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Sobre celuloide, digital y video en general. Tipologías varias aquí.

Katsuhiro Otomô: Memories (1995)

Para mí, recordar no es vivir. Cada vez que reflexiono sobre mi trayectoria en la vida, o que le intento dar una cronología a las cosas que ya no están a mi alcance, en ese instante muero un poco por dentro, y a su vez se marchitan todas las imágenes de momentos preciados que alcanzan a proyectarse en mi cabeza.

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Por supuesto, nuestro oprobio a la muerte y a sus innumerables misterios nos hace propensos a preservar estas memorias en objetos físicos que podamos tener siempre a la mano, como memoriales de tiempos que ya fueron o incluso que no han sido todavía. En ocasiones, estos memoriales son artefactos de destrucción lenta y pausada, amenazando constantemente a aquellos que los contemplan. Un digno representante[1], conocedor agudo de aquello que no fue y lo que tal vez no será, Katsuhiro Otomo produjo, supervisó y dirigió parte de la tercera de sus célebres antologías a mediados de los años 90, siguiendo ciertas tradiciones ya trazadas en su obra y en el canon de la ciencia ficción japonesa.

En esta ocasión, se trata de la adaptación de tres de sus mangas cortos, inicialmente pensados como un posible lanzamiento en formato OVA[2] pero que súbitamente evolucionan para ser exhibidos en la pantalla grande. El resultado de esta empresa es una memorable (¡Já!), aunque irregular serie de visiones y ensayos con agendas muy distintas entre sí. Me explicaré a fondo abordando cada uno de los tres segmentos por separado, en su orden de aparición.

Magnetic Rose – Kōji Morimoto

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Es muy difícil encontrar, en línea o en medios escritos, una voz que esté en desacuerdo con que este segmento es el mejor de toda la antología, a nivel narrativo, visual y musical. Es, a su vez, la que le da el honor al trío de llamarse Memories, siendo el eje tanto del argumento como de la proverbial rosa magnética a la que hace referencia. Una misteriosa llamada de auxilio desvía la atención de los tripulantes del Corona, un carguero espacial que recoge y desmantela chatarra a la deriva, y los lleva a un inusual cementerio espacial en órbita de una enorme estructura. Entre estos tripulantes de diferentes nacionalidades y perfiles se encuentran Heintz y Miguel, quienes ingresan a la estructura y se encuentran de cara con sus memorias y más fuertes anhelos, matizados por la ubicua presencia de una cantante de ópera que parece pertenecer a otro tiempo y espacio muy lejano. Gradualmente, la misteriosa estructura empieza a emitir un campo magnético cada vez más fuerte, que altera e intensifica estas memorias, y hace más difícil distinguirlas de la realidad.

Morimoto, que es también co-fundador de la célebre y magnífica casa de animación Studio 4°C, intenta alejarse al máximo posible del “campo magnético” que es Katsuhiro Otomô, evitando los tropos post-apocalípticos por los que éste es conocido y creando una historia sintética, con unos personajes fácilmente reconocibles, desarrollada con fluidez a lo largo de los escasos 44 minutos de duración. Los llamo escasos, porque fácilmente la historia permite ser extendida y narrada en una película de duración normal, pero eso no aminora la admirable combinación entre exposición, desarrollo de personajes y un argumento constantemente en marcha. Además del exquisito trabajo visual está la música a cargo de Yoko Kanno (una favorita de Filmigrana[3]), quien hace arreglos de Madame Butterfly de Giacomo Puccini para encajar en la decadente tumba espacial que es esta Rosa Magnética. La colaboración entre Kanno y Morimoto resulta fructífera, y se extiende a películas y trabajos posteriores entre los dos.

Si hace falta establecer algún estúpido paralelo que facilite el reconocimiento de este mediometraje, la trama recuerda a otra célebre, homenejeada (y vilipendiada) obra del director soviético Andrei Tarkovski, Solaris (1972), con los recuerdos que cobran vida en el epónimo y nefasto planeta. Es un director y una película que no necesitan carta de presentación, por lo que abandonaré los paralelos aquí. El enganche de este segmento no se puede negar, y me queda a la imaginación que es el primero justamente para evitar que la audiencia se sienta confundida, perturbada o con simples y llanos deseos de salirse de la sala, un escenario plausible para las dos piezas que le siguen a continuación.

Stink Bomb – Tensai Okamura

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Se sabe que el primer chiste del que se guarda registro en la historia de la humanidad fue concebido en la antigua Sumeria, alrededor del año 1900 A.C., y trata sobre flatulencias[4]. Por este motivo no es de extrañar que el segundo corto de la antología, más decantado al humor, tenga odores corporales como partes esenciales de la trama. Se podría definir como una “pieza de ritmo” (o al menos así la ha descrito Okamura en las entrevistas sobre Stink Bomb), ya que desde la musicalización de jazz hasta el perfil del protagonista, un intento de salariman mediocre y obtuso que se ve envuelto accidentalmente en un horrible escenario bioterrorista, tienen lugar una serie de momentos absurdos y viñetas que no demandan un esfuerzo intelectual por parte del espectador (contrario a Magnetic Rose), y en cuyos beats y situaciones se espera explotar la risa que surge del schadenfrëude de ver a un hombre en motoneta que es perseguido por el ejército y las fuerzas especiales japonesas debido a su olor fatal.

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Sin embargo, es una delicada labor en lo que a animación se refiere, empezando con secuencias estáticas que recuerdan a los episodios de bajo presupuesto de Neon Genesis Evangelion (1995), para ir evolucionando (al mismo tiempo que la nube de miasma del protagonista) en escenas pobladas por decenas de personajes en movimiento, soldados con uniformes detallados y reales, así como aviones, tanques y carros de combate con símiles en la realidad, todo en una explosión de movimiento y color. Su estilización es mínima, y el diseño de personajes guarda una relación mucho más cercana con los japoneses de ojos pequeños y frentes despejadas a los que Otomô nos acercó con su obra culmen.

Cannon Fodder – Katsuhiro Otomô

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Como el dueño de la tienda es quien cierra la tapia, el tercer segmento se distancia del camino recorrido por los dos anteriores, y marca pauta no solo gracias a su distopía extraña y particularmente macabra, sino también por su presentación y formato. Siendo el genio y trabajador incansable que es, Otomô da la impresión de estar proyectando un documental de un día de la vida de estos miserables artilleros, el cual ha sido grabado con una sola cámara y logra, de alguna u otra manera, recorrer toda la ciudad sin hacer un solo corte[5]. Resulta imposible de imaginar algo semejante en la vida real, por lo que este proyecto animado aprovecha la posibilidad de crear fondos y sets “plegables” que puedan permitir esa ilusión de continuidad entre escenarios, todos ambientados en una ciudad anónima donde todos sus edificios tienen un cañón u obús montado, y la vida de sus habitantes gira exclusivamente en torno a la fabricación, mantenimiento y disparo de estos cañones, habiendo uno en especial, el #17, que eclipsa en tamaño a todos los demás, y cuyo retumbar hace las veces de campanario de actividades, lo que marca el antes y el después de los días de esta sociedad afablemente belicosa.

Este proyecto animado de gran calibre (*ejem*) exige un retraso en la finalización y distribución de la antología, y es el último de los tres en ser desarrollado.  Existen numerosas alusiones y lecturas posibles en el corto, lo cual lo hace más exquisito de ver en repetidas ocasiones: desde la supuesta ‘ciudad móvil del enemigo’ a la que le apuntan los cañones, que recuerda al eterno e invisible conflicto entre Oceanía, Eurasia y Asia Oriental en 1984 de George Orwell, e incluso el parecido físico del padre de familia protagonista al escritor inglés, hasta los uniformes, capotes y los mismos cañones, basados en modelos alemanes empleados entre la 1ra y la 2da Guerra Mundial, partiendo del ejemplar #17 y su semejanza al Cañón Gustav. Lejos de establecer un comentario crítico o un señalamiento específico, el segmento termina de forma abrupta y poco definitiva en el dormitorio donde empieza, y una música techno bastante anacrónica le da la bienvenida a los créditos finales.

También lejos, muy lejos de tener el appeal masivo y el encanto de la filmografía de Hayao Miyazaki, la sordidez escalofriante de los dramas animados de Satoshi Kon (quien tiene créditos de guión en los dos primeros segmentos) o la demencia absoluta de Mamoru Oshii, es una pieza que fluctúa entre estilos, visiones y formas, relevante para todo aquel que quiera entender y abordar el amplio y rico universo de la ciencia ficción japonesa sin limitarse a los clásicos mechas o al venerable Godzilla, Rey de los Monstruos.

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[1] Aclaro que no me refiero a que sea un portavoz o incluso un ejemplar de la destrucción, sino a alguien que la re-presenta y hace palpable para nuestros magros sentidos.

[2] Para los no entendidos, se podría decir que esto es más o menos el Directo-a-Video de la animación japonesa, sin las implicaciones o sugerencias norteamericanas de una ausencia de calidad o una falta de confianza en el material para ser lanzado en cine.

[3] Entre su grueso cuerpo de trabajo podemos encontrar joyas como la composición de la música de Porco Rosso (1992) como una notable excepción de la colaboración entre Hayao Miyazaki y Joe Hishaishi; Cowboy Bebop (1998) y la banda The Seatbelts, creada con el único fin de musicalizar este maravilloso western espacial; la cruda e implacable Jin-Roh (1999) de la que ya hemos hablado aquí, y la serie Ghost in the Shell: Stand Alone Complex (2002-2006), entre muchísimas otras.

[4] Permítase conocer la historia por su propia cuenta.

[5] En realidad sí hay cortes, pero están usualmente escondidos sutilmente entre transiciones y otros pequeños y evocativos efectos de montaje.

Johnnie To: Drug War (2012)

Nota Editorial: el artículo siguiente continúa la nueva tradición de Filmigrana de invitar autores para hacer un ensayo corto y único, desde su perspectiva personal, sobre un filme que nunca han visto ni oído. En el caso presente, un talentoso escritor de cuentos cortos, Hank T. Cohen, se enfrenta a un filme del extraordinario y prolífico director de Hong Kong, Johnnie To. Pueden encontrar su opus acá, en su IG. También, SPOILER ALERT.

La presencia de las drogas ilegales es casi omnipresente en la vida del latinoamericano promedio. Desde narraciones de ficción más o menos bien logradas hasta las noticias diarias en cuanto medio es posible. Debo aceptar que siendo un conocedor más o menos amateur de lo que al mundillo narrativo de las drogas se refiere, me acerqué con algo de desconfianza a mi cita a ciegas con Drug War de Johnnie To.

Aunque me intrigaba un poco saber lo que pasaba con la industria del narcotráfico en China, temía encontrarme con una recopilación de clichés de otras películas sobre el tema. De modo curioso, eso fue (hasta cierto punto) lo que encontré, pero en el mejor de los sentidos. Drug War es una parodia de contrastes bien lograda. Durante toda la película hay dos fuerzas imparables que tienden a chocarse de la mayor cantidad de maneras posibles. Por un lado está la droga (principalmente cocaína con los cameos de algunas más) como un objeto que domina la ciudad por medio de sus obispos, en algo que se siente como una pequeña distopía urbana. Ese es el destino que enfrenta desde el comienzo de la película Timmy Choi, un traficante que abre la historia tras escapar a la explosión de su laboratorio.

Por otro lado está el capitán Zhang, capitán de policía. Un hombre casi carente de expresiones en la primera mitad de la película, quien se presenta al público deteniendo a un criminal con un giro marcial probablemente imposible de lograr con las botas y sombrero vaqueros que lleva puestas. Momentos como esos hacen pensar en qué tan serio se toma la película a sí misma, duda que seguirá por buena parte del primer acto. Los detenidos por Zhang son obligados a una sesión de enemas para liberar las vainas llenas de droga en sus cuerpos. Esta escena, aunque sutilmente escatológica, no deja de ser cómica cuando una mujer semidesnuda, de cuclillas en el suelo y cubierta de lágrimas recibe un pañuelo de una de las policías en un gesto que, por su doble sentido, no deja sino escapar una sonrisa. La película tiene sumo cuidado al aplicar golpes cómicos que no quitan la fuerza a lo que se cuenta, sino que, considero, le dan cierta distancia crítica a un evento que está ligado a la vida (no lo escatológico, sino el narcotráfico).

El capitán Zhang está acompañado de un grupo de policías jóvenes que resultan completamente instrumentales para la historia. Aparecen en el momento indicado con pocas líneas y sólo existen para darle fuerza al personaje veterano. Este modo de existir se comprueba en el tiroteo del final de la película en el que el cuerpo de una de las policías es empujado por carros, lanzado y recibe varios impactos de balas.

Timmy Choi se une al grupo de Zhang para intentar derribar a un grupo narcotraficante liderado por el Tío Bill, líder de un grupo criminal que tiene cierta fuerza sobre la narración de la película sin aparecer demasiado en ella. Primero, Zhang interpreta silenciosamente al líder criminal frente a Haha, un elocuente narcotraficante quien, como su seudónimo lo indica, no deja de reír en cada ocasión. Luego, frente al verdadero Tio Bill, Zhang hace una pobre representación de Haha, riendo torpemente y actuando considerablemente mal en su incursión al mundo de las drogas. Después de un juego con cámaras escondidas en la mesa, Zhang (en su disfraz de Haha) es obligado a consumir cocaína (había llevado un reemplazo hecho con dulces molidos). Tío Bill está poco convencido de la actuación y lo obliga a consumir una dosis mayor; Al irse el Tío Bill, el público presencia un ataque que no está justificado por una sobredosis pero que envía al capitán a una crisis que solo puede ser calmada con agua helada. Con este choque exagerado, comprobamos que, más que personajes, Zhang y Bill son dos representaciones de objetos opuestos que intentan entrar dentro del otro amenazando con destruirse. Es en este encuentro en el que se deja claro qué sucede cuando dos fuerzas casi imparables se chocan.

Los elementos cliché abundan, pero son usados de un modo moderadamente elegante. Los insumos para la producción de drogas son llevados por un par de drogadictos que no necesitan ni comer ni dormir y son castigados por un Timmy encubierto. Uno de los laboratorios está manejado por un grupo de sordomudos (la referencia contemporánea más cercana que se me ocurre es el laboratorio de ciegos en el reciente Daredevil de Netflix). Cuando hay una redada, se siente un aire de solemnidad táctica que es olvidada de inmediato al recordar que el personal sordo no puede escuchar la incursión. Pero, ayudados por un sistema de luces, desatan una carnicería contra el equipo.

Aunque la película parece prometer una gran cantidad de acción, por suerte toma otro camino al explorar las relaciones de Timmy y su evolución. Al final del día resulta siendo un traidor a cualquier grupo posible, pero podemos entender sus razones y nos sigue agradando hasta su final. La última batalla es una explosión de eventos en la que la muerte de Zhang nos recuerda su única función como ejecutor de la ley. El capitán se esposa a la rodilla de Timmy para no dejarlo escapar después de que los condujo a una redada con los mayores líderes criminales de la ciudad. Su final está ligado a la ley que representa.

Drug War es una película plagada de elementos dispares puestos en una buena construcción que aterra al pensar lo cercano del asunto, pero divierte para que el horror no nos consuma tan pronto.

Cita a Ciegas: ¡Gracias Gato Fritz!

Nota Editorial: Este artículo fue escrito por Andrés Sandoval como parte de la sección “Cita a Ciegas”. Todo lo aquí dicho representa únicamente su opinión.  Si usted quiere tener una “Cita a Ciegas” con los patanes snob, no dude en escribirnos a info@filmigrana.com

Una de esas noches o tardes grises en las cuales la piyama es tu piel y olores malévolos se apoderan de tu cuarto, cuando te saturan las fotos de sobreactuadas tristezas, cuando quieres comentar y destrozar algún post  y defender tu digno derecho a morir de cáncer, cuando tu Lord Sith aflora pero sabes que tu sable láser rojo es demasiado frente a la guitarra de Un Vegano Bacano, entonces ahí es cuando el Gato Fritz puede convertirse en tu brillante salida al desquite cobijado en pereza mental.

Y así fue, una de esas tardes le di la oportunidad a este carismático gato de iluminar mi lado oscuro…

Una ciudad con una sórdida ambientación sonora a la cual los Bogotanos ya estamos acostumbrados: lamentos de un frío concreto, onomatopeyas desgarradoras de metales afilados, y órganos en flor flotando al compás de una instrumentación específica del jazz y blues. Una animación oscura, envolvente con matices psicodélicos, para amenizar el viaje a los adentros de una deprimente sociedad consumida en la decadencia de los placeres. Un safari llamado J70 dónde verás ratas disfrazadas de ratas, cerdos disfrazados de cerdos y felinos disfrazados de felinos cazando inofensivas criaturas de la urbe. Un déjà vu cotidiano que, más que causar asombro, genera un cierto placer mórbido y exalta levemente tu inconformidad y resignación. Por suerte es solo la ambientación en una ciudad lejana septentrional situada en un espacio temporal de unas décadas atrás.

Nada como para tomárselo a pecho y salir a crear debates inconclusos, adornados de insultos y argumentaciones patrocinadas por propagandas políticas pagadas… ¿O sí?

¿Saben que sí? ¡Blandiré mi láser rojo y entraré en la batalla! ¡No más racismo! ¡No más exclusiones sociales! ¡No más abuso de la autoridad! ¡No más violencia! ¡No más pobreza! ¡No más ratas ni cerdos ni felinos! ¡No más toros muertos!

Expresaré mi insatisfacción de inmediato, saciaré mi desbordante y repugnante ansia de expresarme. Empezaré por cambiar mi foto de perfil de Facebook por la del Gato Fritz como símbolo de protesta, contactaré al Vegano Bacano y le obsequiaré un sable para así con sus estridentes melodías combatir el abuso animal, saldré a votar (ya lo hice y tengo medio día libre… Aunque estoy desempleado), cumpliré mi cuota diaria de indignación y subiré el tráiler Colombia Magia Salvaje. ¡Viva Colombia! ¡Viva la paz! ¡Que vivan sus hermosos animales disfrazados de animales! Gracias, Gato Fritz… Gracias.

Yoshitaro Nomura: Castle Of Sand (1974)

En la juventud, aún cuando conservadora y tímida, frecuentemente nos encontramos con procesos y experiencias que no logramos digerir por completo. Tomemos por ejemplo una salida cuyo punto sea comer una hamburguesa. El contexto local y temporal no son importantes: el punto de dicho evento es en parte hedonista (la acción de consumir un producto que no es particularmente saludable por el simple hecho de disfrutar su sabor, textura, olor) y en parte utilitarista (la ingestión de dicho plato es intrínsecamente valioso para mí por ser un sustento agradable que me permite continuar con mi vida). Aquello, por supuesto, depende de la calidad misma de la hamburguesa: cuando ésta no es particularmente destacable, su precio es inflado, la compañía es ingrata, el espacio incómodo, la iluminación inquisitiva, y etcétera, etcétera ocurre que la experiencia deja de tener una razón puntual. ¿Por qué me encuentro en este lugar en este momento?, la incomodidad de la situación nos lleva a preguntarnos. ¿Pero para qué? ¿Vale la pena en realidad buscar respuestas que nunca podremos encontrar? ¿No es estar en ese lugar y en ese momento más que suficiente? ¿No es aquel el propósito de la vida?

Todo esto apesta a privilegio social. Sólo cierta parte de la población puede malgastar su tiempo en problemas tan inanes e imaginarios como esos. No son el tipo de problemas que enfrentan los personajes del procesal policiaco japonés Castle Of Sand. Pero las preguntas que terminan por hacerse son muy similares, si no las mismas, a las arriba propuestas. Iniciando con la enorme ilustración del Monte Fuji que acompañó por varias décadas a la casa productora Shochiku, el filme de Yoshitaro Nomura evoca desde sus primeros arpegios (compuestos por Yasushi Akutagawa) el cine épico hollywoodense de los 50s: Un niño está esculpiendo cuidadosamente torres de arena en el atardecer rojizo, mientras la operática músicalización truena en el fondo. La historia pronto pasa a una pareja de detectives de la policía de Tokio, el veterano Imanishi (Tetsuro Tanba) y el joven Yoshimura (Kensaku Morita), cuyo más reciente caso concierne a un cadáver destrozado sobre los rieles de un tren, su cráneo aplastado con una roca embadurnada de sangre. Tras una breve interrogación a los bares vecinos, dos pistas surgen: un pueblo cercano llamado Kameda, y el dialecto de la región de Tohoku.

“Our work requires waste of time and labour.”

Los dos hombres visitan el pueblo con poco éxito. Hay reportes de un hombre extraño que pasó algún tiempo en un hostal local, y cuya actividad principal consistió en quedarse quieto en las bancas del río, observando el paso del tiempo: Su inactividad fue sospechosa por que todos a su alrededor se encontraban trabajando. Los detectives visitan la playa, sudando profusamente sus camisas blancas en el inclemente verano, y miran hacia el mar brillante. Trabajan el caso con sumo profesionalismo y paciencia. La información se nos presenta gradualmente, datos puntuales de lugares, fechas y acciones en el Japón de los setentas revelados frecuentemente a través de subtítulos[1], y la mezcla de este recurso con un lenguaje fílmico documental nos provee una ventana periodística a un sector laboral cuyo trabajo parece nunca acabar ni avanzar. Los eventos ocurren con una calma y desapego que les hace parecer carentes de importancia. Pero al no subrayarlos Nomura hace explícito el hecho de que estas pistas son todas iguales[2]: ninguna es especial hasta ser investigada, y dicha investigación es la vida misma de los detectives. El joven Yoshimura se ve frustrado ante estos constantes callejones sin salida, pero Imanishi continúa con su labor, imperturbable: sabe que su trabajo es, en gran medida, su vida. Viaja a través del país en trenes y buses, persiguiendo huellas falsas y borrosas que desaparecen en cuanto les alcanza. Nada parece afectarle; el frío rigor de su investigación contrasta con el hirviente calor que sofoca a Japón en esta particular estación.

Pronto llega el primer gran descubrimiento de la investigación: El cadáver es identificado. Un hombre viaja desde la prefectura de Shimane anunciando que el fallecido era su padre adoptivo, un ex–policía llamado Kenichi Miki (Ken Ogata, en uno de sus primeros papeles). A medida que el pasado de la víctima es esclarecido el retrato de un hombre bondadoso, justo y valiente aparece, y a pesar de nunca haber visto a Miki en vida el peso de sus acciones es evidente para los detectives. Reconstruyen su vida de forma retrospectiva, iniciando con su cuerpo malogrado e inerte, continuando con el relato oral de sus adeptos y admiradores, presentes en todo lugar donde éste pasó alguna vez este, y finalizando con una infancia lejana e imprecisa. Su legado es poderoso y conmovedor, envidiable. Miki era un modelo de excelencia humana. En el segmento más logrado y ambiguo de la película, Imanishi escucha estos testimonios sumergido en medio de un Japón más rural y selvático, donde el verde devora todo aquello que le rodea, intentando resolver los motivos de este brutal asesinato. ¿Por qué alguien usaría violencia tan barbárica en contra de este hombre? “Who would raise his hand against a saint?”

Las respuestas a estas preguntas son, por desgracia, el fin de un filme y el inicio de otro, considerablemente menos logrado aunque igualmente ambicioso. Nomura pasa el foco de atención a un famoso director de orquesta famoso llamado Eyrio Waga (Go Kato) con obvias conexiones con el caso y el filme lentamente se torna melodramático y manipulador. El estilo cinematográfico cambia, atrás quedan los enormes zooms que proveían una especie de punto de vista divino a la narrativa fílmica, haciendo parecer a los personajes hormigas en un mar lleno de estas, y atrás queda la cámara en hombro, móvil y vívida, para dar lugar a un lenguaje mucho más mesurado y adormilado (aunque todavía con secuencias de auténtica belleza y virtuosismo, como el viaje en taxi de los detectives hacia el conservatorio, el alucinatorio sólo de piano de Waga y la historia de la familia Motoura, la sección más estética y paisajista de toda la película). Aquello no es particularmente problemático, como sí lo es el extraño y lloroso tono que impregna la narrativa, mudando su piel analítica y sombría para dejar descubierto un núcleo problemático e injustificado.

El tercio final, que toma más o menos una hora de duración de la película, es especialmente insultante con el espectador tanto en su explicación condescendiente (los detectives explican absolutamente todo el caso de inicio a fin para un comité policial) como en su manipulación enfermiza y sentimentalista (aunque genuinamente trágico en algunos momentos). Propulsado por la composición principal de la banda sonora, una larga y sentida sinfonía llamada de forma redundante Destiny por el egocéntrico Waga, la dramatización histórica de cómo el crimen llegó a ser desde la infancia de su victimario parece más un capítulo borrado de la telenovela coreana Coffee Prince[3] y menos la continuación de un exhaustivo film noir.

Aquella resolución prosaica es uno de los varios momentos en que Nomura revela una dirección irregular: Las actuaciones fluctúan no solo por el talento de los actores, sino también por el dramatismo exagerado que el director ocasionalmente escoge imprimirles. Su estilo poco sutil (que no es para nada negativo en sí mismo) funciona cuando la historia está anclada en lo sórdido, pero le traiciona en los momentos emotivos haciéndole parecer sensiblero. La influencia del cine norteamericano es notoria en su labor en ambos ejemplos, no solo del antes mencionado cine épico, sino también del cine negro clásico y de los melodramas de Douglas Sirk, los últimos especialmente notorios en la locura intensa que domina la pantalla cuando Imanishi decide humillar y reprender a un viejo y moribundo leproso hasta llevarlo a la histeria y las lágrimas.

Por desgracia, aquellos placeres culposos no pueden distraer del enorme potencial desperdiciado en Castle Of Sand. Es admirable que Nomura nunca deje de intentar ser ambicioso, pero el resultado final no funciona de forma cohesiva. Las preguntas existenciales que el filme sugiere en su primera mitad vuelven a atormentarle cuando se ha transformado en un animal completamente distinto, una épica histórica sobre la bondad y el sufrimiento. Aquella segunda mitad no es particularmente contundente, pero sí es concordante con la visión del mundo y la humanidad de Nomura y Matsumoto, constantemente en conflicto, entre el fatalismo y la esperanza. Su sentimiento es fraseado literalmente por Waga, cuando su novia le pregunta el significado del destino: “To be here, and to exist.” El legado del filme hace eco al de este personaje, simultáneamente percudido y cimentado.

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[1] Los textos son tomados literalmente de la novela original en la que el filme está basado: Inspector Imanishi Investigates de Seicho Matsumoto. La adaptación fue escrita por Nomura, el frecuente colaborador de Akira Kurosawa, Shinobu Hashimoto, y Yoji Yamada, el creador del célebre Tora-san, un amable vagabundo interpretado por Kiyoshi Atsumo quien protagonizó 48 de estos filmes entre 1969 y 1995.

[2] Un ejemplo similar de investigación juiciosa y compleja, aunque vista desde varios puntos de vista adicionales al policial, puede ser vista en Zodiac (2007) de David Fincher.

[3] Al menos Coffee Prince juega constantemente con su noción retrógrada y demente de género, aunque su blanda y estéril fotografía de balada de K-Pop juega en su contra.

Paul Thomas Anderson: The Master (2012)

En el que respondemos la siguiente serie de preguntas sin parpadear

“From the most ancient times to the present, in the crudest primitive tribe or the most magnificently ornamented civilization, Man has found himself in a state of awed helplessness when confronted by the phenomena of strange illnesses or aberrations. His desperation in his efforts to treat the individual has been but slightly altered during his entire history and, until this twentieth century passed midterm, the percentages of his alleviations, in terms of individual mental derangements, compared evenly with the successes of the shamans confronted with the same problems. According to a modern writer, the single advance of psychotherapy was clean quarters for the madman. In terms of brutality in treatment of the insane, the methods of the shaman or Bedlam have been far exceeded by the “civilized” techniques of destroying nerve tissues with the violence of shock and surgery –treatments which were not warranted by the results obtained and which would not have been tolerated in the meanest primitive society, since they reduce the victim to mere zombyism, destroying most of his personality and ambition and leaving him nothing more than a manageable animal. Far from an indictment of the practices of the “neurosurgeon” and the ice pick which he trusts and twists into insane minds, they are brought forth only to demonstrate the depths of desperation Man can reach when confronted with the seemingly unsolvable problem of deranged minds”

Hubbard, L. (2000), “Book One: The Goal of Man” en Dianetics: The Modern Science of Mental Health, Los Ángeles, Bridge, p. 10.

“Come and join us.
Leave your worries for a while, they’ll still be there when you get back.
And your memories are not invited.”

Palabras de Lancaster a Freddie durante su primer encuentro

En 1943 el halcón maltés John Huston detuvo su emergente carrera como cineasta para prestar sus servicios durante cierta gran guerra y se incorporó al Servicio de Comunicaciones del Ejército Estadounidense (U.S. Army Signal Corps) con la instrucción de realizar una serie de filmes propagandísticos que levantaran el ánimo de todas las tropas aliadas. El recién nombrado “capitán de la armada” aprovechó su cargo para acceder a archivos restringidos y alimentar su base de datos audiovisual. Empero, el malestar del conflicto y, en especial, el contacto directo con soldados activos produjeron un efecto inverso en el patriota Huston, quien se vio obligado a desertar sus ideales laborales y en cambio produjo documentales con fines antibélicos que desenmascaran algunos aspectos desconocidos de la guerra. El director trabajó sutilmente (a riesgo de ser juzgado en corte marcial) y por fortuna sus primeros dos documentales –Report of the Aleutians (1943) y The Battle of San Pietro (1945)- vieron la luz del día con la aprobación de sus superiores. Además, sus denuncias coincidieron con el final de la guerra y Huston fue ascendido a Mayor por una cúpula militar contagiada por el naciente espíritu de paz. Sin embargo, el director -aún impactado por el trabajo de archivo adquirido- produjo un tercer y último documental: el incómodo Let There Be Light de 1946/1948. Esta censurada, destruida, pirateada y recuperada (en 1981) obra fue la carta de renuncia de Huston, quien unos meses más adelante se retiraría del ejército, irónicamente, después de recibir la Legión al mérito y a la víspera de la producción de The Treasure of the Sierra Madre, filme que lo consolidaría popularmente como un director norteamericano imprescindible.

En PMF 5019 -código militar otorgado a este documental- Huston registró los diferentes procesos de reparación emocional a los que fueron sometidos algunos soldados después de la Segunda Guerra Mundial al padecer crisis neuropsiquiátricas agudas. El filme inicia con una aseveración sensata: el 20% de los soldados norteamericanos sufre trastornos enraizados a su participación militar. Por lo tanto, estos pacientes deben residir temporalmente en algunos hospitales para someterse a terapias y procesos que contrapesen la violencia de sus memorias activas. Un denominado grupo de expertos guía a estos pacientes durante el doloroso desahogo psiquiátrico y, a lo largo de una hora, los espectadores son partícipes de las historias narradas por estos testigos de bombardeos, masacres y mutilaciones. La fragilidad de los pacientes es atrapante y, si se deja de lado el retoque hollywoodense con el que Huston filmó su obra, su denuncia es asertiva: cuando un individuo ha desbordado sus puntos de quiebre ante distintas fuentes de presión nunca podrá recomponerse; sumado a esto, desde una perspectiva sanitaria, su reincorporación a la sociedad, aunque posible, será dolorosa.

Este corto documental es citado frecuentemente por Paul Thomas Anderson cuando le preguntan cuáles fueron sus puntos de referencia al crear el filme en el que se centrará este artículo. Su influencia en nuestro auteur es evidente, incluso necesaria; este documental no sólo se incluye en el DVD/Blu-ray de The Master sino que plantea una inquietud que trasciende cualquier plano cinematográfico, incluso artístico: ¿cómo un individuo sustituye sus puntos de quiebre cuando éstos se desbordan?

En todos sus filmes anteriores, como se ha corroborado en esta serie de artículos, Anderson concibió polos a tierra que focalizaran a sus protagonistas. Estos polos, inevitablemente, son vicios y de una u otra forma son aceptados o rechazados por los espectadores de estos filmes. Incluso Daniel Plainview, quien pareciera no tener límites, sabe que su polo a tierra es su codicia transpolada en un monopolio comercial. Sin embargo, a partir de la admiración de Anderson por la obra de Huston (y de otras fuentes, las cuales abordaremos en contadas líneas) el libretista expone a un hombre desnudo moderno, un hombre que se debilita al priorizar su pobreza espiritual sobre su fuerza de trabajo. La inquietud la despliega a partir de una ley propia de la física: cuando dos fuerzas entran en contacto y a menos de que posean la misma magnitud la más potente rechazará y desplazará a la más débil. Esta es la historia del breve encuentro entre Freddie y Lancaster, dos seres humanos con máscaras de titanes. The Master, ante todo, explica la miseria extramoral desde un individuo que desconoce cómo acercarse apropiadamente a sí mismo.

Paul Thomas Anderson labró su propio mito a partir de victorias sopesadas por un mismo número de tropiezos comerciales. No obstante, los acontecimientos que rodearon la complicada producción de The Master no tienen puntos de comparación. El sendero a la consagración, definitivamente, no es cualquier sendero de lozas amarillas y ni siquiera la popularización de Daniel Plainview le daría un respiro a nuestra proeza cinematográfica.

Después de la extensa gira promocional y de condecoraciones de There Will Be Blood Anderson dedicó algunos meses a la crianza de su primogénita Pearl y al cuidado de su esposa Maya Rudolf. Además, en noviembre de 2009 su familia recibió a Lucille, su segunda hija. En esa temporada familiar Anderson se mantuvo al margen de su profesión y, aunque se rumoró que escribió y dirigió un episodio de Saturday Night Live, no hay registro concreto alguno que pruebe lo contrario. No obstante, el sabor a triunfo de su exitoso filme de 2007 le dio la confianza suficiente para explorar su archivo mnemotécnico y esbozar ideas que por cuestiones de tiempo y espacio (y dinero) no pudo desarrollar en su momento.

Esta pausa no duró mucho y, para alegría de sus más acérrimos fanáticos, en diciembre 2 de dicho año el magazín Variety anunció que Anderson se encontraba en el proceso de finalización de un nuevo libreto –libreto que llevaba en mente desde hace varios años- en el que relataría los orígenes de un nuevo culto religioso en 1952 a través de la relación entre su fundador (“The Master of Ceremonies”) y Freddie, uno de sus discípulos. Este proyecto, además, contaba con el apoyo absoluto de su nueva casa matriz, Universal Studios[1], y de su partner in crime Philip Seymour Hoffman, a quien le otorgaría por primera vez un papel protagónico. El aspecto más llamativo de este anuncio es que el tabloide explícitamente advierte a sus lectores que no es ningún filme sobre alguna doctrina específica sino sobre cómo la necesidad humana de creer en una entidad superior deviene en la creación de un culto. El prometedor anuncio disparó una vez más la popularidad de Anderson y el público esperaba ansiosamente a que la producción iniciara. A la vez, algunos filisteos fueron informados de este anuncio y algunas conservadoras manos invisibles ejecutaron una indagación pública y privada acerca de las intenciones de Anderson.

Mientras esta inquisición se equipaba con cheques rebotados, Anderson reescribía parsimoniosamente el guion a partir de algunas recomendaciones de Hoffman, quien sugirió que el libreto debía enfocarse más en el discípulo que en el maestro. Finalmente en mayo de 2010 anunció públicamente que la fase de preproducción había finalizado y que iniciaría grabaciones tan pronto el estudio diera luz verde. Además, varios medios afirmaron que Jeremy Renner -el popular escudo humano de The Hurt Locker– encarnaría a Freddie y que la legalmente rubia Reese Witherspoon aceptaría el papel de la esposa del Maestro. La filmación se programó inicialmente para el mes de junio pero Universal la aplazó para agosto. No obstante, dicho mes fue de standby y el equipo de trabajo sospechó que algo no andaba bien. Sus predicciones se confirmaron prontamente y en septiembre, para tristeza de muchos, Renner declaró que el filme se pospuso indefinidamente debido al bloqueo de “muros que no podían ser superados”. La luz amarilla fue degradada a roja y Universal le pidió a Anderson la dimisión de su proyecto.

La aparatosa interrupción del proyecto generó varias sospechas y múltiples artículos trazaron el detrimento comercial del proyecto a partir de algunos cabos sueltos. Algunos osados reporteros, entusiasmados por el proyecto inconcluso, anclaron el cease and desist a ciertas amistades del director. Estas sospechas fueron infundadas por el mismo Anderson, quien por ese entonces y ante las inquietudes de los periodistas señalaba que concibió The Master doce años atrás, es decir, aproximadamente en 1999. Esta accidentada respuesta permitió recolectar algunos frutos del rodaje de Magnolia, es decir, en un par de lazos afectivos originados por ese entonces. Es meritorio abordar cada uno por separado.

El primero de ellos corre por cuenta de Jason Robards, el veterano actor que invirtió el último destello de su experticia para encarnar al moribundo productor Earl Partridge. Durante algunas pausas en el set de Magnolia cautivó a Anderson con múltiples detalles de su vida como operador de radio en un buque estadounidense durante la Segunda guerra mundial. Los minuciosos recuerdos despertaron en Anderson una curiosidad por este vetado capítulo de las grandes guerras y por vía directa lo condujeron a los documentales de Huston descritos al inicio de este artículo. Además, si bien lo recuerdan, Partridge fue creado como tributo a Ernie Anderson, padre del cineasta fallecido un par de años atrás y también veterano de dicha guerra. Aunque P.T. posteriormente declaró que nunca habló con su padre sobre la guerra, es posible intuir que a través de Robards reconstruyera estas omitidas memorias para rastrear las causales del fuerte comportamiento de su padre y, por añadidura, de la generación de sus padres. Como lo comprueba aquella breve sinopsis de The Master, Freddie es un tributo digno tanto para Robards como para su padre. No en vano Freddie habitará en Lynn, Massachusetts, el mismo pueblo del que Ernie es oriundo.

El segundo lazo afectivo corre por cuenta del vocero de uno de los cultos más polémicos de los últimos setenta años: Tom Cruise. La satisfacción mutua por el resultado de Magnolia prosperó en una amistad que se mantiene hasta el día de hoy. En algún momento, inevitablemente Cruise le presentó a Anderson las propuestas de su mesías L. Ron Hubbard, hecho que no irrumpió sus relaciones afectivas. No obstante, a Anderson le cautivó el apasionamiento de Cruise y el aparente incremento del novedoso culto[2]. Lo curioso es que con el pasar de los años el rebaño se contrajo[3] pero la popularidad mediática acerca de estas extrañas prácticas se propagó. Todos recordamos la invasión ciencióloga de aquellos años, bien sea por el mismo Cruise (desde su separación de Nicole Kidman hasta su matrimonio y posterior divorcio de Katie Holmes), por las revelaciones de queridos artistas tales como John Travolta, Beck, Isaac Hayes y Nancy Cartwright o por un par de clásicos episodios de The Simpsons y South Park (“The Joy of Sect” y “Trapped in the Closet”, respectivamente). Anderson tomó nota de esta oleada, indudablemente, para agitarla a su favor.

En todo caso, la impotencia presupuestal lo obligó a desaparecer durante unos meses. No obstante, decidido a recuperar su vigor, anunció en diciembre de 2010 que estaba interesado en filmar la adaptación de la más reciente novela de un escurridizo autor a propósito de las ácidas investigaciones de un detective privado en su oriunda California. Esta obra, escrita por el enigmático Thomas Pynchon es la fuente primaria de Inherent Vice, filme del que escribiremos a su debido tiempo. Por ahora basta mencionar que Anderson aprovechó los meses subsecuentes para contar con la aprobación del mismo Pynchon y agendar al infame y metálico Robert Downey Jr. No obstante, un plot twist en este recuento histórico cambió las prioridades de Anderson una vez más y la inesperada generosidad de una de sus fanáticas más acaudaladas contribuyó a que las conversaciones entre Freddie y The Master fueran recreadas.

Unos meses atrás la joven cinéfila Megan Ellison, hija del magnate Larry Ellison (actual CTO de Oracle, la productora de software más grande después de Microsoft), usó parte de su riqueza para invertir en filmes que la cautivaran. Por suerte uno de ellos -el remake de True Grit de los hermanos Coen- generó utilidades suficientes para crear su propia productora afiliada a The Weinstein Company: Annapurna Pictures. Con su abultada chequera sacó de aprietos a algunos de sus directores predilectos (entre ellos a Kathryn Bigelow, quien se encontraba en una situación similar con su aclamada Zero Dark Thirty) y fue allí cuando se puso en contacto con Anderson para sacar adelante a Inherent Vice con tal de que produjera primero a su cisne de plata The Master. Anderson aceptó sin titubeos y al terminar una justa ronda de negociaciones se anunció que en junio de 2011 las grabaciones iniciarían inminentemente y se realizarían por tres ininterrumpidos meses.

El onírico pacto entre Ellison y su protegé Anderson le brindó libertad artística a la producción y este último reagrupó su equipo de trabajo para iniciar su mausoleo cinematográfico. Para entonces una considerable cantidad de tiempo había fluido y ni Renner ni Witherspoon se hallaban disponibles. Por lo tanto, el elenco recibió a dos comprometidos actores para acoger los papeles vacantes e inmortalizarse en los que posiblemente serán sus papeles más recordados en la posteridad: Joaquin Phoenix y Amy Adams, un dueto que no requiere presentación alguna. El reparto estelar fue complementado por varios talentosos actores de culto tales como la experimentada musa Laura Dern (Blue Velvet, Wild at Heart y Jurassic Park, entre muchos otros filmes), Jesse Plemons (ahora inmortalizado por su sadista Todd en Breaking Bad), la sueca Lena Endre (quien encarnó a Erika Berger en la adaptación original de la trilogía Millenium de Stieg Larsson) y Rami Malek (popularizado últimamente por su participación en Mr. Robot). También regresaría al elenco Kevin J. O’Connor que, si recordarán, interpretó a Henry, el poco astuto “hermano” de Daniel Plainview en There Will Be Blood.

En cuanto a los detalles técnicos Anderson ensambló a un equipo de trabajo igual de comprometido al de There Will Be Blood. La baja más significativa pero necesaria fue la de su cinematógrafo de confianza Robert Elswit, quien se vio obligado a desistir por conflicto de agendas (se había comprometido con Tony Gilroy y su The Bourne Legacy antes de que todas los aplazamientos ocurrieran). Lo sustituyó por Mihai Mălaimare, Jr., el virtuoso cinematógrafo de confianza del Francis Ford Coppola del siglo XXI. El cambio, aunque forzado, fue recompensado con una de las filmaciones más espectaculares de todos los tiempos. El trabajo de Anderson con Mălaimare, quienes por primera vez en Hollywood en más de quince años trabajaron con rollos de 65mm para conservar el espíritu visual de los cincuenta, es descrestante; toda una lástima que éste haya sido opacado por el petardo hueco Life of Pi.

Por último, Anderson reestableció contacto con el virtuoso Jonny Greenwood para que comandara la música original del filme. Después de sus contribuciones para There Will Be Blood Greenwood inició una próspera racha: además de grabar con Radiohead In Rainbows (una de sus obras más aclamadas crítica y comercialmente) y The King of Limbs, compuso la música original para Norwegian Wood y We Need to Talk About Kevin. Con The Master pudo explorar una vez más sus aptitudes para manejar una orquesta y el resultado son piezas tan delicadas como memorables como “Time Hole” y “Able-Bodied Seamen”.

Con todas estas piezas engranadas ahora es necesario martillarlas con la imaginación. Como lo asegura Dodd, es esta la manera más sabia para hacernos más humanos.

The Master nos transporta a los años en que Norteamérica pagó su triunfo en la Segunda guerra mundial con el dolor de sus soldados más vulnerables. Freddie Quell (Phoenix) es uno de aquellos victoriosos militantes que canaliza el sueño americano balístico: sin nada que perder, se incorpora en la Marina en busca de un escape a los fantasmas que lo atormentan en Lynn, su pueblo natal, así esto implique ser carne de cañón. Su estrategia falla y, contra todo pronóstico, sobrevive, no sin antes desahogar sus frustraciones al mutilar a sus enemigos asiáticos y al consumir desmedidamente cocteles preparados con recursivos ingredientes. Con sus aspiraciones golpeadas, Freddie es sometido por sus superiores militares a inasibles terapias para reincorporarlo a la cotidianidad íntegramente. Tal como lo enseña Let There Be Light, estos procesos llegan a ser inútiles para una porción significativa de soldados rasos. El resultado es un alcohólico, misántropo, violento, rudo y cachondo fotógrafo en un almacén por departamentos. Nada mal para ser tan sólo uno de los golpeados veteranos; a diferencia de otros, éste al menos puede hablar y caminar.

La estabilidad de Freddie, como era de esperarse, se quebranta rápidamente y ante un impulso de desautorización ataca a uno de sus clientes. Posteriormente huye a un cultivo de vegetales, cultivo del cual es expulsado por compartirle sus menjurjes a individuos con sistemas digestivos considerablemente más frágiles. Sin dinero y sin horizonte, Freddie deambula en 1950 por San Francisco; una vez más, como es constante en los filmes de Anderson, este despotricado héroe halla una fuente de salvación en la mítica California. Sus protectores serán los tripulantes del Alethia, embarcación en la cual Freddie se escabulle al aprovechar un descuido del equipo de supervisión. A la mañana siguiente, una vez recuperado de su resaca, el polizón Freddie se presenta ante Lancaster Dodd (Hoffman), el patrón de la embarcación, para pedirle trabajo. Por el contrario, Dodd -sorprendido por su evidente carencia de expectativas y por el exótico contenido de su cantimplora- lo disculpa y lo invita a ser testigo del matrimonio de su hija. El Alethia, ahora en altamar, es el símbolo de esta nueva iniciación en Freddie; como su nombre en griego lo afirma, Freddie se embarca en un viaje que pondrá en evidencia su esencia destilada.

Dodd, conocido por los otros tripulantes cariñosamente como “The Master”, es un encantador bastardo que hipnotiza a sus allegados con su carisma y su histrionismo a la hora de declamar un discurso. Su astucia es altamente admirada y su manifiesto literario The Cause es discutido y aplaudido por varios pudientes adeptos. Además, su esposa actual Peggy (Adams), su hijo Val (Plemons), su hija Elizabeth (Ambyr Childers) y su yerno Clark (Malek) consolidan una coraza familiar creíble y, si se quiere ir más lejos, ejemplar. Freddie, sin ser un ávido lector, es seducido por la fuerte personalidad de Dodd y con cautela es testigo de la materialización de sus propuestas: sus pacientes, ansiosos de hallar las respuestas a algunas inquietudes trascendentales y universales, son sometidos a interrogatorios en los que despliegan su flujo de conciencia; para el lente crítico de Dodd, estos ejercicios son prueba de un proceso de metempsícosis iniciado hace más de un trillón de años y que él puede rastrear con su experticia y sabiduría. Quell, arrebatado por el entusiasmo, da un faux pas y en una noche de copas (es decir, de alcohol y thinner) reta a Dodd a analizarlo.

En una de las escenas más andersonianas de toda la cosmogonía andersoniana, Lancaster y Freddie comparten unos intensos minutos en los que este último expone su fragmentada identidad. Hijo de un padre víctima del alcoholismo y de una madre encerrada en un sanatorio mental, Freddie revela que busca erradamente un lecho y un próspero futuro para su joven prometida Doris. Carente de cualquier escudo, también confiesa algunos encuentros incestuosos con su tía. Esta escena, al contraponerla con las infructuosas terapias del sanatorio militar, devela una afirmación severa: no hay pasos retroactivos cuando un individuo con una máscara autodestructiva baja la guardia ante un parásito adoctrinante. Esta no es la base de un culto, de una religión o de un partido político… ésta es la base más elemental de las relaciones humanas: una relación de supresión y dominio. Que Freddie y su ahora Maestro lleven esto a otro extremo no nubla el virus extramoral al que los seres humanos están sujetos.

La segunda mitad del filme relata la consolidación de La Causa de Dodd como una institución política y espiritual. La falsa relación pasivo-agresiva entre los dos protagonistas es una trampa para que Dodd calibre el alcance de su proyecto mientras cultiva seguidores. La Causa se expande tanto en Nueva York como en Philadelphia y el exclusivo séquito de Dodd vive a expensas de sus patrocinadores, los cuales pagan por ver el espectáculo de Freddie. A pesar de la oposición de Peggy, Dodd tiene un punto válido a su favor: si su empresa puede domar a bestias como Freddie, puede tomarse al mundo. Además, sujetos como Freddie son ambrosía para aquellos que se autodenominan doctores de la mente. En ese sentido Freddie es la carne de cañón que siempre quiso ser: si antes era un marinero, ahora es un león domado por un circense aclamado por otros por su obediencia. El ejemplo más llamativo es el recordado trazo de la ventana hacia la pared; en éste, Freddie recorre tantas veces ese trayecto que delira y en su imaginación regresa al campo de batalla o a encuentros sexuales con sus amantes. Estos tratamientos/experimentos a los que él es sometido son dolorosos para los espectadores puesto que Dodd lo remoldea al desbordar sus represiones bajo el pretexto de curarlo; esto no es terapia reparativa sino conductista.

El proyecto de Lancaster, por supuesto, tiene muchas fallas. Mantener un monumento a partir de una única fuente de imaginación es insostenible, más si es lo suficientemente novedosa para no someterse a una mitologización apropiada. Dodd no sólo pierde el temperamento en repetidas ocasiones y desiste debatir cuando lo acorralan sino que se contradice en sus propios textos, tal como lo evidencian Helen (Dern) y Bill (O’Connor) al leer The Split Saber, su tratado escrito a partir de su apreciación de Freddie[4]. Estos hechos, los cuales recuerdan que todos los seres humanos son ante todo humanos (como lo predica Dodd en varias ocasiones), suavizan el lúgubre panorama que rodea a Freddie. No obstante, plantean una capciosa duda: si los registros más disparatados de Dodd convocan seguidores de toda índole, ¿cuáles serán aquellos que se anteceden a todas nuestras idolatrías, sean cuales sean? Lo más irónico de este plano fílmico es que Dodd está plenamente convencido de que su método es redentor; lo más lamentable es que Freddie es tan solo uno de los muchos niños perdidos que son seducidos por las manzanas podridas más azucaradas.

The Master, tristemente, es catalogada como una crítica abierta a la cienciología. Si bien hay numerosas similitudes y es una fuente de consulta imprescindible para este filme, es injusto que la nominen exclusivamente en los términos de L. Ron Hubbard. Un texto como Dianetics –el único al que me he acercado- se sostiene sobre los miedos más naturales de los seres humanos, miedos inherentes e ineludibles. Todos los textos adoctrinantes así lo son y deben ser considerados por igual; la diferencia metódica y temporal no excluye el corazón redentor de estos proyectos. La Causa es una posible respuesta inmediata a las necesidades de los individuos que le temen a la amenaza atómica, al regreso al combate y a preguntas que llevan una eternidad sin responderse, así como el cristianismo fue en su época una salida al despótico imperio romano y el mormonismo una respuesta a la megalomanía norteamericana. Todos están en el mismo plano y es una condena espiritual con la que se debe lidiar si se reconoce la existencia de una esencia y de una substancia que la encierre; ante la perdición, la oferta de luces es infinita si se paga el precio correcto. El precio de Freddie es contemplar la posibilidad de un futuro[5] mientras retrocede a un innecesario origen. No hay que menospreciar a esta corroída generación; en últimas, el dilema del amo y del esclavo ataca peor cuando pretende no existir.

El filme, manchado por la censura y acusaciones de discriminación a la libre elección de culto, no tuvo una buena acogida en taquilla. En estos tres años apenas ha logrado neutralizar sus costos de producción. Empero, no hay publicidad del todo negativa y The Master sostiene un modesto récord: es el filme de art house que más dinero ha recaudado en su premier. Aunque hay quienes afirman que la campaña de desprestigio castigó públicamente las virtudes del filme –en especial por el robo al Óscar a mejor actor de reparto de Hoffman, injustamente recibido por el automático Christoph Waltz en la no tan agradable Django Unchained-, éste recibió algunos premios como el León de Plata en el Festival de cine de Venecia. Además, varias autoridades del cine elogian el nuevo pico de calidad alcanzado por Anderson.

Esta piedra angular en el firmamento cinematográfico contemporáneo elucida la magistralidad de Anderson en un campo totalmente diferente al de sus anteriores obras, tal como lo hizo con There Will Be Blood a su debido tiempo. La única queja, como ya lo han sentenciado varias reseñas que merodean por la red, es que es un filme que produce un efecto inverso a lo que denuncia: es tan perfecto en sí que genera un culto del cual no se quiere salir. Tal como lo sugiere el subtítulo de The Split Saber, The Master es un regalo para el Homo sapiens.

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[1] Este estudio aprobó en primera etapa un presupuesto de US$35M, es decir, diez millones más que el costo de producción total de There Will Be Blood.

[2] De acuerdo con un censo, en el 2001 55,000 estadounidenses se declararon cienciólogos.

[3] A 25,000 en el 2010.

[4] Nota aparte: The Split Saber es un excelente título para una obra de ciencia ficción, tal vez para el libro que Robert Heinlein o Frank Herbert jamás escribieron.

[5] En este caso Doris, quien, por cierto, cansada de esperar a Freddie lleva varios años de casada.

One Missed Call: Takashi Miike (2003) Vs. Eric Valette (2008)

Un enfrentamiento hipotético en el que nadie sale victorioso.

Se podría decir que he sido afortunado al pensar que pocas personas de mi edad han fallecido, contemporáneos míos con los que comparta fascinaciones y momentos cercanos, y siento que aún vivo en la época de las personas que mueren y tan sólo dejan atrás las memorias y experiencias vividas por sus seres queridos, allegados y conocidos aún presentes en este mundo. Este es un paisaje que ha venido cambiando gradualmente en la última década, y a pesar de que suelo pensar en la muerte con cierta recurrencia, no es mucho el tiempo que le dedico a los artefactos de comunicación que dejamos cuando abandonamos el plano mortal.

Perfiles de redes sociales, numerosos correos y aquella cuenta de Twitter que sólo abrimos por presión social permanecen ahí, de la misma manera que siempre lo han hecho los libros, fotografías, pinturas e incluso nuestros huesos no-cremados, contando nuestra historia; lo aterrador de aquellos objetos que nos inundan en el presente es su inmediatez, y la vaga sensación de presencia que proveen mucho después de que sus dueños se han ido. Es un asunto con el cual hemos estado empezando a lidiar en el mundo subdesarrollado, pero esta fantasmagoría ya era bien conocida en Japón y es un elemento en juego en la novela de Yasushi Akimoto[1], Chakushin Ari, de la cual cinco diferentes One Missed Call están inspiradas, y son el motivo de este pequeño escrito. En esta ocasión sólo abordaré la original japonesa y su remake estadounidense, de las dos secuelas japonesas y la serie de televisión hablaremos con más detalle en otra ocasión[2].

Claro, no se trata de una novela salida del éter, y su adaptación es algo menos que sutil a la hora de enseñar su pedigree. Primero, debemos tener en cuenta la contemporaneidad de Ringu (Hideo Nakata, 1998) y su considerable éxito tanto doméstico como internacional, donde ya se dan ciertos escenarios que se repetirán en este dueto de películas como lo son las advertencias ominosas, en la que un mensaje de voz del futuro es un poco más críptico e intuitivo que la conocida advertencia de los Siete Días. Hasta ahí, creo que todos nos entendemos y podemos pasar eso como una sencilla casualidad.

Si contamos con The Grudge/Ju-On (Takashi Shimizu[3], 2002) y la otra pieza célebre de Nakata que es Dark Water (2002) nos daremos cuenta que hay, para este entonces, un suelo muy fértil para el J-Horror, y la entrega que Takashi Miike nos da en el 2003 tiene todos los elementos clave de estas películas: ¿Fantasmas aterradores en forma de niños descuidados? Los hay. ¿Maldiciones relacionadas con un sitio específico? También, hasta cierto punto. ¿Líquidos oscuros que se confunden con sangre? Sí que sí. Adicional a estas fascinaciones locales tenemos el marcado estilo de Miike, quien se desenvuelve competentemente en la sutileza del susto sin que eso le impida añadir sus propios galones de sangre a la mezcla.

La película “original” se salva de ser una pieza derivativa del fenómeno de horror japonés gracias a esos toques estilísticos, proveídos por un hombre que había dirigido al menos 27 (!) películas entre mediados de 1999, año en el que realiza la célebre y controversial Audition, y el 2003. Habiendo dirigido dramas criminales, películas para niños, adaptaciones de videojuegos con luchadoras escasamente vestidas y sus piezas de centro ultraviolentas, nos encontramos ante la seguridad de un director experimentado para el que incluso este material parece ser demasiado malsano y descabellado.

Hay un gran cuidado en lo sugerido y lo contextual, jugando con los formatos de video y creando un espacio creíble habitado por sus personajes, pero todo cobra mayor fuerza con el ringtone[4], que se rumora que fue empleado en atracciones embrujadas en Japón posterior a la película. Infortunadamente, ese ringtone es tal vez la única semblanza de Miike que figura en el remake estadounidense que aparece cinco años después, en manos de Eric Valette.

La película de Valette es la que muchos conocemos sin saberlo, con su infame póster de la mujer contestando un teléfono celular mientras sus ojos… Gritan, por ponerlo en los mejores términos. Sin duda mi amigo JNMGLVDL podría escribir una pieza entera que gire en torno a este arte promocional, que raya entre cautivador y estúpido, por lo que no quisiera extenderme mucho aquí. También es necesario acotar que Eric Valette es francés, lo cual parecería darle un cierto aire de colaborador del Nuevo Extremismo Francés, y deberíamos atenernos a una película aterradora y cruel, ¿Cierto?

¿Cierto?

Valette, en uno de sus muchos contrastes ante Miike, tiene apenas un puñado de créditos de cortometrajes y un largometraje dentro de su maletín, Maléfique (2002), cuyo estilo visual sobresaturado y generoso en CGI da más cuenta de Jean Pierre Jeunet y Pitof que de las transgresiones de Leos Carax, Catherine Breillat o Pascal Laugier. Esta película no es la excepción, orientada a un público que no toleraría ver a unos personajes hablando en un restaurante decente y sosegado, por lo que se decide cambiar la secuencia inicial japonesa por una fiesta adolescente llena de conversaciones banales. Por si fuera poco, la versión de habla inglesa se toma el esfuerzo de explicar la posibilidad de que exista una niña muerta desde el principio, y no hablaré de la reimaginación de la secuencia de créditos, otra muestra (de muchas) en las que el lenguaje toca la nariz de todos.

Muchos de ustedes me conocen bien, y soy abierto y acérrimo detractor de la idea de etiquetar el cine estadounidense bajo una sola bandera de “simple y comercial”, como alguien que carece de amor y discernimiento por lo que ve. Sin embargo hay que llamar ciertas cosas por el nombre, y One Missed Call del 2008 es poco menos que el resultado del Paro de Guionistas del 2007-2008, y siquiera un intento por capitalizar en una serie de películas que eran más o menos rentables y promovieron copiosas secuelas. The Ring (2002) y The Grudge (2004) ya habían tenido su momento, y sus vástagos fáciles y carentes del reparto estelar se hallaban poblando la tierra. También debemos reconocer que ciertas adaptaciones (en especial las del horror de países no anglo-parlantes) pretenden impermeabilizar culturalmente a sus espectadores, y ofrecer la premisa en un formato cómodo y digestivo para las salas, y vagamente titilante en las abundantes distribuciones Directo-a-Video.

Entonces ¿Hay algo que salve a Eric Valette[5]? No, en calidad de sus personajes altamente blandos e innecesarios, un abuso de frecuencias bajas para crear un falso sentido de temor y ansiedad en el espectador (asumo que la mezcla en cine no era mucho mejor, admito que no la vi en una sala) y, de nuevo, el empleo poco convincente de CGI. Pensar que es posible hacer mucho más con menos es un ejercicio absurdo, si nos sentamos a analizar las dinámicas de estudio detrás de esta horrible adaptación que costó alrededor de US$26’000.000, y que hizo el equivalente marginal de esa cifra en salas domésticas (sin contar los mercados asiáticos y latinoamericanos), lo que justifica que ahí haya cesado su linaje.

De una u otra manera, el Paro de Guionistas ya terminó, estamos a varios años de distancia de estas películas y el panorama tecnológico (si no el cinematográfico) ha cambiado, y tras labrar el campo con los huesos y el abono de Feardotcom (2002), Hellraiser: Hellworld (2005) y Stay Alive (2006) hemos cosechado películas tan delirantes como Unfriended (2014) o altamente desechables como Chatroom (2010), nuevamente de Hideo Nakata; esa misma tecnología haría inverosímil una película como Buried (2010) si tenemos en cuenta que una batería de un teléfono celular actual siquiera podría durar 90 minutos en uso constante, pero es apenas suficiente para grabar videos y hacer meta-comentarios en una película como Scream 4 (2011), del recientemente finado Wes Craven.

Lo que sí podemos esperar es un influjo cada vez más elevado en los miedos cinematográficos a esos artefactos digitales, los nuevos fenómenos invisibles en los que una conexión fallida a un teléfono o una señal WiFi fraudulenta reemplazan (de a pocos) a los fantasmas de antaño. ¿Veremos acaso una situación semejante con los smartwatches y los lentes de realidad virtual[6], donde reposarán los avatares embrujados de nuestra presencia después de la muerte? Yo diría que…

Ah, lo siento, me está entrando una llamada.

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[1] Si usted intenta buscar la biografía del señor Akimoto en Wikipedia, se encontrará con la grata sorpresa homónima de Yasushi Akimoto, libretista y productor de televisión.

[2] Para ser franco con quien esté leyendo esto, preferiría invertir ese mismo tiempo en reseñar la totalidad de la saga Hellraiser, con la que ya tengo una familiaridad algo más que pasajera.

[3] Quien dirigiría la adaptación ‘live action’ de Kiki, la Aprendiz de Bruja en el 2014.

[4] Y hablando de ringtones memorables, el que suena durante los créditos iniciales corresponde al tema musical de otra película de Miike, Gozu (2003).

[5] Como nota curiosa, mi buen amigo y colega Dustnation me compartió varias secuencias de Christine (1983) en las que aparentemente John Carpenter arroja la casa por la ventana en materia de producción; me resulta necesario recalcar que este mismo Eric Valette dirigió Super Hybrid (2011), una funesta e hilarante imitación.

[6] De cierta manera, eXistenZ (1999) ya estuvo aquí y muchas gracias, Cronenberg; si quieren irse más atrás, They Live (1988) es la plantilla de la que muchos eventualmente partirán, nuevamente cortesía de John Carperter.

Bernard Rose: Candyman (1992)

Los 90s fueron una época decididamente oscura para las películas de horror: sus fanáticos fueron sometidos durante una década a pésimas secuelas de franquicias ya exhaustas, adaptaciones mediocres de Stephen King, mezclas dudosas de comedia y horror, y thrillers baratos sobre asesinos en serie titilando entre lo grotesco y lo ridículo. Eso significa que la década es, hoy en día, un terreno fértil por recorrer para el granjero cuya preferencia sean los frutos dañados. Sin embargo, cuando aquel granjero desea darse un descanso de la barbarie fílmica sumamente entretenida, existen algunas excepciones que realmente iluminaron nuevos senderos en el género y funcionan hasta el día de hoy a pesar de su edad, idiosincrasias y ocasionales malos hábitos. Varias de estas fueron responsables de crear o renovar sub-géneros verdaderamente reprochables que hasta el día de hoy arruinan las noches de espectadores insospechados, entre ellas las excelentes The Silence Of The Lambs de Jonathan Demme (1991) con el thriller procedural de asesinos en serie y The Blair Witch Project de Eduardo Sánchez y Daniel Myrick (1997) con el horror de found-footage. Afuera de los Estados Unidos, Japón presentó un par de obras ejemplares que también auxiliaron el alza de imitaciones considerablemente más pobres que la fuente que les originó, entre ellas Audition de Takashi Miike (1999) con la porno-tortura y Ringu de Hideo Nakata (1997) con el J-Horror y sus interminables remakes (una temática que veremos más adelante esta misma semana, ¡estén atentos!).[1]

Una particular rama de curioso éxito, quizás por su predilección de mezclar sexo y violencia en su narrativa, provino de las adaptaciones (o inspiraciones) de las creaciones literarias de Clive Barker: Hellraiser III: Hell On Earth de Anthony Hickox (1992) y Hellraiser: Bloodline de Kevin Yagher (1996) fueron las dos últimas secuelas de la saga antes de sumergirse en las profundidades del directo-a video, Event Horizon de Paul W.S. Anderson (1997) fue una grata sorpresa espacial inspirada por su discurso sadomasoquista, Nightbreed[2] (1990) y Lord Of Illusions (1995) fueron ambas dirigidas por el mismo Barker basado en sus novelas y cuentos, y finalmente la saga de Candyman, inaugurada por Bernard Rose en 1992, continuada por Bill Condon en 1995 con Candyman: Farewell To The Flesh y finalizada en 1999 con el directo-a-video Candyman: Day Of The Dead de Turi Meyer. La primera de estas es quizás la mejor adaptación de la obra del escritor y uno de los filmes de horror más logrados de la década, a pesar de tener varias problemáticas en su contra de origen propio y ajeno.

“They will say that I have shed innocent blood. But what’s blood for if not for shedding?”

Iniciando con un impecable cenital de una autopista que atraviesa la ciudad de Chicago, Candyman cuenta la historia de Helen Lyle (Virginia Madsen), una bella y ambiciosa antropóloga quien se encuentra en el proceso de finalizar su tesis junto a su compañera Bernardette (Kasi Lemmons). Su tema: Candyman, una vieja leyenda urbana en la cual un asesino mata con un garfio a quienes se atrevan a repetir su nombre cinco veces en un espejo. Casada con un pretencioso[3] y adúltero profesor de la Universidad de Illinois (Xander Berkeley), Helen está en el proceso de transcribir algunas genéricas entrevistas con otros estudiantes cuando encuentra algo que le llama la atención, cortesía de una mujer de raza negra que está haciendo aseo en el salón:  El mito continúa vivo en Cabrini-Green, un proyecto de clase baja compuesto por una serie de enormes edificios donde el crimen es rampante e impune, y donde recientemente una mujer llamada Ruthie Jean fue salvajemente asesinada con un garfio. Sus últimas palabras: “There’s somebody coming thorugh the walls.”

Pronto Helen y Bernardette se dirigen al barrio, curiosamente solo a ocho cuadras de distancia de su acomodado apartamento, donde su presencia es rápida y hostilmente advertida por los locales, en su mayoría jóvenes afroamericanos. Al explorar una de las deterioradas torres se encuentran con su primera pista, escrita en un grafiti enorme: “Sweets to the sweet”. Aquella cita de Hamlet, dicha por Gertrudis al dejar un ramo de flores sobre la tumba de su hija recién fallecida, da inicio al descenso de la joven y prometedora Helen. Su obsesiva búsqueda le conduce a ella y a su reticente compañera a las ruinas del apartamento de Ruthie, y luego a través de un estrecho pasadizo a la guarida de la bestia, donde las paredes están decoradas con tétricas imágenes de su enorme guardián y donde una manta yace en el piso cobijando un puñado de dulces/navajas. Una joven mujer, Anne Marie (una joven Vanessa Williams), les intercepta en su supuestamente inofensiva y filantrópica labor para devolverles a la realidad: “You know, whites don’t ever come here, except to cause us a problem.”

Las palabras de Anne Marie claramente están cargadas, y hacen eco en el resto del filme. Mientras Helen continúa visitando los proyectos escondida tras una fachada académica y social, su éxito personal es lo que media sus visitas al lugar. Desde su perspectiva blanca y antiséptica, la creencia en aquellos mitos le resulta absurda pero entendible: “These stories are modern oral folklore: they are the unselfconscious reflection of the fears of urban society.” Gracias a esta idea tácita de superioridad intelectual, la ironía dramática del filme golpea de forma dura y justa. A medida que Helen indaga más y más en las creencias de la cultura, las historias se hacen más reales y escalofriantes, los lugares más puntuales, las visiones más traumáticas, la realidad más incierta. ¿Cómo es eso posible sí ella no pertenece a ese mundo? ¿Sí es tan solo una turista blanca, universitaria y hermosa?

Rose logra hacer un estudio sobre la división e injusticia racial americana paralelo a la historia de horror contada a través de la obsesiones de Barker. La mezcla de estas dos intenciones funciona sorprendentemente bien en la primera mitad del filme. Grabada en locación en Cabrini-Green, los espacios observados están imbuidos tanto del pasado violento del lugar como de su presente desolador: aquella decisión es especialmente valiosa hoy día, cuando aquellos edificios ya han sido demolidos, y ahora existe como un documento histórico de una época perdida[4]. Pero Rose no se conforma con documentar, sino que potencia estos espacios con movimientos de cámara pacientes y milimétricamente controlados. Aquello crea una tensión inclemente[5] respaldada por un espacio arquitectónica e históricamente hostil. Cuando aquella tensión se rompe surgen momentos de súbita y brutal violencia. Aquella combinación resulta agobiante, creando en el espectador el deseo auténtico de no querer continuar viendo.

“The pain, I assure you, will be exquisite.”

Eventualmente, aquella extraordinaria primera mitad da lugar a una igualmente extraña pero menos lograda segunda parte, donde las ideas de Barker se toman el filme y donde aparecen gran parte de los problemas del cine de horror de la época. Las creaciones de Barker siempre son interesantes y honestas, aun cuando fallidas, y esta no es ninguna excepción. Con la aparición de Candyman (Tony Todd), un personaje prototípico de Barker (“Be my victim!”), el filme se torna conscientemente fabulesco y pierde potencia, aún si todavía lo encontramos sumamente atractivo a la mirada (el imaginario pensado por Barker nunca ha sido más poderoso ni sugestivo que con la sobria dirección de Rose) y profundamente emotivo: aquello es desafortunado no porque la historia contada por Barker sea menor en su ambición, sino porque no es concordante con la intensa crítica social hasta ahora construida. La salvaje carnicería presenciada por Helen (y el espectador) nunca tiene tintes eróticos ni humorísticos, por lo que el sentimiento recurrente de Barker de perverso disfrute del castigo otorgado por Candyman resulta inconcebible. Además, la conmovedora actuación de Virginia Madsen[6] constantemente nos atrae hacia un personaje que no debería sernos particularmente empático, aunque sí lo es trágico. Aquella mezcla de sensibilidades causa que el resultado final de Candyman sea único, inquietante y decididamente romántico (una sensación reforzada por la evocativa música de Philip Glass).

Otros problemas resultan muchísimo menos aceptables que el choque de ideas entre dos individuos sumamente talentosos. El filme sufre de una entrometida intervención de estudio que obligó a sus participantes a rodar la última (y atroz) escena para dejar abierta la posibilidad de una secuela. Aquella sensibilidad noventera es también notoria en el diseño sonoro, sumamente efectista, y en el uso mandatorio de jump-scares cada cierto tiempo que interrumpen la narración clásica. Aquellas malas costumbres, no obstante, son un precio bastante módico a pagar para ver un filme tan genuino como lo es Candyman, que atrapado dentro de un mar de películas mediocres y genéricas, aún resulta verdaderamente aterrador y prevalente.

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[1] Algunas otras recomendaciones para quien ya haya visto lo nombrado: The Sect (1990) de Dario Argento, In The Mouth Of Madness (1994) de John Carpenter, The Exorcist III (1990) de William Peter Blatty, Jacob’s Ladder (1990) de Adrian Lyne, Body Snatchers (1993) de Abel Ferrara y Los Sin Nombre (1999) de Jaume Balagueró.

[2] El artículo inaugural de la primera Semana de Horror de Filmigrana fue escrito por Valtam sobre esta extraña película.

[3] Dato curioso: Tanto este filme como Of Unknown Origin cuentan la misma historia de tabloide sobre como en NY habitaban en los 70s cocodrilos en las alcantarillas, aquí narrado por Berkeley en una de sus clases magistrales.

[4] Todo esto es aún más impresionante cuando recordamos que Rose grabó allí con el apadrinamiento de las pandillas locales, muchos de los cuales fueron extras. Esto no impidió que en el último día de rodaje un francotirador anidara una bala en el costado de la van de producción.

[5] La reciente It Follows (2014) de David Robert Mitchell parece haber tomado seria inspiración de su cinematografía.

[6] Madsen aún observa el filme con cariño, pero tiene traumáticas memorias sobre sus experiencias de rodaje. Al parecer, Rose le hipnotizó durante ciertos segmentos para obtener de ella una actitud marcadamente sumisa y una expresión perdida en sus ojos.

Jim Sharman: The Rocky Horror Picture Show (1975)

En el que removemos la causa mas no el síntoma.

El buen novelista e imbatible cronista Javier Cercas plantea una interesante afirmación discursiva en El impostor, su última obra, la cual data de noviembre de 2014 y recomiendo abiertamente. En la segunda parte de esta obra Cercas introduce lo que dará a conocer como el chantaje del testigo. Este sencillo y práctico concepto señala que hay individuos que se creen poseedores de la verdad de un acontecimiento por haberlo vivido. El investigador cacereño sostiene que esto, si bien puede ser fuente de credibilidad, suele obligar a estos “testigos” a tomar posturas irreconciliables porque asumen que de dicho evento específico sólo pueden hablar sus participantes bajo el pretexto de que todos los demás están viciados por fuentes de segunda mano. Esta polémica atemporal, aunque inasible, recuerda uno de los problemas más graves de nuestra sociedad: la inquietud humana por poseer experiencias.

Ahora, ¿qué tiene que ver lo anterior con la Semana del horror de Filmigrana, espacio para la diversión visceral (en cuanto a vísceras)? Simplemente es mi excusa para expresar mi entusiasmo por mi leve pero satisfactoria presencia en uno de los rituales cinematográficos más populares de los últimos cuarenta años. Con más años encima que Star Wars, The Rocky Horror Picture Show (TRHPS) impuso un nuevo hito en el cine de culto que indiscutiblemente es un punto cardinal de referencia para el cine B. Su subrepticio impacto cultural se comprueba, como señalaré a continuación, en el catártico éxtasis que padecen la gran mayoría de sus espectadores-súbditos.

Por cuestiones obtusas de la vida me encuentro en un remoto pueblo norteamericano que, al igual que toda la región, vive por estos días la fiebre octubrina de consumir desaforadamente productos derivados de calabazas y decorar sus casas de negro y naranja. Como es tradición, en esta temporada algunos individuos aprovechan el pretexto del disfraz para manifestar públicamente facetas de su personalidad que en otros momentos del año son inapropiadas[1]. Las fiestas de disfraces son frecuentes y en varias oportunidades esto confluye con proyecciones fílmicas. Tal fue el caso del teatro local de mi pueblo, el cual convocó a los fanáticos de TRHPS para celebrar el tetragésimo aniversario del filme con una proyección nocturna en su lata y formato original de 35 milímetros y subastar un afiche conmemorativo firmado por Jim Sharman, su director. Decidí asistir no sólo porque es un musical que me encanta en stricto sensu sino porque he leído lo suficiente sobre dicho espectáculo para no pasarlo por alto. Las recompensas son dignas de relatar pero antes es menester recordar la premisa narrativa de este distinto juego de mandíbulas[2].

TRHPS es el resultado de los delirios libertinos del británico Richard “Riff Raff” O’Brien, dramaturgo y actor educado bajo la influencia del teatro reaccionario de los sesenta derivado de la cultura hippie, tal vez la subcultura más explotada de dicha década. En dicha época la dramática inglesa buscaba hermanarse con los hallazgos de su contraparte norteamericana: por un lado Hair contaminó al globo terráqueo de la era de Acuario e impactó decisivamente a O’Brien (quien participó en su montaje inglés como un actor de reparto); por otro, Andrew Lloyd Weber, Tim Rice y el mismo Sharman masificaron dichos ideales con sus Jesus Christ Superstar y Joseph and the Amazing Technicolor Dreamcoat para desacralizar los musicales europeos de una vez por todas. Esta emancipación permitió que O’Brien trabajara junto con sus ídolos y en 1973, sin tapujo alguno, les presentó su primer libreto: The Rocky Horror Show. Este pastiche de historietas cómicas, transexuales y gore fue un deleitoso riesgo tomado y premiado con un inesperado éxito en taquilla. Tan sólo un año después O’Brien y Sharman filmaron su versión cinematográfica para difundir el nuevo testamento del terror a mayor escala. Esta fue estrenada en 1975 y, aunque algunas restricciones emplomaron su propagación, el daño ya estaba hecho.

El argumento de la obra es tan ridículo como el de las obras que la influenciaron: un criminólogo relata el curioso caso de Brad (ASSHOLE!) y Janet (SLUT!), una joven pareja próxima a casarse que debe pasar la noche en un misterioso castillo después de un aprieto automovilístico. Esta premisa, tan típica en las películas de terror, es tergiversada por los residentes e invitados al castillo: seres transexuales y/o promiscuos que celebran la venida de Rocky, la creación más perfecta del doctor Frank N. Furter (un extraterrestre transexual del planeta Transylvania) en cuanto a placeres eróticos se refiere. Brad y Janet son testigos del nacimiento de Rocky, de la masacre de Eddie (un rebelde cautivo) y, sobre todo, de la tensión sexual de los transilvanos. La película rápidamente se degenera en una pertinente recuperación de varios filmes clásicos de terror (en especial King Kong) y, entre canción y canción, el palacio de Furter es capturado por otros extraterrestres y la pareja pierde toda promesa de castidad.

Argumentar por qué TRHPS es una película de terror es una tarea difícil pero posible. Hay escenas de este filme que son grotescas a su manera: el asesinato y banquete de Eddie, la toma alienígena y las imágenes esclavizantes de Riff Raff, Magenta y Columbia (los secuaces de Furter) son muestra de ello pero no lo suficiente para perdurar en el tiempo. Además, para el público de los setenta la propuesta del filme debió condenarse; en dicha época no era aceptado que los hombres vistieran como mujeres y viceversa y no muchos filmes explotaban la sexualidad de sus protagonistas tan agresivamente[3]. En esa línea son graciosas y espeluznantes las estrategias que Furter utiliza para seducir a Janet y a Brad y así despojarlos de sus ropas y de su pureza; sumado a eso, la inconfundible “Touch-a, Touch-a, Touch-a, Touch Me” de Janet hacia Rocky no deja nada a la imaginación. Por último, los multitudinarios números musicales (muy atrayentes, por cierto) empañan el horripilante contenido de los planes de Furter (¿crear Übermenschen que hagan a los hombres más hombres?[4]) y el caos libertino con el que finalizará la película.

Es más propicio deliberar por qué TRHPS es tan vigente en la actualidad a partir de su monumental contribución al cine B: su sugestión del escándalo. Este filme permitió, permite y permitirá que una horda de individuos expresen con ligereza sus más oscuras fantasías. TRHPS es el equilibrio perfecto entre lo perverso, lo horripilante y lo endulzante. Sin recurrir a la pornografía (como lo hizo Pink Flamingos tres años atrás) y sin recurrir a cuerpos inalcanzables como los de Catherine Deneuve o Jane Fonda, O’Brien y Sharman demostraron el encanto de lo grotesco al endulzarlo lo suficiente para gustar a todo tipo de público. En unos sencillos pasos (y una degeneración temporal) el reparto actoral hace que Rocky, un perfecto semental a-la-Playboy, sea relegado para que Furter (interpretado por el brillante Tim Curry) sea la estrella. La sugestiva y onírica orgía acuática al son de “Don’t Dream It, Be It” encapsula este sentimiento: sé quien quieras ser, incluso si esto requiere escarcha y labial. No hay mejor efecto de una película de terror (de hecho, de cualquier tipo de película) que desatar una reacción en cadena que haga temblar los cimientos de la sociedad. TRHPS lo sigue haciendo incluso cuarenta años después.

De regreso a un pasado más cercano, entré al teatro desprevenidamente. Al entrar, la primera gran sorpresa corrió por cuenta del número de asistentes; cien individuos es un número considerable de espectadores para un reproyección, en especial si se trata de de la proyección de un filme tan antiguo en un pueblo, de nuevo, tan apartado. La segunda sorpresa es que absolutamente todos llevaban props (abordaré esto en contadas líneas) y un 75% del público estaba disfrazado de algunos de los personajes. Aunque algunos eran sencillos (la gran mayoría eran Magentas, es decir, empleadas), por el teatro rondaban transilvanos y bailarinas de tap. Al escuchar a los asistentes, algunos afirmaron que compraron hasta cuatro tiquetes sólo por la alegría de apoyar tan conmemorativa visita (es decir, el préstamo de la cinta de 35 mm). Después de una ronda de advertencias (el dueño del teatro previó la catástrofe) y de aplausos, el filme comenzó y simultáneamente estos espectadores procedieron a destapar sus kits de supervivencia.

Los props, en argot de cine de culto, son utensilios que el público utiliza para interactuar con diferentes momentos de un filme. TRHPS cuenta con una distinguida lista de props y, por fortuna, pude verlos todos en acción. Para retomar el chantaje del testigo, reconozco que es emocionante ver de primera mano cómo el público simpatiza con el filme con tanta devoción, admiración y, sobre todo, (i)respeto. Nunca antes he visto a espectadores tan eufóricos como los que vi aquel día; en cada escena demarcada arrojaron arroz, cartas o confeti, dispararon agua o silbaron como si murieran en el acto. Prácticamente todo el filme, además, fue comentado en voz alta por el público en un acto colectivo de one-liners relacionados con las emociones despertadas. Las escenas de baile, en particular la disparatada “The Time Warp”, fueron coreografiadas sincrónicamente. Para resumir mi experiencia, el teatro fue un fiel reflejo de lo que yo solía entender por los Dos minutos de odio en 1984.

Termino mi artículo con una imagen del teatro posterior a la proyección. Hoy fui al mismo teatro a ver Plan 9 from Outer Space, tres días después, y muchas de los residuos aún no han desaparecido. Como diría el Criminólogo que narra el filme, las emociones son maestros poderosos e irracionales. Qué bueno que esto provenga de un filme.

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[1] Evidentemente no todos lo hacen y es estúpido psicologizar estas conductas; a la gran mayoría sólo nos gusta hacer el ridículo masivamente.

[2] Uno de los taglines originales del filme es “A different set of jaws”; cabe mencionar que el estreno de TRHPS coincidió con el éxito en taquilla de (tambores resonantes) Jaws.

[3] Si bien lo recordarán por otros artículos de esta página, la virginidad es uno de los tropos más alegorizados en este tipo de filmes de terror.

[4] Otro tagline pertinente: “Another kind of Rocky” en alusión a un críptico boxeador con dificultades verbales.

George P. Cosmatos: Of Unknown Origin (1983)

“A rat is a survivor. The best there is.”

Desde que recuerdo he odiado las ratas. Creo que son animales repulsivos, verlas caminando con su panza tambaleante raspando el asfalto callejero me provoca escalofríos. He visto ratas gigantescas, fácilmente confundibles con perros pequeños que han caído en un tarro de engrudo y ahora merodean las alcantarillas y los caños y las bolsas de basura en busca de sustento y refugio y almas (los perros pequeños deberían ser ilegales, por cierto). Sin embargo, cuando veo una rata muerta echada en la acera, sus protuberantes dientes amarillos abriendo su boca y dejando que su lengua caiga de lado y sus patas rosadas recogidas sumisamente ante el aplastante peso de la derrota, o cuando veo una arrollada en la carretera con las tripas regadas cubiertas de polvo y con la clara imprenta del diseño electrizado de una llanta a alta velocidad, no puedo evitar compadecerme por su corta y sucia vida. Sí, la rata traficó en la suciedad y la miseria, transmitió enfermedades vía su saliva, sangre, habitantes, orina y masticó a través de cableados funcionales, paredes de concreto y tubos de PVC. Pero igual murió, como todos los otros seres vivos, y ahora su cadáver está al aire libre para ser devorado por otras ratas. Quizás simplemente admiro su vehemencia que, por anti-higiénica que nos resulte, es bastante efectiva en términos tanto de supervivencia como de destruir la tela de la sociedad que le contiene.

El cine, como el resto del mundo, no ha sido amable en su trato con las ratas. Tan solo en el género que nos concierne hay al menos quince filmes que retratan a los roedores como el villano principal: Hay ratas sumisas y amigables, dispuestas a matar a empleadores y vecinos tan solo con el pensamiento telepático de su dueño (Willard de 1971, su secuela Ben de 1972 y su remake Willard del 2003), ratas humanoides con sed de sangre (el filme yugoslavo Izbavitelj de 1976, en realidad un curioso rip-off de Invasion On The Body Snatchers pero con ratas en lugar de extraterrestres, la locura ultra-violenta italiana Rat-Man de 1980 y el filme japonés sobre una rata mutante Nezulla del 2002), ratas gigantes con sed de sangre (The Food Of The Gods de 1976 y su secuela The Food Of The Gods II de 1989, Deadly Eyes de 1982 y Rat-Scratch Fever del gran Jeff Leroy del 2011), y, por supuesto, hordas voraces, recursivas y enojadas de ratas comunes (Rats: A Night Of Terror de 1984, Graveyard Shift de 1990, The Rats del 2002 y Killer Rats del 2003).[1]

Pero no existe mejor película en el sub-genero de las ratas asesinas que Of Unknown Origin de George P. Cosmatos, cuya obra visitamos el octubre pasado. Contrario a la mayoría de sus contrincantes, el estupendo thriller psicológico de Cosmatos se concentra en una única rata y su batalla campal con Bart Hughes (Peter Weller), un acomodado y arrogante yuppie cuyo posible ascenso en el trabajo le impide salir de su casa recién remodelada (¡por él mismo!) a unas vacaciones con su mujer Meg[2], su hijo Pete y su familia política. Pronto la sensación inicial de que una lección moralista Dickensiana será enseñada a nuestro protagonista desaparece, y en su lugar aparece algo mucho más oscuro y demencial, sugerido por la cámara subjetiva que le observa desde su casa, a través de las cortinas, en cuanto emprende rumbo hacia al trabajo. Hughes no está solo en casa, y mientras su jefe Eliot (Lawrence Dane) le asigna el caso fundamental que puede cementar su carrera, un invitado no deseado empieza a hacer estragos en su hogar incrementalmente agresivos. Hughes acude al experto local, el conserje Clete (Louis del Grande, víctima de la más célebre muerte en Scanners de David Cronenberg), y este le indica la fuente de sus problemas: una rata. Un animal que le está confrontando en el lugar que él mismo erigió con sus propias manos (relativamente) y no se detendrá a menos que se le enfrente. De repente, se trata menos de una plaga y más de dignidad y hombría: “I got no problems getting my hands dirty.”

Hemos llegado al meollo del asunto: La rata. Hughes pone algunas trampas viejas en la casa y una vez más sale a enfrentarse a la jungla de cemento, donde sus colegas intentan constantemente desequilibrarle y su blanda secretaria (Jennifer Dale) seducirle (¿apoyarle quizás?, los personajes femeninos tridimensionales nunca han sido el fuerte de Cosmatos). Al volver, la rata ha destrozado las trampas y se ha hecho con la carnada en forma de queso Cheddar. Al consultar nuevamente a Clete este le explica el porque de su fracaso: Mientras él le está dedicando máximo 20% de su atención al roedor, el roedor le dedica el 100% de su atención, todas las horas, todos los días. Las palabras de Clete resuenan en su cabeza, como un llamado de sirena a la locura, que lentamente (auspiciada por la soledad y la presión laboral) va ocupando más y más la mente de Hughes. Perturbado, el ejecutivo va a la biblioteca pública y lee respecto al animal proverbial, y en unas cuantas horas sabe exactamente a que se enfrenta: Un enemigo sin piedad.

Hughes desarrolla empatía por la criatura, incluso admiración. En una escena fenomenal, los integrantes principales de la compañía hacen una cena para festejar a su cliente principal, y Hughes describe en un intenso monólogo tanto su frágil y obsesivo estado mental como la extraña relación del mundo con su más indomable plaga. Hughes lo intenta todo: Veneno, trampas más modernas, bloqueos, gatos. Pero lo que realmente le afecta es que el animal le haga cuestionar todo por lo que ha trabajado hasta el momento: Su trabajo, su familia, su hogar, sus prioridades. Hughes se pone de pie frente al ventanal de su oficina y mira a las multitudes trabajadoras caminando decididas de un lado a otro. “It never ends.” Las palabras de Clete vuelven a su cabeza nuevamente mientras se cuestiona su sanidad. ¿Qué tan distinto es dedicarle el 100% de su atención a su trabajo que una rata? ¿Que a su familia? ¿Que a la muerte? Como si esto no fuera suficiente, la rata ha tenido el descaro de cruzar su más sagrada barrera: Le ha atacado en su hogar, en su fortaleza. Desde el primer plano de la fachada oscura de su casa, no coincidencialmente muy similar a un castillo, está presente la amenaza de invasión de privacidad. En cuanto la guerra estalla, Hughes no tiene un lugar en el cual sentirse seguro. No puede dormir, no puede ir al baño, no puede comer. Y la idea de que la rata aún esté allí cuando vuelvan su esposa y su hijo le aterra. Hughes no tiene pesadillas: su vida es una continua.

Aquello hace sonar el filme como uno considerablemente más pesado y meditabundo de lo que en realidad es: una película de horror sumamente entretenida, imaginativa y angustiante. Su complejidad surge gracias a la ágil y lograda dirección de Cosmatos, auxiliado por la cuidadosa fotografía de René Verzier y el impecable montaje de Roberto Silvi. Cosmatos utiliza las superficies reflexivas de la casa, espejos, metales y vidrios, para hacer una clara distinción entre el reflejo inicial que estos proveen de un hombre sano y su familia feliz y la distorsión que eventualmente escupen de un protagonista y un antagonista aislados de la sociedad a medida en que se sumen más y más en su conflicto irresoluble, incluso multiplicando sus imágenes y fracturándolas de la realidad que les rodea, una estrategia que repetiría de nuevo en Leviathan.[3]

Pero el peso del filme es cargado por Weller, en su primer papel protagónico. Hughes podría resultarnos arrogante y desagradable, pero desde que le vemos por primera vez manoseando a su hermosa pareja nos es extrañamente simpático. Nunca le envidiamos más de lo que le apoyamos, y una innombrable cualidad trabajadora en su comportamiento nos hace pensar que Hughes se ha ganado su espacio en el capitalismo salvaje que habita. Pero nos resulta aún más empático en su descenso a las tinieblas mentales, cuando la rata le libera de toda preocupación de una vida opulenta. Apoyándose en su natural carisma realista, Weller aprovecha de lleno su particular fisionomía (más apta para un actor de carácter que para un principal) para enfatizar la locura intensa que eventualmente llena a su personaje de vida y propósito. Aquella vívida y expresiva locura causa en el espectador una incertidumbre palpable, acompañada de una buena dosis de sudor y estrés. La pregunta que ronda a quien mira Of Unknown Origin cambia rápidamente de ¿qué pasará a continuación? a ¿podría esto de verdad ocurrir? No puedo pensar en una mejor incógnita para resolver en estas épocas de festividades paganas.

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[1] Pixar ha sido el más comprensivo en su depicción de estos animales, partiendo por su rata/chef principal de un restaurante catalogado por la guía Michelin en la gran Ratatouille (2007) de Brad Bird y finalizando por su filme de propaganda ratonil Your Friend, The Rat.

[2] Shannon Tweed, quien luego se convertiría en la reina del thriller erótico. Aquí hay tempranos indicios del porqué.

[3] Cosmatos también evidencia un muy saludable fetichismo de pies en el filme, cortesía de Tweed, Dale y la rata.

Jim Jarmusch: Only Lovers Left Alive (2013)

¡Cuántos nobles amores,
llenos de ansias y celos,
sin tocar las puntas de las flores,
en el azul se mecen de los cielos;
amores que, aunque son de pensamiento,
embargan por entero nuestra vida;
y que, al morir nosotros, en el viento
se pierden como música no oída!
Tomado de Los amores en la Luna, Ramón de Campoamor

Los vampiros, seres casi inmortales y atemporales, siempre han estado entre nosotros. De vez en cuando, ya sea en noche de brujas o en películas hollywoodenses mediocres para adolescentes mediocres, se manifiestan y traen consigo diversas e importantes consignas. Recientemente, al igual que otras criaturas antropomórficas como los licántropos, los zombies, etc. han vuelto a estar en el centro de un sinnúmero narrativas tanto en la literatura como en el cine.

¿Por qué? No lo sé.

Humildemente supongo que traer a escena a un personaje casi humano y elevar o simplemente extrapolar los rasgos que lo diferencian de nuestra especie está siendo utilizado como un recurso para enfatizar nuestra propia naturaleza. Sobre todo si ese rasgo o característica parece en un primer momento no correspondernos. Existe una necesidad latente de vernos a través de los ojos de la aberración, para así entender que la naturaleza humana, virtuosa y excelsa, es simplemente una caricatura plagada de ideales desligados a la verdad. Así, cuando  eventualmente comprendemos que también somos como estos seres inhumanos, nos sentimos obligados, como mínimo, a repensarnos. En este caso, la característica a repensar es una de las más intrínsecas a nuestra condición: el Amor.

Obviamente Jim Jarmusch no es el primero en asociar vampiros con amor. Todos recordamos la infatuación de Coppola’s Bram Stroker’s Drácula por Mina, quien se asemejaba a su fallecida esposa. O también recordamos la sensual vampiresa que sedujo mortalmente a Baudelaire en Las Metamorfosis del Vampiro. Buffy y Angel, Bella y Edward, Charlize Theron y Sean Penn… La cultura nos da innumerables ejemplos. Forzándolo un poco (tal vez mucho), podemos también encontrar en los vampiros actuales una clara alegoría de inspiración Freudiana: Eros y Tánatos condenados en una sola figura paradójicamente inmortal e incapaz de amar.

¿Qué aporta de nuevo Jim Jarmusch a un universo tan vasta y diversamente elaborado? Ni idea.

Modestamente creo que asume una actitud curatorial y algo antológica. La película, que nos cuenta la relación matrimonial entre Adam y Eve, parece ser una excusa  para que Jarmusch nos dé a los espectadores un enorme compendio de diversas obras y artistas que él considera relevantes. Desde los retratos en la casa de Adam, pasando por los libros elegidos por Eve al momento de viajar, hasta el pequeño diálogo a propósito de Jack White; todas estas referencias son tan importantes como cualquier acción de la película.

Se trata de entender el panorama completo de la historia del enamoramiento. Si bien los vampiros han vivido a través de incontables épocas, y en consecuencia han acumulado un bagaje y una sabiduría dignos de sus recorridos, los mortales nos limitamos a lo que nuestra propia existencia nos alcanza a enseñar. Con cada succión un vampiro no solo se revitaliza, sino que también absorbe la vida de su víctima, incluidas sus experiencias. Se convierten entonces en una suerte de eruditos, capaces de entender la condición humana a través de múltiples perspectivas, tanto históricas como personales. Se convierten también en guardianes del afecto y su sangre tanto como su existencia es un destilado en el cual la verdadera esencia del amor se encapsula. Por eso, para convertir los vampiros dan de beber de su propia sangre, trasmitiendo todo ese bagaje al nuevo vampiro.

No siendo posible para los hombres perdurar en el tiempo de la misma manera que los inmortales vampiros, las obras artísticas y científicas que dejamos es lo único que trasciende después de nuestra muerte. Estas obras son el destilado de la vida de sus autores, la sangre de su existencia. Cultivarse con obras de arte es a su vez vivir la vida y las pasiones de quienes las realizaron. Ver Only Lovers Left Alive es también tomarse el tiempo de explorar todas sus referencias para así consumir de la vida que éstas nos dejan.

De la misma forma que una joven victoriana aprende sobre las relaciones por medio de las novelas corteses, Jim Jarmusch, a manera de pseudo-patrón pseudo-vampiro, ha decidido enseñarnos sobre el verdadero amor por medio del Arte (del buen arte). Se ha inmortalizado a sí mismo creando una obra digna de ser recordada en subsecuentes obras de subsecuentes artistas/vampiros. Sobre todo nos da  la oportunidad, si de verdad lo queremos, de entender el amor como una verdadera afectación del ser, intrínseca a la naturaleza humana.

Pero ¿Para qué? Quién sabe.

Honestamente creo, que al igual que muchos de nosotros, está cansado de que una gran mayoría de las representaciones actuales del amor (en películas mediocres para adultos mediocres) sean tan superfluas. Tal vez nos está dando una herramienta para que la próxima vez que queramos enamorar lo hagamos de verdad y no tengamos que recurrir a obras de la alcurnia de Amélie.

BONUS GAME:
¿Cuántos artistas logran reconocer en los retratos de Adam?
Por mi parte me basta con Neil Young.