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Erle C. Kanton: Island Of Lost Souls (1932)

“Mientras el dolor audible o visible le dé nauseas, mientras lo manejen sus propios dolores, mientras el dolor subyazca a sus proposiciones sobre el pecado, mientras tanto, se lo digo, usted es un animal, que piensa con poco menos de oscuridad que un animal.”[1]

Moreau en La Isla del Doctor Moreau

Todos los años presentamos a los lectores Una Semana de Horror en Filmigrana con el objetivo de recomendar algunos títulos que sean poco comunes, inusualmente buenos, o incluso extremadamente raros y, como pertenecientes al género del horror, estos filmes tienen una responsabilidad y un propósito en sí mismo, bastante sencillo en concepto y terriblemente complicado en la práctica: asustarnos hasta perder el control de nuestros esfínteres. Claro está, la mayoría de los ejemplares aquí reseñados (y del género en sí mismo) nunca provocan el terror que prometen en sus afiches promocionales o en sus comerciales televisivos, y muchas veces los resultados son más confusos y entretenidos que genuinamente aterradores. Lo cierto es que el horror es completamente subjetivo. Es complejo explicar por qué una imagen parece absurda y ridícula, mientras otra nos paraliza de temor como a un zorro que ve su propia muerta desde lejos. Los zorros y otros animales, aún dentro del grueso de la cadena alimenticia, perciben el miedo como un peligro inminente, lo que causa que modifiquen su comportamiento para poder escaparlo. Los humanos, habiendo escapado de eso pero aún más que dispuestos a matarnos los unos a los otros, también cambian su comportamiento cuando la sensación está ligada al riesgo de muerte. Pero haber desarrollado una conciencia que puede articular y reflexionar lógicamente la idea de “tener miedo”, ha destilado dicha sensación de malestar e incomodidad en algo emocionante, incluso placentero, cuando es accedida en dosis controladas y solo superficialmente peligrosas.

Cuando se es niño, esta sensación es especialmente fuerte e indomable. Visiones, expresiones y situaciones que nunca hemos enfrentado se presentan por vez primera, y entenderlas y asimilarlas puede ser una tarea traumática. ¿Cómo puedo explicarle a mi mente lo que significa que un hombre enmascarado emerja de las sombras y, sin mayor motivo, apuñale el vientre y riegue las tripas de una hermosa bañista sin tener ningún punto de referencia? ¿Cómo puedo procesar la sangre que brota, las vísceras rojizas y brillantes que rebozan, los gritos, la pérdida del conocimiento y el dulce abrazo de la muerte? Todas estas cosas nos son completamente desconocidas, repulsivas e ilícitas en ese momento, y por eso nos son inolvidables. Sin embargo, el tiempo nos presenta una y otra vez variaciones infinitas del mismo asesinato, de las misma heridas, de las mismas armas blancas, del mismo homicida sin rostro y de la misma víctima genérica. Una y otra vez observamos la misma coreografía pagana hasta que pierde su filo. Nos tornamos indolentes, insensibles. Buscamos de forma incesante nuevas y macabras recreaciones de violencia, más explícitas, más chocantes, más irreverentes sin nunca alcanzar el zenit encontrado años atrás. Eventualmente, una verdad se nos revela, más vinculada con los horrores del mundo real que a los del mundo ficticio: No hay nada que nos aterre más que aquello que entendemos y conocemos bien, pero que escogemos ignorar por motivos de indiferencia.

Island Of Lost Souls, dirigida por Erle C. Kanton, es un filme que expresa de forma muy efectiva la noción de inicialmente temer a algo por encontrarlo ajeno, solo para asimilarlo poco tiempo después y, en últimas, olvidarlo por encontrarlo demasiado doloroso y problemático. Una adaptación de la novela corta de H. G. Wells La Isla del Doctor Moreau escrita por Philip Wylie[2] y Waldemar Young, el filme sigue a Edward Parker (Richard Arlen), un náufrago que es recogido por un barco de carga en el medio del océano Pacífico solo para encontrarse con una tripulación compuesta en su mayoría por animales exóticos enjaulados. Dicha carga está siendo supervisada por el estoico Montgomery (Arthur Hohl), a quien Parker acaba acompañando a su destino luego de una disputa con el capitán del barco, un borracho violento llamado Davies (Stanley Fields). El destino es una pequeña isla que no aparece en los mapas y no tiene nombre, pero todos quienes navegan el mar conocen por reputación: allí es donde el infame Doctor Moreau (Charles Laughton, habitualmente extraordinario) lleva a cabo sus extraños experimentos.

Una vez llegado a la isla, Parker empieza a desconfiar de las extrañas fisionomías y comportamientos de los locales, todos con fuerte aspecto animal y salvaje temperamento salvo por Montgomery, Moreau y la hermosa y tímida Lota (Kathleen Burke), una local que habita la casa principal con los dos científicos. Las sospechas de Parker se tornan en horrores reales cuando empieza a escuchar horribles alaridos en las noches y presencia por accidente uno de los brutales procedimientos de vivisección operados por Moreau y Montgomery, tras el cual se adentra apresurado en la jungla y encuentra a los nativos habitando rudimentarias chozas de barro y paja. Allí les observa mientras celebran un extraño y lúgubre ritual donde su recitan “La Ley”, repitiendo las palabras de un hombre excesivamente peludo que parece ser su líder (Bela Lugosi):

– “What is the Law?”

– “Not to spill blood. That is the Law.”

– “Are we not men?”

– “Are we not men?[3]

El filme de Kanton funciona como una adaptación bastante fiel al espíritu de la obra original[4], aún sí el resultado final se toma varias libertades de la novela, principalmente en la inclusión y desarrollo de dos personajes femeninos, ambos con una intensa conexión emocional con el protagonista Parker (quien también es mucho más espabilado y menos servil que su contraparte Packard del libro): El primero es su prometida Ruth Thomas (Leila Hyams), una flapper preocupada y proactiva quien espera la llegada de su novio a Apia sin saber sobre su desvío a la isla de Moreau. Aunque las escenas de Thomas en Samoa presionando a la burocracia local para que rescaten a su marido frenan el impulso narrativa de lo que ocurre en la isla y su rol de interés romántico era una obligación en el cine de Hollywood de la época, su presencia es importante porque le da a Parker tanto una conexión emotiva que hace del peligro al que se enfrenta mucho más dramático y urgente como una posibilidad de redención en el tercio final. El segundo es el personaje de Lota, la Mujer Pantera referenciada en el libro de Wells, quien toma un papel mucho más central en el filme y, propulsado por la sugestiva interpretación de la exótica Burke[5], subraya la posibilidad de un erotismo incontrolable en las creaciones de Moreau.

La dirección fetichista de Kanton recalca aún más las posibilidades sexuales de la historia original, donde solo hay unos cuantos figurantes femeninos, y su especial predilección por las piernas de sus actrices crea en el espectador una titilación que contrasta fuertemente con los violentos hechos ocurridos en la Casa del Dolor, el laboratorio donde Moreau hace sus experimentos. Gracias a que el filme fue producido y estrenado en 1932, dos años antes de la implementación del código Hays, Kanton no teme en sugerir ni mostrar contenido de carga erótica y violenta, lo que hace que su película sea sorprendentemente honesta en su representación del sadismo, la crueldad y el deseo sexual. El filme fue vetado por esto en doce países[6], y en los Estados Unidos las juntas de censura de cada estado editaron y cortaron las escenas y secuencias que les parecían más perturbadoras y nocivas[7].

Vista hoy en día, es lógico que Island Of Lost Souls haya perdido el poder de chocar a su audiencia, en gran parte por una creciente desensibilización a contenidos sórdidos pero también porque la cultura popular ha arruinado el twist central de la historia. No obstante, el filme se mantiene vigente como una obra maestra del género, sobriamente dirigida y fotografiada (por Karl Struss, también de Sunrise de F. W. Murnau, 1927), fuertemente actuada, e innovadora y original tanto en su expresivo lenguaje visual como en su maridaje entre los remanentes del cine de género mudo (el maquillaje teatral, la aceleración ocasional de los movimientos bruscos) y las posibilidades expresivas del cine sonoro. Haciendo uso solo del diálogo y la extensión necesarios (el filme dura apenas 71 minutos), la película aún es inquietante, conmovedora y horriblemente prevalente en su contenido principal y en sus mensajes más subversivos.

El más potente de estos es lucidamente ilustrado por Kanton en su elección de enmarcar a todos los personajes, tanto salvajes como humanos, entre barrotes y jaulas. Aquello sirve un propósito lógico, en el cual la casa habitada por los humanos está resguardada de la posibilidad latente de violencia del exterior y de escape del interior, pero también funciona como una metáfora de la falsa libertad que estos individuos creen tener: todos los hombres y animales están atrapados en prisiones hechas por otros o de su propio hacer. Parker, quien parece en primera instancia un individuo cuerdo y decente, está preso no solo de las circunstancias desafortunadas que le depositaron en la isla, sino también de un creciente deseo sexual por Lota, deseo que solo rechaza en cuanto se entera de su origen animal y que, de no ser por su amor por Ruth, probablemente habría perseguido hasta sus últimas consecuencias. Montgomery está preso de su pasado, ya que su negligencia médica en Londres años atrás le confinó a la exploración científica únicamente en la isla, además con la complicación moral de ser extremadamente permisivo, y en últimas cómplice, de las sucias acciones de Moreau. Moreau, por su lado, cree acercarse cada vez más a la obra que finalmente cementará su lugar en la historia de la humanidad, pero en realidad está cada vez más lejos de satisfacer su ego y sus deseos de grandeza. Solo quedan los animales, presos de un estado físico y mental transitorio, ni bestias ni hombres, solo objetos indignos esperando su reposo final.

Los animales son los que finalmente logran trascender su encarcelamiento, y tras romper por orden de Moreau la letra sagrada de la Ley, descubren que la sociedad a la que pertenecen es fácilmente quebrantable, incluso destructible. Basta con regar la sangre de un individuo para ver que este es sólo un hombre, y por ende, todos los hombres pueden sufrir el mismo destino. Romper con la imagen divina de su creador les permite a las criaturas extraer su venganza sin temor a las repercusiones. Lo mismo es cierto para todas las sociedades: una vez entendemos que las leyes existen como estructuras para mantener el caos y la violencia a raya, es fácil comprender porque hay tantos casos anómalos dentro de ellas. Sí tan solo hay unas palabras y escrituras pensadas por otros hombres sosteniéndolas, ¿por qué no habría quien se rehuse a seguirlas? ¿Por qué no habría individuos dispuestos a cometer actos tan desmedidos en su barbarie que atenten contra el mismo tejido que las compone? En últimas, Moreau, Lota y el resto de las criaturas sucumben (algunos merecidamente) ante las verdades inevitables del frágil ecosistema que habitaban: primero, no se puede controlar una multitud enfurecida, y segundo, no se puede escapar a lo que se es. Esperemos, por el futuro de los que habitan el resto del mundo, que esas verdades sean repetidas y escuchadas una y otra vez, ojalá de forma tan elocuente y memorable como en Island Of Lost Souls.

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[1] H. G. Wells en La Isla del Doctor Moreau, Norma Editorial, Bogotá, 1997 (Texto original de 1896), cit. P. 98.

[2] Wylie es solo una de las figuras fascinantes unidas como por destino manifiesto en este proyecto: autor de varias novelas de ciencia-ficción (las más célebres When Worlds Collide de 1933 y su secuela After Worlds Collide de 1934, ambas co-escritas por Edwin Balmer), una saga de cuentos cortos publicada en el Saturday Evening Post sobre el Capitán Crunch Adams (su influencia sobre el Cap’n Crunch es desconocida, pero le precede por más de 20 años), su ayudante Des Smith y sus aventuras de pesca de mar profundo (que fue la base de una poco exitosa serie televisiva en 1955 protagonizada por el célebremente bien dotado Forrest Tucker), varios ensayos sobre la amenaza nuclear y su impacto ambiental (uno de los cuales le mereció la casa por cárcel en 1945 por revelar información confidencial sobre las pruebas de lanzamiento de cohetes hechas en Alamagordo, Nuevo México) y un episodio de la serie de televisión de la cadena NBC The Name Of The Game llamado L.A. 2017, dirigido por el mismísimo Steven Spielberg.

[3] Q: Are we not men? A: We are Devo!

[4] Los registros sobre las opiniones de Wells sobre el filme son contradictorios: algunos decían que fue abiertamente critico de la película, argumentando que la atención al horror del filme opacaba las ideas filosóficas que le subyacían, mientras otras reportaban que el autor estaba encantado con el resultado, especialmente por haber sido censurado en el Reino Unido.

[5] Burke trabajaba como una asistente de dentista en Chicago hasta que ganó el concurso de talentos hecho por la Paramount Pictures para elegir a la interprete de la Mujer Pantera en este filme. La actriz solo estuvo en el medio fílmico hasta 1938, año en el cual se retiró de la actuación a los 25.

[6] Inglaterra, habitualmente moralista e hipócrita en sus prácticas de censura, decretó el filme inaceptable en tres ocasiones separadas (1933, 1951 y 1957) por ir “en contra lo natural”. Gran parte de su descontento partía de la siguiente cita, quizás las más reconocida del filme, pronunciada por Moreau al explicar el motivo de su trabajo: “Do you know what it means to feel like God?”

[7] A pesar de los intentos de suavizar el impacto del filme, los reportes de espectadores vomitando en sus asientos por repulsión a las imágenes fueron populares en la época.

Kazuki Ohmori: Godzilla vs. Biollante (1989)

“Kirishima, I don’t believe you understand science very well.”

Dr. Genichiro Shiragami

¡Salve Godzilla, Rey de los Monstruos! La cornucopia escamada del cine, the lizard that keeps on giving. La criatura que simultáneamente aterrorizó y cautivó al Japón en 1954 ha tenido muy poco descanso en los últimos 62 años y, aunque sus hilos narrativos se han desviado en numerosas ocasiones, su papel como alegoría del poder (y el abuso) nuclear siguen igual de vigentes. Godzilla, alentado por todo tipo de motivaciones, ha surgido de las frías aguas del Océano Pacífico una y otra vez, rugiendo con la fuerza de un guante encerado que frota un contrabajo, para combatir contra todo tipo de dignos y gigantescos oponentes, desde polillas, tortugas, dragones, pulpos y piojos hasta versiones mecánicas de sí mismo y basquetbolistas famosos.

Semejante a lo que sucede con los superhéroes que nacieron en los cómics de los años 30 y 40, un ecosistema de ficción tan vasto y diverso como el de Godzilla requiere purgas cada cierto tiempo, tanto para reajustar su mitología como para ofrecerse a una nueva generación de espectadores[1]. Godzilla 1985 (1984) fue el resultado de un largo proceso de reavivado, una re-entrega del original que se aleja de la sombra de la Segunda Guerra Mundial y del Tokio lúgubre y escasamente iluminado de ese entonces, con una nueva capa de pintura (¡A todo color!) y una amable mezcla entre efectos digitales primitivos y los artes del maquetismo y los títeres, llevados a cabo con éxito a pesar de la muerte de Eiji Tsuburaya en 1970 (el responsable del Tokusatsu o efectos especiales en las primeras entregas), y todas estas siendo áreas en las que el cine japonés había imitado y superado a sus maestros estadounidenses[2]. Con esta película también se pretendió hacer una tabula rasa del enorme bestiario acumulado hasta la fecha, por lo que no hubo apariciones de los clásicos enemigos de Godzilla.

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Justo donde termina Godzilla 1985 llega la entrega que nos concierne en esta pieza, Godzilla vs. Biollante, en una película extremadamente cargada de elementos en sus 110 minutos de duración. Godzilla, agotado tras su batalla con el ejército japonés, se retira de las ruinas de Tokio, dejando atrás algunas de sus escamas, material que los científicos se apresuran en recolectar hasta que son interceptados por mercenarios estadounidenses (quienes trabajan para un conglomerado de laboratorios llamado Bio Major) que quieren hacerse con las muestras. Los hombres de extraño acento están a punto de lograr su escape cuando son saboteados por un misterioso espía del reino de Saradia, una extraña amalgama de naciones del Medio Oriente, quien roba las muestras. De vuelta en Saradia conocemos al Dr. Genichiro Shiragami (Kôji Takahashi), autor de la cita que encabeza este artículo, un botanista expatriado tan proclive a la melancolía como al estoicismo, quien no tiene ninguna relación con Godzilla o con estas intrigas internacionales hasta que su hija y asistente de laboratorio Erika (Yasuko Sawaguchi) muere en una explosión provocada por los mercenarios estadounidenses, deseosos de recuperar las escamas de Godzilla. Un extraño giro de acontecimientos trae al trágico Dr. Shiragami de regreso a Tokio para trabajar para un laboratorio de dudosa moral, con el fin de desarrollar alternativas que permitan combatir la proliferación nuclear; a cambio, nuestro doctor solicita tener acceso a las escamas de Godzilla, para combinar su material genético con el de unas rosas que estaban en el laboratorio donde murió Erika.

Y así, de esta manera tan deliberada, nace Biollante, la rosa reptil gigante. Los chantajes frecuentes de la Bio Major para obtener las células de Godzilla los llevan a despertar a Godzilla de su profundo sueño al fondo de un volcán, y con esto inicia la carrera para detener al monstruo de las profundidades, quien pronto se lanza a combatir contra Biollante en un espectáculo de sangre, llamas y latigazos como nunca antes la Toho había puesto en escena.

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Si bien todo lo anterior suena como elementos estándar (dentro de todo lo estándar que una película de Godzilla puede ser), eso puede deberse a que no me he explayado en las excentricidades que la película se da el lujo de tener: de Godzilla 1985 regresa el Super-X, una especie de dron gigante o vehículo autónomo que parece salido de algún episodio de una serie Super Sentai[3], listo para fusionarse con otros de su misma calaña para formar un robot gigante. El Super-X es la principal plataforma de combate de los humanos contra Godzilla, esta vez capaz de reflejar sus célebres rayos azules, aunque el ejército no deja de usar las tácticas ingenuas de electrocución que se hicieron populares en la primera película; también hay una casta de niños psíquicos, capaces de comunicarse con las plantas (algo muy conveniente en la trama) y de tener otros tipos de percepción extrasensorial. Además de esto, hay una enorme y complicada subtrama de espionaje entre los mercenarios de Bio Major, el espía de Saradia y los humanos más carismáticos de la película, el teniente Goro Gondo (Tôru Minegishi[4]) y el joven científico Kazuhito Kirishima (Kunihiko Mitamura[5]), quien hace las veces de ancla moral para el resto de personajes. La razón de ser de esta subtrama responde a que Kazuki Ohmori, el director de esta película, tenía ganas de dirigir algo similar a James Bond en lugar de un tokusatsu, y quiso introducir disparos y espionaje alrededor de Godzilla. A pesar de lo que se pueda pensar, son elementos que Ohmori logra unir con relativa coherencia, sin dejar detrás la acción de monstruo-contra-monstruo, un aspecto que queda algo esquizofrénico y separado de la película debido al uso mixto de la banda sonora, con piezas originales de 1954 compuestas por el genio Akira Ifukube en compañía de canciones nuevas para todo lo demás, cortesía de un hombre llamado David Howell[6] cuyo único crédito cinematográfico es esta película.

En cuanto a la acción, Biollante es una de las estrellas de la película, y a pesar de que aparece durante muy poco tiempo, nos ofrece una extraña dicotomía de entrada: una criatura altamente violenta y repulsiva, que al mismo tiempo conserva la esencia de la dulce e inocente Erika, lo que hace de sus enfrentamientos con Godzilla algo más conflictivo de ver. Ella logra apuñalarlo y estrangularlo con sus raíces enredaderas en más de una ocasión, y su rugido se parece más al canto tierno de un coro de ballenas en comparación al gutural abrasivo de su contrincante. El movimiento de los tentáculos es convincente, gracias a un enorme esfuerzo por parte de los titiriteros para mover a una criatura tan compleja como Biollante, y la lluvia de ácido es sencillamente aterradora.

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Al final, tras cerrar con relativo éxito todas sus subtramas, Godzilla vs. Biollante termina siendo una de las entregas más sólidas del periodo entre 1970 y 1990, y buena parte de eso radica en su afán por experimentar, producto del tedio que Ohmori sentía hacia las secuelas anteriores, combinado con la confianza y seguridad que otorga el ver de nuevo a nuestro lagarto favorito en un papel despojado de infantilización, retomando su lugar como la terrible e incomprensible fuerza de la naturaleza que es. En esta ocasión los monstruos son los humanos, quienes inician toda la cadena de acontecimientos para la aparición de las criaturas gigantes, pero siempre que esto suceda Godzilla volverá de las profundidades para luchar una vez más.

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[1] Como bien sabrán nuestros estimados lectores, la purga (el conocido reboot del argot cinematográfico) puede no tener los resultados deseados y terminar con un producto que lleve con más fuerza a la añoranza del original, como sucedió con el desastrozo Godzilla (1998) de Roland Emmerich. El Godzilla (2014) de Gareth Edwards, oportuno para el sexagésimo aniversario del Dios Lagarto, puede considerarse un ejemplo opuesto de esto, donde se intenta rescatar la emoción del original sin dejar de introducir nuevos elementos. Se hablará de esto con más extensión en otra oportunidad.

[2] Esto hace parte de un carácter inherente de la cultura nipona, el del perfeccionamiento de un arte u oficio específico en lugar de abarcar muchos con mediocridad. Luego de la ocupación estadounidense y a través de la occidentalización del país, los japoneses se apropiaron de la música, el vestir, los deportes y las bebidas que habían llegado como novedades, y los hicieron parte de su cultura. Tom Downey escribió un ensayo en el Smithsonian Magazine que explica con detalle este fenómeno.

[3] Junto con lo que se conoce como la “serie Ultra” y la “serie Kamen Rider”, son las tres franquicias de entretenimiento audiovisual más longevas de todo Japón, después del mismísimo Godzilla. Los programas que han surgido de la serie Super Sentai son reconocibles por varios elementos en común, entre ellos los trajes de colores vivos, las secuencias de transformación de los protagonistas y, por supuestos, los mechas combinables. En Latinoamérica, los ejemplos más claros son Flashman (1986), Liveman (1988) y la adaptación estadounidense de Zyuranger, conocida como Mighty Morphin Power Rangers (1993).

[4] Como nota curiosa, tanto Minegishi como Kôji Takahashi compartirían set en la extraña y enloquecida Teito monogatari (1988), conocida en estos lados como Alien Invasion o Tokio: The Last Megalopolis. Al igual que otra película de esta Semana de Horror en Filmigrana, Alien Invasion también contó con diseños de concepto de H.R. Giger, a quien le interesaba la idea de la película pero no pudo trabajar directamente en ella por conflictos de horario.

[5] De él solo sabemos que es protagonista de Kagirinaku toumei ni chikai blue (1979), una película escrita y dirigida por Ryu Murakami, un novelista que apreciamos bastante en Filmigrana. Nos pondremos en la tarea de encontrarla y hablar en detalle sobre ella.

[6] No confundir con David Howell Evans, también conocido como The Edge, guitarrista y tecladista de U2.

Roger Donaldson: Species (1995)

“She was half us, half something else. I wonder which was the predatory half.”

Alguna vez conocí a un individuo que creía firmemente en la existencia de vida inteligente afuera de nuestro planeta. Su creencia, como las de todos, estaba basada en su experiencia empírica y filtrada a través de su estructura mental y su conocimiento. Pero su visión respecto a la gran pregunta difería radicalmente de las teorías ingenuas e idealistas de Claude Lacombe en Close Encounters Of The Third Kind o de las porno-destructivas y colonialistas de David Levinson en Independence Day. Para él, las visiones de luces brillantes desapareciendo a toda velocidad en el cielo nocturno estrellado del centro de la ciudad o en el atardecer rojizo de las playas de Centroamérica no significaban una vigilancia furtiva de la raza humana por parte de criaturas grisáceas, esperando el tiempo adecuado para contactarnos o cosecharnos por nuestros minerales. Simplemente eran OVNIs en su definición literal: Objetos Voladores No Identificados. Las pirámides egipcias, mayas y aztecas, junto a los círculos en maizales y plantaciones, eran todas obras extraterrestres. Pero su propósito no era maravillar a los hombres con su poderío monumental: simplemente eran señales de tránsito intergaláctico, fácilmente visibles desde el espacio como una enorme letrero que lee: “25 billones de Km hasta el siguiente Tiger Market”.

Inexplicablemente arrogantes, la humanidad siempre ha creído ser el centro del universo. Su etnocentrismo se traduce al tema alienígena de dos maneras: a) mediante la negación de la existencia de vida inteligente afuera del planeta Tierra, una afirmación estadísticamente muy poco probable y además contradictoria con la creencia popular[1], o b) la noción definida de que los extraterrestres no solo existen sino que además están interesados en contactarnos y explorar nuestra cultura, entablando así los precedentes necesarios para una relación de mutuo beneficio o una guerra inter-espacial a muerte. Las creencias de aquel individuo no se alineaban con ninguna de estas corrientes de pensamiento. Su lógica era aún más aterradora y pragmática a la hora de ignorar los fenómenos físicos y concentrarse en la naturaleza de nuestra relación con los seres de otros mundos. Para él, los extraterrestres están interesados en los humanos del mismo modo en que los humanos estamos interesados en las hormigas: sabemos que estas cohabitan el universo con nosotros, y conocemos su comportamiento hasta cierto punto, pero nunca nadie ha pensado en entablar una comunicación compleja con ellas para acceder a sus años de evolución como especie. ¿Qué propósito posible puede servir interactuar con ellas? Es una pérdida de tiempo.

Esta idea nos puede parecer deprimente y pesimista, pero es difícil no verla también como realista. Sólo porque tengamos un profundo miedo a ser inferiores a otros hombres y a otros seres más poderosos, más brillantes, más disciplinados y más físicamente aptos, la posibilidad de ser reconocidos como iguales por otra forma de vida inteligente no se hace más tangible. Lo cierto es que quizás nunca hemos sido vida inteligente para los demás, y del mismo modo en que encontramos el resto de las criaturas en el mundo prescindibles e inferiores, nosotros probablemente seamos las hormigas de alguien más, hormigas moralistas que han desarrollado una conciencia y una cultura, atrapadas y exhibidas en una enorme granja de vidrio, arena y agua.

No obstante, hay algo fascinante y divertido en observar hormigas, enjambres masivos de puntos rojizos y negros llevando cadáveres y prisioneros hacia un hormiguero, caminando en filas organizadas, trozando hojas verdes y terrones negros, alzando hasta 100 veces su propio peso, sacrificando sus vidas y facultades por la reina que les comanda. Si un ser de otro planeta escogiera observar a la raza humana con el mismo mórbido, irónico y pedante desapego, podría remitirse a los divertimientos cinematográficos vacuos y estúpidos excretados día tras día en Hollywood y en las grandes matrices fílmicas del mundo[2], y les serían tan arcanos y ajenos que no podrían evitar reírse. Por fortuna, nosotros podemos hacer lo mismo, especialmente en los mágicos casos en que estas formas de entretenimiento son tan extrañas que trascienden su propósito inicial (hacer dinero y entumecer a las masas), y observarlas puede ser una experiencia renovadora y estimulante. Aquel es el caso de Species de Roger Donaldson, una película terriblemente concebida y ejecutada, cuya visualización un par de décadas luego de su estreno nos revela un objeto extremadamente raro, empolvado y fallido, pero aún así, un objeto existente que intenta comunicarnos algo.

“We decided to make it female so it would be more docile and controllable.”

La historia sigue a Sil (Michelle Williams cuando joven, Natasha Henstridge cuando adulta), un espécimen de laboratorio creado y criado por el Dr. Xavier Fitch (Ben Kingsley) luego de que la Tierra recibe un mensaje del espacio exterior con instrucciones de cómo alterar, cruzar y perfeccionar la genética humana con ADN alienígena. Tras escapar de su cautiverio y ‘segura’ muerte vía gas venenoso, la extremadamente fuerte y de rapidísimo desarrollo Sil se refugia en la ciudad de Los Ángeles, no sin antes matar un buen número de civiles, razón por la cual Fitch reúne a un excéntrico grupo de captura compuesto por el caza recompensas Press (Michael Madsen), la bióloga molecular Laura (Marg Helgenberger), el antropólogo Stephen (Alfred Molina) y el telépata Dan (Forest Whitaker). Mientras este absurdo grupo congenia, coquetea y malgasta su tiempo haciendo experimentos inútiles y persiguiendo lenta e inefectivamente las pistas que Sil deja en su paso por la ciudad, la hermosa criatura evoluciona constantemente y llega a su madurez sexual. Comprendiendo rápidamente como sobrevivir en la Tierra[3], y aliviada parcialmente del peso que es la moral, Sil destruye a todo quien se atraviesa en su camino de formas sorpresivamente grotescas y brutales, pero es atormentada por pesadillas constantes, que paralelamente le enseñan la criatura reptiliana en la que eventualmente se convertirá y le confunden con los deseos y falencias de una joven humana deseosa de procrear.

Sobre el papel, la idea de Species es bastante sólida y podría dar para un filme sorprendentemente conmovedor sobre la idea de ser humano a través de los ojos de una criatura inhumana (como lo es por ejemplo Blade Runner (1982) de Ridley Scott) sin por esto descuidar su pertenencia a un género cinematográfico duro como lo es la ciencia ficción. En práctica, la película es un confuso y bipolar desastre cuyas múltiples ambiciones no dejan que ninguna prospere. He aquí un filme consumadamente malo, abrumado por las interpretaciones dispares de un reparto estelar, por la interferencia dañina de la casa productora MGM y su obsesión con los efectos especiales digitales, por un espantoso guión escrito por Dennis Feldman, quien escoge intercambiar todo rastro de realismo científico y sentido común por dosis innecesarias de sexo y violencia (aunque, ¿no son siempre necesarios el sexo y la violencia?). Species es una frenética y malograda alternación entre horror, ciencia-ficción, comedia, drama, acción e incluso animación computarizada sin ser un logro en ninguno de esos campos[4].

Sin embargo, el filme nunca llega a ser aburrido. Quizás es su falta de corrección política o su captura vívida de una década pasada, quizás es la dirección estilizada y confiable del veterano Donaldson[5] o quizás es la pesada influencia de la acción europea noventera (sobre todo de Luc Besson) donde una hermosa mujer rompe las columnas vertebrales de todos quienes se le acercan; quizás son los terriblemente datados efectos visuales cuyo referente más cercano son las producciones actuales del canal Syfy, quizás las interpretaciones del más aleatorio grupo de actores de carácter alguna vez reunido para una superproducción gringa. Lo cierto es que hay algo extrañamente seductor que impide quitar los ojos de este accidente de tránsito cinematográfico, y mientras la mezcla de todas las cosas arriba mencionadas crean un agradable vértigo al espectador en busca de basura sin adulterar, es el potencial desperdiciado del filme el que en últimas resulta tan atrayente. Species crea algunas imágenes y secuencias genuinamente memorables y perturbadoras, fácilmente comparables con las más icónicas del género, con el ligero inconveniente de que están perdidas en medio de un mar de clichés racistas y misóginos. La escena de la incubación y el parto de la Sil[6] adulta es el nadir indiscutible del filme (lo cual es desafortunado porque ocurre en el minuto 20 de casi dos horas de duración), y no en vano está en su mayoría logrado mediante efectos prácticos, hasta el día de hoy muy efectivos.

En últimas, lo más fascinante de la película tiene bastante que ver con aquella escena: el verdadero protagonista de Species no son los humanos sino el extraterrestre que crearon. Observamos la humanidad a través de sus ojos, aprendemos de ella de forma puramente sensorial, escuchando conversaciones y palabras sueltas, observando intercambios de dinero, programas de televisión, pornografía, vestidos de novias exhibidos en ventanas. Sil no es una criatura malintencionada, simplemente está dispuesta a hacer lo que tenga que hacer para lograr sus objetivos. Una vez el concepto de procrear se anida en su cabeza, elimina sin mayor arrepentimiento a su competencia sexual, a las parejas que no encuentra aptas, a los hombres que ya han servido su propósito. Los humanos le son fáciles de manipular y derrotar, un grupo de hormigas enormes y agobiadas por sentimientos y preceptos que les impiden llegar a su máximo potencial[7], distraídos por señales de tránsito que les instruyen quedarse quietos y por publicidades que les dictan detenerse en el próximo Tiger Market. Similar a la especie que retrata, Species es un filme cuyo valor y visibilidad residen más en lo que pudo haber sido que en lo que actualmente es[8].

Pero es, y ¿no es eso lo más importante?

Sí alguna vez voy a las pirámides de algún lugar, procuraré no pensar ni en este filme ni en las teorías de aquel individuo, e incluso puede que no piense ni siquiera en la historia que les contextualiza. Lo importante para mi no será su intención original, si orientan naves espaciales o si facilitan el rodar de cabezas decapitadas pendiente abajo, sino el hecho de que existen, y aún están allí para maravillar nuestras pequeñas mentes de colmena, para propulsar la industria del turismo de los países que las contienen, para ser capturadas en selfies semi-eróticas con citas descontextualizadas y carentes de significado que luego estarán en redes sociales con el más importante propósito de todos: Procrear (aunque no con todo el mundo, no somos animales después de todo).

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[1] En Alemania, Estados Unidos y el Reino Unido más de la mitad de la población cree en la existencia de vida extraterrestre inteligente, mientras que entre el 25 y el 30% opina lo contrario.

[2] Francia, por el amor de Dios.

[3] ¿Es Los Ángeles parte de la Tierra, o es más parte del infierno?

[4] La calidad del filme no impidió que este tuviera 3 secuelas, Species II (1998), Species III (2004) y Species: The Awakening (2007), las últimas dos directo-a-video.

[5] La carrera de journeyman de Donaldson también sufre la misma esquizofrenia que agobia al filme, con puntos altos tales como No Way Out (1987), White Sands (1992) y The World’s Fastest Indian (2005) y puntos bajos tales como Cocktail (1988), Dante’s Peak (1997) y The November Man (2014).

[6] Sil fue diseñada por H.R. Giger, en un no-muy-sutil intento de MGM de vender Species como el Alien de los noventas y de era de los efectos digitales.

[7] En otra gran secuencia con quizás el más elaborado e incidental homicidio alguna vez filmado, Sil le corta un dedo a una joven mujer esperando a ver sí lo regenera tan rápido como ella, replicando una acción que miles y miles de niños han hecho con miles y miles de insectos a través de los años.

[8] Species también podría ser vista como el prototipo original que inspiró la más enfocada y potente Under The Skin (2013) de Jonathan Glazer.

Georges Franju: Les Yeux Sans Visage (1959)

Desde los inicios de la historia del cine el horror, la fantasía y la ciencia han tenido una conexión, aunque sea al menos circunstancial. Producto de una mentalidad científica y emprendedora de finales del siglo XIX, el cinematógrafo ofreció una ventana de difusión tecnológica que se fue desarrollando a la par de las historias de ficción, cada vez más elaboradas y apropiadas de su medio. Más allá de pensar en las adaptaciones de Julio Verne hechas por “el otro Georges”, saltamos a Das Cabinet des Dr. Caligari (Robert Wiene, 1920) y sus observaciones sobre la psiquiatría y las pesadillas totalitarias[1], la celebración de la egiptología moderna en The Mummy (Karl Freund, 1932) o la seminal Frankenstein (1931) de James Whale, una película tan influyente que incluso 60 años después se sigue jugando con la misma premisa del homicida reanimado a partir de electrochoques.

Si nos detenemos a observar, estas tres películas están vinculadas con la guerra de alguna manera: los guionistas Hans Janowitz y Carl Mayer (quien luego sería el guionista de cabecera de F. W. Murnau, otro titán del horror) escriben Das Cabinet tras sus horribles experiencias con el ejército durante la Primera Guerra Mundial; en esa misma guerra James Whale es hecho prisionero por los alemanes, y es tras las líneas enemigas donde descubre su pasión por el drama y la puesta en escena. Karl Freund, cinematógrafo de Metropolis (1927), no vive la guerra de primera mano, aunque su ascendencia judía lo motiva a huir de Alemania para evitar un horrible destino, inminente a la vuelta de unos pocos años.

La Segunda Guerra Mundial trae consigo más imágenes escalofriantes para todos los frentes involucrados: los pogroms y linchamientos de diferentes grupos étnicos; la “medicina” sádica y sin propósito del Ángel de la Muerte, Josef Mengele; las pilas de cadáveres congelados en el frente oriental y, por supuesto, los campos de concentración en todas sus variedades, desde los gulags rusos hasta los muros de Auschwitz II-Birkenau, pasando por las prisiones de la guerra Sino-Japonesa. El fin del conflicto en agosto de 1945 no disipa los fantasmas de estos crímenes, y en Europa se pretende no traerlos de vuelta a través del entretenimiento, por lo que aparece una censura implícita en el cine de horror, de entrada un medio narrativo vilipendiado y considerado de poca monta entre los círculos artísticos de la época.

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La censura francesa a los excesos de sangre, la aversión británica al maltrato animal y la inquietud que generaban los científicos locos en Alemania (ver: Mengele) generaron un caldo de cultivo para la existencia de Les Yeux Sans Visage (Los ojos sin rostro), una afrenta directa a estas normas tácitas, en la que un médico loco tortura animales mientras corta rostros de mujeres frente a la cámara.

Partiendo de esa premisa tal vez sea prudente pensar en Les Yeux como una curiosidad de autocinema, proyectada en doble función con alguna película de escaso presupuesto dirigida por William Castle (¿Quizá House on Haunted Hill con Vincent Price?), y pueden sentirse en lo correcto si llegaron a pensarlo, estimados lectores. En efecto, la película viajó a Estados Unidos con un nuevo nombre en su pasaporte,  The Horror Chamber of Dr. Faustus[2], y fue proyectada de la mano de The Manster (1962), aunque Les Yeux se hizo destacar por lo especial de su factura y la elegancia y sutileza de su texto. Aunque sea posible leerla como una denuncia de los horribles límites de la ciencia al ser empleada con fines nefastos, es un relato sobre identidad, culpa y castigo en el que la crueldad comparte la luz del escenario junto a la inmensa y cuidada cantidad de objetos quirúrgicos con los que el Dr. Génessier (Pierre Brasseur) intenta restaurar el rostro de su hija, la joven y trastornada Christiane (Edith Scab), quien ha sufrido un horrible accidente automovilístico y ahora requiere un suministro constante de mujeres igual de jóvenes y bellas.

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La dirección meticulosa y cuidada se nota desde la primera escena, en la que somos invitados a una vista subjetiva desde un carro que recorre la oscuridad de la campiña francesa mientras suena una versión malvada del tema musical de Les 400 Coups[3], compuesta por el excéntrico polímata Maurice Jarre. Pierre Brasseur lleva sobre su espalda buena parte del éxito de esta película, en la que su interpretación del Dr. Génessier es tan macabra y espeluznante como cercana a la realidad: un hombre pragmático y de familia (que podría ser cualquiera de nosotros) hace lo indecible para ayudar a su hija, y así mismo logra aprovechar sus influencias como médico respetado para eludir a las autoridades y a los investigadores que están tras la pista de las mujeres desaparecidas. Volviendo a las comparaciones inapropiadas, es tal vez un sano regreso a Metropolis, donde el Dr. Rotwang construye el robot de Maria en un intento de emular a Hel, su amada y difunta esposa.

No obstante, es en el inusual papel de Christiane donde el horror se complementa con la compasión, un personaje que subvierte a futuro al “monstruo desfigurado”, dotándolo no solo de personalidad sino también de un inmenso dolor por su condición. La película toma la leyenda de la condesa Bathory y la dobla en la punta como un alambre dulce, permitiéndole a Christiane reconocerse en las otras mujeres que, como ella, desaparecieron de las vidas de los otros tras un accidente, y llegan a hacer parte de su rostro necrotizado. Las numerosas iteraciones de máscaras, vendajes y espejos refuerzan este efecto, y transforman una horrible experiencia médica en un evento etéreo y sublime, como el vuelo de unas palomas blancas que, como Christiane, han sido enjauladas en contra de su voluntad. Franju tiene una habilidad excepcional para hacer esta transformación, algo que se evidencia en su primer cortometraje, Blood of the Beasts (1949), en la que escenas de un matadero de caballos y reses son yuxtapuestas con vistas de la Ciudad de las Luces, una Paris quieta de madrugada. Así mismo, la belleza que surge de los actos horribles del Dr. Génessier es retratada con las herramientas de la objetividad documental, pero con la disposición de narrar un relato fantástico.

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El reconocimiento a esta película no es tan alto como debería ser, pero da evidencia de lo proclives que son los franceses al horror altamente estilizado, sensual y ultraviolento, y ha sido la semilla para producciones audiovisuales de todo tipo de factura, desde la intrigante y delicada La Piel que Habito (2011) de Pedro Almodóvar, pasando por Face-Off (1997) de John Woo, el remake poco elegante que es Les Predateurs de la Nuit (1987) de Jess Franco, y por supuesto el episodio A Imagen y Semejanza de la serie hispanoamericana Decisiones Extremas. De todas estas producciones, sin importar su mensaje, propósito o calidad, hay un elemento que prevalece y nos lleva a imágenes de profunda belleza e incomodidad: un par de ojos muy abiertos y observantes, detrás de una máscara.

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[1] Para ampliar en este tema se recomienda leer el libro From Caligari to Hitler de Sigfried Kracauer, en el que el teórico de cine indaga sobre la mentalidad y obediencia inherente de los ciudadanos de la Alemania del Weimar, y su necesidad subconsciente de un dictador.

[2] Lo cual nos debería llevar inmediatamente a otro Dr. Faustus, particularmente a Faust (1926) del ya mencionado Friedrich Wilhelm Murnau. Recordada hoy en día por sus hermosos efectos especiales y por su influencia sobre Fantasia (1940) de Walt Disney, en particular la secuencia “Night on Bald Mountain”.

[3] Otra película de 1959 que, como sobra recordarlo, empieza con una vista de Paris desde un vehículo en movimiento, mientras ruedan los créditos iniciales.

D.A. Pennebaker: Dont Look Back (1967)

En el que tus hijos están más allá de tu mandato

La década de los sesenta se destaca por sembrar la semilla de la discordia social a una escala global. Tal como lo retrata el impecable drama Mad Men, durante esos años los ideales liberales estallaron en manifestaciones sociales de todo tipo: el movimiento de derechos civiles de los afroamericanos, el surgimiento de posturas feministas, la liberación sexual, las protestas en contra de la Guerra de Vietnam, entre muchas otras. Las secuelas de la Segunda Guerra Mundial, las crisis económicas y el asesinato de Kennedy fueron tan solo algunos de los factores que desencadenaron el sinsabor en multitudes que no hallaban justicia en las convenciones políticas de Occidente. La proliferación del arte fue fundamental para darle una voz de aliento estético a todos estos reclamos, y la música fue su medio más efectivo para conquistar a aquellas juventudes revoltosas que buscaban reconstruir su crisis de identidad.

A finales de 1964 Bob Dylan ya era un icono de la música protesta. Aunque no era una categoría de su agrado, sus composiciones inevitablemente marcaron un hito en varios de los movimientos sociales señalados anteriormente. Sus letras, cargadas de añoranzas y de personajes que se enfrentaban en la lucha de clases, conmovieron a aquellos oyentes que buscaban en la música más que un escandaloso movimiento de caderas. En un lapso de quince meses publicó The Freewheelin’ Bob Dylan, The Times They Are a-Changin’ y Another Side of Bob Dylan, tres álbumes fundamentales para la renovación lírica de la música popular. La monumentalidad de canciones como “Blowin’ in the Wind” y de “The Times They Are a-Changin’” y la crudeza de “Masters of War”, “The Lonesome Death of Hattie Carroll” y “Chimes of Freedom” cautivaron a los oyentes que buscaban alternativas al ingenuo populismo de las primeras composiciones de The Beach Boys y de The Beatles[1]. Varios líderes sociales –Martin Luther King, Jr., Joan Baez, Joyce Carol Oates- exaltaron los versos de Dylan, los cuales acompañaron varias protestas pacíficas, particularmente la multitudinaria Marcha de Washington de 1963. Sumado a eso, varios artistas de élite cosecharon éxito (y dinero) al versionar varios de estos temas. En cierta medida el joven Dylan había logrado su cometido: hacer eco con sus denuncias sociales en pro de un futuro esperanzador.

Sin embargo, el entusiasmo propio de cualquier joven adulto contagió de experimentación a Dylan y en marzo 8 de 1965 dio a conocer su composición más radical: “Subterranean Homesick Blues”. Este tema, interpretado con una guitarra eléctrica y plagado de versos libres declamados con la velocidad de una borrasca, fue una aberración para aquellos puristas que se rehusaban a perder la imagen de aquel bardo que era admirado por su guitarra acústica y su armónica. Con “Subterranean…” Dylan le escupió a la tradición que él mismo había instalado y, para no dejar su cambio al azar, publicó dos semanas después Bringing It All Back Home, su obra más polémica a la fecha. Cargada de bromas, sonidos distorsionados y rudeza, el cantautor mostró una faceta influenciada fuertemente por la literatura beat (en especial por su gran amigo Allen Ginsberg) y por el fluir de conciencia vanguardista. El ejemplo más evidente es el contraste entre la apaciguante “Bob Dylan’s Dream” del lado B de The Freewheelin’ Bob Dylan y “Bob Dylan’s 115th Dream”, su escandalosa y electrizante contraparte. Los cambiantes tiempos de los cuales Dylan pregonaba hace algunos meses por fin lo habían alcanzado.

Dont Look Back documenta las secuelas inmediatas de esta radical propuesta. Dirigido por el virtuoso D.A. Pennebaker (más conocido por su trabajo en el Monterrey Pop Festival), este filme retrata la gira de verano de 1965 en Inglaterra, justo después de haber publicado Bringing It All Back Home y antes de su emblemática aparición en el Newport Folk Festival, aquel repertorio en el que apareció por primera vez en público junto a su guitarra eléctrica. La rústica técnica de Pennebaker acompaña adecuadamente la transformación de Dylan al retratar a un artista en un estado de plenitud creativa y de mudas dubitaciones. El compositor defiende su nueva postura y la ruptura de las expectativas de su público mientras halla la vitalidad que lo acompañará el resto de su vida artística. Aunque sea acompañada de un estado de intranquilidad y del excesivo consumo de cigarrillo que degradará su voz en la siguiente década, es justamente esta renovación la que cementará la leyenda de Dylan tal como la conocemos.

La primera escena del documental es un tropo cinematográfico como ningún otro: el minimalista pero emancipador video de “Subterranean Homesick Blues”. Para quienes no lo conocen, es considerado como el primer video musical en stricto sensu: en éste Dylan despliega varios atractivos carteles cuyos mensajes se sincronizan con las imágenes dadá de la canción mientras un histriónico Allen Ginsberg charla con Bob Neuwirth, su tour manager. A pesar de su sencillez, este experimental corto no sólo abre el documental sino una infinitud de posibilidades para cualquier futuro videoclip: éstos no sólo debían limitarse a grabaciones de presentaciones en vivo o de falsos sets televisivos, también podían proponer una mirada suplementaria a la música que retratan.

El espíritu de dichos minutos merodeará el resto del documental: ¿acaso los oyentes de Dylan están preparados para el cambio o es necesario darles un tiempo prudente de amnistía? ¿Es el nuevo Dylan una parodia que desfigura los mensajes de esperanza compuestos anteriormente? La respuesta que ofrece Pennebaker es contundente: ningún cambio radical está libre de polémica, sobre todo si es una deconstrucción iconoclasta. Cabe mencionar que este filme fue lanzado en 1967, es decir, dos años después de la tormenta mediática que ocasionó la adopción de una inofensiva guitarra eléctrica. Todos aquellos espectadores que reciben el documental deben extrañarse al ver los pasos en falso con los que Dylan recibió a su público meses antes de desatar la inundación.

La gira retratada por el documentalista captura esos momentos de incertidumbre, esos puntos de fuga en los que Dylan lidia con su nuevo arte. Aunque su público todavía se complace de escuchar sus clásicos en formato acústico (todas las canciones de dicha gira lo son), Bringing It All Back Home ya hacía estragos entre sus fanáticos más acérrimos. Los periodistas lo invaden de preguntas relacionadas con su identidad, con la autenticidad de su mensaje y con su conexión con el movimiento folk. A esta y a otras incógnitas Dylan responde con “The Times They Are a-Changin’” (la cual es interpretada al menos cinco veces a lo largo del filme) o con un derroche de intolerancia en el que devela un somero delirio de persecución. Aunque la historia le hallará la razón, no deja de ser llamativo cómo al artista incluso le cuesta reconocer cuánto le fastidia su popularidad o la comparación con otros artistas (en especial con Donovan). Es ese mismo armazón el que lo cubre cada vez que quiere destrozar a un reportero al tergiversar sus preguntas, un acto cobarde pero efectivo para evitar preguntas estúpidas. Ante todo, Dylan debe defender el aura de misticismo de cada una de sus composiciones. Tal como lo afirma uno de los reporteros, eso ocurre cuando un poeta llena una sala de conciertos y no un artista pop.

Cabe mencionar que el único reclamo directo a su sonido eléctrico corre por cuenta de un grupo de jóvenes groupies, es decir, de aquellos seguidores que deberían estar más de acuerdo con su nueva postura. Dylan, no obstante, quiere divertirse y darle un respiro a la pesadez de sus composiciones pasadas. Pennebaker está de acuerdo con su postura libertaria y por eso contribuye a documentar su cambio sin que lo acusen de traidor. ¿De qué le sirve a Dylan que lo aplaudan si no entienden su sermón? Sus canciones son demonios expulsados, los cuales dejan de ser parte de él una vez son publicados. Si se apropia de la nueva ola eléctrica es porque este sonido es el único que puede canalizar su angustia escrituraria. Su música no contradice el mensaje original: el arte es emancipación y debe estar por fuera de cualquier régimen totalizante. La arrogancia del compositor es abiertamente documentada en sus biografías oficiales y apócrifas[2]; sin embargo, verlo disfrazar su genialidad de desinterés es cautivante. Nadie quiere creerle cuando asegura que su obra es puro entretenimiento: puede que Dylan quiere vaciar sus mensajes pero no podrá extinguir la llama de la creatividad. Es este acto contestatario el más radical de los movimientos artísticos de los sesenta, incluso mayor que el de sus colegas beatniks. Dont Look Back es el llamado simbolista[3] que tanto le gusta a Dylan: hay que ser siempre modernos, hay que estar siempre a la vanguardia.

En los días previos a la publicación de este artículo se ha debatido con fuerza el reciente premio Nobel en literatura que recibió nuestro aclamado compositor. Aunque es un problema que se seguirá discutiendo en los próximos meses, Dont Look Back es un gran recordatorio de las barreras trasgredidas por su exuberante obra. Pennebaker hace un sabio trabajo al filmar a un Bob Dylan próximo a estallar; ni siquiera menciona a “Like a Rolling Stone” o a Highway 61 Revisited, su magnum opus publicada una semanas después de finalizar su gira por Inglaterra. Esos dos años de distancia entre lo filmado y lo estrenado pueden ser la vara de lo que se cuestionan en este momento: antes de juzgar, hay que tomar distancia de los hechos para contemplar su futuro impacto. Si bien se puede discutir si Dylan es un poeta o no (aunque para el autor de este artículo evidentemente lo es, y es uno de los más excelsos), no se puede negar su importancia cultural. Tal como ocurrió en el momento en el que agarró una guitarra eléctrica o en el que recibió esta condecoración, la postura de Bob Dylan es una: no mirar atrás. Lo que encuentre adelante será el arte del que usted es digno.

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[1] Todos somos conscientes de la empalagosa popularidad de “Surfin’ U.S.A.” y de “I Wanna Hold Your Hand”, canciones que dominaron los listados de Billboard durante dichos meses. Espero que también seamos conscientes de la pobreza de sus letras; sin decir que sean malas canciones (aunque para mí lo son), sus perpetuos estribillos no está a la altura siquiera de un verso de “Don’t Think Twice, It’s All Right”.

[2] Es bien sabido que en su prolongado “Never Ending Tour” (el cual ha estado vigente desde 1988) Dylan suele tocar de espaldas al público o murmurar sus canciones sin vocalizar. No cualquier artista puede presumir de que sus espectadores compren entradas a sus conciertos solo para ver su gabardina.

[3] No hay que olvidar que la guitarra de Dylan se llama Rimbaud, tal como el poète maudit.

Rachel Talalay: Ghost In The Machine (1993)

“El vicio es contrario a la virtud, como se ha dicho. Pero las virtudes no las tenemos por naturaleza (no son innatas), sino que son causadas por infusión o por el ejercicio habitual, como hemos dicho. Luego los vicios no son contra la naturaleza.”

Santo Tomás de Aquino en Summa Theologiae (1265–1274), Primera Parte de la Segunda Parte, Cuestión 71

“I found a sex program!”

Josh Munroe en Ghost In The Machine

No creo que los placeres de la procrastinación sean ningún misterio para quienes deambulan el océano cibernético día tras día, en busca de una carnada sanguinolenta que los arrastre de un lado al otro de la internet, siempre entretenida, accesible, inagotable. ¿Cómo llegaron a este lugar, por ejemplo? ¿A este artículo? ¿Fue a través de una imagen que activó algún recuerdo de su infancia tardía, quizás reprimida[1], por razones que veremos más adelante? ¿O fue una inmersión ciega en un buscador masivo, una sumatoria de palabras y caracteres cuyo resultado algorítmico fue lo acá presente? ¿O quizás fue el mal olor de esta caneca abierta la que estimuló su curiosidad, como quien camina por los pasillos de pescaderías buscando tripas negruzcas, hinchadas? ¿Quién haría tal cosa? ¿Por qué existe esto?

Frecuentemente nos remontamos al origen de las cosas cuando nos parecen inexplicables, cuando el tiempo y el polvo las han petrificado de tal forma que ya las encontramos irresolubles. Antes íbamos a la biblioteca y buscábamos en enormes tomos con lomo en cuero rojo, explicando en castellano antiguo qué significa cada cosa. Ahora nos sentamos frente a una pantalla luminosa, donde tenemos una fuente insondable de conocimiento, pero cuya principal actividad, si no su objetivo, consiste en desviarnos de aquella consulta original. ¿No es este el punto en el cual la procrastinación se torna peligrosa, cuando pasa de simplemente distraernos de aquello que nos es más importante en la vida a ser lo más importante en nuestra vida? Esta pregunta alumbra esquinas filosas: Primero, ¿qué es lo que es más importante en la vida? ¿La seguridad monetaria, la compenetración emocional, el legado que dejamos a quienes nos suceden, el hedonismo? Muchos de los constructos ideales de lo que una vida debería ser están nublados por la estructura social que los impone en primer lugar, mediante un bombardeo publicitario y mediático que martilla impulsos moralistas, consumistas y con frecuencia inalcanzables. Segundo, ¿no es la procrastinación la destilación más pura de la existencia? ¿No es el constante aplazamiento de las responsabilidades lo que constituye la vida misma? ¿No es el divertimiento un contrapeso necesario a las acciones más puntuales como comer, dormir, matar, desear a la mujer del prójimo y traicionar a la patria?

Todas estas generalizaciones son verdaderamente irresponsables (de hecho llevo aplazando este artículo meses), y como generalizaciones obstruyen los beneficios innegables de una red de información dispuesta para todos los seres humanos. Sí, la internet subraya las peores tendencias de los hombres: su cobardía violenta cuando se oculta en el anonimato, sus tendencias misóginas y misantrópicas, su fetichismo sexual incontrolable al servicio de una industria explotadora y reductiva, su construcción narcisista y ególatra de una imagen propia enaltecida y sesgada. Pero también da voz a TODOS los individuos que quieren ser oídos, muchos de los cuales tienen cosas verdaderamente valiosas que decir, en forma de denuncias, ensayos, sátiras, creaciones artísticas, incoherencias emotivas, notas suicidas.

Tomemos como ejemplo lo siguiente: en junio del 2013, el estadounidense Edward Snowden filtró desde una habitación de hotel en Hong Kong miles de documentos clasificados de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) donde revelaba al público mundial las invasivas políticas de vigilancia electrónica del gobierno estadounidense, en las cuales un oficial calificado podía leer, escuchar y ver todo aquello que virtualmente quisiera del ciudadano promedio, bajo la idea de que éste podía ser una amenaza para la seguridad de la nación. Dicho evento, acompañado de varios otros delatores a nivel mundial, infundió temor en los gobiernos, y el término ciberterrorismo, de facto una estupidez lingüística, nació como un Coco abstracto[2] para asustar a los individuos comunes, cuyas infidelidades y deseos secretos podían ser descubiertos por adolescentes y sus computadoras en cualquier momento, cuando en realidad lo que tenía mayor riesgo de ser expuesto eran los secretos nacionales de quienes les gobiernan, mucho más peligrosos, indescifrables y temibles tanto en su lenguaje como en su motivación. Créase lo que se crea sobre Snowden y los demás whistleblowers, hay algo innegable en sus acciones: Estos individuos tenían algo importante que decir.

“You give us Ticketron and bank machines, but then we get some sort of Big Brother who keeps a record of everytime you sneeze… I’ll tell you: paranoia is underrated.”

Resulta bastante irónico que el mismo mensaje de vigilancia gubernamental no-regulada que causó a Edward Snowden el exilio de su país natal hubiera sido revelado en los 90s por decenas de atroces tecno-thrillers, uno de los cuales es el tópico de este escrito. El inexplicable y verdaderamente demente Ghost In The Machine sigue a Terry Munroe (Karen Allen) y a su irritante y precoz hijo Josh (Wil Hornef), quienes luego de encontrarse por accidente a Karl Hochman (Ted Marcoux), el ‘Asesino en Serie de la Libreta de Teléfonos’ (The Address Book Killer originalmente[3]), deben lidiar con su espectro electrónico una vez éste muere en un accidente (¿suicidio?) automovilístico en una lluviosa autopista. ¿Cómo puede ocurrir tal cosa? Bueno, Hochman es rescatado moribundo de la humeante pila de metal que antes era su carro y, tras ser llevado a un hospital donde los médicos deciden hacerle una resonancia magnética en medio de una tormenta eléctrica, un rayo fríe los circuitos de la clínica y le electrocuta hasta matarle, pero no sin antes dejar que su alma se fugue de cuerpo[4] y se refugie en las ondas electrónicas y cibernéticas de la ciudad de Cleveland, el mismísimo infierno en la tierra estadounidense.

Pronto Hochman está amedrentando a la inconspicua y constantemente estresada madre soltera, así como a la pequeña mierda que es su hijo, desfalcándoles, enviando al trabajo de ella sugestiva ropa interior con notas amenazantes, venciéndoles en juegos de realidad virtual y matando a sus conocidos en formas sorprendentemente creativas y grotescas. Es por esto que Terry, sin poder dar una explicación racional o sobrenatural a su extendida y contagiosa racha de pésima suerte (quien diablos podría explicar una muerte vía microondas seguida de una vía secador de manos), solicita la ayuda del célebre hacker Bram Walker[5] (Chris Mulkey), haciendo la doble y poco deseable tarea de interés romántico y comic relief. La unión de los Munroe y Walker finalmente cementa el trío poco convencional y vagamente definido de héroes que se enfrentarán a la versión tecnológica de Hochman en el desenlace, dejando atrás el resto de estereotipos que aparecieron de cuando en cuando a través del metraje fílmico: la híper-sexuada (y probablemente menor de edad) niñera, el joven amigo negro, el jefe viejo y lascivo, la madre elitista y despreocupada, etcétera, etcétera.

Un tercio final sin ningún tipo de motivación o impulso es tan solo una de las desconcertantes decisiones tomadas en el guión escrito por William Davies y William Osborne, (también responsables de Twins (1988) y Stop! Or My Mom Will Shoot (1992), respectivos vehículos cómicos de las estrellas de acción Arnold Schwarzenegger y Sylvester Stallone) quienes en ningún momento parecen tener control ni convicción sobre lo que el esquizofrénico filme debería ser. Ghost In The Machine inicia como un lineal y bastante protocolario thriller sobre un asesino en serie (al parecer modelado por el éxito de filmes The Stepfather y The Silence Of The Lambs), seguido de una breve visita al drama familiar, explorando la increíblemente delgada relación entre los miembros del clan Munroe, y luego asentándose por largo rato en una serie de increíblemente elaboradas secuencias de acción (o secuencias de homicidio, en realidad) que funcionan como el eslabón perdido entre la saga completa de Final Destination[6] y las máquinas de Rude Goldberg, si éste fuera un psicópata y no un ingeniero (aunque probablemente era un psicópata, no nos engañemos). Dicha mezcolanza de géneros no solo es convulsiva, sino que además no tiene ningún tipo de lógica dramática: las primeras dos partes son completamente inservibles, y a pesar de querer crear vínculos emocionales con los horribles personajes, sus intenciones originales son hundidas por escritura mediocre[7] y terribles actuaciones.

Esto no nos impide divertirnos durante gran parte del filme, tanto por su completamente descontrolada chifladura como por su esfuerzo descomunal en masacrar a sus levemente esbozados personajes secundarios de formas verdaderamente horripilantes e impredecibles. Sin darse cuenta, la película cambia el foco de interés de lo que normalmente vamos a recibir en las salas de cine (una historia, una conexión emotiva, una meditación sobre la vida) y lo ubica de lleno en el deseo titilante de recibir una dosis de violencia, inicialmente reteniendo y negando las imágenes que pedimos pero constantemente construyendo hacia el inevitable y cruel deceso de personas que no conocemos.

Aquel es un claro sobre-análisis de un filme al cual, hay que otorgarle, su falta de pretensión es admirable. Ghost In The Machine puede no saber qué diablos es, pero sabe también muy bien qué no es. Aquello es gracias a la confiada mano estilística de Rachel Talalay, quien en este momento paga por sus pecados del pasado dirigiendo capítulos de Dr. Who (sí existe un peor destino para las almas del audiovisual, no puedo concebirlo). Talalay hace uso frecuente de angulaciones extrañas y cámaras subjetivas, iluminaciones inexplicables e inmersiones digitales datadas, derrochando toda posible gota de energía y opción creativa en un proyecto que lo necesita gravemente. En su hiperactividad fotográfica la directora resulta siendo igualmente profética del estilo visual de la era de la internet, nunca concentrado con nada específico y constantemente bombardeando a sus híper-estimulados espectadores con impulsos y alertas brillantes y coloridas (la reciente Nerve, dirigida este año por Ariel Schulman y Herny Joost, es un ejemplar idóneo para ilustrar dicho déficit de atención y probablemente sea el tema de un futuro artículo de esta página).

Pero mientras Talalay puede ser una mujer claramente capacitada para crear imágenes memorables, su trabajo como directora de actores deja muchísimo que desear[8]: trabajando con un ecléctico grupo de actores de carácter, es evidente que ninguno de estos se hallaba particularmente interesado en el proyecto, más allá de recibir un cheque y algo de notoriedad (hoy en día infamia). Karen Allen está perpetuamente preocupada, y ese es básicamente el rango de su actuación (su cabellera corta y pelirroja también le hace perturbadoramente parecida a Eric Stoltz). Chris Mulkey recita one-liners humorísticos y mordaces, pero su golpeada expresión natural da a entender que lo hace con dolor y agobio más que con confianza. Wil Hornef era un niño, y no es su culpa que su personaje sea un privilegiado y grosero mocoso que además tiene serios y confusos tonos de apropiación racial afroamericana, pero su rostro arrogante, su corte de pelo, su gorra de medio lado y su vestimenta estrafalaria le suma a la indeseable galería de infantes noventeros supuestamente-irreverentes-pero-en-realidad-creados-por-unos-ejecutivos-de-marketing. Ni siquiera la siempre confiable Jessica Walter sale bien librada, aquí en una especie de ensayo y error para la futura Lucille Bluth pero sin su fantástica risa o sentido del humor.

A pesar de todas sus particularidades, el filme no parece tener una opinión muy formada sobre el impacto de la internet sobre sus usuarios o la vida moderna más allá de la paranoia intensa que en algún momento enuncia Terry. Filmes previamente reseñados en este lugar tenían perspectivas mucho más únicas, aunque extraviadas, de los poderes y placeres de la red, mientras que Ghost In The Machine está demasiado preocupado con malabarear las decenas de bolas que escoge tener en el aire simultáneamente. Sin embargo, como una primera (o cuarta) re-inmersión en las arenas movedizas de la tecnología noventera, la película cumple su propósito: algún día desearía saber cual es, exactamente, pero probablemente solo en mi lecho moribundo lo descubra.

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[1] Mi primera memoria de esta película se remonta a dicho periodo, y solo recordaba vagamente una escena en la cual un hombre se prendía en llamas tras usar un secador de manos de un baño.

[2] Véase también “castro-chavismo”, “narcoterrorismo”, “ideología de género”, “islamismo radical”, entre otros.

[3] En toda la historia de los Estados Unidos hasta el momento ningún asesino en serie ha ostentado dicho apodo ni su modus operandi, robar libretas telefónicas y matar en orden a quienes aparezcan en una página al azar, a menos que dicho MO se interprete como una variación de la ideada por Franklin Clarke en The A.B.C. Murders (1936) de Agatha Christie.

[4] El título del filme y esta secuencia en particular funcionan como un dudoso (y bastante malintencionado, en caso de ser intencional) homenaje al concepto acuñado y desarrollado por el filósofo británico Gilbert Ryle en su obra The Concept Of Mind (1949), donde refutó decididamente las creencias básicas del dualismo Cartesiano, puntualmente la existencia de una dualidad mente-cuerpo. Ryle argumentaba que la idea de que la mente pudiera sobrevivir al cuerpo no solo era descaradamente absurda, sino que además partía de un error de lógica al intentar apilar cuerpo y mente en una misma categoría, complementario el uno del otro. No obstante, dicho concepto fue retomado en 1967 por Arthur Koestler en su libro The Ghost in the Machine, (1967) cuya premisa central era la carrera sin frenos de la humanidad hacia la destrucción, algo que según el periodista húngaro-británico era inevitable dado que la evolución cerebral del hombre nunca erradicó sus impulsos primales. Koestler probablemente habría disfrutado de esta película, de no haber muerto una década antes de su estreno.

[5] Walker probablemente debería estar en la cárcel tras infiltrar y hackear el IRS, no trabajando en una empresa genérica de software en Ohio.

[6] Saga que si deciden enfrentar, tiene una sorprendentemente sólida tercera entrega.

[7] No creo que exista ningún otro tipo de creación en la tierra tan absurdamente obsesionada con la importancia de las libretas telefónicas en la vida de las personas.

[8] La producción no le hizo ningún favor a la joven realizadora, quien hasta ese momento solo había dirigido la sexta parte de la saga de Freddy Krueger, Freddy’s Dead: The Final Chapter (1991), obligándole a filmar múltiples escenas de los actores reaccionando a una pantalla verde. Dichas reacciones varían de ligeramente sorprendidas a completamente inexpresivas.

Píldoras de Higiene Mental #6: Shigeru Tamura

Tenía alrededor de unos 13 años cuando, por algún milagro del azar, tuve acceso al canal de televisión Locomotion, que hasta ese entonces había sido reservado para cable. Desconozco cuál era el motivo para no tener que pagar por el servicio, pero ahí estaban frente a mí las innumerables emisiones de Ghost in the Shell, fantástica sin importar la edad en que se vea; The Maxx, con sus complejas y brutales preguntas existenciales no aptas para niños (una cualidad compartida por Dr. Katz); la técnicamente pulida Macross: Do You Remember Love? (1984), que ya había devorado en ocasiones anteriores a través de un VHS de mi hermano; ocasionales e ininteligibles vistas de Noiseman Sound Insect, y ni hablar de Neon Genesis Evangelion, que como muchos sabrán se intentó emitir sin mucho éxito en canales públicos de Latinoamérica para luego arrasar con el panorama de la animación por consenso, por las vías que fueran.

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Minecraft, circa 1995.

Sin embargo, de todas las animaciones japonesas emitidas por este canal eran muy pocas las que venían con subtítulos, y mucho menos las que siquiera se doblaban al español, por lo que quedaba a la discreción y aptitud de cada televidente el poder descifrar su contenido. Entre las más obscuras estaba A Piece of Phantasmagoria, las historias de un planeta compacto y complejo que a través de la fuerza de asociación[1] me produjo una emoción indescriptible, pero cuyo alcance y temas no podría entender sino hasta mucho después. Con el paso de los años y tras la sentida muerte de Locomotion, redescubrí la corta pero sustanciosa carrera audiovisual de Shigeru Tamura (26 de noviembre, 1949) y me llevó a hacer una visita guiada a través de estos fascinantes ansiolíticos. Es un viaje por el reino de los sueños para encontrar de nuevo este planeta. Esta será una historia de dicho viaje.

A Piece of Phantasmagoria (1995)

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Tamura publicó el libro ilustrado Phantasmagoria en 1989 y 5 años después hizo su primera adaptación audiovisual llamada Amusement Planet PHANTASMAGORIA, en esencia un CD-ROM con una presentación multimedia del libro. Como el nombre del disco lo indica, el planeta guarda una estrecha relación con un parque de diversiones, en la que hay diferentes zonas o “biomas” donde viven personajes coloridos con historias extraordinarias enmarcadas en la cotidianidad. La versión emitida por Locomotion y la que nos concierne es una especie de miniserie, con 15 episodios que no sobrepasan los 5 minutos. Algunos de estos narrados y otros no, en todos hay un fuerte contraste entre la simplicidad del diseño, la animación limitada y los temas que pueden parecer infantiles, pero que delatan unas preocupaciones adultas por la memoria, la nostalgia, la muerte, la soledad y el tedio del trabajo[2], por poner solo algunos ejemplos, mezcladas con una capacidad de asombro que se va perdiendo a medida que la adultez va llegando. En este sentido se podría llegar a hacer una comparación con El Principito de Antoine de Saint-Exupéry, donde no sólo se narran temáticas complejas a través de las interacciones simples entre sus personajes, sino que también existe esa pequeña fascinación por los pequeños planetas y sus habitantes temáticos.

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Sería algo grosero e ignorante establecer esto como un único referente (aunque no se puede negar su importancia), y debe tenerse en cuenta lo rico y desarrollado que es el mundo de la ilustración para niños en Japón, con maestros como Rokuro “Roku” Taniuchi o Takeo Takei, e incluso la serie de videojuegos Mother (conocida en América como Earthbound) tiene un gran número de similitudes estilísticas, aunque el escepticismo contemporáneo podría descartarlas como desarrollos convergentes en un ambiente fértil para la creatividad como lo es el Japón de final del Siglo XX. La música de Utollo Teshikai, que lamentablemente no está disponible por separado de las animaciones, evoca también una sencillez propia de la infancia, y acompaña todo el material audiovisual de Tamura en lo que parece ser una brillante relación de trabajo entre compositor y director[3].

El primer episodio, El Show de la Aurora, establece el tono de la serie y es una alusión muy apropiada a un proyeccionista[4] que se encarga de situar las constelaciones en el cielo, de acuerdo a cada estación. El proyeccionista conoce a un hombre momia, oriundo del País del Sur, que ha viajado hasta el proyector para ver la aurora boreal, fenómeno en torno al cual se reúne una pequeña comitiva. Los cinco minutos transcurren narrando este pequeño pero significativo evento. La relación entre ambos personajes deja ver los dos tipos de historias prevalentes en la serie, el hombre momia es un viajero como lo es el hombre de nieve (que muere derretido) en El País del Sur, el viajero estelar que se encuentra con su creador en El Bar Altair o el hombre cactus que regresa al país de sus congéneres en Ciudad Cáctus. El segundo tipo de relato tiene que ver más con el asombro popular, con otros episodios como La Fábrica de Pinturas del Valle del Arcoiris, Océano Cristalino, El Día que la Bombilla Brilló, La Noche de las Perseidas y El Fin del Viaje que tienen como eje un evento que logra reunir a muchas personas para ser pasivamente maravilladas. El caso del Océano Cristalino es uno bastante especial, no solo por tener a uno de los personajes más recurrentes de su obra (el viejo con bastón y su gato) sino que además llevó a Tamura a extender sobre ese pequeño episodio y lo convirtió en un cortometraje de 23 minutos.

Glassy Ocean: Leap of the Whale (1998)

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A manera de zoom in, Tamura nos da acceso de alta definición a uno de los paisajes más fabulosos y extravagantes del planeta Phantasmagoria, un enorme y plácido océano de vidrio verde donde todos los animales marinos se mueven con una lentitud abrumadora. El viejo con bastón y su gato Tango regresan, esta vez buscando peces voladores en la inmensidad del océano, hasta que se encuentran con algo que parece ser grande: una ballena a punto de saltar. El “a punto” es engañoso, y le da tiempo al viejo para recordar su antiguo trabajo de darle cuerda a relojes gigantes, cantar y cenar con hombres hechos de agua de vidrio e incluso soñar con su pueblo natal, encarnado (¿O debería decir enconcretado?) en unos amigables edificios ambulantes, que le instan a viajar y recorrer el océano.

Esto precede al encuentro con R., el pintor, quien aprovecha el salto de la ballena para plasmar unas bellas acuarelas, a su vez un bálsamo de la memoria para nuestro anciano protagonista. A pesar de unas pequeñas inconsistencias entre las representaciones de un mismo universo[5], se ahonda en los recuerdos de varios espectadores[6] y en la naturaleza maravillosa de un fenómeno extraño en un planeta no menos extraño. A pesar de haber sido realizado en 1998, la mezcla en este corto entre animación tradicional y los paisajes en 3D es agradable a la vista, y notamos cómo la fascinación por el mar y la vida costera es evidente en este cortometraje, pero se termina de explorar con más detalle en la tercera y última pieza de Tamura.

Ursa Minor Blue / Fish of the Galaxy (1998)

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Producida casi simultaneamente a Glassy Ocean, Ursa Minor Blue se puede considerar como una adaptación muy libre de El Viejo y el Mar, en la que el Viejo Astrónomo, físicamente muy parecido al protagonista de Glassy Ocean (interpretado por el brillante Ichirô Nagai[7]), vive con su nieto, el joven Uri, y salen de pesca regularmente para luego regresar a casa por las noches y observar las estrellas. Durante una de estas observaciones notan una anomalía que los lleva a visitar al mago Tongari, quien ha fabricado un arpón especial para que Uri le de cacería al Pez de la Galaxia, un ente fuera de control que se dedica a devorar estrellas. En este corto viaje se encuentran con otros personajes del planeta Phantasmagoria, como los árboles parlantes y un Edificio Ambulante, y Tongari utiliza cristales enormes como fuente de poder del mismo modo que el Viejo de Glassy Ocean enciende una fogata con un pequeño cristal, aunque no hay ninguna otra referencia a los landmarks habituales de Phantasmagoria, lo que nos lleva a pensar que hacen parte de un universo paralelo, o se trata simplemente de una serie de criaturas compartidas en las obras de Tamura. De todos los cortos, este es el único que cuenta una historia más “tradicional” con un claro inicio, nudo y desenlace que gira en torno a la travesía heroica de Uri para cazar al enorme pez negro. Con diálogos mucho más concretos y momentos más marcados, es quizá la más accesible de las piezas, pero eso no le quita el mérito contemplativo y relajante a Phantasmagoria y a Glassy Ocean, en sí mismas piezas para escapar de la acción que promete en todo momento Ursa Minor Blue.

Shigeru Tamura sigue dibujando y publicando libros hasta el sol de hoy, aunque no parece tener intenciones claras de regresar al campo audiovisual[8]. Viendo como sus tres trabajos hasta la fecha son una labor apasionada y consistente, todos producidos con el mismo equipo pequeño, queda a la imaginación ver qué haría este autor con las tecnologías de animación disponibles hoy en día. Es un planeta al que volvería con mucho gusto.

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[1] Para esas fechas uno de mis juegos de computador favoritos era Twinsen’s Oddysey (también conocido como Little Big Adventure 2), y la acción se desarrollaba en dos planetas pequeños y esféricos que recuerdan mucho, tal vez demasiado al universo de A Piece of Phantasmagoria. Siendo todavía un niño en aquel entonces, acoplé ambos universos a través de mi imaginación rampante y eso en sí mismo era una actividad llena de dicha. Qué verde era mi valle en aquel entonces.

[2] Una gran diferencia entre la condescendencia pedagógica de la televisión infantil americana y la hermosa crudeza con la que se educa en Rusia, China, Japón y algunos países europeos notables por su literatura infantil, como Finlandia y los Moomin de Tove y Lars Jansson.

[3] Para impresionar en los cócteles: otros ejemplos de estas sólidas relaciones entre música e imagen son entre David Cronenberg y Howard Shore, Sergio Leone y Ennio Morricone, Steven Spielberg y John Williams, Claire Denis y Tindersticks, Dario Argento y Goblin, Federico Fellini y Nino Rota, Tim Burton y Danny Elfman, así como John Carpenter y… John Carpenter.

[4] Aunque no tenga una relación directa, viene a la cabeza el primer segmento de El Hombre de la Cámara (1929), donde también se establece de manera muy meta que lo que está a punto de ser visto es una película y un producto de ficción.

[5] El Gondwana es un barco mencionado y mostrado tanto en A Piece of Phantasmagoria como en Glassy Ocean, aunque su representación varía: en el primero es un enorme trasatlántico, semejante a los que se ven varias veces “avanzando” en el océano cristalino, mientras que el segundo es un barco de vapor movido por un cigüeñal, comúnmente usado para navegación fluvial, y de cuyo destino final nos enteramos en Glassy Ocean: descenso por una catarata de vidrio.

[6] Uno de ellos tal vez es la referencia más directa a El Principito, en la que un hombre vestido de aviador encuentra una estrella fugaz en el desierto. También hace referencia a La Fábrica de Pinturas del Valle del Arcoiris, y el hombre que se hace rico hallando estrellas fugaces.

[7] El viejo Mito en Nausicaä del Valle del Viento (1984), la hilarante Mano Izquierda en Vampire Hunter D: Bloodlust (2000) y tanto el afable gato Karin como el maestro Happousai en las versiones originales de Dragon Ball (1987-1988) y Ranma ½ (1989) respectivamente… Entre otros 200 créditos.

[8] Su página personal, bastante reducida en información (Nota Ed.: ahora fallecida), muestra unos cels de animación de lo que parece ser una nueva producción, pero datan del 2015 y no se ha dicho nada nuevo hasta el momento. Solo nos queda esperar.

Darren Aronofsky: The Wrestler (2008)

El siguiente ensayo es un aporte de un nuevo Fortuito de Filmigrana, sebastianhinestrosa, quien gusta del film noir y del tequila paralelamente. Esperamos lo disfruten.

Dato #1:

El mediocre compositor contemporáneo de música clásica Roberto Da Silva fue expulsado de su último trabajo como cajero de Starbucks en el sector de Copacabana (Rio de Janeiro) a causa de su obsesión absoluta con la lucha libre, tres meses antes de su suicido en julio de 2014. Durante sus infrecuentes recitales de piano en el Amazonas brasileño, los fines de semana en los que no laboraba en Rio, Da Silva realizaba demostraciones de candados en el cuello clásicos de la WWF con la ayuda de su erudito público aborigen. Además de este extravagante comportamiento, también era habitual, durante sus horas de trabajo en el mencionado cafetín, hallarlo vestido simulando a “The Undertaker” o a “Lex Luger”, o dando largos y extenuantes discursos a sus clientes, con un conocimiento enciclopédico, sobre la historia de la lucha libre mexicana. Da Silva se denominaba a sí mismo como una mezcla entre Antonio Salieri y “Stone Cold” Steve Austin. Su último día de vida es recordado por sus vecinos quienes mencionan unánimemente que lo vieron caminando taciturno, vistiendo una camiseta de la película: Requiem for a Dream (2000) de Darren Aronofsky y recuerdan con especial curiosidad que las últimas palabras que escribió en una servilleta antes de su deceso, y que fueron halladas afuera de una tina al lado de un desangrando Da Silva, fueron: Satoshi Kon.

Dato #2:

El gran director japonés Satoshi Kon, considerado por mí como la mente más profunda del anime -sobrepasando por muy poco a Satoshi Tajiri-, tuvo una vida corta pero sustanciosa. Desde el estudio MADHOUSE en Japón dejó inconmensurables legados audiovisuales para la humanidad. Kon destaca por múltiples factores; entre ellos, diré aleatoriamente: su gran edición, su extraordinaria composición fotográfica y su constante pesquisa temática por la materia: sueños/realidad. Sus películas Paprika (2006) y Perfect Blue (1997), que exploran este asunto, son consideradas piezas maestras en el mundo del cine. Para multitud de críticos a nivel mundial es innegable y descomunal, incluso más que sobre otros directores –incluyendo a Christopher Nolan-, la influencia del magnánimo director japonés de animación sobre el aclamado Darren Aronofsky. Es más: la nominada al Oscar como mejor película a los premios No 83: Black Swan (2010) de Aronofsky es en realidad un remake de la arriba mencionada Perfect Blue.

La síntesis:

Las tres primeras películas del escritor y director Darren Aronofsky: Pi (1998), Requiem for a Dream (2000) y The Fountain (2006) comparten una estética que hasta antes de su película del 2008 podría describirse como definitoria para el director. Los rasgos estéticos en fotografía se plasman en tomas sobre trípode con una composición equilibrada –y muy cuidada- y con una iluminación con altos contrastes; ésto bajo la magistral dirección de fotografía de Matthew Libatique. En edición destaca la rapidez y la creatividad (por supuesto, ahí están las famosas secuencias de los muy rememorados primerísimos primeros planos de Aronofsky). En el diseño de producción, en conjunción con la fotografía, el cuidado del color es detallado con monocromías que reflejan como subtexto los sentimientos de los personajes. Musicalmente, con música compuesta esencialmente por Clint Mansell o por el mismo Aronofsky, se imprime un ritmo frenético acorde con la edición, con bandas sonoras que ayudan a dar intensidad a las propuestas. Ahora bien, para The Wrestler (2008) la postura narrativa y estilística de Aronofsky da un vuelco total, podríamos decir que ahora la propuesta estética es todo lo contrario a lo que solía ser una película de Aronofsky: así las cosas, con una descripción escueta y mediocre, yo definiría su estilo en The Wrestler como: sencillo y calmado.

Es importante no confundir esta película con: The Fighter (2010) de David O. Russell, autor ícono del cine independiente norteamericano y conocido principalmente por ser el director y guionista de Silver Linings Playbook (2012) y por perder el control durante sus rodajes, especialmente en el set de I Heart Huckabees (2004)– en una perdida de compostura memorable-. Se pueden confundir porque las dos películas fueron traducidas en Colombia al español como: El luchador.

The Wrestler narra la historia de Randy “The Ram” (Mickey Rourke), un legendario ex-luchador profesional de lucha libre de los 80s que, ahora, 20 años después, trabaja en un mercado durante la semana y su pasado de éxito es rememorado los fines de semana en los que hace exhibiciones de lucha como pasatiempo y por poco dinero. Randy, con dificultades económicas, con su gloria desvanecida y con un gran carisma y un gran corazón, enfrenta una vida solitaria, causada por errores del pasado, y tiene únicamente una relación afectiva –si se puede llamar así- con Cassidy (Marisa Tomei), una bailarina erótica también en decadencia.

La segunda toma de la película marca un parámetro narrativo vital de la historia: es un follow shot a Randy con cámara al hombro (toma de persecución desde atrás al personaje mientras este camina) que nos induce a adentrarnos en la subjetividad del personaje (“¿Aronofsky usando cámara al hombro?” Me pregunté la primera vez que ví The Wrestler). Este tipo de toma se va a repetir constantemente durante la película y nos hace penetrar en la perspectiva del protagonista –viendo tal como él ve el mundo-, en la subjetividad de Randy “The Ram” y eso es lo que quiere el director: volcarnos hacia la subjetividad del personaje y, por ende, a su punto de vista, a sus sentimientos y a entender cómo es la vida desde el fracaso. De esta manera, la película temáticamente no es solo sobre un ex-luchador en decadencia; lo que muestra es la perspectiva desde el “fracaso” y desde el vacío existencial que es tan común en la vida moderna, carente de relaciones verdaderamente significativas; de ausencia de sentido y que, en realidad, es un retrato de cualquier persona inmiscuida en los vericuetos de la vida moderna –es decir, usted Señor lector-: multitud de relaciones poco significativas, una vida vacía y la necesidad de “aparentar” el “no-fracaso”. Tanto por su tema como por su propuesta estética audiovisual sobria se puede decir que en The Wrestler hay más cercanía del director, por ejemplo, con el realismo social británico y con autores como Mike Leigh, Ken Loach o Andrea Arnold, que con el mismo Satoshi Kon o con el “anterior Aronofsky”. Incluso se podría decir que hay más influencia de Ciro Guerra[1] y de Andrei Tarkovsky en esta película que del mismo Satochi Kon. Entonces, ¿Qué pasó con la influencia del japonés que era determinante en el estilo de Aronofsky? Según palabras del mismo director, durante una entrevista que vi hace unos años por internet y de la que no puedo afirmar su veracidad para no comprometerme ni con derechos de autor ni con sus juicios, en sus tres anteriores películas ya había agotado su estética narrativa y sentía que debía explorar otra estilística. Me gusta pensar en esta opción. Ese giro en Aronofsky es significativamente llamativo para quienes conocían la obra del autor hasta antes de 2008. Dándome cuenta de esto también, paulatinamente, mi discurso sobre la relación y la influencia de Satoshi Kon sobre Aronofsky ha bajado de intensidad para fortuna de mis tendencias suicidas.

No puede pasar, por supuesto, desapercibida la magnánima actuación y regreso a la gloria de Mickey Rourke, actor que en la vida real comparte rasgos similares a los de Randy. Rourke, que durante los 80s fue la estrella y el niño lindo de Hollywood, tiene ahora la cara deformada después de que a comienzos de los 90s decidiera renunciar a la actuación y dedicarse al boxeo. Luego trató de volver a la actuación sin mucho éxito, su carrera como actor entró en decadencia y se vio redimida en 2008 cuando logró una inmejorable actuación en este papel estelar.

La película es una gran joya por Rourke, porque a través de la sencillez y de la sobriedad Aronofsky crea un relato intimo, profundo y estéticamente coherente, porque técnicamente está perfectamente ejecutada y conceptualizada y porque plasma un retrato del ser humano mostrando; en este caso, la decadencia de una persona que logró una gloria que ya no existe marcada por el inexorable paso del tiempo: una reminiscencia de aquellos brillantes 80s de juventud, Heavy Metal, Hard Rock, Nintendo, Atari, lucha libre, striptease, cocaína que, de la misma manera, ya no existen.

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[1] Se tienen registros recogidos por parte de la Academia Austro-Otomana de Cine (Das Kino und Die Sheiße), en el 2007, confirmando la visita de Darren Aronofsky al Festival Internacional de Cine del Tirol en Austria, asistiendo a la función de gala de La Sombra del Caminante (2004).

Rob Bowman, The X-Files: Fight The Future (1998) / Chris Carter, The X-Files: I Want To Believe (2008)

La nostalgia tiene un efecto poderoso sobre los seres humanos, especialmente en estos tiempos modernos de procrastinación rampante donde es más sencillo ocuparse pensando en el pudo-haber-sido que preocuparse por el-ahora-y-el-mañana (aun cuando el-ahora-y-el-mañana son mucho más importantes para la preservación de nuestra especie y la cultura que le rodea). “Try to remember the times that were good”, le recuerda A.J. a Tony Soprano en la cena familiar que cierra la serie: Aquella costumbre de revisitar los momentos más felices de nuestra vida idealiza el pasado de una forma peligrosa y reductiva. La felicidad pasada nos fue solo posible gracias al resto del espectro sentimental que le acompaña día tras día. Eso no obstruye que ansiemos los viejos y buenos días: aquellos eran los días, todo lo que sucede aquellas décadas lejanas nos resulta incrementalmente complejo e inentendible y aterrador. ¿Los peligros de las NSA del mundo y de las fortunas fraudulentas de príncipes nigerianos y del sexo virtual? Nada de eso existía en aquel entonces (aunque sí existía el robo de órganos y el autoestopismo y los cultos satanistas, todos eventos que aún perduran). Sin embargo, olvidamos con frecuencia que nuestro revisionismo histórico personal excluye el hecho de que nuestra perspectiva crítica ha sido forjada con el pasar de los años y los días y los minutos que han transcurrido desde el punto A hasta el punto B.

Hay cosas que definitivamente eran mejores en aquellos buenos días: Por ejemplo, en ese entonces buitres corporativos y entes humanoides llenos de codicia aún no se habían percatado de lo lucrativa que es la nostalgia como contenido y estilo cinematográfico. Aquello es un proceso largo, posible solo gracias a la gentrificación[1] de los objetos de culto, impulsada por la explosión de las convenciones monetizadas diseñadas para excretar variaciones del perpetuamente mediocre y miserable fan-service. ¿Es usted fanático de una blanda serie de ciencia-ficción británica que destroza la obra original de algún tuberculoso escritor victoriano que tosió sangre hasta colapsar sin vida sobre sus hijos? Estoy seguro que le interesaría tener una camiseta temática, y una billetera y una licuadora y un set de cepillos de dientes, y un juego de mesa para jugar con sus igualmente horribles y pudientes amigos. ¿O quizás lo suyo es una obscura película de horror de Charles Band sobre un parásito caníbal que habita los estómagos de los seres humanos? ¿No le gustaría una mini-serie/secuela producida por Netflix y Chat-Roulette y dirigida por el mismo Charles Band? ¿O quizás un documental que rescate irónicamente los valores de producción baratos y la historia medio-cocinada de aquella película sin hacer ningún esfuerzo por ser una creación artística válida en sus propios méritos? ¡BAZINGA!

Aquella visión distópicamente neoliberal[2] de la nostalgia jamás habría sido posible sin la reestructuración creativa ocurrida en Hollywood en la década de los 80s, casi en su totalidad impulsada por la fuerza sobrehumana de Star Wars de George Lucas. Considerado por su estudio patrocinador, 20th Century Fox, como un modesto filme de ciencia-ficción y el plan B de la estrategia de taquilla (centrada alrededor de la olvidada The Other Side Of Midnight) de aquel fatídico verano, la película de Lucas abrió el 25 de Mayo de 1977[3] en menos de 32 teatros y en unas cuantas semanas se convirtió en el fenómeno masivo que recaudó más de 750 millones de dólares (más Dios sabe cuanto en mercancías) y cerró la ventana de un Hollywood interesado en narrativas profundas y dramáticas para dar luz a un nuevo Hollywood obsesionado con los blockbusters, el marketing, las secuelas y los efectos especiales.

Para ponerlo en perspectiva, en 1981 las 10 películas más taquilleras estaban conformadas por siete creaciones originales, una adaptación y dos secuelas. 30 años más tarde en el 2011, aquella lista está compuesta por ocho secuelas y dos adaptaciones de, ustedes adivinaron, cómics de Marvel. ¿Cómo asimilar estos inevitables eventos sin perder fe en la humanidad? ¿Es posible luchar una guerra contra ellos sabiendo que solo existe una posibilidad microscópica de ganar? ¿No es la creencia, o el deseo de creer, en ideales mayores a uno la forma de mantener viva la resistencia hasta que llegue la revolución?

Existieron en los noventas un par de detectives que se enfrentaron al sistema constante y acérrimamente, con terribles y trágicas consecuencias personales y laborales, pero nunca amainados por los crueles azares del hado, ni por las vengativas acciones del 1%, y nunca disuadidos de la posibilidad de saber más y más con cada episodio de 40 minutos que pasaba: estos eran los agentes del FBI Fox “Spooky” Mulder y Dana “Starbuck” Scully, quienes investigaron más de 200 casos paranormales en la (inicialmente) extraordinaria serie televisiva The X-Files (1993-2002, 2016), creada por Chris Carter. Carter, un extranjero en el mundo televisivo, utilizó sus poderosas conexiones familiares y amistosas para propulsar con definido ímpetu lo que él consideraba necesario para la televisión de género noventera, inspirado fuertemente por los programas que veía en su infancia (principalmente Kolchak: The Night Stalker y The Twilight Zone). Su visión no-canónica fue fundamental para el éxito del programa: su abierta hostilidad hacia las entidades gubernamentales, su perspectiva constantemente pesimista sobre la naturaleza humana, su afecto indiscriminado por las teorías conspiracionistas (así éstas respaldaran en más de una ocasión hipótesis sugeridas por partidos políticos de extrema derecha), su extraña estructura parcialmente-serializada-parcialmente-independiente[4].

Carter se comportaba como un hombre con nada que perder (fuera de un jugoso contrato con Fox), pero The X-Files nunca habría funcionado de no ser por el casting perfecto de David Duchovny y Gillian Anderson. Balanceando una deslumbrante química sexual, casi siempre platónica, con avanzados y complejos bloques de información científica/histórica que se mezclaba con súbitos brotes de humor negro, Duchovny y Anderson hacían entretenidos incluso los más absurdos y ridículos episodios. Verles trabajando juntos era (y continua siendo hasta el día de hoy) una experiencia única y redentora en la ficción televisiva, ya fuera mientras intentaban alcanzar la elusiva verdad alienígena de un gobierno paternalista/egoísta, desmantelaban un culto de profesores de bachillerato satanistas con la ayuda del mismísimo demonio, o resolvían el caso de un asesino en serie en una comunidad circense[5].

Mi fanatismo casi religioso por The X-Files no me ciega ante su más clara debilidad, consecuencia de la ambición de su creador y maestro de ceremonias: Chris Carter simplemente no sabe cuando detenerse. Aquello tiene sus razones económicas lógicas, después de todo ¿quién mataría a la gallina de los huevos de oro? Pero Carter también ha querido desde los inicios de la serie explorar las posibilidades de su extensiva mitología[6]: Dos series (Millenium y The Lone Gunmen), tres videojuegos (incluyendo un Pinball diseñado por Sega), varios cómics, un juego de cartas, una próxima serie de libros para jóvenes adultos sobre la adolescencia de los protagonistas, dos películas y una reciente resurrección en forma de mini-serie sugieren simultáneamente un pago de deudas y una vívida obsesión creativa que no siempre resulta necesaria. De todos estas salientes, los dos casos más atractivos y relevantes para nuestra empresa son los filmes, rodados con 10 años de diferencia entre ellos, en momentos muy distintos de la saga.

“Survival is the ultimate ideology.”

El primero, The X-Files: Fight The Future, continúa la narrativa entre el último capítulo de la quinta temporada (The End) y el primero de la sexta (The Beginning), luego de que (Spoiler Alert) los Archivos X han sido quemados hasta quedar hechos cenizas y la facción del FBI en la cual estaban empleados Mulder y Scully ha sido cerrada hasta futuro aviso. Dirigido por Rob Bowman, uno de los frecuentes colaboradores de la serie[7], y escrito por Carter y Frank Spotnitz, el propósito del primer filme fue tanto dar una especie de culminación a los primeros cinco años de la serie para quienes la habían seguido asiduamente, mientras que el universo le era presentado simultáneamente a nuevos espectadores que se adentraran en la sala por accidente (no creo que exista nadie en la tierra que vaya a ver la película de Alf sin saber con antelación quién diablos es Alf). La historia comienza en la era paleolítica, 35,000 años a.C., cuando un agresivo alienígena ataca e infecta a un par de cavernícolas con un virus desconocido, virus que es redescubierto en 1998 por un niño llamado Stevie (un joven Lucas Black) quien lo contrae mientras explora una cueva en el Norte de Texas.

Una vez terminado este pequeño preludio pasamos a nuestros protagonistas, los reasignados agentes Mulder y Scully, quienes han sido llamados a responder a una alerta de bomba en un edifico federal de la capital estadounidense. A pesar de encontrar dicho artefacto explosivo, el edificio estalla en la primera gran secuencia de acción del filme (y probablemente el más costoso también, junto al alquiler de no menos de 15 helicópteros), y pronto un extraño contacta a Mulder para advertirle que dicha explosión es solo una pantalla de humo para distraer de algunos cadáveres incinerados en la morgue, entre ellos el del joven Stevie. Esta pequeña información pone en ruedo la investigación semi-ilegal de los dos agentes, quienes una y otra vez ponen en riesgo su propia vida y carrera profesional en búsqueda de la prueba irrefutable de la existencia de vida extraterrestre inteligente (Mulder por razones simbólicas, Scully por razones científicas).

Aunque resulte difícil complacer a un grupo de fanáticos rabiosos mientras simultáneamente se es condescendiente con ellos, el filme funciona sorprendentemente bien, y el resultado final es un sólido (si cursi) thriller que alterna entre divertido y ligero, y paranoico y pesimista. Bowman salta rápidamente de un género a otro, pasando por horror de criatura (con ecos de Alien y de Invasion Of The Body Snatchers, versión 1978), thriller político, procedural policiaco, y ciencia-ficción. Este trastorno de personalidad múltiple es visible también en la estructura del filme, donde el paso de una secuencia obligatoria a la siguiente es al mismo tiempo predecible y refrescante: nuestros héroes sobreviven a una costosa explosión (así demostrando que no estamos en territorio conocido) pero poco después un caso es revelado, y éste es investigado en una locación lejana y específica donde testigos son entrevistados y decisiones impulsivas y reveladoras son tomadas (no muy disímil de un episodio común). No obstante, el caso fue expuesto por un nuevo y extraño personaje[8] (básicamente una variación de los muchos informantes que suplen a Mulder a través de la serie), pero en cuanto los agentes se enredan en problemas son viejos conocidos quienes les auxilian/perjudican (The Lone Gunmen, La Corporación, el Hombre-Cáncer, el siempre bienvenido Walter Skinner).

Fight The Future es básicamente un capítulo más largo y más caro de The X-Files, pero también uno efectivo (quizás es el último gran capítulo de mitología de la serie, antes de la ridícula aparición de los Super Soldados). Aquello abre una lata de gusanos: el filme no es del todo necesario, al tratarse de una oportunidad perdida que no explora las facilidades del formato fílmico[9] (como, por ejemplo, sí lo hizo South Park en South Park: Bigger, Longer & Uncut), pero no es del todo redundante por ser sumamente entretenido. El estilo de dirección de Bowman[10] camina aquella fina línea también, al ser vistoso pero no característico, aptamente emulando los blockbusters de verano dirigidos por Tony Scott[11] y Roland Emmerich, y bajando la intensidad en los momentos más íntimos entre los dos agentes (incluyendo el ansiado preámbulo a un beso que nunca se da).

Fight The Future significó también el final del modelo de producción original de la serie: el rodaje se trasladó de la fría Columbia Británica en Canadá (cuyas misteriosas tierras fueron parcialmente responsables de la memorable atmósfera sombría del programa) hacia las tierras más soleadas de Los Ángeles, California, por petición de David Duchovny, quien deseaba tanto estar en cercanía de su mujer como tener la oportunidad de participar en más proyectos fuera de los financiados por Fox. Fue a partir de este momento que la mitología de The X-Files se fue tornando progresivamente confusa, mientras los capítulos aislados eran cada vez más auto-referenciales, cómicos y románticos (tonos que la serie exploraba esporádicamente antes, pero que dieron resultados estupendos en The Unnatural, Triangle, Field Trip, X-Cops, Je Sohuaite, Sunshine Days, entre otros).

El mayor sacrificio vino en el lenguaje cinematográfico, que se alejó progresivamente de los movimientos de cámara sugestivos y expresivos que inicialmente caracterizaron la producción (inclinándose más hacia fílmico que lo televisivo) y de la iluminación naturalista que otorgaba un realismo intrínseco a la imagen, dando paso en las últimas dos temporadas a un lenguaje incrementalmente blando y genérico, a varias cámaras, cuyos negativos eran escaneados inmaculadamente en los laboratorios del estudio para un resultado tristemente estéril[12].

“This is God’s work.”

Ese estilo anodino impregna The X-Files: I Want To Believe, un procedural policiaco dirigido por Carter seis años tras el final de la serie, que parece debatirse entre un caso no particularmente interesante y un slice of life de la vida post-gubernamental de los agentes, quienes ahora son una pareja. Influenciado fuertemente por el auge de ficción de crimen escandinavo, el filme encuentra a un huraño Mulder y a una Scully dedicada de tiempo completo a la medicina no forense, cuando son contactados de forma inesperada por la joven agente Dakota Whitney (Amanda Peet) y su compañero Moseley Drummy (Alvin “Xzibit” Joiner) quienes requieren de su ayuda para lidiar con los aspectos más extraños de su más reciente caso: Una joven agente de la sección de Virginia ha desaparecido en lo que parece ser un secuestro, y las únicas pistas provienen de un desgraciado cura con pasado pederasta que tiene visiones reveladoras sobre los crímenes locales.

Escrita por Carter y Spotnitz y fotografiada por Bill Roe, el fotógrafo de cabecera de la serie desde la sexta temporada, I Want To Believe no es muy estimulante visualmente, pero sí presenta un retrato bastante inusual de dos de los personajes más emblemáticos del mundo televisivo. Alejándose por completo del arco mitológico, la película se asemeja sobre todo a los Monster-Of-The-Week de las temporadas tardías, recorriendo territorio previamente explorado (“asesinos con inexplicables conexiones psíquicas”) por algunos de los mejores capítulos de la serie, entre ellos Aubrey, Clyde Bruckman’s Final Repose y Oubliette. Sin embargo, la extensión fílmica y la ubicación temporal de la película media década luego del último episodio, expone perspectivas sobre estas dos personas previamente inexploradas.

Mulder, por ejemplo, se ha convertido desde su desaparición en un conspiracionista obsesivo quien deambula de extrañeza a extrañeza sin norte aparente. Los límites impuestos por su puesto, su salario y la burocracia gubernamental eran el polo a tierra para Fox, quien se ha dejado crecer una larga y espesa barba, y ha reubicado su desorden oficinal a una aislada cabaña en Cualquier-Lugar, USA, completa con su célebre poster motivacional, lápices clavados en el dry-wall del techo y un plato lleno de semillas de girasol. Mulder sonríe ante la preocupación amorosa de Scully, pero parece perdido sin la amenaza de muerte y revelación que antes rondaba su vida, día tras día alejándose de la época más emocionante e importante de ésta. El caso le presenta la oportunidad de replicar sus años dorados, pero el tiempo que ha transcurrido hace parecer sus impulsos previamente valientes peligrosos, casi suicidas.

Scully, por su lado, ha encontrado en el fin de su afiliación con el FBI una igualmente satisfactoria continuación a su carrera profesional, utilizando tratamientos experimentales en un hospital católico con la esperanza de curar niños enfermos. El caso no significa lo mismo para ella que para Mulder, ya que su mente se encuentra ocupada y activa, pero igual le ayuda a confrontar una parte de sí misma que siempre fue fundamental: la religión y la creencia. Frecuentemente encasillada como el yang escéptico al ying crédulo de Mulder, Scully siempre ha estado más dispuesta a creer de lo que se le reconoce, pero su mente científica constantemente domina las reacciones emotivas e instintivas que propulsan a su compañero. La película le presenta una oportunidad a Anderson de exhibir lados más sensibles y ambiciosos de su personaje que los vistos en la serie, mientras Carter aprovecha la dinámica entre Scully y el cura Joseph Fitzpatrick (Billy Conolly en un extraño casting) para librar una confusa batalla contra el clero y su poderío.

Aquellas exploraciones, aunque originales, no distraen de las múltiples fallas que atormentan I Want To Believe, la más flagrante que no es muy entretenida. La dirección pesada y desprovista de humor de Carter[13] es la principal causante de esto, haciendo el ritmo lento y quejumbroso en lugar de rápido y emocionante, como el género lo requeriría. Pero el filme también expone algunas de las razones por las cuales la serie era tan exitosa y lograda en los noventas mientras sus reanimaciones póstumas parecen incrementalmente datadas. Principalmente, está el concepto del asco y el miedo: La exposición y el fácil acceso a productos cada vez más violentos en televisión ha hecho que lo que antes era considerado perturbador y chocante haya perdido potencia, en parte gracias a una censura recesiva. Tanto I Want To Believe como la reciente mini-serie hacen uso explícito de gore, pero en lugar de ser herramientas inventivas para causar conflicto en los espectadores, parecen respuestas a una época y una audiencia más indolente. Mientras antes la sensibilidad común permitía que lo absurdo permeara lo real en la representación fílmica de la violencia, hoy en día el hiperrealismo y la porno-tortura ubican el asco en un lugar genuinamente repulsivo pero sin complicarlo ideológicamente. No problematizar las imágenes violentas es una forma de aceptarlas, y hacerlas extremadamente reales no solo las hace indeseables, también elimina el placer sensorial y visceral que anteriormente implicaban[14].

The X-Files nunca se trató sobre lo gráfico, porque ver un misterio explícito es un oxímoron. ¿Qué sentido tiene ver imágenes claras y nítidas de criaturas inconcebibles si eso solo subraya lo ridículas que éstas son inicialmente? El propósito de la saga creada por Chris Carter nunca fue revelar la verdad (así los capítulos finales se titulen obviamente The Truth), sino destacar la importancia de buscarla consistentemente, ya fuera en teorías conspiracionistas, autopsias extraterrestres, venganzas familiares, cajas de cereal o experiencias de vida. Aquel mensaje aún es poderoso y subversivo, y en tiempos de resurrección de franquicias antiguas por motivos nostálgicos y monetarios[15] resulta especialmente relevante. El simple hecho de que la obra original de The X-Files aún tenga mucho que decir, más de veinte años luego de su estreno, no es simplemente admirable: es en sí mismo, la elusiva verdad.

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[1] Aunque el término gentrificación normalmente se aplica a la restauración arquitectónica de áreas urbanas anteriormente problemáticas con intereses económicos, creo que encaja metafóricamente a la situación.

[2] Cash rules everything around me, C.R.E.A.M., get the money, dollar, dollar bill y’all.

[3] El mismo día fue estrenada la magistral Sorcerer de William Friedkin, que fue reciente y nostálgicamente restaurada en todo su esplendor.

[4] The X-Files introdujo la muy imitada y reverenciada división entre mitología (todos los capítulos con afiliación extraterrestre, con algunas excepciones) y Monster-of-the-Week (el resto de los capítulos, casi siempre tratando una actividad paranormal que iniciaba en el minuto uno y se resolvía en el 40).

[5] El otro gran acierto de Chris Carter fue rodearse de escritores supremamente talentosos, entre ellos James Wong, Glen Morgan, Frank Spotnitz, Vince Gilligan y el legendario Darin Morgan.

[6] Vale la pena mencionar que The X-Files fue también, en muchas maneras, la primera serie de culto estadounidense que fue improvisando su mitología a medida que avanzaba, y a pesar de presentar un retrato completo de la relación extraterrestre-humana ya acabado su trayecto, muchos de los trazos inicialmente esbozados fueron ignorados, olvidados y más de una vez contradichos.

[7] Bowman dirigió 33 episodios, de los cuales se destacan especialmente End Game, F. Emasculata, Our Town, Jose Chung’s From Outer Space y Paper Hearts.

[8] Carter y Bowman eligieron a varios actores reconocidos para que trabajaran en el filme, entre ellos Martin Landau, Armin Mueller-Stahl y Blythe Danner, rompiendo así su política de emplear mayoritariamente a actores desconocidos para mantener un mayor grado de realismo.

[9] Hay que decir que al menos la película tiene suficiente gore y sangre para ser uno de los PG-13s más violentos existentes.

[10] Habría sido fascinante ver la hábil mano del ya fallecido Kim Manners detrás del filme. Su afecto por los planos secuencias y por las angulaciones extrañas habrían abierto puertas estilísticas que por desgracia se mantienen cerradas en la versión de Bowman.

[11] Esta noción es reforzada por el empleo de Ward Russell como director de fotografía, quien trabajó con el fallecido Scott en Days Of Thunder y The Last Boy Scout como DP y en Top Gun, Beverly Hills Cop II y Revenge como técnico jefe de iluminación.

[12] La salida de Duchovny de la serie y su demanda laboral a Fox, ya memorias lejanas, no ayudaron tampoco.

[13] Los episodios escritos por Carter siempre fueron criticados por esas dos características, y aunque las dos se manifiestan de forma narcisista en este ejemplar, muchos de sus mejores capítulos evidencian un gran sentido del humor (Syzygy, The Postmodern Prometheus, Triangle) o una seriedad merecida y respaldada por la historia detrás (Darkness Falls, The Erlenmeyer Flask, Irresistible).

[14] Esto es especialmente notorio en los remakes modernos de las sagas de horror de los 80s, cuyo reemplazo de efectos prácticos por CGI es solo uno de sus estúpidos delitos.

[15] Hay excepciones a la regla sumamente valiosas, por ejemplo, Mad Max: Fury Road de George Miller (2015).

Píldoras de Higiene Mental #5: Koji Morimoto

“La razón por la cual me convertí en un animador es porque me gusta pensar “¿Cómo hablará este personaje tan extraño?” o “¿Qué puede decir?”. Al animar un personaje, éste cobra vida. (…) En otras palabras, un animador también puede ser “un dios sobre el papel”.

Koji Morimoto

Aprovechando la oportunidad que ofreció nuestra más reciente exploración de Memories (1995) y la diversidad de estilos y miradas ahí dentro, se me ocurrió regresar a esta infame serie explorando a uno de sus directores más memorables, y sintiendo que Katsuhiro Otomô tal vez exija algo más extenso, al estilo de una Clase Magistral, me decanto por Koji Morimoto. Lo lamento, señor Okamura, en otra ocasión será.

¿Qué hace tan distintivo a Morimoto, y le da un grado de reconocimiento en el ámbito de la animación japonesa? ¿Es tal vez el hecho de ser el fundador de Studio 4°C? ¿Su fascinación por los fluidos corporales? ¿O tal vez la fluidez preternatural que le otorga al movimiento de sus personajes? Es difícil saberlo, teniendo en cuenta que su vasta obra no se encuentra recopilada o comprensivamente detallada en un solo sitio, y está compuesta no sólo por cortometrajes animados (la especialidad de las Píldoras) sino también un largometraje, Fly! Peek the Whale! (1995) y numerosos spots publicitarios, trailers y openings para series.

Tal vez la mejor manera de ingresar a la obra de este prolífico animador sea a través de sus primeros trabajos… Y, quién sabe, tal vez sobre-analizando la aparición de líquidos en movimiento.

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Franken Gears  (1988)

Como parte del Robot Carnival (1988), otra gran antología estrenada poco tiempo después de Akira (1988), se reúnen directores que cuentan, cada cual a su estilo y conveniencia, una historia con robots como eje central de sus narrativas. Teniendo en cuenta lo variada y colorida que es la relación del Japón con lo automático, no sorprende ver la cantidad de imágenes familiares que hay encapsuladas en los cortos, aunque son mucho más curiosas e inquietantes las adaptaciones de relatos extranjeros para un código nipón. Siendo una de éstas, Franken Gears es una breve reinterpretación de El Moderno Prometeo (o “Frankenstein”, para los que no estén poniendo atención en casa) de Mary Shelley, con algunos elementos de The Great Dictator (1941) arrojados de buena fe[1]. Sin una sola línea de diálogo, somos testigos de la energizante expectativa que este viejo Dr. Frankenstein le ha volcado a un robot que planea traer a la vida, un posible vehículo para sus presuntos planes de dominación mundial.

Contemplando la posibilidad de que sus planes fallen, el doctor prueba con desespero todo tipo de medidas, y cuando todo parece perdido su creación cobra vida. Más allá del resultado fatal de las máquinas adquiriendo la posibilidad de imitar a sus creadores, nos embelesa y educa el enorme rango de expresiones que tiene el condenado protagonista, con numerosos gestos y genuflexiones que reflejan distintos grados de júbilo al ver nacer al enorme gigante de hierro.

Fluidos adicionales: la saliva del científico extasiado.

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Noiseman Sound Insect (1997)

Posiblemente la obra más recordada de Morimoto, llegó a nuestras tierras gracias al canal de televisión Locomotion[2], en donde se emitió en su idioma original y sin subtítulos. Para ese entonces, alrededor del año 2001, me fue difícil entender de qué trataba todo esto, y tuve largas horas de confusión al ver cómo los aparentes protagonistas trabajaban para y luego contra el Pikachu del Infierno que viene siendo el epónimo Noiseman.

Con los años y la (falta de) experiencia llegó la comprensión, y con ella el entendimiento del argumento: los primeros minutos son la condensación de todo Franken Gears, en los que un científico loco (aunque no tan loco como el argumento mismo) crea a Noiseman, un engendro que se alimenta del ruido y crece sin control, hasta el punto que éste decide dominar el mundo por su propia cuenta. Eventualmente Noiseman recluta varios jóvenes que le ayudan a alimentarse, entre ellos los protagonistas Tobio y Leina. El método de reclutamiento parece involucrar lavado cerebral a través de la ingesta de Semillas del Ruido, ya que estos jóvenes e insensatos cazadores vuelven a entrar en razón apenas tienen contacto con la Fruta del Sonido, otro McGuffin que también hace las veces de arma letal contra Noiseman. Así, se crean varias alianzas intempestivas, entre los habitantes de la aparente favela del ruido y unos pequeños fantasmas que han sido desprovistos de su ¿Sonido? ¿Alma? No es algo que quede muy claro, incluso con subtítulos.

Si bien el argumento no es algo que pida ser entendido a gritos, no podemos tratar con el mismo desdén el exquisito y delicado trabajo de animación, y no es muy desquiciado afirmar que después del render de Magnetic Rose, Morimoto ha quedado prendado de la animación 3D y de las posibilidades que le ofrece a la hora de complementar la animación tradicional en 2D. Este corto es un campo de experimentación adecuado para tal fin, en donde vemos un empalme idóneo entre personajes dibujados “cuadro a cuadro” y escenarios tridimensionales con texturas en 2D, algo que abarata bastante el proceso de realizar un plano secuencia animado sin que necesariamente se vea menos efectivo. Se resalta también la música, producto de una nueva colaboración con Yoko Kanno, y los créditos, que son aún más crípticos (y llenos de información) que el corto mismo.

Fluidos adicionales: el hábitat de las Frutas del Sonido, y podríamos irnos tan lejos de decir que los fantasmas están hechos de una sustancia líquida.

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The Animatrix – Beyond (2003)*

*Lo lamento, no hay un link de buena calidad que pueda proveerles.

Tiempos aquellos, en los que los familiares Wachowski[3] aún no habían decepcionado al mundo con las secuelas de The Matrix (1999), o al menos no habían deteriorado el legado de una buena película de ciencia ficción con enloquecidas conclusiones[4]. Como pieza acompañante para el extenso y rico universo que había planteado la toma de la píldora roja, se propuso crear una serie de cortometrajes que hicieran las veces de precuela y de textos anexos, con la particularidad de ser todos dirigidos o producidos por estudios de animación de Japón.[5] Esta decisión tiene sentido, debido a que la película original pide varios elementos (estilísticos y narrativos) prestados del anime y, como ya hemos visto con anterioridad, los nipones no se quedan cortos a la hora de realizar antologías sobre las múltiples implicaciones de las máquinas en la humanidad.

Aplicando las consecuencias lógicas más extremas del universo de The Matrix, una de las piezas más memorables es Beyond, en la que la joven Yoko (¿Kanno?) sale en busca de su gato Yuki, lo que la lleva a una vieja casa abandonada por la humanidad y por las leyes de la física. En paralelo, un misterioso camión se abre paso a través de las calles de Tokio, y cuando éste llega a la vieja casa vemos a un grupo de fumigadores comandados por alguien que, gracias a la mitología de la saga, podemos reconocer como un agente. Es así como este lugar, un error en la Matriz, es neutralizado y reemplazado por un sitio común y corriente, donde la vida continúa. El final es igual de lóbrego al del resto de secuencias de la antología, y el uso de la animación 3D responde mucho a lo que se ve en los dos cortos anteriores, y contrasta bastante con las demás piezas que hacen uso extensivo del mismo, en particular “Matriculated” de Peter Chung[6]. A diferencia de los anteriores, en este corto no hay colaboración musical de Yoko Kanno.

Fluidos adicionales: la sangre de los niños y de Yoko, tanto cuando toca el suelo como cuando no.

Esta es apenas una primera y pequeña mirada a una obra sólida, con la confianza de que existan trabajos futuros de Morimoto mucho más extensos y ricos, al menos mientras tengo la oportunidad de ver “Fly! See the Whale!” en una edición decente y pueda escribir algo decente sobre ella. Algún día.

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[1] Es muy difícil disociar el juego del globo terráqueo inflable a la memorable denuncia de Charles Chaplin al gobierno de Adolf Hitler realizada en plena Segunda Guerra Mundial.

[2] …Como muchas otras cosas buenas que agraciaron nuestras vidas a principios de este siglo. Todos recordaremos que eventualmente la parrilla se volcó casi que exclusivamente al anime, nació Animax y años después empezaron a comprar series terribles, en lo que sería conocido como La Gran Crisis de la Animación Japonesa del 2006, de la cual hablaré en otra oportunidad.

[3] A riesgo de sonar fuera de tono y totalmente obtuso, hago hincapié en que el término “siblings”, como ahora se da referencia a Lilly y Lana Wachowski, no existe en español o al menos no literalmente, y es necesario referirlos como hermanos o hermanas. Se deja constancia que esto último no afecta cualitativamente el juicio de valor de sus películas, pero sí arroja otro tipo de lecturas e insights más apropiados para otra ocasión.

[4] A mi humilde juicio, debo decir que el éxito de The Matrix eclipsó el prestigio que pudo haber tenido Dark City (1998), incluso con un año de diferencia entre ambas, y que esta última no tiene el culto que merece, sin demeritar el impacto cultural de la primera. No obstante, después de Knowing (2009) y Gods of Egypt (2015) es muy difícil discernir si Alex Proyas es un genio incomprendido o simplemente un hombre que lleva un buen tiempo sin poder pagar deudas.

[5] Hay una sola excepción, Final Flight of the Osiris, dirigida por Andy Jones y producida por Square Pictures, el mismo estudio responsable de la terrible Final Fantasy: The Spirits Within (2001).

[6] Aeon Flux, Phantom 2040, Reign: The Conqueror (conocido en Latinoamérica como Alexander) y algunos de los personajes de Rugrats son claves para reconocer el estilo de este gran surcoreano.