidad Autónoma de México, (IV Ed.), 2013.

Jaime Escallón Buraglia: El Cartel de la Papa (2015)

Así que aquí estamos otra vez, presenciando eso que llaman la “revolución del cine colombiano” y que se desglosa hoy día con infinita sensibilidad en todo su despliegue paisajístico, contemplativo y poético. Porque ¿Hay acaso algo más hermoso y sublime que un atardecer sobre la Plaza de las Siete Maravillas del Mundo en el parque Jaime Duque, para abrir una comedia sobre paperos narcotraficantes? ¿Cuánta belleza y síntesis hay en los primeros planos del escote de una actriz? Qué época para estar vivo y ver cine en Colombia.

Permítanme elaborar sobre este pasaje.

Algunas cosas han cambiado en esto que erróneamente podríamos llamar el primero de los dos cines que hay actualmente en este país, la comedia frente al drama, las dos máscaras del ágora neogranadina. Enfatizo en el error, porque cabe la posibilidad (y para algunos el derecho) de ser reduccionista a la hora de decir “esto es digno de Dago García y eso otro no”, como si los últimos 65 años de cine no nos hubiesen enseñado nada y se pensara en la historia y la diversidad cinematográfica como algo que se escribe recientemente. Es evidente que sí estamos ante un despliegue numeroso de producciones y un hallazgo de identidad cinematográfica que no está ligado a uno u otro género o temática, al menos no más de lo que sí está ligado al hábito y la creación de corrientes; no obstante, debemos ver de dónde parte cada cosa y por qué terminamos con ciertos productos en las salas de cine.

Es en este florecimiento industrial que individuos formados en el exterior, como Fernando Ayllón (de quien ya hemos hablado anteriormente) y el presente Jaime Escallón Buraglia, regresan a esta patria para hacer parte del mercado con un rango visiblemente reducido de opciones (muy a pesar de la diversidad ya mencionada), un escenario semejante económica y cinematográficamente al de otros países en vía de desarrollo. En el caso que nos concierne tenemos esta película, producida por Laberinto Cine y Televisión[1], el buque insignia de Alessandro Angulo y los responsables de Bluff (2007), La Sociedad del Semáforo (2010) y Sanandresito (2012, que eventualmente serán reseñadas en este sitio). No obstante, cuentan con el amparo de Caracol Televisión, y en la sobriedad de los créditos iniciales[2] leemos la participación de Dago García, de cuya obra ya hemos elaborado en el pasado. ¿Es eso motivo suficiente para rechazar esta obra de facto, o acaso sumirla en consideraciones casi tan estereotípicas como las películas asociadas a este nombre? Recordemos también que fue Escallón Buraglia quien dirigió la infortunada El Jefe (2011) producida por Babilla Ciné[3] en asociación a RCN Cine y la agencia de marketing E-NNOVVA, una película que a pesar de ser también una comedia, se mueve en una ola de humor muy distinta.

Con esta información puesta sobre la mesa, podemos notar que sí hay una cierta influencia del célebre productor y guionista sobre esta película, o al menos se pueden destacar ciertas similitudes en factura y procedimientos. La película aborda los días del actor de teatro Felipe Zipacón (Santiago Reyes) tras la muerte[4] de su padre, Álvaro Zipacón, y el reencuentro con su madre (Carmenza Cossio), su tío paterno (Luis Eduardo Arango) y el hijo de éste, el primo Carlos (Carlos Hurtado). En el funeral se encuentra con Laura Patricia Sánchez (la hermosa Natalia Durán), reina municipal de la Habichuela, con quien tiene un rugoso inicio de relación, pero es quien eventualmente desencadena buena parte del argumento. Felipe sólo quiere tener un poco de dinero extra para continuar ejerciendo la actuación en New York, pero a cambio hereda el imperio papicultor de su padre y, con éste, su legado de narcotráfico. Es a través de su vocación actoral, sus colegas y los sentimientos encontrados de una teniente Antinarcóticos (Marcela Benjumea) que Felipe triunfa sobre sus adversarios y se rinde ante los brazos del romance.

Fin.

De forma breve y concisa, sin mayores enredos, se desenvuelve esta comedia ligera que parece blanco fácil para ser comparada con otras mal llamadas “comedias costumbristas”, con lo confuso que debe resultar que yo no reproche el humor o el escenario de violencia. Pero es justamente su reducido enfoque en esos aspectos tan triviales lo que la hace ser más decente y adecuada, y la película prefiere remitir sus aspectos más complejos y cuestionables en otros departamentos. Podemos verla mucho más cercana a El Escritor de Telenovelas (2011) de Felipe Dotheé que a cualquier otra cosa. Sólo que con un concepto mucho menos elevado en medio de sus aspiraciones reflexivas: personajes batiéndose a duelo en lugar del creador que debate con su universo. En el mundo de El Cartel de la Papa, la actuación toma una posición de relevancia, no sólo siendo la profesión del protagonista, su mejor amigo y “comic relief” y del troupé amistoso, sino también tratándose de un eje temático, en el que actores y no actores deben asumir distintos papeles para continuar el argumento sin separaciones episódicas o viñetas crueles.

Un elemento ligeramente inusual dentro del universo es mostrar los ejercicios actorales de calentamiento, que en sí mismos parecen humorísticos pero resultan útiles para identificar a los personajes principales en sus profesiones. Infortunadamente, la actuación tiende a ser también una motivación nebulosa en los personajes, especialmente en Felipe Zipacón, para quien parece ser un asunto de conveniencia del guión.[5] Hay momentos en los que el pésimo desempeño de la actuación de los personajes opaca la posibilidad de que sean los actores (reales) quienes están entregando una muy pobre interpretación de sus líneas. En esto están especialmente afectados los personajes secundarios, el troupé, los cuales representan (oscuros) estereotipos de actores, y es un chiste recurrente el hacer hincapié en sus lamentables habilidades histriónicas. Uno de ellos toma citas de películas al azar, tan distantes como 300 (2006) y Taxi Driver (1976), y la actriz de la agrupación busca situaciones inverosímiles para desnudarse, lo que parece ser otra pistola de Chejov fallida.[6]

Esta comedia se aleja de sus contemporáneas en las manidas rutinas de stand-up comedy donde se arrojan fragmentos de bromas y comentarios de color que más bien poco tienen que ver con los personajes, y más con el hecho de que se requiere contar algo que haga reír al común denominador de las salas o tenga cabida en el tráiler. Sucede un ejemplo muy flagrante, como la viñeta de las selfies de Laura Patricia, que poco aporta al personaje (¿Tal vez un ejemplo de chabacanería?) y no tiene ninguna incidencia en el argumento, esas fotografías no ayudan al caso policial ni vuelven a aparecer en ningún lado. No digo que el resto del humor sea fino y esté dividido en numerosas capas, pero al menos no está primordialmente basado en una rutina de stand-up; e incluso cuando se da, al menos la película se intenta disculpar al reconocer el despropósito del chiste, como en la secuencia del coaching de acento y todo el asunto de los paisas. Esto no la hace mejor, pero al menos es consciente de lo terrible y fácil que puede resultar este humor regional.

Entre otras elecciones cuestionables también está el arte, o al menos parte de éste. Hay piezas de utilería, vestuario y escenografía que son reminiscentes y referenciales en algunos aspectos (las gaseosas que sólo aparecen en la secuencia inicial, el vestuario que hereda Felipe), pero más que nada es lo apenas suficiente y necesario para que la película funcione en algún nivel narrativo básico, algo semejante a la música[7].

En el fondo del asunto, lo más problemático de una película que lleva un buen tiempo construyendo un momentum es la hora de desenvolverlo, y aquí sucede con una prisa anticlimática que nos dice que el asunto ya termina y tenemos que irnos a la casa pronto. No sabemos qué sucede después de la gesta de estos personajes/actores que han dedicado varios días a salir de un anillo de narcotráfico, sin mencionar a la agente Antinarcóticos a la cabeza de esa operación. Como una ventaja irónica, muchos de estos personajes no nos importan en lo más mínimo dada su escasa construcción, y a cambio obtenemos una secuencia de créditos tenuemente política, cortesía de los antagonistas.

Bajo la apariencia de hallarme totalmente sumido en un síndrome de Estocolmo, debo aclarar que todo esto no es algo que yo celebre, no es mi estilo personal de comedia, pero confío en que se pueda considerar como el puente entre una aproximación más personal a esa industria de comedia y melodrama que Caracol ha venido trabajando por su lado desde hace un buen tiempo. Que Laberinto ofrezca esta película al lado de un drama sobre un hecho que todavía no cicatriza en la memoria colectiva del país es posiblemente una señal de otro tipo de apertura, tal vez el inicio de una industria por donde menos lo imaginábamos.

¡Hey, qué bien!: no hay secuencias de baile impromptu.

Emhhh: las fotografías de Miss Habichuela y la correspondiente foto del celular son simplemente fotos del book de Natalia Durán, la actriz. ¿No podían esforzarse un poco para darle un poco de profundidad a su pintoresco personaje? Incluso si se trata de una fachada.

Qué parche tan asqueroso: ¿Corrección de color, alguien?

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[1] Quienes estrenan simultáneamente en salas Antes del Fuego (2015), un drama sobre la toma del Palacio de Justicia en Noviembre de 1985.

[2] Es proporcional, y consiste apenas en encuadres pintorescos y representativos del parque Jaime Duque. Recordemos mis alegatos ante el exceso de motion graphics en Carta al Niño Dios (2014) y Uno al Año no Hace Daño (2014).

[3] Sujetos terribles a la hora de diseñar y distribuir DVDs y objeto de ira en una apreciación sobre una colección Studio Ghibli muy particular.

[4] En una de las elecciones más pobres de esta película, un plano medio en el que figuran Felipe y el finado Álvaro deja ver a éste último respirando agitadamente bajo las gruesas capas de maquillaje que le dan su aspecto mortecino. Un primer plano u otro tipo de encuadre habrían resuelto esta situación sin lesionar la suspensión de la incredulidad.

[5] Para la muestra, favor detallar el curso de su relación con el personaje de Natalia Durán.

[6] Siendo una película para toda la familia, evidentemente no hay desnudos. Sí hay disparos, no obstante, al menos de dos de las tres armas prominentemente mostradas a lo largo de la película.

[7] Con la notable excepción del corrido prohibido, que parece ser una composición original y tiene conexión con el argumento. No es muy reveladora en su lírica, y podría haberse aprovechado.

Douglas Sirk: Imitation Of Life (1959) y el Carácter Afirmativo de la Cultura

“Lo que antes tomaba lugar en el mundo de los reyes y príncipes ahora ha sido transportado al mundo de la burguesía.”[1]

Douglas Sirk

Imitation of Life comienza con una lluvia de diamantes que lentamente van cubriendo la pantalla mientras una orquesta de violines, violonchelos y la melódica voz de Earl Grant suenan en el fondo: “Qué es el amor sin la entrega? Sin amor sólo se vive una imitación, una imitación de la vida.” Es una frase descaradamente romántica, y dicta desde los créditos iniciales el tipo de filme que estamos a punto de presenciar, además del género al que pertenece. Un notorio éxito de taquilla que fue repudiado por la crítica en su estreno, el filme dirigido por Douglas Sirk es un claro ejemplo de melodrama al exaltar la emotividad e histrionismo de sus personajes y acentuar lo sórdido de la historia que les une. No obstante, es en su agenda (secretamente) social y filosófica que el filme verdaderamente es transgresivo e influencial, camuflada por su suntuoso lenguaje técnico y su pertenencia tanto a un género popular como a un contexto histórico característico por lo restrictivo políticamente: Imitation of Life adapta las ideas de Herbert Marcuse en su Acerca del Carácter Afirmativo de la Cultura en un largometraje superficialmente inofensivo pero en realidad brutalmente crítico tanto de la sociedad norteamericana y sus prejuicios, como de su preservación de la jerarquía social a través de la llamada cultura universal.

La historia sigue a dos madres y sus respectivas hijas: Lora Meredith (Lana Turner), una actriz aspirante que eventualmente obtiene la fama y riqueza que desea, su hija Susie (Sandra Dee) quien cae enamorada del futuro esposo de su madre, Annie (Juanita Moore), una mujer pobre y de raza negra que es recibida en casa de las Meredith junto a su resentida hija Sarah Jane (Susan Kohner), quien rechaza su raza (y tiene la piel lo suficientemente clara para pasar cómo blanca) y constantemente reprende a su madre. Apelando con frecuencia a la manipulación del espectador, la película trata en parte sobre las relaciones familiares, y las formas varias en que estas se tensionan y deterioran con el paso del tiempo y el egoísmo: Lora abandona a su hija por su carrera, Sarah Jane odia a su madre por su legado racial, Susie desea a su padrastro para sí misma y cómo venganza contra su ausente madre. El sufrimiento es la moneda común del género, y llevarlo a los extremos resulta particularmente provechoso para incitar una respuesta emocional más intensa de la audiencia.

Pero es en este uso de la exageración que el melodrama resulta verdaderamente fascinante, no sólo por el morbo humano al que apela, sino además por qué la brusquedad y falta de sutileza en su narración deja un amplio espacio para la subversión y la ironía (características ambas del melodrama crepuscular, hacia finales de los 50 e inicios de los 60). Sirk logra una producir una fuerte muestra de cine sensorial (lágrimas, risas) sin perder de vista su violenta crítica (problemas raciales, económicos) de la sociedad norteamericana de los 50s y de la condición humana en el siglo XX. “En el filme de Sirk es horrible ser negro en América, una pesadilla. La adolescente que trata pasar por blanca recuerda al judío que trata de pasar en la Alemania Nazi: en el momento en que sea descubierto no hay solución.”[2] Sirk, nacido en una Alemania que tuvo que abandonar en 1937 por sus afiliaciones políticas y por su esposa judía, encuentra en América problemáticas circundantes que claramente escapan del territorio, y que responden a un orden social basado en la superioridad relativa de unas personas frente a otras.

Aquel desbalance ocurre según Marcuse como herencia de la filosofía aristotélica, que divide el conocimiento en dos: “Hay una separación fundamental: entre lo necesario y útil por una parte, y lo “bello” por otra.”[3] En su adaptación y modificación de esta división crucial, la burguesía plantó los cimientos intelectuales de una sociedad donde se supone existe una “igualdad abstracta (que) era una de las condiciones del dominio de la burguesía que sería puesto en peligro en la medida en que se pasara de lo abstracto a lo concreto general.”[4] Esencialmente, lo que antes estaba dependiente de los valores supremos de la sociedad clásica ahora era dependiente de la “cultura universal”: “Sin distinción de sexo y de nacimiento, sin que interese su posición en el proceso de producción, todos los individuos tienen que someterse a los valores culturales. Tienen que incorporarlos en su vida, y dejar que ellos penetren e iluminen su existencia. “La civilización” recibe su alma de la cultura.”[5]

Esa aceptación de que la cultura determina, al contraponer el mundo espiritual y el mundo material, el rol de los individuos dentro del mundo y su finalidad última (sea esta tan solo obtener los necesario o disfrutar del placer y la verdad) es claramente representada en el filme de Sirk. Mientras la hermosa y caucásica Lora obtiene riquezas y éxito, y su mayor afronta es el desamor, Annie enfrenta desde el inicio de su vida un racismo incipiente y cruel que determina sus posibilidades laborales, intelectuales y sociales. Para Lora el cielo es el límite, literalmente convirtiéndose en una estrella de cine admirada por quienes le observan desde el firmamento; para Annie, ser su sirvienta es su mayor aspiración y honor. Ambas están atravesadas por la cultura norteamericana que tan solo unas décadas antes había erradicado la esclavitud y hasta el día de hoy mantiene el prejuicio racial como uno de sus mayores problemáticas.

La relación entre Annie y Lora funciona solo en términos de que ambas aceptan su rol en la cultura afirmativa: Cuando ambas se conocen, las dos tienen problemas de dinero y de amor. Y mientras ambas mujeres se reconocen como reflejo la una de la otra por ser madres solteras, las dos saben que el triunfo de las dos es dependiente de Lora (blanca, joven, hermosa), mientras Annie simplemente estará allí como su dependiente. La amistad de las dos crece con el tiempo, pero sus roles se mantienen iguales: Lora es la empleadora y Annie la Empleada: “La libre competencia enfrenta a los individuos como compradores y vendedores de trabajo. El carácter puramente abstracto al que han sido reducidos los hombres en sus relaciones sociales, se extiende también al manejo de los bienes ideales.”[6] Annie cría tanto a su hija como a la de Lora y es tanto confidente como conciencia de Lora, cuyo única labor es traer dinero a la incrementalmente opulenta mansión que ambas habitan.

Sus hijas, entonces, heredan tanto sus problemas como sus posiciones culturales y sociales: Susie eventualmente obtendrá toda la riqueza material que su madre amalgamó, pero también obtiene de ella su temperamento romántico y marcadamente elitista (pobreza espiritual), enamorándose de Steve (John Gavin), el futuro marido de su madre. Aquel es un problema que Sarah Jane añora, pero esta es enfrentada por las mismas limitaciones y agresiones que su madre: Sarah sale con un joven hombre blanco que le cree de su misma raza, y al ser descubierta como negra, es brutalmente golpeada en un callejón por salirse de su espacio cultural. Sarah resiente a su madre constantemente por su aceptación de aquel espacio, pero esta irónicamente es recipiente de una vida más apacible y cálida por aceptar su “lugar”. Sarah es castigada por su brecha de las reglas culturales de la peor manera, recibiendo tanto una pobreza del mundo material como del mundo espiritual, en el primero viéndose obligada a trabajar como bailarina exótica para obtener dinero y en el segundo colapsando emocionalmente en el funeral de su madre, a quien desea pedirle perdón en vida pero nunca lo logra.

Aprovechando de lleno la película Technicolor, Sirk (y su director de fotografía Russell Metty) causa que los tonos se saturen hasta crear una exuberante y asfixiante prisión de colores sólo liberados por los coreografiados movimientos de cámara, grúas que cuidadosa pero ágilmente capturan desde multitudes hasta rostros cerrados. Todo es sumamente expresivo en el mundo de los melodramas de Sirk, desde la música excesivamente operática (melodrama viene de música más drama) hasta los fondos falsos y la iluminación teatral. Pero nunca hay que olvidar que todo aquello que nos parece sensorial tiene siempre un propósito intelectual: “Las angulaciones son los pensamientos del director, la iluminación su filosofía.”[7]

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[1] Sirk en Sirk on Sirk, Viking Press, Nueva York, 1972, P. 94.

[2] Tag Gallagher en White Melodrama: Douglas Sirk en Senses of Cinema Edición 36, Senses of Cinema, Sidney, 2005

[3] Marcuse en Acerca del Carácter Afirmativo de la Cultura en Cultura y Sociedad, Ediciones Sur, Buenos Aires, 1970, P. 45

[4] Marcuse en Acerca del Carácter Afirmativo de la Cultura, P. 52

[5] Marcuse en Acerca del Carácter Afirmativo de la Cultura, P. 49

[6] Marcuse en Acerca del Carácter Afirmativo de la Cultura, P. 49

[7] Sirk en Sirk on Sirk, P. 40.

Anthony Asquith: The Browning Version (1951)

“La realidad, el mundo deben ser transformados.”[1]

La intención de transformar es una parte crucial de la Teoría Critica de la Sociedad hecha por la Escuela de Frankfurt. Europa se encuentra en un momento crítico tras el paso de la Primera Guerra Mundial, y en busca de respuestas, la teoría crítica revisa el materialismo histórico para explicar el presente estado del mundo bajo la influencia del capitalismo. No obstante, la interpretación no basta: Es necesario poder cambiar las cosas, y teniendo a la mano nuevos conocimientos (incluyendo el psicoanálisis) el momento es propicio para ser proactivos. Aquella intención de transformar está expresamente representada, sus problemáticas y su inherente dificultad incluidas, en la obra de teatro de un acto de 1948 escrita por Terence Rattigan, La Versión Browning, expandida y adaptada por él mismo tres años después al cine. Allí comprobamos en el ámbito del arte una versión práctica de lo que la teoría crítica se propone como un logro: “Transmitir la teoría crítica de la manera más estricta posible es, por cierto, condición de su éxito histórico: pero ello no se cumple sobre la base firme de una praxis ya probada y de un modo de comportamiento establecido, sino por medio del interés en la transformación, interés que, en medio de la injusticia reinante, se reproduce necesariamente, pero que debe ser formado y orientado por la teoría, y que, al mismo tiempo, repercute de nuevo en ella.”[2]

Aquella representación no es simplemente coincidente, no obstante, ya que al ser creada en un espacio y un tiempo de capitalismo predominante, observa sus problemáticas desde adentro sin por esto perder su valor artístico ni humano: “ (…) en el proceso natural de la cultura humana, la lucha entre la necesidad y la libertad (…) ha producido a través del arte una síntesis, casi un milagro.”[3] Esto resulta algo irónico, ya que la auténtica fortaleza de la obra radica en la inconformidad de su autor con el mundo que le rodea, y en la inmediatez y efectividad con que escoge tratarla. De no existir la injusticia, la obra de arte nos resultaría menos impactante cuando honesta y menos conmovedora cuando propositiva. En el caso particular que nos atañe, Rattigan escoge tratar estos temas mayores de forma más indirecta y sutil, mientras ubica en primer plano una narrativa aristotélica de los últimos días de empleo de un profesor de colegio privado.

La Versión Browning cuenta entonces la historia de dicho profesor, Andrew Crocker-Harris, un hombre mayor y resignado cuyos días finales de clase le dejan menos nostalgia y buenas memorias que un amargo arrepentimiento por no haber logrado hacer su trabajo a cabalidad. La mayoría de los estudiantes le detestan por su personalidad estricta y sin humor, los docentes resienten su pasada brillantez académica y su mujer está teniendo un aventura con un colega suyo. La única persona que lamenta su partida (a otra institución en la obra de teatro, al retiro por enfermedad en el filme de 1951 dirigido por Anthony Asquith e interpretado por Michael Redgrave) es un alumno reciente llamado Taplow, quien le obsequia una rara versión del Agamenón de Esquilo, traducida por Robert Browning, y que causa en el educador una profunda reflexión sobre su pasado, su presente y su futuro (motivada en parte porque el mismo Harris se encuentra haciendo una traducción del texto, de la cual ha perdido interés a través de los años). Mientras la obra de teatro finaliza en la entrega de dicho texto y en su conversación final con Taplow, el filme profundiza la desilusión del docente con su profesión y la degradación a la que es sometido por sus empleadores, alumnos y su mujer Millie, para concluir con un discurso final hecho a los graduados del instituto donde Harris provee una honesta diatriba en la cual pide perdón por no haber cumplido su trabajo.

Ambos productos artísticos de Rattigan (la obra de teatro, el guión cinematográfico) se ubican en un contexto donde el capitalismo es dominante e inclemente: Se trata de un instituto privado donde ni las directivas ni los estudiantes tienen particular interés por nutrirse culturalmente de los pensamientos del desencantado Harris sino que prefieren un conocimiento más utilitario, y sobre todo, más fácil de conseguir. Sus superiores ignoran su antigüedad en el colegio e irrespetan sus logros previos, forzándole a retirarse (o trasladarse) y a dar su discurso de despedida antes del popular profesor Fletcher, el objeto del deseo de su mujer, quien además es varios años menor. La dignidad de Harris es atacada directamente, el ritual siendo el único espacio donde su importancia aun está intacta: “[El capitalismo] Ha hecho de la dignidad personal un simple valor de cambio. Ha sustituido las numerosas libertades escrituradas y adquiridas por la única y desalmada libertad de comercio.”[4]

Sin embargo, el mismo Harris no es libre de culpa, y es claramente un producto tanto de la indiferencia que años de enseñanza sin reconocimiento le han causado como de dos guerras mundiales seguidas. Harris no disfruta de parte alguna de su labor, pero gana la lástima de Taplow por no ser sádico en sus métodos: “No es como Makepeace o Sanders. Ellos reciben placer de torcer orejas, etcétera. No creo que [Harris] reciba placer alguno de nada. De hecho, no creo que tenga sentimiento alguno. Simplemente está muerto.” Al no ser abiertamente punitivo, Harris no obtiene ni siquiera el respeto basado en temor de sus estudiantes, como sí lo tienen otros docentes más crueles: “la amenaza del castigo se ha ido diferenciando y espiritualizando cada vez más, de modo que, al menos en parte, el horror se ha transformado en miedo, y este, en precaución.”[5]

La intención transformadora aparece en Harris en el catártico final fílmico, el grado, donde el maestro detiene su genérico discurso de despedida y empieza a hablar francamente a los estudiantes, viendo por fin claramente que su fracaso personal y emocional no debieron haber impedido su labor de educador e intelectual: “Quien modestamente deseé contribuir con una consecuente lucidez al minucioso e implacable análisis de una realidad que ha de ser transformada, acepta la responsabilidad de cohesionar el anhelo, de servir como vehículo y expresión consciente de los antagonismos sociales en el proceso emancipador de las clases dominadas.”[6] Ante los ojos de Taplow y los demás estudiantes el maestro recaptura nuevamente algo que le era esquivo hace años, décadas: su goce de la enseñanza aparece nuevamente solo cuando enfrenta su fracaso y rompe con la estructura lineal a la que el instituto ha acostumbrado a sus alumnos: “(…) debe reivindicar plenamente su derecho al disfrute de todo lo que exige el austero ejercicio de la reflexión y el completo desarrollo de la experiencia del conocimiento: la libre investigación, la confrontación de los hechos, la interrogación permanente, la revisión de los resultados a partir de nuevas experiencias.”[7] Los jóvenes responden con una ovación no porque su intervención les parezca anárquica o divertida, sino porque les resulta inolvidable y verdaderamente útil, además de revelar un carácter que desconocían de un hombre aparentemente muerto, apagado. Sobre todo, les recuerda los derechos que tienen como miembros de una institución, privada o pública, y como seres humanos.

“Deben excusarme. Había preparado un discurso, pero encuentro ahora que no tengo nada que decir. O mejor dicho, tengo tan solo dos pequeñas palabras que decir pero son muy sentidas. Son estas: Lo siento. Lo siento porque he fallado en darles lo que usted tienen el derecho de exigirme como profesor. Simpatía, apoyo y humanidad. (…) Lo siento porque he degradado la llamada más noble que un hombre puede seguir: el cuidado y la formación de la juventud.”

Harris encuentra en la verdad la redención. Su vida continúa, en esencia, igual antes y después de su intervención: su salud está decayendo, su mujer le ha abandonado, su futuro es incierto. Pero su triunfo es genuino: Harris abandona la escuela pero parece dispuesto a finalizar su trabajo con el Agamenón, continuando su labor en un ámbito menos oratorio pero igualmente relevante. La transformación ha ocurrido en el protagonista y ha sido aptamente representada, obtenida no de forma fácil y rápida sino con el trasfondo trágico de haber perdido casi todo vínculo social que le rodeaba en un inicio. Por supuesto, un solo discurso no es suficiente para ser verdaderamente prevalente en la vida de la mayoría de estos individuos, pero su intención será vista claramente al menos en unos pocos, Taplow incluido.

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[1] Rubén Jaramillo Vélez en Presentación de la Teoría Crítica de la Sociedad, Argumentos, Bogotá, 1991, P. 41

[2] Max Horkheimer en Teoría Tradicional y Teoría Crítica, Amorrortu, Buenos Aires, 1974, P. 269

[3] Jaramillo Vélez en Presentación de la Teoría Crítica de la Sociedad, P. 44

[4] Karl Marx citado por Alfred Schmidt en Historia y Estructura, Comunicación Serie B, Madrid, 1973, P. 313

[5] Horkheimer en Autoridad y Familia, Amorrortu, Buenos Aires, 1974, P. 86

[6] Jaramillo Vélez en Presentación de la Teoría Crítica de la Sociedad, P. 53

[7] Jaramillo Vélez en Presentación de la Teoría Crítica de la Sociedad, P. 53

Tomm Moore y la Animación Tradicional

No es un secreto para nadie que en Filmigrana tengamos una fuerte inclinación por la animación. Ya sea viendo su rol fundador y conformador en la historia del cine experimental o simplemente lamentándonos por el pobre tratamiento dado a algunas obras por parte de las distribuidoras, siempre nos hemos interesado por sus razones de ser (dentro y fuera de la pantalla).

En el caso de este breve artículo, quisiera abordar el concepto de animación tradicional tomando como ejemplo al director irlandés Tomm Moore.

Con su primer largometraje, The Secret of Kells (2009), obtuvo reconocimiento internacional al ser nominada a mejor película de animación por los Oscar, los Annie Awards y los European Films Awards. Recientemente, con la aclamada Song of the Sea (2014), Moore parece empezar a consolidar un estilo muy evidente tanto en estética como en concepto. Falta ver si continúa por este camino en el fragmento que dirigió para El Profeta de Kahil Ibrahim (2015) de Salma Hayek.

Este estilo, creo yo, es el de la animación tradicional (A.T.). Se considera actualmente que toda película “hecha a mano” (dibujada cuadro a cuadro sin la asistencia de computadores o cualquier otro tipo de generador) cabe dentro de  esta categoría. Pero, quisiera delimitar aún más el concepto e incluir el hecho de que la animación tradicional no lo es simplemente en su técnica sino también en su contenido. Con esto me refiero a que existe un fuerte vínculo entre la animación y las historias tradicionales. Sin ir más lejos, todos conocemos la relación entre Walt Disney y las fábulas y cuentos europeos y posteriormente entre W. D. Company y los mitos de distintas culturas (Mulán, Brave y ahora Star Wars entre otros).

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La A. T. parece tener la necesidad, o por lo menos la intensión, de ilustrar la posición moral e instructiva de quienes cuentan la historia basándose siempre en contextos muy específicos a cada cultura. En ese sentido, los temas econeoanimistas (o en su defecto neoecoanimistas) de Miyazaki hacen de él un muy claro exponente de la A.T. En ese sentido las películas de Sylvain Chomet, nostálgicas de la inocencia francesa de posguerra, lo son también. Pero, otra vez en ese mismo sentido, Waltz with Bashir (2008) (el documental animado de Ari Folman) y su postura moralista frente al rol de Israel en la primera guerra con el Líbano, podría ser también una A.T. (no olvidemos que, a pesar de su estética vectorial,  fue hecha por la talentosa mano izquierda de David Polonsky). Las historias tradicionales no necesariamente son leyendas, parábolas, folklore, etc., también son anécdotas y mitos políticos. Sobre todo, las historias tradicionales no necesariamente están ancladas en el pasado, pueden ser partícipes de una cultura en formación.

En el caso de Tomm Moore la A.T. es el método elegido por él para buscar, a través de narrativas para niños, una identidad irlandesa consecuente con la actualidad.

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Sabiendo que Song of the Sea es la historia de una selkie (sirena celta) y que The Secret of Kells se centra en el pueblo irlandés de Kells y su combate frente a los invasores vikingos, podría pensarse de antemano que Moore pretende identificar a la isla con sus raíces protocristianas. Pero, la princesa de su primera película, una juguetona hada de los bosques, lleva el nombre de Aisling. En los siglos XVII y XVIII, los Aisling, o visiones poéticas, eran un género literario que exaltaba la nación irlandesa a través de hermosas mujeres (visiones) que profetizaban la bonanza terrenal bajo el retorno de la monarquía Stewart. Los Stewart/Stuart, reyes católicos, vieron su caída frente al protestantismo anglicano. Es esta misma diferencia religiosa la que hoy en día mantiene la división entre las dos Irlandas. Para Moore, fue la unión de los diferentes pueblos celtas bajo el catolicismo lo que les permitió resistir las invasiones escandinavas. El arma secreta de Kells es el Libro de Kells, tesoro nacional de Irlanda, una biblia manuscrita famosa por sus iluminaciones. Para él, esta Vulgata representa la posibilidad no solamente de inscribir sino de transmitir y proteger la tradición irlandesa. La película emula este mismo rol y retoma en su estética las ilustraciones y formas caligráficas de la biblia. Se trata de una vaina para el futuro, un contenedor de la esencialidad irlandesa. No es de ninguna manera un discurso religioso unívoco, el héroe recurre al paganismo para cumplir su cometido, es más bien entender hasta qué punto la permeación cultural permite forjar y establecer tradiciones. Es mostrar al Arte Insular como reflejo de una tradición única, posible solamente en un lugar donde confluyen tantas influencias.

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Con Song of the Sea Moore toma otro camino. El catolicismo es en este caso la doctrina que impide ver hacia el pasado. Impositiva y oxidada, esta religión ha llevado a Irlanda a convertirse en una sociedad que ignora sus raíces y su territorio. Los espíritus que habitaban el mar, la roca, la montaña, el bosque, etc. ahora solo habitan las historias para niños. Y es precisamente ahí que este director decide devolverles la vida: en una animación infantil.

Se trata también de rescatar la tradición oral: no en vano Saoirse la niña-selkie no es capaz de hablar y cuando por fin lo logra, se comunica invocando al viento marino a través de la música. De ahí que la banda sonora cargada en violines y gaitas y, sobre todo, el canto de la selkie jueguen un papel primordial en la película: la tradición irlandesa celta se ha transmitido siempre de forma privilegiada a través de su música. Pero el catolicismo, representado en la película por la abuela, no siempre es negativo: al final pierde su miedo por el paganismo y se reconcilia con su hijo. De cualquier manera, Song of the Sea demuestra que Moore quiere ofrecer una vista panorámica sobre la tradición de su país. Tal vez para él la identidad irlandesa reside en el sincretismo de sus costumbres: en poder entender la soberanía de su país a través de su espiritualidad y de su territorio; en apreciar en el presente la diversidad  que su historia le ha dejado.

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Hay que entender que el propósito de una animación tradicional reside precisamente en darle ánima a las tradiciones y no simplemente en utilizar métodos casi artesanales de elaboración.

Que este artículo sirva de preámbulo a una exploración más seria y minuciosa sobre la técnica detrás de algunas de las películas aquí nombradas.