Category Archives: Artículos

Sobre celuloide, digital y video en general. Tipologías varias aquí.

Stanley Kubrick: Paths of Glory (1957)

Podría estar parándome en una posición riesgosa al mencionar que la guerra es uno de los momentos más hermosos y terribles que puede recrear la humanidad a voluntad, pero aquí estoy no sólo afirmando esa postura, sino además aparejándola de alguna u otra manera con la presente película. Nuestra naturaleza es dual, por no decir contradictoria, y en el enfrentamiento a muerte entre dos o más bandos se pueden exaltar los más puros valores y el amor por algo que trasciende a la vida misma, así como se puede dar el escenario para los crímenes más grotescos e innombrables, cubiertos en una pátina de grima e indiferencia nacida de la monotonía. No se trata de una apología a la guerra, sino a la humanidad, sin la cual esta no existiría en principio; a continuación me explico.

Estas condiciones primales son un caldo de cultivo sumamente nutritivo para un director que sepa comunicar la violencia y el odio inmanentes en los hombres a la usanza de un caballero, y en mi escaso conocimiento de la materia puedo afirmar que Stanley Kubrick es completamente apropiado para tal fin. Se hallaba aún en un estado muy temprano de su carrera como director, y aunque no había probado todavía su difícilmente discutible versatilidad, sus tres anteriores películas pueden verse como una carta de presentación muy apropiada: dos de tinte noir, The Killer’s Kiss (1955) y The Killing (1956), así como un drama de guerra autofinanciado cuya proyección es más bien restrictiva, Fear and Desire (1953).

Entre el Centro y el Tercio Izquierdo: Kirk Douglas, siendo descaradamente genial sin esforzarse mucho.

Esta fascinante adaptación de la novela homónima de Humphrey Cobb rodada enteramente en Alemania nos sitúa en el año 1916, durante la Primera Guerra Mundial en un punto del frente que va a lo largo de la frontera francogermana, notoriamente atrincherada y estática. En una suntuosa mansión se encuentran el General George Broulard (Adolphe Menjou) y el General Paul Mireau (George Macready), con el fin de concretar la cuestionable toma de “Ant Hill”, una mcguffinesca locación, con las exhaustas tropas a cargo de Mireau. Éste se rehúsa en principio, alegando que mandar a sus hombres a ejecutar semejante tarea sería completamente fútil, pero la mención de una promoción suena como una campanilla a sus oídos, y su posición da un giro de 180º. Esto nos prepara para el triste tono de esta película.

El Gen. Mireau no pierde tiempo en pasar revista a sus subordinados, aleccionando a las tropas de ánimo grisáceo con su presencia. Y es aquí cuando conocemos al Coronel Dax (Kirk Douglas en una inolvidable interpretación), hombre y soldado ejemplar como nunca ha habido otro, quien recibe las órdenes de tomar Ant Hill primero con un enorme grano de sal, mas confía en la capacidad de sus hombres para que, apenas despunte el alba, puedan dar la talla en las Termópilas que les aguardan. Durante la víspera del ataque, el Teniente Roget (Wayne Morris) cita al Soldado raso Lejeune (Kem Dibbs) y al Cabo Paris (Ralph Meeker) para llevar a cabo una expedición nocturna, en la que uno de los 3 no volverá al campamento. Esto, más allá de incidir en el argumento, es un punto más sobre la codicia y la injusticia en los seres humanos, así que ahí vamos.

“Montaña de mierda, ni siquiera está decorada.”

El ataque a Ant Hill, para el que tanto el regimiento como la audiencia se ha venido preparando, no es menos sensacional de lo que uno podría esperar. Con una duración de 3 minutos, desde que Dax suena el pito de partida hasta que toma la decisión de regresar a la trinchera, es una de las secuencias de acción más vibrantes que he visto hasta la fecha, extendiéndose casi por el triple del tiempo mencionado gracias al asombroso trabajo de montaje de Eva Kroll (su única colaboración con Kubrick, en calidad de local) y la disposición de los planos, algo de lo que hablaré posteriormente. El Gen. Mireau se ofende al ver que la mayoría de las tropas no avanzaron de la trinchera, y ordena que sean bombardeadas con fuego de artillería, una orden que obviamente no da ningún fruto. Envuelto en furia, acusa al batallón entero de cobardía, y arremete en poner a desfilar a 100 de sus hombres al paredón; eventualmente bajan a 12, y entrando un poco más en razón, terminan siendo 3 los acusados.

No tardamos mucho para entrar en razón acerca de los múltiples motivos por los cuales esa improvisada corte marcial es incorrecta. ¿”Cobardía”? El ataque en sí mismo era absurdo en proporciones, como la mayor parte de la Primera Guerra Mundial, y aunque no nos ofrecen información puntualmente detallada acerca del estado de las tropas francesas o de las alemanas (las cuales no vemos en toda la película), no es difícil intuir que el ataque se ha llevado a cabo más por coerción política que por autonomía o determinación.

“J’accuse!”

La película da un gran giro (no es el primero ni el último que veremos) y somos expuestos a un juicio que nos recuerda a La Pasión de Juana de Arco (1928) de Carl Theodor Dreyer, al menos sans desubicación espacial. Arrojado en el candor que produce ver tan espectacular juicio incluso me atrevería a fijar similitudes con 12 Angry Men de Sidney Lumet, pero no sólo temo la ira de Dustnation (Nota Editor: No habría ira) ante semejante comparación, sino que además ésta precede a Paths of Glory por apenas 6 meses, las posibilidades de que existan relaciones entre ellas son algo abisales. En sí, podría establecer al aire muchas otras relaciones, pero creo que es una actividad ociosa en la que espero el perdón de nuestros estimados lectores*. Infortunadamente para Dax que procedió como abogado defensor, hay una declaración de culpabilidad de cobardía para los 3 acusados quienes ya han figurado con anterioridad, si nos hemos fijado en las secuencias que no tienen nada que ver con el ataque a Ant Hill.

De manera muy sucinta se desenvuelve este largometraje que en apenas 78 minutos contiene todos los elementos para hacer de una épica de guerra algo memorable. Hay unos costos que Kubrick decide tomar, por el bien de la producción y su longitud, y entre esos el que más resalta es el desarrollo de personajes. Dax no es tanto un personaje como si es un ideal, y bajo la carne del imponente Kirk Douglas se podría hablar de él como una figura mitológica, con su constante defensa de lo humano sin que se trazen mayores motivos para que se comporte así; es un claro contraste a los dos generales, corruptos y cínicos sin que la desvergüenza opaque sus medallas. Tenemos acceso a los demás soldados en la medida que se posibilita el preocuparnos por ellos y su destino, en concreto los 3 acusados, y muy a pesar de la loable dirección de Kubrick, son aguas que apenas se vadean. De los diálogos no hay mucho que decir, más allá de que son genialmente incisivos y altamente citables, lo que compensa el inconveniente de los personajes.

Pecaré por decir que la imaginería llega a ser icónica.

Con una preocupación mayor se trabaja el departamento de fotografía, al que se le apuesta gran parte de Paths of Glory. Como ya lo había mencionado, las secuencias de acción quitan el aliento, y la cámara rara vez está quietecita en su lugar; todo lo que conocemos en la trinchera y en los alrededores de la mansión/club de oficiales nos es presentado con constantes paneos y travellings, guiando nuestra atención a los no-menos escasos movimientos de los actores a través del set. El cuidado del encuadre y los delicados contrastes son recordatorio permanente de que Kubrick, antes de ser cineasta, fue un consumado fotógrafo.

Y es en un escenario como este, tan cuidadosamente registrado, en el que atestiguamos los horrores de la avaricia y el egoísmo**. La elegancia de los uniformes (incluso cuando están cubiertos de lodo y sangre), el lujo de las instalaciones militares y la fraternidad comprensiva entre hombres que comparten un destino son apenas unos pocos aspectos que chocan ante las demás atrocidades que suceden dentro y fuera del cuadro, y sin embargo vemos que algo persiste, algo que la guerra no puede arrebatarle a los hombres a pesar del tiempo y las vidas que consume. Ese algo es realmente hermoso, una flor que muy a su pesar parece que sólo creciera en el desierto marcial; gracias a Kubrick podemos verla en un cuarto obscuro, lejos de la tierra que normalmente la ve nacer.

________________________________

* Mencioné que no haría comparaciones arrebatadas, mas no puedo evitar hallar otro tipo de semejanzas con Ivanovo Detstvo (La Infancia de Iván) de 1962, dirigida por Andrei Tarkovski y basada en un cuento corto ambientado en la Segunda Guerra Mundial. Es apenas natural que los relatos bélicos, sin importar mucho su época, tengan numerosas relaciones entre sí, pero el tratamiento visual y temático de la patrulla nocturna en ambas películas es abrumadoramente similar. Espero que alguno de nuestros lectores alce la mano para corregir mi impresión.

** Para ver otro trozo de la Gran Guerra, a través de los ojos de un director completamente distinto, recomendaría nada más y nada menos que Merry-Go-Round (1923) de Erich von Stroheim.

Jason Bloom: Overnight Delivery (1998)

Gran parte del baúl interminable de memorias, alternadamente eufóricas y traumáticas, que tengo de mi infancia viene de las películas que veía en VHS’s varios que mi hermana grababa. Existían un par de categorías para estos videocassettes, los primeros llenos de rutinas de patinaje sobre hielo (Michelle Kwan, la extremadamente irritante Tara Lipinski) y gimnasia olímpica (Kim Zmezkal, Shannon Miller y el bigote de Béla Károlyi), los segundos compuestos de combinaciones inconexas y absurdas de tres o cuatro filmes (i.e., “The Sound Of Music/Batman Returns/Liar Liar/The Truth About Cats & Dogs” o “Los Amantes Del Círculo Polar/Coyote Ugly/Todos Los Hombres Sin Iguales”). Varios de estos dejaron una huella indeleble en mi subconsciente fílmico y ayudaron a formar un criterio más o menos adecuado para separar complejas obras artísticas de la basura video-parlante que cundaba los 90’s. Pero algunos casos, casos anómalos y olvidados, son materia prima de los sueños de un acaparador de desechos, fracasos y (de cuando en cuando) reliquias.

“Overnight Delivery” no es una reliquia, pero sí es uno de esos casos. Vista por primera vez en 1999 ante risas varias y aplauso moderado, lo que más recordaba del filme era su secuencia inicial donde había una broma sobre felación, pero en ese entonces no alcancé ni siquiera a rasguñar la fachada de este caudaloso pantano de enfermedad e insensibilidad imaginado por un psicópata. ¿El psicópata original? Kevin Smith (“Clerks”, Zack & Miri Make A Porno”), cuyo enamoramiento por sí mismo y por su obra, ocasionalmente brillante, apenas empezaba a brotar a la superficie. Su guión, sin embargo, fue re-escrito por Mark Sedaka y Steve Bloom (probable hermano del director) y la dirección del proyecto fue tomada por Jason Bloom, que un par de años atrás había dirigido la mundialmente aborrecida “Bio-Dome”, con Pauly Shore en el papel principal.

Pero entremos en materia: ¿Qué carajos ocurre en esta horrible película? Seguimos a Wyatt Trips (Paul Rudd, en un esfuerzo memorable), un estudiante (¿de literatura?) que se encuentra separado de su novia de largo plazo, Kimberly (Christine Taylor, luego esposa de Ben Stiller), por varios miles de millas de distancia. Pero se aproxima el día de San Valentín en el frío estado de Minnesota, y Trips se siente un poco solo, no sólo por la larga abstinencia sexual acordada con su novia que se rehúsa a soltárselo en ocasión alguna, sino además por las delgadas paredes de las fraternidades gringas que se encargan de restregarle en la cara a su promiscua vecina (¿fraternidad mixta? ¿Qué es esto, Holanda?). Para empeorar su situación, una llamada a la compañera de cuarto de Kim le revela que esta ha estado saliendo con un individuo apodado “The Ricker”, y que éste le ha llevado al mismo tipo de orgasmo escandaloso que se reproduce simultáneamente en el cuarto de al lado. Destrozado, Trips paga una entrada a un club de desnudistas aparentemente decorado por James Rosenquist y allí se encuentra con los trozos de mierda que se hacen llamar sus amigos, quienes se debaten entre reírse en su cara y abusar psicológicamente de la estrella del local, Ivy Von Trapp (Reese Witherspoon, efectiva y algo corta en el departamento glandular para ser una stripper).

¿S&M College Bar?

Pronto el abuso se torna físico y el guardia echa, no sin antes propinarles una buena paliza, a los hormonales veinteañeros. ¿O lo hace? ¡No! El guardia echa a Ivy y a Trips, quien intentaba defenderle (“Show some respect, she might be someone’s girlfriend”), a patadas del local y estos acaban conociéndose en una noche de pancakes. Emocional, Trips le cuenta su historia de desengaño a Ivy, y esta le convence de mandarle una agresiva carta y una sugestiva foto (acompañada de un condón con un escupitajo adentro) donde le termina inmediatamente. El paquete completo es sellado y alistado para una entrega al día siguiente (i.e. “Overnight Delivery”) en un seudo-FedEx llamado Global Express, y Trips & Ivy vuelven a su rutina de estudio (debería aclarar que ninguno de los dos hace el más remoto esfuerzo o trabajo académico por la duración completa del filme). ¿Saben hacia dónde se dirige esto? Bueno, resulta que “The Ricker” es un perro, dato aclarado por Kim via un mensaje en la contestadora. Pronto, la película se convierte en una mezcla entre carrera contra el tiempo y contra la oficina privada de correos, y un Road Trip espolvoreado de desgracias, humillaciones y el surgimiento romántico de dos personajes opuestos. ¡Billy Wilder, revuélcate en tu tumba!

Varios de estos acontecimientos son al menos entretenidos, especialmente la presencia de Tobin Bell (Saw en “Saw”) que propone un posible origen para la popular saga moderna de porno-tortura al hacer las veces del asesino en serie “Killer Beez” (o John Dwayne Beezly, sólido nombre para un asesino), cuya particularidad consiste en descuartizar jovencitas y explotar sus cabezas. ¡Buen chiste, comedia de adolescentes! ¿Acaso mencioné que el rating del filme es PG-13? Pero tanto Kevin Smith como los revisores de su desastroso guión no tienen suficiente con hacer bromas sobre homicidios, también le apuntan a la inequidad social (“We’re talking about guys who make ten bucks an hour”) y a los problemas raciales (“Oh, yo no comprendo! Well, comprendo this!”), todo sin preocuparse por desarrollar personajes remotamente agradables. Completando el reparto están Larry Drake como el repartidor de correo (un puto loco, peor y más peligroso que Killer Beez si me lo preguntan) y Sarah Silverman como una compañera de estudio de Trips que argumenta que Herman Melville robó a Steven Spielberg.

¿Por qué diablos, se preguntarán, se encuentra esta película en la sección de “Where’s The Love”, entonces? Hay un trío de razones: a) ubicarla en otro lado (probablemente “A Quemarropa” o en el mejor de los casos en “What’s Your Pleasure, Mr. Cotton”) estropearía la organización del mes de Paul Rudd, así que por puro Desorden Obsesivo-Compulsivo el filme se salva, b) las actuaciones de Rudd y Witherspoon son rescatables en este océano de misantropía, y c) la dirección de Bloom es bastante arriesgada, aunque en direcciones tanto curiosas como esquizofrénicas. Tanto la parte visual como sonora parece tomar una gran hoja del libro de David Lynch, con movimientos alternadamente suntuosos y acelerados con tintes de pesadilla. No ayuda la música, declaración notoria de que estamos en la década de los 90s, un techno de mala muerte que taladra en lugar de enfatizar. Pero (ya he dicho esto antes) al menos hay un beso al final.

Pesadilla romántica Lynchiana.

David Wain: Wet Hot American Summer (2001)

Antes, unas pocas palabras sobre Paul Rudd. Paul Rudd, actor de Nueva Jersey de 42 años, no será reconocido como el mejor actor de su generación. Su popularidad hoy día se debe en gran parte a sus múltiples colaboraciones laborales con la productora Apatow Productions, al mando de Judd Apatow, de quien hemos hablado anteriormente. Pero lejos de estos exitosos proyectos, Rudd tiene a sus espaldas una carrera fascinante, compuesta por filmes tan variados como secuelas de sagas antes-exitosas-ahora-perdidas de terror (“Halloween: The Curse Of Michael Myers”), adaptaciones australianas y modernistas de Shakespeare (“Romeo + Juliet”), premiados melodramas de Lasse Hallström (“The Cider House Rules”) o seminales comedias románticas para adolescentes con fuerte contenido incestuoso (“Clueless”). Paul Rudd no será reconocido como el mejor actor de su generación, en parte porque no lo es. Sí es, sin embargo, una presencia cómica y actoral única, por lo que aquí en Filmigrana se le hará un pequeño homenaje este mes con cuatro artículos sobre muy distintos filmes en los que ha participado, filmes que van desde aceptables tirando a flojos hasta pequeñas joyas por descubrir. Eso sí, todas enlistadas bajo la columna de “Where’s the Love?”

________________

Este es el poster promocional (elocuente, excelente) de “Wet Hot American Summer” del director David Wain, cuyos orígenes, al igual que los de la mayoría de los integrantes del reparto, comienzan en aquella cuna de güidos y promiscuos llamada MTV, antes un canal preocupado por la creación de nuevas voces: el caso de Wain, Michael Showalter, Ken Marino, Michael Ian Black y Joe Lo Truglio pertenece a el grupo de comedia de sketch noventero llamado “The State”. ¿Y el caso del filme? Aún con este talentoso pedigrí fue un desastre financiero. Hecho por un poco menos de dos millones de dólares y estrenado en el festival de Sundance (cuatro funciones vendidas por completo), el filme paso un tiempo largo sin encontrar distribuidor, y una vez encontrado, fue prácticamente regalado a USA Films por 100,000 dólares (100,000 dólares que no pararon ni cerca de los bolsillos de los realizadores). Su estreno limitado en unas cuantas ciudades de Norteamérica recaudó poco menos de 300,000 dólares, y la crítica (incluyendo una particularmente virulenta a manos de Roger Ebert sans cáncer) no ayudó la venta de boletas. Pero el fácil acceso al DVD (al igual que en varios casos de la década incluyendo a “Donnie Darko”) y la cualidad y particularidad de la obra últimamente salvaron al filme de la desaparición absoluta y crearon a su paso un fuerte y creciente culto respaldado por los fanáticos de “The State” y más adelante “Reno 9/11” y “The Ten”, el segundo igualmente irregular e inspirado filme del director.

Por que si hay un par de adjetivos que definen de forma apropiada “Wet Hot American Summer” son irregular e inspirado. Establecida por completo en un campo judío en los años 80, el filme es un obvio y preciso homenaje a este específico sub-género de la comedia estadounidense, género cuyo pico indiscutible vino en 1979, cortesía de Ivan Reitman y Bill Murray, con “Meatballs”. Pero la película de Wain no busca capturar la esencia de estos filmes (cómo sí lo intenta, digamos, “The House Of The Devil” de Ti West con el sub-género setentero de “satanic panic”), en su mayoría inofensivos, lineales y algo ingenuos: a pesar de poner mucha atención al detalle, al arte, el vestuario y el lenguaje, el resultado no podría apuntar hacia algo más diferente que aquellos filmes ya veinteañeros. Su producto, básicamente una narración compuesta de muchas pequeñas narraciones durante un solo día de campo (el día final antes de volver al hogar, al colegio y a la civilización), está obsesionada con hacernos reír a cómo de lugar, sin importar que tan enloquecido esté su compás moral o centro emocional. Esta disposición a eliminar toda conexión entre el espectador y los personajes propulsa al filme a funcionar tanto cómo sátira como comedia.

Lo Truglio y Marino, en una de las viñetas más logradas.

Pero que absurdo y complejo resulta referirse en estos términos a la obra presente, cuando ella misma no se atribuye esa seriedad. “Wet Hot American Summer” es ante todo, hora y media en buena y relajada compañía, aún cuando no todos sus estratagemas funcionan, la mayoría logra su cometido sin problema alguno. Claro está, nada más subjetivo en el mundo cinematográfico que la comedia, ya que la opinión frente a lo que vemos y lo que nos resulta genuinamente divertido o humorístico está ceñida a la mentalidad y la personalidad del autor. El éxito, o la falta del mismo en el filme de Wain, elabora sobre un punto muy diciente del tipo de comedia que estamos presenciando. Al revisar la película una y otra vez, dos cosas saltan a la vista inmediatamente: a) que es obvio desde el principio que el filme iba a fracasar monetariamente por el específico de su demografía y b) que, aún con este elefante en el cuarto, alguien hubiese dado luz verde a este proyecto, en muchas formas un callejón sin salida de sueño frustrado (algo similar ocurre con “Observe and Report” de Jody Hill, un artículo más aún por escribir). Estos dos eventos, algo trágicos, dan lugar a un tercero mucho más esperanzador, el estatus de culto del filme en sí. Lo cual, una vez más, es consecuente desde un punto de vista fenomenológico, donde la producción y realización de una obra de arte dirigida hacia un público extremadamente específico no crea un gran número de seguidores, pero sí un séquito acérrimo y frecuentemente fanático.

Pero una vez más me he desviado del camino que la inteligente y muy graciosa película deja a su paso. A pesar de ser un filme preocupado por un periodo y una tipología muy exactos, su comedia es lo suficientemente abierta como para seducir a espectadores que la desconozcan y la encuentren casualmente en su video-tienda de elección, en el inmenso e insondable internet o en la programación de medianoche de algún televisor accesible. Escrito por Wain y Showalter, el filme logra una balanceada combinación entre improvisación actoral (con la presencia de los jóvenes y en aquel entonces semi-desconocidos Bradley Cooper, Amy Poehler, Elizabeth Banks y el homenajeado Rudd) y diálogo absurdo. Esta ganadora combinación de director y actores, nada demasiado formal (como este desconsiderado y maltrecho artículo lo hace parecer), crea personajes sobre arquetipos y los hace verdaderamente memorables (y citables, otro punto a favor del cultismo que hoy día rodea a la película). En palabras de Beth, la directora del campo (Janeane Garofalo, siempre estupenda salvo en política): I’d like to take this opportunity to thank you all for making the last eight weeks without rival, THE BEST SUMMER OF MY ENTIRE LIFE!

Whoo!

Beth, una ex-hippie de jeans y blusa gruesa con vistas liberales sobre la educación vacacional (Well, we made it through the end of the summer in one piece, except for the lepers), es quien maneja el lugar ayudada por varios jóvenes de 16 (claramente interpretados por actores de 25 en adelante, a propósito), pero tiene su interés romántico en el profesor de física que vino a descansar en una enorme cabaña de madera al lado del campo (David Hyde Pierce, brillante, lo cual es un adjetivo común a la hora de describir los involucrados en este rodaje, por lo que dejaré de usarlo), Henry Newman, cuyas teorías conspiracionistas y además acertadas apuntan a un pedazo de laboratorio espacial (Skylab) que va a caer en todo el centro del lugar. Otros adultos incluyen a Gene (Christopher Meloni), el cocinero/veterano del Vietnam con tendencias sexuales inapropiadas, Nancy, la enfermera, y Gail, la profesora de arte obsesionada con el marido que la dejó recientemente (Molly Shannon en la único historieta que falla por completo en el filme, y no por falta de esfuerzo o tiempo).

Los adolescentes están conformados principalmente por el cuarteto amoroso de Coop (Showalter), joven judío sin éxito amoroso, Katie (Marguerite Moreau), su amor platónico, Andy (Rudd, cuya escena en el comedor podría ser descrita aptamente como mítica), su abusivo novio (Fuck you, dyke!) y Lindsay (Elizabeth Banks), el objeto del deseo y adulterio de Andy. Paralelo a este grupo, JJ (Zak Orth) y Gary (A.D. Miles) intentan lograr que McKinley (Black) se acueste con alguien, pero McKinley está un poco ocupado acostándose con Ben (Cooper), que a su vez es el productor/coreógrafo del número musical más esperado del show de talentos de esa noche, dirigido por Susie (Poehler). Para cerrar el círculo, Victor (Marino), un mitómano virgen cuya oportunidad sexual se presenta en la fácil Abbie (You snooze, you lose, dude.), debe llevar a un grupo de exploradores a una excursión en el río junto a su amigo Neil (Lo Truglio). El conjunto funciona como una especie de Robert Altman del infierno, pero un Robert Altman igualmente.

A pesar de la prosopopeya y la pretensión, el presente funciona cómo una recomendación eufórica de WHAS, en mi opinión nada menos que una de las mejores comedias de los últimos años, y prueba viviente de que ciertos conceptos absurdos llevados al extremo funcionan, así sea en el plano más errático y viciado de la realidad, muchas veces el mejor plano para habitar.

Mierda, se me olvidó hablar de la música de Craig Wedren y Theodore Shapiro. Bueno, que mejor forma de despedirlos.

Erich von Stroheim: Merry-Go-Round (1923)

A lo largo de este fructífero viaje, que cruza una década de ingeniosa realización cinematográfica, nos hemos dado cuenta de lo preciadas que resultaban las libertades creativas en los inicios del sistema de estudio, el cual imperó en Hollywood hasta la llegada de los grandes conglomerados de la información. Directores diligentes y comercialmente llamativos fueron dotados de rienda suelta para que ordenaran sus placeres y fantasías visuales sobre el plató, y en algunos casos (como en el del genial y venerable Victor Sjöstrom) estas libertades pagaban su cuota, posibilitando el carácter cíclico del proceso; en otros casos, como en el de nuestro infortunado austríaco, los estudios no confiaron en las capacidades (e inevitables excentricidades) expuestas, e hicieron lo posible por dejar la obra lo más blanda y genérica posible, lo que se traducía en una recepción tibia del público. Mala suerte.

Universal todavía tenía que prestarle las claquetas a von Stroheim, su contrato seguía en vigencia, y, aunque Foolish Wives le reportó jugosas ganancias, su reputación como director estaba erosionada en el estudio; Carl Laemmle se las había arreglado para dejar al joven Irving Thalberg como centinela del costoso y rebelde director, en una posición de autoridad difícil de rebatir, y este último tendría una experiencia de vida que le ayudaría en su desarrollo como futuro productor y mogul de la industria. Con muy poco tiempo de diferencia, von Stroheim decide empezar un nuevo relato de nobleza, mentiras, marchas nupciales y odio, odio sanguinario y virulento hacia la humanidad.

“Trato básico a la servidumbre.”

Lo que va a continuación me resulta muy difícil de escribir, debido a que por los mismos excesos y lujos con los que von Stroheim estaba dotando a su nueva película, tuvo que ser reemplazado por Rupert Julian, nadie menos ‘apropiado’ para esta labor que el director y protagonista de The Kaiser, the Beast of Berlin (1918). El problema en concreto es que el producto final, que presuntamente fue re-filmado casi que por completo tras el despido del director original, no es para nada malo, mezclando la majestuosidad visual que ya hemos visto junto con un guión escrito por/para un sociópata, cuyas proezas serán marcadas con un número y negrilla. ¿De quién es qué? Como primera pregunta es apenas ideal. Veremos si lo podemos descubrir.

El argumento es más bien clásico en el sentido Stroheimiano, con unas ligeras variaciones. Los créditos iniciales nos muestran un carrusel, eje temático que no hay que perder de vista, al parecer dirigido por el mismísimo Satán o una criatura mitológica afín al Hombre de Hierro que surgiría después en The Wedding March. Placenteramente pasamos a la fastuosa y elegante Viena de preguerra, las arcas de la corona y las líneas de mando están rebosantes, por lo que la nobleza vive su mejor momento, y ocasionalmente alguna que otra madre se suicida arrojándose de un puente, frente a su hijo (1). El emperador Franz-Joseph (interpretado por Anton Vaverka) tiene como ayuda de cámara y chamberlán al protagonista de esta historia, Conde Franz Maximilian von Hohenegg, capitán de la 6ª de Dragoneros Imperiales y Reales (Interpretado por Eri… Digo, Norman Kerry), quien está comprometido con la Condesa Gisella von Steinbruck (Dorothy Wallace) y esta, a su vez, es hija del anónimo y benevolente Ministro de Guerra (Spottiswoode Aitken).

Como inicio, es bastante cómodo y común. Gisella es una mujer dedicada a sus pasatiempos nobiliarios, tales como cabalgar y reclinarse ociosamente en una silla poltrona, pero Hohenegg no parece muy interesado o dedicado en ella, y de hecho no parece interesado en absolutamente nada, su vida pasa frente a sus ojos con mayor o menor desidia, sin notar siquiera que su propio doberman se baña en su tina. La primera noche diegética él cancela una cita con Gisella para poder salir con unos amigos y amigas a pasear al Prater, de acuerdo a los intertítulos, ‘El Coney Island de Viena’. ¡Tiene una noria enorme! Pero no vemos que alguien la use a lo largo de las dos horas de argumento.

Creo que ya hemos visto a este personaje en más de una ocasión.

De acuerdo a mis fuentes, es aquí donde acaba lo que filmó von Stroheim y empieza el trabajo de Rupert Julian. Las cosas no cambian mucho a lo largo de ese camino, dicho sea de paso.

Ya en el Prater, Hohenegg ‘prueba suerte’ en la galería de tiro al blanco y, como es de esperarse de alguien con su formación militar, halla una fácil victoria por la que obtiene de regalo dos muñecos, una cortesana y un soldadito. Llegan brevemente a los dominios de Schani Huber (George Siegmann, también conocido como “Sylas Lynch, el malvado político negro de The Birth of a Nation”), un hombre de porte recio que cuenta a su disposición con una joven organillera, Agnes Urban (la bella Mary Philbin), su padre el titiritero Sylvester (Cesare Gravina, parte del dream team de este director) y mantiene una relación altamente conflictiva con su rival Aurora Rossreiter (Lillian Sylvester) y los empleados de esta, el jorobado Bartholomew (George Hackathorne), de quien cabe anotar que se halla enamorado de Agnes. Bartholomew es amigo de un orangután, esto es relevante para el argumento, que hasta ahora parece ser bastante enredado y he querido mitigar esa sensación al máximo; mas, es así como la película los expone a todos… Claro, a través de unos intertítulos delicadamente ornados. Ya en Huber’s, la feliz comitiva de adinerados se monta al carrusel, todos excepto Hohenegg, que queda prendado de Agnes a primera vista.

Con mucho panache y seguridad personal, el Conde se acerca a la pobre organillera y empieza a coquetearle, obteniendo una respuesta más o menos favorable de parte de ella. Temiendo el recelo que los menos favorecidos le puedan tener a la población estúpidamente acaudalada, Hohenegg esconde su identidad imperial (va vestido de civil, por fortuna) y se presenta como Franz Meier, vendedor acorbatado. A manera de despedida le regala el muñeco del soldadito que recién acabó de ganar, y se retira con su cliqué de gente muy bien vestida, sin que Agnes note lo extraño que pueda ser eso. Ella se queda envuelta en suspiros, y Huber no tarda en instarla a trabajar de nuevo, y mientras la observa sonriente agarra el muñeco para arrojarlo súbitamente al suelo, destrozándole la cabeza (2). Nada más salir de la tienda donde está el carrusel, Huber ve a Bartholomew trabajando y lo lanza al suelo, pisoteándolo ante sus clientes (3), ganándose el rencor del jorobado y su orangután. No mucho después Sylvester y Agnes se enteran que la Sra. Urban está gravemente enferma, y le solicitan permiso a Huber para ir a verla; éste le da luz verde al pobre hombre, y a Agnes le hace zancadilla y, antes de caer, la intenta besar (4). Ahh, así es, no se toman muchas escenas para revelarnos que este hombre es un puto bastardo, al que no se le ha dificultado romper numerosas barreras prediseñadas en los melodramas; a su mujer (Dale Fuller, otra pieza básica en el equipo de von Stroheim) la mantiene a punta de mendrugos y diminutas tajadas de salchichón, y eso es suave en comparación con lo demás.

Pies, ¿Será un plano originalmente ideado por Rupert Julian? No lo creo.

En realidad, la película invierte buena parte de su tiempo manifestando lo horrendo que es Huber como ser humano, ya sea pisando a Agnes mientras le pide que sonría (5), evitando que ella y su padre asistan a los últimos momentos de vida de la Sra. Urban (6), o bien empleando un arnés con una cuerda amarrada para latiguear a Agnes dentro del carrusel (7). Sylvester logra salvarla, pero es envíado a prisión, lo cual manda la atención nuevamente a Hohenegg, quien llevaba mucho tiempo sin aparecer en pantalla. A partir de este punto es que el ritmo de la narración acelera, y tras una escena con una orgía (no es la primera película de von Stroheim que tiene una, y es claro que tampoco la última) la fachada de Franz Meier se vuelve cada vez más discutible, involucrando a más personajes y eventualmente llevando a un desenlace que, aunque esperado, se lleva a cabo en circunstancias altamente extravagantes. En cuanto a Huber, no es una sorpresa para nadie que la Parca lo encuentre antes de la resolución del conflicto principal, pero diría que lo interesante acá es cómo se desarrolla su muerte.

En materia técnica, esta película no está menos cargada de proezas que las obras anteriores, y realmente es una lástima el cambio de dirección, porque el equipo en sí está configurado especialmente para von Stroheim. En fotografía están Ben Reynolds y William H. Daniels, de cuyas maravillas ya me he explayado en otros artículos, y el arte es responsabilidad de Richard Day (con quien trabajaría en Greed) y el director en persona, lo que le dejó a Rupert Julian un elenco muy bien vestido y registrado, con el fin de armar el extraño y convulsionado romance que vemos en calidad de producto final. Curiosamente varios de los planos e ideas que vemos en la ejecución ya figuraban en las obras de von Stroheim, o bien, aparecerían después con un mayor refinamiento y estilo, dentro de su ocaso dorado de 1925-28. Atribuirle la autoría del contenido a Julian me resulta oprobioso, tras haber visto el resto de la obra del austríaco, aunque el tono de la película efectivamente difiere de obras como Foolish Wives y The Wedding March, dotadas estas de más cinismo y ambigüedad en los protagonistas.

Debo atribuirle la existencia de Huber a Julian: un psicópata depravado como pocos en el cine mudo.

Louis Germonprez es fiel a sus labores como asistente de dirección, y siendo alguien que ya venía agarrando la vena del maestro austríaco, es posible ver el tono desteatralizado en la mayoría de personajes, a excepción de circunstancias muy puntuales, tales como las escenas más altas de Agnes, un personaje con una emotividad discutible. Por otro lado, debo acotar en que la vinculación entre von Stroheim y Norman Kerry fue tan fuerte que aquel quiso involucrarlo en muchos de sus proyectos futuros, infortunadamente sin éxito alguno. Si ha habido alguien que represente el ideal de elegante bastardo plasmado por el director, aparte de sí mismo, no hay duda de que ha sido Kerry a lo largo de esta hora con 53 minutos.

Pasarían más de dos años hasta retornar a este género particular, ya que la obra que vendría a continuación sería una adaptación memorable, recordada como el “Santo Grial de la Cinematografía”. Así es, me refiero a la imponente y mítica Greed. En cuanto a Merry-Go-Round, el cambio de dirección no sólo la ocultaría más (en retrospectiva) del conocimiento público, sino que, por alguna razón, la convirtió en la película existente de von Stroheim más difícil de conseguir de todas. Una buena copia de VHS ha hecho lo suyo en este caso, pero recomendaría que si la ven por ahí le den una merecida oportunidad.

Peter Weir: Picnic at Hanging Rock (1975)

Una vez más, estimados lectores de Filmigrana, he sido invitado a una muy especial Cita a Ciegas. Como en los homónimos encuentros prefijados entre dos individuos que no se conocen en persona, usualmente tenemos una expectativa estándar con respecto a la belleza de la persona con la que estamos a punto de vernos, confíamos en que sea física, espiritual y anímicamente agraciada, y por supuesto que el encuentro se pueda desenvolver favorablemente, facilitando así que se programen nuevas citas entre quienes vendrían siendo ya conocidos. No obstante, rara vez nos preguntamos si somos capaces de manejar esa misma belleza o contenerla de alguna manera, más allá de apenas poderla observar sin palabras y ver cómo se escapa esa esencia, como un busto clásico que se convierte en azufre y se escurre entre nuestros dedos.

Tengo algunos pequeños problemas para hablar de la obra que nos concierne en esta ocasión. Mi buen amigo y colaborador Dustnation me ha otorgado el acceso a una nueva ventana a lo desconocido, y aunque esta instancia también sugiere desde el principio que habrá muerte, desapariciones y actos involuntarios rodeados por el vapor victoriano del misterio, la acción se desarrolla en un local distinto del Océano Pacífico. Lo único que sé de la película, antes de verla, es lo que está escrito en el título (operando nuevamente bajo las reglas de la Cita a Ciegas) y aunque el nombre de Peter Weir me suena bastante, la verdad no tengo certeza alguna de su filmografía, por lo que permaneceré en silencio hasta donde me sea posible. Eso sí, aunque no es una información extremadamente reveladora, el hecho de que los créditos iniciales estén precedidos por el logo de Criterion me da muy buena espina de lo que voy a ver. Me preparo algo de comer y me aprovisiono de bebidas, porque esto va a durar un buen rato.

“¡Ahhh! El dulce aroma de lo desconocido e innombrable…”

Lo primero que sabemos de la película es que, en el año 1900 a alturas del 14 de febrero (o Día de San Valentín), un grupo de colegialas del Instituto Appleyard salieron de picnic a Hanging Rock, cerca al monte Macedon en el estado de Victoria, y esa misma tarde algunos miembros de esa comitiva desaparecen sin dejar rastro alguno. Antes de proseguir, vale la pena comentar que, a pesar de mis escasos conocimientos en Historia de la Humanidad, sé bien que el inicio del siglo XX fue el ocaso dorado del Imperio Británico, teniendo todavía el control de Australia (que se independizaría unos cuantos años después), la India y buena parte de África ganada a lo largo del plan “Del Cabo al Cairo” de Cecil Rhodes, ferviente adepto del colonialismo. Así pues, los hechos de esta película están enmarcados dentro de ese período de dominación, en los que no es difícil sentir la diferencia entre la comodidad y la opulencia inglesa en contraste a la mirada de los habitantes con un dialecto propio, el terriblemente difícil de entender inglés australiano.

Tras ver en pantalla el ominoso promontorio conocido como Hanging Rock, somos expuestos a la dulce voz de la joven Miranda, quien nos invita a cuestionar la realidad, y el cómo esta puede llegar a sentirse como un sueño… Dentro de otro sueño. Son apreciaciones de una persona que empieza su día lavándose el rostro con agua de jazmín y rosas mientras escucha poesía romántica escrita por su adorable compañera de habitación y mejor amiga, Sara. El alba despunta y las jóvenes colegialas se aprestan en cuidar sus largas y brillantes cabelleras, antes de ayudarse entre todas a fijar sus corsés. En este montaje conocemos al grupo de amigas de Miranda, entre ellas Irma, a simple vista despectiva y arrogante pero con un alto grado de sensibilidad y aprecio por sus compañeras; Marion, la introvertida coleccionista que, a pesar de parecer la más inteligente del grupo, no parece pensar dos veces lo que hace (el personaje menos desarrollado de todo el filme, si lo hay); y Edith, la gordita bienintencionada que, debido a su falta de voluntad, es arrastrada a situaciones de las que termina arrepintiéndose.

Todo muy arcadio.

La fecha especial viene cargada de sorpresas, ya que la directora Appleyard prepara una salida de campo a Hanging Rock para las damitas, y todas suben con sumo entusiasmo a la carroza a excepción de Sara y la insufrible profesora Lumley, por orden expresa de la mujer al mando. Durante el abordaje, la señora Appleyard les advierte que la formación rocosa es bien conocida por sus serpientes y hormigas venenosas. Miranda, mientras se aleja a bordo del coche junto a sus emocionadas compañeras, observa a Sara con afecto apenas contenido en el rostro, y la despedida que intercambian había sido vagamente advertida por ambas durante el mencionado amanecer. El trayecto, un contraste delicioso, es oportuno para ver qué tan recatadas son las señoritas (sí, lo son) y adicionalmente, la profesora McCraw lo aprovecha para recalcar acerca de la naturaleza volcánica de Hanging Rock y de las serpientes y hormigas venenosas, por segunda ocasión.

Ya en Hanging Rock se rozan, por cuestión de metros, a los Fitzhubert, una familia de aristócratas locales, que van acompañados del mozo de cuadras Albert. Irma, con el apoyo de Marion y Miranda, pide consentimiento para ausentarse durante unas horas y salir a explorar los lindes de tan peculiar accidente geológico. Edith, a regañadientes, les sigue la pista, mientras las demás siguen en sus labores, ignorando por completo lo que sucede a su alrededor; la señora McCraw apunta por tercera y manida vez la existencia de serpientes y hormigas venenosas.

Es aquí donde empieza a suceder lo desventurado porque me permito confesar que, en este punto del argumento, imaginé que el joven Michael Fitzhubert (en compañía del galán aventurero de Albert) se toparía con Miranda de manera comédica mientras que su ‘copiloto’ saldría con Irma, o algo por el estilo, mientras alguien leía en off las cartas de San Valentín y una aventura juvenil surgiría tras una picadura de serpiente u hormiga venenosa; sin embargo, había olvidado la secuencia introductoria, y fuí muy afortunado de haber estado terriblemente equivocado, porque los acontecimientos que suceden al picnic son mucho más ilegibles e impactantes.

En más de una ocasión, un conocido aseveró que en la historia del cine no existía escena más sensual que la quitada de medias en El Graduado. Aquí, sobre la piedra de Filmigrana, afirmo que ese hombre es un completo ignorante.

Impulsadas por la vista imponente de la montaña, las 4 jóvenes ascienden lo más que pueden y, tras cruzar numerosos vericuetos, llegan a una pequeña meseta en la que empiezan a desinhibirse lentamente del agarre de la sociedad, haciendo comentarios e insights dignos de personas que ven la humanidad a través de un periscopio, al más puro estilo de War of the Worlds de H. G. Wells. Repentinamente, esta desinhibición lleva a lo que mis compañeros de redacción y yo hemos llamado “El Momento Apocalypse Now”, en el que una mezcla de danza, música de sintetizador y fundidos encadenados convierten la experiencia en un videoclip de The Doors. Y es, a partir de este momento, que la obra deja el velo de inocente idilio de época para transformarse en una suerte de thriller que critica el colonialismo y las relaciones de clase; no lo llamo de esa manera porque no cumpla su labor, sino es más porque aún hoy en día la película me parece que no se acomoda en las casillas de género con precisión, y esa es una muy buena señal.

No es un personaje ‘per se’, pero el Hombre del Tricornio es una adición formidable a una producción que ya lo es con creces.

Picnic at Hanging Rock parece hecha 10 años después de su fecha original, y muestra de ello es la audacia con la que la fotografía y el montaje se dejan ver. El manejo del color es más bien clásico, invitándome a pensar que así se habría visto “Black Narcissus” de Michael Powell y Emerich Pressburger, en caso de que la hubiesen filmado en exteriores; no obstante el rodaje en locación emplea con sumo tino la luz disponible, empleando los lentes y filtros adecuados para resaltar la belleza de las jóvenes y el crudo aspecto de la peligrosa montaña en la que se desarrolla buena parte de la acción. Se evidencia la importancia de la imagen y la composición cuando vemos planos en los que la cámara se ubica en posiciones peligrosamente implausibles, sin ayuda de trípodes o bases de piso, con el único fin de capturar la aparición de las protagonistas a través de una gruta.

Los fundidos encadenados y constantes paneos, por otro lado, tienen esa asociación onírica que sólo se puede describir si se trae como ejemplo a realizadores del corte de Kenneth Anger, con sus atrevidos cortometrajes producidos décadas antes del advenimiento de MTV. En la montaña, la cámara rara vez se encuentra estática, y por lo general sigue a los personajes o pareciera que los estuviera ‘guiando’ a través de los misteriosos y agotadores senderos. Dentro de todo se podría decir que incluso el eje se rompe en algunas ocasiones, con la cantidad de vueltas que dan todos los lugareños al meterse a Hanging Rock, pero no dudaría que se trata de la intención de Peter Weir para hacernos saber que las damitas efectivamente están extraviadas.

Qué planos, ¿Por qué nadie habla del cine australiano pre-George Miller?

Si hay algo que pudiera objetar en medio de esta hermosa artesanía es el guión, y la forma como presenta ciertos diálogos. No, no me estoy quejando estrictamente del inglés australiano, aunque sea muy difícil de entender, pero diría que son muy impersonales y abstraídas las lineas ofrecidas por las jóvenes y la mademoiselle de Portiers, un personaje del que no he hablado porque no es muy interesante ni se trata de una subversión de un estereotipo, como sí lo son los demás. En este último caso, cuando la profesora de origen francés se halla leyendo un libro de historia del arte y señala que ‘Miranda es un ángel de Boticelli’, funciona igual o peor que un pleonasmo, ya que el fotógrafo, el director de arte y el sonidista se han encargado de dejarlo muy claro hasta ahora. Michael y Albert tienen diálogos más sútiles y sus intenciones son más obscuras de descifrar, lo que le añade más sabor al asunto. Eso sí, también debo reconocer lo mucho que se puede aprender de geología, biología, botánica, música y literatura, dado el contexto académico en el que se desarrolla la historia, así como la exquisitamente limitada banda sonora que cumple muy bien su trabajo. En el caso de las serpientes y hormigas venenosas, se trata de un ‘arma de Chejov’ que nunca descargó su salva, otro de los puntos de giro que conviven en este argumento de notable factura.

Sara, al igual que nosotros, repara en el destino de Miranda hasta muy avanzada la trama, y sus decisiones cierran su película de manera no menos inesperada que el resto del argumento, pero que nos deja muchas preguntas para devanar de camino a casa. Por lo pronto, sólo me queda preguntarme cuál será el destino de mujeres similares a Miranda y co., agarrándole la idea a Guido Anselmi en “Otto e Mezzo” (1963) son ‘de una belleza nueva y antigua’ como su diva ideal Claudia, almas helénicas ya hartas de las excesivas codificaciones que les hemos impuesto en nuestro tiempo, y con esfuerzo buscan un amor que sea sinónimo de libertad.

Adam Rifkin: Psycho Cop 2 (1993)

Es posible que si estuviese en una reunión social en este momento y la conversación se tornase hacia cine de terror, lo primero que diría es: “Psycho Cop 2 es una película brillante”. Ahora, déjenme elaborar sobre mi punto: “Psycho Cop 2” no es un buena película, visto de cualquier forma remotamente académica o lógica. Pero pongámonos en contexto. ¿Qué tan aburrido es discutir los méritos de “The Shining”? ¿Dónde está la controversia? ¿Quién es aquel entretenido kamikaze que se va a aventurar a decir que la obra de Kubrick no funciona, no asusta, no innova? Pero “Psycho Cop 2”, ¿por donde empezar? ¿Su banda sonora de televisión educativa noventera? ¿Los terriblemente penosos one-liners del asesino/oficial Joe Vickers? ¿El absurdo final, que se alarga por no menos de 20 minutos en un filme que dura una hora y veinte? Paciencia, porque por mucho que este filme suene como basura infecta y una pérdida de tiempo vital y emocional, sería complejo pasar una hora y veinte en mejor compañía que el reparto liderado por Bobby Ray Shafer y escogido por Adam Rifkin (o Rif Coogan, su seudónimo para el proyecto presente), especialmente si es el 31 de octubre de un año al azar. Eso sí, una intoxicación previa por alcohol o alucinógeno, más la compañía de un grupo de camaradas, harán de la experiencia una inolvidable.

¡Cómo si alguien fuera a olvidar haber visto “Psycho Cop 2”! La secuela de “Psycho Cop” (filme que confieso nunca haber visto y que además es un rip-off de la más conocida y menos inspirada franquicia de “Maniac Cop”) sigue la historia del antes-policía-ahora-asesino-en-serie satanista Joe Vickers, cuya imagen abre el filme mientras devora donas que remoja en una taza de café. ¡Donas! ¡Y es un policía! En la barra de esta panadería de mala muerte están un par de yuppies de baja estirpe, el confiado y dominante Larry (Ron Sweitzer, sorprendentemente parecido a Zac Efron, sí este fuera un poco mayor y más obeso) y el tímido y clínicamente nervioso Brian (Miles Dougal, un jamón de primera categoría). Los dos planean la despedida de soltero de un compañero en la oficina con desnudistas, licor y cannabis, lo que captura la atención del gigantesco matón en traje de policía que está a su lado: “You boys wouldn’t be planning anything illegal, would you?” Pero el peligro es evadido, al menos momentáneamente, y Vickers deja el establecimiento para entrar a su carro. Por cierto, su carro está absolutamente atiborrado de restos de personas descuartizadas. Créditos iniciales.

Oh, la ironía.

Pronto estamos en el edificio donde ocurrirá el resto de la acción (salvo por un par de escenas finales), y conocemos allí el resto de los a duras penas personajes que trabajan junto a Larry y Brian, una dispar y sexista mezcla de hombres de mediana edad y modelos rubias (entre estos la adúltera pareja compuesta por Tony y Chloe, que tienen sexo en la fotocopiadora por la duración completa de una jornada laboral, algo así cómo 8 horas sin descanso ni fotocopias), de donde sobresale la hermosa Sharon de contabilidad, una responsable trabajadora que luego será nuestra algo estúpida heroína. Sí algo hay que atribuirle a “Psycho Cop 2” es que se limita a una historia simple y centrada: un solo edificio, un solo grupo de víctimas. Una vez el neurótico presidente de la compañía, el señor Stonecipher, deja el edificio (“fucking assholes”, su opinión sobre sus empleados), Larry baja a la entrada del edificio donde le da unos cuantos dólares al guardia de seguridad del edificio, Gus, y deja entrar a tres jóvenes y voluptuosas mujeres (2 en gabardina, una en botas de vaquero) que le acompañan de forma coqueta hacia el ascensor. Y aparcado frente al edificio desde temprano, el oficial Joe Vickers (lo que nos lleva a preguntarnos ¿Cómo diablos podría alguien, psicópata o no, aguantar el olor de cadáveres por tanto tiempo?).

Pronto el filme se transforma en una transmisión de Cinemax a medianoche. La despedida de soltero comienza (los lemas publicitarios del filme: “A bachelor party you’ll never forget!” y “He’s the life and death of every party!”) y pronto las desnudistas están cumpliendo su contrato mientras un carrete de porno en Super 8 (“Sponge Head Hustle”) es proyectado en el fondo de la sala de juntas. Una de las desnudistas: Julie Strain, en los créditos iniciales presentada como “1993 Penthouse Pet Of The Year Julie Strain”. Un par de pisos debajo de la fiesta Chloe y Tony continúan su promiscua actividad y Sharon trabaja hasta tarde, haciendo cuentas o algo similar. ¿Y en el lobby? Gus disfruta de un partido de baseball, hasta que es interrumpido por el oficial Vickers que golpea en la puerta anunciando que alguien ha llamado reportando actividad sospechosa. Antes que pasen 5 minutos, el viejo Gus tiene un lápiz clavado en el ojo.

“It’s all fun and games until someone loses an eye!”

No tiene mucho sentido seguir enlistando las distintas maneras en que Vickers asesina poco a poco a los miembros restantes de la fiesta, pero vale anunciar que la muertes se van volviendo exponencialmente truculentas y divertidas (sin olvidar que este asesino es un satanista, así que no pretendan que va a dejar los cuerpos intactos una vez estos están sin vida), ya que esta es, después de todo, la principal fuente de risas y fruncidas de ceño que tiene el filme. Un poco más dolorosos resultan los one-liners del policía que hacen parecer a Freddy Krueger una especie de Louis C. K. por comparación. El guión (de Dan Povenmire, también escritor de “Rocko’s Modern Life” y “SpongeBob SquarePants”), no obstante, tiene varios apuntes genuinamente divertidos, la mayoría dichos con gusto por el desagradable Larry, cuyo parecido con la joven estrella de “High School Musical” hace maravillas para este filme. El más memorable (e incluso quiromántico): “He’s a cop, he shoots people for a living, of course there’s something wrong with him”.

Lo que nos deja, por supuesto, con Joe Vickers. A decir verdad, su sola presencia hace del resto del reparto innecesario, y a pesar de que nunca sabemos mucho sobre él (salvo que una vez fue empalado y abaleado y aún así sobrevivió), es un villano memorable. Sus métodos no son particularmente creativos (salvo por el uso de una lanza que encuentra en la OFICINA), sus bromas no son particularmente buenas, pero la sumatoria de sus partes, esbozada con destreza por Rifkin y Shafer, bueno, es lo que hacen de “Psycho Cop 2” una experiencia verdaderamente alucinante. Para el que guste de este tipo de experiencias, claro está.

Les dije que se parecía.

Con esto nos despedimos de la primera semana de horror, aquí en Filmigrana, ansiosos por que Octubre vuelva pronto. Pero antes, el resto del año, uno que esperamos acabar en su compañía.

Y quizás, la de este servidor del pueblo.
_________________________
*Sí alguien busca una copia del filme, por cierto, que es virtualmente imposible de conseguir, aquí está para descargar la versión sin editar, la única que vale la pena tener.

Michael Dougherty: Trick r’ Treat (2007)

A menudo obviamos la importancia de las festividades ubicuas que, secularizadas y desprovistas de tintes geográficos en la medida de lo posible, se funden a lo largo y ancho de las sociedades contemporáneas. Las disfrutamos, somos ligeramente conscientes de sus dinámicas y transformamos parte de nuestras conductas habituales para acoplarlas lo mejor posible a estas fechas; sin embargo, rara vez nos preguntamos cuáles son los motivos para que una festividad semejante perdure en sus diversas formas. ¿Se trata de una estrategia comercial basada en nuestra habilidad inherente de fraternizar? ¿Es acaso el ánimo de añadirle lascivia y trasvestismo a nuestro atuendo y no ser juzgados por eso? ¿Le da empleo a maquillistas y diseñadores de efectos especiales que se encuentren cesantes? Cualquiera de estas respuestas es válida, pero debo decir que lo que más me convence son los dulces, y por supuesto, los monstruos. Trick r’ Treat tiene todo lo anterior, en formato audiovisual, por lo que la noche será larga y provechosa.

La presente película nos es ofrecida por un guionista con algo de bagaje en la industria hollywoodense, Michael Dougherty, responsable de escribir X-Men 2 (2003) y la infortunada Superman Returns (2006), aunque nada de esto debería ser señal de alarma o agravio, ni nada cercano a esos lindes. La historia emplea como eje central al pequeño Sam (apropiadamente interpretado por el jovencísimo Quinn Lord), personaje que ya había sido empleado en un antiguo cortometraje de Dougherty, Season’s Greetings (1996) y que provisto de una máscara de arpillera y una enternecedora pijama naranja se añade con facilidad a los anales de las criaturas del universo del terror, una suerte de cruce del Asesino con Máscara de Costal de Nightbreed (del que ya he hablado con anterioridad) y uno de los niños enjambre de The Brood (1979). Con esa descripción inicial ya me es posible anotar que esto, más allá de ser un pastiche conmemorativo, es casi una apología al cine de horror y a sus criaturas, empleando con decente pericia una gran variedad de recursos narrativos que aparecen con frecuencia en el género, en ocasiones sacados del cajón y cuando no, con un toque ciertamente distintivo.

Una hábil mezcla entre lo entrañable y lo horrendo.

Lo que hace de esta película algo realmente especial y aparte, además del arraigo de menciones y ecos que van desde Evil Dead (1981) hasta Peanuts, es la estructura del guión. Narrando los sucesos acontecidos en una sola noche de Halloween, el argumento escinde la víspera en 4 historias distintas que suceden en un pueblo de modesto tamaño en algún lugar de Ohio, haciéndole un guiño al Haddonfield, Illinois creado por John Carpenter. Adicional a Sam, el eje temático resulta siendo lo especial de la fecha, en la que ‘monstruos y otras cosas salen a dar vueltas por ahí’; mas por si fuera poco, cada pocos minutos nos topamos con un punto de giro que subvierte lo que consideraríamos regular. Para tal fin, el reparto no es ostentoso pero cumple a cabalidad su trabajo y representa reconocibles esquemas de varios subgéneros de cine nocturno, o al menos eso nos quiere hacer pensar el largometraje en medio de su manida táctica de mostrar y engañar.

Si sólo se tratara de la novedad que comprende hilar giros sorpresivos a cada nada, estaría revisando esto con una óptica más “A Quemarropa“, o siquiera si me molestaría en lo absoluto, tratándose de alguna superchería shyamalanesca de cuestionable valor. Una vez más, añadiendo al valor integrado de Trick r’ Treat está el que los sucesos se encuentren organizados de tal manera que es necesario ver la película más de una vez para comprenderla lo acontecido en su totalidad, y además notar el esmero con el que las historias han sido entrecruzadas a partir de astutos planos que nos sugieren una cronología interna, aunque en principio pueda parecer algo descalabrada la continuidad; de una forma u otra no hay muchas posibilidades de darse cuenta, si no es por la fotografía que, como una moda de la segunda mitad de esta pasada década, combina tonos cian con naranjas, resulta por las sorpresas que nos llevamos con sencillos artilugios del montaje y las ya mencionadas subversiones de la expectativa.

Nunca despreciable: la misteriosa belleza de Anna Paquin.

Es notable ver también cómo se imbuye la tradición de las leyendas urbanas, leña de hoguera si se conoce alguna en estas fechas, para incentivar un contenido subtextual. Una de las herramientas que emplea Sam, con el fin de justificar sus nobles acciones festivas, es un bisturí integrado a una barra de chocolate, y se arroja en algún punto la linea “Always check your candy“, ofrecida por cortesía del director de escuela Steven Wilkins (Dylan Barker, el Dr. Kurt Connors de la saga Spider-Man de Sam Raimi), a medio tiempo un ejemplar padre de familia, medio tiempo asesino en serie.

La dirección de arte es bellamente meticulosa y cuidada, otorgando ese ambiente de pueblecillo otoñal, que con sus pórticos decorados y calles estrechas hace las veces simultáneas de barriada tranquila y rincón ideal para llevar a cabo unos cuantos homicidios. Las imágenes generadas por computador apenas si hacen su aparición, dotando de sobrenaturalidad a los personajes con un colorido vestuario, prótesis verosímiles y animatronics en los casos más aventurados. Después de todo, estamos ante un clásico escenario de criaturas que comparten un universo irreconciliable con los humanos, marcar la diferencia no es una labor tan compleja.

Conocer el argumento tras haber visto la película, una vez más, no arruina el visionado de la misma y permite concentrar la vista en otros detalles, dependiendo hasta qué nivel se le quiera dar disfrute. Dougherty no ha vuelto a dirigir nada desde entonces, pero nos queda esperar a que otros realizadores más o menos independientes sigan el ejemplo y jueguen con aquello que el vox populi considera formuláico y caído a menos; es un horror dirigido más a divertir y aleccionar que a cualquier otra agenda, y como un manifiesto de cariño al género funciona muy bien.

“Happy Halloween.”

Tony Scott: The Hunger (1983)

Monkey Shines!

El director británico Tony Scott es probablemente más reconocido en el mundo como el director de “Top Gun”, aquella popular película sobre aviones y homosexualidad que hizo de Tom Cruise la más grande estrella del planeta por un rato largo. Quizás algunos apunten hacia “True Romance”, aquella película con guión de Quentin Tarantino en la cual Christian Slater habla con un Elvis imaginario y seduce a Patricia Arquette. ¿Qué tienen en común estos filmes? Excesivos, violentos y llenos de testosterona, ambos son ejemplares de un director de obras grandes y ruidosas, cuyas influencias parecen provenir menos de sus compatriotas ingleses y más de sus empleadores norteamericanos. ¿Pero su debut cinematográfico? Es el caso de “The Hunger”, que a pesar de estar basada en la novela del mismo nombre escrita por Whitley Strieber, comparte mucho más con “Carmilla” de Joseph Sheridan Le Fanu, una pequeña novela corta que precedió al “Drácula” de Bram Stoker por 25 años (lo cual pone su año de publicación en 1872). Pero “The Hunger” tiene tantas influencias como cortes en montaje (tema en el que ahondaremos más adelante), y estas incluyen desde las producciones antiguas de la Hammer hasta el sexploitation setentero de vampiresas lesbianas (especialmente “Vampyros Lesbos” de Jesús Franco).

Pero el filme no funciona como homenaje ni como copia, y a la hora de entrar en materia, tampoco funciona como película de terror dado que, bueno, en realidad no asusta ni tensiona demasiado. Pero esto no quiere decir que el filme sea un fracaso, todo lo contrario, se trata de un de un suntuoso trabajo fotográfico y de una muestra bastante seductora del potencial, problemas incluidos, que tenía el joven director. El resultado final es similar al personaje principal: a pesar de no tener mucha sustancia, su estilo y su belleza acaban por seducirnos (desgraciadamente, la seducción no acaba en inmortalidad, pero sí deja un buen rango de material onanista).

“Are you making a pass at me, Mrs. Blaylock?”

¿Quién es esta seductora, superficial y hermosa protagonista? Se trata de Miriam Blaylock (Catherine Deneuve), una inmortal vampiresa bisexual proveniente de Egipto que pasa sus noches en sórdidos clubes de Post-Punk neoyorquinos (Bauhaus toca tras las rejas de uno en la escena inicial) en busca de alimento. Junto a ella su pareja desde hace un par de siglos, John (David Bowie, que habría podido ser actor de tiempo completo), los dos vestidos totalmente de negro y usando gafas oscuras seducen a una joven pareja de seudo-punks que desnudan y degollan con sus collares en forma de Anj. Pero John se empieza a sentir débil: no puede practicar el cello junto al piano de Miriam, su pelo empieza a caerse en sus manos y manchas descoloridas aparecen en su rostro. Y para colmo de males, el hambre de sangre se vuelve cada vez peor.

Anjs!

Conocemos así a la Dra. Sarah Roberts (Susan Sarandon), una científica que trabaja con monos y enfermos de progeria en busca de una cura contra la vejez, a quien Miriam ve en un programa de televisión e inmediatamente desea. John le visita por su lado, en busca de una escapatoria a su inevitable condición, pero la doctora le ignora y John se ve acorralado por el tiempo y la sequía. Tras cometer un horrible crimen final, John colapsa en su hogar y pide a su amada que le quite la vida, pero esta, a pesar de su tristeza, le carga hacia el sótano donde le encierra en un ataúd de madera junto a varios otros ataúdes que contienen a sus otros amantes del pasado, ninguno muerto mentalmente pero todos atrapados en sus cuerpos en descomposición. La Dra. Roberts aparece en la casa en busca de John, pero en su lugar encuentra a la hermosa Miriam quien le seduce y le muerde luego de un largo coito lésbico.

¿Venusian Vampire Vixens?

La historia definitivamente no es el fuerte del filme, avanzando poco en narrativa, siguiendo líneas temáticas intrascendentes y usando un ritmo parsimonioso que poco beneficia el estilo definido de dirección de Scott (a pesar de que sí beneficia la historia de John, de lejos la más trágica y la más lograda de todas). No obstante, hay un par de elecciones bastante interesantes a la hora de tratar con el vampirismo: Primero está el concepto de “El Hambre”, que a la larga no es de sangre sino de juventud. No sólo esto, Scott escoge además entrecruzar los ataques de Miriam y John con imágenes de los simios de la Dra. Roberts, así llevando el hambre de inmortalidad a la lógica más primal existente. Bastante original resulta también el manejo del director de la abstinencia, haciendo de la reacción física una similar a la abstinencia en adicción a la heroína. Finalmente está el manejo del sexo, que al mezclarse con la transmisión de sangre, hace de la mordida algo mucho más consensual y erótico que algo agresivo.

Pero estos pequeños detalles palidecen gracias al hecho de que la historia es algo ridícula. La mezcla de la contracultura ochentera de los Estados Unidos con el vampirismo no es una idea particularmente cohesiva, y el arte gótico no ayuda en este aspecto de unidad. No solo esto, la narración está llena de huecos y deus ex machinas comienzan a aparecer con preocupante frecuencia a medida que avanza el filme (el final, que involucra momias, es atroz). Pero es visualmente donde el filme es auténtico y extraordinario. Trabajado por Stephen Goldblatt (que ha trabajado con Joel Schumacher, Francis Ford Coppola y Mike Nichols), la película está compuesta principalmente de planos muy cerrados y planos muy abiertos, y usa la oscuridad como un marco para los personajes que retrata de forma romántica. Los desnudos, vale la pena indicarlo, son sobrios y muy bellos. Una buen adjetivo para resumir “The Hunger” es hipnotizante: Ya depende de no preocuparse mucho ni tomársela muy en serio para que el hechizo no se rompa en los primeros 20 minutos.

Siempre ayuda tener a David Bowie.

Tony Randel: Hellbound – Hellraiser II (1988)

“The mind is a labyrinth, ladies and gentlement, a puzzle.”

El recuerdo me es aún fresco, a pesar de hallarse nublado por numerosas experiencias de vida y el visionado de cosas más o menos aterradoras, por lo que no podría dar con precisión la fecha exacta en la que sucedió; eso sí, recuerdo que fue, en su entonces, la mayor fuente de pesadillas jamás vista. Fue en algún punto entre 1993 y 1995, gracias a mis hermanos mayores tenía la costumbre de ver muchas películas salidas a finales de los 80’s y principios de la siguiente década, usualmente cine de acción en su renovado auge, ‘sleepers’ y eventualmente, si me escabullía hábilmente entre las cobijas, algo de terror.

Era una hora más allá de las 10:00 pm, ya debería haberme dormido para ese entonces, pero era una noche de película para mis hermanos y no me podía perder el evento; y fue así que, tras la cortinilla de la productora, un fundido a negro y aquel retumbante infrasonido, supe que el verdadero Miedo cubriría mi espina dorsal con un haz de no-luz incluso a días después de haberse acabado la película. Había sido expuesto a Hellbound: Hellraiser II. Mis noches serían, por entonces, una eternidad insufrible en desamparo, y ni en sueños me sentiría a salvo, corriendo en laberintos de modesta factura, ojalá lo más lejanos y disímiles que se pudiera de la guarida de Leviathan.

De un momento para acá, Jim Henson parece mucho más amable.

Así fue, en pocas palabras, como conocí la encantadora obra inspirada en los escritos de Clive Barker y, muchísimo tiempo después, volvería hacia ella con otros ojos, no sin olvidar esa sensación primigenia que me generó tantas sensaciones perturbadoras en su debido momento. A pesar de que Barker es un hombre entendido en narrativa cinematográfica, su campo de acción predilecto se halla en las letras y los lienzos, considerando el trabajo de estudio como ‘algo extenuante y poco compensatorio’. Su gran salto al reconocimiento, hacía tan poco tiempo, con Hellraiser (1987) creó una nueva ínsula en el celuloide de medianoche, gracias al carismático angel-demonio con puntillas en el rostro que hasta ese entonces no tenía nombre, emblazonado en cuero y metal como lo haría un sadomasoquista especialmente creativo y, acompañado de su singular comitiva de semejantes Cenobitas, funcionaba como una especie de fiscal, juez y verdugo de un universo desconocido de placer y dolor, uno al que se le podía profesar temor y ansia de manera simultánea.

El resultado audiovisual fue mayor que lo esperado, eclipsando incluso al antagonista de ese largometraje debutante, y los misteriosos Cenobitas verían su universo recreado en profundidad gracias a esta nueva producción. Tony Randel, quien había editado esta primera entrega, se lanza a la dirección de Hellbound con el voto de confianza de Barker.

“We have such sights to show you”

La primera película, como confío que algunos lectores podrán recordar, cuenta con un final abierto que permitía que los sucesos se extendieran a una continuación; tomando en cuenta que algunos de los hechos enmarcados en el final de Hellraiser rayan notablemente en la abstracción (si no del absurdo) Hellbound parte de lo más concreto que sabemos acerca de su precuela: Kirsty Cotton (Ashley Lawrence), junto a su novio, acaba de sobrevivir una experiencia horriblemente traumática en su nueva casa, principalmente por culpa de una pequeña caja conocida como la Configuración del Lamento.

El novio de Kirsty, que no había tenido un papel muy importante en la primera película, no aparece en lo absoluto dentro de Hellbound a excepción de una mención, apenas para mantener las cosas canónicas. Sin embargo, buena parte del reducido reparto original regresa, desde Julia (Claire Higgins, con un notorio ademán de maligna calma) hasta el lascivo ¿tío? Frank Cotton (Sean Chapman), sin olvidar al séquito Cenobita comprendido por La Mujer, Bola de Mantequilla y Charlatán, porque sus nombres en inglés pueden tener igual o menor sentido. No son menos entrañables las adiciones, desde la joven muda Tiffany (Imogen Boorman, que nunca volvió a un protagónico desde entonces) hasta el altamente reprochable Dr. Channard (Kenneth Cranham, un bienvenido jamón veterano de teatro). Incluso El Ingeniero está de vuelta, considerado por Filmigrana como la criatura más inútil y obtusa que alguna vez haya habitado en el Infierno; aunque eso sí, debo aclarar que conocer esta información no hará que el argumento sea más plausible o abierto al entendimiento.

Sólo clase y estilo.

En la buena costumbre británica de rodar en estudio, el establecimiento de la trama se da en un hospital psiquiátrico, especialmente diseñado por Andy Harris para ser tan aséptico como enclaustrado, siendo el Dr. Channard la cabeza del instituto. No se llega a comprender muy bien si las prácticas médicas de este hombre tienen algún resultado más allá del maltrato arbitrario a sus pacientes, siendo una suerte de Josef Mengele británico, pero lo cierto es que estas le han valido la tenencia de su propio instituto y la posibilidad de coleccionar una gran variedad de artefactos, muchos de ellos relacionados con el Infierno del que los Cenobitas son correosos heraldos.

Entre los muchos McGuffins que pueblan esta película, Channard logra conseguir el Colchón de Julia que había sido confiscado como evidencia por la policía dentro del hogar Cotton, y ahora elevado a un status de mayúsculas, es empleado para resucitar a la memorable madrastra de manera similar a como Frank Cotton fue traído al mundo en la precuela. La casa de Channard, en sí un espacio minimalista digno de un empresario psicópata adinerado, se presta muy bien para el contraste que genera la nueva y sangrienta inquilina, quien ante la insistencia de Channard le enseña como abrir las puertas infernales, para lo cual necesitará la “cooperación” de Tifanny, una pequeña huérfana que lleva 6 meses sin hablar y es experta en resolver rompecabezas, y con la posesión de la Configuración resulta ser una tarea sencilla. La apertura de las puertas es un evento que conmociona al hospital psiquiátrico, y aunque el doctor tiene la infortunada obstinación de conocer a Leviathan, el dueño del sitio que goza de una voz magistral, otros lugareños tienen su propia agenda, como Frank Cotton, que planea anexionar a Kirsty a su calabozo carnal.

¿Cómo juntar la esencia de una morgue, un altar y una residencia de Chapinero?

Dada la naturaleza confusa de la Configuración, la pleitesía de los personajes cambia de acuerdo a las circunstancias, forjando alianzas que no se esperarían en una película de horror convencional. Esto último permite que veamos la batalla más anticlimática de todos los tiempos, posiblemente pensada como el opuesto de una, entre los Cenobitas y Channard. A pesar de quitarle un valor potencial al asunto, el departamento musical una vez más de la mano de Christopher Young resulta satisfactorio, y el set del Infierno es disfrutable para alguien que haya vivido al menos en los 90’s, con estructuras que le guiñan el ojo tanto a M. C. Escher como a The Twilight Zone.

Tal vez lo más lodoso, que no malo, sea la estructura del guión y las motivaciones de los personajes; la brecha entre ‘buenos’ y ‘malos’ permanece más o menos clara, no es difícil adivinar que Kirsty tiene como deber la victoria frente a Leviathan, aunque esto no le reporte ningún beneficio aparente ya que su padre seguirá donde está y al final su cabeza queda con un cúmulo de imagenes horrendas, e incluso se le puede considerar como culpable de mermar las habilidades de combate de Pinhead, si alguna vez existieron.

Parece el reflejo de un hogar poco amoroso.

Los temas de los organismos de control, el sexo, la muerte y la trascendencia siguen fijados, favorablemente de acuerdo al guión de Barker y a su visión del monstruo como algo que quiere entablar un puente de comunicación con los humanos, aunque sus intenciones no sean siempre las mejores. Pinhead (el inigualable Doug Bradley), antes de ser el hombre de las puntillas en el craneo, es Elliot Spenser el oficial de la armada británica, y esto marca una diferencia en su personaje, tanto dentro como fuera del universo de la película, dejando claros algunos detalles de su comportamiento pero ofuscando enormemente la comprensión de su relación con Kirsty. Podría embarcarme en conjeturas más aventuradas, pero el tamaño del artículo podría aumentar exponencialmente.

Funcionando como una película de horror en varios niveles, desde lo surrealmente aterrador para mi yo de 8 años hasta lo más campero y divertido para aquellos que ya estén curtidos en el género, Hellbound logra ampliar el mito del Infierno sexuado y diverso de Clive Barker, más allá de lo que algún Craven o Cunningham podría haber hecho con sus personajes, dotándolos de un espacio para funcionar de acuerdo a sus leyes. Que algunas de esas leyes se escapen de nuestra comprensión es tal vez porque se trata de un lugar muy confuso tanto espacial como moralmente, o bien, porque no hemos experimentado suficiente dolor y placer como para entenderlas.

Jack Clayton: The Innocents (1961)

“We lay my love and I beneath the weeping willow.

A broken heart have I, Oh willow I die, oh willow I die.”

El cine de terror siempre ha sido un género irregular, donde los bajos llegan a ser cavernosos e infernales (en ocasiones de forma bastante placentera, en la mayoría de forma punitiva) y los altos llegan a ser miniaturas perfectas del poder emotivo del medio fílmico. ¿Grandilocuente? De seguro, pero lo cierto es que el cine de terror es en muchas formas el género más complejo por intentar acercarse a aquella emoción primal y compleja que todos albergamos en nuestras inquietas mentes: el miedo. ¿Pero que es esto del miedo? No es algo definible de forma simple, y de esta cualidad abstracta puede venir el problema con el porcentaje de efectividad del género cinematográfico. ¿Cómo incitar algo que es hasta cierto punto indefinible? En ocasiones la simple realización de una idea moral, física o mentalmente reprimible, auxiliada por violencia y repugnancia extremas, son suficientes para causar escalofríos en la espalda de quien mira, pero con frecuencia estos escalofríos van desapareciendo en la piel y el choque nos es más que momentáneo. Esto sin mencionar que la sobreestimulación y el acceso a todo tipo de información en la época moderna ha llevado de forma lenta pero segura al espectador hacia la indolencia, lo que eventualmente hace que lo exageradamente gráfico pierda el impacto que alguna vez tuvo. El éxito de los grandes altos, sin embargo, no ocurre en aquellas escenas memorables que todos recordamos: ocurre en todo lo que les rodea.

Ejemplo de un alto.

Pocos filmes logran este cometido de forma tan exacta como “The Innocents”. Dirigido por el subvalorado Jack Clayton, el filme se basa en la obra de teatro del mismo nombre (escrita por William Archibald, que escribe el guión cinematográfico junto a Truman Capote) y que a su vez es una adaptación bastante fiel de “The Turn Of The Screw”, la estupenda novela corta de Henry James. Pero mientras el filme omite y modifica ciertos detalles pequeños, el espíritu de la obra original queda intacto, muestra del cuidadoso y fetichista trabajo del director y sus colaboradores.

La película sigue a la sublime Deborah Kerr (continuando su racha de papeles de mujeres religiosas, luego de su trabajo en “Heaven Knows, Mr. Allison” y la favorita de Filmigrana “Black Narcissus”), en este caso una nerviosa institutriz de apellido Giddens que es contratada por un acaudalado solterón (Michael Redgrave) para cuidar a sus sobrinos huérfanos que viven en una gigantesca y desolada mansión en un pequeño pueblo a las afueras de Londres. Sus requerimientos: autonomía e imaginación, la primera para nunca lidiar con su empleador y la segunda para lidiar con sus nuevos alumnos. Inmediatamente le es otorgado el empleo y parte rumbo a Bly, donde conoce a la encargada del lugar, la Señora Grose (Megs Jenkins) y a la pequeña niña que quedará bajo su responsabilidad, Flora (Pamela Franklin, en su primer papel de una prolífica carrera de actuación infantil).

La mansión en Bly.

El escenario es perfecto para un trabajo pacífico y encantador, pero pronto empiezan los problemas, junto a una carta que explica que el joven Miles (Martin Stephens) ha sido expulsado del colegio al que atiende y va de camino hacia la casa. Pero aún peor es la curiosidad que llena a la Sra. Giddens frente a la historia que le contó el Tío (su nombre nunca es revelado) en la entrevista a modo de semi-advertencia: la institutriz pasada, la Sra. Jessel, murió en su puesto de trabajo. La llegada de la noche transforma el lugar en un laberinto lleno de sonidos extraños y vientos que mecen las cortinas y las sabanas, y pesadillas empiezan a abrumar su sueño. El joven Miles sólo complica las cosas, ya que este es un niño inteligente y manipulador que intenta atraer a la no tan joven y nueva institutriz (se refiere a ella como “my dear”, y su actitud es bastante desagradable en sumatoria). Pero la amistosa Sra. Giddens logra entablar una buena relación con los dos, y pronto se tornan cercanos.

Trouble lies ahead.

La felicidad es breve, de nuevo, una vez la institutriz empieza a escuchar el canto de una mujer y a divisar extraños en la propiedad que nadie más parece identificar. En un juego de escondidas, que revela tanto el carácter violento de Miles como el ático lleno de tenebrosos juguetes y una foto de un hombre joven y atractivo, la aparición de una presencia tras la ventana le lleva a un ataque de pánico que obliga a la Sra. Grose a confiarle que otro hombre murió en la propiedad, el antiguo Mayordomo Peter Quint.

Este es un resumen básico (y ojalá no muy revelador) del comienzo del filme, y lo que sigue a continuación acaba de conformar uno de los filmes de terror más completos que tengo el placer de haber visto. Aún cuando es vista hoy en día, Clayton logra crear un ambiente de tensión auténtico y espeluznante, ayudado por una fantástica fotografía en blanco y negro llena de movimientos exactos y composiciones complejas (a cargo de Freddie Francis, también de “The Elephant Man” y “Dune”). El arte, el uso del sonido y los efectos nada recargados, además, ayudan a crear un estilo gótico que guía el filme por corredores cada vez más oscuros y enrevesados, tanto temática como visualmente.

Su verdadero acierto, no obstante, viene de su perspectiva narrativa. Al igual que la novela de James, escrita en primera persona, el filme está contado siempre a través de los ojos de la Sra. Giddens (ojos muy expresivos gracias a la estupenda actuación de la Sra. Kerr y la ligera exotropia que la actriz padecía), lo que crea un espacio de ambigüedad frente a lo que está ocurriendo en la imaginación de la heroína y lo que en realidad está ocurriendo en el espacio que habitan. Es de esta ambigüedad que tanto la película como la novela pasan de ser una horrible fábula sobre fantasmas y se transforman en un tratado sobre la naturaleza humana y la obsesión. “The Innocents” parece dejar abiertas muchas más puertas que las que acaba cerrando, pero el camino que recorre y finaliza deja huellas que quedan con el espectador mucho más tiempo que un escalofrío. Se anidan bajo la piel.